domingo, 29 de octubre de 2023

Banda sonora de una semana cualquiera de otoño

 
Autumn leaves are falling like the rain
And it falls on me, once again
Sylvie

El jueves descubrí esta canción en la newsletter de la cabaña de Eva Morell. La añadí automáticamente a mi lista de canciones que me gustan y que nunca encuentro el momento de volver a escuchar pero hoy, sábado, mientras in extremis escribo esto, me he acordado de ella y aquí ando, con mis súper auriculares, absorta en la canción y tratando de que la concentración no me abandone hasta llegar al final. 

Esta semana ha sido como otra cualquiera. El sábado pasado escuché un podcast sobre las razones por las que el tiempo pasa más rápido cuando te vas haciendo mayor y la periodista que lo contaba decía que ella tenía en la pared de su cuarto un calendario gigante formado por 90 líneas de 52 cuadrados cada una. Cada domingo tachaba uno de esos cuadrados: era una manera de ver su vida pasar, de ser consciente de que otra semana que nunca volvería a vivir acababa de terminar. Hablaba también de que para que el tiempo pase más despacio hay que ser consciente de lo que te pasa, hacer cosas distintas. 


Get away from me,

Just get away from me

This isn't gonna be easy

Counting Crows


Esta canción que suena ahora me duele como cuando me dolía el amor… esa angustia emocional en la que creías que te ibas a ahogar. No sé si esta semana he hecho cosas distintas, pero pensar en todo lo que (me) ha pasado me da la sensación de que ha sido provechosa o, al menos, aprovechada. 


Trying to make it real compared to what

President's got his war

Compared To What 


El jueves comprobé que el vino me emborracha más que cualquier otra cosa. Me encanta y me emborracha. Entre tres nos bebimos dos botellas, arreglamos el mundo y luego, como en los buenos tiempos, nos quedamos en el coche hablando hasta que se hizo indecentemente tarde, tan tarde que al acostarme solo pude pensar «menos mal que mañana teletrabajo». He ido en bici a trabajar cuatro días y ya me atrevo a ir hasta la puerta del curro subiendo por la Gran Vía. Me han regalado un casco para que me juegue un poquito menos la vida. Me encanta ir en bici atravesando El Retiro. Lo único malo es que no puedo escuchar podcasts. No entiendo a la gente que no ve lo peligrosísimo que es ir en bici por Madrid aislado acústicamente de todo lo que ocurre a tu alrededor. Otro efecto colateral de mi nueva faceta ciclista es que los bolsos han desparecido de mi vida: voy a todas partes con una mochila con la que, sin llegar al nivel de mochila del fin del mundo de Amaya Ascunce, podría sobrevivir una temporada: cuadernos, estuche, cartera, neceser, bolsa de táper, gafas, llaves, casco. Me falta una muda y casi parece que me he escapado de casa por amor. 


Me sigues gustando

Te sigo soñando

Es esta la forma 

que tengo, cariño,

de demostrarlo. 

Luz Casal & De Pedro


«Qué maravilla, qué trabajo más fino te han hecho», me dijo la enfermera que me revisó la cicatriz de la operación de la semana pasada. Debe de ser preciosa, una obra maestra, pero yo no la veo porque está en medio de la espalda y lo único que sé es que cuando me giro por las noches me tiran los puntos. He pasado ocho horas en un estudio de sonido montando episodios de podcasts con un hombre muy guapo, muy encantador y muy joven que se distrae con el vuelo de una mosca y al que llegó un momento en que le dije: «venga, chaval, que cuando terminemos te doy un gomet verde». Le pregunté a mis amigos del vino si era posible que un hombre mucho más joven (no es el técnico de sonido, no nos hagamos líos) que yo estuviera flirteando conmigo o eran imaginaciones mías. Me aseguraron que era muy posible. No sé muy bien qué hacer con esa información, la he dejado en un cajón. 


