«Nadie, libre hoy, podía estar seguro de conservar la libertad mañana». Benito Pérez Galdós
En esta tarde de sábado se me ha echado el tiempo encima para escribir este texto.Iba a escribirlo por la mañana, pero la logística casera se ha interpuesto en mis planes y dos cervezas en el aperitivo me han obligado a una siesta de la que me he levantado sin saber ni dónde estaba. Son las ocho de la tarde y estoy en el sofá de mi casa, viendo cómo la prometida lluvia se hace de rogar mientras escucho esta lista de temas de Tina Turner de The New York Times. (Su newsletter The Amplifier es buenísima y cada semana te mandan una lista de canciones con un tema: canciones para limpiar, temas para una ruptura, una lista para escuchar mientras lees, … ).
Una tarde como otra cualquiera. Una tarde que, imagino, podría repetirse muchas veces en mi vida. Quizá el sábado que viene o todos los sábados de junio o cualquier otro sábado. Pero ¿y si la calle que veo desde mi sofá empezará a ser bombardeada mañana? o ¿se repetiría esta tarde, tan plácida, si de repente un tirano llegara al poder y se desatara un terror institucional que persiguiera a los que no siguen las ideas de ese poder y me sintiera en peligro por lo que he escrito o dejado de escribir a lo largo de los años? ¿Y si los jóvenes que veo salir de la boca de metro en vez de irse a ligar fueran escuadrones de la muerte?
Eso no va a pasar, pensarán muchos.
¿No? ¿Cómo lo sabemos? ¿Lo sabemos como los hugonotes franceses que en el siglo XVI en Francia pasaron de convivir con sus vecinos a ser perseguidos, despellejados, asesinados en masa por fanatismo religioso? ¿Lo sabemos como los judíos de toda Europa que pasaron de tener vida, familia, trabajo, propiedades a ser borrados de la faz del continente? O los bosnios en Yugoslavia, cuando el nacionalismo fanático decidió que Bosnia-Herzegovina no podía seguir como hasta entonces, siendo un país multicultural, e ir a la compra en Sarajevo se convirtió en algo imposible porque francotiradores serbios disparaban a los ciudadanos que iban a por el pan? Seguro que hace año y medio, en algún sitio de Ucrania, había una mujer como yo, sentada en su sofá en una perezosa tarde de sábado pensando en sus planes de verano o mirando por la ventana... y, de repente, un tirano decidió invadir su país; y la vida que conocía, como decía Didion, se terminó.
Todo lo que tienes y conoces, quien eres, se esfuma.
A este estado de ánimo he llegado porque tras la siesta de las cañas he terminado Los silencios de la libertad. Cómo Europa perdió y ganó su democracia, de Guillermo Altares; un ensayo sobre cómo la democracia que, de alguna manera, disfrutamos en Europa no es un estado último de gracia al que la evolución o la historia nos ha llevado. La democracia, en sus muchos formatos, ha estado presente en Europa desde la Antigua Grecia y se ha ido disfrutando, perdiendo, vuelto a ganar, vuelto a perder y vuelto a ganar a lo largo de los siglos.
No podemos dar por sentada la democracia ni nuestras tardes plácidas. No sabemos cuánto van a durar ni qué papel jugaremos en su existencia o destrucción. Todos los ejemplos que he puesto un par de párrafos más arriba son historias que cuenta Altares en su libro*, pero hay muchísimas más. Todas se parecen, todas parten de dar por supuesto aquello que tienes y la increíble capacidad para el terror, la venganza y la violencia que tiene el ser humano, cualquier ser humano.
«Resulta complicado intuir el momento en el que hemos perdido la libertad, el punto de inflexión en el ya no hay marcha atrás. Los tiranos, pero también los autócratas, son siempre difíciles de leer», comenta Altares en las primeras páginas. Pienso en Trump, por ejemplo, o en Putin, o Bashar al-Assad o cualquier otro. Son todos difíciles de leer porque llegaron por unas elecciones, llegaron porque la gente les votó. ¿Por qué?
«Nunca un derecho se ha ganado para siempre, como tampoco está asegurada la libertad frente a la violencia, que siempre adquiere nuevas formas. A la humanidad siempre le será cuestionado cada nuevo avance, como también es evidente que se pondrá en duda una y otra vez. Precisamente cuando ya consideramos la libertad como algo habitual y no como el don más sagrado, de la oscuridad del mundo de los instintos surge el misterioso deseo de violentarla». Stefan Zweig: Castellio contra Calvino.
