sábado, 28 de enero de 2023

Quince años de Cosas que (me) pasan


Me siento a escribir esta entrada unas horas antes de que Cosas que (me) pasan cumpla quince años. Hasta este momento, viernes por la tarde, no he podido. Hace semanas pensé que quince años era una cifra redonda, que celebrar un decimoquinto aniversario era algo importante, relevante. Decimoquinto suena casi como subcampeón, tiene eco, prestancia, merece una chapa. Pensé, dejándome llevar por una ambición poco propia de mí, que podía hacer una celebración a lo grande. «Puedo escribir cinco posts, uno por cada día de la semana hasta llegar al día final, como si fueran unas fiesta patronales o un calendario de adviento». Después medí mis fuerzas, mi tiempo y mi ambición y pensé que tres posts eran suficientes, uno por lustro. Un poco más adelante la realidad me puso en mi sitio y aquí estoy, tarde y con toda seguridad mal, tratando de celebrar algo que solo me importa a mí.

Con los pies encima de la mesa y el portátil en las rodillas he abierto el documento y, antes de ponerme a escribir, he hecho algo que no hago nunca: he ido a releer lo que había escrito en cada uno de los aniversarios anteriores. ¿Para qué? Pues voy a ser sincera: he ido a buscar inspiración, a ver qué podía contar y, sobre todo, qué es lo que no debería escribir hoy porque ya lo he dicho quince veces. Catorce para ser exactos ,porque releyéndome he descubierto que el año pasado dejé pasar el aniversario. ¿Alguien se dio cuenta? ¿Alguien lo reclamó? No. Lo que reafirma la teoría que expuse en el decimotercer aniversario de que escribir sobre el cumpleaños de Cosas que (me) pasan es una obsesión que solo me importa a mí. Ahora que lo pienso, no he celebrado tampoco catorce aniversarios, han sido solo trece porque el primer año, el 2009, o no me acordé o no me pareció algo relevante. Releyéndome he descubierto que fue a partir del segundo año cuando sentí la necesidad de celebrar, de ponerme una pegatina y decir «ey, estoy haciendo esto». Los siguientes aniversarios, el tercero, el cuarto y el quinto me dediqué a repasar cómo había cambiado mi vida en esos años y todas las cosas buenas que lanzarme a escribir me había proporcionado. Me leo chispeante, contenta, ingenua, casi intrascendente. Puede que un pelín boba. En el sexto me vine arriba: colgué un vídeo y di las gracias a todos los que me leían. Ese año sueno feliz a pesar de que las cosas que (me) estaban pasado fuera del blog me estaban destrozando y me llevaban de cabeza a los días iguales. En el séptimo, mientras sobrevivía a duras penas, escribí para dar las gracias al blog por servirme de salvavidas, por mantenerme a flote cuando lo único que quería era ahogarme, desaparecer. Lo dije aquel año y lo digo ahora: el logro más impresionante de mi vida es haber seguido escribiendo cuando cada minuto quería morirme. No sé como lo hice, no sé porqué lo hice, pero sé que hacerlo evitó que me dejara ir. En el octavo volví a estar chispeante pero sin ingenuidad ni bobería. En el noveno, por primera vez, me falló la inspiración y debo decir que lo salvé bastante bien: apelar a los Beatles y a los recuerdos infantiles fue un recurso hábil. «No contaban con mi astucia», encadené ideas sin ton ni son hasta completar un post de aniversario que, debo reconocer, quedó resultón. Releer el décimo aniversario me ha dado envidia: elegir cinco citas de escritores para desde ahí hilar una especie de carta a mi yo de treinta y cuatro años. ¿Cómo escogí esas citas? ¿Tenía hace cinco años tanto tiempo libre como para volver a mis cuadernos de lecturas, releer todas mis citas apuntadas y escoger las que me inspiraran? Ana de los cuarenta y cinco, eres una crack. He pensado también que tengo que volver a esos cuadernos, que los escribo para algo y que seguro que están llenos de inspiración para seguir escribiendo. En el undécimo aniversario clavé un texto precioso sobre el invierno del blog, sobre cómo estaban desapareciendo y ya solo quedábamos cuatro esperando la extinción. Quién me iba a decir a mí que cuatro años después la gente, los lectores iban a volver a leer ochocientas, mil, mil quinientas palabras con placer, con alegría, con devoción. Quién me iba a decir a mí que más de dos mil personas querrían recibir Cosas que (me) pasan en su buzón y que, entre ofertas de Mango, facturas de Pepephone, alertas del banco y spam, iban a elegir leerme. La vida te da sorpresas. Ese año, además, me equivoqué de día y celebré el aniversario una semana antes. Siempre he sido un desastre para el detalle fino. En el duodécimo cumpleaños volví a cambiar la cabecera con el dibujo de Ximena Maier que aún lo encabeza y me pareció un buen momento para volver a recapitular, a hacer repaso de lo que había cambiado en mi vida y en la de todos. Me ha hecho gracia leerme: ni idea teníamos de lo que nos esperaba mes y medio después. Releer el último aniversario que celebré, el décimo tercero, me ha dejado atónita. Casi me he puesto en pie para aplaudirme. Es un texto maravilloso que había borrado por completo de mi memoria. ¿Estoy siendo poco humilde? Por supuesto. ¿Y qué? Cuando cumples quince años escribiendo, cuando has escrito dos mil doscientas veintitrés entradas y tu blog ha tenido once millones trescientas veintinueve mil novecientas sesenta y seis visitas puedes permitirte dejar bailar a tu ego, regodearte en tu logro y decir: «coño, a veces escribo bien».

