miércoles, 25 de mayo de 2016

Aventuras en el parking


Soy la Indiana Jones de los parkings de Madrid: a fuerza de ir de uno a otro y tiro porque me toca, he conseguido desarrollar una sabiduría suprema sobre su tipología, problemática y manera de resolver sus trampas que me convierten, ¡qué digo en Indiana!, en Indi, Harry Potter, Han Solo y Catwoman. 

Lo primero que hay que hacer, como en Indi y la última cruzada, es encontrar el parking. Esto no siempre es tan fácil como la X en el suelo de la iglesia de Venecia. Dependiendo de la zona de Madrid el parking puede salir a tu encuentro con grandes neones de colores prometiendo estar siempre disponible para ti, 24 horas, y lavarte el coche y ascensor e hilo musical, o puede estar atrincherado, escondido a la vuelta de una esquina, identificado sólo por una P garabateada en un cartón o en un antiguo cartel metálico que probablemente presta servicio desde los años 30. 

Una vez encontrada la P hay que enfrentarse a la entrada. No todas son iguales. Y no todas son para todo tipo de conductores. Las hay fáciles y sencillas, como carriles de una autopista. Las hay empinadas y las hay como la ladera del Everest. Estas últimas requieren pericia conductora, calma y no llevar el coche cargado como si hubieras desvalijado una fábrica de lavadoras, porque entonces rozarás los bajos y de tu coche saldrán chispas como del Delorean de Marty. 

Adentrados ya en la cueva, hay que encontrar el HUECO. Para esto hay muchas estrategias. Hay muchos, la mayoría de ellos tíos, que "por sus huevos" tienen que aparcar en la primera planta del parking. Sospecho que tienen miedo a la oscuridad y no quieren ir más abajo, pero el caso es que transitan por la primera planta del parking como si fuera un rally, acechando para pillar el primer hueco libre que encuentren. Otros optan por la aventura y la exploración, y deciden que quieren saber cómo de profundo es el parking y si pueden llegar a tocar el magma del núcleo terrestre. Doy fe de que en algunos de Madrid se llega a sentir ese calor... y casi se funden los neumáticos. 

Sobre el hueco, además de la planta hay que encontrar el tamaño adecuado. Y en esto, como en "otras cosas", también hay para todos los gustos. Algunos quieren hueco al lado de una columna, otros quieren el de en medio, otros con una pared detrás, con una pared delante. ¿Y la postura? Como en "otras cosas", también la gente tiene sus querencias. Los hay que quieren de espaldas, de frente... o de lado; perdón, en batería. 

Una vez encontrado el hueco, el tesoro, y depositado allí el coche hay que intentar que la alegría y la euforia del triunfo no nos obnubile y nos haga salir del coche cantando y bailando y sintiendo que la vida es bella. ¿Por qué? Porque te adentrarás por el camino de baldosas amarillas que lleva a la salida sin echar miguitas de pan y perderás tu coche. 

Nada más aparcar hay que mirar a derecha e izquierda, fijar unas coordenadas inamovibles (no valen los coches aparcados al lado, que pueden cambiar), una columna, un cartel, un desconchón negro en la pared, una antigua cabina de lavado de coches, una momia... lo que sea y memorizarlas. Antes de subir por las escaleras hacia la luz hay que comprobar tres veces en qué planta se está y al salir a la luz hay que hacer una marca en el muro para saber porqué puerta has conseguido salir de la ruta. Todo esto parece excesivo... pero NO LO ES. 

¿Acaban las pruebas cuando la luz del sol da en nuestra cara tras emerger sanos y salvos de las profundidades terrestres? 

No. 

Lo peor, la prueba más dura, llega en el momento de recoger nuestro coche. Si hemos sido avispados o si, experimentados tras haber pasado días vagando por plazas y calles buscando la entrada a nuestro parking, somos capaces de encontrar la puerta... llega la peor de las pruebas. 

Hay que encontrar el cajero. Y para empezar, ni siquiera sabes qué pinta tiene.

¿Estará en la primera planta? ¿En la segunda? ¿En la planta séptima al lado de la sección de microondas del centro comercial que acoge el parking? ¿Estará al lado de la escalera o en un absurdo recoveco parapetado detrás de una columna, una reja y un par de papeleras? ¿Será amarillo, verde, azul? ¿Será de este siglo o de hace tres? ¿Un ordenador o un ábaco?

Una vez localizado el objetivo, hay que ser capaz de encontrar la ofrenda necesaria: el ticket. ¿Dónde lo guardaste? Ellas meten la mano en el bolso, tantean, tocan, buscan y cuando, efectivamente, comprueban que no encuentran el ticket, abren el bolso todo lo que pueden y empiezan a, rebuscar y rebuscar de manera cada vez más frenética. He visto casos extremos de bolsos vaciados en rellanos de escaleras mugrientos y mujeres de rodillas diciendo "estaba aquí, juro que lo guardé, no me devores". 

Ellos parecen que van a bailar algún tipo de coreografía de animador de crucero. Las manitas a los bolsillos de la chaqueta, las manitas a los bolsillos del pantalón, las manitas a los bolsillos del culo si llevan vaqueros, las manitas a la cartera... ahí las manitas se convierten en garras cuando abren la cartera y empiezan a buscar... he visto a hombres decir "yo te lo di a ti", "¡la culpa es tuya!", culpando a sus incautos descendientes.  

Superada esta fase de muchísima tensión, llega el momento cumbre de la experiencia satánica en el parking. ¿Cómo tendrás que pagar por esos breves minutos de descanso de tu automóvil? ¿Podrás hacerlo con tarjeta? ¿Sólo con alguna tarjeta en concreto? ¿Tendrá que ser en efectivo? ¿En efectivo pero solo con monedas? ¿En efectivo sólo con monedas de 1, 2 y 5 cm? ¿Aceptará billetes o sólo serán billetes impresos en la fábrica de moneda y timbre de la República Checa los días pares de un año bisiesto? ¿Aceptará la máquina que metas los billetes despreocupadamente o necesitará que eches mano del cursillo de papiroflexia por correspondencia que has hecho para meterlos convertidos en rana? 

Un paso más allá de esto, está el cajero humano. El cajero humano es como el viejo cruzado que espera a Indi y a su padre al final de la peli. Está hasta los huevos de estar ahí pero no puede ir a ninguna otra parte porque si le diera el sol se descompondría. Vive en el parking, viendo la tele en blanco y negro,  contando los días de su eternidad en un calendario de Galerías Preciados y comiendo bocadillos sin quitarle el papel de aluminio. 

El cajero humano en un parking significa dos cosas: no se admite el pago con tarjetas y la tarifa para poder sacar tu coche probablemente incluirá donar un riñón, la córnea y comprometerte a entregar a tu primogénito cuando cumpla 18 para relevar al cajero en su misión sagrada. 

Superada esta fase, un breve momento de relax antes de la tensión final. ¿Dónde está mi coche? ¿En qué planta lo dejé? ¿En qué fila? ¿Por delante o por detrás? 