See this ancient riverbed

See where all my folly's led

Down by the water, and down by the old main drag

The Decemberists


He triunfado totalmente regalándole a un amigo un libro que  tiene en la cubierta la fotografía de dos famosos escritores en la playa, desnudos con las colas al aire. «El día que yo pueda poner una foto mía con la chorra a la vista en una portada será que el mundo ha vuelto a ser un lugar sensato, libre e inspirador». Le debía un regalo por su cumpleaños y él me lo estaba reprochando a pesar de que dice que no le gustan los cumpleaños, que le dan igual. Paseando por Bruselas encontré este libro que para mí tiene un significado muy especial y fue una de esas carambolas existenciales que justifican por qué le debía el regalo desde febrero. 


I only wanted to be some kind of friend, hey

Baby, I could never steal you from another

It's such a shame our friendship had to end

Purple rain, purple rain

Prince


Me he comprado un traje de chaqueta de cuadros azules y grises con el que espero que, cuando lo lleve, me digan «pareces un payaso». También me compré tres cuadernos finos de Muji para usar en el trabajo y tratar de aligerar la mochila. He comprado pan de centeno por primera vez en mi vida y flores para un amigo que ahora anda hecho un lío intentando encontrar un jarrón adecuado. He hecho ejercicio cinco mañanas antes de desayunar y sigo odiando las zancadas. Me he sorprendido a mí misma limpiando los rodapiés de mi casa y me he enfadado muchísimo, así que me he levantado y he dejado de hacerlo inmediatamente. ¿A quién le importan los rodapiés? 


Sometimes I feel like throwing my hands up in the air

I know I can count on you

Sometimes I feel like saying: “Lord, I just don't care”

Florence + The Machine


He hablado con gente que estaba en Chile, México, Italia y Argentina y el lunes me embarqué al llegar a trabajar en el increíble trabajo de preparar lasaña de calabaza, avellanas, pasas y bechamel de gorgonzola. Cuando llevaba una hora y media en la cocina pensé: «¿qué cojones estoy haciendo?» Pero, al contrario que los rodapiés, esto no podía dejarlo a la mitad y acabé tan agotada que no cené. «Está buena pero sabe dulce», me dijeron las brujas con las que vivo después de todo mi esfuerzo. He terminado la tercera temporada de Doctor en Alaska, que sigue siendo un lugar feliz, un sitio en el que quiero quedarme a vivir. He abierto una cuenta corriente remunerada y me he sentido casi tan adulta como la primera vez que fui al cajero a sacar dinero. He llevado a la tintorería una alfombra que, en teoría, tenía que haber llevado mi hija en junio. Algo que no ha sucedido porque «me da vergüenza ir por la calle con una alfombra». Estuve un rato esperando a que apareciera un italiano llamado Andrea que, cuando apareció, resultó ser una chica encantadora casi tan friki de los podcasts como yo y que al día siguiente me mandó un mail con uno de las cosas más bonitas que me han dicho nunca: «qué suerte tiene la gente que trabaja contigo». Creo que esto es lo que más ilusión me ha hecho de toda la semana, mucho más que salir en la lista de 500 mujeres más influyentes de España entre Ana Rosa Quintana y Nuria Roca. 


Ain't got no home, Ain't got no shoes,

Ain't got no money, Ain't got no class,

Ain't got no skirts, Ain't got no sweater,

Ain't got no perfume, Ain't got no love,

Ain't got no faith

Nina Simone


El miércoles Leontxo García me preguntó si estaba bien, si estaba feliz. Le sonreí y le dije: «Pues sí, Leontxo. Bastante». «Me alegro mucho», me contestó. 


Ha empezado el horario de invierno. Empieza mi mejor momento del año, las semanas que más me gustan. 


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domingo, 22 de octubre de 2023

El leopardo y la paciencia

Esta semana, el jueves, llovió muchísimo en Madrid y yo estaba muy contenta. Cada vez que levantaba la mirada del ordenador y veía, por la ventana, que llovía a cántaros, que jarreaba, se me escapaba una sonrisa. Tengo que controlarme porque cuando llueve, como me despiste, puedo pasarme horas mirando la lluvia. Igual que hay gente que toma el sol, yo miro la lluvia. 

Para mirar la lluvia, para escucharla, hay que pararse y hacerlo. 

