Estoy en un túnel que no acaba nunca y al que no sé cómo he llegado. Cuando recobro la conciencia estoy justo en el medio, no recuerdo nada de lo que me ha llevado hasta aquí y no tengo ni idea de cómo podré alcanzar el lejano punto de luz que creo vislumbrar al fondo. Hay días en los que estoy convencida de que ese punto no existe, que son imaginaciones mías. Es un espejismo, un fuego fatuo que juega conmigo.
Estoy en una llanura inmensa en la que no hay nadie más que yo. El cielo se une con la tierra en un horizonte continuo que me rodea. Entre mí y ese horizonte lejano no hay nada. No hay colinas, ni árboles, ni montañas, ni arbustos y sospecho que tampoco habrá ríos, ni lagos, ni mares, ni casas, ni ciudades, ni caminos ni carreteras. Ni siquiera hay nubes. Hace frío. Tengo muchísimo frío todo el tiempo. Pienso en Napoleón y en los ejércitos alemanes marchando hacia Stalingrado. El suelo es árido, pedregoso, incómodo. No puedo arrastrarme por él ni puedo echarme a descansar, a olvidarme, a esperar. Si me siento, si me tumbo, en cuanto rozo el suelo, insectos invisibles, espinas que eran imperceptibles cuando caminaba se me clavan en el cuerpo y tengo que levantarme y seguir caminando. Sin rumbo, sin destino, avanzar por avanzar. Silencio sepulcral.
Soy una pieza de porcelana fina. Azul y blanca con un dibujo de flores y casas y campos y alegres campesinos ingleses. O soy un jarrón chino con colores planos definidos por gruesas rayas negras. Estoy rota en mil pedazos que se mantienen unidos con un pegamento muy débil, que casi no pega de puro cansancio. Desde fuera nadie ve las juntas, finas como cabellos, que surcan toda mi superficie pero yo sé qué están ahí, que pueden despegarse en cualquier momento y, entonces, me convertiré en un montón de trocitos minúsculos sin forma, sin sentido, sin valor. Inútil.
Soy el parabrisas de un coche que desde lo que parecía solo un pequeño impacto se resquebraja en millones de partículas que se mantienen unidas pero que en algún momento decidirán que ya no les merece la pena seguir estándolo y se desplomarán de golpe. No será por un impacto ni por un choque ni por un golpe, será por algo tan imprevisto e inevitable como una ráfaga de viento que sople en un sentido inesperado.
Soy una figurita blanca, sin facciones, sin pelo, sin manos ni piernas. El esquema más básico de persona abrazada sobre mi misma en una celda de castigo sin puertas sin ventanas y sin techo. Todo es blanco.
Soy un ser un ser informe en posición fetal meciéndome como una loca de película en la cama.
Soy el único habitante de la Tierra después del Apocalipsis. No queda nada de mi vida anterior a lo que aferrarme.
Soy una damisela prerrafaelita con mi larga melena imaginaria desplegada a los lados de mi cabeza mientras floto en una laguna. Un manto de agua calma me cubre dejándome ver el mundo pero sin poder asirlo, ni olerlo, ni tocarlo ni participar en él. Tengo los ojos abiertos. El mundo me mira desde el otro lado de la lámina de agua y no sabe si estoy muerta o finjo estarlo.
Soy una presencia fantasmagórica caminando entre la gente sin que nadie me vea, como en una especie de universo paralelo tipo Matrix (odio esa película).
Soy una lámina fina, de papel cebolla, en la que cualquier hecho, sensación, palabra o sentimiento deja una huella. Una lámina tan fina que cualquier tensión puede rajarla.
Soy una hoja de otoño, caída del árbol de la vida y que desde el suelo mira esa rama en la que estaba anclada sabiendo que jamás podrá volver a ella. Una hoja que vuela con cualquier ráfaga de viento sin voluntad, sin posibilidad de controlar su vida. Una hoja que no tiene ni idea de cómo ha podido caerse. Mira la rama y piensa ¿qué hago aquí?