Suponiendo que hayas sido avispado... tampoco puedes relajarte. ¿Cómo salgo? ¿Cuál es mi salida? Mi experimentado consejo es no seguir jamás las señales pintadas en el suelo. Mirada al frente, orejas de perro perdiguero en celo y sigue tu instinto... las señales están hechas para engañarte, para mandarte al fondo, para hacerte dar vueltas y que se te pasen los 10 minutos de gracia que tienes para huir hacia la luz. Para que te atrapen las sirenas, el minotauro y los bandoleros y desvalijarte. 

Ya está ahí, lo ves, la luz al final del túnel, de la rampa, solo queda una última trampa. Conseguir meter el ticket desde el coche. Ni muy lejos, ni muy cerca, ni muy fuerte, ni muy flojo, ni boca arriba, ni boca abajo, ni con el código hacia ti, ni con el código hacia allí... tira los dados y que Dios reparta suerte. 

La barrera se levanta, el coche parece calarse por la pendiente. Pisa fuerte, acelera... y no mires atrás. 

El grial es tuyo. 

lunes, 23 de mayo de 2016

En mi habitación

Cuatro pasos (pequeños) de largo por 3 pasos (pequeños) de ancho. 74 baldosas. Las medidas de mi madriguera. Una espejo que, por alguna razón que no consigo recordar, está colgado demasiado alto para mí. Una cama de 1,35. Una mesa de cristal delante de la ventana por la que veo La Peñota, el puerto de Los Leones y un abeto que cuando se plantó nos dijeron que era de "crecimiento lento" y, ahora, 20 años después, se ha hecho enorme. Una silla de director roja. Una estantería hecha de palés de madera; y otras sobre la ventana. Una mesilla restaurada donde guardo las cosas que me importan mucho y también las cosas que no quiero ver. ¿Por qué guardo cosas si no quiero verlas? Supongo que porque es parte del proceso: primero las atesoras, luego las miras, luego duelen y hay que esconderlas, y después, cuando se vuelven inofensivas, se tiran. Me quedan cosas por tirar ahí dentro. 

No he tenido siempre este refugio. Recuerdo los primeros días, con 18 años, ordenando mis cosas, colocando, organizando y disfrutando de tener mi propio espacio, que no tenía que compartir con nadie. De aquella época recuerdo querer hacerlo "bonito" o algo así. Recuerdo noches llorando sin parar, días de no poder levantarme de la cama de resaca, tardes estudiando y alguna noche loca. No lo sentía especial ni diferente al resto de la casa, era un sitio para estar a solas pero nada más. 

"Creo que una persona impregna un sitio" leí en la expo de los Wyeth. Ahora, con 43 años, creo que por fin he impregnado este cuarto, cueva, madriguera o rincón con lo que soy. La persona que soy, que he llegado a ser, está en todas y cada una de las cosas que hay en este cuarto y yo soy más esa persona cuando estoy aquí.

En los primeros tiempos era una adolescente con un cuarto... después, mi vida ha ido pasando por aquí. Lo he compartido unos años con El Ingeniero y lo que fui estando con él también está en estas paredes, mi maternidad desbordada también ha impregnado mis cosas a la vez que me impregnaba a mí. 

Ahora ya no soy adolescente, ni lo comparto (ni creo que vuelva a compartirlo nunca) y la maternidad ha encontrado su sitio en estas paredes en las fotografías que cuelgan en la pared encima de mi cama.

La cama está pegada a la pared porque solo estoy yo, porque ya no la comparto ni creo que vuelva a compartirla. Una cama grande pegada a una pared es un lugar seguro, la esquina en la que confluyen las dos paredes y la cama es el refugio perfecto. (Por el contrario, una cama en isla en medio de una habitación siempre es sexo... por lo menos en mi imaginario particular).

Mi cama, mi mesa, mi silla, mis cuadernos de lecturas, mis fotografías, mis cuadros. Cada cosa que significa algo de verdad para mí encuentra un hueco en este cuarto. 

Me gusta el sonido de lluvia en el tejado inclinado, identifico los pájaros que escucho por la ventana, reconozco el tacto del suelo cuando lo piso descalza, conozco cada ruido de la puerta de los armarios y sé cómo cerrar la ventana para que cuando llueve del norte no entre mucha agua. Me gusta mirar los libros desde la cama y las fotografías de la pared. Y no hay mejor momento que despertar por la mañana temprano, abrir la ventana y volver a meterme en la cama a ver amanecer. 

Me gusta mi madriguera porque, como dice Andrew Wyeth, en ella no tengo que ser consciente, ni estar alerta, ni pensar; solo ser. 


jueves, 19 de mayo de 2016

Los americanos del tren

Coche 4 8D. Ventanilla, sentido de la marcha con mesita para escribir y leer. Hubiera preferido sin mesita pero no quedaba otra ventanilla libre. Tengo sudores fríos y espasmos musculares y como soy absurda me visualizo como el protagonista de Aterriza como puedas y creo que todo el mundo me ve sudar. 

Una pareja de americanos ocupan mi sitio. Compruebo mi billete tres veces antes de decirles "Ejem, creo que es mi sitio". Él se levanta y se marcha. Ella se queda a mi lado, en el 8C. 

Me acurruco contra la ventana y me siento culpable por no haberle dejado mi sitio al americano pero no me veo con fuerzas para charlar en inglés y sé que no sería capaz de ir a contramarcha y sin ventanilla. 

Pongo un mensaje:

"No te lo vas a creer. En el tren van una pareja de americanos"  

Contestación:

"¿De los que se quieren o de los que no?"

Me concentro en el paisaje y la música que voy escuchando. La americana lee una novela horrible y frente a mi un hombre y una mujer van trabajando. Claramente tienen otra actitud, van en tensión, con la necesidad de aprovechar el tiempo de tren, el viaje. Yo solo dejo pasar el tiempo, el viaje, pensar en las cinco horas que tengo por delante para no hacer nada me relaja tanto que consigo dormir algo.  

En Valladolid los trabajadores se bajan y el americano aparece por el pasillo. Se sienta frente a mi, al otro lado de la mesita. Le miro parapetada detrás de mis gafas de sol. Es delgado, muy delgado. Huesudo. Tiene esa edad indefinida en los hombres que va de los 45 a los 60 y en la que me siento completamente incapaz de saber cuántos años tiene. Por otro lado, ¿qué más da? Lleva barba de unos cuantos días, rala y canosa a trozos, gris en otros. Gafas pequeñas y justo entonces se quita la gorra y veo que todavía tiene pelo, gris. Un hombre interesante, el tipo de hombre que se vuelve más atractivo con la edad. Lo único que no me gusta es que lleva un grueso anillo en uno de los dedos de su mano derecha. 

Le miro e intento pensar a qué se dedica, de dónde será. Sé que van a Hendaya porque él ha dejado el billete encima de la mesa y lo he mirado. Cuando estoy imaginándoles una vida, él se inclina hacia ella y le dice: No te lo vas a creer pero me he cruzado con 5 personas con camisetas de Bruce Springsteen. 

-Es que hoy toca Springsteen en San Sebastián. Yo llevo mi camiseta en la bolsa- me escucho decir. 

No doy crédito a mi misma. Tengo tanta curiosidad por ellos que me he lanzado a tener una conversación. Es curioso como soy fatal para las relaciones sociales obligadas y convencionales y, sin embargo, cada vez me gustan más las conversaciones con perfectos desconocidos. 

