domingo, 27 de febrero de 2022

De persecuciones y rendiciones

El otro día, ese que algunos comentaristas llamaron un día de furia, hablaba de perseguir a gente por temas laborales o perseguir a mis hijas para que hagan determinadas cosas. Dándole vueltas a esto he pensado que perseguir es agotador y no sirve para nada pero, como casi todo en la vida, a esa sabiduría suprema se llega con la edad. Bueno, con la edad y con la experiencia acumulada de cientos o miles de persecuciones que te dejaron exhausta, jadeando, sin haber conseguido nada y sintiéndote como una completa mema. 

«Quien la sigue, la consigue». Hace muchísimos años y estará por ahí, en algún lugar del blog, conté la historia de una compañera de colegio a la que el hermano de otra compañera había perseguido durante años, a pico y pala, hasta que, contra todo pronóstico, acabaron siendo novios, casándose y teniendo dos hijos. «Persigue tus sueños» es otra frase que está en todas partes, empezó en Hollywood o en una campaña publicitaria y, ahora, nuestra vida está empapada de esa idea. ¿Quieres cambiar de trabajo? Persíguelo. ¿Quieres cambiar de hábitos? Persíguelo. ¿Quieres que tu hogar sea diferente? Persíguelo. 

Ten una meta

Haz un plan

Persigue 

Insite

No te rindas

Persigue

Persigue 

Persigue

Cuando era niña perseguía cosas. A nuestra perra, Dunia, cuando se escapaba, a mis hermanos por el jardín para pegarles (nadie habla de la persecución para vengarse, que curiosamente es la que genera más fuerza de voluntad), perseguía a mi madre pidiéndole cosas, suplicándole que me comprara un jersey determinado o me dejara llegar un poco más tarde. En el colegio perseguía ser del grupo de las populares o a quien tenía el mejor bocadillo, en el recreo, para que me diera un poco. Perseguí chicos, claro. De manera patética, claro. Cuando no había móviles ni redes sociales, había que perseguir al chico que te gustaba, haciéndote la encontradiza o espiándole. Como todos, he perseguido para que me quisieran y también, con la estúpida idea, de que si insistía lo suficiente, si perseguía ese anhelo lo suficiente, alguien, un determinado alguien, se enamoraría de mí o me daría lo que yo esperaba, necesitaba de una relación. 

¿Estoy abogando por ser una ameba o un corcho que flote en la vida sin propósito y sin un plan? No, PERO, hay que saber lo que hay que perseguir y lo que no. Y de lo que hay que perseguir hay que saber cuando hacer un Forrest Gump, pararse y ver lo que sea que has estado intentando alcanzar perderse en el horizonte. Hay que, incluso, aprender a pararse y ni siquiera mirar cómo se aleja ese lo que sea, hay que darse la vuelta y alejarse en sentido contrario. Las persecuciones molan en las pelis, en los libros, en algunos retos deportivos y, muy pocas veces, en la vida. Las persecuciones, la mayoría de las veces, acaban solo en cansancio, en amargura, en agotamiento, en energía gastada en intentar limar ese sentimiento tan desagradable que uno tiene cuando se da cuenta de que ha estado haciendo el gilipollas a conciencia.

Perseguir algo o alguien genera muchísima frustración porque nos han hecho creer que el éxito de la persecución depende de nuestro esfuerzo, de nuestra constancia, de nuestro interés y voluntad y no es así. Cuando persigues algo, ese algo tiene que, para empezar, estar a tu alcance. «Aspira al máximo» es una frase a la que jamás hay que hacer caso. «Aspira a algo realista y cuando lo alcances, si lo alcanzas, ya te plantearás algo más» es un consejo más sano y más inteligente. Perseguir hasta conseguir va más allá de tu voluntad, depende mucho del otro, de su resistencia a tu interés o de lo cansino que seas. ¿El caso de la pareja que he contado al principio? Él no la consiguió por perseguirla, la consiguió porque ella lo decidió así.  Si lo que persigues es un objetivo laboral, económico o de cualquier otro tipo, ten en mente que depende muchísimo de la suerte y de que los planetas y las voluntades de otros muchos se alineen como deben. Hay que perseguir lo justo y, a ser posible, con objetivos mínimos, rozando lo minúsculo, lo imperceptible. Cosas como «voy a intentar acostarme todos los días a las diez» o «voy a escribir dos páginas cada día y tirar los tuppers sin tapa». Algo así. 

Y no hay que perseguir personas, jamás. Solo en el ámbito laboral, por obligación y durante un tiempo limitado, hasta que veas que esa persecución te está costando la vida. En ese caso, ríndete. 

Un último consejo, suspende todas las persecuciones menos la de tus hijos. Esa es una carrera a largo plazo. Tus hijos jamás van a cerrar la puerta del baño, recoger su ropa sucia, levantarse a poner la mesa o a recogerla, etc la primera vez que se lo dices, ni la vez doscientos treinta y tres ni la setecientos cuarenta. La capacidad de tus hijos para resistirse a tu persecución es casi casi infinita. Aguanta. A veces se logra. 

Para todo lo demás:

Piensa que quieres.

Mira lo lejos que esta

Valora cuanto esfuerzo tendrías que hacer y cuánta suerte tendrías que tener

Vuelve a pensarlo

Vuelve a pensarlo

Vuelve a pensarlo

Déjalo para mañana o para el mes que viene o el año siguiente. Quién sabe, a lo mejor se acerca solo. 

martes, 22 de febrero de 2022

Qué hacemos con...

