domingo, 26 de febrero de 2023

Los que están al otro lado

Son las diez y media de la mañana y estoy en pijama, en el sofá, con el portátil en las rodillas escribiendo este post. Antes de empezar a escribir, como siempre, hago un calentamiento leyendo cosas pendientes: newsletters, el periódico, webs y blogs que sigo y las notas que me he ido dejando a lo largo de la semana para inspirarme. Este calentamiento es, por una parte, una búsqueda de inspiración y, por otra, una excusa para no sentarme a escribir. Siempre funciona igual: caliento, caliento y caliento hasta que abro el documento y me pongo a ello.

A blog post is *a search query.*You write to find your tribe; you write so they will know what kind of fascinating things they should route to your inbox. If you follow common wisdom, you will cut exactly the things that will help you find these people. It is like the time someone told the composer Morton Feldman he should write for “the man in the street”. Feldman went over and looked out the window, and who did he see? Jackson Pollock. (blog de Austin Kleon)


Cuando escribo, ¿pienso en los que están al otro lado?

Leo esta cita en la newsletter de Austin Kleon. La releo y levanto la vista. Los cristales de la ventana están moderadamente limpios y eso me da cierta satisfacción. ¿Escribo para buscar algo? ¿Escribo para encontrar a mi tribu? ¿Escribo para encontrar gente interesante que me recomiende cosas fascinantes? Pues no lo había pensado nunca, pero es verdad que, a lo largo de todos estos años y gracias a lectores que están ahí al otro lado, he descubierto maravillas.

En la cita hablan de escribir para el hombre de la calle. Siendo, ahora mismo, políticamente correctos, diríamos que se trata de escribir para alguien corriente, para cualquiera. En la cita hablan de cómo le dieron ese consejo a Morton Feldman; él se asomó a la ventana y vio a Jason Pollock. Esas son cosas que pasan en Nueva York: aquí, donde estoy ahora mismo, si me asomo a la ventana solo veo gente corriente, normal, haciendo vida de sábado. ¿Escribo para ellos?

Forget your generalized audience. In the first place, the nameless, faceless audience will scare you to death and in the second place, unlike the theater, it doesn’t exist. In writing, your audience is one single reader. I have found that sometimes it helps to pick out one person—a real person you know, or an imagined person and write to that one. John Steinbeck

Mi adorado Steinbeck (leed, por lo que más queráis, Cannery Row y Las uvas de la ira) dice que hay que escribir pensando solo en una persona. Dice algo muy obvio pero que puede pasar desapercibido: en la lectura no hay una gran audiencia, no es como el teatro. En la escritura tu público está formado por una sola persona cada vez. Hace muchos años, cuando leí por primera vez este consejo, me pareció acertado. Creo que incluso durante una época lo seguí y escribía pensando en alguien en concreto. Aquello duró poco porque escribir pensando en alguien en concreto te obliga a pensar en los criterios con que esa otra persona juzgará lo que reflejas en tus palabras. Te obliga a hacer un ejercicio de empatía con los sentimientos, ideas y opiniones de otro al mismo tiempo que lidias con la maraña de tus propias reflexiones para dotarla de algún sentido. Además, y este pensamiento es una cosa que te da la edad, ¿qué pasa si esa persona desaparece de tu vida por la razón que sea? Como digo, aquello duró poco (no más de unos meses) y desde entonces no escribo pensando en nadie.

You can’t write for other people. You can’t write for the left or the right, this religion or that religion, or this belief or that belief. You have to write the way you see things. I tell people, Make a list of ten things you hate and tear them down in a short story or poem. Make a list of ten things you love and celebrate them.

El bueno de Ray me representa mucho más. (Leed, por lo que más queráis, Crónicas Marcianas. Sí, sí: ya sé que la ciencia ficción no os llama pero, EN SERIO, hacedme caso) Este sábado asiento al releer esta cita. Yo no escribo para nadie, ni siquiera sé quién hay al otro lado. ¿Qué estaréis haciendo cuando leáis esto? Como mi intención es enviarlo el domingo por la mañana quizás haya viciosos que, nada más despertarse, cojan el móvil, vean la notificación y entre legañas y bostezos lean estas palabras y piensen: «cuando desayune, apunto los libros y los compro», y luego no lo hagan nunca. Pero ¿qué más puedo saber de quien hay al otro lado? ¿Tenéis 30, 40 o 67 años? ¿Os despertáis solos o acompañados? ¿Usáis pijama y tenéis pulgar verde para las plantas? ¿Vuestras ventanas dan a un polígono industrial o a una calle estrecha en la que, ahora que nos acercamos a marzo, la luz del sol consigue llegar al asfalto? ¿Sois espías, emprendedores, arquitectos, alfareros, profesores, astronautas (por favor: si estáis ahí, decídmelo) o rentistas (esto también me interesa)?

A lo largo de todos estos años he conocido a mucha gente que me lee, a muchos que estáis al otro lado. Algunos se han convertido en amigos, otros llegaron y se fueron, con otros puse distancia. Pero, aunque haya escrito «mucha gente», son pocos comparados con la cantidad de gente que puede haber ahí, al otro lado. Si lo pienso me da vértigo. Recuerdo con nitidez dónde estaba la primera vez que me saltó una notificación de comentario en el blog: en el salón de mi casa, cerca de la cristalera. Miré el móvil y leí «comentario de Eva». ¿Quién era Eva? ¿Por qué me había leído? Y, sobre todo, ¿por qué me había dejado un comentario? Eso ocurrió hace quince años, pero la sensación sigue siendo la misma ante cualquier reacción que recibo por lo que escribo: asombro. No puedo ir mucho más allá porque jugar a imaginar otra vida en la que a alguien le interesa lo que escribo y pincha en su bandeja de entrada me da vértigo. No es vergüenza, ni falsa modestia: es sorpresa.

