viernes, 5 de junio de 2020

Lecturas encadadenadas. Mayo

Ha sido uno de los mejores Mayos de mi vida. No poner un pie en Madrid, el teletrabajo, el calor soportable, los primeros paseos, los días largos. Creo que es el primer mes de mayo de mi vida que no he odiado la primavera con todas mis fuerzas. Normalmente, para mí, este es un mes de bajón, de meterme en mi cueva y no querer ver a nadie, de odiar el sol, las flores, los planes y todo en general. Mayo solía ser un mes de mucha lectura porque mi odio primaveral me hacia concentrarme en mis libros. Este año, por el contrario, el disfrute primaveral me ha robado mucho tiempo de leer. 
Al lío. 

Empecé mayo con un tebeo. Nieve en los bolsillos de Kim. Me lo regalaron por mi cumpleaños y cuando vinieron mis hijas de Madrid, les pedí que me lo trajeran. De Kim ya había leído sus colaboraciones con Altarriba: El ala rota y el arte de volar pero creo que este me ha gustado mucho más. En este tanto el dibujo como la historia son suyos porque cuenta una etapa de su vida, cuando de estudiante, antes de irse a la mili se marchó a Alemania a trabajar. El retrato de la gente que conoce, las historias de otros emigrantes mucho más trágicas que la suya, las amistades creadas hasta casi formar una familia, la amabilidad de muchos alemanes y la añoranza por lo dejado atrás están muy bien retratadas. A pesar de que el dibujo de Kim tiene un toque feísta creo que aquí, por la distancia a la historia y el cariño y la nostalgia con que la recuerda, tiene un toque mucho más cálido que en las colaboraciones con Altarriba. Me ha gustando también el toque que tiene a Vente a Alemania, Pepe. 

El grueso del mes lo he pasado viviendo entre las paredes del edificio situado en la calle Simon-Crubellier numero 11 de Paris. La vida, instrucciones de uso de George Perec llevaba un año esperando turno en mi mesilla y me pareció que ahora era buen momento. 

Esta novela de Perec está considerada una obra maestra y se echáis un vistazo a wikipedia podéis ver todos los intringulis de su escritura, cómo están organizados los capítulos siguiendo los movimientos del caballo en el ajedrez, las limitaciones que él mismo se impuso influido por el grupo literario Oulipo y demás pero para leerla no hace falta conocer nada de eso. La vida, instrucciones de uso es el sueño de un vecino cotilla. Se construye como un recorrido por todo el inmueble: cada piso, cada sótano, cada buhardilla, la escalera, el cuarto de ascensores, la portería, todo se cotillea hasta el más mínimo detalle. Es 13 Rue del Percebe en el tiempo y el espacio y, a la vez, es una viaje alrededor del mundo y recorriendo toda la historia. 

Da la sensación d que Perec quiso demostrarnos que la vida es inabarcable en una obra de arte y que cada detalle es importante (jamás en mi vida he leído más descripciones de bases de lámparitas de mesilla). Cada inquilino tiene su historia y los muebles que le acompañan, los cuadros de las paredes, la historia de los libros que lee, las comidas que prepara, las obsesiones que le acompañan, el trabajo que desempeña pero, además, en esa casa en la que vive están también las historias de los que vivieron antes que él y las del edificio como ente, como mundo, como universo. 

Cuando andaba entre todas esas vidas me sentía como escuchando el podcast Rabbit Hole (del que ya hablaré en su momento). Entras en uno de los pisos y caes en un agujero, en una espiral de detalles e historias que te hacen girar y girar perdiendo pie y referencias. En esta sensación de lectura me ha recordado también a la que tuve leyendo La Broma Infinita de David Foster Wallace, la sensación de tener que dejarte llevar por el autor, tratando de asirte a lo que puedas pero sabiendo que estás a su merced, que juega contigo. 

Coge un objeto de tu casa, descríbelo hasta el más mínimo detalle, cuenta la historia de ese objeto, de cómo llegó a tu casa, quién lo tuvo antes, quién era esa persona, o la historia de quién lo fabrico y la de quién lo inventó y los problemas de la persona que lo inventó y las raices de la inspiración para crear ese objeto y como fue el primero y así hasta el infinito. Eso es La vida, instrucciones de uso. No se me ocurre mejor manera de explicarlo. 

Acotamos las historias que contamos, que pintamos, que filmamos para hacerlas inteligibles, para creernos que podemos abarcar la vida, que podemos comprenderla.  

¿Hay que leer La vida, instrucciones de uso? Sí pero aviso de que es un ocho mil.  

Casi rozando el final de mes llegó Delibes y Mi querida bicicleta. A mediados de mes, hice un pedido a la librería Primera Página de Urueña (podéis escribir  a Tamara y os envía cualquier libro) y llené mi mesilla de Delibes. Éste me llamó la atención desde el primer momento porque es un breve librito con ilustraciones y después del revolcón con Perec necesitaba algo tranquilo. 

Delibes dedica esas breves páginas a contar su relación con la bicicleta desde que aprendió a montar ayudado por su padre que básicamente lo que hizo fue lanzarle a pedalear y dejarle dando vueltas al jardín hasta que aprendió bajarse él solo hasta las hazañas de sus nietos subidos a una bici. Su juventud en Valladolid esquivando a la policia local, sus escapadas al campo, sus visitas a su novia gracias a la bici. 

La bici como compañía en todas las etapas de su vida, asociada a sus recuerdos, a sus seres queridos, a sus lugares. Me ha gustado mcuhísimo y me ha recordado a las distintas bicicletas que he tenido a lo largo de mi vida, desde la primera BH roja con ruedines que me trajeron los reyes cuando tenía 6 años hasta la plegable que me regaló El Ingeniero y que está pendiente de arreglo en el garaje.  

Me identifico mucho con esto: "Hay cosas que parecen sencillas , pero no basta una vida para aprenderlas". Él habla de arreglar un pinchazo con los desmontables pero yo podría aplicarlo a un montón de cosas. 

Terminé mes a lo grande, leyendo El Camino también de Delibes. ¿Qué puedo decir de esta novela que no suene a libro de texto, a repetido, a obvio? ¿Qué se puede decir de una historia que empieza así?
«Las cosas podrían haber acaecido de cualquier otra manera y, sin embargo, sucedieron así.» 

En El camino está todo:la amistad, la familia, el amor, la envidia, la compasión, la felicidad, el miedo, la tristeza, la muerte, el vértigo existencial. 
«-Bueno, pues es lo que te digo. Si una estrella se cae y no choca con la Tierra ni con otra estrella ¿no llega al fondo? ¿Es que ese aire que las rodea no se acaba nunca?
Daniel, El mochuelo, se quedó pensativo un instante. Empezaba a dominarle también a él un indefinible desasosiego cósmico».

En El Camino está hasta la perfecta definición de lo que nos ocurre ahora:
«Pero a Daniel, El Mochuelo, nada de esto le casuó sorpresa. Empezaba a darse cuenta de que la vida es pródiga en hechos que antes de acontecer parecen inverosímiles y luego, cuando sobrevienen, se percata uno de que no tienen nada de inextricables ni de sorprendentes. Son tan naturales como que el sol asome cada mañana, o como la lluvia, o como la noche o como el viento». 

Y la conciencia del paso del tiempo que no volverá nunca:
«Le dolió que los hechos pasasen con esta facilidad a ser recuerdos; notar la sensación de que nada, nada lo que pasado podía reproducir. Era aquella una sensación angustiosa de dependencia y sujeción. Le ponía nervioso la imposibilidad de dar marcha atrás el reloj del tiempo y resignarse a saber que nadie volvería a hablarle, con la precisión y el conocimiento con que el Tiñoso lo hacia, de los rendajes y las perdices y los martines pescadores y las pollas de agua».

Corred a leer El Camino.

Y con el regusto de Delibes aún en la memoria y encarando el que va a ser uno de los veraneos más largos de mi vida, hasta los encadenados de junio.


martes, 2 de junio de 2020

Esperar el futuro

Malika Favre
El año pasado, el dos de junio aterrizamos en Madrid. Llegamos a casa, nos acostamos para intentar recuperarnos del jet lag y al despertar, fuimos a la compra y me pasé la tarde cocinando, poniendo lavadoras y tiñéndome el pelo. Lo sé porque ayer leí la última entrada del diario del viaje que hemos ido releyendo cada día, justo un año después. Hace dos años estaba en la playa tras haber presentado Los días iguales en Valencia. Hace tres años estaba celebrando el 70 cumpleaños de mi madrina en La Cantina de la estación de Los Molinos en vísperas de irme a Dublin a un concierto de Eddie Vedder y Glen Hansard. Hace cuatro años cenábamos en casa, por última vez, antes de que Nieves emigrara a Australia.  Hace cinco años estaba en el colegio en un concierto de guitarra de Clara. 

En todos esos dos de junio nunca supe ni pude anticipar dónde estaría al año siguiente. El dos de junio de 2014, un año antes de ese concierto de guitarra yo estaba hundida en una depresión de la que creía que no saldría nunca, estaba convencida de que mi futuro era vivir permanentemente queriendo morirme. Sin embargo sonreía viendo a mi hija, todavía niña y no adolescente, tocar la guitarra con un lazo blanco en el pelo. La veía tocar y ni de lejos podía imaginar que un año después dos de mis mejores amigos se marcharían a Australia a vivir. "¿A Australia? ¿os marcháis a vivir allí?", me costó días creérmelo. En su fiesta de despedida tuve mi primer y hasta la fecha único "aquí te pillo, aquí te mato" (y una resaca premium). Esa noche loca no podía ni imaginar  un año después celebraría el setenta cumpleaños de mi madrina días después de haber entregado el manuscrito de un libro que todavía no tenia título. En esa noche de encontronazo ni siquiera había empezado a escribir, ni siquiera había pensado en escribir.  Un año después, cuando el libro ya tenia título, portada, y era un libro de verdad,  lo presenté, completamente afónica,  en Valencia, el día de la moción de censura a Rajoy. Me levanté de la siesta y Rajoy ya no era presidente, recuerdo la sorpresa. La misma que hubiera sentido si alguien me hubiera dicho que un año después estaría volviendo de Nueva York con mis hijas tras haber cumplido uno de sus sueños. 

