jueves, 31 de enero de 2019

Lecturas encadenadas. Enero

Enero ha sido un mes muy muy largo y muy doloroso. Tiempo y dolor son dos circunstancias que favorecen la lectura y por eso no tengo tiempo ni espacio para cháchara introductoria. 

Al lío. 

Empecé el año con Sur y oeste de Joan Didion, comprado en Los editores. Advierto de que es un libro solo para fans de la escritora americana, no es un libro para primerizos en Didion.  En la primera parte, Sur, se recogen las notas, los apuntes que Didion tomó durante un viaje por el sur de Estados Unidos en el verano de 1970. No había ocurrido nada especial, no tenía entrevistas concertadas ni planes para documentarse sobre ningún tema, sencillamente sintió que quería conocer el sur y se marchó a conocerlo. Jamás escribió nada basado en estas notas. 

Viaja en coche con su marido, John Dunne, de ciudad en ciudad, sintiéndose casi una extraterrestre. Nada de lo que ve le gusta o lo entiende, o mejor dicho, lo entiende mejor de lo que le gustaría y le provoca rechazo. El racismo, la segregación racial, las mujeres recluidas en sus casas, las diferencias sociales, el calor, la naturaleza agresiva y poderosa. Es consciente de su completa extrañeza y lo que más le cuesta entender es la naturalidad con la que los sureños aceptan y exhiben su "manera de ser" que a ella le resulta tan desagradable y ofensiva. En el epílogo, escrito en diciembre de 2016 por Nathaniel Rich (que no sé quién es) se expone una interesante reflexión, comenta que esa manera de ser, de pensar era algo a superar con el tiempo y al final ha sido algo a reivindicar que ha terminado con la elección de Trump como presidente.
«En Nueva Orleans, la naturaleza salvaje se percibe como algo muy cercano, no como la naturaleza redentora de la imaginación del oeste, sino como algo rancio y viejo y malévolo, la idea de la naturaleza salvaje no como una huida de la civilización y de sus descontentos, sino como una amenaza mortal a una comunicad precaria y colonia el sentido más profundo: el resultado es vivaz y avaricioso e intensamente egocéntrico, un tono bastante común en las ciudades coloniales, y que constituye la razón principal de que esas ciudades me resulten estimulantes».

En la segunda parte, Oeste, se recogen las notas que tomó en 1976 cuando cubrió el juicio a Patty Hearst y son más apuntes brevísimos sobre su vida, su infancia en California.

La perfecta definición de estar en casa:
«En el Oeste estoy en casa. Las colonias de la sierras de la costa quedan "bien" para mí, la peculiar llanura del valle Central me reconforta la vista. Los topónimos me suenan a sitios de verdad. Sé pronunciar los nombres de los ríos y reconozco los árboles y las serpientes más comunes. Aquí estoy cómoda de una forma que no lo estoy en otros sitios». 
Mi primer desencuentro del año con las listas de «libros del año» ha sido El orden del día de Eric Vuillard. Había leído y oído maravillas de este breve librito sobre la II Guerra Mundial. Quizá había elevado mis expectativas demasiado pero me ha parecido sencillamente correcto. Es verdad que mi adicción a este tema quizás haya hecho que nada de lo que cuenta me haya resultado especialmente impactante o novedoso pero es que, además, me ha resultado en su redacción deslavazado y frío. Toca muchos temas: los empresarios alemanes apoyando al nazismo, la anexión austriaca, el papel de los políticos austriacos en esa anexión, el miedo de los habitantes de Austria,  pero va saltando sobre ellos como si fueran piezas de un puzzle que sabes que encajan pero que ni te molestas en unir y sencillamente tiras encima de una mesa.
«Nunca se cae dos veces en el mismo abismo. Pero siempre se cae de la misma manera, con una mezcla de ridículo y pavor. Y no quisiera tanto no volver a caer, que se agarra, grita. A taconazos nos quiebran los dedos, a picotazos nos rompen los dientes, nos roen los ojos. El abismo está jalonado de altas moradas. Y la Historia está ahí, diosa, sensata, estatua erguida en medio de cualquier Plaza Mayor, y se le rinde tributo, una vez al año, con ramos secos de peonzas, y a modo de propina, todos los días con pan para las aves».
No me gusta leer libros de gente que me cae bien porque siempre quiero que sus libros me encanten pero no quiero correr el riesgo de que no me gusten y tener que decirlo. Por eso Una lección olvidada de Guillermo Altares llevaba esperando en mi estantería desde noviembre. Quería leerlo, tenía ganas, pero lo dejaba para más adelante para aplazar el posible chasco.

