domingo, 28 de enero de 2024

Dieciseis años de Cosas que (me) pasan: las bodas de hiedra




«Después de dos años viviendo en nuestra nueva casa, decidimos por fin ir a ver muebles». Estas fueron las primeras palabras que escribí en internet, en mi blog, Cosas que (me pasan, hace hoy dieciséis años. En aquel texto contaba mi experiencia de joven madre con piso a medio amueblar que se enfrentaba a la aterradora experiencia de visitar tiendas de muebles para que nuestra casa dejara de parecer un piso de estudiantes y diera el salto a vivienda de una «joven pareja con hijas». Entonces no lo sabía, pero estaba rozando la «edad del desconsuelo» que llegaría poco después. «Tengo treinta y cinco años y creo que he alcanzado la edad del desconsuelo. Otros llegan antes. Casi nadie llega mucho después. No creo que sea por los años en sí, ni por la desintegración del cuerpo. La mayoría de nuestros cuerpos están mejor cuidados y más atractivos que nunca. Es por lo que sabemos, ahora que —a nuestro pesar— hemos dejado de pensar en ello. No es solo que sepamos que el amor se acaba, que nos roban a los hijos, que nuestros padres mueren sintiendo que sus vidas no han valido la pena. No es solo eso, a estas alturas tenemos muchos amigos o conocidos que han muerto, todos, en cualquier caso tendremos que enfrentarnos a ello, antes o después».  (La edad del desconsuelo, Jane Smiley)

Poco después compramos un mueble que todavía tenemos y que, a pesar de ser color madera (ese anatema para las cuentas de decoración de Instagram), nunca he tenido la más mínima intención de pintar. Sigo viviendo en la misma casa, pero claro: ya no formo parte de una joven pareja, ni siquiera de una pareja. Han pasado muchísimas cosas en estos dieciséis años. En mi vida y en internet. Cuando empecé a escribir no había redes sociales y casi nadie escribía blogs. Ligar por internet se consideraba algo casi de degenerados y no había servicios de streaming. Cuando empecé a escribir tenía 33 años, mis hijas llevaban pañales y trabajaba en un despacho con cristaleras de techo a suelo con vistas a un polígono industrial de Toledo. Cuando empecé a escribir creía que, si planeaba mi vida, mi futuro sería como yo pensaba que tenía que ser. «Como pensaba que tenía que ser» y no como quería porque, en realidad, no sabía lo que quería; pero eso, como lo que me esperaba dieciséis años después, tampoco lo sabía.  

Hace un rato, mientras buscaba inspiración para escribir este texto, he aprendido que las bodas de hiedra son las que se celebran en el decimosexto aniversario en un matrimonio. Me ha gustado porque la hiedra es una planta que siempre he apreciado: es verde, cubre, no hace alarde, no es espectacular, no dice «mira cómo molo» y cuando te acostumbras a ella dejas de verla. Eso sí: si alguien poda la hiedra que cubre tu casa, tu tapia, la iglesia de tu barrio la echarás de menos inmediatamente. La hiedra, por lo visto, simboliza la fidelidad por ese empeño en agarrarse a las superficies sobre las que crece, pegándose a ellas. He estado dándole vueltas a si yo soy la superficie o la hiedra y me he decidido por ser la hiedra. A lo mejor esto me queda un poco cursi pero, a estas alturas, me da igual. 


Hace dieciséis años me aburría en el trabajo. Empecé a escribir sin tener ni idea de lo que estaba haciendo. (Sé que he dicho que no me importaba ser cursi pero no voy a escribir «planté la semilla de la escritura» porque mi tolerancia a la vergüenza ajena es bajísima). No sé qué buscaba aquel día, creo recordar que solo probar a ver si sabía hacerlo. No se lo dije a nadie, no estaba segura de si aquello iba a continuar o también me aburriría. No me aburrió: mis ganas de escribir crecieron y crecieron, me daba igual hacerlo bien, mal o regular, escribía de cualquier tema sin preocuparme de que alguien me leyera o que no me leyera nadie. Continué y escribir se convirtió en una rutina que poco a poco cubrió los zócalos para después ir subiendo por las paredes de mi vida, de mis pensamientos, de mi familia, mis amigos, lo que (me) pasa, hasta cubrirlo todo. Nunca me costó escribir, tampoco he pensado nunca en dejarlo, pero ahora sé que si lo dejara lo echaría muchísimo de menos, sería rarísimo, me faltaría una parte importantísima de mi día a día. Probablemente mi cabeza, liberada de esa tarea, se dedicaría a elucubrar maldades y terrores que me harían peligrosísima. 