Sigo con los pies encima de la mesa. Han pasado dos horas.

Lo he vuelto a hacer.

Sonrío y pienso en Nan, que estaría tan orgulloso de mí. Le echo mucho de menos.

Gracias a todos. 


sábado, 21 de enero de 2023

Esta semana no ha pasado nada


Inbar Luisa Algazi
Esta semana he leído esto: «What really interests me about youth is that it´s always the time that you remember later. But I won´t be able to remember my old age. So I have to live it to the fullest.» Lo decía Annie Ernaux.

 Esta semana me he cortado el pelo otra vez. Hay gente que me ha dicho que “esta vez” sí que se notaba el corte y otra gente, mis hijas, me ha dicho que estoy como siempre. Esta semana he descubierto algo de la infancia de mis hijas que hasta ahora me era desconocido. Cuando las acostábamos por la noche, y después de que apagáramos la luz y cerrásemos la puerta, tenían una batería de juegos inventados para jugar cada una desde su cama. Uno de ellos era “jugar a la televisión”: María desde la cama fingía darle a un mando a distancia imaginario y, cada vez que cambiaba de canal, Clara desde su cama interpretaba un papel: presentadora del tiempo, mujer enamorada, anuncio comercial, concursante ganando o perdiendo un premio… Me lo contaron tronchadas de la risa mientras cenábamos comida basura que habíamos pedido porque yo estaba reventada y con pocas ganas, no ya de cocinar, sino de entrar en la cocina. Esta semana he visto la primera temporada de Slow Horses en la que Gary Oldman borda tantísimo su papel que hasta tu sofá llega el olor a tabaco frío, camisa arrugada, calcetines sucios y decepción vital. Esta semana volví a equivocarme en el metro y me bajé en una parada que no era. Esta semana he comprobado que lo peor para acabar un día es estar en un probador de El Corte Inglés probándome sujetadores deportivos. Esta semana me dejé el libro que estaba leyendo en Los Molinos y empecé a leer otro; he vuelto a comprobar que no puedo leer dos libros a la vez, no puedo salirme de una historia y meterme en otra, no sé. No fue esta semana, fue la pasada, pero conocí a alguien que tiene tanto vértigo que para bajar al metro tiene que pegarse a la pared para no marearse. A mí solo me dan vértigo las escaleras del CaixaForum de Madrid, que son una especie de ola metálica continua que siempre me da ganas de tirarme por ellas, de surfearlas. Esta semana me hizo muchísima ilusión conocer al marido de una amiga: «Qué ilusión conocerte, Molinos; para mí es como conocer a una famosa». Nunca sé qué decir a eso.

Esta semana he sabido que un ejecutivo de Disney ganó ocho millones de dólares por setenta días de trabajo y no entendí nada. ¿Cómo se puede ganar ese disparate de dinero? Si alguien se pregunta qué pasó después de esos setenta días, la respuesta es que le echaron o se marchó, da igual. Yo me hubiera ido antes, con treinta días de trabajo me hubiera conformado. Esta semana cené una sopa de pescado maravillosa y devolví un vestido de la talla XS no porque me estuviera pequeño sino por un defecto de fábrica. Esta semana, en un evento del trabajo, he descubierto que aunque dicen que las mujeres de más de cuarenta y cinco se vuelven invisibles, si te dejas el pelo blanco y te vistes de negro causas el mismo efecto que si fueras un neón fluorescente y se te ve en todas las fotos. Esta semana mis hijas han vuelto a cantar. Llevaban tiempo sin hacerlo porque decían que no tenían tiempo, pero ha sido llegar la época de exámenes y encontrar el momento para volver a coger la guitarra y ponerse a cantar juntas. Me gusta escucharlas: otro talento que no han heredado de mí. Esta semana he vuelto a perderme la nieve en Cicely. De vez en cuando me desconectaba del caudal ininterrumpido de correos y reuniones para mirar a las webcams de mi valle y contemplar las nevadas que no voy a poder disfrutar.