Me voy a vestir: prefiero que no me imaginéis en pijama. Imaginadme bien vestida, estilosa, elegante sin parecer excesiva y con un control absoluto sobre mis actos. Imaginadme discreta, inteligente, incisiva y aguda. Uso el imperativo: os hablo de vosotros. Os hablo a vosotros pero sois imaginarios, no existís hasta que estas líneas ya están fuera de mis manos. Es entonces cuando os volvéis reales. Es casi magia.


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miércoles, 22 de febrero de 2023

Breve. Gatos menopausia y cinismo

«Hola — dijo susurrando, y nos miramos mientras ella apagaba las luces. Siempre hay ese miedo a la decepción, a que no salga bien, pero desde el primer momento supimos que eso no debería preocuparnos».

Budd Schulberg: ¿Por qué corre Sammy?

Leo, muy por encima, sobre la Ley de Bienestar Animal y llego al término «gatos comunitarios» que, por lo visto, define a lo que toda la vida se ha llamado gato callejero. Por si alguien no lo sabe: a mí los gatos no me gustan, me dan miedo. Pero si me gustaran, si fuera un amante de los felinos, estaría muy encabronada con esta terminología. Gato callejero es una denominación con clase, con estilo, que resulta interesante: ¿Cómo no va a resultar interesante si recuerda a los Aristogatos, si suena a ser independiente, a hacer lo que te da la gana? Gato comunitario suena a urbanización cerrada con piscina, a portal, suena hasta a pagar recibos. Si yo entendiera algo de gatos, que no es el caso, si pudiera meterme en su mente, estaría indignada. Pasar de ser gato callejero a ser gato comunitario es perder categoría.

Sigo recuperándome de una especie de trancazo, catarro, gripe y mareo con migraña y náuseas que arrastro desde antes de mi cumpleaños. Está todo el mundo igual pero, como ya sabía, que todo el mundo se encuentre mal no consuela nada. Lo que hacemos cuando alguien te dice «yo estoy igual» es pensar «seguro que no, yo estoy peor». Es increíble la capacidad humana para querer ser siempre el campeón del sufrimiento: yo lo paso peor, yo trabajo más, mi empleo es más insufrible, mi jefe es más cabrón. Es increíble esa capacidad y dice mucho de nuestro ombliguismo: lo mío siempre es más. En cualquier caso parece que estoy mejor, no plenamente recuperada pero lo suficiente como para no creerme en posesión del dolor supremo. ¡Ah! Otra cosa que he descubierto esta semana es que todos los síntomas que he sufrido son compatibles con la menopausia, que todavía no tengo pero debe de estar al caer. Y, por cierto, apuntad esto: La menopausia es la nueva zanahoria comercial que las marcas, el capitalismo o las empresas están agitando delante de las mujeres. Con la excusa de «es que no se habla de ella, las mujeres no la conocen» están haciendo lo de siempre. Empieza por «venimos a hablaros de esto porque hasta ahora habéis vivido en el desconocimiento más absoluto del tema y así no podéis seguir, pobres almas en desgracia», premisa con la que disiento porque ahora resulta que todo lo que no esté en redes o en las revistas o comentado por algún gurú «no existe», cuando a lo mejor se habla de otra manera menos obvia. Segundo paso: «¿Dónde vas, Caperucita, tan pancha por el bosque? ¿No sabes que viene el lobo y te devora desgarrándote las entrañas? ¿Cómo eres tan inconsciente?», que consiste en contarte todo lo horrible que te va pasar (aunque es todo muy natural, te dicen 25 veces). Aquí me entra la risa porque, mágicamente, todo lo horrible que te lleva pasando 30 años teniendo la regla pasa a un decimocuarto plano, como si al llegar a la menopausia vinieras de un mundo de luz y de color a meterte en una cueva de dolor y sufrimiento digna de un paisaje de La Princesa Prometida. Así que, bueno, la menopausia tendrá sus cosas (no lo dudo) pero no creo que se acerquen ni de lejos a 35 años de agonía, dolor, tobogán emocional, situaciones embarazosas de todo tipo o viajes de amor arruinados, por hablar solo de cosas frívolas. El tercer paso es «saca una libreta, que te voy a decir todo lo que deberías estar haciendo y no estás haciendo y vas mal». De aquí hay que pasar directamente, porque resulta que para llegar bien a la menopausia tendrías que haber empezado a hacer «cosas» con 17 años. Es como el que te dice que para tener un plan de pensiones cuando te jubiles tienes que empezar a ahorrar con 25: ciencia ficción y una memez imposible de cumplir. El último punto es el del capitalismo molón: «Compra esto, haz esto con el gurú Mengano, come la comida tal y toma cuál remedio homeopático y blablabla”. ¿Cómo sé todo esto? Porque, ahora mismo, mire donde mire, lea lo que lea o escuche lo que escuche me encuentro con este asunto. (Por supuesto que hay cosas interesantes sobre el tema, pero son las menos).