Escribir me hace feliz. Ahora más que antes y, por eso, y porque creo que es el momento para hacerlo (¡Redoble de tambores!) mis bodas de hiedra con la escritura las voy (vamos) a celebrar anunciando que a partir de hoy estará disponible la opción de suscripción de pago a Cosas que (me) pasan


¡Sorpresa! 


¿Cómo va a funcionar? No empieces a hiperventilar. No voy a dejar de publicar en abierto y si decides, por la razón que sea, que no te apetece pagar seguirás recibiendo tres domingos al mes la newsletter además de, por supuesto, las «lecturas encadenadas» y los «podcasts encadenados». 


Si decides que sí, que te apetece suscribirte porque, oye, ya pagas Disney+ y HBO y no lo usas nunca ni te dan tantas satisfacciones como leer lo que escribo cada domingo, tienes dos opciones: 

Por 5 € al mes o 50 € al año: 

  • En primer lugar, mi agradecimiento infinito. Yo creo que eso ya es muchísimo. 

  • El contenido en abierto:

    • Tres newsletters al mes en domingo.

    • Las «lecturas encadenadas».

    • De vez en cuando, pero no de manera regular: «podcasts encadenados». 

  • Además: 

    • Una cuarta newsletter en domingo que tendrá como tema principal (aunque ya veré si lo voy cambiando) decirte qué cosas (me) molan mucho pero, sobre todo, las cosas que (no) molan nada.  El mundo está lleno de listas con los mejores algo, con lo que no te puedes perder. Yo ofrezco lo contrario: listas de las cosas que no tienes que leer, que no tienes que ver, ni escuchar, las modas que no debes seguir y los consejos que no debes dar. Un salvavidas y un salvatiempos. 

    • Los «despellejes». Cualquier despelleje será de pago. Seremos pocos y selectos.

  • Club de escucha de «podcasts encadenados». A principios de mes enviaré un mail con un par de sugerencias de escucha de podcasts, para ayudarte a ordenar la escucha, para saber qué merece la pena. A lo largo de estos años he recomendado muchísimo y la parte buena es que los podcasts no caducan. Así que te mandaré un mail diciéndote: «este mes te propongo escuchar esto y esto». Siempre meteré algo en español y algo en inglés. Una vez serán series completas y otras episodios sueltos. Daré también algunas pistas para escuchar. 

  • Participar en la sesión del club de escucha «Podcasts encadenados»: el último domingo de cada mes tendremos una conversación por Zoom hablando de podcasts, de los que haya enviado en el mail con sugerencias de escucha. Comentaremos juntos en esa charleta informal en la que podremos declarar nuestro amor a un podcast o despellejarlo sin compasión. A lo mejor, en algún momento, lo hacemos presencial en Madrid. 


Si te sientes rumboso, por 7 € al mes o 70 € al año, serás miembro fundador de Cosas que (me) pasan y tendrás, además de todo lo anterior:

  • Si me das tu dirección te enviaré mi agradecimiento infinito en una carta manuscrita. No es que vaya a valer dinero ni nada de eso, pero ¿cuánto hace que no recibes una carta manuscrita de una desconocida? ¿Sabes dónde tienes la llave del buzón? ¿Tienes buzón? 

  • Cualquier contenido extra que se me vaya ocurriendo: diarios de viajes, explosiones de odio, de amor, despellejes de libros, recetas (jajaja). 

Sé que esto es un gran cambio. Lo hago ahora porque me apetece hacerlo, porque la edad del desconsuelo quedó atrás y porque en estos años nuestra relación con internet ha cambiado. Creo que es buena idea pero es una prueba, igual que cuando aquella tarde de un 28 de enero de 2008 abrí una página de blogger y tecleé: «Después de dos años viviendo en nuestra nueva casa, decidimos por fin ir a ver muebles».

No tenía ni idea de lo que pasaría después. Ahora tampoco, pero quiero intentarlo, seguir escribiendo y que tú, si te apetece, me apoyes. 

Gracias si eres de los que llevas aquí desde el principio. ¡Qué jóvenes éramos y qué bien estamos ahora! Gracias si llegaste hace poco. Gracias si me has escrito en todos estos años un comentario, un mail, un mensaje en redes. Gracias si te has cruzado conmigo por la calle, en el metro, en Correos, a la salida de un baño o a la entrada de un teatro, en un aeropuerto o en un pasillo y me has saludado diciendo «perdona, esto me da mucha vergüenza pero...». Gracias si te has convertido en amigo. Gracias por las risas. Gracias por leerme. 

Felices bodas de hiedra. 