Me cuentan que son de Austin, Texas y que han pasado dos días en Madrid en un hotel precioso de la calle Valencia que solo tiene 17 habitaciones. Van a Hendaya para, desde allí, hacer durante 10 días el Camino de Santiago hasta Bilbao. 

Me preguntan si es bonito, les digo que es precioso.
Me preguntan si se come bien, les digo que se come de llorar de bien.
Me preguntan si tendrán problema de alojamiento, les digo que no, que en esta época del año no. 

Él me mira ahora muy inquisitvamente, tiene los ojos pequeños o las gafas se los hacen más pequeños. Me pregunta dónde fui a la Universidad y, después, dónde aprendí inglés. Cuando le respondo me pregunta si tengo ascendencia irlandesa. 

Ella es rubia pero tiene la piel morena. En Austin debe pegar un sol de justicia. Es dulce y lleva los dedos plagados de anillos. Mientras su marido parece rumiar todas mis respuestas ella me interroga sobre la cantidad de pan que como al día. Madrid les ha sorprendido por lo bien vestida que va la gente, la poca pobreza que se ve y lo delgadísimos que somos. 

Después de contarle el pan que como al día, les cuento que la semana pasada vi un documental sobre un cura español que desde un pueblo de Texas había reclutado a doce hombres y se los había traído a hacer el Camino de Santiago. Les cuento como empiezan con ganas, luego sufren, piensan en abandonar y al final le encuentran el sentido. 

Él me sigue mirando fijamente. 

¿Tú lo has hecho?
No, no lo he hecho. Por ahora no tengo ganas. 

Ella me señala la rejilla de los equipajes. Llevan unas minimochilas del tamaño de la que llevo yo a la piscina. 

¿Será suficiente?-me pregunta con un leve deje de pánico en la voz.
Sí, claro que sí. Cuantas menos cosas mejor-le contesto mintiendo como una bellaca. 

Charlamos sobre infraestructuras, sobre el paisaje que va cambiando, sobre Madrid, sobre mis hijas, sobre las suyas que ya son mayores, sobre como empezaron su viaje conduciendo desde Texas hasta Nueva York. 

Al llegar a Burgos, él tiene que cambiarse de sitio. Cuatro francesas se suben al tren y empiezan a parlotear como loros. Han terminado el trozo del camino francés que acaba en Burgos y ahora vuelven a Francia. Se lo susurro a los americanos.

¿Las conoces? ¿Cómo lo sabes?
Las he mirado. Es cuestión de los detalles. 

Mike y Janet. Me dicen sus nombres cuando al bajarme en San Sebastian les doy mis datos en un papel por si necesitan algo cuando vuelvan a Madrid.  

Nice to meet you. 

Cuarenta años juntos y todavía tienen ganas de hacer cosas juntos, cosas locas, arriesgadas y que les saquen de su rutina. Cosas más allá de la colada del día, las vacaciones de agosto y el arreglo del calentador. 

"Eran de los que se quieren"

martes, 17 de mayo de 2016

Molihermana cumple 40

Apareces en la cocina como una princesa. No, como una princesa no. Apareces como una gran actriz de las películas de cine clásico, en blanco y negro. Como a ellas, no se te oye llegar, haces tu aparición y siempre me sorprendo. Abres la puerta con cuidado y allí estás sonriendo.

Buenos días. ¿Qué tal?
–Bien

Te miro danzar porque eso es lo que haces, danzar por la cocina abriendo armarios, buscando tu taza, la cucharilla, asomándote brevemente a la ventana a ver el día que hace. 

Danzas y casi flotas con esa bata que llevas, heredada de la abuela, que debe tener casi 50 años y que solo te cabe a ti. Una bata de actriz de cine de los años 40, de crepe blanco, con hombreras, solapas, manga larga, un gran lazo azul entallándote la cinturita y larga hasta los pies. Una bata que te hace ser elegante aunque debajo lleves un pijama de franela de osos o un camisón de verano de piñas. 

Remueves el café con tus dedos largos de pianista mientras enciendes el Kindle y empiezas a leer. La vista baja, las piernas cruzadas, la taza en la mano a la que das pequeños sorbos. Todo pulcritud y minimalismo mientras que yo, que te miro desde el otro lado de la mesa, soy un canto al caos matinal con mi sudadera vieja, los pies en la silla, la revista encima de la mesa, la taza, el plato, la tostada, el zumo, un mar de migas.  

–¿Qué lees?
–No lo sé.
–¿Cómo que no lo sabes?
–No sé como se llama. Tengo muchos libros metidos y los voy leyendo según van saliendo. Termino uno y empiezo otro, no sé como se llaman.
–Pero, pero, pero...
–Me da igual... solo quiero leer. 

Y vuelves a la lectura. A esa calma que transmites y que no sé de dónde sacas. Te miro y tienes luz. ¿Cómo puede darte igual lo que lees? ¿Cómo puedes no saberlo? ¿Cómo puedes ser tan equilibrada, pensarlo todo tanto antes de actuar?  ¿De dónde has sacado ese superpoder para la reflexión, el análisis y el control? ¿Cómo puedes dormir en el sofá como si fueras la Bella Durmiente sin que nada te despierte?  ¿Por qué siempre sabes qué ponerte? ¿Por qué siempre pides sopa si te dan a elegir? ¿Por qué te dan tanto miedo cosas que a mí me parecen facilísimas? ¿Por qué tu eres dulce y yo un alambre de espino? ¿Por qué no me haces caso cuando te digo que vales infinito? ¿Por qué eres tan desordenada? ¿Por qué adoras las judías blancas? ¿Cómo pueden gustarte los regalices rojos de las gasolineras? 

¿Cómo es posible que seamos tan distintas? 

¿Cómo es posible que hoy cumplas 40 años? 

No lo sé y pienso en mi yo de 14 años enfrentado a muerte a tu yo de 11 y creo que alucinarían al vernos ahora. Y más que alucinarán cuando dentro de 40 años sigamos desayunando juntas y tú sigas llevando esa bata. 

Feliz cumpleaños, actriz de cine. 


viernes, 13 de mayo de 2016

El mirón


El año pasado me concedí un premio a mí misma, un regalo de "recuperación" podríamos llamarlo, y me suscribí a la revista The New Yorker en papel. Las revistas llegan a mi buzón de Los Molinos, de dónde las recojo cada fin de semana. Subo por las escaleras hacia mi cuarto, arrancándoles el plástico y las coloco en un montón en la mesa de mi cuarto. Siempre llevo encima un ejemplar que es el que voy leyendo mientras desayuno, en salas de espera en médicos, en reuniones, cuando quedo con alguien y no llega. Normalmente voy con un par de semanas de retraso  sobre la fecha actual pero no me importa. Disfruto la lectura y jamás miro de qué trata el siguiente artículo. 

La semana pasada en La Cultureta (uno de mis nuevos vicios) hablaban de un artículo de Gay Talese sobre un mirón de hotel. Los culturetas comentaban que el periodista tiene, a veces, que hacerse amigo de personajes que no son del todo recomendables, que son o pueden ser, incluso, delincuentes, pero que lo hacen por contar su historia, en beneficio de "la verdad".  Me sonó todo un poco a excusa, a justificación, pero no había leído el artículo. Hace un par de años leí Honrarás a tu padre, también de Gay Talese, sobre la mafia neoyorkina. Talese se caracteriza, por decirlo de alguna manera, por escribir siempre dando nombres verdaderos: no pone nombres falsos, no inventa, todo es realidad "observada". Sé que tiene un libro sobre la infidelidad escrito en los 70 o los 80 pero no lo he leído. En el de la mafia se hacia amigo de un capo mafioso al que acompañaba, con el que charlaba... etc. Una especie de Los Soprano o algo así. 