Esta semana me he suscrito a más cuentas de Instagram de cabañas de las que me atrevo a confesar y he salido mencionada en El club de la cabaña, la newsletter más acogedora que hay en el universo Subtack. Siempre la guardo para leerla con tranquilidad, para sumergirme en las fotos y soñar con reservar en todas las cabañas que recomienda. Esta semana he estrenado sujetadores con mi nueva talla. Esta semana, el lunes, perdí el abono transporte antes de llegar al trabajo. Por la tarde, ese mismo día, antes de llegar al médico, perdí un auricular inalámbrico saliendo del metro. A pesar del frío que hacía y ante las miradas suspicaces de los viajeros que salían de la estación, me quité la mochila, me quité el abrigo, me palpé la ropa y el cuerpo como si me buscara un micrófono para intentar encontrarlo, no podía haber ido muy lejos. Me rendí y me fui pensando, para tratar de consolarme, que me habían durado casi tres años y que, como se acerca mi cumpleaños, podría pedirlo como regalo. Al salir del médico, llevada por un pálpito o una voz interior que me decía «no has buscado bien», volví a las escaleras. Me puse a recorrer las escaleras de lado a lado, como si las estuviera barriendo y varios viajeros me preguntaron: «Señora, ¿ha perdido algo?». Antes de que me diera tiempo a contestar uno de ellos lo encontró. Con ese subidón me fui caminando a casa de Mónica a felicitarla por su cumpleaños. Le di la sorpresa, me senté en su cocina, comí un poco de queso y me marché. Me encanta ser tan amigas como para hacer visitas así, sin preparar y sin regalo.

Chavales, dentro de nada, cumplo 50 años y, como todos sabéis, me encanta mi cumpleaños. Por eso quiero celebrarlo con una gran fiesta a la que estáis invitados. No habrá disfraces, ni música en directo, ni karaoke porque yo canto fatal, pero prometo bebida, comida y buena compañía. Venid abrigados porque si amanece soleado podremos estar en el jardín al sol, como los jubilados que casi somos o aspiramos a ser.

Esta semana he empezado a preparar mi fiesta de cumpleaños. Hice una lista de invitados, escribí el mensaje de whatsapp de la invitación y me puse con la logística. Esta semana unos días me he arrepentido de organizarla y otros he deseado que llegara ya. Esta semana me he pintado los labios cuatro días y he cobrado una factura que tenía pendiente desde octubre. Esta semana he cogido el coche después de más de dos semanas sin moverlo: se me está olvidando aparcar, con lo que yo he sido. Esta semana he ido al cine a la mejor sesión que hay: el sábado por la mañana y sola. Me gusta ir así porque es algo quirúrgico: es ir al cine, no a tomar algo o a quedar con alguien, es casi hacer un recado. La película, Aftersun, todavía no sé si me ha gustado. Diría que no, pero todavía no lo he digerido; no sé si mi sensación de desagrado viene de haber ido con demasiadas expectativas (spaghetti más lechuga) o por otra razón más profunda. No, no me ha gustado. Muy «mira que cosas profundas te estoy sugiriendo con este collage de imágenes que te hacen sentir cosas». También he visto el corto Arquitectura emocional, 1959, los lugares en los que vivimos y en los que ocurre nuestra vida tienen un peso emocional que va más allá de lo que pensamos.  

Esta semana he pensado que hace quince años todavía no había empezado a escribir Cosas que (me) pasan y me parece una vida, aquella, que no era la mía.

Esta semana no ha pasado nada.


lunes, 16 de enero de 2023

Plazos, plazos, plazos

Recibo un mail, otro más, en el que alguien que se había puesto a sí mismo un plazo para enviarme determinado material me cuenta que no va a poder ser, que sabe que va retrasado, para pasar después a enumerarme cómo, a pesar de su intención y su deseo irrefrenable de cumplir con ese plazo, la realidad se ha puesto en su contra y no va a poder hacerlo. Es un “mi perro se ha comido los deberes” de manual pero con más literatura. El mail acaba, por supuesto, con un «en diez días lo tienes». Leo el correo, contesto que lo entiendo y luego, mientras me giro, miro por la ventana y fantaseo con subir los pies a la mesa, me fumo un puro imaginario. Mientras echo perfectas volutas de humo imaginario pienso: ni de coña me lo envía en diez días. Iremos apretados y con prisas, como siempre. ¿Puedo hacer algo? No. ¿Voy a proceder ahora a despotricar a todos aquellos que no cumplen plazos? Para nada, este post de hoy viene de la inspiración que ese humo del puro imaginario me creó: los plazos son algo misterioso para los humanos. 

