Tengo un corresponsal secreto que me recomienda libros. A veces, cuando se desespera porque tardo en hacerle caso y cree que es urgente que lea determinado libro, me lo envía. Esto ocurrió con
Paradero desconocido, de Kressman Taylor. Llegó a mis manos al día siguiente de hablarme de él y,, como casi siempre, tenía razón, tenía que leerlo.
Paradero desconocido es un relato breve publicado en 1938. Está compuesto por el intercambio de cartas que se envían dos amigos alemanes. Se conocen de toda la vida, trabajan juntos, pero en 1932, uno de ellos vuelve a Alemania mientras que el otro se queda al frente de la galería de arte que ambos poseen en Los Ángeles. Las cartas son amistosas, se echan de menos, se cuentan sus nuevas situaciones, recuerdos, se intercambian saludos de personas conocidos de ambos, hasta que la situación política en Alemania empieza a enturbiarlo todo y también a ellos. Es un relato muy breve y fabuloso. Es espectacular como va cambiando el tono de las cartas, las palabras, las frases que se intercambian y cómo la tensión va creciendo hasta un giro final impresionante.
Además de lo que cuenta, Paradero deconocido tiene su propia historia. Su autora, Katherine Kressman, lo firmó con el pseudónimo Kressman Taylor al publicarlo porque sus editores pensaron que era «demasiado duro para aparecer firmando por una mujer». Katherine murió en 1996 con noventa y dos años, en su última semana de vida dijo: «Morir es natural. Tan natural como nacer».
No, mamá, no de Verity Bargate también llegó a mi buzón por sorpresa y, también, me dejó alucinada. No sabía nada de esta autora, ni de la novela, ignorancia absoluta que, a mí modo de ver, es la mejor manera de sumergirse en un libro.
La historia de Jodie es tan real y tan normal que duele. Duele por la crudeza, la sinceridad, por la falta de disfraz y pose. Un ejercicio brutal de honestidad ante el vértigo de la maternidad que a mí, como madre y esposa que he pasado por todas esas sensaciones me suena muy real, terriblemente real. La desconexión con tus hijos, sentirlos extraños y aún así responsabilizarte de ellos, cuidarlos y preocuparte, el aislamiento que la vida familiar provoca como no estés atento a evitarlo, la rutina, el desamor, el miedo, el disfraz, el acomodo al día a día que puede acabar devorándote.
«Lo que más me impresionó cuando me dieron a mi segundo hijo y lo cogí en brazos fue la total ausencia de sentimientos. Ni amor. Ni cólera. Nada».
El estilo de Verity, me ha recordado en parte a Lucia Berlin por el desgarro, a sordidez no buscada pero evidente en la observación minuciosa del día a día. En la época de exhibición de lo bonito y la exaltación de la mirada al lado bueno de las cosas y a ver el vaso medio lleno siempre, sorprende, y a mí me agrada, encontrar miradas que ven el vaso medio vacío, que no disfrazan lo feo de la vida y aprecian, por ello, aún más lo que no es tan feo.
«Subí la escalera, unos peldaños y una pausa, luego unos cuantos peldaños más, otra pausa, el último tramo y ya casi estoy allí, no, en realidad ya he llegado. Nada de buscar a tientas, la lleve entra directamente en la cerradura aunque el rellano está a oscuras y ya estoy de vuelta. No en casa; sólo de vuelta».
Será, sin duda, uno de los libros del año.
Viaje a Rusia, de Stefan Zweig. Lo compré en la librería del Caixa Forum un día que fui a ver una exposición y dije «No me compro ni un libro más». Todos sabemos que soy una mujer con una fuerza de voluntad espectacular. En septiembre de 1938, Zweig viajó a Rusia para conmemorar el centenario del nacimiento de Tolstoi. El librito, muy breve, tiene tres partes. Una primera en la que describe su viaje de quince días en flashes, en artículos que casi podrían ser entradas de un blog: la estación, las calles, la Plaza Roja, Leningrado, etc. La segunda parte está dedicada a Tolstoi y la última es una conferencia que Zweig pronunció en honor a Gorki y para mí fue lo menos interesante del libro.
La mayoría de los comentarios de Zweig sobre Rusia resultan terriblemente actuales, los europeos del siglo XXI seguimos desconociendo Rusia exactamente igual que los europeos de hace cien años. Rusia nos resulta desconocida, extraña, distante, muchas veces incomprensible y siempre impresionante. De manera inconsciente y subjetiva pensamos siempre en Rusia con un toque de superioridad tanto moral como económica y social y cuando llegamos allí, cuando la conocemos de cerca descubrimos que Rusia, los rusos, no sólo no es inferior sino que son ellos los que nos desprecian o, mejor dicho, nos ignoran. A Rusia le somos completamente indiferentes.
