domingo, 10 de marzo de 2024

Lecturas encadenadas. Febrero

 

Terminé mis encadenados de enero comentando que escribiría el resumen de mis lecturas de febrero cuando el invierno estuviera acabando. Ahora mismo, mientras escribo esto, veo la nieve en las montañas al tiempo que unas amenazadoras y preciosas nubes compactas avanzan por ellas cubriendo poco a poco todo el valle. Espero que en algún momento se ponga a nevar. Llevo dos jerseys de lana gordos, botas y tengo los pies cerca de la chimenea. Ojalá esto siguiera así hasta las elecciones europeas. Lo sé, no tienes ni idea de cuándo son: el 10 de junio. ¿No sería maravilloso? 


Al lío.


Nunca he estado en Grecia. En 2020 tenía billetes y casa reservada en Corfú para ir a pasar allí unas semanas recorriendo playas y pueblitos siguiendo las huellas de los Durrell pero, por razones obvias, no fuimos. Cada año pensamos: ¿Vamos éste? Pero mis hijas no son muy fanses de los planes con playa y año tras año seguimos retrasándolo. ¿Quiero ir a Grecia? Sí. ¿Cuándo? Ya veremos. Mi amiga Kar, sin embargo, encuentra casi cada año una excusa para viajar a Grecia y luego hace unas crónicas desternillantes de sus viajes con grandes momentos que siempre están relacionados con su manía por alquilar el coche más pequeño que encuentra y en el que ya no caben, su necesidad de sandía en cualquier comida, su pasión por hacer excursiones a las horas de máxima insolación que les dejan siempre al borde del golpe de calor y su continuo anhelo de quedarse a vivir para siempre allí y no tener que volver a Londres. Kar y yo hemos leído a la vez Cantos de sirena, de Charmian Clift. 


Charmian Clift y su marido, George Johnston, se marcharon a vivir a la isla de Kálimnos en 1954 con la intención de pasar allí una temporada mientras escribían un libro a cuatro manos. Ella era australiana, pero vivían en Londres y, tras escuchar en la radio a alguien contar las bondades de Grecia, decidieron marcharse para allá. Esto a alguien le puede parecer raro. A mí no. Hace 8 años unos amigos míos, tras pasar una noche de insomnio escuchando un programa de radio en el que se contaba lo estupendo que era vivir en Nueva Zelanda, se levantaron con la decisión tomada de emigrar. Al final acabaron en Australia porque el papeleo era más fácil y allí siguen. Vuelvo a Grecia. Charmian y George llegan a la islita y se instalan allí con sus dos hijos pequeños, Martin y Shane, y Cantos de sirena es la crónica de esa estancia. A mi me ha recordado, por supuesto, a las crónicas de Gerald Durrell con su familia en Corfú y a El antropólogo inocente, la crónica que Nigel Barley escribió sobre su convivencia con una tribu africana en Camerún (uno de los libros más divertidos que he leído nunca), pero Clift no tiene tanto sentido del humor. Esto no lo digo como una crítica: probablemente el lugar desde el que escribió Durrell años después de haber llegado a Corfú como un chaval al que se lo daban todo hecho y el lugar de Clift como madre, ama de casa y escritora son muy diferentes y en el de ella a lo mejor queda poco hueco para el humor. Clift anda liada la mayor parte del tiempo con logística familiar y con tratar de entender las costumbres de los habitantes de la isla, que para ella son muy exóticas. Recordemos que la distancia que había entre Londres y una pequeña isla griega en 1954 no sólo era física: era casi viajar en el tiempo. 


Charmian describe el pueblo minúsculo en el que viven, la belleza del mar, la dureza de la vida allí con los hombres embarcados durante meses como buzos de esponjas en travesías de las que muchos no vuelven o vuelven tullidos, la ausencia de comida, el peso de la religión y las costumbres, los bares con los marineros que ya no pueden faenar y, claro, también la picaresca de muchos de sus habitantes para con estos ingleses inocentes e ingenuos a los que es fácil parasitar o tratar de engañar de vez en cuando. A Clift le sorprende la luz en la calle en primavera, el hecho de vivir en comunión con las estaciones, con el mar y el cielo, la pobreza extrema de muchas familias, la situación de la mujer como esposa y como madre, etc. En este sentido, por supuesto, no puede evitar mirar de vez en cuando desde una situación de superioridad moral que es inevitable. 


Charmian Clift te traslada a la isla, sus descripciones son estupendas, llenas de color, detalles, sonidos, olores, sensasaciones. Es una crónica de lo que le sorprende que, ahora en 2024, se lee como una crónica de un mundo que ya no existe. Un mundo sin coches, sin internet, sin teléfono, un mundo con estaciones y rituales, sin turismo, y también con hombres que morían en el mar, niños desnutridos, mujeres encerradas en casa sin independencia de ningún tipo. Un mundo en el que, cuando viajabas, todo era distinto. No era un mundo mejor, era más lento. 