Todos tenemos prisa. Solo unos pocos que han sabido o podido vivir sin estar atrapados en una espiral de prisa o que no viven en una gran ciudad donde el tiempo discurre de manera artificial viven a un ritmo no digo ya natural sino realista. La mayoría de nosotros nos pasamos el día corriendo, comprimiendo un millón de actividades, compromisos, trabajos, obligaciones en el menor tiempo posible. Hacemos o creemos hacer muchas cosas, creemos en esa cosa tan absurda que es «exprimir» el tiempo. Exprimir el tiempo, aprovecharlo. ¡Qué estupidez!

Como nos pasamos el día saltando de actividad en actividad aplicamos ese mismo criterio de hámster enrabietado a nuestros sentimientos, a la naturaleza, al tiempo en mayúsculas. Queremos que la enfermedad, el malestar, la irritación, el dolor, el duelo, la tristeza, todo se acabe rápido y podamos pasar a otra cosa. Nos frustramos cuando eso no ocurre, cuando todo se extiende más allá del parpadeo temporal en el que vivimos permanentemente. «E s que yo quería hacer». «Es que tenía pensado ir». ¡Qué ingenuos somos! Nosotros podemos correr como pollos sin cabeza cada día pero no podemos obligar a un virus a que tenga prisa, a que una planta florezca, a que una herida sane antes o que el duelo se termine dándole a un interruptor. Es jodido pasar dolor, sufrimiento, agobio, pero creo que no poder pasar a doble velocidad lo que nos duele, nos agobia o nos entristece es lo que nos mantiene a salvo de no acelerarnos tanto que acabemos despedidos de nuestras propias vidas por la fuerza centrífuga de nuestra propia aceleración. La enfermedad dura lo que tiene que durar y le da igual nuestra prisa. La herida del padrastro que te has mordido mientras asistías a otra reunión infinita tardará en curarse lo que considere, recordándote cada día que está ahí y que le da igual lo que tú quieras. Una ruptura amorosa, esa desazón que te asalta apagándote la respiración, lleva su ritmo y nuestros patéticos esfuerzos por pasarlo rápido no son más que eso, ridículos intentos de conseguir algo que está más allá de nuestra prisa. Queremos que todo sea automático, que sea algo de on/off, pero nada funciona así.

El verano pasado, viajando por las carreteras de Washington rodeada de bosques impenetrables y espacios inmensos y salvajes, pensé que a la naturaleza le damos exactamente igual, le somos superfluos, insignificantes, mínimos. «Pues con el cambio climático estamos acabando con el planeta». No, estamos acabando con el planeta tal y como lo conocemos, pero no como algo absoluto. El planeta y la naturaleza seguirán aquí cuando nosotros, con nuestra prisa y nuestra ridícula aspiración de controlar todo con un interruptor, una pastilla o un pensamiento orientado, hayamos desaparecido.

El sábado pasado, por la tarde, estábamos haciendo el fin de semana bien y no teníamos nada que hacer más que vaguear. Me acordé de repente de un documental que me habían recomendado: El leopardo de las nieves. Lo busqué y lo puse. No sabía qué iba a ver; en realidad, si soy sincera, pensé que sería algo adecuado para dormitar hasta la hora de la merienda. Sin embargo me quedé atrapada, sin poder apartar la mirada desde el primer momento, desde la primera escena en la que dos muchachos tibetanos se sentaban fuera de una caseta destartalada a observar el paisaje montañoso y desolado que les rodeaba. No parecían aburridos ni hastiados, parecían contentos. No tenían nada que hacer más que esperar y observar. Esa primera escena me transmitió una calma y una tranquilidad en la que me sumergí, casi nadando, deseando que no terminara nunca. El leopardo de la nieves es la historia de Sylvain Tesson (escritor del que he recordado que leí Un verano con Homero el año pasado) y su viaje con el fotógrafo Vincent Munier para buscar al leopardo de las nieves en las montañas del Tíbet. En realidad el leopardo es lo de menos y también la nieve. El tema principal del documental es la paciencia, la espera, la observación. Mirar, sentir, ver, escuchar. 