Soy un periódico que arde.
Soy un cuerpo sin piel. Una herida en carne viva.
Soy un espía, un policía de incógnito que camina cauto, vigilando, chequeando los posibles peligros, parándose antes de doblar cualquier esquina. Soy un secreta que siempre se sienta con una pared a la espalda para tener algo en lo que apoyarse. Llevo siempre gafas de sol para que nadie vea mi mirada cansada que no ve.
Soy un perro de caza con las orejas y el rabo de punta, alerta ante cualquier peligro para que no me pille desprevenida. Si intuyo un peligro, corro o me tiro al suelo y lloro, muerta de miedo, suplicando. Soy un perro al que los petardos aterrorizan.
Soy un coche que circula por la autopista a toda velocidad y sin saber muy bien cómo ha terminado en la pista de frenado para camiones descontrolados. Avanzo hasta la grava, a duras penas consigo atravesarla, pero llego a la arena y allí me quedo anclada, parada. Cualquier movimiento que haga hundirá mis ruedas más y más en esa arena fría. No puedo salir solo, necesitaré una grúa pero sigo intentándolo porque me da vergüenza llamar pidiendo ayuda. A mi lado, la vida sigue, los coches pasan a toda velocidad por la autopista pero tú te has quedado fuera. Algunos te gritan pero ¿por qué te has metido ahí? Acelera y sal.
Soy un preso en una celda blanca, yo soy blanca, las paredes, el techo, la puerta que no veo pero que sé que está ahí, el suelo en el que me acurruco, todo es blanco infinito. Vivo las veinticuatro horas del día bajo una luz blanca que borra cualquier contorno, cualquier silueta. Es una luz que hace desaparecer todos los colores, todas las sombras, en un inmenso charco blanco del que no se ve el final. La luz no me deja ver nada. Me ciega, me taladra la cabeza y, en ella, solo puedo andar tambaleándome con los ojos entrecerrados. Querría cerrar los ojos, no ver esa luz. Necesito apagarla o hacerla desaparecer. Quiero esconderme, alejarme de ella, que no me alumbre, que no me vea, quiero que me deje descansar. Pero no hay donde cobijarse. Me persigue y no puedo esconderme. Da igual que me quede parada en esa celda o que palpe las paredes intentando encontrar la puerta que sabes que sé que está ahí, al otro lado hay un pasillo igual de blanco y en el que también me espera la luz, que no se apaga.
Soy transparente para mí misma y opaca para los demás. Si me paro y miro mis manos, mis piernas, mi tripa, mis pechos, mis pies, la luz blanca me traspasa y me obliga a verme, a ser consciente cada minuto de mi angustia. Veo mi ansiedad correr por mis venas, mis arterias, mis poros. Veo a mis órganos rechinar del esfuerzo de hacerme seguir adelante.
Soy José Luis López Vázquez gritando en la cabina.
Soy Maxwell Smart caminando por un pasillo lleno de puertas que se van cerrando a mi paso. Un pasillo cada vez más pequeño, más angosto, más estrecho y con el techo más bajo. Pronto me doy cuenta de que ya no puedo caminar erguida, tengo que encogerme y luego agacharme hasta que por fin, de rodillas, llego al final. La celda 101 donde no hay nada, donde casi no quepo y de dónde sin embargo no quiero salir.
Soy el increíble hombre menguante. Cada vez me siento más pequeña, la vida me queda grande pero nadie se da cuenta. Cada día que pasa menguo más. Si el proceso no se para acabaré desapareciendo sin que nadie me eche de menos.
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Verme, construirme en imágenes no me ayudó ni me sirvió para nada pero de alguna manera me hacía visualizar lo que me estaba pasando. Si me imaginaba, me recogía, me daba forma más allá del agujero negro en el que sentía que me había convertido. Todo muy poético, muy absurdo y muy fácilmente rompible. Así era como me sentía.
Hoy es el Día Mundial de la Enfermedad Mental y he recordado este texto que escribí durante los días iguales.