«Con todo me cuesta un poco entender que ahora no se espera nada de mí: ni planes especiales, ni esfuerzos extraordinarios ni promesas de mantener el control y sonreír durante los próximos tres meses. Para los niños esto se ha convertido en una especie de vacaciones sin fin junto al mar, y no necesito preocuparme de mucho más que de ir en su busca a las horas de comer y de acostarse. George, cuando da por terminado su trabajo de la mañana, puede sentarse y tomarse un vino al sol con sus largas piernas extendidas sobre la segunda silla, precisamente allí para ese propósito».


¿No es esto lo que buscamos todos en vacaciones?


Los Johnston fueron inspiración para Leonard Cohen, que llegó a visitarlos y se enamoró de Grecia y conoció a la famosa Marianne. Cohen contaba que nunca había conocido a nadie que bebiera tanto como Charmian y George y al mismo tiempo fuera capaz de escribir. Cuando se marcharon de la isla, primero estuvieron en Londres y luego volvieron a Australia, donde ella tuvo una exitosa carrera como columnista. Anhelaban volver a Grecia, pero tras el levantamiento de los coroneles que impuso una dictadura militar en el país no podían volver. Clift se suicidó poco después y al año siguiente George murió de tuberculosis. Shane, la niñita de 6 años que llegó a Kalimnos y acabó sintiéndose griega, también se suicidó años después cuando la familia de su novio griego le prohibió casarse con ella porque no era suficientemente griega. 


Bajo los guijarros, la playa, de Pascal Rabaté es el tebeo que mi dealer de comics me dijo que tenía que leer. Es en blanco y negro y transcurre en un pequeño pueblo de costa a principios de septiembre, al final de ese verano en el que entras siendo un colegial y sales siendo un universitario, creyéndote adulto. En este tebeo tres amigos se quedan en sus casas de verano mientras sus padres vuelven a la ciudad. ¿Sus planes? Vaguear, pasar tiempo juntos y beber. Me recordó tanto a mis veranos de los primeros veinte. Por supuesto, algo pasa que trastoca estos planes tan inocentes y llevan al lector a asistir al descubrimiento del primer amor y a la toma de una serie de decisiones alocadas y peligrosas que desembocan en una violencia desbordada y terrible. «Pero ¿cómo es posible? ¿Por qué hacen esa estupidez?», pensaba mientras lo leía y al mismo tiempo recordaba que unos amigos míos se metieron con un coche por el túnel de una vía de tren. No sé si es un tebeo que recomendaría, pero me resultó muy interesante el planteamiento y darme cuenta de que, aunque quiera identificarme con los chavales, tengo la edad de los padres y de ser capaz de entender su actitud a pesar de no compartirla para nada. 



En racha con Rabaté, cogí Un gusano en la fruta. En la Francia profunda de los años 50, en un pueblo que vive de sus viñedos y su vino, se produce un enfrentamiento entre dos vecinos acaba en una muerte. Al pueblo llega destinado un joven cura que ve en este nuevo destino una oportunidad para ayudar a la comunidad y para huir de su madre, que es una presencia muy posesiva en su vida. Su afán por hacer el bien, por ayudar, por acompañar, provoca el peor de los finales, una tragedia tan inesperada en la que tú, como lector, te quedas mirando la página diciendo: «No puede ser. Lo estoy entendiendo mal». Es un tebeo tan oscuro en su planteamiento que me pregunto qué hay en la cabeza de Rabaté. En esta ocasión el tebeo es en blanco y negro con un dibujo muy realista, con personajes reconocibles e identificables que hacen que la violencia impacte aún más. 



La última lectura del mes ha sido una decepción. Tenía muchas ganas, había leído grandes recomendaciones y cuando lo puse en Instagram recibí muchos comentarios entusiastas. El libro en cuestión es Vivir con nuestros muertos, de Delphine Horvilleur. Sintiéndolo mucho y, a pesar de que puse todo mi empeño, no me gustó nada, no me ha interesado en ningún momento y si hubiera sido un poco más largo lo hubiera abandonado. Dice Sergio del Molino en la faja que «supe que Delphine había escrito un libro extraordinario antes de terminar la primera página». Cuando me di cuenta de esto volví a la primera página, la releí y no vi nada de eso. Tampoco lo he visto en el resto del libro. A lo mejor el problema es mío, no lo descarto, pero me he aburrido muchísimo. 


Cuando tenía 11 años iba un buen día con mi hermano, que debía tener 10, caminando a casa de unos amigos, cuando de repente ,y sin saber a cuento de qué, me golpeó el pensamiento de que en algún momento yo me iba a morir y cuando eso pasara ya no habría nada más. Me moriría, la vida se terminaría y el universo seguiría existiendo durante millones de años sin que yo estuviera en él nunca más. En mi cabeza se abrió un infinito oscuro, negrísimo, de NADA que me provocó tal pánico y vértigo que salí corriendo. La conciencia del «nunca más» me dió tanto miedo que durante días procuré estar siempre ocupadísima para no pensar en eso. Así es como descubrí la muerte como algo que me pasaría a mí y sería algo para siempre. 