Plano tras plano los vemos a los dos acomodados (es un decir) en la ladera de una montaña desolada, sin árboles, sin vegetación, entre rocas, rodeados de silencio y rachas de viento y, a veces, nieve, mirando. Susurran algunas frases. Sylvain escribe en una pequeña libreta, Vincent ajusta la cámara, se ponen los guantes, se arrebujan en sus abrigos, se cubren con las capuchas, susurran otra vez, pero sobre todo esperan. Ves la nieve caer en su pelo, en sus pestañas, en el pelo de sus capuchas. Escuchas el viento soplar a su alrededor y ellos esperan. Y tú con ellos. De ese ejercicio de paciencia infinito de los amigos surge la calma y la tranquilidad en la que te sumerges, en la que, como he dicho antes, nadas, haces el muerto como en el mar. Es un estado de calma absoluto, de estar a salvo del tiempo y el espacio. En ese ejercicio de paciencia sin fin todo se relativiza, todo se para. A veces, esa calma se rompe con el avistamiento de un búho, un buitre, un zorro o un oso... una breve ruptura del acecho que rompe la rutina que vuelve a retomarse después o al día siguiente. 

Vicent y Sylvain se mueven, buscan al leopardo, pero sobre todo esperan. El fotógrafo, más experimentado en el acecho, comenta que él ya no puede vivir en la ciudad, que hay demasiada prisa y que el leopardo llegará cuando tenga que llegar, cuando sea el momento. Ellos tienen que estar preparados pero nada más. Solo hay que esperar. Al final lo ven, claro, y yo me enfadé un poco porque sabía que eso significaba el final de ese tiempo suspendido en el que había estado viviendo esa hora y media. Encontrarlo significaba  volver a las prisas, a la impaciencia, a la vida real. 

En el día a día no pensamos nunca como Vincent. Vivimos creyendo que hay alguna manera de acelerar las cosas, de provocar que ocurran, de controlar todo. ¿Por qué hemos llegado a esta idea? Sin embargo no somos capaces de controlar algo que sí podríamos manejar: nuestra frustración. No sabemos hacerlo. Nos frustra estar tristes, sufrir, el dolor, que haga calor, que haga frío, que llueva, que un disgusto no se disuelva en medio minuto, que una ruptura nos duela seis meses, que una ofensa nos escueza dos semanas. Y multiplicamos esa frustración por mil cuando vemos que todo eso no hay manera de pasarlo de manera automática para llegar al «estar bien» en medio minuto.

Somos patéticos. Somos risibles, todos. Si hubiera alguien que nos viera desde fuera con esta prisa intrínseca agarrada a nuestro día a día le entraría la risa, como cuando ves a alguien corriendo porque llega tarde.

Parémonos. Asumamos que las cosas duran lo que tienen que durar. Pensemos: «Esto va a durar X, voy a hacerme a la idea». 

Parémonos. 

Parémonos. Miremos. Escuchemos. Veamos. 

Pensemos conscientemente «voy a tener paciencia y, mientras la estoy teniendo, voy a estar en esta espera, voy a mirar esta espera a ver que hay por aquí». 

A lo mejor ves un leopardo. 

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domingo, 15 de octubre de 2023

Des colocada

¨Had it been punishment for a capital offence, it would still have been a cruel one¨. Me reí al leer estas palabras de Carl Linnaeus a la vuelta del único viaje de expedición que hizo en toda su vida. El padre del método para clasificar todas las especies del mundo natural viajó una sola vez a Laponia y al volver decidió que no estaba hecho para la vida de aventurero (De ese viaje volvió con un traje completo de lapón y se presentó con él a pedir la mano de la chica que le gustaba). Leer «Si hubiera sido un castigo por un delito capital, seguiría siendo cruel» mientras volvía de Bruselas embutida en el asiento central de un avión que me dejaría en Madrid a las doce de la noche después de un día eterno me hizo sentirme un poco menos agotada*. Estaba en ese momento justo del viaje en el que dices: ¿Por qué?


Ha sido una semana rarísima, como si alguien hubiera jugado a mover los días de lugar. El lunes fue miércoles, el martes fue jueves, el miércoles fue viernes al despertar y después se transformó en lunes para por la noche sentirse viernes otra vez y el jueves era viernes mientras que el viernes fue el sábado de la semana pasada. Este caos temporal ha descompuesto la alineación de mis pensamientos y he sido incapaz de centrarme en una sola idea sobre la que escribir esta semana. Mi cabeza ha andado dispersa aunque ofuscada en extremo por una novela horrorosa, terrible, que he leído esta semana y de la que no puedo libraros. Moriría si lo intento y mi aprecio por la buena literatura y por el buen uso de vuestro tiempo no está por encima de mi vida y menos ahora que, según Tuseguridadsocial.com, solo me quedan 14 años, 4 meses y 3 días para jubilarme. Ya casi está ahí. 


