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miércoles, 7 de febrero de 2018

Katherine y la trenca roja

Me molesta no poder pagar con tarjeta en los parkings, me revienta. Creo que lo hacen porque se sienten poderosos, tienen el control y se aprovechan de mi impuntualidad y mis nervios. He llegado corriendo, con prisas. Necesitaba aparcar, un hueco, un espacio para tirar el coche y salir corriendo para no llegar tarde y cuando he visto de refilón el cartel de «solo pago en efectivo» lo he pasado por alto porque ¿a quién le importa no tener efectivo cuando ha quedado con un hombre fantástico? No hay dolor, ya me preocuparé de eso más tarde. 

Ahora ya es más tarde. He rebuscado en todos mis bolsillos sabiendo que no encontraría el dinero suficiente y voy hacia el cajero más próximo que nunca está "aquí al lado, a la vuelta de la esquina", sino a una distancia cuidadosamente medida por el destino para que yendo en la otra dirección lo hubiera encontrado antes. Refunfuño de vuelta al parking, arrebujada en un abrigo que no abriga porque al salir de casa he sido una cobarde y no me he atrevido a ponerme mi trenca roja de Caperucita. 

«Me gustaría volver a tener 15 años y volver a hacerlo todo pero mal. Empezando por repetir curso. Repetir curso molaba mucho» ha dicho él en uno de los muchos giros absurdos de nuestra conversación. 

«Me gustaría ser Katherine Hepburn y comer con Juan Tallón» dije yo hace unos cuantos meses. Mientras vuelvo a casa odiando mi abrigo de lánguida que no abriga pienso en las sorpresas que te da la vida y en que nunca seré como Katherine Hepburn. Ella se hubiera atrevido a ponerse la trenca roja para tomar cañas con Tallón. 

jueves, 25 de mayo de 2017

Perdidos por el museo

@Bernard Chevalier
Pero ¿dónde se ha metido? Claro que él debe estar pensando lo mismo, qué dónde me he metido. O, bueno, quizás no se ha dado cuenta todavía. La verdad es que no sé cuando nos hemos perdido la pista. Ahora que lo pienso, yo tampoco sé cuando nos hemos despistado, juraría que no le he visto en las últimas tres salas. Voy a volver para atrás, por si acaso. Siempre nos pasa lo mismo, veinte años yendo a exposiciones y museos y veinte años perdiéndonos el uno al otro. Al principio no era así, al principio casi parecíamos siameses. Nos faltaban días y tiempo para estar juntos y el poco que sacábamos los pasábamos pegados aunque fuera caminando en una exposición, leyéndonos el uno al otro las cartelas y susurrándonos lo que nos sugería el cuadro, la escultura, el vídeo, el dibujo, la fotografía. Cuando todo el tiempo pasó a ser nuestro seguimos caminando pegados pero, con la certeza de irnos a casa juntos, la goma que nos unía se destensó poco a poco, sigue manteniéndonos juntos pero ya no tira, más bien, ahora que lo pienso nos sirve casi como el caminito de migas a Pulgarcito. Ahora tengo que ir recorriendo y recogiendo la goma para ver donde está este hombre. Ahí está, es inconfundible. Tieso como un palo, firme, probablemente por eso nunca le duele la espalda. Siempre me espera así, llegaba a las esquinas de nuestras citas, a mi portal, a la puerta del cine y yo, que siempre llegaba tarde, le veía plantado firme oteando el horizonte para verme llegar o, quizás, para estar preparado por si llegaba algún peligro. 