Esta anécdota personal viene a cuento porque Delphine es rabina en Francia y se dedica, entre otras cosas, a acompañar a gente que se está muriendo y a familias durante las horas y días posteriores al fallecimiento de sus seres queridos. 


«Y me vino a la memoria la perogrullada más famosa, la que para mí destaca como la verdad más grande jamás enunciado: “cinco minutos antes de morir, todavía estaba viva”. Decir esto, por obvio que resulte, es reconocer que hasta el último momento, incluso cuando la muerte resulta inevitable, la vida no se deja confiscar del todo. Se impone aún en el instante previo a nuestra desaparición y hasta el final parece decirle a lo macabro que hay modos de coexistir».


Horvilleur habla de cómo enfrentarnos a la muerte, cómo entenderla, cómo el hecho de ignorarla, algo ancestral y profundamente arraigado en nuestro subconsciente, no la hace desaparecer. Las letras de Delphine sirven, eso sí, para entender los rituales judíos en torno a la muerte, el entierro, el luto, que, bueno, puede tener su interés, pero que en el fondo es puro atrezzo porque el dolor por la pérdida de un ser querido es el mismo para cualquier persona. A partir del capítulo dedicado a la muerte de su amiga me interesó un poco más, siendo un poco más casi nada porque todo lo anterior, 107 páginas, fueron un mero pasar las hojas esperando llegar a eso que ha hecho que a mucha gente le haya encantado este libro. 


«Por más que cada uno de nosotros sepamos que vamos a morir, el hecho de ignorar el cuándo y el cómo lo cambia todo. La inmensidad de las posibilidades nos lleva a creer que aún podríamos librarnos».


Para mi Vivir con nuestros muertos ha sido un fracaso de lectura. Sobre la muerte no he descubierto nada nuevo y como retrato de la vida judía prefiero a Amos Oz en todas sus novelas y ensayos. 


Menos mal que marzo ha empezado muy bien con un libro de relatos maravilloso del que ya hablaré en el próximo Lecturas encadenadas




domingo, 3 de marzo de 2024

Sin vergüenza y sinvergüenzas


 
Sinvergüenza: 


1.- Pícaro, bribón

2.- Dicho de una persona: Que comete actos ilegales en provecho propio, o que incurre en inmoralidades


Vergonzoso: 


Que se avergüenza con facilidad.



El año pasado acompañé a una amiga a una entrevista en el Hotel Palace. Quedamos en la puerta y cuando llegó la saludé, me giré y empecé a subir las escaleras para entrar. Miré hacia atrás y se había quedado allí parada. «¿Qué pasa?», le pregunté. «¿Vamos a entrar así, sin más? Me da apuro». «Pues claro que vamos a entrar así, sin más. No te preocupes». Me sorprendí a mí misma con ese aplomo que parecía venir de alguien acostumbrado a visitar hoteles de lujo cada semana. Mientras arrastraba a mi amiga hacia la rotonda del Palace para sentarnos en sus sofás a esperar, recordé el 29 de abril de 1997. Ese día mis padres cumplían sus bodas de plata y fuimos los seis a cenar al buffet libre del Palace y sentí vergüenza. Me parecía, entonces, que no pegábamos ahí. Bueno, mis padres sí pero no yo desde luego, me parecía que no iba bien vestida, que desentonaba, que todo el mundo me estaba mirando y no estaba sabiendo comportarme. Me hizo gracia verme en ese momento, pensar en que si mi yo de 24 años hubiera estado allí sentada, en ese mismo instante, me hubiera mirado y pensado: «Esa señora sí que pega aquí». Ja. 


A mí, de pequeña y no tan pequeña, había muchísimas cosas que me daban vergüenza. Cosas como pedir más ketchup en el McDonald's, hablar con las dependientas de cualquier tienda, que alguien me hablara en el autobús, llevar sandalias y, por supuesto, desnudarme delante de alguien, fuera quien fuera ese alguien. Ahora no me da vergüenza casi nada de lo que hago yo, si acaso un poco de pudor hablar en inglés en público, pero solo porque me da rabia no hablarlo mejor de lo que lo hablo. La vergüenza es por tanto algo que se te pasa en la vida como la piel tersa, la capacidad para confiar en tus rodillas en cualquier circunstancia, la habilidad para dormir hasta las once de la mañana o la necesidad de salir todas las noches por si acaso te pierdes algo. Es decir: perder la vergüenza es uno de los updates de la existencia, una actualización en la manera en la que experimentas tus emociones que mejora mucho tu vida porque la vergüenza llevada al extremo paraliza, bloquea y te impide hacer un montón de cosas para las que estás perfectamente capacitada. Por supuesto, lo de que vas a perder la vergüenza es algo que no sabes y que, aunque te lo diga tu madre, tu tía, tu abuela o quien sea, crees que a ti no te pasará, que siempre vivirás avergonzada, sintiéndote menos, fuera de lugar, juzgada por los demás. Es otra cosa que aprendes con la edad: nadie te está mirando y a nadie le importa un pepino lo que hagas o dejes de hacer y, si por un momento te prestan un mínimo de atención, lo olvidarán antes del segundo parpadeo. 