¿Qué hacemos con la gente a la que mandas correos de trabajo y no te contesta nunca? ¿Qué hago cuando les mando dos correos más, y hasta tres, y siguen ignorándome? ¿Qué hago para no insultarles? ¿Qué hago cuando esa misma persona, con todo su papo, dice «uy, no me había enterado»? ¿Cómo me contengo para no escupirle con tono de actriz de cine negro: «querida, eres una mentirosa»? ¿Cómo me contengo para no pegarles una pedrada? ¿Qué hacemos con la gentuza que deja los patinetes en medio de la calle, del paseo, tirados en la acera? ¿Qué hacemos para no quemarlos en una hoguera por merluzos y vagos?  ¿Por qué no tengo un lanzallamas? ¿Qué hago con mi hija cuando me dice que soy pesadísima recordándole las cosas y cuando, luego, se le olvidan me manda emojis con caritas de pena y me dice «no lo he hecho aposta, ¿a ti nunca se te olvida nada?» ¿Qué hago para no decirle «claro que lo has hecho aposta, no has tenido nunca ningún interés en recordar lo que tenías que hacer/mandar/decir/enviar, confiabas en que al final lo hiciera yo o mágicamente se disolviera en el éter de tu existencia a salvo de cosas que hacer»? ¿Qué hago con los que pasean a su mini perro con correas de tres metros de largo y encima van mirando el móvil? ¿Qué hago para no decirles «si me tropiezo seguro que me mandas un emoji y me dice ha sido sin querer»? ¿Qué hago con la gente que, en el metro, cuando se abren las puertas, se queda parado en medio no sé si creyendo en la penetrabilidad de los cuerpos o simplemente pensando que dejar pasar no va con ellos? ¿Qué hago con el torno de entrada al metro, en la estación de Gran Vía, que no funciona nunca? ¿Qué hago con los tickets que se acumulan en mi cartera si luego no los miro nunca? ¿Qué hago con los bostezos que me brotan estando en pilates? ¿Qué hago con las pelis que todo el mundo adora y a mí me parecen un bluff? ¿Qué hago con el aburrimiento que me produce ir a pilates? ¿Qué hacemos con la burbuja absurda que se está creando en Instagram con las asas anchas para bolsos? ¿Es que nadie recuerda los relojes con correas y esferas intercambiables? Claro que no. ¿Por qué? Porque eran mala idea. ¿Qué hago con el hecho de que si yo me pongo un abrigo de esos largos y estilosos, que están por todas partes, parece que he salido de casa con una bata heredada de mi abuelo? ¿Qué hago con los mil quinientos voluntarios de Médicos del Mundo que me asaltan cada día a la salida del trabajo a los que digo: ya soy de Médicos del Mundo y me miran con sospecha? ¿Qué hago con el que ayer me captó con alguna milonga que no recuerdo y no para de llamarme desde ayer? «Ya soy de médicos del mundo» le grito al móvil sin descolgar la llamada. ¿Qué hacemos con los mensajes de confirmación de servicios que al abrirlos cierran automáticamente la web en la que te lo piden, teniendo que empezar todo el proceso otra vez? ¿Con quién hay que hablar para que esto se solucione? ¿Qué hacemos con la enésima campaña de influencers ideales anunciando que por el bien de la comunidad necesitamos un Instagram sin filtros? ¿Qué hago con la indignación que me provoca tanta banalidad y tanto postureo? ¿Qué hago con un vuelo a Seattle con una conexión en Paris de solo una hora? ¿Lo compro o no lo compro? ¿Qué hago con mi movil que tiene la pantalla rota? ¿Aguanto hasta que sea inservible o lo soluciono ya?  ¿Qué hago con la constatación, día tras día, de que el mejor momento del día, ese en el que me meto en la cama, me estiro y cojo el libro, cada día dura menos? ¿Me acuesto antes? ¿Qué hago con el invierno que me han robado? ¿Qué hago con este febrero que parece un abril? ¿Qué hago con las nubes que no he visto, la lluvia que no ha caído y el frío que no he sentido? ¿Qué hacemos con este cansancio?

¿Empiezo con el cambio de armario? 