Por sorpresa, en el desayuno de ayer, en el New Yorker del 11 de abril,  me saltó el artículo del mirón. Es un artículo, una crónica que te pone mal cuerpo según vas leyendo. 

En 1980, Talese recibió una carta de Gerarld Foos, un hombre de un pueblo de Colorado que se había comprado un motel, y había colocado mirillas en el techo de 12 habitaciones para poder espiar a las parejas desde la buhardilla. Durante semanas había trabajado, ayudado por su mujer que comprendía su lado "voyeur", para colocar las rejillas. Durante días comprobó que él tuviera plena visibilidad de la habitación, la cama y el baño y que los ocupantes de la habitación no notaran nada. Cuando los huéspedes llegaban, siempre colocaba a las parejas más atractivas, más jóvenes o con pinta de tener una vida sexual más interesante en esas habitaciones. 

Durante casi 40 años se dedicó a subir a la buhardilla, tumbarse en el suelo y espiar a las parejas. Obviamente en todo esto hay un componente de, llamémoslo, vicio, querencia, gusto o lo que sea por el puro placer personal. Talese lo justifica por lo que el propio Foos le cuenta de su infancia, en la que nunca nadie le habló de sexo y en cómo todo empezó cuando de niño espiaba a una de sus tías. A lo que iba, Foos empieza a espiar y en algún momento enmascara, disfraza e, incluso se cree, que lo que está haciendo es una especie de estudio científico sobre los hábitos sexuales, la vida sexual de América. Cada noche, después de haber pasado horas espiando, anota todo en cuadernos que va fotocopiando y enviando a Talese durante años. Describe la habitación, las parejas, las edades, el aspecto físico, todo lo que hacen, cómo lo hacen, etc. Incluso apunta su enfado cuando las parejas apagan la luz y él no puede ver nada. En una ocasión, indignado por estarse perdiendo el espectáculo, baja corriendo de su escondrijo y aparca su coche con los faros encendidos apuntando a la ventana de la habitación para poder verlo todo.  

Talese, después de recibir la carta y tras dudar un poco (a mi parecer, bastante poco) va a Colorado a conocer a Gerard Foos. Se encuentra con él en el aeropuerto, charlan, Foos le cuenta su vida y le hace firmar un acuerdo de confidencialidad. Después le lleva al motel y le instala en una habitación,  "sin mirilla" le aclara.  Esa misma noche, los dos suben a la buhardilla y espían a una pareja mientras folla en la cama. Talese está tan inmerso en el voyeurismo que se asoma demasiado y no se da cuenta de que su corbata cuelga dentro de la habitación. Ese descuido hace enfadar a Foos. 

Tras unos días, Talese vuelve a Nueva York y consigue que Foos le vaya mandando durante años páginas fotocopiadas de su diario de mirón. Cada vez más endiosado, cada más metido en su papel de "científico", habla de él en tercera persona y se considera una especie de ente superior que observa a los demás en su intimidad sacando conclusiones sobre la esencia humana. Talese abre todas las cartas, lee todos los extractos y sigue con su vida. 

En un determinado momento, Foos le cuenta que fue testigo de un asesinato. En una de las habitaciones estaban alojados un camello de poca monta y su chica. Los espía varios días y tras ver como el camello recibe a clientes en su habitación, una tarde entra, coge toda la droga y la tira por el water (Foos entra normalmente en las habitaciones a cosas tan tan no sé como llamarlas como coger los sujetadores de las mujeres, mirar la talla y así tener "datos científicos correctos" en sus anotaciones). El camello al volver a la habitación, culpa a la chica de haber vendido las drogas y la estrangula. Todo esto con Foos mirando desde arriba.  Según él "la chica respiraba" cuando él dejó de mirar, pero al día siguiente la chica de la limpieza  da el aviso  de que hay una chica muerta en la habitación 10.  La policía llegó, investigó, pero nunca se resolvió el caso. 

Pasaron los años, la primera mujer de Foos murió, se volvió a casar con otra mujer que le ayudaba en su voyeurismo, siguió anotando, siguió espiando, compró otro motel en el que hacía lo mismo y años después lo vendió todo. Talese, durante todos estos años, siguió en contacto con él y en 2013 Foos le llamó para decirle que le absolvía del acuerdo de confidencialidad. Con un afán de protagonismo que a mí me resulta asqueroso, Foos con 78 años quiere que se conozca su historia, su "trabajo". Se considera a sí mismo una especie de Edward Snowden (esto lo dice él) y un "soplón" que da información importante. Talese decide que es una buena historia para contar y ha escrito un libro sobre ello que saldrá ahora en USA y el año que viene en España. 


Llevo dándole vueltas desde que terminé el café esta mañana. Lo he pensado en la ducha, mientras me vestía, mientras conducía de camino al trabajo, mientras estoy currando, ahora mientras escribo este post... no sé que pensar. Sí lo sé. Foos es un pervertido como hay mil. Cada uno tiene sus vicios y estoy muy a favor de ellos pero la manera metódica casi profesional de hacerlo me parece repugnante. Quiero decir ¿te gusta mirar? ¿Eres voyeur? Bien, hay mil maneras de satisfacer ese vicio sin convertirlo en una actividad delictiva. Él dice que no hacia daño a nadie porque no interfería en las vidas de sus espiados... Dice "No hay invasión de la privacidad si nadie se queja" ¿Se puede ser más cínico?  Mientras leía pensaba en todas esas parejas o incluso personas solas siendo espiadas...

Pero vale, Foos es un tarado. 

¿Y Talese? Puedo entender perfectamente y confieso que es posible que yo también lo hubiera hecho: que movida por la curiosidad hubiera ido a conocer a Foos y hubiera subido a la buhardilla. Pero ¿de verdad se puede justificar a un tío, porque es periodista, que durante 25 años no dice a nadie que hay un mirón en un hotel? ¿En beneficio de qué o de quién no lo cuenta? Detrás de Foos no hay una historia de salvación, el silencio de Talese no sirve para descubrir a un malo más malo... no espera un soplo, ni una historia mejor. Simplemente se calla.  Y lo que es aún peor se calla hasta que puede hacer con ello un historión, armar un libro y ¡vender la historia! 

... sigo dándole vueltas.  

miércoles, 11 de mayo de 2016

Depresión

La depresión no es un pozo negro, ni un manto oscuro que te cubre. Ni siquiera es gris. Ojalá lo fuera. 

La depresión es una luz blanca que borra cualquier contorno, cualquier silueta. Es una luz que hace desaparecer todos los colores, todas las sombras, en un inmenso charco blanco del que no se ve el final. 