Bruselas en octubre parece Sevilla en marzo. Sol, calor, hordas de gente hablando por la calle y las terrazas llenas de parroquianos cenando en manga corta y bebiendo cerveza. Bruselas parece también la irreductible aldea gala. En el centro turístico los locales se suceden en una cadencia curiosa: una tienda de chocolates, una tienda vintage, una tienda de discos; chocolates, vintage, discos. De vez en cuando, salpicando esa sucesión aparece una tienda Magritte. Para que no te aburras con esta monotonía pasear por Bruselas es un poco como volver a 1990: Google Maps no funciona. Cuando lo usas, la flechita azul en la palma de tu mano se vuelve loca: no sabe ubicarse, desaparece, vuelve a aparecer en una posición que te hace sospechar si tendrás el poder de la bilocación y da igual el tiempo que camines en una dirección: siempre estás a 21 minutos de tu destino. A mí este desastre de geolocalización me encantó. Odio con toda mi alma Google Maps por varias razones. La primera de ellas es que para los que somos impuntuales pero vivimos con la ilusión de llegar a tiempo a nuestras citas que la puñetera máquina te diga: vas a tardar 14 minutos y vas a llegar a tu destino a las 20:12 es un mazazo de realidad muy desagradable. Yo siempre pienso: «eso lo dices tú, Google Maps, pero voy a correr y llegaré antes». Ni confirmo ni desmiento que, a veces, he llegado sudorosa y agotada solo por poder espetarle a la máquina: «Ja, son las 20:10». En segundo lugar, no me gusta Google Maps porque le quita emoción a la vida. No voy a decir esa cursilada de «me gusta perderme» porque no es verdad, pero encuentro que ir caminando mirando la palma de tu mano, siguiendo una ruta como un robot, avanzando como como si no pudieras fiarte de tu propio criterio, «dice que es por ahí», es terrorífico. (Yo estuve, una vez, a punto de matarme en La Palma por seguir uno de esos «dice que es por ahí»). Si yo fuera un malvado nivel extremo desconfiguraría por completo Google Maps. El mundo entero desorientado, perplejo, levantando la vista de la palma de su mano o del salpicadero del coche y dándose cuenta de que puedes orientarte con tan solo mirar un mapa y mirar alrededor. Lo emocionante que sería descubrir que has encontrado el camino más corto para ir a donde sea, solo a base de probar distintos itinerarios ¡Qué locura!



Breves apuntes de Bruselas: 


  • Me ha sorprendido que los belgas son más altos de lo que esperaba y, también, hablan mucho más alto de lo que me esperaba.

  • Cené sola en un restaurante muy conocido en el que los camareros eran encantadores y parecían de Portland (OR).

  • Un hombre me regaló un pequeño envoltorio con 3 bombones de un chocolate delicadísimo para agradecerme el que hubiera contestado a todas sus preguntas en una charla. No recuerdo la última vez que algo me sorprendió tanto.

  • Mis nuevos pantalones favoritos son los vaqueros he heredado de mi cuñado. Voy a ir a comprarme tres pares iguales. De hombre. 

  • En el evento en el que participé era la persona de más edad. 

  • He sufrido microinfartos cada pocos segundos. En la M11 a las 7 de la mañana casi infarto al pensar que me había dejado el DNI en casa y que perdería el vuelo; perdí las gafas de ver aproximadamente cada 4 minutos; el móvil 23 veces al día hasta que me di cuenta de que, en estos vaqueros heredados, los bolsillos son tan grandes que el móvil cabe ahí holgadamente. 