¿Qué está mirando? Las tres gracias de Regnault. A saber qué le habrá llamado la atención, apuesto a que se está fijando en el marco. Seguro que está pensando en si las esquinas perdidas del cuadro fueron la causa del marco romboidal o fue el marco romboidal el que tapó las esquinas del lienzo y, si es así, si habrá algo importante en esas esquinas. En cuanto se gire se lo pregunto, o no va a hacer falta, sonreirá y me lo contará. ¿Qué mira ahora hacia arriba? El clavel rojo de la mujer de la derecha. Rojo de clavel, amarillo de los culos y el blanco impoluto de su pelo. Siempre despeinado, siempre envidiado por nuestros amigos. «Cómo se te puso blanco con veinte años, no te has quedado calvo y pareces un genio despistado y no un viejo aburrido como nosotros» Cuando nos conocimos ya lo tenía blanco, no tan blanco y más corto. Me gusta como lo lleva ahora, me gusta meter las manos entre su pelo y alborotarlo. Sé que no le gusta pero se deja, a veces se duerme así, con las gafas en la punta de la nariz y mi mano en su pelo. En cuanto lleguemos a casa le voy a esconder esos pantalones, se le han quedado enormes, o se los compró gigantes, como el abrigo, pero eso es otro tema. Ese abrigo es su favorito y el mío. Está pasado de moda, recuerdo perfectamente el día que mi madre me explicó que esa tela se llamaba de "pata de gallo". Cincuenta años han pasado y sigo sin ver las patas de gallo por ninguna parte pero no lo he olvidado. Es su abrigo, con el que es más él aunque con él parece más grande, más ancho y con más hombros, con ese abrigo es una versión a la defensiva de sí mismo, pero él está tan cómodo que le cuesta quitárselo, en el restaurante le cuesta dejarlo en la silla, como si tuviera miedo de que alguien le robara su capa de superpoderes «¿De verdad te crees que alguien va a tener interés en robarte eso?» le digo yo. Por supuesto, se ha negado a dejarlo en consigna antes de entrar al museo, se debe de estar cociendo pero es una batalla perdida, sin su abrigo se siente menos él, las broncas que hemos tenido porque se empeña en llevarlo "por si acaso" hasta en las vacaciones de verano. 

Pues no se gira, sí que está concentrado. Voy a tener que avisarle de que tenemos que irnos, hemos quedado a comer. 

@Bernard Chevalier

La muerte de Marat de David. Este cuadro estaba en mi libro de arte de Cou, me pareció impresionante aunque de aquel libro, lo que más me impactó fue descubrir La vista de Delft de Vermeer, el motivo por el que estudié Geografía e Historia. No me creo que no escuche mis pasos, podría sentarme a esperar que se de cuenta de que me ha perdido...

—¿Qué miras girando la cabeza? 
—Ah, hola. ¿Dónde estabas?
—Buscándote. ¿Qué miras? 
—Estaba tratando de leer lo que pone en la carta de Marat. Ya sabes que no soporto no saber qué lee la gente. 
—Marat no está leyendo nada, está muerto.
—Ya me entiendes. ¿Nos vamos? 
—Sí, procuremos no perdernos. 
—¿Qué escribirías tú en una nota de suicidio?
—Pues creo que...


Más fotos de visitantes de museos en la web de Bernard Chevalier. 

lunes, 24 de octubre de 2016

Cuatro cosas que me gusta ver hacer a un hombre.


1.- Tocar la armónica. No me gusta físicamente Bob Dylan y, hasta hace unos días, no podía escuchar a Quique González sin pensar en suicidarme quemándome a lo bonzo pero, hace unos días,  vi un vídeo de Quique González y cuando ya estaba prendiendo la cerilla para empezar a quemarme el pelo, se puso a tocar la armónica. Me quedé maravillada. Ver tocar la armónica a un hombre me fascina. Desconozco el motivo y, de hecho, esta fascinación solo la siento con la armónica. Un hombre que toca la guitarra, el piano o la flauta no me dice absolutamente nada pero dale una armónica y te interpreto a una rata en el Flautista de Hamelín. Me da igual que el tío sea Bruce, Glenn, Bob o Quique González, me gusta un hombre con armónica. 

2.- Que nade bonito. Bonito. No me dice nada un tío que nada rápido o potente, no. Me gusta mirar a uno que lo haga bonito, que se deslice como si no le costara. Des li zar se. En una de las piscinas que frecuento hay un tío que fuera del agua me es completamente indiferente. No muy alto, achaparrado, con coleta y un microbañador azul marino. Vestido ni le vería, pero se mete en el agua y me quedo embobada. Le veo nadar y se me pone la piel de gallina de lo bonito que nada. El otro día descubrí que tiene un amigo y que cuando coinciden en la piscina, se meten en la misma calle a nadar a la vez. Los llaman "las bailarinas" y podría pasarme horas mirándoles. 

3.- Mirar la hora en el reloj de la muñeca. Me fascina. Me encanta ese gesto de agitar la muñeca, levantarse el jersey o la camisa (si llevan) y mirar la hora. Si es con correa metálica que suena, mejor. Lamentablemente en algún momento de un pasado cercano la mayoría de los hombres han decidido que llevar reloj no es cool. Las excusas van desde las más prosaicas del "me molesta, me roza, tengo 3 años y me pica" a las más intensas "paso de llevar reloj, estoy fuera de horarios". Buuu buuu buuuu. Y no, no me vale que mire la hora en el móvil. 