Cuando pienso en la fragilidad de lo que damos por sentado que, por supuesto, Altares explica maravillosamente bien, siempre llego al siguiente punto que también aparece en el último capítulo del libro: ¿Qué papel interpretaría yo si mañana la democracia saltara por los aires? ¿Dónde estaría yo?
«Cuando miramos a Auschwitz vemos el final de un proceso. Hay que recordar que el Holocausto no empezó en las cámaras de gas. El odio se generó gradualmente a partir de palabras, estereotipos y prejuicios mediante la exclusión legal, la deshumanización y una escalada de la violencia».
(De la cuenta de Twitter del Memorial de Auschwitz)
Un tirano no llega al poder él solo. Siempre hay gente que le apoya y le sigue y la mayoría de ellos llegan al poder porque son elegidos. Juegan con las reglas del estado que quieren dinamitar para hacerse con ese poder y poder destruirlo desde dentro, borrarlo. Para que el tirano y su régimen de terror prosperen, a sus planes se suma una masa enorme de gente que o bien obedece órdenes, con fanatismo o por no sufrir las consecuencias, y otra masa aún mayor que es testigo de todo. A las víctimas, ejecutores y testigos se oponen aquellos que Altares llama «los justos»: la gente que decide enfrentarse al terror, oponerse al mal absoluto aunque eso pueda costarles la vida. ¿Dónde estaría yo? Hace doce años, tras leer otro libro sobre la II Guerra Mundial, hice una reflexión parecida sobre esto. A todos nos gusta pensar o creemos que estaríamos entre «los justos» y, de no ser posible, casi preferimos estar entre las víctimas que entre los ejecutores. La realidad es que la mayoría de nosotros seríamos testigos silenciosos, cómplices de los ataques, de la violencia. Seríamos los alemanes que los estadounidenses llevaron a Birkenau cuando liberaron el campo y se horrorizaron ante lo que vieron, como si no lo supieran, como si no hubieran sido testigos de la masacre a pocos kilómetros de sus casas.
Nosotros somos ya testigos silenciosos. ¿Cuántos de nosotros saldríamos a defender a alguien en un ataque racista, homófobo o de cualquier otro tipo por la calle? ¿Cuántos saldríamos a protestar si mañana, por ejemplo, un tirano asumiera el poder en España y decidiera expulsar a todos los inmigrantes, tirarlos al mar en barcas neumáticas, asesinarlos? ¿Cuántos haríamos como que no lo vemos? ¿O viéndolo y no haciendo nada? Nos pasamos el día siendo testigos silenciosos de mil atrocidades y nos buscamos excusas para justificarnos: «¿Qué puedo hacer yo?» «Da igual lo que yo haga».
La mayoría. No quiero arruinar los sueños de valentía y coraje de nadie, pero la realidad es que todas las atrocidades cometidas por grandes tiranos pudieron realizarse porque hubo mayorías silenciosas que no hicieron nada. Pero podría ser peor, podríamos ser ejecutores. «Yo nunca», pensamos. Ja. Claro que podríamos. Todas las atrocidades de, por ejemplo, el nazismo no las cometió Hitler ni los francotiradores serbios que tiraban a matar ancianos, niños y mujeres que corrían a comprar el pan; no eran escuadrones de la muerte selectos y poco numerosos. Esos crímenes los cometió el panadero, el profesor, el economista, el conductor de autobús, la farmacéutica, o alguien como nosotros.
«Cuando más comprendes que los criminales de guerra podrían ser personas normales, más miedo sientes. Por supuesto esto se debe a que las consecuencias son mucho más graves que si se tratara de monstruos. Si la gente normal comete crímenes de guerra, eso significa que cualquiera de nosotros podría cometerlos».
Christopher R. Browning.
«Muchas decisiones nos superan, a veces es imposible elegir, otras no se puede encontrar el valor suficiente. Pero la lucha por la democracia se compone de millones de actos individuales. Somos cada uno de nosotros los que podemos romper los silencios de la libertad».
Guillermo Altares: Los silencios de la libertad.
Se hace de noche mientras escucho otra lista de música con lo mejor de Christine McVie: siempre se me olvida lo buenísima que es. Se me olvidan muchas cosas, por eso las escribo.
* A Altares hay que leerle siempre. Es un tipo encantador, gran periodista, con una curiosidad inmensa por todo y tiene el don y el talento de escribir sobre temas que en cualquier otro pudiera ser árido de una manera que te engancha. Por supuesto recomiendo este libro y también el anterior, Una lección olvidada.