Los plazos son algo imprescindible para funcionar en la vida. No solo en esta que llevamos ahora, llena de prisa y urgencia. La vida tranquila, apegada a la tierra, a las estaciones y de cara a la naturaleza también necesita plazos, todo tiene un tiempo. Lo curioso es cómo a pesar de llevar milenios conviviendo con los plazos, éstos siguen siendo algo misterioso e inescrutable. Para mis hijas, por ejemplo, un plazo es algo que está siempre en un futuro lejanísimo al que creen que no llegarán nunca aunque sea esa misma tarde, mañana o el lunes. «Chicas, he dejado la cortina de la ducha en remojo, sacadla esta tarde». «¿La habéis sacado?». «Uy, no. Mañana» No quiero aburrir con cuitas familiares pero «mañana» acabó siendo diez días después. Mis queridas hijas hacen un uso de los plazos que va más allá de lo temporal: lo suyo roza el realismo mágico. La extensión de sus plazos hacia el futuro va unida a la idea de que si consiguen alargarlo lo suficiente yo acabaré haciendo lo que sea que es su tarea. Un uso muy inteligente por mi parte de la indiferencia está consiguiendo que sus plazos de actuación se acorten. Lo mismo pasa cuando, con cualquier oficio del gremio chapuzas de casa, talleres y demás, su extensión de los plazos juega con la idea de que tú acabarás cansándote y lo que sea que ocurre se solucionará solo. En este caso, y lo sé por experiencia propia, las amenazas con quejas en la OCU, al defensor del cliente o, como hago yo, programar un mail diario a su departamento de reclamaciones consigue que lo que iba a llevar una semana, dos, o tres meses, se reduzca de una manera casi mágica. 


Los plazos también juegan con nuestras ilusiones. Nos ponemos a nosotros mismos plazos para no sufrir y plazos para disfrutar. «Vamos a ver, yo creo que este informe, si me pongo a muerte con él, lo termino en un par de días». No es verdad. La voluntad de acabar con el tedio laboral nos hace creer que seremos más rápidos, que nos liberaremos antes, que podremos escapar de él antes. No ocurre nunca. Por experiencia sé que es mejor pensar que vas a estar enfangado en esto mucho más de lo que te gustaría… y así, con suerte, sobrevives al tedio y a la frustración. Los plazos para disfrutar funcionan igual: haces obras en el piso, te construyes una casa, compras un mueble, emprendes un viaje y piensas: en seis meses estará terminado, en año y medio estará listo, me llegará en quince días, seis horas y empiezo a disfrutar. Es jugar con fuego, es hacer algo que llevo años advirtiendo que no hay que hacer nunca: spaghetti + lechuga


Inciso de anécdota.- Hace muchísimos años, a una compañera de trabajo la recogió su novio en el trabajo para marcharse de fin de semana a la playa. Ella le preguntó si no tenían que hacer compra para la cena de esa noche. «No, no hace falta. Ya he ido yo a comprar para una cena rica». Ella imaginó solomillo, imaginó jamón del bueno, unos langostinos, queso, algo que sonara a cena rica. Cuando llegaron y descargaron la compra, él le dijo: «vamos a cenar ensalada de pasta». No era lo que ella había imaginado pero reajustó su pensamiento a esa nueva realidad. «Genial, ¿qué has comprado?». Spaghetti y lechuga. Sobrevive a esa decepción y a esa ensalada de pasta. (Ya no son novios) - Fin de la anécdota.

No hay que tener expectativas con nada en la vida pero con los plazos hay que ser especialmente cuidadoso.

Para los plazos que te pones a ti mismo: no te los pongas. Si te los pones, que sean laxos. Si aún así no llegas: sé firme y sufre. Cumple el plazo que te has puesto y que alegremente comentaste a la contraparte y agoniza para cumplirlo. Hazlo. Piensa que si lo alargas, si mandas un mail ridículo con una excusa muy elaborada, lo único que harás será extender la agonía. 