Reviso mis notas para este breve y me encuentro con lo siguiente: «Tu personalidad es como el salmón o las aceitunas, de primeras no gusta. ¿Me estás diciendo que soy demasiado especial?». No sé de dónde la apunté y tampoco sé si me gusta. No podemos comparar las aceitunas y el salmón. ¿Cómo no te van a gustar las aceitunas? Si no te gustan las aceitunas solo puedes ser o una persona poco de fiar o mi amigo Fede al que quiero hasta el infinito y más allá y, como ese puesto ya está cogido, si no te gustan las aceitunas….

«Felicidades, ya has llegado a la edad estupenda en la que puedes ser la mujer cínica que llevas dentro».




Creo que esta ha sido mi felicitación favorita de parte de un desconocido. No podría retratarme mejor.

Estoy escuchando El monstruo del monóculo y otras bestias, de Nuria Pérez. En un momento dado citan a Budd Schulberg, y mi ego de mujer cínica aletea feliz porque hace ya catorce años que lo descubrí. Vuelvo a mis notas, al blog y ahí están las citas apuntadas. Asiento al leerlas y aprovecho para que abran y cierren el breve de esta semana.

“Supongo que es una lástima que las personas no puedan ser un poco más consecuentes. Aunque si lo fueran, quizá dejarían de ser personas. Tal vez se convertirían en personajes de tragedias épicas o de películas de Hollywood. [...]. Lo único que al parecer hace la gente es lo posible por ir tirando y pasárselo bien; y si para ello deben conservar lo que poseen, es probable que acaben convirtiéndose en unos fascistas; y si para ello deben tratar de conseguir lo que necesitan y no poseen, es muy probable que acaben aprendiéndose de memoria La Internacional” .

Budd Schuberg: ¿Por qué corre Sammy?


Ser consecuente es duro. Casi tanto como ser cínica desde los doce.


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sábado, 18 de febrero de 2023

Gente de mi pasado

El otro día escuché un episodio de un podcast. Stop. No puedo empezar una frase así porque ya es como decir el otro día respiré. Todos los días escucho algún episodio, así que esto no tiene sentido; pero bueno, al grano.

Hay un podcast maravilloso que se llama Heavyweight (solo en Spotify) al que recurro cuando estoy cansada de novedades, de buscar cosas nuevas, interesantes; cuando quiero algo seguro que sé que me va a hacer sentir cómoda y tranquila. La premisa del podcast es sencilla, como de programa de radio antiguo, casi de servicio público: La gente llama y cuenta una historia de su pasado que en su día le marcó y de la que le gustaría recuperar cierta información: volver a contactar con alguien, devolver una fotografía, dar las gracias,... cualquier cosa. La gente llama con las historias más peregrinas que se puedan imaginar. En el episodio titulado Dan (todos o casi todos tienen como título el nombre de la persona que llama a contar su historia) una periodista llamaba para contar cómo había conocido a su marido, Dan, en Tel Aviv y habían tenido una primera cita en un restaurante italiano de la ciudad. Durante la cena, como apenas se conocían, hablaron de sus familias y él le contó que apenas tenía relación con su padre pero que éste había sido el que había inventado los cereales rellenos (o algo así, algo relacionado con cereales). Dio la casualidad de que en la mesa de al lado había una pareja que, al escucharles, se acercó a decirles que eran vecinos del padre en Los Ángeles. Charlaron y se hicieron una foto. La periodista quería tratar de localizar a esa pareja y recuperar la foto de su primera cita. Si alguno está pensando que por qué no llamó directamente a su suegro, la respuesta es que el padre de su ahora marido, entonces novio, llevaba años sin relacionarse con él y quería recuperar la fotografía pero no querían saber nada del padre. Si esta historia os parece complicada, las hay muchísimo más: la última de la temporada, por ejemplo, implica hasta llamadas al Vaticano.

Con esa mínima premisa Jonathan Goldstein, el host del podcast, y su equipo de productores se ponen a trabajar para encontrar a esa persona o cerrar ese círculo; y en cada episodio van contando todo el proceso que, muchas veces, dura años.

¿A quién querría yo recuperar? ¿Qué historia me gustaría resolver? Llevo días dándole vueltas a esto porque creo que no me gustaría cerrar ninguna; no sé si quiero saber qué pasó con determinadas personas, dónde están, qué hicieron o si se acordarán de mí. No es que me importe, claro, pero imagino que localizan a alguien de mi pasado y ese alguien dice «ni me suena». Así que sí, sí me importa. Prefiero seguir creyendo que alguna de esas personas se acuerda de mí: mi ego necesita ese pequeño premio.

En cualquier caso, y haciendo trampas, pongamos que yo pudiera saber de esas personas pero por un agujerito, casi como si me dieran un dossier con esa información para que yo decidiera si contactaba o no. ¿A quién querría buscar?