jueves, 17 de febrero de 2022

Le sigo en redes


A la entrada hay cola pero dispersa, como si los que están esperando no quisieran que la gente supiera que están esperando, como si fueran invitados de lujo que pueden no hacer cola porque dentro tendrán un sitio, el suyo, reservado. A pesar de la difusión de sus límites, no me fío y pregunto. No quiero colarme pero tampoco quiero quedarme detrás de alguien, haciendo el panoli, para luego darme cuenta de que están ahí, parados en medio de la calle Fuencarral, por algún otro motivo que no es entrar en la presentación de un libro. Me coloco detrás de un par de chicas (sí, son chicas, son más jóvenes que yo, mucho más jóvenes...). Una es altísima y muy guapa, con el pelo muy oscuro y las auténticas hebras de canas. Pruebo a contárselas, quizá tenga siete, ocho, doce pero las tiene estratégicamente repartidas para que, dado lo joven que es, parezcan interesantes. Lleva una mascarilla muy muy fea, que se nota escogida con mimo. No puedes tenerlo todo: ser alta, guapa, con canas interesantes, simpática y con gusto para las mascarillas. Hay que elegir. «¿Has leído algo del autor?» le pregunta su amiga. «No, nada, pero le sigo en redes» contesta ella. En el control de seguridad recojo un mechero que se les ha caído y se lo doy. Me sorprende que fumen, que lleven mechero, no sé porqué tengo la sensación de que ya casi nadie fuma. «¿Viene usted al evento?» Asiento y mientras dejo el bolso en la cinta de seguridad pienso que hay que hacer algo para dejar de usar la palabra evento para todo. "Eventos, bodas y celebraciones", "El mayor evento del podcasting", "Hay que convertir ir al cine en un evento". Ya. Basta. Esto es la presentación de un libro. Mientras subo las escaleras detrás de las dos chicas pienso que presentación de libro tampoco me gusta. Estoy enfurruñada, cansada y me duele el hombro izquierdo. Hace cuatro años, cuando me operé del izquierdo, me dijeron: «es probable que en unos meses u años te de guerra el otro, porque el operado se protege y el otro sufre» A mí, aquello me pareció un poco profecía de posos de café, recuerdo que pensé: soy diestra, el hombro izquierdo no me dará problemas. Mientras me quito el abrigo con muchísimo cuidado para que no se me salten las lágrimas y me siento oteo al público. Rango de edad, desde los setenta y muchos a los veinti pocos. Un autor de amplio espectro, como el Monopoly, "De 0 a 99 años". Repaso un poco por encima y digamos que mitad hombres y mitad mujeres. Sitios vacíos. Habían anunciado el completo pero, en estas cosas, siempre hay gente que reserva y como es gratis no aparece. No hay que ser esa gente. A lo mejor hay más gente por ahí que solo conoce al autor por redes y se ha quedado con las ganas de venir a comprobar en persona merece la pena. 

Empieza el acto. Son todos iguales. El que escribe y el que presenta que siempre sale con su ejemplar leído, con las esquinas dobladas o con mil quinientos posit de colores, y un montón de páginas escritas. Es una pose que solo puede decir dos cosas: preparo oposiciones o me he leído el libro y me lo sé mejor que nadie. En las presentaciones en este sitio siempre me fijo en los pies de los protagonistas del acto, en sus zapatos. El autor lleva calcetines amarillo pollo. ¿Se los habrá puesto por coquetería esperando que alguien se percate o se los habrá puesto por desesperación, porque eran los únicos limpios en el armario, y espera que nadie los vea? Me distraigo intentando saber si lleva los dos calcetines del mismo color o su cajón de calcetines es como él y lleva uno amarillo y otro morado. En primera fila hay unos zapatos fucsia. ¿Me atrevería yo con esos zapatos? 

«Tener la culpa es una cosa feísima» ¿De cuántas cosas tengo ya la culpa? Peor que ser culpable, es echarle la culpa a otro. Me distraigo pensando muy de refilón, porque no quiero entrar ahí, en la cantidad de cosas de las que soy culpable y en que más feo que tener la culpa es echársela a otro y en la cantidad de gente que es un profesional de batear culpas hacia los demás. Cuando vuelvo al acto, el señor que está a mi derecha está roncando. Pero, pero, pero...¿en primera fila? ¿apoyado en el hombro de su amigo? Casi me indigno pero se me pasa porque me solidarizo con él, estoy agotada y me duele el hombro. ¿Y si me apoyo en él y hacemos un trenecito de gente durmiendo como el que hacía con mis hermanos en el Seat 131 de mi padre? «Pensamos que el futuro va a tardar muchísimo en venir» Depende de qué futuro, el fin de semana siempre tarda muchísimo en venir, pero, por ejemplo, yo ahora mismo veo los cincuenta ahí, ya, entrando por la puerta. El futuro que siempre tarda en llegar es el de «cuando tenga tiempo», dudo incluso que sea un futuro, creo que no existe, es Narnia. Ahora mismo creo más en la existencia de Narnia que en el "cuando tenga tiempo".  Reconozco gente que no me conoce, gente a la que a lo mejor le sueno pero que achinaría los ojos con cara de pensar muy fuerte si me acercara a saludarles. No lo haré, prefiero creer que se van a quedar pensando «mmm...la conozco de algo». 

«No dimitir es una invención española que tenemos que defender porque tampoco inventamos tanto» El autor está contento, feliz incluso. Se le nota todo y yo me alegro por él. 

¿Y si escribo sobre esto? pienso cuando me marcho. 

¿Y si me compro unos calcetines amarillos? 

sábado, 12 de febrero de 2022

12 de febrero. Cuarenta y nueve años

Casi no llego, este año casi no llego a escribir algo por mi cumple y hacer el vídeo. «Lo hago el lunes», «El miércoles que saldré pronto», «el jueves sin falta» «pues nada, no haré nada». Todo eso ha pasado por mi cabeza esta semana y he estado a punto de dejarlo pasar. Pero entonces, ayer, cuando me levante diciéndome «Vamos, Ana, un último esfuerzo que ya es viernes» y salí al pasillo, tropecé con algo. Encendí la luz y allí estaba, mi caminito de chuches veinticuatro horas antes de mi cumple. Sorpresa total. Sorpresa, como todas, inesperada. Desperté a María. ¿Y esto? «Es que como mañana no voy a estar, tenías que tener tu caminito de chuches y tus regalos». Tuve caminito de sugus, regalos y globos. Hace un par de meses María me dijo que este finde se iría con sus amigas de rugby, que habían votado qué fin de semana les iba mejor y que todas, menos ella, habían votado el de mi cumple. Ella dijo que este finde era el cumple de su madre y que por eso prefería otro. «¿Qué más da que sea el cumple de tu madre?» «No da igual, en mi casa los cumples no dan igual». Y como sabe que no dan igual, me preparó el caminito antes y creo que es el que más ilusión me ha hecho de toda mi vida, hasta ahora. 