Lo mejor que he leído esta semana es un artículo sobre la industria de las devoluciones de las compras online: es interesante, divertido y confirma algo que todos sabemos: somos idiotas. Descubro que, en Estados Unidos, la mayoría de las devoluciones de compresores se deben a que “casi todos los que utilizan estas máquinas son hombres y no leen las instrucciones, así que los ponen en marcha sin conectarlos a la toma de agua y queman el motor”; y que las aspiradoras se devuelven porque cuando se paran a la mayoría de sus dueños no se les ocurre que hay que vaciarlas. ¿Cómo no nos va a volver idiotas Google Maps?


El artículo también explica que ya nadie arregla nada. Hace un tiempo dejamos de hacerlo porque “total, vale lo mismo uno nuevo”; pero, ahora, no arreglamos porque ya no queda casi nadie que sepa como hacerlo. Yo, por ejemplo, no sé arreglar nada pero he vivido rodeada de gente con ese don: mi hermano, mi madre, mi suegro. Arreglar cosas no es solo una habilidad, es un empeño emocional, una estrategia vital. Los pocos que quedan con ese don están impelidos por una fuerza superior que los empuja a no rendirse, a intentarlo hasta conseguirlo, siempre con unas gafas de ver de cerca en la punta de la nariz.


 ¿Por qué ya no arreglamos nada? 


Necesito más camisas negras pero hoy me he comprado un traje pantalón de cuadros azules. 


Odio a Juanes. 


domingo, 8 de octubre de 2023

Lecturas encadenadas. Septiembre

¿Otra vez libros? Desde que, además de escribir el
blog, he convertido estos textos en cartas que llegan directamente a lo buzones de los lectores me preocupan cosas como si el título es lo suficientemente atractivo, si el tema tendrá interés, si alguien me dejará sin leer solo porque sabe que Lecturas encadenadas va de libros o si lo abrirá, se le marcará como leído y quedará relegado al puesto treinta dos del buzón de entrada, arrumbado entre el último correo de ofertas de Vente Privée, la renovación del seguro que este año has decidido que cambias seguro y un correo que te escribiste a ti mismo con cosas que no querías olvidar. Ha cambiado también el cómo me imagino al lector. Antes pensaba en alguien que, en un rato en la oficina, abría el navegador y buscaba el blog para leer un rato. Ahora, como publico los domingos, sé que mucha gente me lee al levantarse, nada más abrir los ojos o mientras desayuna o a lo largo del día mientras vaguea*. Es más responsabilidad porque en el aburrimiento laboral cualquier cosita vale para entretenerse, pero llegar a llenar el precioso tiempo libre de alguien... a veces me paraliza un poco. 


A lo que iba: imagino a mi lector tipo, tú, despertándose hoy*, mirando su buzón de entrada y pensando: «¿otra vez libros?»; y sí, si has llegado hasta aquí tengo que decirte que hoy toca otra vez porque septiembre se ha terminado y no quiero que se me olviden las cosas buenas que han caído este mes. No son muchas, así que acabaré pronto. 


Compré Idaho, de Emily Ruskovich, por recomendación de Juan Tallón. Tras el «sin más» de Intimidades y el fiasco total de Fortuna, temía lo peor, pero por el bien de nuestra amistad y, sobre todo, de mi ánimo lector, quería que me gustara. Sin ser perfecto, y cuanto más lo pienso más fallos le veo, me gustó bastante. Lo leí casi del tirón en las vacaciones en Francia, así que siempre lo tendré asociado a esa maravillosa casa en la Provenza, igual que asocio La broma infinita con Colmar o Los días perfectos, de Jacobo Bergareche, con Belmonte o ¿Qué hago yo aquí?, de Bruce Chatwin, con mi roadtrip por Washington. 