Empezando por mi pasado más remoto, lo primero que se me ocurre es una compañera de mi clase que se fue a París cuando teníamos 10 u 11 años. Recuerdo que cuando fuimos a la capital francesa de viaje de fin de curso en 3º BUP contactamos con ella y nos pareció el colmo de la sofisticación y el estilo. Vivía en una calle maravillosa, en un enorme piso parisino con ventanales rasgados que llenaban las habitaciones de luz. Lo que más recuerdo, sin embargo, es que paseando por la ciudad y mientras esperábamos para cruzar una calle tiró un papel al suelo, en la zona de la calzada pegada al borde de la acera. La miré con horror y me dijo: «no seas cateta, por aquí corre agua justo para eso, para recoger lo que se tira». Yo le contesté: «ya, pero si no lo tiras no hay que recogerlo». Cada vez que he vuelto a París he recordado aquella conversación. Creo que durante un tiempo nos escribimos cartas. También me escribí durante años con una niña que se llamaba Belén Moreu y que llegó a mi clase con 10 u 11 años. Creo que era de Sitges, que ahora mismo no es un lugar exótico pero que por aquel entonces a mí me parecía lejanísimo. Creo que estuvo un año y luego volvió a Cataluña. Aún tengo las cartas guardadas. ¿Qué habrá sido de ella? Cierto año en Los Molinos apareció una pareja de hermanos, ella y él, que no sé de dónde salieron (catalanes, creo), ni cómo llegaron allí. De ella no recuerdo nada; de él que era alto y llevaba gafas y, por alguna extraña razón (a mí me parecía raro que con 15 años quisiera hablar conmigo porque yo era, amigos, un saco de inseguridades y no entendía que a alguien pareciera interesarle hablar conmigo cuando podía estar haciendo cualquier otra cosa mejor como mirar cómo le crecían las uñas), parecía disfrutar de mi compañía. Llegaron, pasaron el verano y se marcharon. Nunca más. El chico rubio de Irlanda, con los ojos azules, que me miraba. Me parecía guapísimo. Nos mirábamos en los recreativos donde pasábamos horas porque en un pequeño pueblo de Irlanda en los años 80 había que matar las horas como se pudiera. Creo que se llamaba Paul. Tres años intercambiando miradas. Cuando empecé la carrera me apunté a clases en el Liceo Francés. No me gustaba mucho, pero algo tenía que hacer por las mañanas. No recuerdo casi nada, solo a mi compañero de clase que, cuando salíamos y coincidíamos en el metro, me decía: «Ana, eres la queja que camina». Se llamaba Eliseo, era periodista en la agencia Efe y fan de Jethro Tull. Un francés guapísimo, con el que también ligué en Irlanda y era de Cognac: no sé más de él. ¿Conseguiría Goldstein localizarle? ¿Seguirá siendo tan guapo? 

Cuando empecé a darle vueltas a la idea de este texto pensé que no se me ocurriría nadie de mi pasado para recuperar. Después los recuerdos empezaron a aflorar y, cada día, me asaltaba alguien nuevo, alguna imagen, un sonido, un día concreto. Pensé también que no sé si me atrevería a buscar a alguien de hace treinta, cuarenta años, ¿y si no se acordaban de mí? ¿Y si la realidad del presente destruía ese recuerdo tan especial o tan tonto convirtiendo a, por ejemplo, el galán francés en un votante de la extrema derecha? ¿Me atrevería a llamar a Heavyweight para pedir que removieran mi pasado? ¿En el fondo soy una cobarde? Hay que tener más valor del que yo tengo para irte de excursión a tu vida en un tiempo anterior. 


En estas estaba, pensando en que no me atrevería y que debería escuchar con otra actitud la próxima temporada de Heavyweight, cuando me llegó este mensaje por instagram: 


Hola Ana. He empezado a seguirte hace poquito. Me llegó un blog sobre la English, Comillas, que escribiste hace un huevo de tiempo, y la verdad, me descojoné, porque lo leí desde un punto de vista divertido y jocoso. La verdad es que ya tenías ese humor por los pasillos. Seguramente no te acuerdes de mí, pero hicimos un grupillo de algunos de esos años, porque hemos mantenido el contacto. La verdad, la única de Bilbao, yo. El resto madrileños. A Costi yo le perdí la pista y creo que ni se acordará de mí, pero alguno de estos les sigue, y nos mandó su foto actual de perfil. Se parece a Guardiola.Tengo una foto que atestigua que fuimos juntas, con tu prima. Yo solía ir con Eva, Sara, Pa, Helena (Valladolid), Miguel, Franchute, Manrique..Nos dio algo de cosa leer que no te acordabas de los nombres de los que allí estábamos, y Eva hasta tiene tu dedicatoria.!!Bueno, soy Patricia En aquella época Patty. Soy la de rojo y una cinta roja en la cabeza. 



Sorpresa total. Esto no lo había pensado. ¿Y si yo era la contactada por el pasado y no recordaba nada? Me reconozco en esta foto y tengo recuerdos de aquellos años de campamento pero no de la gente. Nadie en esta foto me resulta conocido, quizá ellos tampoco se reconozcan a sí mismos, pero eso no importa. De este mensaje surgido de las profundidades de Instagram me gustaron dos cosas: saber qué en algún momento de vida he causado una impresión en alguien tan impactante (para bien o para mal) como para que me recuerden casi cuarenta años después y saber que con doce años «ya tenías ese humor por los pasillos». Para algunas cosas valoro ser coherente. 


Termino: Pensaba en si buscaría a alguien de mi pasado para saber qué es de su vida y se me ocurría gente que probablemente no se acuerde de mí sin darme cuenta, hasta que me llegó este mensaje, de que la situación podía ser al revés: que alguien me buscara a mí por la ilusión de encontrarme. 


Quizás debería hacer un Heavyweight en español. ¿A quién querríais buscar?