Una lección olvidada es Enric González tomando cañas con Bill Bryson, Mary Beard, Tony Judt y el propio Altares. La visión periodística de Enric Gonzalez, la curiosidad por los detalles de los lugares que visita de Bill Byrson, el amor y el conocimiento por Roma de Mary Beard y el amor incondicional por Europa de Tony Judt se unen aquí a la maravillosa manera de contar las cosas que tiene Altares y que hacen que todas las historietas interesen, sorprendan, diviertan y hagan pensar.

A Altares le apasiona la historia y se le nota muchísimo pero lo mejor es que sabe contarla muy bien. El libro cuenta con veinte capítulos en los que viajamos por Europa, en el espacio y en el tiempo, desde las cuevas prehistóricas y el arte paleolítico hasta la guerra de Kosovo o los atentados de Paris en 2015. Ningún capítulo se desarrolla como esperas, las verdades históricas y los datos se intercalan con las opiniones, las reflexiones y las anécdotas personales.

Es un libro ameno, emocionante, divertido que al terminar te deja con ganas, sobre todo, de viajar por Europa del este y de salir a comprar todos los libros que aparecen citados (aunque yo he leído bastantes), todas las pelis de las que habla y todos los documentales que recomienda.

Podía haberlo leído Una lección olvidada nada más comprarlo porque me ha gustado muchísimo, me lo he pasado fenomenal leyéndolo y al terminarlo tenía esa sensación que solo dejan los buenos libros: «Joder, Guillermo, sigue contándome cosas».

He doblado muchas esquinas pero me quedo con esta reflexión final muy Altares y muy Judt.
«Si podemos extraer una sola lección de la historia de Europa es que deberíamos aprender a vivir con el pasado para que nos ayude a comprender el presente, pero sin contaminarlo con sus fantasmas y sin pensar que nos pertenece [...] El pasado de este continente se podría dibujar como una inmensa tela de araña que une decenas de miles de pequeños hilos para crear una estructura con sentido. Y tenemos que construir sobre ese pasado, no desde ese pasado».

Chavales, leed a Altares.

Helena o el mar de verano de Julián Ayesta es una novela muy breve, de apenas noventa páginas, publicada en 1952 y que estaba en mi lista de Libros pendientes y que me trajeron los Reyes. Se cuentan ella recuerdos de la infancia y la adolescencia del protagonista. Un día de playa con todas las tradiciones y rutinas familiares que cuando eres niño no valoras porque las das por hecho, porque siempre han sido así durante tu breve vida y, por tanto, crees que siempre estarán y que empiezas a valorar cada día cuando eres más consciente de su fragilidad. Otro recuerdo suena ahora, leído en 2019, muy ajeno: la culpa adolescente frente al pecado, los pensamientos impuros, la falta de comprensión de Dios o de la fe pero en 1952 esto tenía mucho sentido y realidad. El último recuerdo es el primer amor, Helena, los escarceos, los besos, el amor sexual, ese amor que crees que nadie más ha sentido nunca y que es imposible que se acabe.

Ayesta escribe muy bien y aunque su estilo pueda sonar de alguna manera "cursi" a nuestros oídos actuales, es un libro tierno, dulce y que a mí me ha recordado de alguna manera a la sensación que tenía cuando leía a Elena Fortún y sus historias de Celia.

«Corriendo, entre viento, pasamos por zonas de sol amarillo, por sitios de sol más blanco, por calles de sombra azul y fresca, por sombra grisácea y caliente, por un olor a algas de mar, por olor a pinos, por olor a grasa de automovilismos, por la calle de la señora de los perros con bata de lunares, por debajo del mirador del dependiente que canta ópera por las mañanas con el balcón abierto mientras se hace el nudo de la corbata, por los sitios de invierno que ahora, en verano, son tan diferentes».