Volví de trabajar deseando empezar el finde y pensando que seguía sin tiempo para escribir nada, que total, a nadie le importa más que a mí y que no hay que aferrarse a las tradiciones. Llegué a casa y todo olía a lirios cuando abrí la puerta. «Muchas felicidades, mamá. Claritis». Flores desde Seattle. Luego me mandó un wasap, «como en sábado no se si reparten te las mando el día antes para que las tengas al despertarte»

Es el primer cumpleaños que paso sin ellas desde que nacieron. Y es el mejor cumpleaños que me han hecho nunca. Y merecía contarlo porque ellas son las mejores y tengo muchísima suerte. No podía empezar mejor los cuarenta y nueve.







jueves, 10 de febrero de 2022

Todos los desconocidos

Buenos días, le digo a Julian. El portero de mi casa se llama Julian. Cuando llegamos a vivir aquí, había otro portero que se llamaba José Luis y que era muy cotilla. Julian barre el portal, cada mañana, justo cuando yo salgo. Puedo saber la hora del día, o si voy tarde o pronto, o si llego tarde o pronto por lo que está haciendo. Envidio su milimetrada rutina diaria, sin espacio para las sorpresas ni los sobresaltos. Sus horas de trabajo perfectamente organizadas, con un comienzo claro y un final nítido. Salgo de casa y sorteo padres, madres, niños, carros y patinetes. Hace no tanto yo era una de esas madres, aunque nunca lleve ni carro ni patinetes, alguna ventaja tiene vivir a cincuenta metros del colegio. Cada mañana a la misma hora salgo del portal y ahí están, madres, padres, niños, carros y patinetes perfectamente intercambiables. Cada mañana trato de fijarme en ellos, de recordar algún detalle que me permita saber, al día siguiente, si ellos o yo vamos tarde. No lo consigo. Me fijo también en ellos y en ellas para saber si hace quince años yo tenía esa pinta, si yo era así, si cuando llevaba a mis hijas al colegio era más joven o más vieja que ellos. No lo consigo, están desenfocados, los miro, me concentro y se desdibujan mezclándose con los que vienen detrás. A lo mejor durante esos años, entre los 0 y los seis o siete años, en los que el 80% de tu tiempo y tu energía consiste en ser padre o madre, se desdibuja tanto el contorno que te define que desapareces para los demás. Esto lo he pensado en el semáforo, justo antes de cruzar, y me han dado ganas de decírselo a alguno, de susurrarle: yo estuve ahí, se acaba pasando. 

Veo a Arancha desayunando en una mesa en La Parisiena. Fue profesora de las niñas pero no me reconoce lo que me parece totalmente normal y vital para su salud mental. En La Parisiena siempre quiero entrar, siempre he querido entrar, pero después de más de quince años sin entrar ahora ya me parece que lo suyo es que no entre nunca, que seamos como esos amores platónicos de los dieciséis años en que toda la relación se resumía en un breve encuentro en un bus o en un semáforo. En el bar nuevo de la esquina, que ya está durando más que los tres anteriores, hay un hombre en chándal desayunando. Me suena del cole pero lo que más me intriga es: ¿se pone el chandal para desayunar en un bar? ¿viene de hacer deporte y luego arruina esa quema calórica zampándose un bollo de desayuno? ¿lo hace al revés? ¿se aburre en casa? ¿cuándo trabaja? Todo son dudas antes de sobrepasar el bar y llegar a la calle de los niños esperando para entrar en los colegios. Más padres y más madres desenfocados. Aquí los niños corren de un lado a otro de la calle porque es peatonal. No hace mucho que desaparecieron los coches. Cuando yo pasaba por allí, con mis brujas, había coches y y coches en segunda fila, y gente tocando la bocina y vecinos cabreados, imagino. Ahora es un remanso de paz. Siempre lo digo, si yo tuviera pasta y la obligación de vivir en Madrid, viviría en esas callecitas. Eso es el lujo y no La moraleja o La Finca. 

En la cuesta solo me fijo en los que bajan mientras yo trepo. Más padres y algún adolescente que llega tarde. Si la que va retrasada soy yo, hay siempre dos o tres señoras entrando en el Supercor. La gente que madruga para ir a la compra tiene todo mi respeto, yo solo salgo a comprar cuando la necesidad ya es absoluta o cuando tengo un capricho tan grande que mi cerebro me dice: si no salimos a comprar patatas sabor jamón, a lo mejor mañana amaneces con una mancha en forma de jamón en la frente (y salimos, claro). Apunto de alcanzar el Retiro, paso por delante de la última guardería de mi recorrido. Me enternecen los padres en fila entregando a sus hijos como si los enviaran a la mili. La puerta se abre, sale una chica o un chico con polo amarillo, saluda al crío, lo mete dentro y se cierra la puerta. Espero siempre a que vuelva a abrirse con la esperanza de que en alguna de esas aperturas, salga uno de los críos disfrazado de Prince como en lluvia de Estrellas. A lo mejor eso sucede por la tarde, cuando vienen a recogerlos...pero a esas horas nunca paso por ahí. 