A partir de ahora, en el blog solo estará disponible el contenido gratuito.


domingo, 21 de enero de 2024

Flujo de pensamientos y casualidades

Según terminé de escribir la semana pasada, me saltó un episodio con el título How to discover your own taste, una de las casualidades que me llevaron a acordarme de El cuaderno rojo, de Paul Auster. Recuerdo perfectamente que lo terminé una de mis últimas tardes de parque. Estaba sentada en un banco, llegué al final y sin pensarlo volví al principio para leerlo de nuevo. Me había fascinado esa serie de concatenaciones vitales que Auster recuperaba, suyas y de conocidos o amigos, escuchadas también por casualidad. Hay mucha gente que no cree en las casualidades porque considera que cuando ocurren, cuando tú ves ese hilo invisible que ha unido y conectado hechos, situaciones y personas, sencillamente lo estás forzando para darle algún tipo de sentido. Otros no creen en las casualidades porque son incapaces de prestar atención a los detalles de sus vidas, o no tienen memoria para recordar hechos, sensaciones o situaciones del pasado y pierden así la posibilidad de establecer cualquier vínculo. Veo La sociedad de la nieve y a los dos días, sin que tocara y sin razón aparente, escucho un episodio del podcast Search Engine que responde a la pregunta ¿Por qué no comemos carne humana? Al día siguiente continúo viendo Doctor en Alaska, la sexta temporada, y llego, también por casualidad, a un episodio en el que Ruth Ann descubre que a su abuelo se lo comió el abuelo de Holly en medio de un temporal en 1897. Aún hay más, escucho Andes. 72 noches en la montaña, un podcast sobre el accidente del avión uruguayo y ahí descubro que el colegio de los muchachos se llama Stella Maris, como el grupo de las niñas de La Mesías, que, por cierto, no me gustó. Me aburro con Los Javis: no digo que no sean brillantes, pero son tan conscientes de su talento y hacen tanto alarde que me cargan. Es como ver un pavo real: la primera vez dices «oh, un pavo real, qué espectacular»; la segunda «anda mira, a ver si abre la cola»; la tercera «anda... otra vez»; pero cuando te das cuenta de que el pavo lo que quiere es barrerte la cara con la cola «mira qué guapo soy, mira qué chulo soy, mira cómo molo», te das la vuelta y te vas o piensas en cómo quedaría relleno de frutos secos, carne picada, pasas, orejones y un puré de manzana de acompañamiento. Las casualidades no acaban ahí: comparto con mi amiga Kar una foto de los libros que me han traído los Reyes y me contesta: «Oh, a mí también me han regalado Cantos de sirena, de Chairman Clift». En Doctor en Alaska celebran la llegada del invierno, Maggie prepara su casa para cobijarse en lo más crudo del frío y todos se felicitan cuando empieza a nevar diciendo «Bon hiver». Hace viento en Madrid, me gusta el viento. 


“There is nothing as exciting as the wind. New love— and the wind. But the wind has always been there. Even before you knew of love, you knew of the wind. The wind could excite you as a child, and it still can, and will”. (Winter, Rick Bass)


Camino por la calle y de refilón leo en un escaparate «Diseño de sonrisa». Me parece aterrador. ¿En qué momento de tu vida y por qué decides que no te gusta tu sonrisa y quieres que te diseñen otra? ¿Alguien de tu entorno viene y te comenta como de pasada «tienes una sonrisa espantosa» o «mejor no sonrías que das miedo»? Para solucionar eso preferiría ver en un escaparate «te diseñamos nuevas amistades». 