Es una luz que no te deja ver nada. Te ciega, te taladra la cabeza y, en ella, solo puedes andar tambaleándote con los ojos entrecerrados. Lo que de verdad quieres hacer, lo que necesitas, es cerrar los ojos y no ver esa luz. Quieres esconderte, alejarte de ella, que no te alumbre, que no te vea, quieres que te deje descansar. Pero no hay donde cobijarse. La depresión es un foco en la cara del que no puedes escapar. Te persigue y no hay dónde esconderse. Da igual que te quedes parado o que corras lo más lejos que puedas... la luz no se apaga. 

Es una luz que te traspasa y te obliga a ver, a ser consciente cada minuto de tu sufrimiento, tu desesperación y tu angustia. No te deja descansar nunca. 

Cuando tienes una depresión, tu mejor (ja) momento es por la noche, es la hora del día, justo antes de meterte en la cama, en la que sientes un cierto alivio por haber sobrevivido a otro día que por la mañana al despertarte te parecía insalvable y en el que, además, quieres creer  te queda un día menos de dolor, de sufrimiento. A ese ligero descanso se suma la certeza de que por lo menos, durante unas cuantas horas, 3, 4 con mucha suerte, podrás descansar. La depresión es una maestra de la tortura, te aprieta y te aprieta, pero sabe que te tiene que dejar descansar un poco, hacer que te confíes, que te relajes para hacerte más vulnerable. Por la noche, la luz se apaga, se retira y puedes dormir, hacerte un ovillo, refugiarte en tu propia oscuridad y descansar. Por unas horas podrás fingir que no te duele el alma, la vida, podrás no verte y que los demás no te vean. Oscuridad que acoge, cerrar los ojos, relajarte al fin.  

No te confías... sabes que es una tregua, no el final de la batalla. Pero cada noche confías en no despertarte a las 4 horas aterrorizada. Confías en que esa noche sea distinta, quieres creer que a la mañana siguiente no querrás morirte. Pero nunca hay ese mañana, nunca dura tanto la tregua. Abres los ojos y ves la luz gris, avanzando poco a poco por el suelo de tu cuarto hacia tu cama. Cierras los ojos, te quedas muy quieta, esperando que no te vea, que pase de largo, que te deje descansar... pero no hay escapatoria. 

Vuelve a caer sobre ti, a cegarte y al levantarte, porque te tienes que levantar, a tu alrededor solo hay, otra vez, un inmenso espacio yermo en el que estás sola, un mundo cegador en el que tú no ves nada pero todo el mundo te ve a ti. 

Cuando empiezas a curarte, lo primero que notas es que ya no tienes el ceño fruncido todo el día,  te relajas un poco y empiezas a distinguir siluetas, contornos y sombras. Poco a poco, tan lentamente que siempre tienes miedo de que ese alivio que sientes sea una nueva estratagema de la depresión para que te confíes, la luz se va apagando, pasa de ser fría a ser cálida y todo va recuperando su color y su forma. Puedes ver a los demás... sabías que estaban ahí pero no podías verlos. 

Hace dos años toqué fondo... o eso me creía yo. Poco después descubrí que el fondo estaba mucho más profundo y que la luz llegaba hasta allí con toda su fuerza. 

He querido escribir esto porque no se me olvida, porque no quiero olvidarlo. Escribirlo es, para mí, la mejor manera de fijarlo para siempre. Me siento como si estuviera descolgando todas estas sensaciones de las paredes mi cabeza y guardándolas en cajas perfectamente etiquetadas y ordenadas. No voy a olvidarlo, en mis paredes mentales queda el cerco de esas experiencias y las veré todos los días, pero, a partir de hoy, cuando quiera saber qué era lo que tenía ahí expuesto, podré venir aquí, sacar este post y leerlo. Porque no quiero que se me olvide la luz. 

lunes, 9 de mayo de 2016

Primos

Los primos son unos parientes curiosos. ¿Qué tienes en común con ellos? Que tus padres son hermanos y compartes unos abuelos comunes que en algún momento, más pronto que tarde, desaparecen de nuestra vida. 

Conozco gente con más primos de los que puede memorizar y gente que no tiene ninguno. Yo tengo un número manejable de ellos, 11. Creo que yo sola doy más guerra que todos ellos juntos. Bueno, no lo creo... lo sé. 

Somos un grupo variopinto. Con el mayor me llevo un año y la pequeña tiene 11, llegó de Rusia cuando yo ya tenía a las dos princezaz. Es más prima de mis hijas que mía. Con ella, todos nos sentimos un poco tíos y ella con nosotros se siente en una reunión de chiflados. 

Nuestra última reunión de chiflados fue el sábado. Habíamos fijado la fecha hacía tiempo, cuando nos juntamos en otra de las citas sagradas de mi familia, el día de Reyes. Aquel día, mi primo “Chubi” y yo nos atufamos un mágnum de vino blanco a medias, nos pusimos de mote "Miss Harrison" y "Miss Marple" y convocamos la comida en su casa para cuatro meses después aprovechando la llegada desde Buenos Aires de nuestro primo R. 

Mi primo "Chuvi" (un pasado remoto y ligeramente relacionado con Starwars tiene la culpa de este mote pero eso es otra historia) tiene la misma edad que yo, nos casamos casi a la vez, tenemos hijas de la misma edad y nos separamos casi al mismo tiempo. Él es rubio, juega al fútbol y es jefe. Yo no, pero nos reímos hasta llorar cuando nos juntamos porque los dos tenemos un sentido del humor tan ácido que nos corroemos. A nuestros cuarenta y tantos hemos descubierto que nuestro amor por el vino blanco nos une más que compartir un apellido. Aquella mítica noche, apestando a barrica de roble envejecido, organizamos la comida. 

Organizar es un decir. Mandamos la fecha al grupo de wasap que compartimos los 11 primos con móvil y marcamos la fecha en el calendario. Eso fue todo... hasta la semana pasada en que tuve que poner orden y disfrazarme de Mary Poppins y el Capitan Furilo y empezar a repartir tareas: tú compras la carne, tú recoges a la prima de 11 años (María que no habla es su mote... pero esta es otra historia), tú compras chuches para las copas, tú la bebida y que no falte vino blanco. Hora de la cita, 13:30

Moli, ¿no sería mejor a las 14?
Pareces nuevo Nobita (este es otro mote y sí... es otra historia). Si quedamos a las 14, llegamos a las 14:30 y la barbacoa y blablablá.
Vale, vale... visto así. 

Los primeros llegaron a las 14:15. Nobita hizo su aparición estelar una hora tarde tras una noche de "electro cumbia". ¡Siempre tengo razón!, pero no sé qué es la electro cumbia y prefiero mi feliz ignorancia. 

Comida, bebida, una barbacoa en llamas que siempre es un buen tema de conversación, un millón de anécdotas, fresas, chocolate, ¡leche condensada! y chuches. 11 primos sentados alrededor de una mesa contando majaderías y riéndonos como si no hubiera mañana. 

¿Nos hacemos fotos haciendo el tonto?
—¿Quieres decir como siempre?
—Si, tú sal con la escoba barriendo... ¡no, espera, la escoba para Moli, que se la ponga entre las piernas y vuele...!
—Muy gracioso Pobrehermano Mayor, muy gracioso. 

Debió serlo porque todos se descojonaron. 