  • Para los plazos de los demás: no confíes en ellos, no te los creas. Añade siempre un factor corrector de + 2 semanas la primera vez que interactúes con esa persona, al que deberás añadir una semana por cada incumplimiento. «Pero Ana, si haces eso, a lo mejor llega un momento en que son seis meses esperando». Correctísimo. Aprovecha ese tiempo para hacer otras cosas

  • Para los plazos que establecen los jefes: intenta alargarlos lo más posible. Los jefes viven en una realidad en la que el espacio y el tiempo son elásticos, significando esto que creen que tú eres todopoderoso y en un plazo ridículo de tiempo puedes sacar el trabajo de media docena de personas durante un mes de trabajo. Si el jefe, como buen jefe, se resiste a aceptar que lo que está pidiendo es imposible, haz lo que puedas o, mejor aún, confía en que se le olvide. Pasa mucho. Es curioso cómo en la mente de un jefe el hecho de marcar una tarea y un plazo la convierte automáticamente en algo hecho, algo que se marca con el check verde y pasa a estar completada sin haberse empezado siquiera. 

  • Si eres jefe y pones plazos: confía en lo que te dice la gente que va a hacer el trabajo.

  • Si eres el fontanero/constructor/carpintero/pintor/electricista y le das un plazo al cliente: no seas cabrón y cuando se cumpla y el cliente te llame no le digas: «Uy, estoy de vacaciones en Lanzarote, a ver dentro de diez días». (Si eres el cliente, recuerda sumarle dos semanas a este nuevo plazo, o tres o cuatro… ah, y tardar en pagarle cuando consigas que haga lo que sea. Págale con la misma moneda: un buen plazo)


Bajo los pies de la mesa, apago el puro, echo la última voluta de humo y pienso: A Dios pongo por testigo que dentro de dos semanas no tendré lo que me han prometido. 



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lunes, 9 de enero de 2023

Lecturas encadenadas. Diciembre

 

Esta entrega de las lecturas encadenadas llega un poco tarde, 9 días tarde, y además, en teoría, tenía que haberla publicado antes de mi canto de amor a Winter, de Rick Bass pero ¿quién pone las reglas aquí? Yo. Así que puedo saltármelas y escribir de lo que me apetezca cuando me apetezca. Aprovecho para dar las gracias a los que me han recomendado libros sobre el invierno que iré leyendo a su debido tiempo.

Al lío.

«Tengo una crisis de lectura. No encuentro nada que me guste», le dije a Tallón. «Leíste Los extraños, de Jon Bilbao? Creo que te reconciliaría con la lectura». De Bilbao ya leí en su día Basilisco, que me gustó muchísimo y que, sin duda, recomiendo. Los extraños me entretuvo bastante, lo cogía con ganas al acostarme y recuperé un poco la sensación de encontrar refugio del día a día en la lectura.

Los extraños es la típica novela que veo convertirse en película según la voy leyendo y estoy segura de que acabará siéndolo. Me juego una mano, y no la pierdo, a que Bilbao ya habrá recibido ofertas por los derechos de adaptación. El futuro dirá si me tengo que quedar manca. ¿De qué trata Los extraños? De una pareja, basada levemente en la propia pareja de Bilbao, que vive en Ribadesella y en la que ambos escriben. Él cosas de geología, creo recordar, y ella traducciones del alemán. Su existencia transcurre sin grandes emociones, ocupan la casa de los padres de él que están en algún sitio más cálido pasando el invierno y cada uno por su lado da vueltas a «¿qué coño estoy haciendo con mi vida?». Un buen día, una noche, desde la ventana de su salón que da a la ría de Ribadesella, ven unos extraños objetos geométricos de colores volar por el cielo nocturno, unos ovnis de toda la vida. Al día siguiente de ese avistamiento aparecen por sorpresa unos visitantes, unos primos lejanos. No puedo contar más sin reventar la novela, pero por si acaso alguien no va a leerla o ya la ha leído y quiere saber mi opinión, creo que a pesar de que lo que va a ocurrir es obvio desde el minuto uno y el lector está pensando «no les dejes entrar», «ese tío no es tu primo», «son unos timadores», «no te fíes» y «¿pero sois bobos o qué os pasa?», Bilbao construye muy bien la tensión, la inquietud y la incomodidad, haciendo que no puedas dejar de mirar, de leer, de contemplar cómo los personajes se encaminan hacia la calamidad más absoluta. ¿Lo más decepcionante? El final. No pasa nada. Lo entiendo: era complicado terminar la historia de una manera más o menos convincente y, bueno, Bilbao hace lo que puede para dejarla en todo lo alto.

¿Recomiendo Los extraños? Claro que sí, es una lectura sencilla, entretenida y podréis decir, cuando se estrene la película: «yo ya leí el libro hace unos años».