El olvido que seremos de Hector Abad Faciolince ha sido el descubrimiento del mes y la prueba de que se me pueden regalar libros que no conozco y que me encanten. Me lo regaló una de mis tías por Navidad y me ha gustado muchísimo. Es uno de esos libros que desde la primera página sabes que va a ser casa. Otro más de recuerdos de infancia y homenaje a los padres, no sé si es que ahora se escriben más libros de este tipo o que los leo más. De todos modos creo que para apreciar este libro y exprimirlo no puedes tener quince ni veinte años, necesitas la perspectiva de ser hijo y la de ser padre (aunque esta última no es imprescindible).

Hector Abad cuenta la historia de su padre, su niñez, sus años con él mientras todo fue perfecto y cuando dejó de serlo. Lo construye y reconstruye con amor incondicional, humor, cariño y también intentando tomar cierta distancia crítica para no convertir a su padre en alguien irreal y perfecto. Era su padre y lo adoraba pero no era perfecto.
«Cuando me doy cuenta de lo limitado que es mi talento para escribir (casi nunca consigo que las palabras suenen tan nítidas como están las ideas en el pensamiento; lo que hago me parece un balbuceo pobre y torpe al lado de lo que que hubieran podido decir mis hermanas), recuerdo la confianza que mi papá tenía en mí. Entonces levanto los hombros y sigo adelante. Si a él le gustaban hasta unos renglones de garabatos, qué importa si lo que escribo no acaba de satisfacerme a mí. Creo que el único motivo por el que he sido capaz de seguir escribiendo todos estos años, y de entregar mis escritos a la imprenta, es porque sé que mi papá habría gozado más que nadie al leer estas páginas mías que no alcanzó a leer. Que no leerá nunca. Es uno de las paradojas más tristes de mi vida: casi todo lo que he escrito lo he escrito para alguien que no puede leerme,  y este mismo libro no es otra cosa que la carta a una sombra».

Abad cuenta como cuando era pequeño y escribía cartas a su padre firmaba como Hector Abad III y le decía «soy Hector Abad III porque tú vales por dos». Es un libro tiernísimo.

Leed a Abad, malditos.

La última lectura del mes ha sido la nueva recopilación de historias de Lucia Berlín: Una noche en el paraíso.  Se recogen aquí otros cuantos relatos de Lucia Berlin (pronunciado Lusia) que no sé si en algún momento fueron pensados para publicar o se han rebuscado ahora dado el éxito de Manual para mujeres de la limpieza. Los relatos están bien pero ni de lejos son tan excepcionales como los del Manual salvando algunas excepciones. Para mí los mejores son los que vuelven, una vez más a recrear de manera más o menos autobiográfica su vida en México con sus hijos y Budy Berlin, su marido drogadicto, esos relatos están llenos de ella, de su espíritu, de su manera de vivir, de su libertad y su expresividad.
«Mi madre escribía historias verdaderas, no necesariamente autobiográficas, pero por poco. Las historias y los recuerdos de nuestra familia se han ido modelando, adornando y puliendo con el paso del tiempo, hasta el punto de que no siempre sé con certeza qué ocurrió en realidad. Lucía decía que eso no importaba: es la historia la que cuenta».

En estos relatos hay menos desgarro, menos cinismo, menos humor y menos visión crítica pero aún así, sigue siendo Lucia (pronunciado Lucia) Berlín. Leedla.
«Hay cosas de las que la gente nunca habla. No me refiero a las cosas difíciles, como el amor, sino a las más bochornosas, como por ejemplo que los funerales a veces son divertidos o que es emocionante ver arder un edificio. El funeral de Michael fue maravilloso».
Leed a Altares, a Hector Abad, a Ayesta y a Lucia Berlín. 

Y con estas recomendaciones y un bizcocho doy por celebrados los trece años que llevo escribiendo mis cuadernos de lecturas. 







lunes, 28 de enero de 2019

Las quiero a pesar de ellas

Vengo del futuro para decir que la adolescencia no es como nos la habían contado. Vamos, lo mismo que pasa con el resto de la experiencia de reproducirse. Vengo del futuro  a confesar, en voz alta, que quiero más a mis hijas ahora que cuando eran pequeñas.