Según entro en El Retiro y empiezo la ligerísima ascensión hasta el Paseo de Coches, vuelvo al recuerdo de mis infinitos paseos con mis hijas y sus patinetes y la vez que Clara se aceleró tanto que salió volando por encima y acabó aterrizando con la cara. Me ocurre como pasa en las pelis. Las veo delante de mi, corriendo con sus patinetes, vestidas con vaqueros y unos chalecos amarillos de punto preciosos.  No las escucho gritarme "mira mami" ni sus risas porque voy absorta en mis podcasts, pero las veo. ¿Se acordarán ellas? 

En el Paseo de coches no hay nadie. Cruzo el Retiro a una hora en que los runners alondra ya están en el curro, duchados, limpios y sintiéndose moralmente superiores y los ociosos jubiletas o ricos no han salido a dar "la vuelta". Estamos solo los que tenemos la suerte de cruzar el Retiro para ir a trabajar y los de los perros. Estos son tiernos porque hacen pandilla. Como yo nunca he tenido perro en Madrid y, en general, el pandillismo no es para mí, nunca me había fijado pero en el Retiro hay zonas de perros. No me refiero a zonas marcadas por el Ayuntamiento especiales para ellos, que también las hay justo por la entrada de Mariano de Cavia, sino zonas donde la gente con perro sabe que hay otra gente con perro. Es algo así como cuando, de adolescente, quedabas en ciertos soportales. No valían los de al lado ni los de enfrente, los enrollados sabían cuales eran los buenos. Pues yo cruzo todos los días una zona de gente enrollada con perro. Los humanos se ponen en semicírculo abierto, como si estuvieran esperando que llegara un camarero con una bandeja de canapés, y sus perros corretean alrededor. Yo juego a 101 dálmatas, a casar el perro con el dueño. Y a ¿en qué trabaja la gente? porque ninguno tiene prisa por volver a casa. O tienen turno de tarde o son rentistas. 

Pasada la zona perros llego al lugar más bonito de Madrid: el Palacio de Cristal. Nunca hay nadie, un par de personas y poco más. Hago fotos cada día como si se me fuera a olvidar o, mejor, como si no me creyera la suerte que tengo de pasar casi cada día. Si alguna vez tengo Alzheimer, enseñadme el Palacio, será uno de mis lugares felices junto con Siete Picos y el banco de Cicely. Rodeo el palacio casi por completo, bajo hacia El Palacio de Velazquez y vuelvo a subir enfilando ya la rotonda por la que llegas al estanque. Ahí siempre hay más gente, no hordas, pero alguna pareja de turistas madrugadores, algún que otro cruzador como yo, un señor gordo en bici que se para siempre en la columna que hace esquina y saca una foto y luego, mi persona favorita de este tramo de mi paseo: el remador. Es un tío enorme. O eso creo yo porque, claro, le veo sentado en su canoa/Kayak/ barquichuela..¡yo que se! dando vueltas al estanque. Creo que es altísimo pero a lo mejor tiene un tipo curioso, como Obelix y es largo de tórax y cortito de piernas.  En realidad hay varios remadores. Algunos días veo a uno, con barba blanca, que parece Santa Claus manteniéndose en forma entre navidades, pero  mi favorito es el enorme.  Tiene unas espaldas en las que podría dormir atravesada y unos hombros en los que se podría acoplar una silla de montar. Lleva siempre una camiseta gris ajustada que brilla al sol y tiene unos brazos como yo de largos. Me quedo embobada mirándole, intentando que no me vea y piense: ya está aquí la loca. Me admira, me pone y me intriga. ¿Dónde vive? ¿Acarrea todos los días su propia canoa o la deja como en un guardacanoas? ¿En qué momento de tu vida decides que cada mañana vas a remar en El Retiro? Después de hacer eso yo creo que ya puedes dar el día por aprovechado y considerarte un tipo con suerte, lo demás ya va solo. 

Enfilando ya la bajada hacia la Puerta de Alcalá, en esa rotonda, siempre hay alguien de suministros o mantenimiento. Se alternan, a veces, con influencers haciéndose fotos. Es curioso el contraste entre gente trabajando y esforzándose fisicamente y gente esforzándose físicamente por parecer ridícula. Al final de ese paseo están los del taichí. Ahora en invierno han desaparecido y los echo de menos. Supongo que con la actividad lenta y pausada de sus ejercicios no se consigue entrar en calor en las frías (ojalá) mañanas madrileñas. Son un grupo variopinto, parecen extras de After life, la serie de Gervais. El maestro, un señor mayor chino, pone un cartelito en el que dice algo de un saludo al sol y allí, a su lado, se van colocando distintas personas que cierran los ojos y siguen sus indicaciones. ¿Cómo las siguen si todos tienen los ojos cerrados? No lo sé, es otro de esos misterios de mis paseos en la lista de "un día me pararé y resolveré este misterio". 