4.- Que planche bien. Agarrar la plancha y golpear con ella la ropa no es planchar.  Me da igual que un hombre limpie (quiero decir que es su casa y su suciedad y él verá) y no me emociona sobremanera que cocine. De hecho un hombre cocinando me aburre, me pongo a leer mientras prepara lo que sea. Con un hombre planchando de verdad no me concentro en ninguna otra cosa. El tío de la tintorería de mi barrio puede dar fe de esto, creo que hasta me mira raro. Confieso que no tengo claro si me gusta por el hecho en sí o por la rareza de encontrar a alguno que lo haga. Estoy pensando que no sé si debería catalogar esto como una fantasía. 

Me gustan los hombres. No todos, la verdad es que no me gusta casi ninguno pero me gusta ver a un hombre hacer estas cosas. Y no, no me gustan igual en una mujer. Y no, que me guste ver a un hombre hacer estas cosas no quiere decir para nada que quiera un rollo, un lío o una boda en Malibú. 

No quiero nada, sólo verle hacer esas cosas. 


jueves, 8 de septiembre de 2016

Hombres fantásticos (IX)

Me despierto pero no abro los ojos. Por las señales que me manda mi cuerpo sé que he dormido poco, encogida y sin moverme. Por las señales y porque me duele el cuello, tengo las manos juntas debajo de la cara y la unión entre lo que intuyo son los dos cojines de un sofá se me está clavando en la cadera. El picor de una manta de lana gorda en mi barbilla me confirma que efectivamente estoy durmiendo en un sofá, en un sofá que no es el mío. 

Entreabro los ojos y a medio metro veo una mesa baja de madera oscura, de esas que están gastadas de poner los pies cuando te sientas a ver la tele o a charlar. Está llena de copas de vino y tazones de loza blanca. Me incorporo poco a poco, echo la manta a un lado y me siento. Todavía tengo los calcetines mojados.

A mi izquierda hay unos ventanales enormes, por los que entra una luz de color blanco lechoso, como el cielo que se ve a través de ellos completamente  encapotado. Llueve despacio. 

Poco a poco voy recordando dónde estoy y qué hago aquí. No he debido dormir mucho porque recuerdo que era de día cuando cerré los ojos.  ¿Amanece a la misma hora en Dublín que en Madrid? ¿Después? ¿Antes? Tiene que ver con la latitud pero no soy capaz de pensarlo con claridad. Me pongo de rodillas en el sofá y al asomarme por el respaldo para buscar mis zapatos, me fijo en la inmensa estantería cubierta de libros en caótico desorden que recorre la pared. Glenn es de los míos, los libros al tún tún, colocados según van llegando o según se consultan o dependiendo de cómo los sientas. No me veo con fuerzas ni tengo la mirada lo suficientemente clara (¿dónde estarán mis gafas?) como para ponerme a cotillear libros en inglés. 

Ey, ¿qué pasa contigo? ¿despierta?

Me giro bruscamente con el corazón a 300 por hora. 

¡No me des esos sustos!

Glenn se ríe con ganas. Está apoyado en el quicio de la puerta que ahora recuerdo que da a la cocina con una taza en las manos. Lleva la misma camisa que llevaba cuando me dormí, la camisa con la que salió del camerino al terminar el concierto. La camisa que no se me olvidará en la vida porque me obligué a concentrarme en ella mientras le saludaba por primera vez. El camino desde mi estudio pormenorizado de los cuadros de su camisa hasta dormir en el sofá de su casa está lleno de nervios, nervios calmados con cervezas, risas, risas alimentadas con más cervezas. Charla, mucha charla alimentada con un fish and chips grasiento en un antro al que llegamos corriendo bajo la lluvia. Quizás mis calcetines se empaparon ahí.

Glenn desaparece en la cocina y vuelve a los dos minutos con otra taza para mí. Gracias a dios no es te, necesito un café fuerte, el te es para cuando me siento a punto de disolverme en paz y tranquilidad. El café es para cuando necesito reconstruirme.

¿Sigues teniendo hambre?- me pregunta mientras se sienta a mi lado en el sofá apartando la manta. 