Annie Ernaux tiene un libro titulado La vergüenza que trata justamente de eso, de ese momento en que todo en tu vida te da vergüenza. Ella cuenta en ese libro que le avergonzaba su familia, su casa, su ropa, todo... y cuando lo leí escribí esto: «Ernaux retrata con maestría ese momento en la vida, el comienzo de la adolescencia, en que aparece la vergüenza en nuestra existencia. Por supuesto que antes de los doce o trece años hemos sentido vergüenza. Vergüenza por participar en una función, por saludar a un desconocido, por hablar con alguien. Pero es cuando dejas la infancia atrás, o comienzas a dejarla atrás, cuando la vergüenza que sientes no es por lo que haces sino por lo que eres. Te da vergüenza ser quien eres, ser como eres, quiénes son tus padres, cómo es tu casa, lo que te gusta. Es un sentimiento estúpido pero inevitable».


Puse inevitable y quizás debería haber puesto «es un sentimiento que caduca, que desaparece». Porque así es. Llega un punto en el que nada te da vergüenza, ni siquiera pasearte en bolas por un gimnasio, el médico o frente a tu ventana aunque sepas que el vecino pueda verte. Y está muy bien, es sin duda un proceso evolutivo que mejora, no sé si la especie, pero sí nuestra vida. El problema es que cuando estás ahí enfangado en sentir vergüenza, aunque te cuenten esto, aunque te digan que se te pasará, que en algún momento todo te la pelará, no te lo vas a creer... Así de estúpidos somos. 


¿Cómo se siente la vergüenza? 


Estás leyendo esto y me juego una mano a que no tengo que explicarte cómo se siente la vergüenza. Seguro que has tenido flashes a momentos de tu vida en los que te querías morir, en los que te sentiste paralizada de vergüenza. Es un sentimiento difícil de explicar pero fácil de identificar. Todos lo conocemos. Nudo en el estómago, ganas de volatilizarse, de disolverse y desaparecer, sudores en las manos, escalofríos y, para algunos, un súbito color rojo en la cara que lo único que consigue es que el pánico sea aún mayor cuando te dicen: «te estás poniendo roja, no me digas que te da vergüenza». 


He escrito «Todos lo conocemos» pero no es así. Hay gente que nace sin vergüenza de ningún tipo. Esas personas que van por la vida alegremente sintiendo que todo lo que ellos hacen es estupendo y está bien hecho. Qué digo bien hecho: ellos sienten que sus actuaciones son siempre las mejores porque ellos son top. En los niños es una monería: decimos «serás sinvergüenza…» sonriendo, en plan chascarrillo. Se lo dices a tu sobrino de 7 años cuando se ha comido toda la tableta de chocolate a escondidas y te lo niega, o como cuando yo se lo decía a mi hija Clara cuando robó el Niño Jesús del belén de su abuela. El problema es que esos niños crecen y, como vienen de serie sin vergüenza, se convierten en adultos peligrosísimos. A estos, cuando los llamas sinvergüenzas, lo haces con una rabia y un desprecio que te sabe a bilis en la boca y las palabras «¡Es un sinvergüenza!» que te salen desde el fondo del estómago en una especie de desahogo. «¡Es un sinvergüenza!», que puede aplicar por igual a un político, a un ex de cualquiera de tus conocidos o a un compañero de trabajo, por ejemplo. 


Los sinvergüenzas son escoria. Y lo digo así, sin cortarme y sin pudor. Es gente que miente sin perturbarse, miente por hacer daño, miente sabiendo que está mintiendo y que tú no le estás creyendo, pero te miran desafiantes reconociendo que saben que tú sabes que están mintiendo pero que les da igual. Los sinvergüenzas son esos que se aprovechan de las desgracias y el trabajo ajenos y, si son ya muy top, si llevan años curándose la carrera de sinvergüenzas, son capaces, además, de hacerse pasar por víctimas. A mí, un buen sinvergüenza me da ganas de matar o de gritar. A algunos les he gritado y escupido toda mi rabia sabiendo que solo iba a conseguir desahogarme pero jamás perturbarles. Un sinvergüenza es un ser impermeable al reproche ajeno, a la opinión de los demás, por supuesto al dolor o al malestar que cause en los otros a los que está mintiendo o de los que está aprovechándose. Además, a todo esto se suma que así como la vergüenza se pasa, la sinvergonzonería es algo que se arrastra para siempre, va creciendo y creciendo hasta que el susodicho o la susodicha cometen tal tropelía que aquellos que todavía lo consideraban «gracioso» o que lo hacía sin maldad se dan cuenta del peligro de ese sujeto. Eso no les hará cambiar, ni mucho menos, pero hará que los demás se caigan del guindo y se protejan. 