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domingo, 12 de febrero de 2023

12 de febrero. Cincuenta años

Nací el 12 de febrero de 1973 en el Sanatorio del Rosario de Madrid. La primera hija para mis padres y la primera nieta para mi abuelo José Luis, que pensó que era tan guapa que a lo peor me robaban en el nido. (Hace diez años, cuando conté esto por primera vez, no sabía nada de los niños robados; ahora que lo sé, no tengo claro si mi abuelo sabía aún más de este tema de lo que se sabe ahora y por eso tenía miedo). Que yo sepa no me robaron y hoy cumplo cincuenta años, que es una cifra muy redonda, muy rotunda y que me coloca, sin ninguna duda, en la categoría de gente mayor. Soy mayor. «No, mujer, no digas eso, estamos en lo mejor». Sí, no tengo dudas sobre eso. No querría volver a tener treinta, no los echo de menos y creo que si no me muero de manera repentina, algo que le puede ocurrir a cualquiera, me quedan muchas cosas buenas y malas por pasar. 


Hoy cumplo cincuenta años, soy mayor y en las últimas semanas he hecho una lista de cosas que he aprendido y que me ha parecido interesarte dejar apuntadas para conmemorar mi cumpleaños. 


Sin orden ni concierto ni sentimiento, tal cual las he ido apuntando en mis cuadernos: 


  1. La gente que no discute con sus hermanos no es de fiar. Si no tiene más que palabras de halago hacia ellos puedes estar seguro de que tienen una relación tan estrecha entre ellos como la que tienes tú con el conductor de autobús que cogiste en primero de carrera para ir a la universidad. 

  2. Nunca sabemos nada de las relaciones de pareja de los demás. Y de la que menos sabemos es de la de nuestros padres. Estoy convencida de que hay una variante especial del «síndrome de Peter Pan»: la variante en la que gente de más cuarenta años sigue creyendo que sus padres han vivido siempre un amor de película, nunca han discutido y han sido absolutamente felices toda la vida. 

  3. Tus padres serán siempre unos desconocidos. Atreverse a conocerlos no es para todo el mundo. 

  4. Si puedes evitarlo, y me resulta complejo pensar un escenario en que no se pueda, no vivas jamás en una urbanización cerrada con piscina. Si te ves obligado por algo, no elijas jamás una de las viviendas que da a la zona de piscina o zona verde. Eso es el infierno, peor que vivir con vistas a la M-30. 

  5. No les diga a tus hijos lo que tienen que estudiar. No los manipules ni les digas cosas como «haz esto que tiene mucho futuro». El futuro no existe. 

  6. Haz siempre la cama antes de salir de casa. 

  7. Lleva siempre un cuaderno a las reuniones de trabajo. No, el portátil no es lo mismo. Una tablet tampoco. No es lo mismo. 

  8. Aprende a encender una chimenea y abrir una botella de vino. No necesitas nada más para pasar una buena tarde. 

  9. Ordenar la despensa como si fueras a participar en una competición es una estupidez que no dice nada bueno sobre tu capacidad para entretenerte. 

  10. No tienes ningún mérito ni ninguna responsabilidad en lo que sea que tus abuelos hicieron o dejaron de hacer. Tampoco eres responsable de la conquista de América, la Inquisición o ganar el Mundial. 

  11. Durante toda tu vida adulta se puede votar a todo el espectro político. Vas a equivocarte muchas veces, no pasa nada. Lo malo es equivocarse siempre, desde los 18 hasta los 80 y estar convencido de haber acertado siempre. 

  12. Cambia de opinión. 

  13. No presumas jamás de ser coherente como valor absoluto. Es muy fácil desmontar esa afirmación. No pasa nada, es imposible ser coherente todo el tiempo, con todo, siempre. Tampoco puedes volar ni tener ordenado el armario de los tuppers. Vive con ello. 

  14. Cuando alguien te da mala espina desde el principio es por algo. Confía en ese instinto. Me sobran dedos de una mano para contar los casos en los que esa primera sensación resultó ser falsa. De hecho, me sobran todos. 

  15. Si alguien te regala un libro que sabes que no vas a leer no lo guardes en casa «por si acaso Fulanito viene un día y quiere verlo». Fulanito olvidó qué libro te estaba regalando según lo pagó en la tienda. Dónalo. 

  16. Cuanto mayor eres, más tiempo necesitas para salir de casa desde que te levantas. No es que seas más lento, es que ya sabes que para lo que te espera fuera no merece la pena correr. 

  17. Por lo que más quieras: desayuna sentado, tranquilo y en silencio. 

  18. Nadie nunca necesita más tuppers de los que ya tiene: Necesita menos pero que cierren bien y no absorban la grasa. 

  19. De los dos días del fin de semana reserva por lo menos uno para no hacer nada, para no tener planes. Yo suelo reservar los dos pero es que a mí lo que más me gusta es mi casa.

  20. Ve siempre a los tanatorios. Da pereza, siempre es mal momento y es facilísimo agarrarse a cualquier excusa para no ir. Ve. No es un compromiso social, tiene su sentido. Cuando te pasa a ti te das cuenta de lo que vale y después no recordarás a quién no estuvo, pero guardarás un cariño especial al que venció la pereza y la incomodidad y se acercó a decirte que estaba contigo en ese momento. 

  21. En el trabajo guarda todos los emails enviados. Te harán falta en el futuro. «Adjunto te reenvío el correo en el que te explicaba todo lo que dices que no sabías».