Tallón también me recomendó Un verdor terrible de Benjamin Labatut. «Este libro, este libro, este libro», me mandó en un audio. Y le hice caso, claro. Debo decir que yo jamás leo las contraportadas de los libros que me recomiendan ni de los libros que compro. Normalmente llego a ellos por recomendaciones de amigos, de blogs que sigo, o aparecen en otros libros que me han gustado y quiero zambullirme en ellos sin tener ideas preconcebidas ni expectativas ni, sobre todo, saber nada de lo que me van a contar. Llego a ellos, a sus primeras páginas, desde el más absoluto desconocimiento del contenido. Con Un verdor terrible la sorpresa fue mayúscula porque esperaba una novela (Juan es un lector, sobre todo, de novelas) y me encontré con un libro de divulgación científica. Novelada, contada como una historia, como una sucesión de historias, pero no ficción.

Benjamin Labatut nació en Rotterdam pero se crio en Buenos Aires y Santiago de Chile. ¿Qué nos cuenta en Un verdor terrible? Historias de ciencia partiendo de los pies y las manos de Göring teñidas de un rojo intenso durante los Juicios de Nuremberg. Labatut nos lleva por un viaje de ciencia y científicos. Un poco de química, bastantes matemáticas y muchísima física en un viaje lleno de seres extraordinarios por su inteligencia, su extravagancia, su cabezonería y su perseverancia. Hombres, porque no aparecen mujeres, que se empeñaron en una idea o la idea de una idea y perseveraron hasta desentrañarla dejando todo por el camino. Algunos la familia, la pareja, la vida o la cordura. Sé que este libro ha gustado mucho, recibí varios comentarios cuando lo enseñé en Instagram, ha estado nominado a varios premios y es interesante, pero a mí me ha dejado un poco indiferente. Es posible que esto haya sido porque más de la mitad del libro está dedicado a la física, concretamente a la física cuántica y las luchas intelectuales que, a comienzos del siglo XX, tuvieron lugar entre Heisenberg, Schrödinger, Bohr y Einstein entre otros. Todos genios absolutos, inteligencias brillantes cuyo trabajo ha cambiado la historia de la ciencia y del mundo en el que vivimos, pero a mí la física es algo que me resulta incomprensible desde su nivel más básico. Jamás he conseguido que me interese ni siquiera cuando he tenido líos amorosos con físicos: ni aun por amor he conseguido entender la física. Dicho esto, la narración de Labatut es estupenda y aunque no entienda nada de átomos, dimensiones o electrones, ni sepa cómo se comporta una onda y cómo de diferente es de una masa, las vidas de los “personajes” que nos presentan son tan apasionantes como una novela de acción. (Labatut advierte al final del libro de que hay muchos pasajes de ficción, sobre todo en la segunda mitad del libro, aunque todo está basado en hechos reales) . Cuando estaba leyéndolo y, por si alguien tiene interés en este tipo de lecturas, me acordé de uno que me gustó muchísimo y que recomiendo encarecidamente: La edad de los prodigios, terror y belleza en el romanticismo, de Richard Holmes. Además, el epílogo de Labatut, que se titula «El jardinero nocturno», me ha recordado mucho a los Cuentos de la selva de Hector Quiroga que leí hace un mes.

No leí nada más en diciembre. Empecé Winter, del que ya he dicho todo lo que puedo decir sin que la gente empiece a llamarme plasta. Sigo con mis New Yorker atrasados: ahora mismo estoy leyendo el del 15 de noviembre. Pensé que durante las vacaciones conseguiría reducir la brecha para, por lo menos, llevar solo un mes de retraso, pero no me ha dado tiempo. Lo intentaré en enero, al mismo tiempo que intento reincorporarme a la rutina laboral sin caer en la desesperación o el cinismo, pienso en cómo celebrar los quince años de Cosas que (me) pasan y leo algún que otro libro para que esta sección, «Lecturas encadenadas», no desaparezca.

Creo que peco de ambición. Hasta los encadenados de enero.