No tener vergüenza es un estado que se alcanza con el tiempo y la experiencia que da saber que, en general, los demás están demasiado preocupados por sí mismo como para que les importe lo que haces.


Ser un sinvergüenza es como ser alto, pelirrojo o tener los ojos azules. Naces así y nunca te curas. Solo va a peor. Cuidado con ellos.


domingo, 25 de febrero de 2024

Ni lo intentes

 

"Figure out what it is that you don’t do well, and then don’t do it"

Douglas Coupland


Voy a apostar a que no sabes quién es Douglas Coupland. No pasa nada, yo tampoco lo sabía hasta que vi esta cita, en algún sitio, me gustó y luego pensé: voy a buscar, a ver quién es este señor, no vaya a ser que sea, qué se yo, dueño de un bar que en el mismo menú ofrece paella, callos, giozas y ceviche. Para mi tranquilidad, Coupland es un señor canadiense, lo que a mi siempre me parece fabuloso, porque igual que hay gente que tiene querencia por los cubanos, los rubios, los calvos o los guapos, yo tengo querencia por hombres de cualquier país donde los jerseys gordos sean obligatorios unos cuantos meses al año, nieve y se puedan usar motosierras. Vive, además, en West Vancouver, cerca de la frontera con Washington, mi estado favorito y el lugar al que sueño volver. Me disperso. Douglas es canadiese y escribió una novela, por lo visto famosa, titulada Generación X y que, me juego las dos manos, es la generación a la que tú, como yo, perteneces. Si, también como yo, te haces un lío con esto de las generaciones, te explico que somos de la X porque nacimos entre 1965 y 1981. 


El bueno de Douglas dice: "Averigua qué es lo que no haces bien y luego no lo hagas". Y es que no puedo estar más de acuerdo. No sé cómo explicarle a la gente que si algo no se te da bien y sufres por ello, lo mejor que puedes hacer es no hacerlo. Por supuesto, si algo no se te da bien pero lo disfrutas muchísimo, entonces a por ello como si no hubiera un mañana; pero en serio, si empiezas a hacerlo y no es lo tuyo, sigue el consejo de Douglas y el mío y a otra cosa mariposa. 


Con esta idea en la cabeza, la de no hacer cosas en las que eres malo, vengo a desrecomendar con ahínco, ímpetu y, si hace falta, de manera machacona: intentar hacer cualquier cosa que aparezca en Instagram con las palabras “Ikea hack”, “truco para dejar algo como nuevo”, “papel adhesivo”, “pintura a la tiza”, “lijar”, “atornillar”, “pulir”, “para cualquiera”, “fácil y rápido” y, sobre todo, sobre todo “INCREÍBLE TRANSFORMACIÓN”. No es que no tengas que intentarlo, es que no tienes ni que pensarlo. Hay que borrar esas cuentas, esas promociones, todo. 


Todos esos vídeos realizados por gente que, al contrario que tú, tienen seis meses de vacaciones al año, muchísimo espacio para guardar herramientas, pulgares oponibles, ostentan el poder en su casa con absolutismo y, por tanto, no tienen a nadie que les discuta que no les gusta el “azul desayuno” o el “verde verdeliss”, o que no quieren más ratán en ninguna parte. Pero sobre todo, amiga, esa gente era la que sacaba sobresaliente en dibujo y manualidades. ¿Por qué te crees que te acuerdas de los dibujos que hacía Elena Filipovich en 8º de EGB? Porque se le daba bien. ¿Sabes quién se acuerda de tus dibujos o tu caja de estaño labrado? Exacto. Nadie. Ni tú. ¿Por qué? Porque era un truño impresionante sobre el que dejaste tus huellas de sudor adolescente mientras creías esa majadería de que si insistes en algo acabas haciéndolo bien. 


Bien, pues esa gente mañosa que, a lo mejor al contrario que tú, no saben usar Excel o cocinar o son incapaces de hablar en público, han encontrado en Instagram una herramienta, si no para dominar el mundo, sí para humillarlo al mismo tiempo que se sacan unos eurillos aprovechándose de esa majadería que es el espíritu de superación. No intentes superarte, no intentes superar al Señor Ikea. Compra la estantería Lack y limítate a pasarte horas decidiendo si la pones horizontal y vertical, si le pones puertas o cestas y, si te ves atrevido, atorníllale unas patas, aunque ya te advierto que no van a quedar bien. ¿Por qué? Porque no se te da bien. 