  22. El rencor no es un defecto, es una virtud. No emponzoña el alma ni corrompe el espíritu. El rencor te mantiene alerta y evita que alguien vuelva a hacerte daño. Guárdalo, no lo pierdas. Recuerda a Iñigo Montoya. 

  23. La jubilación es un objetivo vital muy respetable. 

  24. Déjate las canas cuando quieras, cuanto antes mejor. No parecerás más mayor, parecerás la edad que tienes y cuanto antes te acostumbres mejor. Piensa en el dinero que vas a ahorrarte y, en el tiempo, eso sí que rejuvenece. 

  25. La gente que no discute con sus padres no es de fiar. 

  26. Ten siempre ropa de estar en casa, ropa con solera, que cuente tu historia, que sepa que en 1999 lloraste de dolor de ovarios, en 2005 te emborrachaste comiendo tarta y que te encanta cenar yogur griego con compota de manzana. 

  27. No tengas impresora en casa. Es un trasto y siempre está sin tinta cuando la necesitas. Además: tus hijos, que fueron los que pidieron tenerla, jamás cambiarán los cartuchos. 

  28. Controla tu afán consumista con respecto a los electrodomésticos. Antes de comprar nada, deja pasar el tiempo. Si cinco años después siguen en el mercado, empieza a planteártelo. Si no sabes de lo que hablo, mira a la roomba que tienes muerta de risa en alguna esquina de tu casa o la cafetera de cápsulas que ahora usas para dejar los trapos de cocina mientras decides si la llevas al punto limpio. 

  29. Lee en papel. No, no se lee igual. 

  30. Ninguna preocupación laboral, si la empresa no es tuya, vale una noche de insomnio. Piensa en todas las que has pasado ya. ¿Qué pasó con ellas? 

  31. El deseo de «llegar a algo en el trabajo» es una enfermedad, es una trampa. Huye. En el trabajo la única ambición que hay que tener es llegar pronto a casa. 

  32. El lavavajillas tiene que ser Fairy. Es más caro, sí, pero es por algo. 

  33. El Cuarteto de Alejandría hay que leerlo con más de cuarenta años. 

  34. No te cases por segunda vez. A partir de los cuarenta, y si ya has pasado por un matrimonio e hijos, aspira a ser novios: ése es el plan bueno. 

  35. Los amigos llegan y se van. O los echas o te echan. Muy pocas amistades son para toda la vida, pero que algunas tengan una duración limitada no quiere decir que no sean valiosas. 

  36. Un «te quiero» es verdad hasta que deja de serlo. Eso no implica que en su día fuera mentira. 

  37. Usa cepillo de dientes eléctrico. 

  38. Deja la mesa del desayuno preparada cuando te acuestes. Cuando te levantes y la veas, pensarás que alguien te cuida, aunque seas tú mismo. (Sé que esto suena a que merezco que me quemen las pestañas con un lanzallamas por cursi pero funciona).

  39. Lleva un diario cuando viajas. No, no vas a acordarte de todo. No, ni siquiera mirando las mil quinientas fotos del móvil que no vas a ordenar nunca. 

  40. Si te pintas los labios todo el mundo te dirá que estás más guapa. 

  41. Aprende a posar para las fotos: se sonríe con todos los dientes, se baja la cabeza y se saca el mentón hacia fuera como si fueras una tortuga saliendo del cascarón. «Feels weird, look nice». Funciona. 

  42. Viaja mucho a Francia. 

  43. Que a ti te guste algo, que te apasione y que te esfuerces en enseñárselo a tus hijos no hará que a ellos les guste. A lo mejor sí, pero puede que no. 

  44. Haz listas de cosas que ya no existen para que no se te olvide que una vez tuvieron algo que ver contigo: palulú, microbuses amarillos, teléfonos de rosca, candados para esos teléfonos, galletas de vainillina de la Caja Roja, … 

  45. Cuando se dice de alguien que«es como es», ese alguien es siempre imbécil o un impresentable. Acabemos con ese eufemismo. 

  46. Hay que entusiasmarse con lo que te gusta. El entusiasmo es contagioso, divertido y de colores. No hay que confundirlo jamás con la intensidad, algo terriblemente cansino. 

  47. Escribe a mano. Con pluma, boli o lápiz, pero escribe.  Escribe cartas, en un cuaderno o en papeles sueltos, donde sea pero escribe a mano.No, no vale lo mismo dejarlo en notas del móvil. No te acordarás igual.

  48. La mentira más grande que nos contamos a nosotros mismos es: «no necesito apuntar esto porque seguro que me acuerdo». Esta no es mía (se la leí a Kevin Kelly) pero como sigo cayendo en esa mentira, la dejo aquí para recordarla. 

  49. Celebra tu cumpleaños. 

  50. Ésta la dejo en blanco... para lo que aprenderé este año.


miércoles, 8 de febrero de 2023

Breve. Pequeños placeres sin importancia




Once de la noche. Interior casa. Luces apagadas. María y yo nos tumbamos en el sofá, cada una con su manta, y le doy al play.

 ¿Os puedo pedir algo?
 Si implica salir de casa, tender la lavadora, regar las plantas o alguna de esas tareas que solo te importan a ti, no.
 Son las once de la noche, no es nada de eso; pero gracias por dejar claro, una vez más, mi papel de ama de llaves.
 ¿Qué quieres?
 Que veáis conmigo el primer episodio de Doctor en Alaska, una de mis series favoritas de la vida.
 Yo tengo que estudiar.
 Yo sí la veo contigo.

