sábado, 30 de octubre de 2021

Podcasts encadenados: ricos, riquísimos, tragedias y una bala que no falla


Hoy vengo a hablar de podcasts porque llevo tres semanas queriendo hablar de podcasts y lo he ido dejando porque no tenía tiempo, porque no encontraba el momento, porque si la abuela fuma pero hoy ya no puedo dejarlo. Hoy, mientras iba conduciendo a casa de mi hermana, iba gritando en el coche: ¡No puede ser! pero, pero, pero... ¡no me lo creo! La razón de mis gritos era el séptimo episodio de un podcast. Al volver a casa he pensado: necesito escribir sobre podcasts porque ¡tengo que comentar esta historia con alguien! 

La razón de mis gritos, y de mi enganche de los tres últimos días, es la historia de la familia Steinberg que se cuenta en el podcast The just enough family.  Ariel Levy, escritora del New Yorker, nos lleva de la mano a conocer a toda la familia y cuando digo a conocer, lo digo por algo. Levy es muy amiga de Liz, una de las hijas del financiero Robert Steinberg y aunque es ella la que tiene la voz cantante en el primer episodio que sirve de introducción, gracias a esta amistad (supongo) en el podcast habla toda la familia que está viva: padres, tíos, primos, exmujeres. ¿Quienes son los Steinberg? Una familia de megaricos y cuando digo megaricos me refiero a gente que alquilaba la sala egipcia del Metropolitan para hacer una fiesta de cumpleaños de una adolescente, tenía varias casas, avión privado y un jefe de seguridad que, como el Señor Lobo, solucionaba problemas. Si estáis viendo Succession en HBO, ricos de ese nivel. Ricos de los que no llevan dinero nunca encima porque no lo necesitan. 

En el primer episodio, Liz cuenta que cuando ella era niña e inmensamente rica, escribía cuentos en los que ella vivía con una familia que no se parecía a la suya, no era pobre, no pasaban hambre ni nada de eso pero vivían "con lo justo", vivía con "the just enough family", la "familia de lo necesario". Me parece una anécdota maravillosa y ole por Levy por la elección del título. 

La historia de la familia es increíble y es una de esas que a los simples mortales, que tenemos que organizarnos la vida porque recordemos que improvisar es de ricos, nos encanta porque lo tiene todo. Dinero, amoríos, divorcios, traiciones que se van sumando y sumando hasta que en el episodio siete alcanza un nivel que exige gintonic y tertulia. Pero además de esto, tiene el mérito de que son los propios protagonistas los que la cuentan. Levy conduce, hace preguntas y, por supuesto, ella y la productora Melinda Shopsin han editado todas las conversaciones y las han ordenado para que el relato avance a partir de sus testimonios. Puedo imaginar las horas que han pasado charlando con unos y con otros y las que han echado escuchando todo lo grabado para organizarlo y dar coherencia al relato. 

Mientras lo escucho y mientras escribo esto pienso en qué posibilidades habría en España de hacer algo así. Muchos de los formatos de podcast que triunfan en Estados Unidos están basados en historias personales contadas por gente a la que no le da pudor hablar de sus sentimientos, sus errores, lo que hizo bien, mal, las opiniones que tuvo en su día y que ya no tiene, las traiciones, los amores, etc. Los americanos (que tienen muchas cosas malas como todos) son en esto tremendamente abiertos: hablan sin pudor. No es que en España una familia de megaricos no hablaría jamás así, es que aquí la gente no habla y cuando habla, se inventa. 

Dejando de lado esta última reflexión, The just enough family es un podcast maravilloso. Tiene ese punto de cotilleo, de asomarse a ver cómo viven los ricos. Tiene también el regustillo que da ver que a los ricos también les pasan cosas malas y tiene un punto de locura que te deja alucinando y enganchado a la historia. Son ocho capítulos de unos veinticinco minutos cada uno. No os lo perdáis. 

¿Qué más recomiendo? Pues el mejor podcast del año que, lo lamento por los que no habláis ingles,  es un podcast americano escrito y dirigido por Dan Taberski, un tío con un talento inmenso, creador también de Runnig from Cops publicado en 2020 y que también es impresionante. El mejor podcast del año se llama 9/12 y trata sobre las consecuencias del 11S desde diversos puntos de vista. Aunque nacido al calor del veinte aniversario de los atentados del 11S, 9/12 va mucho más allá de contar la historia de aquel día, sus causas o sus consecuencias. 