Ahora las quiero contra ellas, contra su falta de ganas de  darme besos, abrazos, de estar conmigo, de contarme cosas. Las quiero contra sus monosílabos y  sus "ay mamá que pereza", sus "mamá, no nos de el coñazo" y sus "pero mamá que más te da". Las quiero contra sus silencios y sus vacíos. Las quiero contra su pereza y su indiferencia. Las quiero contra sus olvidos que siempre son a su favor y nunca al mío. Las quiero contra sus exigencias y sus protestas. Las quiero a contracorriente, nadando cauce arriba.  

Las quiero a pesar de ellas. Las quiero a pesar de que no quieran que las quiera. Las quiero a pesar de que no quieren que se lo demuestre y a pesar de que ya no quieran ir cogidas de mi mano por la calle. Las quiero a pesar de que les cueste un mundo pasear conmigo y a pesar de que no tengan ganas de leer. Las quiero a pesar de que discutamos por las películas y series que vamos a ver y  a pesar de que sean incapaces de meter su taza del desayuno en el lavaplatos hasta que les grito. Las quiero a pesar del desorden que también es siempre a su favor y nunca al mío. Las quiero aunque me comparen con otros padres y casi siempre salga perdiendo. 

Las quiero más y mejor que cuando era fácil, cuando era imposible no quererlas porque para ellas yo era lo más, la solución a sus problemas, el Sr. Lobo, el médico, la enfermera, la cocinera, la contadora de historias, Willy Wonka y el hada madrina, la lectora de libros gordos mientras cenaban. Era más fácil cuando mis brazos, mis besos y mis palabras eran todo lo que necesitaban. Era más fácil cuando yo era todo su mundo, era más fácil cuando ellas parecían perfectas y adorables pero ahora las quiero mejor. Las quiero más y mejor a pesar de que haya cosas que no me gustan. A pesar de que a veces me caigan mal, a pesar de que a veces no las soporte. A pesar de que, a veces, me duelan. 

Ahora las quiero mejor a pesar de ellas. Y esto es algo que no me esperaba. 

Vengo del futuro a contároslo por si acaso creéis que no podéis sentir más amor que en el parto, viendo a vuestros hijos dar sus primeros pasos o diciendo "papá, paso de ti». Ese amor está muy bien pero está chupado, son las verdes colinas de Sonrisas y Lágrimas del amor. Vengo del futuro a contaros que lo bueno, la cumbre del amor por tus hijos está al final de las pendientes del Everest y que no te esperas lo que encuentras allí. 


miércoles, 23 de enero de 2019

El altar de las pajas

Estoy leyendo un libro muy bueno, uno de esos que te atrapan tanto que te molesta la vida porque no quieres hacer otra cosa que devorarlo. Ando leyendo por los rincones, en cualquier rato, en todo momento, me duermo con él en las manos y cuando me despierto sobresaltada sigo leyendo aunque sean las cuatro de la mañana. Es un libro intenso, dulce, reconfortante, divertido, entrañable, conmovedor, duro... y de repente ahí están: las pajas. 

«Perdón, no sabía que estabas ocupado» Eso me dijo una tarde calurosa mi papá. Él siempre tocaba la puerta antes de entrar en mi cuarto, pero esa tarde no tocó, venía muy feliz con el libro en la mano, estaba impaciente por entregármelo, y abrió. Yo tenía una hamaca colgada en el cuarto, y ahí estaba echado, en pleno ajetreo, mirando una revista para ayudarle con los ojo a la mano y a la imaginación. Me miró un instante, sonrió, y dio la vuelta. Antes de cerrar otra vez la puerta, me alcanzó a decir: «Perdón, no sabía que estabas ocupado». (El olvido que seremos, Héctor Abad Faciolince)

Y, de repente, tengo una epifanía, una revelación, un descubrimiento. ¿Qué les pasa a los hombres con sus pajas adolescentes? Los hombres tienen cariño a tres cosas de su adolescencia: el pelo, sus camisetas mugrientas y las pajas. Añoran su pelo en el caso de haberlo perdido, hacen altares intocables en sus armarios a sus camisetas, y a las pajas les dedican siempre párrafos en sus autobiografías y si no escriben autobiografías las colocan en manos (tenía que decirlo) de sus personajes o te las describen con una profusión de detalles que te quedas atónita. 