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miércoles, 4 de enero de 2023

El libro que me hubiera gustado escribir: Invierno de Rick Bass

«Love the winter. Don’t betray it. Be loyal»

El libro perfecto en el momento adecuado. Así ha sido mi encuentro con Winter, de Rick Bass, en estos primeros días del año. Tras unos meses lectores de, digamos, sufrimiento o, mejor, desencuentro entre mis lecturas y yo, llegué a Winter como el que llega a casa, abre la puerta, siente el calor del hogar y dice: «Aquí estoy a salvo». Mi enamoramiento de este libro empezó mucho antes de comenzar a leerlo; viene desde el mismo momento en el que lo vi, el pasado verano, en la estantería de Powell’s en Portland. Primera edición, tapa dura y en la cubierta una fotografía de un paisaje invernal, nevado, con luz de atardecer temprano y algunos árboles con las ramas cubiertas de nieve. Lo compré, lo acaricié y pensé: «No es el momento, no puedo leerte en agosto, en este calor asfixiante y asqueroso de verano». Aun así, no pude contenerme, y antes de dejarlo en la estantería lo abrí para hojearlo y descubrí, entonces, que había comprado un ejemplar firmado por el autor, Rick Bass. No sé cómo tuve fuerza de voluntad para contenerme y no empezarlo, pero será que me estoy haciendo mayor (esto seguro) y decidí esperar a que fuera nuestro momento, el momento correcto.

En 1987 Rick Bass y su novia Elizabeth se lanzaron a buscar un lugar al que trasladarse a vivir. Eran de Texas y sus familias nunca habían salido del estado. Ellos querían algo en las montañas, con inviernos nevados, bosques y, a poder ser, un río cerca. Recorrieron Nuevo México y Utah, subieron a Wyoming, echaron un vistazo en Idaho y no encontraron nada. ¿Cómo se busca algo así? Pues recorriendo pueblos y preguntando en inmobiliarias a las que Bass cogió muchísima manía porque los miraban como si estuvieran locos o los trataban como si fueran desarrapados a los que no querían en sus pueblos o pensaban que eran hippies ricos y les pedían precios desorbitados. Cuando ya estaban a punto de darse por vencidos llegaron  a un pueblito en el que encuentraron a un agente inmobiliario majete (alguno hay) que les comentó que en el valle del Yak, en Montana y a pocos kilómetros de la frontera con Canadá, había una propiedad que solía ser una especie de centro de caza, con varias cabañas para invitados, una casa central, una cabaña, granero e invernadero y que su dueño que vivía en Washington D.C buscaba alguien que la cuidara. Rick y Elizabeth subieron al valle, recorrieron la propiedad y decidieron quedarse.

«We knew immediately that this was where we wanted to live, where we had always wanted to live. We had never felt such magic»

El valle del Yak es agreste, profundo y estrecho, rodeado de bosques de grandes alerces y escarpados picos. El “pueblo” que da nombre al valle tiene un almacén para comprar suministros, dos cabinas de teléfono y un bar para la vida social, el Dirty Shane, donde se reúnen las veinte o treinta personas que viven en la zona. En las cabañas y propiedades de esa personas no hay electricidad, ni agua corriente, ni televisión, ni radio. No hay teléfono más allá de las cabinas ni, por supuesto, internet. Es el salvaje noroeste. En Winter, Bass escribe el diario sobre ese primer invierno que pasaron en el valle del Yak. Empieza en septiembre, cuando llega él a instalarse y preparar todo para cuando llegue Elizabeth. Bass nos cuenta cómo se establece en la casa, organiza el invernadero donde escribirá él y el estudio para Elizabeth (que es ilustradora), recorre la zona, prepara su coche para las condiciones invernales y, sobre todo, corta leña como si no hubiera un mañana. Corta, corta, corta, traslada troncos y los coloca ocupando cada espacio libre de la cabaña, del cobertizo, del invernadero. Se prepara para el frío sabiendo que su supervivencia dependerá de tener suficiente leña para calentarse. En todo ese ejercicio físico se acostumbra a la naturaleza que le rodea, la observa y se observa a sí mismo en relación a ella, aprende a mirar el cielo, se asombra del silencio, la calma y también al descubrir a los animales salvajes, liebres, alces, ciervos, zorros, conviviendo con ellos en una cercanía casi rozando la camaradería. Bass se prepara y espera el invierno, casi lo escucha llegar, el silencio especial con el cielo color plomo que se deshace luego en copos de nieve grandes y pesados que lo cubrirán todo durante meses.

«Snow’s more wonderful than rain, than anything».

Con la nieve y el invierno llega el frío y Bass descubre entonces que igual que en los bosques la vida se ralentiza, él  también se va parando. A la frenética actividad de talar, recoger, colocar y preparar que en otoño le tenía madrugando y trabajando sin parar durante todo el día, le sigue una calma vital que le hace levantarse tarde, trabajar lo justo y caer rendido pocas horas después de que caiga la noche. Con esa ralentización, esa especie de hibernación, de reposo, llega también la sensación de estar desprendiéndose de su vida anterior. Echan de menos a su familia, a sus amigos, a sus seres queridos, aquello  que, de alguna manera, había constituido su vida hasta ese momento, pero es el precio que hay que pagar por estar en el lugar en el que quieren estar.