«Ella ha ido dos veces sin escolta. La gente de palacio...». Contengo las ganas de girarme para ver la pinta de la señora que está diciendo esto por la calle Goya. Veo Saltburn, me duermo veinte minutos y cuando despierto no me hace falta ir para atrás para ver lo que ha pasado. Ya conozco esta historia, ya sé que va a pasar, me da muchísima pereza. ¿Es que nadie ha visto que es Ripley en Retorno a Brideshead? «Uy, mira, vamos a coger esas historias “que ya nadie recuerda” y le damos un toquecito cuqui y moderno y nos hacemos los transgresores». Me aburrí muchísimo, todo es vacuo, vacío, efectista y en el minuto 10 dije «lo del padre es mentira». Aún así, esta vida de ricos absurdos me llevó a una historia de mi infancia, cuando yo tenía doce o trece años, mi mejor amiga del colegio se llamaba Cristina y tenía un apellido importante, de esos que llevan un «de» en medio, porque son de alguna parte, tienen «raíces». Las suyas estaban en Asturias. Éramos muy amigas y ella era encantadora. Vivía, además, enfrente del colegio, algo que a mí me parecía mucho más envidiable que todo el dinero que tenía su familia. Algunas tardes íbamos a su casa a estudiar. Por aquel entonces tenía una habitación decorada por un profesional, con una cama-cama (yo dormía en litera, dormí en litera hasta el día antes de casarme con 28 años), tenía tocador, mesa de estudio, de todo y una foto enmarcada de un caballo. «Qué bonito», dije la primera vez que la vi antes de percatarme de que aquello era un semental y la increíble tranca del animal, algo que no he olvidado jamás. Íbamos allí muchas tardes, tenían una criada filipina que nos preguntaba qué queríamos merendar y nos lo traía en una bandeja. A mí todo aquello me parecía excéntrico, pero pensaba que todo era una especie de performance y que, en algún momento, serían una familia normal. Cuando me invitó a pasar un fin de semana, a quedarme a dormir, descubrí que eso no pasaba, que esa vida con rituales, gestos y convenciones sociales eran su rutina habitual. El viernes por la noche nos sentamos a cenar en el salón. Su padre, su madre, su hermano R, su hermano P (que por aquel entonces debía tener 16 o 17 años y a mí me parecía el hombre más atractivo del mundo) y nosotras dos. Una mesa espectacular, todo muy ceremonioso pero que creí manejable, hasta que se abrió la puerta de la cocina y la chica filipila entró, vestida con cofia y guantes, a servirnos la cena. Se acercó a mi, por mi izquierda, a ofrecerme sopa de tortuga. Yo no sabía cómo había que servirse, cómo evitar tirarme todo por encima. La cena entera fue una agonía. Si servirme sopa me había parecido difícil, el segundo plato, que no recuerdo, era de los que había que pinzar con doble cubierto. Ellos charlaban,reían y comentaban sin inmutarse siguiendo una coreografía que claramente tenían interiorizada. Aquella era su vida real. Al día siguiente fuimos a su club y el domingo a casa de su abuelo que, entre otros lujos hasta entonces desconocidos para mí, tenía un pabellón de caza con una muestra de todos los animales disecados que había matado en sus muchos años como cazador. Recuerdo especialmente un oso grizzly erguido que medía unos tres metros. Jamás he olvidado aquel fin de semana por las ganas que tenía de que terminara y volver a una vida normal en la que cenábamos en la cocina, la fuente se ponía en el centro de la mesa y no había osos en casa de mis abuelos. Voy al cine a ver Los que se quedan, que me gusta, sin más. Es entretenida, mona, a medio camino entre El club de los poetas muertos, El club de los cinco y Criadas y señoras. Me paso toda la película añorando vivir en un sitio en el que la nieve caiga y aguante un mes. Un sitio donde pueda decir «Bon hiver». Me he dado cuenta de que cuando estoy tumbada boca arriba cruzo siempre el pie derecho por encima del izquierdo. ¿Cuánto tiempo llevo haciendo esto? Si lo hago al revés estoy incómoda, pero me fuerzo a hacerlo para no tener manías absurdas. Me cuesta, tengo que concentrarme porque si no, en cualquier momento, cuando me despisto, mi cuerpo dice «eh, ya está distraída, volvamos a la posición que nos gusta». Cada vez veo más mujeres con uñas en punta. La última, el otro día, en una tienda a la que fui a recoger un paquete. Me dan miedo esas uñas, un miedo parecido al que me daba  Diana, la mala de V. Es casi físico el miedo que me da enfrentarme a algo que no comprendo y que parece que puede hacerme daño.

"I think a lot about the difference between what in my head is the push internet and the pull internet... the internet where things are pushed at you and the internet where you have to do some work...you have to pull it towards you". Ezra Klein

En el episodio sobre cómo construímos nuestro gusto, dice Ezra Klein que él cree que hay dos clases de internet, el pull y el push, que podríamos traducir como el de emp y el de est. (Esto, claro, me lleva a mi tebeo favorito de Mortadelo y Filemón, en el que los dos agentes de la TIA tienen que ir a buscar las joyas de la corona que alguien ha robado. Siguen la pista de las joyas hasta un ladrón que las ha colocado en unos enanitos de escayola, de esos de jardín, que ha vendido en distintas regiones de Alemania. Uno de esos enanitos está en la región de los avaros, que no recuerdo ahora mismo cuál es. Llegan a la estación de tren, piden dos billetes y les pregunta el taquillero: «¿Cuál quieren? ¿Est o emp?». Eligen est pensando que serán «estupendos», pero pronto descubren que lo que han comprado es «estirar». Tiran con fuerza de una cuerda para mover al tren mientras se lamentan de no haber comprado emp sin saber que en la parte final del tren otros pasajeros están empujando el convoy). Volviendo a Klein, me gustó su reflexión: te puedes enfrentar a internet, y a casi todo, limitándote a ver lo que te ofrece, lo que te muestra; o puedes usarlo para buscar lo que te interesa, lo que te provoca curiosidad. 