«Era una especie de volcán espermático cuyas fumarolas permanentes evidenciaban un peligro de erupción repentina. Agitado, inquieto, siempre escondía una mano en el bolsillo. Cuando le pregunté el porqué de aquella costumbre, me contesto: «Mantengo el animal atado» (Una vida francesa, Jean Paul Dubois)

Por supuesto, estoy muy a favor de las pajas, de las adolescentes y de las de cualquier edad pero me da ternura ese apego que le tienen los hombres a las de su más tierna juventud. Tenían granos, complejos y pajas. Algunos tenían novias pero pregúntale a un tío por su primer polvo y te dirá: «en un coche» o «con fulanita» o «en un festival de música en Santiago de Compostela». De ninguna de las maneras hilará el relato romántico y evocador con el que te puede hablar de sus pajas durante horas, las novias son agua pasada, las pajas, ¡ay, las pajas! Las añoran con  cariño y detalle: sus escondites secretos, los rituales de preparación, las revistas y la limpieza para no dejar rastro. Lo cuentan tan pormenorizadamente que a veces dan miedo, parecen psicópatas que hubieran cometido un terrible crimen y que al lograr salir de él sin ser pillados se sintieran absurdamente orgullosos. «¿De verdad te crees que tus padres no sabían que te matabas a pajas?» «Qué va, era superdiscreto» Qué ternura me dan. 

«Vives en un tormento de frustración y continua excitación sexual, batiendo el record norteamericano de masturbación durante todos los meses de 1961 y 1962 como onanista no por elección sino por circunstancias». (Diario de invierno, Paul Auster)

Recuerdan cómo descubrieron las pajas y cómo, durante una temporada, se creyeron los únicos del mundo en haber encontrado esa fuente de placer inagotable (en la adolescencia, luego no sé si por un uso indiscriminado en esos años  o por un tema fisiológico resulta no ser agotable).«Te juro que pensé que era el único, el primero que había descubierto que eso se podía hacer. Era imposible que los demás lo supieran». Lo dicho, ternurita.

Las mujeres no hablamos de pajas. A ver, sí hablamos pero en literatura no tropiezas con ellas cuando menos te lo esperas, al doblar una esquina de una página cualquiera. «Merendábamos y yo me escabullía al baño a darme una ducha porque había descubierto que allí...», eso no pasa. ¿Por qué? ¿Nos da vergüenza? No creo. ¿Está mal visto? Pues mira, ya tenemos una edad y nos da igual pero supongo que antes, de eso no podía hablar, no era de señoritas o te convertía en una pervertida pero aún así, me pongo a pensarlo y no encuentro nada medianamente evocador en mis pajas. De hecho no puedo recordar nada interesante o que me retrotraiga a una adolescencia fabulosa y atractiva, llena de un renacer al onanismo que llenaba mis días. Desde luego jamás pensé que aquello fuera algo que había descubierto yo, era obvio que debía llevar descubierto siglos, milenios aunque no se hablara en el desayuno ni saliera en los periódicos ni en los libros de los Cinco. 

«Las pajas de la adolescencia son las mejores» me dijo un hombre el otro día al consultarte sobre este tema. Y claro, he pensado que no estoy para nada de acuerdo. Son mejores ahora. Ahora no hay prisa, tu espacio es tuyo, nadie va a venir a decirte que te vas a quedar ciego o que irás al infierno o que eso no es de señoritas y, sobre todo, te conoces mucho mejor. Hablo por mí, claro. Empiezo a sospechar que los hombres jamás superan su amor por su yo de dieciséis años granujiento y con las manos pegajosas. Lo tienen en un altar. Yo, si embargo, a Dios pongo por testigo que ni de coña querría yo tener otra vez dieciséis años y que probablemente por este motivo, si algún día escribo mi autobiografía  jamás haré un  altar literario a mis pajas de adolescencia.


lunes, 21 de enero de 2019

Once años escribiendo, el invierno del blog

Ya casi nadie escribe blogs y casi nadie los lee. No sé en qué momento ochocientas, mil palabras, se volvieron un texto demasiado extenso para prestarle atención y no me importa.