Hace muchos años escribí un post sobre Pete. Un tío con pinta de ser profesor de plástica (¿ves? si es que el señor mañoso viene en los genes, como los pelos del entrecejo) se dedicaba a ir por Estados Unidos construyendo casas en los árboles. El concepto era exactamente el mismo que el de esos vídeos de IG, pero Pete siempre hablaba de dinero (180.000 $ por una casita en un árbol para que las gemelas adorables de la joven pareja pudiera jugar a princesas encerradas) y siempre había algún problema durante la construcción: camión atascado en el barro, árboles cuyas ramas se tronchaban y hacían que el bueno de Pete tuviera que pensar otro lugar donde colocar el balcón para ver los atardeceres sobre el bosque en los Apalaches, etc.). Yo era adicta a aquellos programas porque eran tronchantes y porque, como ya he dicho, todo lo que tenga que ver con árboles y tíos con motosierra es mi rollo. 


El problema de los vídeos de trucos en IG es que son Disneyland. Por seguir con Pete, allí la gente no tenía una casa en el árbol y quería una. En los videos de IG la gente ya tiene puertas, pasillos o muebles y está contento con ellas. Bueno, no es que estés contento, es que ya no los ves porque es tu casa, te gusta y no te paras a pensarlo. De repente empiezan a saltarte videos diciéndote que los muebles de madera son antiguos y feos y los iluminan de tal manera que parece que viven dentro del ataúd de la peli Buried. Acto seguido, y de la nada, aparecen papel de embalar como para empaquetar un elefante, media docena de pinceles y brochas a estrenar, cinta de carrocero, destornilladores para quitar bisagras, tiradores y todo lo que moleste. Sospecho que también aparecen 2 semanas de vacaciones o una excedencia de una semana. Se ponen a pintar y pim pam pum... el mueble queda como nuevo y, de la nada, ya no viven en un ataúd sino en la soleada Baja California con luz entrando a raudales por unos ventanales que, cuando el mueble era color madera, debían estar tapiados con ladrillos. 


El mismo proceso ocurre con lo de “pinta de manera fácil tus horribles baldosines del baño”. “¿Horribles?”, piensas tú, que hasta ese momento habías vivido feliz ahí. En el caso de los baños es ya un descojone: “mira el cambio radical”. El truco del tapiado de ventanas siempre es así pero, además, en este caso se añade que en la transformación radical que pretenden venderte solo con la pintura, si sales del estado de abstracción que IG te provoca y te fijas en los detalles verás que además de pintar han cambiado los sanitarios, la grifería, los textiles y la mampara. Presupuesto total del “pinta facil tu baño”: 8.000 €. 


¿Y los que pegan papel pintado? Como vea un solo vídeo de Helena Tablada cambiando el papel de su casa salgo con una recortada a Leroy Merlin. ¿Cuántas veces va a cambiar el papel en su casa? Sinceramente, creo que tiene un toc. Tú no lo tienes y, además, no olvides cómo sudabas cuando tenias que forrar los libros del colegio de tus hijos o, cada Navidad, cómo blasfemas envolviendo. ¿De verdad crees que puedes empapelar la pared de tu salón y que quede recto, ajustado y sin arrugas? No, no puedes. Confieso que una vez, en un momento de debilidad, encargué un papel de esos para forrar un armario. ¿En qué estaba pensando? No lo sé, quizá fue con un bajón de azúcar. Llegaron los rollos, los abrí y me dije: ¿Qué haces? Cogí los rollos, fui a Correos y los devolví. Al volver a casa tenía la sensación de haber esquivado una bala. Todavía tengo escalofríos cuando lo recuerdo. Quién sabe si hasta hubiera grabado un antes y un después.


Yo no soy mañosa y tú, probablemente, tampoco. Si la mayoría de la población fuese mañosa no existiría Ikea ni habría cortinas cuyo bajo se puede pegar con velcro. Tampoco habría negocios de arreglos de costura ni manitas anunciándose con pegatinas en las farolas y las paradas de autobús y los chinos perderían una de sus principales fuentes de ingresos porque las ventas de disfraces se desplomarían.  


Hay que quitarse de esos vídeos porque, si te descuidas, causan un desazón injustificado. Tu casa es estupenda porque es tuya. Elegiste esos baldosines y esos muebles porque te gustaron, tienes fotos en las paredes porque quieres recordar tus buenos momentos, a ti cuando eras joven y alocada o a tus hijos cuando corrían a saludarte cuando entrabas por la puerta. No eres mañoso, no pasa nada, dedícate a otra cosa, a disfrutar tu casa por ejemplo, o a escribir cartas o dibujar panteras rosas con rombos. Haz el bizcocho que llevas haciendo veinte años, relee tu diario de los quince, cuando la sola idea de pintar puertas de color azul amanecer te hubiera parecido una majadería y una pérdida de tiempo. Túmbate a ver la tele, sal a dar un paseo, vete al cine, al Rastro o a comprar marcos para colgar más fotos en tu pasillo. Haz lo que sea, menos lo que se te da mal, lo que sea menos intentar ser mañoso. 