Idaho es la historia de Ann y Jenny, dos mujeres unidas por una tragedia. Ese hecho trágico separará a Jenny de Wade y al mismo tiempo la unirá a Ann. Si vas a leerlo NO SIGAS, que va spoiler. Una tarde de agosto, calurosa y pegajosa, mientras la pareja que forman Jenny y Wade recoge leña en un monte junto con sus dos hijas, Jenny en un arranque de algo mata de un hachazo a una de sus hijas mientras la otra sale corriendo y acaba desapareciendo en la montaña para siempre. ¿Qué le ha pasado a Jenny? No lo sabemos nunca y yo sospecho que Emily tampoco tiene ni idea y por eso lo deja ahí, sin resolver, como si fuera algo que al lector se le va a olvidar. Se confiesa culpable y acaba en la cárcel. Wade, claro, se divorcia y está destrozado. A ver cómo vas a estar si de la noche a la mañana eres un padre de familia feliz, sales a por leña y cuando vuelves estas casado con una asesina y tienes una hija muerta y otra desaparecida. Está destrozado pero se casa con Ann, que es su profesora de piano y bastante más joven que él. Él había empezado a tocar el piano antes de la tragedia intentando que ese ejercicio, esa distracción, le salvara de desarrollar la demencia prematura que cree haber heredado de su padre y de su abuelo. 


Como he dicho antes, según la recuerdo voy viendo todos los flecos pendientes que en la novela quedan sin explicar. No es que todo tenga que estar cerrado en una historia de ficción, ni mucho menos, pero la sensación que tengo en Idaho es que Emily tenía una muy buena idea: la relación entre Ann y Wade, cómo se construye y cómo se deshace cuando se enfrentan a esa demencia terrible, a la consciencia de que está llegando, a su inevitabilidad y a aprender a vivir con ella. Emily tenía la idea y la manera de contarla, con saltos temporales que maneja muy bien. Pero, pero, pero… en algún lugar le entró el pánico y empezó a añadir capas innecesarias a la historia. No sé si pensaba que el lector se iba a aburrir o no sabía cómo ahondar aún más en el conflicto principal. Algunas de esas capas son tolerables, pero otras… otras piensas ¿y esto? A pesar de todo, la novela funciona muy bien hasta la muerte de Wade. Ahí Emily se enreda y hay unas cuarenta páginas innecesarias que hay que atravesar para llegar a un final bastante redondo, que tiene sentido. 


¿La recomiendo o no la recomiendo? Pues dadle una oportunidad porque entretiene bastante y tiene cosas brillantes. No es fácil escribir una novela redonda.  


«Porque la frialdad era mejor que la vulnerabilidad y la crueldad preferible a la cobardía».


Salir de la noche, de Mario Calabresi, lo compré porque por un tema de trabajo iba a conocer a su autor y pensé que estaría bien haberlo leído, conocerle un poco mejor. Al final ese encuentro no se produjo, pero ahora conozco mejor a Calabresi, del que apenas sabía nada. 


Salir de la noche es un libro de no ficción: si leísteis en su día Libro de familia, de Galder Reguera, éste es un poco el mismo estilo. El padre de Galder se mató en un accidente de coche antes de que él naciera y al padre de Mario, Luigi Calabresi, lo asesinaron en la puerta de su casa cuando él tenía tres años. Aquí reconstruye de manera fragmentaria la vida de su padre, la de su madre, la suya y la de sus hermanos (uno de ellos nacido póstumamente) y también la de otros muchos asesinados durante los llamados años de plomo y sus familias. 


Hay muchas referencias que para el lector español son desconocidas y en algún momento, por ese motivo, puede resultar confuso, pero no importa. Lo fundamental es lo que transmite: la tristeza inmensa, el vacío y el luto hacia delante por las vidas sesgadas sin razón y el desamparo de las víctimas cuando, por ejemplo, algunos de los asesinos acaban siendo diputados o senadores y cómo las familias se enfrentan a esa situación. Es estremecedor cómo Calabresi retrata la vida de sus padres, de su familia, antes del asesinato y el esfuerzo sobrehumano que su madre (tenía 25 años) realizó después para que ellos no vivieran anclados en el odio y la venganza. Es bonito cómo esta mujer, años después, empezó otra relación con un hombre, Tonino, que hizo de padre para los tres hijos. Me conmovió el poema que Calabresi transcribe y que Tonino les escribió a ellos: 


Padre

día

tras día, 

por el amor 

elegido

no por el pan. 


Amados 

de inmediato

misteriosamente míos



Y con esta carta que Aldo Moro escribió, cuando ya sabía que iban a asesinarle, a su mujer: 


«Mi dulcísima Noretta, creo que he llegado al extremo de mis posibilidades y que, salvo milagro, estoy a punto de cerrar esta experiencia humana mía… Siento ahora tantos deseos de abrazarte y explicarte toda la dulzura que me embarga, aunque mezclada con cosas muy amargas, por haber recibido el regalo de mi vida contigo, tan llena de amor y profunda comprensión. Cuídate y trata de mantenerte tan serena como te sea posible. Volveremos a vernos. Volveremos a estar juntos. Volveremos a amarnos».