Me gusta pensar en Cosas que (me) pasan, en escribirlo, como en un ser vivo: unos inicios titubeantes, tímidos, casi a escondidas, seguidos de unos pasos llenos de incredulidad al contemplarse erguido, andando, capaz. Después la paulatina seguridad, el entusiasmo, la alegría de la juventud y la efervescencia que le llevaron a ganar confianza y control sobre sus movimientos, su expresividad, a creer que el mundo estaba en sus manos. Fueron los momentos de la fiesta, de Studio 54, de exaltación de la amistad, de descontrol, de juerga, de vida social y de diversión. Después llegó la resaca, la  las dudas y más tarde, la calma, la reflexión. Se acabó la fiesta, recogimos las botellas, el confeti, el espumillón y nos retiramos a casa, a descansar, a los cuarteles de invierno, a la madriguera. Ahora mismo quiero pensar que estamos, el blog y yo, en ese momento, en ese punto: la madurez. Quedamos pocos escribiendo y pocos leyendo, somos los jubilados del bar cutre, nos resistimos a abandonar el barco, a dejar de escribir. No es por tozudez ni por lealtad a ninguna antigua promesa, ni quiero ser la orquesta del Titanic, simplemente sigo escribiendo porque no puedo dejarlo, porque me gusta. Me gusta escribir sin urgencia, sin motivo, sin presión, simplemente porque puedo hacerlo como me de la gana, porque esto es mi casa y estoy a salvo. 

Fue primavera, fue verano, fue otoño y ahora, por fin, ha llegado mi el invierno de Cosas que (me) pasan, mi estación favorita: silenciosa, tranquila, solitaria y quiero creer que más sabia. Estoy encantada. 

Gracias a todos.

Actualización: tras pasarme días pensando en este post, desesperarme porque no se me ocurría nada, encontrar la idea, escribirlo y publicarlo, he ido a comprobar de manera rutinaria la efeméride y he comprobado que me he adelantado exactamente una semana al aniversario. Es el invierno del blog y el comienzo de mi senilidad. Me troncho.




lunes, 14 de enero de 2019

Di No al open concept.

La gente anda encabronada con Marie Kondo y a mí lo que me tiene encendida es el open concept que es Marie Kondo en formato arquitectura de interiores. Odio el open concept. Me saca de mis casillas esa moda absurda, copiada por catetismo de otros países, que consiste en integrar la cocina en el salón y creer que eso es lo más de lo más. «Es open concept, es más moderno, integras espacios» Que no me hables jerga cuqui, que no, que no, y que no. 


Hace treinta, veinte, diez años, ibas a una casa y tenía una cocina de dos fuegos y media nevera y te decían "es cocina americana" casi con vergüenza. Uno tenía cocina americana porque vivía en un cuchitril, porque no había otra manera de encajar en ese mínimo espacio un hueco para cocinar. Tenías cocina americana porque no podías tener una cocina decente. Ahora, la cocina americana se ha convertido en open concept. Alehop, le cambiamos el nombre, lo hacen los gemelos y todos como borregos a copiarlo sin pensar, porque queda bonito en instagram, porque te lo dice la cuqui decoradora, el hypster interiorista. 

«Es que así cuando viene gente, están conmigo mientras cocino» ES QUE ME TRONCHO. Esta estupidez la dicen las parejas del programa de los gemelos y la repiten los que lo copian aquí. Vamos a ver. ¿Cuántas noches tienes gente a cenar en tu casa? Seamos optimistas, vamos a pensar que eres alguien que cada fin de semana te pones el mandil e invitas a tus amigos a comer. Todas las semanas. Incluso siendo el anfitrión del año, el Jaime Oliver de tu bloque, el ganador de Masterchef, te quedan cinco días en los que estás solo con tu familia en casa. ¿Vas a construirte una cocina basándote en tus ganas de epatar a tus amigos con tus cocinillas? Este argumento, además, acaba con una de las cosas más maravillosas que tienen las reuniones de amigos en casa: los corrillos en la cocina. Las mejores conversaciones de las cenas, los cotilleos más jugosos, las risas más sinceras se dan siempre siempre en las cocinas. Guardo en mi memoria una fiesta genial hace en casa de un amigo que se iba a vivir a Singapur para siempre (ya ha vuelto pero esa es otra historia), mis amigos y yo nos hicimos fuertes en la cocina y estuvimos riéndonos hasta el amanecer. El resto de la fiesta entraba y salía mirándonos con asombro y envidia, como si fuéramos una sociedad secreta a la que no tuvieran acceso. Esto, con el open concept de los cojones, es imposible.  Además, con el open concept ni siquiera puedes decir «vaya birria de vino que ha traído Pepe» porque tienes a Pepe acodado a la barrita ridícula que te has cascado en mitad del salón. 