No sé el tiempo que Dan Taberski habrá pasado pensando este podcast pero seguro que han sido meses, muchos meses. Su objetivo es tan ambicioso y tan complejo que me pongo a llorar solo de pensar en el esfuerzo intelectual necesario para conceptualizar la idea, darle forma y encontrar las historias que encajen en el relato. Pensar en todas las historias que habrá desechado me provoca aún más llanto. ¿Qué objetivo persigue Taberski? Pues nada más y nada menos que contarnos cómo ha cambiado el mundo después del 11S, contar ese día que cambió el mundo, que nos cambió a todos, sin hablar de ese día sino de todo lo que ocurrió después y como sus consecuencias están aquí, nos tocan cada día, las navegamos en nuestras rutinas diarias. ¿Cómo cambió la manera de pensar el humor en Estados Unidos? ¿Y la propia conciencia de ellos mismos como país? ¿Y el uso de la palabra libertad y su concepto? ¿Y la imaginación? 

Es un podcast impresionante. Os animo a escucharlo porque solo el primer episodio, el prodigio narrativo que hace Taberski contando el 11S sin contarlo te deja con la boca abierta. Son siete episodios de cuarenta minutos que voy a volver a escuchar para ir tomando notas. Es el mejor del año, sin duda. 

En español traigo también una fantástica serie: Canónicas de Podium Podcast con Laura Martínez.  Confieso que, como casi todos, de adolescente la historia de Jack El destripador me interesó muchísimo. El primer asesino en serie, las mujeres asesinadas, Londres, la niebla, el misterio alrededor del asesino más famoso de la historia y las mil quinientas teorías sobre quién podía ser era algo que me llamaba mucho la atención. Muchos años después cuando la mística del asesino ya había desaparecido para mí, leí From Hell de Alan Moore y pasé miedo. Miedo por la historia y miedo al ver la fascinación que este asesino sigue teniendo a diario para muchísima gente. Bien, Canónicas tiene que ver con Jack El destripador pero no habla de él, ni siquiera se habla de los asesinatos. Canónicas se centra en la historia de las vidas de las mujeres que asesinó. ¿Quienes eran? ¿Cómo fueron sus vidas? Jamás había reflexionado sobre esto pero el asesino no solo las asesinó, borró sus existencias. Por supuesto no fue solo él, a ese borrado contribuyeron los medios, las opiniones y todos nosotros, convertir a las víctimas en prostitutas, pobres, personas que "algo habrían hecho", nos libera de poder ser como ellas, de acabar así. 

En Canónicas, Laura Martínez consultando a multitud de expertos, reconstruye en cada episodio la vida de las cinco víctimas canónicas, las confirmadas como asesinadas por el destripador. Escuchar sus historias, situarlas en el contexto, saber dónde nacieron, cómo era su familia, dónde trabajaron, qué les ocurrió para estar en aquella calle, en aquel barrio, la noche en que el asesino las encontró, les devuelve peso, volumen vital, dejan de ser simplemente las víctimas de Jack El destripador para volver a ser: Polly, Annie, Elizabeth, Catherine y Mary Jane. (Si llegáis a los créditos, tenéis sorpresa) 

Para terminar un par de episodios más en español. 

El reloj y la linterna es el tercer episodio de la nueva temporada de Radio Ambulante, un podcast que he recomendado mil quinientas veces porque todo lo que hacen es bueno. Todo es bueno pero algunas cosas son espectaculares y este episodio es una de ellas. En 1994 hubo un atentado en el edificio de la AMIA, en Buenos Aires. Es una historia muy conocida en Argentina (yo confieso que no tenía ni idea) y el episodio es un ejemplo de cómo se puede contar algo que todo el mundo sabe o cree saber de una manera diferente. Partiendo de lo anecdótico, del reloj del título, de algo pequeño observado de cerca... la narración va alejándose y alejándose hasta conseguir poner a la vista toda la tragedia y la historia. Un prodigio de enfoque narrativo que se sigue conteniendo el aliento durante los más de cincuenta minutos que dura. No os lo perdáis. 