Volvimos de Nueva York y jamás hubiéramos podido imaginar que hoy 2 de junio de 2020 íbamos a estar saliendo de una pandemia que ha arrasado el mundo y ha dejado nuestras vidas del revés. ¿Dónde estaremos el año que viene?

"Mamá, no te preocupes por las cosas antes de tiempo. No sirve para nada. Si tiene que pasar algo malo, cuando pase, ya nos agobiaremos pero no lo pienses ahora porque no sirve para nada". 

Mi hija Clara con catorce años tiene la actitud vital que yo llevo intentando tener toda mi vida y que, solo ahora, estoy empezando a rozar. No sé donde voy a estar dentro de un año, ni en agosto, ni siquiera dentro de quince días y he aprendido a que me de igual. 

He aprendido a no correr hacia el futuro. He aprendido a sentarme y esperar a que llegue. He aprendido a pararme y decir "Bah, ya lo pensaré mañana". 

Es más descansado y el resultado es el mismo. 


PS: "Ana, qué guapa estás" me ha dicho hoy mi sobrino. Creo que ha sido porque he empezado a pintarme los labios todos los días. 

viernes, 29 de mayo de 2020

En el jardín

En el jardín tenemos un árbol muerto que parece el árbol del ahorcado. No siempre estuvo muerto ni solitario. Cuando mis padres compraron esta casa, a sus anteriores propietarios, en ese lado del jardín había unos cuantos pinos más o menos alineados con la tapia. Aquel jardín, recién comprada la casa,  era un erial con arena y hierbas gigantes que te picaban las piernas, los brazos y hasta la barbilla. A la entrada de la casa había una bola verde gigante que no teníamos muy claro que era: ¿un seto, un arbusto, un árbol raro? Resultó ser un pino que debidamente podado ha ido creciendo durante estos cuarenta años hasta poder ser calificado con total exactitud como señorial. Es más alto que la casa, soporta varios columpios y sus ramas casi entran por la ventana del cuarto de los niños. Discutimos si podarlas o no. Yo defiendo que no las podemos porque me entra la vena literaria inglesa, y pienso en Los Cinco y en Cumbres Borrascosas y en los Cazalet y en como en esos libros, siempre, en algún momento hablan del sonido del viento en las ramas. Otros creen que es necesario podarlas para que entre luz en ese cuarto que, todo sea dicho, está siempre en penumbra. 

Este jardín ha cambiado en cuarenta años casi tanto como el pino bola. Ha cambiado a medida que lo hemos ido conquistando, ocupando cada rincón con una actividad o algo que hacer. No es fácil tener un jardín que vivas. En la última semana, en mis paseos, he visto a los recién llegados de Madrid abrir las puertas de sus casas y asombrarse ante la altura de las hierbas en sus jardines: "madre mía, esto está hecho una selva". En muchas casas por aquí, los jardines dormitan desde septiembre hasta julio. Se agostan, otoñan, se cubren de nieve y brotan sin que nadie los vea. En este año tan raro, sus dueños se han encontrado sus jardines asalvajados y se han sorprendido como unos padres que llegan a casa y descubren que sus adolescentes han montado una fiesta. Nuestro jardín no se asalvaja porque estamos siempre aquí, no le da tiempo a crecer sin control, a lanzar ramas al suelo o romper el suelo del porche con las raíces. Lo mantenemos educado pero como decía Delibes que le educaron a él, educamos al jardín a la francesa. Esto es (en mi cabeza) que lo dejamos hacer sin someterlo a una estricta disciplina que lo convierta en algo sin diversión, invivible y solo apto para las visitas. Algo incómodo e inútil, como esos salones con fundas de plástico en los sofás que solo se abren para ocasiones especiales que no llegan nunca. 

Cuando yo era pequeña en la casa de mis abuelos, La Rosaleda, había mil rincones pero solo vivíamos en uno. La pérgola era el centro de toda la actividad. Allí desayunábamos, comíamos, merendábamos y cenábamos. A su alrededor dábamos vueltas y vueltas con nuestras bicis con ruedines montando un estruendo que no entiendo como he conseguido llegar viva a los 47. Mi abuelo leía el periódico, mi madre cortaba judías verdes, por las tardes jugaban a las cartas. Cuando jugábamos nunca nos separábamos más de tres o cuatro metros de la pérgola. Jugábamos con la arena o lanzábamos coches en la rampa del garaje pero todo cerca su sombra. Había muchísimo más jardín, macizos de violetas y lilas rodeados por unos bordillos de piedra que a nosotros nos parecían muros insalvables que decían: ni se te ocurra adentrarte aquí. Entre estos macizos discurrían caminitos sombreados, en los que siempre hacía más frío, que recorríamos cuando jugábamos al escondite pero no nos escondíamos ahí porque todos sabíamos que ahí, en esos recovecos había monstruos, bichos y sobre todo arañas. Tengo 47 años y cuando voy por allí todavía me dan respeto. En casa de mis abuelos había también un estanque hexagonal, que nos encantaba, colocado debajo de un sauce llorón gigantesco. Entre la hiedra, adosado a la tapia de ese lado de la casa, había un banco de baldosines rojos muy coqueto. Nos sentábamos allí  a jugar a las "señoras y señores" porque allí se sentaba mi abuela con alguna de sus amigas a charlar. Nosotros fingíamos "charlar" pero nos aburríamos enseguida y tirábamos piedras al estanque. Años después el estanque se rellenó de arena. Un estanque cegado es como una atracción de feria abandonada. Es triste. 

En casa de mis abuelos también había un pinar que, por supuesto, sigue allí. En el pinar se estaba fresco y había procesionaria. Las orugas asquerosas nos daban muchísimo asco y les cogimos tanto miedo que cuando cruzábamos el pinar para ir a la piscina o a la casita en la que dormíamos íbamos con mil ojos. Acabo de recordar que también había una mesa donde hacíamos tareas en verano y allí estaba la tapia a la que nos encaramábamos a espiar a los vecinos. 

En esta casa cuando llegamos, tuvimos que construirnos los recuerdos en el jardín. Las vueltas en bici las dábamos las alrededor del pino muerto. A falta de vecinos para espiar,  saltábamos la tapia de atrás para explorar los prados que había detrás (nos habíamos mudado al límite del pueblo) y temíamos a la procesionaria que tenía el pino muerto y sus compañeros. 

Ahora, cuarenta años después, el pino bola es gigante, mis hijas y mis sobrinos dan vueltas en bici a todo el jardín. El castaño que plantó mi padre hace veinticinco años se ha hecho enorme y nos sentamos a su sombra en verano. otro de los árboles que plantó mi padre tuvimos que talarlo el año pasado porque, en su crecimiento, había cogido una inclinación muy peligrosa, tan peligrosa que se apoyaba en el porche. Tenemos un huerto y un cercado para los perros. Un peral y un ciruelo que ha necesitado muletas. Y el pino bola, majestuoso y enorme, preside todo. 

Cuando era pequeña creía que las cosas siempre eran igual, se mantenían inalterables. Eran así  ahora porque así lo habían sido siempre y se mantendrían igual sin importar el tiempo que pasara.  Mis hijas se niegan a que cortemos el pino muerto del jardín. "Es del jardín y ahí está perfecto. A nosotros nos gusta". Estoy de acuerdo con ellas y más ahora que en él que ha anidado un pájaro carpintero. 


martes, 26 de mayo de 2020

Podcasts encadenados (XI)




De la misma manera que tengo hábitos y rutinas para mis lecturas, tengo hábitos y rutinas para los podcasts. ¿Por qué? Porque sí. Tengo un excel en el que apunto los podcasts que quiero escuchar y cuando los he escuchado, les pongo un Sí y los marco en negrita. ¿De dónde saco esos intereses? De lo que leo por ahí, de las newsletters a las que estoy suscrita y que son, sin duda, la mejor manera de estar informada sobre un tema en particular (Tengo que escribir sobre las newsletters en algún momento), de artículos en prensa sobre todo extranjera y de recomendaciones de otros frikis como yo. Además de esto, tengo un calendario en el que, cada día, apunto lo que he escuchado ese día y apunto algunas notas. Así que tengo un excel, un calendario y un rutina. La rutina consiste en escuchar a diario o semanalmente una serie de podcasts a los que soy fiel y elegir una serie completa para escuchar a lo largo de esa semana. ¿A qué me refiero con una serie completa? A un podcast que se centra en una sola historia que va a contando a lo largo de varios episodios hasta que termina. En jerga se llaman podcasts narrativos y su temática es variada. Pueden ser políticos, históricos, de investigaciones de crímenes, etc. 

Los podcasts narrativos son lo más parecido a una serie de televisión en formato radio. Y son mejores cuanto mejor sea el arco narrativo general que engloba a todos los episodios (suelen ser entre ocho y diez) pero haciendo, al mismo tiempo, cada episodio interesante en sí mismo. Es decir la historia central tiene que enganchar pero cada episodio debe tener su propio "encanto". 

Los tres que recomiendo hoy son de este año. Nuevos, nuevísimo y se pueden escuchar del tirón porque ya tienen todos los episodios publicados. 

Por si acaso solo llegáis hasta aquí leyendo voy a recomendar en primer lugar mi favorito. 