Cuando salgo a la Puerta de Alcalá, miro el reloj que queda justo a mi espalda. ¿Para qué? Para saber cuanto he tardado en atravesar El Retiro de esquina a esquina. ¿Cuánto tardo? No lo sé, todavía no he conseguido nunca recordar a la salida, la hora que ponía en el de entrada. Además, ¿qué más da? No pienso correr. 

A este lado del Retiro ya está todo lleno de gente que va a trabajar. Hay algún turista despistado y está la señora de los dos perros: uno negro precioso, enorme y con cara de tristeza, como ella, y otro pequeño de esos que siempre están enfadados. Son un trío raro. En este barrio de mega ricos es difícil saber si ella es la dueña o solo la encargada y eso dificulta saber ¿por qué se tiene un perro enorme y uno canijo? Elucubro que quizá haya una historia truculenta de divorcios o herencias, o mejor aún, una historia como la de El amigo de Sigrid Nunez. En cualquier caso, los pasea con tristeza. No lo hace por obligación porque entonces tendría prisa, tiraría de ellos, iría mirando el móvil. No es así. Ella va despacio, cabizbaja, absorta, deja que ellos dos marquen el ritmo. Va tan abstraída que creo que si los perros se evaporaran, ella seguiría arrastrando las correas sin darse cuenta. 

En Cibeles cambia completamente el ritmo de las calles y de la ciudad. Empiezan las prisas, no las mías, pero a mi alrededor todo el mundo corre. Corre para cruzar el Paseo de Recoletos, corre para llegar al metro, corre para atender a los primeros clientes en las terrazas, corre para entrar en una oficina, corre por acabar el cigarro fumado en el portal antes de subir otra vez a trabajar. Todo el mundo corre. Yo sigo a mi ritmo. ¿Qué prisa hay?

Subir por Gran Vía es ya el circo: gente elegantísima, sobre todo ellas. Trajes pantalón, abrigos largos, tacones infinitos. Muchos colores, ¡ha vuelto el morado! Me acuerdo de mi amiga Cecilia, que cuando teníamos dieciséis años decía: Ana, jamás mezcles morado y naranja. Muchos días me dan ganas de hacer una foto a alguna de esas mujeres estilosas con las que me cruzo y mandarle una foto: "Ceci, visionaria". Luego pienso en cuanta ropa tendrá esa mujer y que hará con ella cuando el morado y el naranja ya no peguen. 

Me cruzo con el hombre de la trenca. Este va a trabajar. Se encamina hacia Cibeles y, ahora en invierno, lleva una trenca verde a la que le debe de tener mucho cariño porque no se la quita a pesar de que le hace bracitos de velocirraptor. Lleva las manos en los bolsillos del pecho y gracias a que le vi en otoño con traje, sé que tiene los brazos de un largo normal. Es moreno, con barba y tiene esa edad en la que todavía cree que tiene la vida encarrilada. 

Dependiendo de la hora, de una horquilla de quince o veinte minutos, me encuentro la cola de entrada al Primark o no. No es una cola propiamente dicha, es más bien una congregación de fieles. En un amplio semicírculo se congregan alrededor de las puertas mirando con arrobo a los guardas de seguridad que, en cuanto den las nueve y media, les permitirán entrar en el templo del consumismo, el neón y el mareo psicodélico. 

Antes de girar la esquina y llegar a mi destino, echo un último vistazo, quiero ver si por alguna parte llegarán nubes. No. 

A veces esquivo a Mario Vaquerizo. 

Buenos días le digo al de seguridad. 


jueves, 3 de febrero de 2022

Lecturas encadenadas. Enero

2022 me está atropellando. Me siento como en esos dibujos animados en los que el protagonista corre y corre tratando de alejarse del coche que le persigue, o el toro, o el gato y nunca consigue poner la distancia suficiente como para sentirse relajado, a salvo, y pensar. He conseguido leer bastante pero a duras penas he logrado escribir en mi cuaderno sobre mis lecturas, pero aquí estoy, fiel a mi deber como bloguera. 

Al lío que hay tela que cortar. 

Mientras languidecía por el covid, Nuria Perez, ¡gracias, amiga! me envió La canción de NOF4 de Raúl Quinto. En varias ocasiones me había hablado con entusiasmo de este libro y me pareció una buena opción para empezar el año lector. Raúl Quinto cuenta una historia de no ficción fascinante, la de Fernando Oreste Nameti, un hombre con esquizofrenía que paso la mitad de su vida en un manicomio (ya sé que ahora no se llaman así pero dónde estuvo Oreste era un manicomio) en Volterra. Allí se dedicó durante años y años a escribir con la hebilla del cinturón de su uniforme en las paredes del patio al que les sacaban a pasear. Allí escribió páginas completas, hizo recuadros que rellenaba con letras, historias y dibujos. Una sucesión de frases, palabras, historias del espacio, de bombas, de búsquedas, algún recuerdo de cuando fue feliz, de los pocos momentos en su vida en que rozó levemente la felicidad. Oreste escuchaba voces que le dictaban lo que escribía y escribía porque era lo único que tenía. Nunca le visitó nadie, nadie le escribió, nadie preguntó por él. Su muro y su escritura era lo que era. Nada más. Ese muro, su canción, como la llama Quinto, fue salvado y nos ha llegado gracias a la amistad con uno de los celadores que le cuidaba. Un hombre, interesante también, que vio en la desesperación escritora de Oreste algo que merecía la pena preservar. Partiendo de esta historia alucinante, Quinto reflexions sobre el valor de la escritura, sobre la necesidad de poner nombre a las cosas, de dejarlas grabadas, y sobre otros locos que también sintieron esa urgencia. 