«Yo quiero open concept para ver a los niños mientras cocino» Vamos a ver, vamos a ver, vamos a ver. Cuando los niños son pequeños hay que tenerlos a la vista todo el tiempo, correcto, pero pero pero en cuanto son un poco mayores y cuando digo un poco mayores me refiero a cuando  siete u ocho años... te aseguro que no quieres tenerlos a la vista todo el tiempo. Imaginemos que tienes una cocina de gente con criterio, una cocina normal (ojalá medianamente amplia y con mesa fija para comer) y estás preparando la cena, Pablito, tu querido hijo, entra a preguntar, perdón, entra a auditar si lo que estás preparando le parece bien. Imaginemos que le parece bien y le dices: «Pablito, vete a lavar las manos, a ponerte el pijama y vienes a poner la mesa». Pablito husmea, se da la vuelta y sale de la cocina y tú en tu ignorancia puedes imaginar que está haciendo lo que le has pedido y la armonía familiar no sufre. Si tienes una cocina openconcept pasan dos cosas, Pablito está tirado en el sofá viendo la tele, mirando el móvil, jugando a la playstation, leyendo o pegándose con su hermano. Husmea desde ahí lo que estás cocinando y te dice «¿De cena hay brócoli? No me gusta». Tú le contestas que se vaya a lavar las manos, poner el pijama y ayudarte con la mesa....y ¡tachán! gracias al open concept puedes observar en vivo y en directo como tu hijo pasa olímpicamente de ti. Te enciendes y le dices «¿no me has oído?» y él contesta «Ya voy» pero no se mueve. El brócoli no se te corta porque no es posible pero prueba a hacer mayonesa o merengue con es nivel de tensión familiar.  

El efecto ver a tus hijos tampoco funciona a la inversa. Tú crees que tus adorables bebés que corretean van a seguir siempre así pero antes de que te des cuenta, hacen chas y tienen doce años y se levantan a las doce de la mañana, cuatro horas después de que tú hayas amanecido, desayunado, leído la prensa y organizado el día. ¿De verdad te apetece ver como en pijama se preparan el desayuno dejando toda la encimera llena de migas? ¿Quieres verlo? ¿Quieres ver desde tu sofá, en vivo y en directo como dejan el envase de la leche con una última gota en la nevera, cómo cortan el pan con el cuchillo que no es, como recogen su mantelito (si es que lo han puesto) sin preocuparse de las migas que caen a tu suelo open concept, como pasan de meter la taza en el lavaplatos porque siguen creyendo en los duendes del lavavajillas? ¿En serio quieres eso? ¿Eres masoquista? 

El open concept de las narices es además una esclavitud. Volvamos al Jaime Oliver del bloque, das tu comida familiar el sábado a mediodía y cuando tus invitados se piran tienes toda tu casa hecha un desastre. No puedes llevarlo todo a la cocina, cerrar la puerta y decir: me voy a echar la siesta un rato y luego lo recojo porque los platos, los vasos, las fuentes, los restos de comida te miran desde tu encimera cuqui y te dicen: «estamos aquíiiiiii, nos ves desde el sofaaaaa» Una cosa es saber que el caos te espera al final del pasillo y otra cosa es ver al caos descojonándose de ti. 

El openconcept, además, huele y hace ruido. «Hay campanas extractoras muy potentes» Sí, sí, claro. Si en una casa con cocina independiente, con la campana superguay encendida y con la puerta cerrada el olor a tomate frito, a bizcocho casero, a coliflor gratinada se huele desde la entrada, ¿me estás contando que con el open concept no huele a nada? Y al revés. Volvamos a Pablito que ya tiene dieciséis años volviendo de su partido de futbol y tirándose en el sofá porque le da pereza ducharse mientras tú preparas la tortilla de patata de la cena disfrutando del olor a sobaquina y pies de tu niño. 

El openconcept hace ruido porque los electrodomésticos hacen ruido, incluso los silenciosos. Usa una thermomix, una batidora, una picadora y escucha los gritos de tus hijos o tu pareja porque «con ese ruido no oigo la tele».

