Llevo 12 años, 7 meses y 3 días en los libros de colores.
La sede de los libros de colores un edificio de esos que
alguien en un festival del humor absurdo bautizó como “inteligente”. Esto quiere decir que es exactamente igual de
feo, impersonal e incómodo que otros miles de ellos que hay dispersos por el
país.
El de los libros de colores está ubicado en un polígono en
medio de la nada que rodea a Mordor. Ni una sombra, nada medianamente no ya
bonito sino nada que no agreda a la vista, nada que en días como hoy no den
ganas de suicidarse al mirar por la ventana. Nada que no me haga plantearme
¿qué hago aquí?
En los libros de colores he tenido siete sitios diferentes,
el último de los cuales estreno hoy.
La pradera se ha convertido en una sabana. Me planteo traerme unos patines para ir de mi
sitio a la impresora a por los informes, a la cocina a por mi tuper y al baño
en una excursión en la que es posible que cambie el tiempo dada la distancia
que tengo que recorrer.
Hemos pasado de estar apiñados, vernos el cogote, oler
nuestros desodorantes y hacer prácticamente imposible abstraerse de las
conversaciones telefónicas de los demás a casi necesitar prismáticos para ver a
los demás praderistas.
Tengo un sitio nuevo. Creo que me gusta pero no sé si porqué
está bien o porqué he desarrollado un superpoder que consiste en que todo lo
que (me) pasa en los libros de colores me es completamente indiferente.
Me ha tocado una nueva esquina de la pradera. Es una esquina
que antes formaba parte de un despacho, concretamente del que fue durante diez
años el despacho de Jefe Supremo. Era la
esquina de los sofás de recibir a las visitas de cortesía. No me senté más que
un par de veces pero soñé mil veces con echarme una siesta en ellos. Eran
blancos.
Mi nueva esquina está
completamente acristalada. Enfrente de mí, y por encima de la mesa de
Sonrisas tengo una pared entera de cristales por la que veo una hilera de
chopos que ahora que lo pienso he visto crecer desde que los plantaron al
estrenar el edifico inteligente. Al lado
de Sonrisas y en diagonal conmigo se sitúa ahora Cedric. Creo que nos vendrá
bien este cambio. Cambiar el metro que nos separaba por dos metros y medio va a
mejorar nuestra relación. Él es demasiado grande y demasiado joven y yo tengo
demasiada mala leche y muy poca paciencia últimamente.
A mi izquierda tengo otra pared enteramente acristalada. Era
la que quedaba a la espalda de la mesa de de despacho de Jefe Supremo y él
siempre tenía bajados los estores. Nosotros no. Están abiertos hasta arriba. Si
giro la cabeza veo en primer
término el parking donde aparcan los
importantes de los libros de colores, después hay otra hilera de chopos que he
visto crecer y después la nada poligonera del páramo de Mordor. Veo mucho cielo…muchísimo. Tengo mucha luz pero el cielo de Mordor es
aburridísimo, es como mirar una pared azul. Cero misterio, cero intriga,
cero. La parte buena es que el par de
días al año en que las nubes lleguen al cielo de Mordor tendré una bonita
vista. Y el día que llueva veré hasta los charcos. Este pensamiento me hace
feliz.
Sonrisas, Cedric y yo somos una isla de tres mesas. A mi izquierda la ventana y el perchero con
un chal negro que lleva ahí mil años. A la derecha nada, no hay mesa que haga par
con la mía y me gusta. Me gusta ser impar.
Tengo una mesa rectangular, con una suave curva que hace que
la parte de mi izquierda sea un poco más estrecha que la derecha. Es de madera
clarita, bueno de contrachapado de ese cutrecillo con patas metálicas. Una mesa
de oficina como otras mil. También tengo
una silla en la que nunca me he fijado. Tiene brazos que caben justo debajo de
la mesa y ruedas a las que sospecho que ahora mismo les voy a dar muchísima más
utilidad. Morenaza está ubicada a mi espalda y creo que nos encontraremos a
medio camino deslizándonos sobre nuestras sillas mientras bebemos té y miramos
el cielo de Mordor.
Encima de la mesa, de izquierda a derecha, tengo un monitor necesario para revisar algunos
libros de colores pero que no recuerdo la última vez que encendí. Un bote de
cristal petado de bolis, lápices, tijeras, rotuladores y mil mierdas más. Es un
bote de cristal que no tiene nada especial pero para mí lo es porque me lo dio
Antonio…antes de conseguir salir de aquí y empezar una nueva vida fuera de los
libros de colores. El monitor del
ordenador colocado encima de un paquete de folios sobre el que también hay un
bloc de postit, una calculadora y una concha recogida en una playa un día de
invierno.
Un cuenco de cristal vacío que alguna vez tuvo caramelos.
Un teléfono que nunca suena. Ni siquiera me sé mi número.
La torre de la CPU
ocupa el extremo derecho de la mesa. En ella hay tres postales, una lista de
teléfonos que nunca miro y un post it con contraseñas de aplicaciones tan
supersecretas que ni siquiera recuerdo para qué sirven…supongo que por eso
tengo apuntadas las contraseñas. Hay un posavasos de una noche de juerga “Finish
your gin and begin to sin” y un iman que me envió una descerebrada “All you
need is love and gin &tonic”. Imanes de distintos países traídos por
compañeros que ya no están aquí sujetan las tres postales. 3 cds de música
clásica y uno de Van Morrison.
Un cuaderno. Grande. Con anillas. Con cuadrícula azul.
Siempre sobre la mesa. Cada día, al llegar saco la pluma y apunto la
fecha…bueno, ya no lo hago. Me da igual que día sea, son todos iguales. Saco la
pluma y mientras reviso libros de colores apunto los datos y las impresiones
allí. Podría hacerlo directamente en la aplicación superguay que tenemos pero
me mola escribirlo en mi cuaderno, con mi letra…es la única manera de recordar
algo de cada libro de colores que reviso.
Un montón de libros de colores para revisar.
Una taza de té.
Un bote con clips.
Recién colgado esta mañana en su nueva ubicación mi
calendario literario. Julio es
Philip Roth.
“There´s no
remaking reality…Just take it as it comes. Hold your ground and take it as it
comes. There´s no other way”.