La primera escena transcurre en un avión. El Dr. Fleishman le cuenta su vida al pasajero que va sentado a su lado… y al espectador. Cuenta que es médico y que, tras aceptar una beca de 125.000 dólares, tiene que trabajar en Alaska durante cuatro años. Cree que todo irá bien. «Buena suerte», le dice el pasajero. El espectador, que soy yo, sabe que la buena suerte ya la ha tenido porque va a un sitio mágico. Durante cuarenta y seis minutos viajo a Cicely, es la primera vez que veo la serie en versión original y también la primera vez que la veo después de haber estado en esos paisajes. Todo me suena vagamente familiar: los bosques, las casas, Ed, Holly, Maggie, Maurice, Marylin, el graffiti del alce. Mientras pienso en que es indudable que, en The Gilmore Girls, Stars Hollow es una especie de trasunto de Cicely, me doy cuenta de que este rato soy feliz. Estoy a punto de cumplir cincuenta años y vuelvo a un lugar que visitaba cuando tenía veintitrés, cuando llegaba a casa después de una juerga un viernes y me sentaba a comer algo mientras veía el episodio que pillaba. Entonces todo me parecía curioso, raro, me encantaba la tensión sexual no resuelta que pensaba que solo ocurría en las pelis y me enamoraba de Chris en la mañana cada vez que aparecía en pantalla. Vuelvo a ese lugar que parece estar esperándome: «Welcome back». Me siento como si viajara a mi pasado, casi espero verme tras una esquina, o sentada en una de las banquetas del bar. Vuelvo a un lugar en el que no hay móviles ni internet; cada uno viste a su manera, nadie hace fotos y hay periódicos en papel y horarios de autobuses. Un lugar en el que la gente espera y siente el tiempo pasar, lo deja deslizarse, discurrir sin entretenerse, sin querer aprovecharlo. Me disuelvo en esa sensación. 

Acurrucada en el sofá con María, nada de lo que pasa fuera importa, nada de lo que ha ocurrido en el día tiene el más mínimo valor.

 ¿Te ha gustado?
 Sí.

Pequeños placeres sin importancia.



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domingo, 5 de febrero de 2023

Lecturas encadenadas. Enero


El otro día celebré los quince años de Cosas que (me) pasan y hoy he pensado que también merecería celebración que han pasado diecisiete años desde que, una noche de enero de 2006, tras acostar a mis dos hijas que por entonces eran bebés, me senté en la misma mesa en la que estoy tecleando ahora y empecé a escribir sobre los libros que leía. El retorno del profesor de baile, de Henning Mankell, fue aquel libro. ¿Qué recuerdo de él? Nada, absolutamente nada; pero si leo lo que apunté aquella noche recuperaré la memoria gracias a los detalles y las impresiones que escribí aquel día. Aquella rutina de doblar esquinas mientras leía y, al terminar el libro, sentarme a dejar para la posteridad mis impresiones sobre la lectura y las citas que me habían llamado la atención la sigo manteniendo. Hay cosas que han cambiado: ya no tardo semanas en buscar el cuaderno perfecto porque me vale cualquiera siempre que se abra del todo y tenga un papel en el que pueda escribir con pluma. Tampoco mantengo, por falta de tiempo, la costumbre de volver a esos cuadernos a buscar inspiración en todas esas citas. ¿Para qué escribo los cuadernos si no vuelvo a ellos? Porque no pierdo la esperanza de volver a ellos, de recorrer todas esas notas y encontrarme no solo con las citas, los autores y los libros sino también encontrarme conmigo, con mi yo de 33 años, de 38, de 42 o 46. Cuando consiga hacerlo creo que va a ser una experiencia curiosa. Y a lo mejor lo cuento aquí.

Al lío de los libros de este mes.

Ensalada loca, de Nora Ephron, lo compré en Amapolas Librería. Me gustó tantísimo Se acabó el pastel y me gusta tanto el humor ácido e inteligente de Nora que estaba deseando leer más. Este volumen recoge artículos publicados en distintas revistas y periódicos. Algunos han envejecido mal, sin que esto sea un demérito para esos textos: no se escribieron pensando en que duraran, en que fueran relevantes pasados seis meses. Muchas de las noticias que Nora analiza y a las que otorga muchísima importancia pasadas por el filtro del tiempo carecen de la más mínima trascendencia, algunas resultan incomprensibles desde el futuro. A pesar de todo esto, Nora es Nora y siempre encuentro algo con lo que reirme, admirarme, asombrarme o asentir con fuerza.

Hay también muchas ideas con las que disiento y una de ellas es el tema de los pechos. Cuando leía esas páginas iba diciendo: «No, Nora, no tienes razón». A pesar de escuchar las quejas de sus amigas con mucho pecho «explicando que sus vidas habían sido muchísimo más tristes que la mía. Les tiraba la cinta del sostén en clase, no podían dormir boca abajo» y muchas cosas más, Nora defiende que tener poco pecho es algo más traumático que tener mucho. Nora, NO TIENES RAZÓN. Tener mucho pecho es terrible, no encuentras bikini, no encuentras sujetador y cuando lo encuentras es cuatro o cinco veces más caro que el que las mujeres de poco pecho pueden comprar en cualquier tienda. Además, el pecho más grande pesa más y se cae más. ¿Trauma por poco pecho? Sí. ¿Más que por tener mucho? Ni de coña. Y de esta burra no me bajo, venga Nora o quien sea.