Las casualidades son una mezcla de push y pull: Push porque la vida te pasa aunque tú no quieras y pull si haces el esfuerzo de encontrarlas. 



domingo, 14 de enero de 2024

Lo que nos gusta y lo que no

 


El otro día mientras brujuleaba por internet, revisando lecturas pendientes y demás, me encontré con un artículo titulado “London, going mad for Christmas in the 1980s”. Dejando de lado que ese «volverse loco» de los 80 era de una sobriedad casi conventual comparado con el festival lumínico, ornamental y hortera que sufrimos ahora en casi cualquier parte y desde noviembre, esta fotografía tan terrorífica hizo clic en mi cabeza.


Fue así: «Muñecas. Uf, qué horror... Un momento, se parecen un poco, lejanamente, a unas muñecas que ilustraban unas pegatinas, unos stickers diríamos ahora, con los que jugaba en los pasillos del colegio cuando tenía 8 o 9 años. Nos sentábamos en el suelo de los pasillos, unos suelos de falso granito rojo y jugábamos a darles la vuelta golpeándolas con la mano ahuecada». ¿Dónde están aquellas pegatinas? ¿Las tiré? ¿Estarán en alguna caja en Los Molinos? Me encantaban aquellas pegatinas: las ilustraciones de niñas con mofletes colorados, vestidas con delantales blancos impolutos sobre faldas marrones o azules, el pelo rubio, los grandes ojos, siempre rodeadas de algún gato o cachorro, o unas bolas de navidad, o flores o libros, me proporcionaban una sensación de hogar, de calor, quería vivir en el mundo de aquellas pegatinas. Me encantaban. 


El siguiente salto mental que di fue: ¿Por qué dejan de gustarnos las cosas que en un momento dado nos encantaron? Llegados a una cierta edad todos sabemos que algo o alguien que nos gusta mucho, muchísimo, que nos parece casi perfecto puede, en un futuro, dejar de gustarnos. Sabemos incluso que aquello que ahora nos parece perfecto llegaremos, quizá, a considerarlo desagradable, insoportable. 


No me inquieta el porqué dejan de gustarnos las cosas. Eso, lamentablemente, puede tener explicación: nos aburrimos, nos acostumbramos, nuestros gustos evolucionan por la cultura adquirida, por la experiencia, llegan otros gustos que apartan a los anteriores. Me pregunto qué mecanismo hace que cuando estamos en ese punto de gustarnos algo mucho, muchísimo, seamos incapaces de pensar que en algún momento ese lo que sea nos será indiferente, lo olvidaremos. No importa la experiencia que tengas, las veces que te haya pasado, siempre crees que si este libro, esta canción, esta mayonesa, este trabajo, esta casa, estas vistas te gustan ahora te gustarán para siempre, que es imposible que esa magia se acabe, se pase. Y vuelve a ocurrir. Una y otra vez, una y otra vez. ¿Por qué lo olvidamos? Pensándolo ahora supongo que es algún tipo de motivo psicológico que nos permite vivir ilusionándonos. (Por cierto, el otro día leí a una influencer en Ig «la ilusión es el combustible del alma» y, POR FAVOR, no seas una persona que dice este tipo de frases. Y sobre todo, no seas como ella que, ENCIMA, se la atribuía a Cervantes). 