Seguimos en Latinoamericana con Volver a los 17. Violeta Parra del podcast Sangre en los tracks. Este podcast lo descubrí en la newsletter semanal de Radioambulante en la que el equipo del podcast recomienda cinco cosas para escuchar, ver, leer, cotillear en internet o cuentas para seguir en distintas redes sociales. El 5 de febrero de 1967, Violeta Parra le preguntó al hombre con el que vivía: ¿dónde no falla una bala? Él, distraído, se tocó la sien y le dijo: aquí. Violeta entró en la casa y se pegó un tiro en la sien, no quería fallar. 

Yo sabía quién fue Violeta Parra pero no sabía nada de su vida ni de su final. En este breve episodio, Pablo Plotkin y Marcos Aramburu, reconstruyen su vida, su familia, sus intereses, su carácter, sus parejas, sus viajes, sus preocupaciones, sus odios. Dedican un tiempo especial a la canción Volver a los 17, que yo no había escuchado jamás, y que me parece, y así lo comentan ellos, una canción tristísima, una especie de elegía por una juventud que nunca es tan feliz como la queremos recordar con cuarenta pero que para Violeta era un paraíso del que había sido expulsada y que ante la idea de no volver a él, prefirió morir. Es una historia trágica pero el episodio cuenta su vida muy bien sobre todo si, como yo, no sabías nada. 

Con esto creo que es suficiente, me han quedado unas recomendaciones un poco trágicas: atentados, asesinadas, atentados y suicidios... espero que compense la frivolidad extrema de los ricos. 

Voy a intentar ser más regular en estos comentarios primero por egoísmo porque necesito hablar con alguien de todo lo que escucho y segundo por mi vocación de servicio público: ahí fuera hay maravillas para escuchar y me gusta compartir. 

Casi todo lo que he recomendado en esta sección lo tenéis aquí. 

martes, 26 de octubre de 2021

Lo de leer el periódico en papel

Leer el periódico en papel se parece a entrar en una librería o ir a una biblioteca y pulular mirando estanterías, creyendo que sabes lo que te interesa, para acabar saliendo con un libro o varios que ni sabías que existían pero que se han vuelto, por alguna razón, fascinantes y atractivos. Con el periódico en papel pasa lo mismo. Lo coges, lees los titulares, le das la vuelta, miras la contraportada y empiezas a pasar páginas creyendo que sabes lo que va a interesarte y lo que no, lo que tienes ganas de leer y lo que no. Muchas veces, sin embargo, acabas aburrido después de tres párrafos de la gran noticia que marca la actualidad y dedicas un buen rato a leer en profundidad las cartas del director o un breve que te pilla de refilón y que devoras sin dar crédito. 

«Detenida en Badalona por fingir su rapto e irse al bingo» ¿Cómo es de maravilloso este titular? Lo tiene todo, la información justa, el gancho necesario y la pregunta: ¿Cómo ha llegado esta noticia a estar impresa en página impar del periódico más importante del país? Por supuesto caigo en la tentación y devoro la noticia para conocer todos los datos posibles. Alguien que finge su propio secuestro para irse al bingo es, sin duda, alguien interesante. Ludópata, sí... pero interesante. Me entero de que el marido, que estaba hospitalizado (no dejan de sumarse datos alucinantes) llamó a la policía porque había recibido varias llamadas de su mujer diciéndole que estaba secuestrada y que los malos le pedían seis mil euros para liberarla. ¡Ella misma llamó al marido para decirle "cari, que me han secuestrado"! No doy crédito. La policía, por supuesto, se puso a investigar y, en un rato más o menos largo pero deduzco que más bien tirando a corto, se dieron cuenta de que alguien había trincado la pasta. (Aquí se omite información muy relevante como, por ejemplo, como pagó el marido el rescate: ¿por bizum?) Cuando comprobaron quien había sido ese alguien, resultó ser ella que estaba en el bingo jugando tan ricamente. 

La semana pasada, en otro paseo por el periódico en papel, encontré otra noticia parecida aunque mucho más trágica. El titular era algo como "Condenada por matar a su marido veinte días después de casarse". Otro titular sorprendente que me empujó a leer la noticia. No me equivoqué, la condenada había fingido ser discapacitada todo el noviazgo, se había casado y días después de la boda había convencido a su marido para ir a un lugar apartado acompañados de su cuidador y allí, entre dos coches, le habían apuñalado con un destornillador. A todo este horror se sumó que justo pasó una policía que no estaba de servicio y que presenció todo lo que ocurría. (¿Cómo de apartado era el sitio? ¿Qué hizo la policía? ¿Cuándo dejó de fingirse discapacitada?)