Recuerdo entonces que cuando llegamos a su casa, porque yo había perdido el  bus para llegar a mi hotel a las afueras, nos sentamos todos en la cocina a devorar cereales y galletas. Me fascinó que Glenn y el batería que en las distancias cortas se parece aun más al capitán Haddock fueran capaces de engullir cuenco tras cuenco de cereales sin que una gota de leche les escurriera por las barbas. Yo no fui capaz y se troncharon de mi y mi barbilla surcada de barbas de leche.

Sí, pero no quiero más cereales.
—Jajaja, ¿tostadas? 
—Perfecto.  

Le sigo a la cocina y recuerdo que hablamos de Youghall, de Moby Dick, de Eddie Vedder y de comer pipas. Felicito mentalmente a mi yo de la noche anterior por su fabuloso desparpajo hablando en inglés y por no haberse dejado llevar por la euforia y  haberse negado a cantar. 

Glenn, ¿tendrías unos calcetines secos para prestarme? 

Una noche genial.

lunes, 8 de agosto de 2016

Hombres fantásticos (VII)


Hemos quedado temprano y, por supuesto, a pesar de acostarme pronto la noche anterior para intentar dormir y tener un aspecto presentable y la cabeza despejada para el reto que es quedar con él, los nervios me han impedido pegar ojo. Me levanto como un gremlin y con tiempo de sobra pero, por supuesto, llego tarde. No horriblemente tarde pero lo suficiente para quedar regular. De todos modos, cuando quedo con un hombre, siempre prefiero llegar tarde. Entre quedar mal y ponerme nerviosa esperando prefiero quedar mal. 

Es finales de otoño, la mañana de un día perdido de noviembre. Hace el frío justo para despejarme sin que me gotee la nariz. He elegido el Retiro para esta fantasía porque necesito un lugar cómodo y conocido que no me distraiga para poder centrarme en la conversación, para no dispersarme. El Retiro es casi como pasear por el pasillo de mi casa. Además con él no me imagino conversando en un sitio cerrado porque él habla demasiado despacio, dejando silencios que en una habitación cerrada me empujarían a decir alguna estupidez para llenar ese  espacio. Paseando sus silencios se quedan colgando entre los pasos y suenan. 

Hay poca gente, casi somos los únicos. Es demasiado tarde para que los runners madrugadores estén correteando y demasiado pronto para que haya niños. La moda de los Pokemon ha pasado. Cuando llego ya me está esperando. Mira en mi dirección pero no sabe que soy yo así que me mira sin verme. Para él soy una chica con una trenca y las manos en los bolsillos. Según me acerco saco a relucir mi sonrisa de desconocida tratando de parecer encantadora. 

—Hola, siento llegar tarde. 
—¿Eres Molinos?
—Sí. 
—Te pareces a tu foto pero no te he visto llegar.
—Soy muy normal, paso desapercibida. ¿Entramos?
—Claro. 

Comenzamos a pasear sin rumbo, bordeamos la nueva biblioteca del Retiro y caminamos hacia el lago. Sé que una de las primeras cosas que le contaría es el primer libro que leí de él, "El invierno en Lisboa". No sé cómo llegué a él ni porqué pero recuerdo que me encantó. Le contaría que se lo regalé a uno de mis mejores amigos y que no me he atrevido a volver a leerlo porque me da miedo quebrar el buen recuerdo. Es uno de esos libros en los que siempre tengo 20 años, llevo hombreras, los hombros echados hacia delante, melenita de niña buena y no hablo con nadie porque tengo miedo. 

Él me escucha. A veces dice algo y tengo que esforzarme para oírle por encima del sonido de nuestros pasos y el rumor del viento en los árboles. Tiene la voz grave y habla muy bajo. Siempre he pensado que habla como si fuera una corriente constante de agua, siempre el mismo tono, siempre el mismo ritmo, nunca totalmente quieto y nunca acelerado. Sus pensamientos brotan con pausa y él los recibe, observa, paladea y da forma siempre al mismo ritmo, igual que habla. 

Yo soy un torrente. A veces estoy desbordante de ideas que intento apresar, apretar y estrujar; otras veces la inspiración son gotas que tengo que exprimir de mi cerebro y, a veces, soy una torrentera sin agua y creo que jamás volveré a pensar nada que merezca la pena expresar.  