¿Por qué nos gusta algo? Nunca en mi vida me había parado a pensarlo hasta ahora mismo. ¿Será porque lo que sea que es de nuestro agrado ha conectado con otro «algo» interno nuestro? (¿Es este texto el que tiene más «algos» de la historia? Creo que sí). Y ese gancho interno que nos conecta con lo que nos gusta, ¿cómo funciona? Porque, obviamente, caduca. O quizá tenemos muchos de esos ganchos a lo largo de nuestra vida. Unos son perennes, otros son temporales y van brotando en distintas etapas de tu vida. Algunos de esos florecen para convertirse en permanentes y otros se secan, mueren y se caen. Los hay que pueden rebrotar con el estímulo adecuado. Algunos de mis ganchos perennes son, por ejemplo, con Los Molinos o con Bruce Springsteen, los canelones, el membrillo, la lluvia, la noche, el frío, el invierno, el escribir con pluma, leer o el chocolate blanco. Entre los temporales que surgen a lo largo de la vida creo que uno muy común, compartido por mucha gente, que es el amor por las verduras. De niños pocos son los que adoran comer judías verdes o brócoli o crema de puerros; sin embargo con cuarenta la cosa cambia, no es solo que te gusten, es que tú, que preferías no comer a tomar coliflor, tienes ahora guardadas en el móvil 25 recetas para cocinarla. De estos ganchos surgidos en mi mediana edad, yo llevo como bandera mi completa devoción por Brad Pitt ahora, no cuando tenía 20, ni 30, ni 40... y me parecía blandengue y poco atractivo. ¿Cuánto me durará? Entre los ganchos que brotaron, florecieron, se secaron y se convirtieron en ceniza podría mencionar a los Hombres G, los tebeos de Esther, escuchar Todopoderosos o La Cultureta, esquiar, las fiestas de Los Molinos, el whisky con coca-cola, pero tengo especialmente grabado mi gusto por Hello Kitty: es uno de esos recuerdos que se te queda pegado a las paredes de tu memoria, flotando como una tela de araña que cuando menos te lo esperas se te pega a la cara. Cuando tenía once o doce años una de mis abuelas me dió 5.000 pesetas por mi cumpleaños. Era la primera vez que me daban dinero en lugar de un regalo y tener que tomar la decisión de en qué gastármelo me parecía muchísima responsabilidad. ¿Y si me equivocaba? Paseé por tiendas con mi madre hasta que al final decidí comprarme una carpeta de gomas, un bolígrafo y un cuaderno. La carpeta me gustó tanto tantísimo que durante meses la tuve guardada en un cajón decidiendo para qué podía usarla para que estuviera a la altura. No recuerdo más. Obviamente es mucho mejor que el gancho que me unía a Hello Kitty sea ya cenizas pero hoy, que me he puesto a pensar en esto, me sorprende que este gusto, como tantos otros pasados, desapareciera sin más. ¿De cuántas cosas que me encantaron no guardo el más mínimo recuerdo? 


Volviendo al principio: Las muñecas diabólicas del escaparate me parecen horrorosas, no entiendo que le gusten a alguien ¿Por qué los gustos de otros nos son tan ajenos? A mí me resulta incomprensible que a la gente le guste El Hormiguero, La Isla de las Tentaciones, Aquaman, los zapatos destalonados con los que no se puede caminar, la lengua de ternera, el calor del verano, el pollo en pepitoria, la primavera, ir al parque con sus hijos, las canciones de Siempre Así, la Feria de Abril, la cerveza sin alcohol, la cara que se te queda cuando te pinchas bótox por encima de tus posibilidades, viajar a países calurosos, First Dates, las alcachofas, o escritores, músicos, actores o personalidades que levantan pasiones y que yo no consigo entender. Por supuesto, mis gustos son incomprensibles para otros. 


“The first principle is that you must not fool yourself and you are the easiest person to fool”

― Richard Feynman


También sé que el hecho de desengancharse de personas lo tenemos mucho más interiorizado. Como decía antes, cuando estamos en el pico de oxitocina de un enamoramiento o en el momento dulce de una amistad no pensamos que esa sensación de felicidad absoluta se pasará, pero que no lo pensemos no quiere decir que no lo sepamos. Preferimos ignorarlo y nos engañamos a nosotros mismos pensando que esta vez será diferente, que no pasará, que lo vamos a hacer bien para que esa desafección no ocurra como las otras veinticinco veces anteriores porque, como decía Richard Feynman, es facilísimo engañarse a uno mismo.


¿Dónde estarán mis pegatinas de muñecas? ¿Y mis tebeos de Esther? ¿Y el disco de Hombres G con Jerry Lee Lewis en la portada? ¿Dónde está esa fe inquebrantable en que mi primer novio era “el amor de mi vida”? ¿Qué pasó con todo lo que adoraba y dejó de gustarme? Cuando tenía 33 descubrí que me gustaba escribir. ¿Y si deja de gustarme? Y ¿me quedarán cosas nuevas, ganchos nuevos, por descubrir y entusiasmarme con ellas? Espero que sí. 





lunes, 8 de enero de 2024

Despelleje: Globos de Oro 2024

Acabo de comprobarlo: Hace casi 3 años que no hago un despelleje. Llegó la pandemia, dejaron de hacerse saraos y después yo di mi triple mortal laboral que me dejó sin tiempo para empaparme de frivolidad y tontería. Hoy, en una carambola inesperada provocada por un insomnio rayando con el trasnochar, me he permitido volver a este género tan ridículo a la par que divertido. Muchas cosas han cambiado desde 2021: ahora Instagram está lleno de gente comentando los modelos con criterio, referencias y mucha intelectualidad. Aquí no hay nada de eso. Hago esto por las risas. A ver qué tal sale. 