1.- Wind of change es para mí el mejor podcast del año hasta la fecha. Es una producción de Crooked Media, Pinneaple Street y Spotify. Esto quiere decir que puedes escucharlo en cualquier plataforma de podcasts en las que aparece un episodio semanalmente o si te enganchas muchísimo, como me ocurrió a mí, irte a Spotify y escucharlo del tirón. El presentador/conductor de Wind of Change es Patrick Raden Keffe, periodista del New Yorker. 

¿Qué cuenta Wind of Change? Pues Patrick tiene un amigo, Michael, que un buen día hace diez años le contó que un agente de la CIA le había comentado que la famosa canción de Scorpios Wind of Change fue, en realidad, escrita por la CIA para conseguir movilizar a los jóvenes soviéticos contra el comunismo y desmantelar la URSS. Esto, señoras y señores, es un Mcguffin como una casa de grande pero el caso es que lo compras desde el primer minuto. Patrick ha estado diez años investigando esta historia, tirando de todos los hilos posibles para saber si es posible que la CIA escribiera la canción y se la diera a los Scorpions para que la hicieran un hit mundial que cambiara el rumbo de la historia. En esta investigación, siempre alentada por su amigo Michael que, dicho sea de paso yo creo que merece un podcast para él solo porque además de una risa maravillosa tiene una historia detrás que seguro que merece la pena, Patrick descubre anécdotas sobre espías, conciertos de rock,  narcotraficantes, directores de cine, cenas misteriosas. 

¿Es verdad o no la historia sobre la canción? No importa absolutamente nada. Wind of change es un ejemplo perfecto de periodismo entretenido, informativo y maravillosamente producido en formato podcast. Y se aprende de espías que es algo que siempre siempre siempre resulta sorprendente. 

Podcast: Wind of change.
: My friend Michael. Es el primero y ya no puedes parar. Y la risa de Michael. 
Duración: 8*40. 

2.-Floodlines de The Atlantic. Todo lo que tiene de entretenimiento y diversión Wind of change se transforma en seriedad y profundidad en este podcast periodístico sobre el impacto del huracán Katrina en Nueva Orleans en 2005. Sí, 2005, hace ya quince años que se han pasado volando. 

El podcast está escrito y presentado por Van R.Newkirk II (¿habrá un III?) un periodista muy muy serio y con una voz maravillosa, densa y grave, perfecta para lo que cuenta. Floodlines no es la historia del Katrina, sino de como una gestión desastrosa y bastante racista provocó que las consecuencias del huracán fueran devastadoras para la ciudad y especialmente para su población afroamericana que fue primero acusada de saqueos, tiroteos y violaciones completamente falsas y después, durante la reconstrucción, expulsada de sus viviendas para construir en ellas complejos residenciales para población blanca más adinerada. 

¿Qué se hizo mal después del paso del Katrina? Absolutamente todo. Van R. Newkirk reconstruye esa nefasta gestión a través de entrevistas con cuatro habitantes de Nueva Orleans que pese a ver sobrevivido al huracán, las lluvias y las inundaciones vieron sus vidas destrozadas. El testimonio de Le-Ann Williams, una chica que cuando llegó el Katrina tenía catorce años, era una brillante estudiante a la que acaban de admitir en un nuevo colegio y comenzaba a salir con su primer novio es dramático. Pasó de tener todo el futuro por delante a ver como su ciudad desaparecía, como los acusaban de violencia, a convertirse en una refugiada en su propio país mientras ella y su familia eran desplazadas de estado en estado porque a su ciudad no podían volver. Y cuando volvieron no quedaba nada de su antigua vida. 

¿Quién lo hizo mal? Todos. Van. Newkirk examina las nefastas decisiones tomadas por el Alcalde, el jefe de policia, el gobernador, George W. Bush que era presidente y los medios de comunicación. ¡Ay, los medios! Es descorazonador ver como en quince años no hemos aprendido nada. La televisión, las radios, la prensa todos contaron historias de tiroteos que no habían ocurrido, de saqueos que jamás sucedieron, de violaciones en masa de mujeres blancas por parte de afroamericanos que eran pura fantasía y todas se repitieron sin control. ¿Alguien pidió perdón? ¿Alguien cambio su forma de actuar cuando se comprobó que todo era mentira? No. 

Floodlines es un podcast fabuloso pero duro. Lo escuchas con el corazón encogido. Por un lado das gracias por no estar ahí, por creerte a salvo de que te ocurra algo así y al mismo tiempo, en medio de una pandemia, te das cuenta de que todo vuelve a repetirse: la mala gestión, las mentiras, las noticias falsas. Y que todo eso, al final, siempre perjudica a los mismos, a los más desfavorecidos. El último episodio es impresionante. 

Floodlines tiene como único problema que hay que tener bastante buen nivel de inglés porque el acento sureño tiene complicaciones. La parte buenísima es que tiene una web preciosa en la que se encuentran todas las transcripciones de los episodios por lo que se puede ir leyendo mientras se escucha.  La web merece además la visita por el cuidadoso trabajo de arte y la información adicional como el mapa de Nueva Orleans para entender esa ciudad construida a base de diques.  La música es otro de los grandes aciertos. 

Podcast: Floodlines.
Episodio: Antediluvian. Empiezas a escuchar y te quedas envuelto. 
Duración: 6*30.


3.- The Big Steal. Gavin Esler es el presentador conductor de este podcast de nueve episodios que cuenta la historia del mayor robo de la historia. ¿Cual? El cometido por Vladimir Putin en Rusia saqueando miles de millones de dólares de las arcas rusas para su provecho particular gracias a una política de terror y control absoluto de todas las propiedades de sus enemigos y también de sus amigos que dejan de serlo cuando él decide. Uno de estos antiguos amigos, caídos en desgracia, es uno de los protagonistas del podcast, el magnate Mikhail Khodorkovsky que tras enfrentarse a Putin acabó arrestado en un aeródromo en Siberia y pasó catorce años en la cárcel. Otro es Bill Browder, un americano que tenía negocios en Rusia y que se enfrentó al gobierno ruso cuando éste el robó 230 millones de dólares. Su abogado ruso, Sergei Magnitsky, fue arrestado, torturado y asesinado en la carcel. Browder juró venganza y ha conseguido que el Congreso estadounidense y otros países aprueben un reglamento conocido como la tasa Magnitsky por la que se congelan todos los activos de todo aquel que participa en el saqueo de las arcas o en actos violentos. Es un acta que ha enfurecido muchísimo a Putin. 

En el podcast Gavin Esler entrevista también a economistas, expertos en política internacional, en Rusia, a historiadores y la conclusión es terrorífica, como dice uno d los expertos: "hay países que tienen una mafia, en Rusia, la mafia tiene un país". Y por lo que se ve pretenden conseguir el mundo entero. 

Podcast: The Big Steal. 
Duración:9*20-50

Por último, comentar que de este tipo de podcasts hay muy poco en español pero hay alguna cosa. Ahora mismo, y por si alguno quiere investigación periodística y narrativa, acaba de lanzarse en Spotify el pocast XRey con la historia del Rey Emérito. He escuchado los dos episodios disponibles y me han gustado. No entiendo porque han decidido hacer dos episodios de veinte minutos en vez de uno solo, es una manía española lo de producir episodios cortos como si temieran que el oyente se cansara. Trocear una buena historia da la sensación de que no confías en cómo lo estás contando que en este caso es muy bien. Estos dos primeros episodios cuentan cómo se fraguó el proceso de abdicación de Juan Carlos I y hay entrevistas muy potentes y muy bien hechas a Rafael Spotorno, al por entonces jefe de comunicación de la Casa Real, al Director del Abc y a Rubalcaba en una de sus últimas entrevistas. El conductor del podcast es Alvaro de Cozar (que ya hice V Las cloacas del Estado sobre el comisario Villarejo) que ha estado un año investigando junto con Eva Lamarca junto con la que ha escrito el guión. 

No puedo decir mucho más porque el tercero acaba de salir pero no lo he escuchado aún. Por ahora va bien pero ya veremos. Seguiré informando.

Actualización: he escuchado el episodio extra con la última entrevista a Rubalcaba que dice cosas muy sensatas. Poco después, murió de manera inesperada. El siguiente episodio titulado "El secreto" cuenta la infancia del Rey desde que llega a Madrid para formarse como heredero de Franco hasta el accidente en el que mató a su hermano Alfonso. La verdad es que llamarlo "secreto" me parece un poquito excesivo porque todo el mundo conoce la historia. Me ha gustado menos que los dos primeros y además creo que meter las voces de conocidísimos personajes interpretando a los protagonistas de la historia es un error garrafal. Escuchas a los actores y no a los personajes y le restas toda la creatividad.

Seguiré informando. 

Podcast: XRey. 
Duración: no lo sé todavía. 

De la serie que tengo elegida para esta semana y para las próximas ya escribiré más adelante. Y, como siempre, si alguien se decide a escuchar algo, venid a contármelo que para eso están los comentarios. 


viernes, 22 de mayo de 2020

Especializada en mí

Un anónimo me reprochó el otro día que estoy especializada en mí misma y que aburro. Nunca es mal momento para recordar que no engaño a nadie con este blog, que lo dejo claro desde el título: Cosas que (me) pasan. No se llama Política internacional, Conflictos armados del siglo XVII en Nueva Gales, Entendamos la economía o Punto y confección, te enseño mis patrones. No creo que haya mucho lugar a dudas ni que genere falsas expectativas de encontrar aquí algún tipo de sabiduría. Para nada. 