Sentada a la mesa con mi bebida (vino blanco, tinto y Gin tonic por riguroso maridaje con la comida) pensé que no podíamos ser más distintos. ¿Qué tengo que ver yo con mi primo Jimmy, de 29 años? ¿Y con mi primo Ramón que se piró a hacer las Américas y decidió quedarse a vivir en Buenos Aires? ¿Y con Alf que anda por Canadá? Por no hablar de mi prima de 11 años, que me mira como si fuera una vieja loca... porque para ella soy una vieja loca. 

Chuvi, que sepas que tu foto de Linkedin es de mucha vergüenza ajena.
Joder Moli, perdón Miss Harrison, no perdonas una.
Pero ¿cómo es la foto? Enseñadla.
Pues mirad, parece el vendedor del mes en Fotocasa por haber vendido un local comercial en un polígono.
No puedes ser más cabrona. 

No sé qué tenemos en común, ni siquiera sé si tenemos algo ni si quiero saberlo. Me basta con saber que somos familia, que tenemos unos recuerdos compartidos, unos lugares que nos pertenecen a todos y que tenemos la inmensa suerte de que nuestros padres, los que nos hacen ser familia, siguen con nosotros. Me basta saber que nos acordamos los unos de los otros y que nos alegramos de los éxitos de los demás. 

Me basta con sentir que cuando nos reunimos, las risas van a estar asegurada, me voy a encontrar en "casa" y no voy a querer estar en ningún otro sitio más que con ellos. Aunque se metan conmigo. 

A mis primos, con cariño y olor a barrica.

*Más sobre la Molifamilia. 

viernes, 6 de mayo de 2016

Un día en Madrid

9:30 de la mañana y otra vez llego tarde. Bueno, si no hay mucho atasco, si encuentro parking rápido, si me pillan todos los semáforos de La Castellana en verde, tengo una mínima posibilidad de no volver a llegar tarde. Me juro a mí misma que la próxima vez saldré con más tiempo.

En cada semáforo, mientras de fondo escucho una tertulia política absurda, me fijo en la gente que cruza la calle, en los otros conductores, en los edificios. Hubo un tiempo en que la parte norte de la Castellana era mi hábitat, cada día pasaba cuatro veces por esa zona. De tanto pasar dejé de verla, de fijarme. Ahora, esta zona, y de hecho todo Madrid en día laborable, me resulta tan ajeno, tan extraño, que lo miro todo como si fuera guiri.

Toda mi vida he vivido en Madrid pero llevo 16 años levantándome y yendo a trabajar a 100 km de aquí. Hasta este año era rarísimo que estuviera un día laborable en Madrid y por eso, ahora, los días que tengo reuniones, veo la ciudad desde un punto de vista nuevo. Todo esto lo pienso al salir del parking en Colón. Salgo a la calle y veo la bandera gigante, los coches, la escultura de Botero, ¿una rana gigante? ¿Cuándo han puesto esta rana? ¿Es nueva? ¿Lleva mucho tiempo?

Cruzo la calle. Génova, la Castellana entera y voy al hotel dónde he quedado para una reunión. Miro a la gente con la que me cruzo. Gente que corre, que no mira la calle por dónde va, que no me ve. Van pendientes de su teléfono o hablando con los cascos puestos. Ellos, muchos con mochilas. Ellas con un confusionismo estilístico propio del día. En 50 metros de acera me cruzo con dos chicas en sandalias, dos con cazadora de cuero, otra con botas y una con paraguas.

La reunión es con un desconocido que no he visto nunca pero que de manera inexplicable me reconoce en 10 segundos. Lleva mochila. Pido un café con leche y cuando me lo traen es tan espeso que casi tengo que cortarlo con cuchillo. Mi interlocutor devora las galletitas de acompañamiento.

Al salir de la reunión, descubro que tengo un rato libre antes del siguiente compromiso. Decido dar una vuelta, paso por debajo de la rana, me cruzo con unos cuantos niños uniformados de rojo que deben ser de algún tipo de excursión escolar y con gente tan elegantemente vestida que me sorprende. Realmente, en Madrid la gente se arregla para ir a trabajar.

Me doy cuenta de que estoy caminando como si fuera turista, como si no estuviera trabajando, como si todo fuera nuevo, como si no viviera aquí.  Me llama la atención la gente desayunando en las terrazas, gente que ha salido del curro para tomarse algo a media mañana, gente que corre de un lado a otro, sin fijarse en nada, sin verme. Gente que para taxis, que se baja de autobuses, que se mete en el metro. Muchísima gente en bici.

En el paseo de Recoletos está la Feria del Libro Antiguo. Demasiada tentación. Comienzo a pasear y me doy cuenta de que todos los clientes que andan, como yo, curioseando los lomos, subiéndose y bajándose las gafas, consultando listas y preguntando precios, son hombres. Hombres mayores, de más de 65 años, con el pelo blanco, chaquetas de puntos abrochadas y que, por cómo caminan, tienen toda la mañana para pasarla aquí. Muchos van solos, pero otros van en grupo.

—Te digo que eso se llamaba Economía de la empresa en la carrera.
—Pero, ¿cuándo? ¿Cuando estudiábamos nosotros?
—No, cuando dábamos clase. Cuando estudiábamos, ¿qué empresa había? 

A tres casetas de llegar al final... decido que ya está bien. Llevo un botín de 7 libros. Por un momento pienso en hacer cálculos de cuánto me he gastado en este inesperado paseo matutino... pero mando un mensaje de "aborten la misión" a mi cerebro y en su lugar cuelgo el cartel mental de "todos me han costado 6 euros". El tocho de Martín Caparrós que me ha costado 12 me sonríe desde el fondo de la bolsa. Decido ignorarlo.

De vuelta en el coche de camino a otra reunión me doy cuenta de que voy cantando y bailando. Me veo en el retrovisor y descubro al conductor del BMW de al lado descojonándose de mí. No estoy acostumbrada a tener coches cerca, normalmente voy por la autopista yo sola y nadie me ve cantar y hacer el memo en el coche.

¿El desconocido del BMW pensará que tengo pinta de loca? Quizás debería hacerme unas gafas de sol nuevas. Unas que me den un aspecto más "amable". Me encantan las mías, pero Juan dice que me dan aspecto agresivo, que con ellas tengo pinta de bajarme de un coche de policía americano con una fusta.

Sonrío. El desconocido sonríe. El semáforo se pone en verde y nos perdemos. Él al sitio dónde van los desconocidos con los que te cruzas y yo camino de otra reunión. Me alegro de no llevar calcetines.

Madrid está bonito, claro, nítido, casi a estrenar.

Madrid me sienta mal, no congeniamos... pero hay días, algunos, como ayer, en los que nos encontramos, pasamos el día juntas y nos llevamos bien. 


martes, 3 de mayo de 2016

Otra tarde en El Retiro


Una tarde preciosa con El Retiro petado de gente, vamos hablando de mil chorradas y pienso en las miles de veces que hemos venido, en carrito, en silla, en patinete, en bici. 

Hay una luz preciosa y mientras esquivamos turistas y parejas vamos hablando sobre patos y cisnes. Por un momento estoy tentada a contaros que los patos tienen el pene en forma de sacacorchos y que cuando practican sexo es a rosca...  una imagen perturbadora que decido no compartir todavía con vosotras. 