Aparte de la salvajada y la maldad. ¿Fingir una discapacidad todo el noviazgo? ¿Convencer a otro para que mate por ti? O en el caso anterior: ¿Qué dijo el marido al enterarse? ¿Qué dijo ella? ¿El marido la denunciara o preferirá callarse para no pasar por tonto? ¿Tienen hijos? Pero más allá de todo esto, me pasa como siempre que me encuentro este tipo de noticias. Por un lado me fascina como las personas podemos agarrar una idea loca y completamente idiota y correr con ella hacia delante y con todas sus consecuencias. No vale pensar «yo jamás haría algo así». Por supuesto que la mayoría creemos que nunca fingiríamos nuestro secuestro o mataríamos a nuestra pareja después de habernos fingido discapacitados pero ¿acaso no hemos tenido todos ideas ridículas,  idiotas hasta el absurdo, por ejemplo por amor, y las hemos seguido y seguido y seguido hasta el precipicio? Uno piensa: ¿estas mujeres no tenían amigos? ¿Nadie en su entorno les hizo ver que aquello era, claramente, una malísima idea? A lo mejor sí, a lo mejor tuvieron a gente alrededor que intentaron pararles, arrancarles la idea estúpida de las manos y hacerles entrar en razón pero, como nos ha pasado a todos, ellas no hicieron caso. ¿Cuántas veces nos dijeron en nuestra vida «ese/esa no te quiere, te está engañando, se está aprovechando de ti» y nosotros hicimos una doble pirueta con triple tirabuzón y mortal carpado sobre esos consejos y seguimos adelante? 

Por otro lado siempre que leo estas historias me acuerdo de Raquel, una compañera de clase que con doce años, para ocultar que había suspendido seis asignaturas, se inventó que su madre había muerto en un accidente de coche y su padre estaba en la UVI. La historia coló durante días, las monjas, los profesores, todas sus compañeras nos la creímos. Rezábamos en la oración de la mañana por ella, por su madre y porque su padre se recuperara.  La estoy viendo, con el uniforme, el baby, y la cara de pena inmensa. ¿Cómo pudo colar? ¿Cómo fue ella capaz de mantener esa mentira? ¿Qué ocurre para que un mentiroso estratosférico consiga que los demás crean sus mentiras? La confluencia de mentirosos peligrosos y dañiños con público crédulo está en todas partes, mentiras imposibles que nos tragamos sin pestañear. Ocurre ahora y ha ocurrido siempre. A esta confluencia se añade otro factor, siempre presente, el observador externo que dice: yo no me lo hubiera creído.  

Nos creemos las mentiras de los demás, no importa lo enormes que sean, porque nos cuesta creer que la gente sea malvada. Y desde fuera creemos que a nosotros no nos la colarían porque todos nos pensamos más listos. 

sábado, 23 de octubre de 2021

Señora mayor con hippy vibes

Ayer me dormí en el cine. Creo que hacía veinticinco años que no me pasaba. Digo veinticinco pero a lo mejor son treinta o nunca. No recuerdo la última vez que me dormí o que intenté no dormirme, ayer ni lo intenté, el aburrimiento era tan extremo que simplemente me dejé ir. No merecía la pena luchar. Recuerdo veces en el cine de indignarme, de cabrearme, de refunfuñar (sin molestar), de sentirme tan inquieta por el horror que estaba sufriendo que no podía parar de moverme. Sesiones de mirar el reloj, de repasar la lista de la compra, de imaginar torturas salvajes para el director, el crítico que había alabado el título o para mi yo idiota que había decidido elegir esa película. Ayer, el sopor era tan intenso como una anestesia general, no llegué ni al siete contando desde diez. A lo mejor estoy sonando un poco Boyero pero no es mi intención.

Ultimamente estoy descubriendo una nueva faceta de mí misma que me tiene confundida. El miércoles se lo comenté a mi terapeuta: «no sé si preocuparme,  me siento como una señora mayor con "hippy vibes" (mi hija Clara dixit)» Ella se río mucho, casi siempre se ríe con mis historias hasta el punto de que algunos días, cuando salgo, pienso que ella debería pagarme a mí. 