Es un libro interesantísimo pero no es una juerga. Se te encoge el corazón pensando en la desesperación interior de Oreste aunque, quizás, él nunca la sintió. Esa sensación de desconocer por completo al otro también está muy presente en el libro.  

«Se escribe para decir sin estar. Para decir sin hablar. Para enumerar las posibilidades del mundo y dejar memoria. Para comunicarse con los dioses y con los espíritus de las bestias. Contra la marea del tiempo y el viento que todo lo arrastra. Contra el miedo y la angustia. Escribir es decir: aquí estuvo alguien y te está mirando a los ojos ahora. Se escribe para ser fuera del cuerpo y continuar ahí después de haberse ido. Para hablar con los muertos y con el futuro. Para hablar con los muertos del futuro. Para poder entender lo que no se puede entender y poder callar para siempre. De esa necesidad pudo venir la escritura. Tal vez. Sí. Para poder estar callado y hablar sin parar en la gran conversación sin nombre».

Obra maestra de Juan Tallón ¡redoble de tambores! fue la segunda lectura del año. Advierto que como Juan y yo somos amigos a lo mejor mi crítica no os resulta convincente pero ese es un problema que tenéis vosotros, no yo. La nueva novela de Tallón acaba de salir, está en todas partes y os vais a hartar de verla. A muchos os encantó Rewind (los que no la hayáis leído, ya sabéis) y creo que os gustará Obra Maestra. No se parecen en nada ni tienen nada que ver. 

Obra Maestra es una novela que parece, y que me temo que es algo que Juan se va a hartar a desmentir , una obra de no ficción. El talento de Juan está en a partir de un hecho real, la desaparición de una escultura de Richard Serra de más de treinta toneladas de peso y la reacción de incredulidad que esto provoca, construir un relato con más de ochenta voces reconstruyendo el pasado, la desaparición y el presente de la obra que no existe. Por las páginas de la novela aparecen funcionarios, policías, Richard Serra, ministros, directores de museos, empleados alemanes de fundiciones, poetas, jueces, pintores chiflados, escritoras intensas, editoras, críticos de arte, galeristas... todos con una voz diferente, un tono y una vida real que roza en algún momento a la escultura o su desaparición. Obra Maestra es a veces una crónica de sucesos, otras un relato policiaco, una biografía, un sainete costumbrista, una serie de policías, una clase de arte. Lees pasando las páginas con prisa, con rapidez, como buscando al asesino, la solución y al mismo tiempo disfrutando el hecho de ir saltando de personaje en personaje sin mirar atrás. ¿Quién es este? ¿Qué le pasa? ¿Qué tiene que ver con la escultura? ¿Será este el que dará la pista definitiva? ¿Este es el ladrón? ¿Pero como fueron tan tontos? Madre mía, este es idiota.  Como no quiero que mi amistad con Juan y mi admiración por este increíble trabajo de creación de voces obnubile mi criterio, confesaré que algún capítulo, alguna voz me ha aburrido y alegremente la hubiera saltado si no fuera porque pensaba ¿y si aquí está la pista?  Mi recomendación, por supuesto, es que corráis a leer Obra Maestra. Si pensáis encontrar algo como Rewind os llevareis un chasco pero si lo enfrentáis con la actitud de «a ver que ha hecho ahora Tallón» os gustará seguro. 

La edad del desconsuelo de Jane Smiley. Me ha gustado muchísimo, me ha parecido maravillo y lo devoré. Dave y Dana tienen 35 años, tres hijas y una clínica dental donde trabajan los dos. Tienen la vida encarrilada con trabajo, casa, hijas y una relación cómoda en la que navegan la vida. Smiley retrata a la perfección ese momento, que yo pasé, en el que no sabes bien que te pasa pero sientes un desconsuelo, una tristeza, una especie de angustia vital y te encuentras pensando ¿qué estoy haciendo? Yo siempre cuento que cuando tenía dos hijas, una de dos meses y otra de veinte, una casa maravillosa a la que nos acabábamos de mudar y un buen trabajo, un buen día empecé a llorar en el salón de mi casa. Allí me encontró el Ingeniero. «¿Qué te pasa?»«Pues a ver, tengo 32 años, dos hijas, una casa, un trabajo, nosotros, ¿y ahora qué?» El me miró muy serio y me dijo: «una plaza de garaje».  No lo hizo con mala intención, simplemente él no había llegado aún a la edad del desconsuelo. 

Es una novela que se lee del tirón, la empiezas y no puedes dejarla. Y es una novela que, probablemente, si tienes veinticinco no te guste o te deje indiferente. Para mí es también muy interesante que Smiley haya decidido contarlo desde el punto de vista de un hombre y como explica algo obvio que no está de modo decir: en una pareja hay cosas que no se dicen aunque se sepan porque no se quieren decir, porque en el momento en que se verbalicen empezarán a vivir entre las paredes de esa casa, de esa relación y será más difícil vivir con ellas que simplemente aceptarlas como fantasmas. 