Y sí, estoy especializada en mí misma que es algo de lo que, al contrario de lo que parece sugerir el amable anónimo, estoy bastante orgullosa. Especializarse en uno mismo no es fácil. No hay más que ver la cantidad de gente que se ha especializado estos meses en creerse mejor gestor de pandemias que Fernando Simón y probablemente dejó de llevar velcro en las zapatillas con veinticinco años. El Anónimo quizás sea especialista en tejido de redes con hilo de grafito y me parece fabuloso y digno de admiración pero, sinceramente, me intereso más yo. 

A lo que iba, este es un blog personal especializado en mí misma y ahora, en medio de una pandemia, el confinamiento y el miedo, me estoy centrando aún más en lo que a mí me sienta bien. Prefiero fijarme en la gilipollez de mis canas que prestar atención a la gente que sale a protestar a las calles envuelta en una bandera como si esa capa le protegiera, a él o a los suyos, de la enfermedad. Prefiero salir a por flores que intentar entender porque hay gente, todo el día,  dando lecciones sobre cómo gestionar una crisis sin precedentes en la historia. Gente que no ha sido capaz en su vida de recordar un cumpleaños, tener ordenado el escritorio de su portátil o recordar el nombre de la profesora de su hijo. Como puedo elegir, elijo centrarme en disfrutar el podcast que estoy escuchando que en batallar contra todo el que se opone al teletrabajo porque "hay que estar al pie del cañón", escondiendo su incompetencia laboral detrás de un presentismo ridículo, en el que no da un palo al agua pero se le ve. Entre escuchar a todos aquellos que acusan a la ciencia de no dar respuestas rápidas sin tener en cuenta que gracias a la ciencia han llegado a la edad adulta sin morir de peste, viruela, sarampión, paperas o polio y reírme con mis hijas viendo The office, me quedo con Dunder Mifflin. Elijo centrarme en las pequeñas rutinas con las que estoy construyendo mis días antes que pensar qué va a ocurrir en otoño, en agosto o la semana que viene. Elijo opinar sobre podcasts y libros que despotricar contra la gentuza que está intentado sacar provecho político de la tragedia. Quiero pensar en que es una pena que haya empezado a pintarme los labios cuando es obligatoria la mascarilla y no en  los idiotas que van sin mascarilla porque "el gobierno a mí no me obliga y defiendo mi libertad". 

Es una época muy jodida, estoy preocupada por mi familia, mis amigos, mi trabajo, mis hijas, el futuro y mi factor de coagulación en sangre pero no quiero centrarme solo en eso, no quiero escribir de lo que me da ganas de llorar. No quiero tratar de analizar la política, ni las gestiones, ni las tragedias. No soy especialista en batallas navales de la flota holandesa y no salgo de Los Molinos. Elijo escribir de lo pequeño, de lo que me está salvando del pozo. Y pienso seguir haciéndolo. Para todo lo demás: batallas navales en el mar de los Sargazos. 



martes, 19 de mayo de 2020

Hippie trasnochada

Por fin ha salido el sol y Los Molinos parece un decorado de película alemana de colores sobresaturados. Todo tiene demasiado color: el cielo es demasiado azul, las hierba demasiado verde y las flores son un escándalo de colores (el interruptor del cursilismo sigue en ON). Mi pelo también está de bastantes colorinchis porque sigo, a pesar de la oposición de mis hijas y mis amigos, con mi plan de dejarme el pelo blanco. 

–Vas a parecer más vieja.
– No, voy a parecer la edad que tengo. Lo que voy a dejar de parecer es la imagen que nos han hecho creer que tienen las mujeres de casi cincuenta años. Todas sin una cana. 

Por ahora y dado las pintas que llevo habitualmente, cuando vuelvo cada tarde del paseo, con un ramo de flores diferente, parezco una hippie trasnochada. Mejor hippie trasnochada que loca de los gatos.

Lo de las flores se me ha ido mucho de las manos. Mejor dicho me ha caído en la cabeza completamente por sorpresa. Yo nunca había sido de flores, exceptuando mi anual romance con las lilas,  y siempre había pensando que no tenía sentido estético para colocarlas en un jarrón. Y ahora, de repente, me he convertido en alguien que sale a pasear con tijeras de podar y que incluso cuando sale con el firme propósito de no coger flores vuelve a casa con los brazos llenos. «Mamá, ¿otra vez?» me dicen mis hijas, como si hubiera recaído en las drogas o en algún vicio peligroso. 

Sí, otra vez. Cada día pongo flores. Lleno jarrones. Reciclo botes de espárragos y de paté. Rescato jarrones de porcelana que me pido heredar. Me miro las canas en el espejo, quiero que crezcan rápido, quiero verme ya como soy en realidad. Leo a Perec y pienso en la familia que vivió antes en esta casa, hace cuarenta años, y de la que aún ahora guardamos alguna cosa. Sorteo a mi madre que no entiende que el teletrabajo es incompatible con subirme a una escalera para medir el patio y encargar un toldo. Escribo, en inglés, un ensayo sobre las cosas que me cabrean y termino muy rapidamente porque es un tema que me apasiona. Discuto con mis hijas nuestro top 3 de viajes, de películas y de platos de comida española. Veo con ellas The office y con mi madre Halt and catch and fire. Cambio mi rutina de mañana porque como odio tantísimo el deporte que he decidido unirlo a la segunda cosa que más odio que es levantarme por la mañana. Lloro al despertarme y al hacer deporte pero cuando termino y me siento a desayunar, a las ocho y media, tengo por delante todo un día de paz mental y cosas agradables. Discuto con mi madre porque dice que soy un guardia jurado y que no la dejo salir. Me cabreo en una reunión del trabajo.Planto el huerto. Corto la hierba. Me ato un pañuelo a la cabeza. Decido que nada va a perturbarme.

Pues va a ser que sí, que soy una hippie trasnochada de peli alemana de sobremesa.  


PS: en el paseo de ayer, en el furor de recoger todo tipo de flores, perdí mis gafas de sol. He recuperado las antiguas, las de guardia civil cabreado.


martes, 12 de mayo de 2020

Los días únicos

Klaus Rinke
Es curioso como está pasando el tiempo o como se me está pasando a mí. Hace apenas dos semanas era marzo y ahora ya estamos rozando el mes de junio. Los días pasan a un ritmo que no sé describir pero que no se parece a nada que haya vivido antes. No se me hacen largos, ni cortos,  ni me parece que pasen muy deprisa ni muy despacio. La sensación que tengo es que he alcanzado el ritmo adecuado. Es algo parecido a cuando sales a pasear y al principio vas deprisa, después te cansas, mides tus fuerzas, ralentizas el paso y piensas "eh, voy a paso de tortuga" y, de repente, sin saber muy bien cómo vas al paso perfecto, el que te hace disfrutar del paseo, de lo que ves, de lo que escuchas, de tus pensamientos. El paso que te hace pensar "a este ritmo podría caminar kilómetros". Así siento yo los días ahora, con la sensación de que éste, por muy extraño que sea, es el ritmo adecuado para pasar la vida. 

Todos los días se parecen mucho: llevo sesenta días durmiendo en la misma cama, mi ropa es casi un uniforme, no me preocupo de a quien voy a ver o dónde voy a ir, el criterio es la temperatura y que esté limpio. Sigo la misma rutina casi todos los días con un horario mucho más estricto que antes. Me gusta no tener compromisos sociales ni recados por hacer. Los recados que antes parecían importantes han pasado a dejar de tener sentido o la más mínima importancia. 

Todos los días se parecen pero todos son diferentes porque ya no se trata de hacer planes ni de ver a gente, ni de ir a sitios, ni de viajar, ni de celebrar. La diferencia está en el detalle mínimo que, al contrario que pasa con los recados, han pasado a tener importancia, han pasado a ser visibles. Está el día que nevó, el primer día de ir sin calcetines, el de volver al forro polar, el día de bajar a la farmacia, el sábado de cavar el huerto y el de reservarme tres horas para leer, el domingo de limpieza y el de guardar los jerseys de lana y sacar las sandalias. EL miércoles de The Good Fight y el viernes de cine clásico con mis hijas. El miércoles de clase de inglés y el jueves de clase de Excel. Los lunes de video reunión y los viernes de no trabajar por la tarde. Los martes viene el cartero, los jueves y los domingos el panadero y en cualquier momento un repartidor que trae una Cartcher, plantones para el huerto o una desbrozadora. El miércoles que recogí a mis hijas y el que comenzó mi confinamiento y empezó este ritmo. El día que llueve y el que se parece mucho a un día de verano. El día que duermo bien y el que no pego ojo. 

No hago mucho pero hago todo lo que quiero. 

No me aburro ni echo nada de menos. 

El tiempo pasa al ritmo que crecen mis canas. 

Los días pasan justo como tienen que pasar, sin nada excepcional pero todos diferentes, llenos de detalles. Son los días únicos, nunca iguales. 


PS: se me ha roto la tecla E del ordenador. Cada e de este texto me ha costado un roce delicado sobre ella. A lo mejor, la próxima ocasión, todo va sin e. 


viernes, 8 de mayo de 2020

Podcasts encadenados (X)

Tengo esta sección abandonada y no puede ser. A lo mejor alguien cree que he dejado de escuchar podcasts pero no, sigo con esta adicción. Ya no los escucho mientras voy conduciendo pero me he buscado huecos para escucharlos: mientras hago ejercicio y blasfemo porque me aburro infinito con el deporte, mientras limpio, mientras paseo y mientras coloreo mandalas. Cualquier actividad mecánica y que no requiera pensar es buena para prestar toda mi atención a un podcast. Además, escucho podcasts cuando no puedo dormir o para conseguir dormirme.