Soy una señora mayor con hippy vibes porque me paso el día pensando que (casi) nada merece la pena tanto como para cabrearme y gastar energía. Esto puede parecer una enseñanza tan obvia como para aparecer en una novela de Murakami pero hasta hace poco yo me hostilizaba a niveles estratosféricos por asuntos que ahora mismo dejo resbalar rápidamente por mi piel y abandono en un charquito a mis pies mientras sigo adelante. A mi alrededor, en mi nuevo trabajo, en el que por cierto soy la mayor (de ahí que mi conciencia de señora mayor sea tan acusada), me paso el día diciéndole a mis compañeros: «no merece la pena esa batalla, ya lo has intentado, abandona y pasa a la siguiente, en una semana se te habrá olvidado» o «en serio, ese problema que ahora te parece insalvable en unos días se habrá esfumado. No te preocupes, al final todo sale». Me escucho y pienso ¿Qué me pasa? ¿Dónde está mi increíble capacidad para indignarme, encabronarme y pelear? ¿Es esto una mejora o voy a peor? ¿Debería medicarme? ¿Dejarme el pelo largo? ¿comprarme unas túnicas? ¿llevar gafas estrafalarias? ¿meditar? 

Creo que debo vigilar esta nueva faceta de mi personalidad ¿o quizás es una grieta y debo repararla? Probablemente sea sano no hostilizarme en dos segundos por cualquier nimiedad pero no quiero llegar al punto en que todo me de igual, de ninguna de las maneras quiero ser un "me da igual". Creo que voy bien porque en la misma semana en que decido dormirme la nueva peli de Wes Anderson de principio a fin y despacharla con un "lo mejor es el cartel", claro ejemplo de mis hippy vibes, he desarrollado una hostilidad merecedora de record olímpico hacia un señor imbécil. Él no lo sabe aún pero le espero en el futuro con todo el poder de mi rencor y mi hostilidad. Pensar en esto me tranquiliza, veo que no he perdido mi esencia. 

A lo mejor puedo llegar al equilibro perfecto entre hippismo y hostilidad. Me apetecen unas gafas estrafalarias, a ser posible verdes chillón y dejarme el pelo largo  y, a lo mejor, con ese look cuando me cabree doy muchísimo miedo. Probaré. 

Y, por favor, no vayáis a ver la de Wes Anderson. Ni aunque os inviten. Ni aunque os invite Wes Anderson. Hacedme caso que soy una señora mayor con criterio. 

sábado, 16 de octubre de 2021

La tintorería y los recados


Ayer me pasé por Henry a recoger una alfombra. Pocas cosas son más "hacer recados" que ir a la tintorería. Junto con pasar por el estanco a por sellos (para mis cartas a USA) y a la farmacia a por Frenadol, son la trinidad de los "recados". Hubo un tiempo en que ir al banco y a por el pan también eran recados pero recordemos que el cuquismo y la imbecilidad mató al banco y la masa madre y el postureo a la panadería. 

Para saber si vives en un barrio barrio, en una zona superviviente a la oleada de franquicias o en una recreación cuqui de una película americana, tienes que buscar una tintorería. No una lavandería ni un centro de planchado ni, por supuesto, una franquicia de Todo limpio o como se llamen. Busca una tintorería de verdad, una que se llame Mercedes o La luz o, como la de mi barrio, Henry. 

No hay nada que huela más a barrio que una tintorería. En los dibujos animados cuando algo huele mucho, bien o mal, ese olor se pinta como un humo sinuoso que serpentea por debajo de las puertas como una culebra y se mueve luego por el éter hasta llegar a otra casa, una ventana, una puerta o las narices de alguien. Así me imagino yo el olor de la tintorería de barrio. No es agradable, no es horrible, huele a química y a limpieza. A limpieza de verdad y no a limpio de mentira, de enseñar en instagram. Es un olor característico que te garantiza que tu ropa volverá limpia, un olor que dice "sabemos lo que hacemos". Una tintorería de barrio es como un balneario para tu ropa, tu alfombra o tu colcha. La llevas allí a que les den un tratamiento y descansen hasta que vayas a recogerla. 