«El tiempo y el espacio se miden, efectivamente, de otra manera que en Europa. Y de la misma manera que se aprende a contar en rupias y en kopeks, se aprende a esperar, a llegar con retraso, a desaprovechar el tiempo sin murmurar, y así, poco a poco, se acerca uno al secreto de la historia de Rusia y al misterio de ser ruso. Pues el peligro y la genialidad de este pueblo estriban, ante todo, en su inmensa capacidad de espera y en su fabulosa paciencia, tan grandes como el país mismo».
Una hija, la propia autora, pasea con su madre por Nueva York, y en paseos y sus conversaciones durante los mismos, se intercalan con los recuerdos de su infancia, su juventud y con las tensiones que siempre han tenido en su relación. Son una memorias paseadas. La relación que mantienen es complicada, tensa siempre por la posición de dominio y superioridad de la madre que no termina nunca ni siquiera en la vejez.
«La relación con mi madre no es buena y a medida que nuestras vidas se van acumulando, a menudo tengo la sensación de que empeora».
Gornick nos lleva a su infancia en el Bronx, nos cuenta las relaciones familiares, el vínculo con los vecinos, la muerte del padre que sirve a la madre de excusa y de eje para vertebrar su vida, tanto para mostrarse fuerte como para solicitar una compasión que cree merecer. En la última parte del libro la madre pierde cierto protagonismo, Gornick se centra más en su relación con los hombres, en la descripción de su matrimonio.
«La atmósfera de nuestras primeras discusiones nunca se disipó, poco a poco nos acostumbramos a ella como se acostumbra uno a un peso sobre el corazón que constriñe la libertad de movimiento pero que no impide la movilidad; muy pronto, caminar contraído se vuelve natural. La ausencia de despreocupación y tranquilidad entre los dos se volvió cotidiana. Podíamos vivir con ello y, desgraciadamente, eso hicimos. No solo vivimos con ello, sino que caímos en el hábito de describir nuestra dificultad como una cuestión de intensidad».
En mi empeño por leer todo lo publicado por Natalia Ginzburg aprovechando todas las reediciones,
La ciudad y la casa llegó a mi buzón. Es su última novela y cuenta la vida de un grupo de amigos a través de las cartas que se intercambian durante un par de años. Leyéndola pensaba que podría ser, perfectamente, el guión de una de esas películas de grupos de amigos al estilo de Los amigos de Peter o Pequeñas mentiras sin importancia.
Entre Roma y un pequeño pueblo cercano, un grupo de amigos íntimos ha compartido la vida y el espacio físico de la casa de una de las parejas, Las Margaritas. Allí se juntan a pasar los fines de semana y las vacaciones, es una especie de oasis para ellos. El viaje de Giuseppe, uno de ellos, a Estados Unidos para establecerse allí desencadena la dispersión del grupo, los hilos de amistad que los unían se van aflojando y distendiendo. No hay nada que provoque la ruptura, más allá de las circunstancias de la vida, las decisiones que cada uno toma, equivocadas o no, inteligentes o no, y que hacen que la existencia avance.
«Tú me dices "me encontraba bastante bien contigo, me sentía bastante alegre, pero todo se quedaba en el bastante". Qué mala puedes llegar a ser. Cúanto daño puedes llegar a hacer. Sabes que haces daño. No me creo que no lo sepas. En cuanto a tu panegírico sobre nuestra amistad, debo decirte que me lo creo muy poco, y que en cualquier caso me resbala. La verdadera amistad no araña ni muerde, y tu carta me ha arañado y me ha mordido».
Las cartas son sinceras, algunas veces ásperas, crueles, realistas en el hecho de que repiten datos porque en la época en la que nos escribíamos cartas, no recordabas sí habías contado algo o no. La trama, la vida va avanzando en el intercambio, confirmando casi siempre las impresiones que el lector va teniendo. Un intenso halo de tristeza cubre todo el libro. La única pega que le pongo es que el lenguaje es muy parecida en todas, Ginzburg no diferencia a cada personaje por la manera de escribir, de expresarse y eso crea cierta monotonía.
«El aburrimiento nace cuando cada uno de los dos lo sabe todo del otro, o cree saberlo todo, y no le preocupa nada que tenga que ver con él. No, me equivoco. El aburrimiento nada no se sabe por qué»
Yzur / La lluvia de fuego de Leopoldo Lugones, también llegó a mi buzón y me ha servido para descubrir a este autor que, para mi vergüenza, no conocía. Es un librito ilustrado muy curioso, recoge dos relatos del autor argentino ilustrados por
Carlos Cubeiro. Yzur, es la historia de un hombre que está convencido de que los monos no hablan porque no quieren y se empeña en enseñar a hablar al suyo. La lluvia de fuego es pura ciencia ficción ambientada en una especie de paisaje de las mil y una noche pero que podría, perfectamente, ser una película de gran presupuesto. Lugones maneja el lenguaje como quiere, lo retuerce, lo enreda, lo esconde y consigue sorprenderte, además de por lo que te cuenta, por como te lo cuenta. Buscaré más obras suyas.
Ha sido un mes prodigioso, recomiendo todo lo que he leído. Todo.
Y con esto y un bizcocho hasta los encadenados de julio.