Hoy traigo tres recomendaciones que, de alguna manera, tienen que ver con el confinamiento, el virus y estos días pero que no son ni de noticias ni, sobre todo, deprimentes. A mí me han ayudado y me ayudan a sobrellevar todo esto, me calman, me tranquilizan, me dan paz (seguimos con la alerta cursilismo).

1.- Get sleepy. Mencioné brevemente este podcast hace unos días. Es exactamente lo que parece, un podcast para ayudarte a dormir. Llegué a él, no sé muy bien cómo, desesperada por mi insomnio de alerta que me despertaba a las dos de la mañana y que no me dejaba dormir el resto de la noche. No me funcionaba leer, ni contar ovejas, ni tratar de tranquilizarme así que pensé "De perdidos al río" y decidí probarlo. Confieso que le di al play exactamente con la misma actitud con la que me presentaba en la consulta de mi psiquiatra, cargada de escepticismo y pensando "no me creo tu magia".  Pero me dormí, no conseguí terminar el primer episodio ni he conseguido terminar ningún otro después, me duermo antes de llegar a la mitad. ¿En qué consiste Get Sleepy? Pues en aburrirte con una historieta sin el más mínimo interés contada con una voz agradable. ¿Por qué son aburridas las historias? Porque como bien dice Tom Jones, el presentador, no se trata de engancharte en una trama frenética sino de conseguir que te duermas. Tom Jones (no confundir con el cantante) tiene una voz estupenda  y un acento británico muy de agradecer y comienza cada episodio diciendo que se trata de dormir, que te metas en la cama y pongas tu cuerpo en off. No hay cháchara de esa de relajate, siente tu cuerpo elevarse ni nada de eso, apenas hay un par de minutos de respira profundo, relaja las piernas, el torso y el cuello. A mí me viene bien esto para darme cuenta de que estoy tratando de dormir mientras tengo el cuerpo encogido y en tensión. Tras esos minutos, Tom o alguno de sus amigos con voz aterciopelada empieza con la historia intrascendente. Yo he escuchado el principio de un viaje en tren, otra que es un paseo por los jardines del castillo de Ana Bolena, otro por Tokio con los cerezos en flor... No sé como termina ninguna, ni siquiera sé como termina el podcast. No creo que importe, lo que importa es que funciona. 

El podcast es en inglés pero realmente da igual que lo entiendas o no porque lo que hace que te duermas es la cadencia de la voz, el timbre y la magia que le ponen que consigue relajarte, aburrirte y dormirte. 

Podcast: Get sleepy
Episodio: el que queráis, incluso si encontráis uno que os guste mucho podéis escucharlo en bucle eternamente. Os dejo el de Ana Bolena que es mi favorito, creo. 
Duración: creo que 30 minutos. Jamás he llegado al final. 




2.- Sugar calling. Este podcast del New York Times ha nacido con motivo del confinamiento y el coronavirus pero no va sobre eso o no va solo sobre eso. Esta presentado por Cheryl Strayed que es una escritora y articulista a la que yo no conocía y de la que no he leído nada. ¿En qué consiste? Pues Cheryl llama por teléfono a escritores de más de sesenta años para charlar con ellos sobre cómo están viviendo el confinamiento, dónde, con quién, qué les preocupa, qué les distrae, qué leen y sobre sus vidas. Hasta el momento en el que escribo esta recomendación, han salido cinco episodios. De los escritores entrevistados, solo conozco a tres George Saunders, Margaret Atwood y Amy Tan pero solo he leído a Atwood.

Me gusta este podcast porque las conversaciones son tranquilas, hablan del confinamiento y de la ansiedad que todos sentimos por ponernos enfermos, por que nuestros seres queridos enfermen, porque tenemos miedo, porque estamos asustados pero también trasmiten, desde la cierta sabiduría que da tener setenta u ochenta años, cierta tranquilidad y confianza. El episodio con Margaret Atwood, sola en su casa de Toronto, poniendo en marcha su antigua máquina de coser para hacer mascarillas y peleando con las ardillas es estupendo. Y el de Pico Iyer, un escritor de origen indio, criado en USA pero que vive en Japón  y que dice algo muy muy cierto: «tenemos muchísimo menos control sobre el mundo, sobre nuestra realidad, del que creemos pero tenemos muchísimo más poder en cómo respondemos a lo que nos ocurre del que creemos.» Escuchar Sugar Calling es como sentar en las piernas de tu abuelo convencido de que él sabe mejor que tú lo que corre, sabe cómo sobrellevarlo y sabe que todo saldrá bien. Cheryl es muy americana y, a veces, tiene un tono de voz demasiado cursillo pero merece la pena sobrellevar esos momentos porque es muy buena entrevistando y enriquece las conversaciones con aportaciones sobre su vida que también son interesantes.

Para los que no dominan inglés, en la web están las transcripciones completas de los episodios.



Episodio: os dejo enlazado el de Margaret Atwood que es además de tranquilizador, divertido.  
Duración: creo que 30 minutos. Jamás he llegado al final.


3.- The Slightly Foxed Podcast es mi última recomendación por hoy. Slightly Foxed es una revista literaria inglesa que nació hace unos años de la mano de dos señoras editoras que decidieron montarla después de que la editorial en la que trabajaban fuera adquirida por un gran grupo editorial demasiado interesado, para ellas, en publicar best-sellers. El propósito de la revista era dar a conocer libros publicados hace muchos años e injustamente olvidados o libros que nunca habían sido tenidos en cuenta y que, para ellas y los colaboradores que reclutaban, merecían ser dados a conocer. En la revista que publican cada trimestre hablan de libros y además editan esos mismos libros en una ediciones maravillosas.

Y ¿de qué va el podcast? Pues de estas señoras y otras y otros sentados alrededor de la mesa de la cocina que tienen en la revista hablando de libros o de cosas que tienen que ver con el mundo de la lectura. De fondo se oyen los ladridos de los perros que, parece ser, campan a sus anchas por la redacción. Normalmente cada episodio tiene un hilo conductor:  hablan de libros de viajes,  recomiendan biografías, invitan a dos o tres dueños de librerías a que cuenten cómo se vive de vender libros, comentan los secretos de la edición, confiesan qué quieren leer para salir de su zona de confort o dedican el programa a comentar a un autor. Todo con calma, educación y un estupendo acento británico.

Encontrar un buen podcast de libros es complicado porque lamentablemente con mucha frecuencia caen en dos errores: convertirse en una entrevista promocional o dedicarse solo a las novedades. The Slightly Foxed podcasts no cae en ningún de ellos y consigue que te apetezca ir a su web para ver de qué libros han hablado y ponerte a leerlos enseguida. Además, en su web puedes suscribirte a la revista, adquirir los libros que editan además de un montón de objetos muy apetecibles como bolsas, cuadernos, lápices, etc.

Podcast: Slightly Foxed Podcast.
Episodio: Todos son estupendos, pero dejo enlazado el de los libros de viajes.
Duración: 30-40 minutos





Por último, os dejo el enlace a mi colaboración en Podium Inside donde me podéis escuchar hablando de Get Sleepy y Sugar calling además de alguna cosa más.

Como siempre, si escucháis alguno y os gustan, venid a decírmelo. Me hará ilusión.


martes, 5 de mayo de 2020

Lecturas encadenadas. Abril

Abril ha pasado volando, no puedo decir otra cosa. La percepción del tiempo en estos días es algo a lo que debería dedicar más tiempo y quizá lo haga si encuentro el momento. Con la lectura me ha pasado lo mismo, no encuentro el momento o, mejor dicho, creí que en confinamiento tendría más tiempo y leería más y me he encontrado con que, al final, dedico el mismo tiempo a la lectura que cuando entraba y salía de casa a mi antojo. No he leído más ni tampoco mejor. 

Al lío. 

Oficio de Dovlàtov esperaba en mi estantería de los Reyes Magos y si hay un buen momento para leer sobre soviéticos es, sin duda, un confinamiento y una situación inimaginable que te haga capaz de entender cualquier situación que hasta hace poco no hubieras entendido. 

El título de este libro describe perfectamente de qué trata, Dovlátov va contando cuál es su oficio, cómo su oficio, el periodismo, la escritura, le llevaron de un lado a otro en su vida. Desde sus primeros relatos en el colegio, los trabajos en revistas absurdas enfrentándose permanentemente a la censura o la ridícula burocracia soviética, pasando por Tallin hasta que llegó a Nueva York. Su vida desde que era "un prometedor escritor desconocido" que es lo máximo que se puede ser porque todo es posible dentro de esa descripción hasta que empezó a publicar relatos en el New Yorker . Todo lo que cuenta Dovlàtov tiene un toque de irrealidad,  la realidad soviética era en los años 70 bastante absurda y surrealista y, en algunos momentos, hay que hacer un esfuerzo para recordar que aquello fue verdad, que era así. 

La segunda parte, cuando llega a Nueva York me ha encantado. En mi cabeza la ciudad que retrata Dovlátov era como la que aparece en  Los Tres Días del Condor: ese color en la ciudad, los olores, el ruido y el ambiente antes de que todas las ciudades se parecieran y estuvieran pensadas para hacerles fotos y no para vivirlas. En esta segunda parte, los personajes están muy bien construidos a partir de personas reales que emigraron y trabajaron con el autor. Llegan emigrados, huyendo de la situación en la Unión Soviética y en América todo les resulta incomprensible, extraño y, además, descubren que hay cosas que detestan de América.  

«Imagínense la escala de las emociones negativas. Yo diría que las cucarachas se situan en esa escala entre la delicuencia y los repugnantes fósforos de papel. Un por debajo del paro y algo por encima de la marihuana». 