Henry es el dueño de la tintorería, es alto, calvo, moreno e impone. Un hombre que maneja la plancha y el vapor con esa maestría es tan impresionante como James Bond. Ayer, mientras esperaba que me trajeran mi alfombra del sótano en el que había pasado el verano (16 años yendo a esa tintorería y ayer me enteré de que tienen sótanos...qué maravilla) observaba a Henry planchar unos pantalones azul oscuro de caballero y me quedé embobada. Qué delicadeza, qué efectividad, qué manejo de la arruga, el doblez, la plancha y el vapor. Abre la plancha gigante, posa la pernera, baja la plancha, pisa el pedal y de una nube de humo emerge el pantalón planchado y perfecto convertido en algo a estrenar. La tintorería también es la Lluvia de estrellas de la ropa. Entran siendo un guiñapo y salen, entre el humo, deslumbrantes. (Ayer también pensé que ahora mismo no conozco a ningún hombre que lleve traje a trabajar). 

Henry y su mujer, que es menuda, muy delgada y que  Lleva unas enormes gafas de personaje de dibujos animados y teclea en el ordenador sin dejar de hablarte, tienen ya una edad. Ayer, de vuelta a casa,  mientras cargaba con mi alfombra deslumbrante, oliendo a limpio y a descanso de verano en un sótano fresco y oscuro, pensé que cuando ellos se jubilen, la tintorería cerrará (¿quién quiere ser tintorero ahora mismo?) y tras las puertas cerradas, a la espera de un inversor que quiera poner algo cuqui, se quedaran las prendas que nadie recogió nunca, colgadas de bolsas de plástico, con números apuntados en trozos de papel que son un código que solo Henry y su mujer entienden. La plancha gigante se parará, el humor desaparecerá y con el olor a limpio, a tintorería, a barrio.  

Espero haberme mudado cuando eso ocurra. Y ya sabéis, si os vais a mudar que sea a un barrio con tintorería con ropa colgando. Seréis más felices y podréis hacer recados que es algo que junto con sobrevivir a las arenas movedizas era algo que, los que tenemos más de cuarenta, creíamos que era la base de ser adulto. 

lunes, 11 de octubre de 2021

Escuchar el solano

«Si “el arte de pintar es el arte de pensar”, como defendía Magritte, podemos decir que el arte de contar también es un arte de pensar. Reflejar la realidad requiere un ejercicio previo para afinar nuestra mirada, calibrar lo que vamos a relatar y asumir qué fin perseguimos. Y pensar es un verbo que se alimenta de tiempo. «Leer, como pensar, exige recogimiento, soledad, un esfuerzo, perece ese es el precio de la lucidez» dice el escritor Luis Landero». (La hora del periodismo constructivo. Alfredo Casares) 

En el banco observo el paisaje que llevo mirando veintidós años. No hay nadie más que yo. En el otoño, en el valle, aunque sea puente festivo, hay menos gente que durante el verano y en las dos horas que paso allí, no aparece nadie. Somos el valle y yo. Conozco lo que veo, el paisaje, los colores, el gusto de la luz, el tacto del banco en el que me siento, áspero y curtido, con alguna astilla saltada por la nieve, el hielo y el sol que le pega fuerte durante gran parte del día. Es un banco de la parte del Solano, por eso la ermita, a mi espalda, lleva aquí desde el siglo XI. Si ahora el sol nos importa, en la Edad Media estar en el Solano te daba la vida. Que este pueblo, que ahora apenas tiene cuatro habitantes fijos, fuera durante siglos la capital del valle es algo que siempre me hace pensar en lo insignificantes que somos y lo pronto que nos acabamos. Enfrente veo la Sierra de Chía, alta, inmensa, amenazadora. Localizo el mirador que se encuentra en su ladera y desde el que, cuando voy, busco el banco en el que ahora estoy sentada. De ladera a ladera del valle, ¿se verían en la Edad Media, hace doscientos años, hace cien, hace setenta? Enmarcando la vista justo delante de mi hay una valla de madera colocada para que no te caigas, para que no tropieces ¿para que no te tires? A veces me molesta, otras me parece un bonito marco para los campos al fondo del valle, limitados por grandes filas de árboles y tapias construidas a mano con piedras que, seguro, llevan aquí desde hace mil años. Hoy veo pequeñas flores moradas alrededor de los postes de la valla y otras flores que son como plumones enredadas en zarzas. En la Edad Media seguro que todos sabían su nombre y para qué servían, a mí me dan miedo, desconfianza. Siempre he pensado que los extraterrestres empezarán a colonizarlos disfrazados de flores.