La última lectura del mes llevaba cinco años en mi estantería. He leído Olive Kitteridge, de Elizabeth Strout.


Me ha gustado muchísimo. Aparte de ser entretenido y leerse como una peli (ya sé que hay serie y la veré en cualquier momento, lo mismo dentro de otros cinco años) la descripción de personajes, la creación de un pueblo, el olor a mar, el retrato de las sensaciones, preocupaciones y sentimientos de todos y cada uno de los que aparecen en la novela es excepcional. Es magistral la decisión de Strout de empezar la novela retratando a Henry: de cualquier otra manera la presencia de Olive lo hubiera opacado, ensombrecido, pero dedicarle las primeras treinta páginas fija el tono para el resto de la narración. Estoy hablando de novela, pero quizás debería decir que Olive Kitteridge es un trampantojo; parece una novela pero es una colección de relatos cortos que construyen una tela de araña o, mejor dicho, una especie de cuadro de Escher, en la que el tiempo y el espacio cambian y podrían no tener sentido pero lo tienen. Paseas por ese pueblo y ves a los vecinos caminar, conducir, enamorarse, sufrir, llorar, encontrarse, comprar donuts, cuidar sus jardines, atender mesas, dar clases, cuidar a sus hijos, enfermar, morir, desesperarse. Los ves envejecer y también ser jóvenes enamorados, los entiendes cuando tenían 35 años y cuando se acercan a los ochenta. Todos ellos aparecen y desaparecen continuando con sus vidas; y cuando salen de la página y se pierden en el horizonte tienes la misma sensación que cuando prestas atención a una familia o a una pareja en un restaurante, en la cola de embarque, en un parque… y les imaginas una vida que sabes que continuará adelante cuando ya no los tengas a la vista. Es un retrato coral impresionante que entiendo perfectamente que ganara el Pulitzer y no la basura de Fortuna, que ganó este año y que al lado de esta novela parece una redacción de un ChatGPT desganado. 


Las descripciones son fascinantes: 


“If she suffered from anything more, it was considered nobody's business. It was the case with Angie that people knew very little about her, assuming at the same time that other people knew her moderately well. She lived in a rented room on Wood Street and did not own a car». 


Lees estas cuatro líneas y la soledad de Angie te golpea entre ceja y ceja. 


El personaje de Olive, que recorre el libro pero solo se adueña de él al final, es muy real y por eso no te cae bien. Es despiadada, poco empática, muy crítica, solitaria,  jamás admite un error y con sus seres queridos no es capaz de mostrar amor hasta que ya es demasiado tarde. También me gusta que se toca un tema que no es muy habitual y que es el amor entre parejas mayores. El retrato de ese amor tranquilo y calmo, a salvo de grandes gestos y sufrimientos, con su poso de tristeza y realidad, está muy bien reflejado y acaba con el brillo del enamoramiento que es posible a cualquier edad aunque nunca sea igual.  


«What young people didn´t know, she thought, lying down beside this man, his hand on her shoulder, her arm; oh, what young people did not know. They did not know that lumpy, aged, and wrinkled bodies were as needy as their young, firm ones, that love was not to be tossed away carelessly, as if it were a tort on a platter with others that got passed around again. No, if love was available, one chose it, or didn´t chose it»


Leed Olive Kitteridge, que os va a hacer felices. 


Septiembre ha sido un buen mes. A ver qué pasa en octubre. 


Te sigo imaginando en pijama: que tengas un gran domingo de vagueo, indulgencia y siesta a deshora. 


*Yo estaré durmiendo y, si nada lo remedia, cuando me despierte estaré arrepentidísima de todo el vino bebido ayer y todas las copas degustadas pensando «son cortitas y no importa» en el cumpleaños de un amigo que ha durado todo el fin de semana. Creo que si yo te imagino en pijama mereces saber cómo imaginarme: con resaca.