En fin, que no seáis cursis ni caigáis en modas ridículas. El openconcept es la pijez del momento, la moda de la temporada, la cocina americana con ínfulas, la estupidez de la década. Pelead por una cocina independiente, cómoda, confortable y con mesa. El open concept es una declaración de intenciones, claramente tu intención es no cocinar. 

Y recordad, las mejores cosas pasan en las cocinas. 


martes, 8 de enero de 2019

El bar cutre y el bar cuqui

En los bares cuquis no hay barra. Están pensados para gente con mucha vida interior y ocupadísima que necesita una mesa, tres sillas y un enchufe y por eso la barra es mínima. Entras en un bar cuqui pides un café,  te sientas,  y cuando miras a tu alrededor piensas ¿pero este bar no estaba en Valladolid? Y no, no está en Valladolid pero las mesas blancas, las sillas de colorinches despellejados, las lámparas industriales más falsas que la sonrisa de los camareros, los polos negros que llevan puestos los empleados y la espumilla en forma de espiga coronando tu café son exactamente iguales a las mesas blancas, las sillas de colorinches despellejadas, las lámparas industriales falsas, los polos negros y los bollos industriales marcados como Home made del bar de Valladolid en el que desayunaste hace quince días. Hasta jurarías que los camareros son los mismos. 

En los bares cutres las mesas son para los cobardes. En l barra está la vida. Un bar cutre se parece a otro bar cutre en que es oscuro, el suelo es de gres horroroso, las tazas de café te recuerdan a los días en los que ibas con tu padre a desayunar a un bar y te sentías especial, en los periódicos arrugados encima de la barra y en que tiene el mismo escaparate de tapas que todos los bares cutres del mundo. (Espero que el fabricante de escaparates de tapas se esté reciclando y haya empezado a fabricar vitrinitas cuquis para cupcakes y muffins porque lo de las tapas de chorizo al vino y ensaladilla rusa se está extinguiendo). 

En un bar cuqui el camarero te va a preguntar qué quieres y cómo lo quieres y te dará tantas opciones que acabarás contestándole: ME DA IGUAL, acaba con esta tortura, lo que tú quieras pero dame un café. En un bar cutre, esperarán a ver qué pides y si repites varios días seguidos durante semanas, al final el camarero sabrá lo que quieres. Eso no quiere decir que le caigas bien, ni bien ni mal, pero hace bien su trabajo. En el bar cuqui el camarero también hace bien su trabajo que consiste en no recordar nada más allá de las infinitas opciones que el establecimiento ofrece. Y decirte que se llama Bruno. 

El bar cuqui está pensando para que todo el que pase por la calle vea todo lo que hay dentro, incluido tú, tu libro, tu ordenador, tu acompañante y lo que estás tomando. En un bar cutre siguen la máxima de Narnia, la aventura está al otro lado de la puerta. 

Sé que sueno un poco Marías, un poco vieja refunfuñona (cosa que, por otra parte, he sido toda la vida) pero me preocupa el avance de los bares cuquis porque son todos iguales, porque aparecen y desaparecen, porque no permanecen, porque soy incapaz de recordar sus nombres «el bar ese blanquito que han abierto» «el de las sillas de colorines enfrente de la biblioteca», porque no puedo fijar recuerdos en ellos ni imaginar historias que no se parezcan mucho a un capítulo de cualquier serie americana. Los bares cutres a veces dan miedo, a veces son tan cutres que desearías llevar los zapatos plastificados, a veces me revienta no poder mover los taburetes de lo que pesan pero los distingo unos de otros. No soy una gran frecuentadora de bares, ni cuquis ni cutres, pero puedo contar historias de La Fuentona, el bar en el que mi padre desayunaba todos los días y su camarero Fidel, o de la cafetería Santander dónde hace poco tuve un desayuno genial o de La Parisien, el bar cutre pegado a mi casa por el que paso todos los días desde hace trece años y en el que jamás he entrado. Es un bar cutre, oscuro, con camareros de camisa blanca y mesas de formica con manteles de papel y vasos de caña para las comidas, un bar oscuro en el que la tele siempre está encendida con fútbol o toros, es la destilación perfecta del bar cutre y siempre siempre está lleno. En la esquina, justo a su lado, en el antiguo local de un banco, han abierto un bar cuqui y sufro pensando que algún día La Parisien enfermará del virus cuqui y me quedaré sin conocer su encanto. 

Lo mismo mañana desayuno en La Parisien.