Sin moverme escucho el viento y los coches que pasan por la carretera que corre paralela al río. Si hago, como aprendí de Bernie Krause este verano, pantalla con las manos detrás de mis orejas el único sonido que escucho son los coches, los motores acelerando al salir del congosto y enfrentándose a la primera recta de más de veinte metros después de cuarenta kilómetros. Incluso los que no corren nunca sienten la necesidad de pisar el acelerador como escapando del serpentín entre paredes de piedras que acaban de atravesar. Sobre el rumor de los motores, escucho el viento del norte del que me protege la ermita. Un par de chicharras cantan en algún lugar en la escarpada pendiente delimitada por la valla de madera. A mi izquierda, muy cerca, un grillo. Más lejos, pero también a la izquierda, media docena de pájaros pequeños que no sé como se llaman, se persiguen mientras pían. Otro piar distinto suena a mi espalda, suena indignado. Imagino a su emisor como ese vecino que protesta porque los niños gritan jugando en la calle. Demasiada vida para ser otoño, casi suena a primavera pero menos alocada, menos descontrolada, menos kamikaze. El campo, los insectos, las flores, los pájaros, la perra recién parida que aparece para tumbarse a mis pies y yo disfrutamos el solano, esta hora, esta tarde sabiendo que el otoño pasa rápido, que el tiempo no es eterno, que no nos quedan muchas más tardes como esta. 


Intento memorizar todo lo que veo y escucho para poder escribirlo. El rumor de una desbrozadora tan lejano que casi me acuna. Un parapente que se desliza silencioso subiendo y bajando entre corrientes de viento invisibles que no puedo ver más que en su loco recorrido. El sol se pone tras Chía y la sombra avanza. Con cada metro que recorre la sombra, un sonido se apaga, las chicharras, los grillos, los pájaros. 


Cuando la sombra me cubre, la orquesta animal termina, cierro el libro, echo un último vistazo al Gallinero que permanece iluminado y me voy a casa. En la Edad Media el día se acabaría ya, con la sombra devorando el Solano al final del día. Yo enciendo la luz y escribo este post. 


«La soledad misma es una manera de esperar que lo inaudible y lo invisible se hagan sentir. Y por eso la soledad nunca es estática ni desesperada». (Anhelo de raíces, May Sarton)



sábado, 9 de octubre de 2021

Lecturas encadenadas. Septiembre

Redoble de tambores, tenemos algo nuevo en este blog tan repetitivo y tan "centrado en mí" (como me reprochó un gran anónimo al que guardo un huequito en mi corazón por esa crítica tan perspicaz), algo que no había ocurrido nunca. Por primera vez, desde que escribo Lecturas encadenadas, solo he leído dos libros en un mes. Además, en un mes en el que no he parado en casa más que para dormir, mis dos lecturas han resultado ser claustrofóbicas, las dos novelas transcurren entre cuatro paredes. No voy a decir esa cursilería de "los libros te eligen" porque no tiene ningún sentido pero es curioso como en un mes en que yo he sido todo para fuera, mis dos protagonistas vivían dentro, enclaustrados casi. 

Ninguna de las dos lecturas es nueva así que no esperéis sorpresas aunque puede que si encontréis brevedad. O no. 

Un caballero en Moscú de Amor Towles llevaba pululando por mi casa años. Lo veía en la estantería, lo veía en manos de mi madre, El Ingeniero lo leyó en su club de lectura y yo pensaba: Ah, sí, tengo que leer esa novela. Además, hace muchos años yo había leído Normas de cortesía, del mismo autor, que me había gustado bastante. (Cuando digo muchos años, son muchos, antes de empezar con este blog "centrado en mi"). Al comenzar el mes y anticipando la locura de mes que iba a ser pensé que sería una buena lectura, una novela tranquila y agradable para cuando llegas reventado a la cama y lo único que quieres es ser capaz de leer cinco páginas sin pensar que no estás entendiendo nada. 