Ayer se celebraron los Globos de Oro y ganaron muchos que me gustan, así que muy bien. También ganaron otros que no sé ni quienes son y otros que sí conozco y me caen mal. Lo que viene siendo un día cualquiera en la vida. Vamos a ello. 


Voy a empezar por alguien que necesita, con urgencia, una intervención de sus amigos. Tiene que llegar a casa y encontrarse a la gente que más la quiere en su salón, sentados muy serios y con una pancarta que diga: «Margot, te queremos muchísimo pero STOP creerte Barbie». El color del vestido me da ganas de mascar chicle de fresa ácida: ¿se siguen fabricando? 


Emma Stone camuflada y transparente. Elizabeth Debicki sigue la misma tendencia aunque con los brazos más largos que he visto en mi vida, qué envidia, seguro que no le pasa como a mí, que con cualquier chaqueta que me compro parezco el Espantapájaros de Oz. 


Si hablamos de ellos, digamos que Jeremy Allen White tiene el mismo problema que la mayoría de los tíos que conozco: no sabe llevar traje, se le pone cara de estar incómodo. Él no debía saberlo porque para sumar elementos a su incomodidad se ha puesto una camisa transparente que, lo siento, pero es un NO como una casa. Mejor así, aunque tenga pinta de no bajar la tapa: una cosa no quita la otra. Y ganó y yo me alegro porque The Bear es maravillosa. 


Precioso homenaje al Calippo.


¿De qué vas? De «desequilibrio». Prueba a mirar la foto y no sentir la tentación de girar la cabeza. Selena va escorada como el Titanic.


Transparenta que algo queda. Me hace gracia porque si miras muy fijamente su vestido se te pone exactamente la misma cara que tiene Sarah Snook en la foto. (Ganó por su papel de cabrona en Succession, bien por ella) 


Kevin también tiene mirada de «en qué coño estaba pensando cuando me dejé teñir el pelo de beige». Por lo demás va hecho un príncipe y hasta lleva reloj (si se hubiera quitado la pajarita aún mejor; pero, chico, viene de la época de El guardaespaldas, de lo más duro de los 90, no le vamos a pedir milagros). 


Kieran Culkin me hace muchísima gracia. Siempre parece enfurruñado, como si no supiera salir de su papel en Succession. Matthew tampoco ha sabido salir de su papel: el traje le está grande de hombros, va sin peinar y sin afeitar, pero lleva cara de decir: «¿Y qué si me he quedado con la empresa? Fuck off!».


Ayo Edebiri todo bien. El vestido es maravilloso, los zapatos perfectos y, sobre todo, ella va con la pinta que tendría alguien normal en esa tesitura: «no sé muy bien cómo he terminado aquí, a ver si no la pifio». No ha caído en la tentación de añadir mil quinientas joyas ni un peinado extravagante ni un bolso ridículo e inservible. De faltarle algo, le faltan bolsillos porque no sabe qué hacer con las manos. 


Muy bien Jodie (y su santa). Fatalísimo lo de sus zapatos. Creo firmemente que la moda del calzado con plataforma está durando demasiado. El traje de Alexandra me lo pido. No, mejor el de Annette. O los dos. 


También me pido el traje de lentejuelas de Meryl, aunque con ese modelo yo parecería una bolsa de basura. Me pregunto si Meryl lleva unas converse debajo de esa falda. También me pregunto qué temperatura hace en ese evento para que Meryl lleve dos cosas de manga larga y el resto vaya en tirantes. Como Meryl es siempre la mejor, voy a apostar por que hace un frío polar y ella es la más lista. Helen también lleva abrigo, así que definitivamente hace frío. Ojalá, en algún momento de mi vida, llevar un abrigo así de extravagante y absurdo... 


Con tirantes y tacones pero sin vestido, ni color, ni alegría de vivir. Elizabeth tampoco tiene alegría de vivir ni el coñ… para ruidos. No me extraña nada con ese despropósito de molde de escayola de clase de dibujo del colegio: «Hoy vamos a dibujar un capitel corintio». 


La diva más diva de la noche: Me fascina la de horas que es capaz de echar Jennifer para prepararse. Me pongo a llorar solo de la pereza que me da pensarlo, pero va divina. Frigo podía haber patrocinado la noche, me ha entrado nostalgia del Frigopié


Karen Gillan de mandala desenfocado pendiente de colorear. Me mareo. 