«Tengo treinta y cinco años y creo que he alcanzado la edad del desconsuelo. Otros llegan antes. Casi nadie llega mucho después. No creo que sea por los años en sí, ni por la desintegración del cuerpo. La mayoría de nuestros cuerpos están mejor ciudado y más atractivos que nunca. Es por lo que sabemos, ahora que -a nuestro pesar- hemos dejado de pensar en ello. No es solo que sepamos que el amor se acaba, que nos roban a los hijos, que nuestros padre mueren sintiendo que sus vidas no ha valido la pena. No es solo eso, a estas alturas tenemos muchos amigos o conocidos que han muerto, todos, en cualquier caso tendremos que enfrentarnos a ello, antes o después».

Me llamo Lucy Barton de Elizabeth Strout El día que lloré en la calle, antes de sentarme en el banco, me compré este libro en la Cuesta Moyano. Tengo otro de la misma autora, en inglés, sin leer en mi estantería pero daba igual, lo vi y lo compré. Podía haber corrido la misma suerte que su compañero pero llegó en el momento perfecto y con el peso perfecto para ser libro de maleta a Berlín. Me llamo Lucy Barton es una novela torrente con rápidos y lugares de calma. Estos últimos transcurren mientras la narradora, Lucy Barton, está ingresada durante nueve semanas un hospital en Nueva York. Su madre, sin nombre, (es la madre de todos)  se presenta en el hospital.  Hace años que no se ven, y entre ellas se entabla una conversación llena de silencios, de cosas que no se dicen pero también de tardía compresión mutua. Soy de la opinión de que el mito ese de que las madres son las que mejor nos conocen es, en muchos casos, mentira y que de producirse ese conocimiento no se da cuando los hijos tienen 3, 4, 16 o 20... es algo que llega después, casi al mismo tiempo en el que tú empiezas a intuir que tu madre es un ser completo, lleno de matices, experiencias e ideas que no tienen nada que ver contigo.  

A veces de forma lineal, a veces en espiral o a saltos, la narradora nos lleva por su vida saltando de evento en evento, mostrándonos su vida pero como si la viéramos a través de un cristal empañado: vemos lo que pasa pero sin nitidez. Lucy Barton nos cuenta qué pasó pero el porque se queda siempre ahí. 

Es un libro triste, amargo, lleno de cosas que no quieres saber. Y sí, lo recomiendo. 

«Pero cuando veo a los demás andando con seguridad por la calle, como si estuvieran completamente libres del terror, me doy cuenta de que no sé como son los demás. Hay mucho en la vida que parece una especulación».

En Berlín conocí a Mara Mahía. Quedamos en la esquina de una plaza cerca de nuestro alojamiento. No sabía como iba a ir la cosa, pero allí estaba con una gran sonrisa, un gorro de lana y regalos. Entre los regalos estaba Calcetines de perlé, su último libro. Durante la comida me dijo: no te va a gustar, es una completa...(Ahí, me asusté porque pensé que me iba a decir cursilada)... gamberrada. Respiré tranquila. Siempre mejor una gamberrada que cualquier cosa cursi. 

Esta brevísima novelita, la leí en un ratín en el vuelo de vuelta, cuenta la historia en primera persona de Enriqueta, una niña que celebra su duodécimo cumpleaños en la primera página del libro. Ahora que lo escribo, Enriqueta y sus dos amigas, Juanita y Pepita, están también en una edad de desconsuelo, en la que llega primero, en ese momento en que no eres ni adulto, ni niña ya y en que no sabes quién eres ni que quieres hacer ni comprendes lo que hacen los adultos. Cada amiga tiene una historia familiar diferente, tan diferente que tú sabes que cuando crezcan es posible que esas historias las separen pero, a la vez, esa misma diferencia es la que las mantiene unidas porque las empuja a que lo más importande de sus vidas en ese momento es su amistad. Con doce, trece años, no hay nada mejor que tus amigas, nada que te haga sentir más segura y comprendida o eso quieres creer. 

La novela está ambientada en noviembre de 1976, cuando en España todavía todo era oscuro y áspero pero empezaba a intuirse algo de luz. Mara retrata bien la época, el ambiente, reconoces el colegio de monjas, la vida con los vecinos, los curas siempre presente, el machismo común y rutinario como caldo de cultivo, hasta la emoción de la televisión. Consigue además y esto es un mérito increíble que resulte creíble la voz de una niña de doce años sin que resulte ni cursi, ni almibarada, ni redicha ni pedante ni ridícula. Esa niña de doce años podría haber sido yo. En esto me recordó al protagonista de Malaherba de Jabois. 

«Durante semanas, cada vez que escuchábamos un tumulto, Juanita se ponía a temblar. Por eso dije que no tuviera miedo, que no se preocupara, que no va a haber gatuperio, n ni bofetones, porque yo nunca cuento nada. Puede que solo sea una niña, pero sé que hay momentos que dan tanto frío que no vale la pena recordarlos. Instantes que no se escriben, ni se comentan con la almohada». 

Leed Calcetines de perlé y leed Secretos.  Mara es una autora maravillosa que os encantará descubrir. 

Tengo otro libro que también empecé en enero y que creo que abandonaré mañana pero esto ha quedado largo así que lo dejo para los encadenados de febrero. 

Y con esto y esperando que en algún momento nos devuelvan el invierno que nos han robado, hasta febrero.