Todo tiene un humor muy absurdo por el choque de mentalidades entre un país y otro, entre las expectativas de los emigrados y la realidad del país. Dovlatov no es para todo el mundo, tiene que gustarte el humor negro y ese tono ruso tan de miseria llevada con elegancia y humor. Me he reído con su humor, con sus reflexiones y con la descripción de las peripecias para fundar un periódico ruso en Nueva York. Todo lo que hacen y les ocurre es tan loco que no podía dejar de pensar en Seinfeld, un Seinfeld de rusos. 

«Siempre me ha parecido que la decadencia avanza a velocidad mucho más vertiginosa que el progreso. Y, por si fuera poco, el progreso tiene límites. La decadencia, por el contrario, es ilimitada».

Leed a Dovlàtov que está de mucha actualidad.  

«Siempre se ha dicho que la libertad de opinión es uno de los mayores logros de la democracia.¡Viva la libertad de opinión!.. Pero con un pequeño matiz: para los que opinen como yo»

Y, además, la edición de Fulgencio Pimentel es preciosa. Me encantan las portadas. 

Europa, parada y fonda ha sido el Delibes del mes. Encontré este libro curioseando por las estanterías de mi madre. Al abrirlo salió un recibo, a nombre de mi padre, de la Libreria Manzano, en la calle Espoz y Mina de Madrid por la compra de cuatro libros por 3.910 pesetas el 8 de marzo de 1982. Imaginarme a mi padre hace 38 años comprando esos libros fue un momento muy especial. 

Este volumen se publicó en 1981 y de todos los "Delibes" leídos este año es el que menos me ha gustado y creo que es  porque ha envejecido mal. A pesar de publicarse en los 80, recoge los viajes que Delibes hizo por Italia, Portugal, Suiza, Alemania y París entre 1957-1960. De estos viajes ha pasado una eternidad y todo ha cambiado en esos países, en nosotros y en la manera de vernos unos a otros. Muchas de las cosas que el autor vallisoletano anota en sus viajes sobre los italianos, los protugueses, los alemanes o los franceses dan ternurita y otras vergüenza ajena. Algunas son muy políticamente incorrectas ahora mismo y otras siguen siendo verdad, incluso más verdad que cuando él las anotó por primera vez. Él sale de España, de Valladolid y examina los lugares de sus viajes siempre comparándolos con su país, con lo que conoce, intentando encontrarle un sentido siempre n referencia a lo suyo, lo nuestro. ¿Son mejores que nosotros? ¿Son peores? Es una actitud que mucha gente sigue manteniendo cuando viaja, esa necesidad de encontrarle sentido  a lo que conoce comparándolo con lo suyo.

Italia le parece un país llenísimo: 

«Italia es una bolsa de kilo donde se han querido meter dos kilos de lentejas. Naturalmente ha reventado ... El fenómelo de la superpoblación que conocemos por las estadísticas entra por los ojos tan pronto se pone pie en el país».

Le llama tanto la atención que haya mucha gente que lo cuenta varias veces: 

«Italia está literalmente llena; es un país donde no quedan localidades. Lo asombroso es como tanta gente puede desenvolverse tan de prisa, simultaneamente y sin tropezarse». 

Le encanta Venecia sin gente, le entusiasma Turín y se enamora de Nápoles. Portugal le parece maravilloso, un país próspero, educado y organizado y su dictador, Salazar, un gobernante ejemplar. Suiza le parece un país feliz pero que no lo parece «El cronista solo puede decir que si los suizos son felices, su felicidad no es una felicidad exultante». En Alemania le escandaliza que se vendan en la calle,  cambio de unas monedas «adminículos anticoncepcionales» y en París le sale una vena un poquito machista y se sorprende porque los hombres franceses hagan la compra, paseen a los niños en cochecitos, cocinen y planchen.

Delibes suena en este libro un poquito cateto y podemos caer en la tentación de que pensar que nosotros somos así pero ¡ja!, muchos siguen viajando así: "como en España en ningún sitio" es una frase que oyes continuamente si te cruzas con españoles en el extranjero. 

Leyendo a Delibes he pesando que no sé cuando volveremos a viajar, que no sé si los nuevos tiempos nos harán tener menos ansias de mirar lejos y nos darán más ganas de mirar cerca, a lo que tenemos al lado y no apreciamos. 

Y en tiempos de gráficos, estadísticas y dibujitos me ha gustado esta reflexión: 

«Uno es ferviente admirador de los cuadros sinópticos, esos diagramas, que en un simple golpe de vista nos revelan la situación de la Bolsa, la producción de acero o el momento demográfico de un país determinado en los últimos cinco años. Mas estas observaciones tan asépticas y concretas siempre le dejan a uno con la duda de si no estarán sometidas a fines publicitarios; resultan demasiado cómodas como que uno se decida a extraer de ellas conclusiones definitivas» 

Los héroes felices de Vea Káiser me miró desde la estantería donde reposaba desde hace dos años. Lo cogí, lo miré y como vi que trataba sobre Grecia y estoy en un año en el que me interesa Grecia, decidí que le había llegado el turno. Los héroes felices es una novela de tumbona y helado, una novelita en la que pasan muchas cosas con muchos personajes que van y vienen. La historia de una familia griega y dos primos, ella y él, criados para casarse y cuyas familias  sufriran distintas vicisitudes a lo largo del ancho mundo. Hay, por supuesto, una mujer guapísima, intenísima y con mucha personalidad a la que yo hubiera abofeteado en el minuto dos y hombres buenísimos  que dan bastante pereza. ¿Recomiendo esta novela? El equivalente en televisión a esta novela sería una de esas tv movies de colores sobresaturados de los fines de semana. ¿Son buenas? No ¿Entretienen? Sí ¿Son fáciles de ver? Se pueden ver en encefalograma plano. ¿Te acordarás al terminarla? Ni de coña pero has pasado el rato.  

Por supuesto no he doblado ni una esquina. 

La última lectura del mes me asaltó desde la estantería mientras estaba en la bici estática. Sufro pedaleando y cuando no puedo más me dedico a intentar adivinar qué pone en los lomos de los libros que me rodean. (La bici está colocada en una especie de despacho con estanterías traídas del despacho de mi abuelo y con libros de varias generaciones). Un pequeño tomo rojo me miró fijamene y al bajarme comprobé que era una edición en papel biblia de varias de las obras de P. G. Woodhouse. Siempre es buen momento para historietas inglesas de señoritos diletantes y mayordomos caústicos, así que he leído ¡Muy bien, Jeeves! Esta recopilación de historias de Bertie Wooster y su mayordomo Jeeves se publicó en 1925. La alta sociedad inglesa, conflictos absurdos, malentendidos, almuerzos, sandwiches de pepinillo, tés a las cinco y vestirse para la cena llenan estas historietas. Leyéndolo pensaba que todas las normas de las sit-com que nos tragamos ahora están en P.G Woodhouse. Los personajes principales, los secundarios que el fiel seguidor reconoce, las anécdotas autoconclusivas y el leve arco argumental que puede percibir tanto el que ve/lee todos los relatos como el que solo ve o lee uno. 

Estoy pensando que todos mis libros de este mes tienen una correspondencia televisiva o cinematográfica: un Seinfeld con rusos, Vente a Alemania, Pepe, una tv movie con colores sobresaturados y una sit com en papel biblia. 

Y con esto y esperando que al final de mayo todo esté más claro, más tranquilo y sigamos todos bien, hasta los encadenados de mayo.


jueves, 30 de abril de 2020

Estos días. Y llegaron ellas.

El 9 de marzo fui a ver a las niñas. No recuerdo si fui exclusivamente a verlas o había algún otro motivo. Volviendo del trabajo había escuchado que en Madrid iban a suspenderse las clases durante dos semanas. Les dije que no fueran al colegio al día siguiente, que no hacia falta y las dos me miraron muy serias y me dijeron que tenían que ir, que tenían que recoger sus libros. Charlamos sobre lo que haríamos el siguiente fin de semana en Los Molinos e hicimos planes para Semana Santa. A partir de ahí nada salió como habíamos planeado. El siguiente fin de semana no llegó, como tampoco llegó la Semana Santa. Lo que llegó fue una cuarentena y un estado de alarma máxima y la decisión que tomamos El Ingeniero y yo de no moverlas, de quedarnos cada uno dónde estábamos. 

Me imagino a mí misma con su edad en estas circunstancias y sé que no lo hubiera llevado tan bien como ellas. No se llega a los cuarenta y siete siendo campeona olímpica de la ansiedad sin llevar entrenando desde la más tierna infancia. Ellas, mis princesas, han heredado de su padre una tranquilidad y una calma que me admira. Durante cincuenta días las he llamado cada tarde después de los aplausos y me han aguantado como han podido. ¨mamá, hoy no nos llames que ya nos vas a ver mañana" 

Se habla de los niños sin salir, de los deportistas, de la gente mayor y a mí me preocupan los adolescentes. Cuando estaban a punto de conseguirlo, cuando estaban rozando la línea de salida de la independencia, del ir y venir, de quedar con amigos, ir a conciertos, disfrutar de las fiestas de los pueblos más allá de los coches de coche, de quedar para echar horas estudiando en la biblioteca, de enamorarse y ligotear sin parar, de vivirlo todo por primera vez creyendo que son los únicos a los que eso les ha ocurrido, les han cerrado la puerta en las narices. En casa, sin salir, y con tus padres. Es como si les hubieran hecho una versión de miedo de Ricky Business.

Ya están aquí, conmigo. Cincuenta y dos días después nos hemos reencontrado. Bajé a recogerlas con todos los papeles legales necesarios,  sabiendo que si me paraban por la carretera lo más probable es que acabara llorando intentando explicarle al policía lo mucho que había echado de menos a mis hijas. Al vernos no sabíamos abrazarnos, como si se nos hubiera olvidado o nos costara volver a tocarnos. Después de muchos años hicimos el viaje de vuelta sin escuchar música, charlando a través de nuestras mascarillas. "Mamá, me mareo de ver tanto". 