No lo eres. Y solo tienes dos días de fin de semana: son demasiado valiosos para perderlos creyendo que sí.


Hazme caso: ni lo intentes.



domingo, 18 de febrero de 2024

Podcasts encadenados: de pasos, novias y críticos




Escribo este texto el viernes a las nueve y media de la noche, con el ordenador en las rodillas, sentada enfrente de la chimenea mientras en la televisión, que tengo puesta para que haga de ruido de fondo y concentrarme, veo a Lee Marvin cantar I was born under a wandering star. Esta canción siempre me recuerda a mi madre porque es de sus favoritas. Ella está por ahí, con sus amigos, celebrando que alguno de ellos cumple ochenta años. ¿Por qué escribo ahora en vez de relajarme o acostarme después de una semana agotadora? Pues porque mañana celebro mi cumpleaños y va a ser un día completo: bajar a la compra a por los últimos detalles, cocinar lo que me falta, poner la mesa después de mil quinientas dudas sobre si la pongo dentro o fuera, preparar los aperitivos, volver a bajar a la compra a por lo que sea que se me ha olvidado y luego ya disfrutar con mis amigos que me exigieron que organizara comida que se prolongara hasta la merienda y la cena. En previsión de que mañana a estas horas esté o de juerga o destrozada de cansancio en el sofá jurando que es la última vez que celebro mi cumpleaños hasta los sesenta, escribo sobre los últimos podcasts que más me han gustado porque, para mí, este compromiso dominical es más importante que mi trabajo. 


Vamos a ello. 


The 13th Step aparecía en todas las listas de mejores podcasts de 2023, así que lo apunté para escucharlo en cuanto pudiera. Ese momento llegó en Navidad y con él me pasó lo que me pasa con los podcasts o los libros que me gustan mucho, que recuerdo perfectamente dónde estaba cuando lo estaba escuchando.


A lo mejor sabes, espero que por haberlo visto en muchas pelis y no por experiencia propia, cómo funcionan los grupos de Alcohólicos Anónimos con sus reuniones y su camino de 12 pasos que tienen que ir cumpliendo para conseguir superar la adicción. Se conoce como «el paso 13» al peaje que muchas mujeres, casi todas, pagan en estos grupos en forma de algún tipo de abuso/acoso sexual por parte de un hombre de ese grupo que puede ser incluso el sponsor o padrino. Por lo visto es muy habitual que se aprovechen de ellas contando con que están en una situación de vulnerabilidad física, mental y emocional. 


Lauren Chooljian es periodista y en 2020 publicó una noticia sobre un brote de covid en un centro de rehabilitación. Poco después recibió un correo diciéndole que eso no era lo peor que ocurría en esos centros y en otros del mismo dueño. Comienza a investigar, a tirar del hilo, y descubre una serie de alegaciones de abusos sexuales a expacientes por parte de Eric Spofford, un exadicto creador y dueño de todos esos centros en New Hampshire. El tipo se dedica a acosarlas cuando están a punto de salir del programa y deja un rastro de mensajes, fotopollas... El acoso se extiende también a empleadas. 


La publicación de las noticias, muy contrastadas e investigadas, desata una serie de consecuencias muy graves que, mientras lo escuchaba, me helaban la sangre. Chooljian es una periodista extrasolvente, con una gran capacidad para narrar todo el proceso de investigación y comprobación de fuentes sin que en ningún momento el oyente se aburra o se pierda. La narración funciona de manera excelente, el guión es estupendo y Lauren consigue un tono de cercanía y confianza que va creciendo según avanza la serie. Está muy bien dosificada toda la información, todas las veces que dice «luego lo explico», cómo mete el fact checking y las comprobaciones internas que el oyente, aunque no lo sabe, quiere escuchar. También la presentación de ambientes cada vez que cuenta dónde se entrevistó con alguien está muy bien hecha. Quiero detenerme en esto un segundo para explicarlo: Cuando estás escuchando un podcast, estás usando el oído pero al mismo tiempo estás viendo lo que te narran. Para que eso suceda, para que puedas verlo, necesitas que alguien te cuente si el entrevistado tiene 34 o 67 años, si es alto o bajo, si da la sensación de mantener la calma o tiene una risa explosiva. Necesitas saber, también, si la entrevista se ha hecho en un estudio o en la casa de la fuente o por Zoom o dentro de un coche. Esto, que parece de cajón, muchísimas veces se olvida confiando en que, como lo estás escuchando, no necesitas esas descripciones. Aquí, como he dicho, está muy bien hecho. Además, The 13th Step tiene música original compuesta especialmente para el podcast que a veces me recuerda a The Retrievals y a veces a Serial.


Por si todo esto fuera poco, si no hablas inglés estás de suerte porque tienes disponible las transcripciones de todos los episodios.


Es un podcast de la radio pública de New Hampshire, responsable también de Bear Brook (un true crime en un bosque del estado) y Patient Zero (sobre la enfermedad de Lyme) que me gustaron muchísimo. 