Tengo una foto en mi comunión llorando en la que tengo exactamente la misma cara que Natalie Portman en la alfombra roja. Cara de «no quiero estar aquí, me quiero ir a mi casa». El vestido es bastante chulo pero da la sensación de que va a deshacerse en cualquier momento, como pasaba con los padres de Michael J. Fox en la foto en Regreso al futuro


Cosas a las que hay que aprender a decir que no: los corsés en medio de un traje de muñequita. Más cosas a las que hay que decir que no: mucho encaje, mucha transparencia, zapatos de plataforma y un tocado con forma de manzana. He leído por aquí que es todo de muchísimo nivel y muy Dior y que, además, ella llevaba el tocado porque la semana pasada se cayó esquiando y se hizo muchas heridas (me lo creo regulinchi, aunque lo dejo pasar) pero no me gusta nada. Está a medio camino entre una diva de El crepúsculo de los dioses y una madame de burdel de una mala película del oeste.


Jennifer requetebién. Me chifla la falda. 

Dua Lipa requetemal. Parece un adorno navideño de la casa de José Luis Moreno. Algo que grita lujo y dinero pero que no quieres mirar. 


Este color nunca favorece a nadie. Jamás os compréis nada de este color. No os compréis nunca nada de un color del que tengáis dudas para nombrar. 


Lo que yo nunca seré: lánguida y traslúcida. 


Orlando ha esponjado. 


Carey como siempre con carita de pena. Es la tercera a la que veo con esa melenita que yo llevaba hasta el día antes de cumplir 24 años. Todo vuelve, incluídos los vestidos con los que no puedes caminar. 



Deshilacharse, deshacerse, desaparecer… seguramente arder en 3 segundos si le acercas una cerilla o le cae electricidad estática de alguno de los 300 vestidos de terciopelo. 


Super fan del vestido «atasco en la trituradora de dirección general» de Keri Rusell.


A la nieta de Elvis su decisión de ir vestida de velo de novia virginal no le convence para nada. (La serie Todos quieren a Daisy Jones está muy bien).


John, John, John... Ni Dwight se hubiera puesto eso. Emily lleva un collar maravilloso y esto es lo único bueno que puedo decir de ella. De Christina Ricci lo único bueno que puedo decir es: SU MARIDO.


Nicolas Cage. Otro con tinte equivocado homenajeando a Lauren Postigo. 


Lenny cree que está tan bueno que se puede permitir esto. Yo creo que no. 


Requetenó a Rachel. La Sra. Maisel estaría disgustadísima y a su madre le hubiera dado un ictus.


Fantasia Barrino no está convencida. Yo tampoco: la entiendo tanto... Te pruebas algo en la tienda, crees que sí, tienes dudas pero dices «tengo que arriesgarme, salir de mi zona de confort». Lo compras, llega tu día, te lo pones y piensas: ¿por qué cojones no le hice caso a mi instinto? Todas hemos sido Fantasia alguna vez. 


Todos en pie: Gillian Anderson maravillosa. He leído por ahí que el bordado del vestido son vulvas. Lo que queráis, como si llevara grabadas porterías de fútbol, me da igual. Ella está fantabulosa. Por ponerle una pega: Gillian, ¿para qué el bolsito ridículo? 


Brie Larson. Qué mona de embudo de esos que le pones a tu perro para que no se rasque cuando le han operado. Me encantaría que con ese vestido solo pudiera estar de pie, que no pudieras sentarte, como si fuera un vestido de Barbie. Perdón: de Margot. 


Heidi compite en otra liga. Qué cabrona. 


Ni una gala sin su representante de la tendencia «no quiero ser como la masa, quiero ser original, diferente, divertido, rompedor» y cagarla.


The mamarrachest. 


Ya estaba tardando en salir la malvada de Disney. ¿A quién se le ocurre llevar algo así? Te agachas y le sacas el ojo a alguien. O la gente se pasa la noche tirándote cosas a ver si aciertan a encestar. 


Issa Rae deslumbrante de El gran Gatsby.


Justin se suma a la tendencia de llevar reloj (algo que aplaudo muy fuertemente) pero no consigue compensar los 3000 puntos negativos por el traje color dulce de leche o virus estomacal de estos días en España. 


No sé quien es Rachel Smith pero me encanta su vestido de flores barrocas. Y a ella también. Y Matt Bomer también me encanta. 


Y chimpún. Ha sido divertido. Tengo que recuperar los despellejes. Por las risas y las tonterías.



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