Me encanta el Palacio de Cristal. 
- Es un palacio de cristal como otro cualquiera-. Dice M que está en modo lo tengo todo visto.
- ¿Ah si? ¿Cuántos palacios de cristal en medio de un parque has visto, listilla? 
- Ninguno... pero no me gustan. 
- Bueno, pues a mí éste me encanta, me siento princesa cuando lo veo. 
- Mami, tú no eres más princesa porque no quieres-. Comenta C. 
- ¿Porque no llevo el pelo largo?
- Si y porque eres un desastre. 
- Pues lo siento, es la madre que te ha tocado. 
- ¿Sabes que ahora se llevan dos trenzas de raíz desde los lados de la cabeza?-. Me pregunta C cambiando de tema... o eso creo.
- Pues no, es un dato que desconocía completamente. Yo no sé hacer trenzas de raíz. 
- Ya, eres una madre un poco regular. 
- Mamá, ¿por qué no jugamos a inventarnos historias?-. Interviene M. 
- No, mejor vamos a jugar a que digáis 5 cosas que hago bien, que os gustan de mí. 
- Joooo... eso es un aburrimiento.- dice mi pequeño clon agitando su coleta. 
- No, nada de aburrimiento porque hay que pensarlo bien. No vale decir bobadas de "nos quieres mucho" y esas cosas que hacen todas las madres. Tienen que ser cinco cosas especiales de mi. 

Se callan un rato mientras vamos camino del lago. 

- ¿Nos compras un helado?
- Si os ayuda a pensar, sí.
- ¡Claro que nos ayuda a pensar!

M se zampa un Magnum de fresa (sin gluten) y C, como si tuviera una regresión a los 5 años, se pinta toda la cara con un corneto de yogur. Nos sentamos. 

- ¡Spaghettis con verduras y langostinos!-. Grita C triunfante. 
- ¡Eso no vale! Eso es cocinar y lo hacen todas las madres. 
- ¡Judías pintas con arroz!-. Se suma M. 
- Que no, que las comidas no valen. 
- ¿Tarta de zanahoria sin gluten?-. Replica M poniendo ojitos
- Bueno, venga... pero spaghettis, judías pintas y tarta de zanahoria solo cuentan como una cosa. Os faltan cuatro. 
- Que escribes-. Dice M. 
- ¿Eso te gusta?
- Sí, me gusta cuando estás en casa sentada escribiendo historias y te miro y tienes un tic. Mueves la boca mientras escribes como si estuvieras contando la historia a la vez. 
- ¿Lees lo que escribo?-. Le pregunto.
- No. Casi nunca. Sólo cuando tú me dices que lo lea, pero a veces cuando se me ha olvidado llevar fotos para algún trabajo del cole, entro en tu blog a buscar allí las fotos. Eso mola, encontrarte en internet. 
- Bien, van dos cosas. C, pequeña bruja, ¿qué dices tú?
- Tus amigos. 
- ¿Mis amigos? 
- Si, me gusta que tus amigos sean míos también. Ir a sus casas aunque tú no vayas, poder contarles cosas que a ti no te cuento, reírnos de ti, meternos contigo, que me abracen. Me gustan tus amigos. 
- Vale, eso me gusta. Ya van tres cosas. ¿Qué más? 
- ¡Los Molinos!-. Grita M. 
- Sí mami. Los Molinos mola mucho y eso es tuyo porque vamos ahí por ti y nos gusta por ti y por tus amigos y por tu familia y vamos a ir siempre siempre. Así que Los Molinos aunque no seas tú, eres un poco tú o más. 
- Bien, eso me gusta también. Os falta una. 
- Ya son suficientes. 
- No, el juego eran 5 y falta una. A ver M, piensa un poco... y piensa bien... no vale decirme como el otro día "tienes papada". 
- Te lo has tomado fatal y, además, todo el mundo tiene papada. 
- Tú no.
- Yo soy joven. 
- ¿Y yo no?
- ¡Mamá, no me líes! Tú eres joven pero yo lo soy más. 
- Vale, vale... pero venga, os falta una cosa. 
- Yo tengo una ya, - dice C. 
- A ver... miedo me das. 
- A mi me gusta cuando llegas a casa, abres la puerta y gritas... ¡Hola princezas!
- Muy bien, ¿por qué te gusta?
- Porque cuando dices eso ya está todo bien. 
- Estupendo. Ya están las cinco cosas. ¿Veis como no era tan difícil? Vamos. 

Volvemos caminando. 

- Chicas, ¿cuando sea vieja me meteréis en una residencia?
- Si tú no quieres no-. Dice C.
- ¿Y me invitarás a tu casa?
- Sí, pero yo te invito y tú me dices que no puedes venir. 
- ¿Y eso?
- Porque es mejor. 
- Jajajaja... vale. ¿Y tú M, me invitarás?
- Pues no lo sé... ya veremos. Pero mami, se me ha ocurrido otra cosa que me gusta de ti. 
- A ver. 
- Me gusta como lees. 
- ¿Y eso?
- Porque lees muy dentro. Te pones a leer mientras desayunamos o en el sofá o en cualquier sitio y te miro y pienso, yo quiero leer así. 
- Eso es precioso, cariño. 
- Lo sé. 

De todas las veces que hemos venido al Retiro, como siempre, ésta es mi favorita. 

domingo, 1 de mayo de 2016

Lecturas encadenadas.- Abril


Abril empezó por todo lo alto y ha terminado regular porque ha llegado la primavera, mayo y las flores y yo lo que quiero ahora es meterme en una caverna, un iglú o la cama y no salir hasta octubre, pero he leído mucho y no hay tiempo que perder.


La casa de cristal de Simon Mawer. No consigo recordar quién me regaló este libro por los Reyes Magos ni siquiera estoy segura de que fuera en Navidad pero el caso es que estaba en la estantería y me "llamó" y le tocó el turno. No es una gran novela ni creo que me deje mucha huella. Es la historia de un matrimonio, los Landauer, y la casa que se construyen en una ciudad de Checoslovaquia en el periodo entreguerras. En esos años después de la I Guerra Mundial en los que la historia y la sociedad quisieron aferrarse a la ilusión de que todo había terminado, de que no vivían en una pausa tensa, de que sobre los frágiles pilares del Tratado de Versalles se podría construir un mundo nuevo.


La casa de cristal es la metáfora de esa esperanza y esa ingenuidad. Una casa nueva, amplia, con luz, construida desde cero, sin anclajes con el pasado y mirando al futuro, es la protagonista de la historia. La trama de la novela no tiene mucho misterio y cuando alcanza un pelín de profundidad se desvanece como si a Mawer le diera vergüenza y no fuera capaz de seguir por el camino que ha aprendido y optara por la ruta marcada, obvia y sin complicaciones. Lo mejor de La casa de cristal es el contexto histórico en qué se desarrolla, mucho más interesante que lo que ocurre con los protagonistas.