Con The Girlfriends me lo he pasado en grande. Lo cacé en otra lista con los mejores true crimes del 2023 pero no sé yo si lo calificaría así. Para que te hagas una idea: imagina una especie de crossover perfecto entre El club de las primeras esposas, Se ha escrito un crimen y Las chicas de oro. Una maravilla superentretenida. 


¿Qué cuenta The Girlfriends? Para empezar y marcar la diferencia, la narradora es Carole Fisher, una señora-señora, abuela, y esta es la primera vez que hace un podcast. ¿Y qué cuenta Carole? Pues se junta con sus amigas, que llevan juntas 40 años, para narrar la historia de Bob Bierenbaum, un cirujano plástico judío, joven y guapo que llega a Las Vegas en los 90 y se convierte en el soltero más solicitado de una ciudad donde hay pocos judíos, menos aún solteros y médicos. Allí sale con varias mujeres a las que comienza cortejando con citas de ensueño, vuelos en avioneta, viajes maravillosos, cenas, atenciones…, pero poco a poco todas se van dando cuenta de que hay algo raro en él: ataques furia, mentiras, acusaciones absurdas. Carole Fisher fue su novia por entonces, estaba en éxtasis con él, pero poco a poco se fue dando cuenta de que había algo raro. Cuando por fin lo deja, después de que él la acuse de haberle contagiado la sífilis, ella se reúne con amigas suyas que ya salieron con él y forman una especie de club en el que cotillean sobre Bob y empiezan a investigar.


No quiero destripar la trama porque es apasionante, como una peli de los 90 con cardados, excesos y brillos. 


The Girlfriends tiene cosas muy  buenas: la idea del club de mujeres contra el malvado, la estructura a partir del tercer episodio, la dosificación de la información y que Carole te cae bien como narradora porque es como tu abuela contándote una historia en la que ella es la protagonista. No tan bueno tiene que los dos primeros episodios están estructurados de manera algo regular y sobre todo la cantidad de publicidad que tiene: he contado hasta 3 y 4 cortes de más de 3 minutos con promo cruzada de otros podcasts que hacen la escucha un poco incómoda. A pesar de estas pegas lo recomiendo mucho porque tiene otros grandes aciertos como el personajazo que es la hermana (no te digo de quién para no reventarlo) y la música, con un coro femenino que resulta un grandísimo acierto, da esa idea de hermandad frente al peligro que acecha a las mujeres. Y si llegas al final... pelos de punta. 


Lamentablemente no tiene transcripciones.


Breves: 


En español, y como seguro que has visto La sociedad de la nieve, de la que por supuesto te sabías la historia porque aquí todos tenemos más años que un bosque, te recomiendo muchísimo Andes. 72 días en la montaña, un podcast uruguayo que se estrenó en 2022 para conmemorar los 50 años de la tragedia. Es estupendo, completísimo y aunque creas que ya lo sabes todo de aquel suceso en sus nueve episodios hay elementos nuevos. Si te animas, me gustaría que te fijaras en la manera en la que, en el primer episodio, nombran a todos los pasajeros del avión sin hacer una lista, sin que resulte aburrido, consiguen nombrarlos a todos, los 45, y perfilarlos como personas y no como nombres solo con un par de líneas sobre ellos. Es también muy interesante el episodio final que va más allá del rescate, la fama y la gloria y se centra en los aspectos no tan bonitos de la hazaña. 


Me encantó este episodio de The Ezra Klein Show: How to Discover Your Own Taste, con Kyle Chayka, un periodista de The New Yorker. Hablan sobre cómo construimos lo que nos gusta y lo que no. Este episodio me gustó tanto que me inspiró para escribir esto y esto


Por último, mi nueva adicción y por la que voy a hacer campaña hasta que consiga que te enganches, es Critics at Large de The New Yorker. Es una especie de La Cultureta en inglés con tres críticos de la revista: Vinson Cunningham, Naomi Fry y Alexandra Schwartz. Son tan listos, tan cultos, tan inteligentes y tan divertidos que, si no fuera porque además de todo eso tienen una química maravillosa, me darían muchísima rabia y puede que incluso los odiara. El caso es que me encantan: cada jueves, en cuanto el episodio nuevo cae corro a escucharlo. Para empezar te recomiendo éste: The Case for Criticism, en el que reflexionan sobre el papel del crítico cultural, cuáles deben ser sus características y si ahora tienen sentido o no. Me encantan. 


Te recuerdo que si quieres unirte al Club de Podcasts Encadenados, el próximo 3 de marzo haremos la primera sesión para comentar los dos primeros podcasts seleccionados y que puedes suscribirte para saber qué vamos a escuchar, participar en el chat en el que estamos ya comentando algunas cosas y saber cómo será nuestra primera videollamada. 


Suficiente por hoy. Si escuchas algo, por favor, ven a contármelo: me hará mucha ilusión.