Ya están aquí, conmigo. Instaladas en su cuarto, con sus cosas, con sus perros. Tenemos que crear rutinas nuevas y yo me siento casi como cuando nacieron, las miro mientras duermen, cuando desayunan, cuando pasan por delante de mí mientras ando trabajando y me admira que sean mis hijas, que estén aquí, que sean como son. Antes de ir a buscarlas tenía miedo de que ya no quisieran estar conmigo, de no saber llevarlas, de no saber estar, al fin y al cabo, esto también es nuevo: reencontrarnos, en medio de una pandemia, después de cincuenta y dos días. 

Todo está bien ahora. Incluida la certeza de que en un par de días estaremos discutiendo porque han dejado las zapatillas tiradas, porque su concepto de hacer la cama se parece sospechosamente a no hacerla en absoluto o porque tras cincuenta "voy" no hayan ido a ninguna parte. 

Ya están aquí, todo está bien. 

viernes, 24 de abril de 2020

Estos días. Cosas tontas que no entiendo

No entiendo los juegos de cama con una sola funda de almohada muy larga en la que se supone que has de acomodar dos almohadones. No las entiendo, ¿a quién se le ocurrió? No conozco ninguna pareja lo suficientemente bien avenida como para compartir una funda de almohada. ¿Una cama? sí, ¿un pijama? también. Una funda de almohada no hay amor verdadero en el mundo que tener que despertarte cada vez que tu pareja quiere darle la vuelta a la almohada o abrazarse a ella. ¿Por qué tengo una funda de almohada así? No lo sé. En esta casa hay armarios con más misterios que Narnia y más capacidad que un petrolero y cuando cambié las sábanas saqué el primero juego que encontré. Cada noche pienso que odio esa funda de almohada y que al día siguiente la cortaré y haré dos almohadones. Por lo visto, por las noches, me creo Batman. 

No entiendo tampoco que ha pasado con los tenedores pequeños de mi infancia. ¿Por qué ya no hay tenedores de postre en ninguna casa? Incluso en esta casa con cajones inmensos llenos de cosas que dejaron de tener utilidad hace treinta años, los tenedores de postre escasean. En IKEA, ese lugar que nos enseña cómo debemos vivir, no venden tenedores pequeños. Alguien podrá decir ¿para qué quieres un tenedor pequeño? Y yo puedo contestar ¡para comer fresas! ¡para pinchar anchoas! ¡para comer mejillones! Por supuesto tampoco entiendo porqué las cucharitas limpias se acaban tan deprisa. 

No entiendo tampoco el patrón de sueño de mis perros. Si fuera de verdad Batman o si supiera manejar un excel, hacer coordenadas y llevar un registro metódico, monitorizaría los sitios del jardín donde se duermen para intentar saber si responden a algún estímulo, a alguna variable del tipo "aquí da el sol", "me gusta este trozo de pradera" o "me parece que tengo calor en la tripa voy a apoyarla en el frío suelo" o es más bien algo como "qué pereza dar un paso más". Ojalá Turbón hablara y pudiera contarme porque cuando más llueve se tumba debajo del abeto en vez de meterse en la caseta o en otros mil sitios más resguardados. 

No entiendo porqué mi madre tiene menos confianza en mis habilidades que en cualquiera de sus montañeros de Alaska. Entiendo que yo no sé manejar una motosierra ni construir una cabaña ni curtir pieles de marta pero hay alguna cosa creo que sé hacer. Ella no comparte mi opinión.

–No funciona la desbrozadora.
–Mira a ver si han saltado los enchufes. Están en el cuadro y mira donde pone "enchufes". 
–¿Me lo vas a deletrear?

–Ya lo he mirado. Está todo bien en el cuadro. 
–¿Seguro? Voy a mirar. 
–¿El qué?
–Si han saltados los enchufes.
–Pero si vengo de ahí, acabo de mirarlo y ya te he dicho que está bien. 
–Por si acaso. 

Y así paso los días, sin cumplir mis propósitos nocturnos, preocupada por la desaparición de los tenedores de postre y los hábitos de siesta de mis perros y asombrándome de haber llegado a los cuarenta y siete años siendo, por lo visto, una completa inútil.  


PS: he adoptado un look muy años sesenta y llevo un pañuelo en la cabeza para intentar dominar el pelochismo de la cuarentena y las canas.


martes, 21 de abril de 2020

Estos días. Los días malos


Tough day. Pascal Campion
Abro las cortinas del salón y miro fuera. Intento no sentirme culpable. Desayuno siguiendo un ritual exactamente igual cada día. Intento no pensar en el silencio de la casa. Hago la cama, ventilo la habitación. Aguanto como puedo la oleada de nostalgia que amenaza con tumbarme mientras veo de refilón, casi sin querer, las fotografías de mis hijas, de mis hijas conmigo sonriendo, de mis hijas conmigo de viaje, de mis hijas conmigo, las tres felices. Me pongo a hacer ejercicio mientras lucho contra las ganas de mandar los abdominales, las sentadillas, las flexiones y la tabla a tomar por culo. Me ducho mientras trato de no darme cuenta de que se me está cayendo el pelo. Me visto intento no dar importancia al hecho de que me de igual la pinta que llevo, lo rotos que están los pantalones o los agujeros de las camisetas que me pongo. Me siento a teletrabajar, pasan las horas y me esfuerzo para mantener la concentración, para ir sacando todo lo que tengo que hacer.  Ignoro el frío que tengo, la tiritona. Antes de comer salgo a hacer una foto al castaño. Intento que la sorpresa por haber visto día a día como ha brotado sea mayor que la culpabilidad que siento por estar aquí. Como obligándome porque no tengo hambre, porque la mayoría de los días las judias verdes, los garbanzos, los macarrones, los calabacines, el pollo, la merluza...todo me sabe igual. Vuelvo a sentarme a trabajar mientras escucho de fondo a los Mountain Men de Alaska y Montana. Intento no pensar en mis ganas de vivir aparte de todo, de espaldas a lo que sea que ocurre y de aprender a manejar una moto sierra, a construir una cabaña o a curtir pieles, cualquier cosa que me haga sentir útil. Termino de trabajar. Voy al contenedor y los perros lloran como locos porque los dejo solos tres minutos. Ignoro que voy contraída, en tensión, con los hombros a la altura de las orejas. Meriendo galletas con cucharadas de leche condensada por encima y un par de cucharadas de leche condensada sin galletas debajo. No me cuesta nada ignorar la voz interior que me dice no se qué del azúcar y las grasas.  Plantamos unos semilleros y arreglamos varias macetas. Intento relajar la tensión que tengo acumulada en las mandíbulas, la fuerza con la que las aprieto mientras pienso que me haría muchísima ilusión que las semillas caducadas en 2009 que estoy plantando brotaran. No lo consigo. Hablo con mis hijas e intento sonar alegre, confiada, tranquila, divertida. Ceno. Me tumbo a ver una serie y cuando creo que estoy abstraída de todo me doy cuenta de que tengo un tic en las piernas, que no puedo parar de moverlas. Me lavo los dientes sin mirarme al espejo. Me pongo el pijama mientras intento convencerme de que ya queda menos. Me acuesto y me pongo a leer,  me mezo como cuando, de pequeña, tenía mucho miedo y como cuando, en la depresión, me moría de ansiedad. Apago la luz. Me fuerzo a parar de mecerme. Intento dormir. No lo consigo. Estiro el brazo, cojo el móvil le doy al play. En mi oreja suena Get sleepy, un podcast en el que una voz me susurra que va a hacerme dormir mientras me cuenta la historia de un castillo y sus jardines, o me lleva de paseo por una cueva en Grecia o me guía por los cerezos floridos en la primavera de Tokio. Intento surfear la ansiedad con esos susurros en mi almohada. Dormito. 

Ayer o antes de ayer o a lo mejor fue el sábado o el viernes por la tarde escribí que no paraba de llover y que yo no había llorado. Escribí que no me preocupaba la lluvia pero sí el no llorar porque sabía que todo el miedo, la angustia, la ansiedad, la tristeza, la preocupación, el agobio estaban tejiendo, en mi interior, una bola cada vez más grande, cada vez más pesada que no podría seguir esquivando y que la mejor manera de deshacer esa bola, de desenmarañarla era llorar pero no me salía.


Cuando me levanto, por fin, lloro. Y me permito tener miedo, ansiedad y angustia. Y escribir sobre ello.

PS: He empezado un tubo nuevo de pasta de dientes. No me gusta su sabor. 


lunes, 13 de abril de 2020

Estos días. De salir ahí fuera


Paisaje. Egon Schiele
«Ocurrió en Tallín. Entré en una tienda. Quería comprar una cremallera. 

—¿Tiene cremalleras?
—No.
—¿Y hay algún sitio por aquí donde las vendan?
El dependiente:
—Sí, en Helsinki...»

(Oficio. Dovlatov)


—Hay que sacar la basura— anuncia mi madre. En mi cabeza suena la voz en off de los Montañeros en Alaska. «En anteriores episodios vimos como la madre de Ana, a pesar de las advertencias de ésta de no tocar nada, tocó los contenedores con ambas manos corriendo un peligro innecesario que al final solo se quedó en un susto. Ana no sabe cómo evitar que esto vuelva a ocurrir»— concluye la voz en off de mi cabeza. 

—¿Cuándo quieres ir?- pregunto con miedo. 
—Ve tu sola— «Ana, respira aliviada y se prepara para salir a los contenedores»— anuncia la voz en off. 