Leyendo el ensayo Sobre lo de no haber sido nunca la reina del baile, en el que habla de la belleza de las mujeres, no paré de asentir todo el tiempo. «Una de las pocas ventajas de no ser guapa es que una embellece con los años: sin ir más lejos, yo misma no paro de mejorar de aspecto». Correctísimo, Nora. Nadie te ve y no te importa, pero tú te ves estupenda. «No existe en Norteamérica una chica fea que no cambiase sus problemas por los de ser guapa; no creo que haya una chica guapa que honradamente prefiera no serlo». Esto es así, los problemas de las guapas son imaginarios y es imposible empatizar con ellos. Y no pasa nada.

Nora dedica bastantes páginas al movimiento feminista, al que apoya con fervor crítico, como yo creo que hay que apoyarlo. «Me temo que el problema consiste en que como escritora estoy comprometida con la verdad y como feminista estoy comprometida con el movimiento; y dado que libremente me comprometí con él, considero una de las ironías constantes de este movimiento que no haya forma de decir la verdad sobre él sin que en cierto modo parezca que se le ataca».

Leed a Nora, pero empezad por Se acabó el pastel.

Los reyes me trajeron El adversario, de Emmanuel Carrère. «¿Todavía no lo habías leído?», me dijo alguien. Pues no, no lo había leído, ¿qué prisa había? La historia de Jean Claude Rommand es tan increíble que hay que contarla muy mal para que no atrape al lector. Lo sucedido es extraordinario porque es llevar el engaño y la mentira a una cumbre que para los que mentimos de una manera vulgar y chapucera resulta casi una obra de arte. La mentira es excelsa y el personaje incomprensible. Cuando se descubre que tras su fachada está hueco, ¿lo que se descubre es la verdad u otra capa de maldad? Veo una línea clara entre A sangre fría, El adversario y La ciudad de los vivos (éste último ya estáis tardando en leerlo y doy por hecho que cualquiera que pasa por aquí leyó A sangre fría hace tiempo). Tres historias de crímenes narradas por autores competentes que pretenden contarlas sin tocarlas, desde una atalaya de objetividad imposible de mantener. Todos sabemos que Capote terminó enamorado de Perry y deseando que le ajusticiaran para poder terminar su novela y, en mi opinión y por otras lecturas que he hecho de él, Carrère no se enamora de Rommand porque está demasiado enamorado de sí mismo. Es una autor, y ya lo he dicho más veces, que siempre entra en sus novelas a codazos, como el que en una discoteca empieza a bailar en los límites de la pista de baile pero poco a poco va empujando y presionando hasta llegar al centro porque necesita ser el foco de atención: así es Carrère.

Por si acaso queda alguien, como yo, que llega «tarde» a El adversario, me gustaría decir que es una novela que hay que leer, con una historia que no voy a destripar, que te deja boquiabierto y que al terminar solo deja una pregunta: ¿cómo fue posible?

In.
, de Will McPhail ha sido mi lectura favorita del mes. McPhail es dibujante habitual de The New Yorker, revista en la que se publican la mayoría de sus tiras, que me encantan. Todas son divertidas, punzantes, ingeniosas y me dan ganas de recortarlas y pegarlas en mi pared de viñetas. In. es su primera novela gráfica y cuenta la historia de Nick, un joven veinteañero, dibujante como McPhail, que es consciente de estar siempre encerrado en sí mismo. Decide intentar conectar con otros, con quien sea: el barman de un garito que frecuenta, su vecina mayor lesbiana que discute con su pareja a gritos mientras baja las escaleras, su madre, el fontanero, su hermana y Wren, una chica que conoce en un bar. Me ha gustado todo: la historia, el tono, la colocación de las viñetas en la página dejando espacio, aire para transmitir la idea del vacío interior y también de la nada exterior que, de alguna manera, ahoga a Nick. Esas escasas viñetas tienen muchos silencios, no hay texto pero no hace falta: por la expresión de los personajes y tu experiencia vital sabes qué está pasando, qué están pensando y sintiendo. Los personajes son entrañables, la madre es una giganta y Wren una heroína bien construida, sin superpoderes ni grandilocuencia, quieres ser su amiga. McPhail además llena la historia de su humor y hay algunas viñetas geniales: la descripción del «pelo de follar» me hizo reírme a carcajadas porque ¿quién no ha pensado eso alguna vez? El trazo lineal y sencillo cambia por completo cuando Nick consigue “conectar” con otro personaje, tener una conversación llena de significado que va mucho más allá de la superficie. Las viñetas entonces se expanden, ocupan la página y, en ese punto, donde antes solo había personajes, se llena con escenografía: grandes edificios, montañas, cielos, glaciares, espacios. En esas conversaciones profundas todo es inmenso e inabarcable, todo está por descubrir, y en esa inmensidad de las relaciones personales intensas nosotros nos volvemos diminutos, así está Nick en esas viñetas.

Me ha gustado muchísimo. Corred a comprarlo o a sacarlo de la biblioteca. Esta viñeta, con un chiste sobre podcasts, sí que está ya en una de las paredes de mi despacho.

Y con esto y un bizcocho, hasta los encadenados de febrero.