«If happiness were cheap, it wouldn’t be worth having. I tell myself again».

Pero no echan de menos el teléfono, ni la televisión ni la radio. Sé que esto es de los años ochenta y ahora sería diferente porque probablemente puedas estar más conectado que entonces, es posible que incluso en Yak, en algunos lugares, haya ahora internet. Tras mi experiencia en USA este verano diría que es posible que esa conexión sea solo en lugares puntuales, pero la reflexión que hace Bass para vivir sin esa permanente conexión es válida:

«Neither of us misses a telephone. Listen. I’ve found out, to my great delight, that you don’t need one. Nothing happens when you don’t return calls –when you don’t even get calls. People write to you. If it is important that they truly need you –which will be the only reason for them calling you– nothing happens. They wait».

Así es.

Quiero dejar claro que no hay romantización en esta crónica de un duro invierno en las montañas. La vida en Yak es monótona y dura. Hace frío, poca gente, para poder ir a la ciudad más cercana (1500 habitantes) con todos los servicios hay una hora de camino por carreteras de montaña y, por supuesto, se hace de noche temprano. Bass no oculta nada de eso pero está feliz y se lo nota muchísimo.

«The valley shakes with mystery, with beauty, with secrets –and yet it gives up no answers. I sometimes believe this valley –so high up in the mountains and in such heavy woods– is like a step up to heaven, the last place you go before the real thing». 

Siempre que comento que a mi me gusta el invierno, que, por ejemplo, podría vivir perfectamente un invierno entero en mi Cicely particular y que lo disfrutaría, hay alguien que me dice: «Eso lo dices ahora pero no sabes lo que es vivir el frío tres meses, que se haga de noche pronto, el viento, la lluvia, la niebla». Dejando de lado que ya no estamos en los años ochenta y que puedo vivir en la montaña con calefacción (una cosa es que me guste el invierno y otra que sea gilipollas) sin necesidad de almacenar 20 toneladas de leña en mi casa, no entiendo por qué la gente no comprende que igual que a muchos les fascina el sol, el calor y disfrutar del verano aunque haga 40 grados a la sombra, a otros, entre los que me encuentro, el invierno es lo que nos sienta bien. También hay muchos que disfrutan de la ciudad y luego estamos los que preferimos algo más tranquilo. ¿Más solitario? Puede ser, pero más para nuestro carácter. Bass lo explica muy bien:

«There are two worlds for me –and for anybody, I think– and I do better in one than in the other. I used to be able to exist in both, but as I pay more and more attention to the one world, the world of woods and of this valley, I find myself, each day, less and less able to operate in the other world»

Rick y Elizabeth pasan su primer invierno allí descubriendo lo que significa vivirlo en plena naturaleza y, más importante, descubriendo cómo amarlo.

«Learn to love the cold, the winter. If you love the country, the landscape –if you really love the country– then you may find yourself able to love it in winter most of all»

Leer Winter ha sido como leer una elegía de los inviernos que ya no veré, que ya no viviré. Los inviernos que en mi infancia y juventud viví con alegría, con emoción, pero que di por supuestos, creyendo que existirían siempre, ya no volverán. Ahora me descubro cada mes de diciembre o enero o febrero añorando esos inviernos, añorando el frío, añorando abrigarme. Cada año que pasa mis prendas de abrigo, mis gorros, mis guantes, mis bufandas, ¡las camisetas interiores sin las que no podía vivir!, se vuelven cada vez más y más superfluos, cada invierno tienen una vida más corta fuera de los cajones en los que permanecen guardadas. 

Añoro, también,  la sensación de protección que el invierno me proporcionaba.

«Winter slows things down, for a fact: it can bury and protect, as well as freeze and harm».

Eso es. El invierno congela y puede hacer daño: manos heladas, pies congelados, la nariz goteando, la tiritona por las mañanas al salir a trabajar, los días en los que tenía que rascar el hielo del coche para ir a trabajar; pero también acoge y recoge. El invierno me vuelve (más) hacia dentro, me permite protegerme, encerrarme: los días cortos y las noches largas hacen que pueda recogerme en casa y vivir sin que me preocupe lo que hay fuera, sabiendo que estoy a salvo, sin que nada ni nadie más allá del frío y la nieve puedan hacerme daño.

Winter es el libro que yo hubiera querido escribir, el que me gustaría poder escribir.

«We have stumbled into the pie, Elizabeth and I, finding this valley, this life. We have fallen into heaven»

¿Cuánta gente puede decir esto?

Leed Winter de Rick Bass. Hay edición en castellano publicada por Errata Naturae.



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