Antes de esto, antes de que la vida se acabara decíamos «voy a sacar la basura» en tono de triunfo moral, para que los demás se dieran cuenta de lo que estábamos haciendo. Para que valoraran en su justa media nuestro sacrificio,  mientras todos estaban ahí sentados, sin hacer nada, de tertulia, viendo la tele o lo que fuera, nosotros nos preocupábamos de sacar la basura, hacíamos ese esfuerzo. ¡Héroes!

Ahora no hay nadie a quien decírselo pero cuando lo anuncio me siento un poco Admusen. «Salgo a los contenedores» porque, en realidad, ir a tirar la basura se ha convertido en una expedición. No voy lejos, no hace frío, no necesito crampones, ni comida para el viaje ni un mapa ni una brújula y creo que volveré sana y salva pero el mundo que me espera ahí, al otro lado de la tapia, es desconocido, casi casi nuevo. Para la expedición me pongo zapatillas, las que llevo poniéndome un mes: de montaña e impermeables. Y me pongo el jersey de salir a acariciar perros y volver a entrar en casa cubierta de pelos blancos. Agarro el contenedor lleno hasta los topes y salgo. 

Abro la puerta. El ruido del cerrojo resuena en toda la calle. 

Han crecido champiñones en la puerta de casa. A la derecha veo el cartel de "Cuartel de la guardia civil" en el que hace muchísimos años, escribí por detrás mi primera declaración de amor. A la izquierda está la caseta en la que durante años hubo una pintada en la que ponía «Se te ven las bragas», una genialidad.  Alguien la tapó con un graffiti supuestamente reivindicativo y rompedor que ni reivindica ni rompe nada y que se olvida en cuanto parpadeas. «Se te ven las bragas», sin embargo, permanece en nuestros recuerdos. 

Setenta pasos a los contenedores de envases y orgánico. 

Ochenta y seis hasta los contenedores de papel y carton.

Una bolsa de envases. 
Una de carton. 
Tres de orgánico.

Mission acomplished. Ahora puedo disfrutar de la expedición. No sé las veces que he hecho este camino pero ahora es diferente, más que el paisaje ha cambiado el audio. En el silencio absoluto que rodea nuestra casa es atronador el canto de los pájaros. Yo no tengo oído y a duras penas distingo una urraca de una paloma pero, de pie al lado de los contenedores, distingo por lo menos cinco cantos diferentes, de pájaros que no veo pero que están ahí.  No escucho nada más. No hay coches, ni voces, ni cortacésped, ni música. Aguzo el oído porque me parece escuchar un rumor y descubro que es el agua que corre por el alcantarillado de nuestra calle bajando hacia el río. 

Ha llovido tanto estos días que en esta expedición a mi paisaje sino fuera porque llevo una jersey lleno de pelos y arrasto un contenedor podría imaginarme como una dama inglesa de Bedfordshire. La hierba me llega a los muslos, todo está plagado de flores amarillas y en tres días las lilas en la parcela del ceutí han empezado a brotar. Pienso que si sigo aquí cuando florezcan cortaré unas pocas como hago todos los años....pero ese si condicional sobra. Estaré aquí y cortaré las lilas y las pondré en casa para que algo, en este mes de abril, sea igual a todos mis meses de abril. 

Vuelvo a casa y sigo sin escuchar nada más que los pájaros. Hasta escucho un gallo. Arrastro el contenedor y casi pido perdón por el ruido de sus ruedas en el asfalto, perdón por perturbar la calma de los pájaros, de la lluvia que lleva veinticuatro horas cayendo mansa, de las nubes que suben y bajan por la ladera de la montaña como si La Peñota se tapara y destapara con una sábana (alerta cursilismo), de los vecinos que no están en las casas vacías que nos rodean. 

Antes de entrar en casa paso por delante de mi coche que lleva un mes parado y que con tanta lluvia nunca ha estado más limpio. Soy otra persona diferente a la que lo aparcó aquí hace un mes. Me paro en la puerta, he llegado a casa, se acabó la aventura. Escucho el agua que corre por el alcantarillado, los pájaros, el gallo, un ladrido en la lejanía, la lluvia...y al fondo, un rumor que se va acercando. Miro el reloj, es el tren que llega de Cercedilla a la estación de Los Molinos. Lo imagino vacío pero me tranquiliza que siga pasando. 

Entro y cierro la puerta. 

«He vuelto» anuncio. La voz en off respira aliviada.  


PS: al abrir una puerta de casa que lleva cerrada todo el invierno he encontrado un tres de oros encajado en las bisagras. 


lunes, 6 de abril de 2020

Estos días. De perder y encontrar

Pascal Campion
《Tal vez es solo que sentimos la ausencia de futuro, porque el presente se ha vuelto demasiado abrumador y por tanto se nos ha hecho imposible imaginar un futuro. Y sin futuro, el tiempo se percibe nada más como una acumulación.》Desierto sonoro. Valeria Luiselli.

Hemos perdido el futuro o mejor dicho, la posibilidad de planear el futuro, lo que vamos a hacer dentro de una semana, un mes o, quizás, en verano. Ese verano que yo ya tenía planeado pero del que me he deshecho sin problemas. Ahora el futuro es lo que haré después de terminar de teletrabajar o después de comer o antes de cenar. Es un futuro en pequeño, manejable, de bolsillo. 

Perdiendo el futuro y viviendo en este presente intenso y manejable en el que nada de lo que importaba antes tiene el más mínimo interés, mi madre y yo andamos encontrando cosas, a veces juntas, a veces por separado. 

Por mi parte en unos vaqueros que hacia meses que no me ponía he encontrado cuarenta euros. Un hallazgo sorprendente pero no tan sorprendente como encontrar cinco euros con setenta y cinco céntimos, al cabo de una semana, en unos pantalones de pana que también hacía tiempo que no me ponía. Más allá del valor económico de esos eurillos, estos hallazgos han hecho que encuentre un cierto valor filosófico en mi armario en esta casa. En teoría este armario es un poco el cementerio de elefantes de mi ropa. El proceso es, o era, comprar algo, estrenarlo, ponérmelo en ocasiones especiales, ponérmelo todos los días, ponérmelo para venir a Los Molinos, dejarlo aquí hasta desintegrarse y morir. Completar el proceso no es para todas las prendas, a este armario solo llegan los grandes hits de mi ropa, los pantalones, las camisetas, los jerseys, los zapatos que han sido especiales, que se han portado bien y que son resistentes porque para venir a vivir a este armario hay que haber convivido conmigo por lo menos durante doce años. (aunque también acepto donaciones de prendas especiales de mi hermana). Ahora vivo solo con esa ropa, con esos incunables y me están dando muchas alegrías además del dinero. Me pongo camisetas de hace quince años o zapatos de hace veinte y pienso qué buena compra hice, en el fondo tengo algo de criterio con la ropa. Las cosas viejas dan alegrías, jodeté Mary Kondo. 

Mi madre, por su parte,  ha encontrado en la cesta de la leña una cajita negra muy misteriosa  que tiene dentro unos auriculares inalámbricos que han resultado no ser de nadie de la familia. ¿Cómo ha llegado eso a la cesta de la leña? ¿Qué personaje misterioso nos ha visitado y ha dejado caer esa cajita en medio de las ramas y los troncos? No lo sabemos pero ahora son de mi madre que gracias a ellos (con una pequeña ayuda por mi parte) ha descubierto el podcast Gabinete de curiosidades. Ha descubierto eso y que la cancelación de sonido, como su propio nombre indica, cancela el sonido y no escucha nada con ellos puestos. 

¿Qué más he descubierto? 

- Unos vasos de cocktail con perretes dibujados y unas copas de champán con estrellas talladas. Y un bote de caramelos caducados.

- Un bote de leche condensada condenado, cuando importaba lo que comíamos, a morir caducado y al que estoy dando unos últimos días llenos de gloria y admiración. 

- Las instrucciones de la bicicleta estática que nadie sabía dónde estaban y que, por supuesto, he vuelto a guardar donde estaban sin ni siquiera ojearlas porque sinceramente, me parece un atraso evolutivo que para pedalear en un bici que no se mueve haya que leer instrucciones. 

- Que los gatos de Los Molinos han perdido el miedo. No los veo pero sé que están ahí porque los perros andan como locos ladrando a los setos, las tapias y los matojos. También ladran al panadero y al cartero, esa rutina no la hemos perdido. 

-Que el secreto para tener la piel de las manos fina y sonrosada es lavarse las manos continuamente. Me miro las manos y me recuerda a la Semana Santa de 2010, cuando El Ingeniero, las princesas y yo fuimos a Laspaúles a recoger a los dos perros cuando apenas  eran unos cachorros. Los tenían dos señoras mayorcísimas, dos hermanas, una ciega y la otra completamente vencida por una chepa (no sé como se llama esto técnicamente) que vivían juntas en un caserón de piedra alucinante. Las dos eran divertidas, alegres y recuerdo sobre todo sus sonrisas y sus manos suaves y sonrosadas con una piel que decia "mira todo lo que he hecho con estas manos". 

Entre tantao frivolidad y tontería también nos hemos encontrado con realidades serias. Mi madre dice que por primera vez se siente mayor y yo he descubierto que soy el eslabón débil en la cadena familiar, la pieza que no aporta nada, esa con la que no puedes contar cundo todo falla. Mi madre y mis hijas son muchísimo más fuertes que yo, ellas tres son las que me mantienen a flote... yo solo intento no pesar demasiado encontrando cosas que ya estaban ahí y lavándome las manos cada veinte minutos, intentando no hundirlas a ellas. 


PS: he encontrado también un mechero fucsia en el agujero del forro del bolsillo de un abrigo que me compré hace dieciséis años. Yo no he fumado nunca. Sospecho que el que perdió los auriculares también se puso mi abrigo y se echó un cigarrito.