"La idea de que pudieran derribar la casa terminó por derrotar a Liesel, que lloró no sólo por la preciosa casa en la colina de Mesto, sino también por su vida perdida y por su amor perdido y por todos los exiliados para quienes la realidad se encuadra en otra parte y se ven obligados a vivir unas vidas ajenas, como si lo que sucede no les sucediera a ellos, como si les sucediera a otros en un mundo onírico que discurre en el filo de la pesadilla". 
Estrellas Negras de Ryszard Kapuscinski es un libro SOLO para iniciados en el escritor polaco. Repito, solo para iniciados. Si alguien quiere acercarse por primera vez a la obra de Kapuscinski que NO coja este libro. ¿Por qué? Pues porque es un libro escrito antes de que Kapuscinski fuera quien llego a ser y creo que si alguien empieza por este libro es lógico, normal y natural que nunca más quiera leer nada de él y se pierda sus grandes obras maestras como Ébano, El Sha, El Emperador o La Jungla Polaca.

En Estrellas Negras acompañamos a Kapuscinski en sus primeros momentos en África, concretamente en Ghana y El Congo justo antes de que esos dos países se independizaran y adquirieran su identidad y justo eso es lo que le pasa a Kapuscinski aquí. Nos encontramos un autor que quiere contarnos África pero no sabe cómo hacerlo, no encuentra el tono, ni sabe interpretar lo que ve porque todavía todo lo es muy ajeno y tampoco sabe cómo ubicarse él en esa realidad tan absolutamente nueva.

Esta esquina la doblé porque me recordó a cómo Moehringer describía el Publicans en "El bar de las grandes esperanzas".
"El bar africano es como el foro de la Roma antigua, como el mercado de la ciudad medieval, como la taberna parisiense de Robespierre. En él nacen todos los estados de opinión: idolátricos o demoledores. El él te elevan a un pedestal o te arrojan estrepitosamente al vacío. Si el bar de admira, harás una gran carrera; si se burla, puedes volver a la selva". 
 Lo dicho, solo para fans convencidos de Kapuscinski.

Marcelín de Sempé. Esta historia, comic, cuento o tebeo... no sé muy bien como llamarlo es lo más tierno que he leído últimamente. Es la historia de la amistad entre dos niños diferentes como los somos todos. Marcelín se pone colorado sin motivo y a destiempo y Renato Piqueras estornuda sin control ni razón aparente. Se encuentran, se hacen amigos, se separan y cuando por azares de la vida vuelven a encontrarse.

Me ha encantado el tono de la historia porque no hay un mensaje más allá, ni trascendencia, ni moraleja ni enseñanzas de esas que están tan de moda ultimamente. Marcelín y Renato no son ni mejores ni peores que los demás y los demás no son malvados ni insensibles ni nada por el estilo. Es una historia sencilla, sin más.

Es un libro para tener en la mesilla y leer para sentirse mejor, para sonreír. Como mi vida es absurda muchas veces, yo lo leí una noche de jueves tras ver Shame. Hay pocas cosas en la vida que peguen menos que el protagonista de Shame con toda su soledad desesperanzada y sufrimiento y Marcelín con su celebración de la amistad y la vida... pero así es mi vida, una sucesión de cosas sorprendentes.

"Dibujo mis propias debilidades". Sempé. 
Y luego llegó él. Jamás pensé que diría algo así pero me he enamorado de un gato detective con gabardina y pantalones de pinzas. Blacksad ha sido el descubrimiento del mes y de lo que llevamos de año. Llegué a él porque alguien me dijo "Lea Blacksad", sí llamándome de usted. Recordé entonces que Pobrehermano Pequeño me había hablado de estos comics hace tiempo y se los pedí prestados. Me he pasado una semana acostándome entre humo de tabaco, casos de novela negra, amores entre gente compleja, traiciones, alcohol, música, corrupción y, sobre todo, con él... con el detective.

Blacksad es una obra maestra de guión con un protagonista redondo tanto en lo que hace como en lo que piensa, siente y dice. Es uno de esos personajes que tiene el "amor propio" del que hablaba Joan Didion para no esconderse de sí mismo, para escudriñarse hasta hacerse daño y aceptarse.

Cada tomo es un caso distinto con un millón de referencias a libros, música, acontecimientos políticos, históricos, sociales. Desde el nazismo hasta la literatura de la generación beat, desde la música de Nueva Orleans hasta el jazz de Nueva York. Tiene, además, el aroma de la novela negra más clásica, casi sorprende que no sea en blanco y negro y que las páginas no huelan a tabaco y a garito de mala muerte.

Y si las historias son una pasada, el dibujo es increíble. Incluso a mí que soy una completa neófita en esto del comic y dudo muchísimo que tenga el ojo adiestrado para valorarlo como se merece el dibujo me ha parecido sencillamente alucinante, me he quedado atónita. He pasado minutos escudriñando las escenas, cada detalle, cada expresión, cada personaje. A veces parece el story board de una película y otras El jardín de las Delicias de El Bosco.

Corred a leerlo.
"Para mí el infierno es la nada. Un lugar sin amigos, sin música, sin palabras que estimulen la imaginación ni belleza que exalte los sentidos".  (Vol 4. El infierno, el silencio)


He terminado el mes con Y Eso Fue Lo Que Pasó  de Natalia Ginzburg que compré en la Librería Antonio Machado del Círculo de Bellas Artes mientras esperaba a un amigo. Lo he leído del tirón en una mañana, metida en la cama viendo el cielo azul y las montañas y los árboles. El azul y la amplitud del paisaje creo que hicieron más llevadera esta historia tan terrible, tan claustrofóbica y tan gris.


Es una historia tan trágica y tan angustiosa por lo real y cotidiana que resulta. Una relación amorosa que empieza por casualidad, y que evoluciona hacia una trampa mortal, más bien vital porque es una condena a vivir en desgracia, porque ninguno de los dos protagonistas toma ninguna decisión en su vida, se dejan llevar por una inercia que acaba envileciéndoles hasta destruirlos a ellos y a todos los que les rodean.

Está escrita en primera persona, desde el punto de vista de la protagonista y, por eso, y por el hecho de que ella cree estar enamorada de un hombre cuando en realidad está enamorada de la idea de estar enamorada me ha recordado muchísimo a "Carta de una desconocida" de Stefan Zweig. Dos historias en las que las protagonistas se anulan a sí mismas, se aniquilan en beneficio de unos hombres que ni siquiera las perciben... ni las ven.

Ginzburg, de la que ya había leído Léxico familiar, escribe de una manera que te encoge el aliento, la palabra justa, la frase exacta.

Del prólogo rescato estas palabras de Natalia Ginzburg que se me han quedado grabadas porque podía haberlas (salvando las distancias) escrito yo.


"Algunas personas cuando han leído esta historia, me han llegado a decir: Si hubieses sido más feliz, habrías escrito una historia más bella. Yo nunca decía nada porque me parecía que tenían razón, pero era más cierto aún que no se trataba de que yo estuviese intentando ser menos infeliz escribiendo aquella historia, sino sencillamente intenta escribir algo a pesar de mi infelicidad y sin haberme curado, escribir sin dejar que mi infelicidad enturbiara e hiciera enfermar las cosas que escribía. Aunque para llegar a ese punto es necesario que la infelicidad no sea en nosotros una pregunta lacrimosa y llena de ansiedad, sino una conciencia absoluta, inexorable y mortal". 
Una maravilla de lectura solo para valientes porque es un libro que te deja del revés, con el alma al aire y sin aliento.

Y con la Ginzburg resonando todavía en mi interior, hasta los encadenados del mes de mayo.