No voy a descubrirle nada a nadie pero Un caballero en Moscú es la historia de un noble ruso que, tras la revolución, y por culpa de unos poemitas que se consideran antirevolucionario es condenado a un arresto domiciliario en un hotel en el que pasa los siguientes treinta y cinco años de su vida. Un caballero en Moscú podría ser Robinson Crusoe y Los robinsones de los mares del sur (si tenéis churumbeles, por favor, ponedles esta peli) y una peli de James Bond y Narnia. El hotel es un sitio casi fantástico que permanece intacto y sumido en unas rutinas perfectas mientras el mundo a su alrededor y a miles de kilómetros se desmorona y cambia por completo. El mundo se vuelve del revés pero en el hotel no cambia nada. En parte sagrario, en parte parque temático, en parte isla incomunicada, en parte mundo perdido, el conde Rostov es el héroe, es Robinson, es James Bond, que consigue hacer de una situación lamentable una oportunidad de vida maravillosa en la que encuentra todo: amor, amistad y familia. 

«Porque era cierto: los tiempos cambian. Cambian sin cesar, de forma inevitable, con inventiva. Y a medida que cambian, hacen que resulten insólitos no solo los tratamientos honoríficos pasados de moda y los cuernos de caza, sino también los llamadores de plata y los gemelos de teatro de madreperla, así como todo tipo de artículos fabricados con esmero que hayan dejado de ser útiles.»

Antes fueron los cuernos de caza y los gemelos de teatro, ahora son los teléfonos fijos, las carpetas, el papel y el usted. 

Rostov no sale del hotel en treinta y cinco años pero todo su universo es luminoso, optimista, expansivo, Andrea, de Nada de Carmen Laforet sale de la calle Aribau pero todo su universo es oscuro, amargo, interno.  He vuelto a Nada porque en septiembre se cumplía algún aniversario de Laforet y me apeteció. Busqué por las estanterías y encontré un ejemplar, de la edición de Áncora & Delfín de 1946, que perteneció a mi abuelo, con su sello "José Luis García Rubio. Abogado" y su número de registro.  Más feliz que una perdiz con esa joya familiar oliendo a  libro antiguo me lancé a releer y descubrí que no recordaba nada. ¿Cuando no recuerdas nada de un lugar en el que ya has estado puedes decir que vuelves? 

«Me parecía que de nada vale correr si siempre ha de irse por el mismo camino, cerrado, de nuestra personalidad. Unos seres nacen para vivir, otros para trabajar, otros para mirar la vida. Yo tenía un pequeño y ruin papel de espectadora. Imposible salirme de él. Imposible libertarme. Una tremenda congoja fue para mí lo único real en aquellos momentos». 

No recordaba la miseria, la oscuridad. He tenido una sensación muy especial leyendo una historia que transcurre en 1944 en un ejemplar publicado en 1946. Las páginas casi amarillas con el olor de 80 años de estantería, me recordaban a la colección de novelitas románticas de mi abuela (ver mi charla con Loenlasnubes para saber su historia) que leí de adolescente. En aquellas novelitas cursilísimas había pobreza y miseria y tragedia y dramitas pero la damisela (costurera, cocinera, estudiante) siempre acababa con el galán tras un beso muy casto. Aquí no hay nada de eso. La casa de la calle Aribau encierra en su interior pobreza, ira, miseria, envidia, lujuria, desamor, cobardía, avaricia. Andrea llega a vivir allí y no es que pase a vivir una vida en blanco cuando está en la universidad y una vida en negro cuando vuelve a la casa, toda su vida se vuelve marrón, beige sucio. Ni siquiera cuando está fuera, cuando se hace amigos, cuando conoce vidas familiares en technicolor, cuando descubre la ciudad y se siente deseada consigue librarse de ese tono marrón que la está desdibujando, deshaciendo. Nada es un curioso nombre para una novela asfixiante, claustrofóbica, una novela de la que quieres escapar. Es casi una novela de terror, leyéndola he pensado en Siempre hemos vivido en un castillo de Shirley Jackson. 

«Yo tuve que sonreírme. En pocos días la vida se me aparecía distinta a como la había concebido hasta entonces. Complicada y sencillísima a la vez. Pensaba que los secretos más dolorosos y más celosamente guardados son quizá los que todos los de nuestro alrededor conocen. Tragedias estúpidas. Lágrimas inútiles. Así empezaba a parecerme la vida entonces.»

No puedo hacer planes para octubre. Ya veremos lo que leo. A lo mejor en la próxima entrega de lecturas encadenadas solo comento un libro y a lo mejor doy opción a algún anónimo a lucirse con un comentario lúcido y sagaz del tipo «vaya, ya no lees tanto, tanto que te hacías pasar por lectora». 

Y con esto y a punto de darme un paseo por las montañas, hasta los encadenados de octubre.