Parapetada detrás de mi trenca y mirando al frente me atrevo a decirle que sus novelas me aburren. Después de El Invierno en Lisboa, leí Plenilunio y El jinete polaco y me gustaron. Después leí alguna más que soy incapaz de recordar y decidí no volver a intentarlo. No quiero que sus novelas me hagan cogerle manía porque me encantan sus artículos. Para compensar este comentario que, aunque disimula, supongo que no le gusta le digo que aprendí a ver el arte de Rothko por uno de sus artículos y que mi ejemplar de Ventanas de Manhattan tiene más esquinas dobladas que sin doblar. Ventanas es un libro con el que he crecido, me veo con 20 años comprándolo y creciendo con él en mi estantería mirándome, viéndome envejecer y esperándome cada vez que lo he releído.

Le cuento también unas cuantas de esas casualidades que hacen que nosotros, a pesar de ser completos desconocidos, estemos conectados por conocidos comunes y después le dejo hablar. Le pregunto por lo último que ha leído, la última película, la última serie, la última exposición, la última decepción. Le pregunto si lee comics.

Camino a su izquierda y en nuestro paseo llegamos a la salida de la Cuesta Moyano. Cotilleamos los puestos como si fuéramos desconocidos entre nosotros, él por su lado y yo por el mío, como hay que hacerlo. Me resulta imposible mantener una conversación mientras miro libros o paseo por una librería. Siempre acabo perdiéndome de la otra persona aunque el espacio sea pequeño, me pierdo mentalmente y hasta que no me dicen "Eh, que tenemos que irnos" estoy perdida. 

Él no me dice nada, no parece tener prisa. En esta ocasión soy yo la que llega al final de la cuesta con unas cuantas compras en una bolsa. Está sentado en un banco, escribiendo algo en una libreta. Me espera. Al acercarme, de su botín saca un libro y me lo da. 

Toma, un regalo. 

Me quedo sin palabras porque yo no he comprado nada, ni se me ha ocurrido, aunque la verdad es que tampoco hubiera sabido que comprarle. ¿Qué libro le regalas a alguien que lo ha leído todo? 

—Gracias. Yo no te he comprado nada pero una vez escribí sobre mis razones para leerte. Podríamos considerarlo un regalo. O algo así. 
—¿era algo sobre que monto en bici y no soy Murakami? 
—Si. Entre otras cosas.  Es imposible que lo leyeras.
Lo leí. De hecho tuve intención de escribirte para darte las gracias... pero me temo que no lo hice.  

Me acompaña a la parada del 14 que tengo que coger para volver a casa. El día está gris, un día de esos en los que Madrid y yo nos reconciliamos un poco.

Al llegar a casa abro el libro y me encuentro con una dedicatoria "Para que recuerdes un día de noviembre".  


miércoles, 8 de junio de 2016

Hombres fantásticos (VI)


Este hombre fantástico me acojona. Lo reconozco. Es así. Confieso que he tenido mis dudas: ¿Voy? ¿No voy? ¿Será una broma? ¿Una encerrona? ¿Una trampa? Me he pasado un par de noches, desde que recibí el mail, enredada en paranoias muy raras; pero claro, no es para menos. 


"Querida opinadora posteadora", así empezaba el mail con la invitación para asistir en directo al programa. Si no hubiera sido por ese encabezamiento hubiera pensado que la invitación había llegado a mi buzón en el típico envío masivo. Luego pensé que a lo mejor mi mail se había colado por error en una lista de elegidos ilustres. Sí, eso es lo que pensé, eso era un error... pero no. "Querida opinadora posteadora" estaba puesto a conciencia, escrito con retintín, con mala leche... Así había empezado aquel ácido intercambio de mails hace meses. 

Lo había olvidado completamente, como si fuera algo que no me hubiera pasado a mí, que le hubiera pasado a otro. "Querida opinadora posteadora" me llevó de nuevo a la sorpresa de aquel día lejano en el que me encontré su mail. Correcto y educado pero destilando hostilidad en gotitas por todo el texto. Creo que la mandíbula se me cayó al suelo al leerlo. 1, 2, 3, 4 veces lo leí antes de ser capaz de reaccionar. Pero reaccioné, claro. Aquello era una provocación y así me lo tomé. Con las manos sudadas, el ceño fruncido y temblando redacté una respuesta contundente, educada y distante y volví a respirar al darle a enviar. Pim, pam, pum... peloteo y tablas. 

Vuelvo a recordarlo, una vez más, mientras voy por la autopista. Me fastidia que en esta fantasía sea el hombre fantástico el que elige el sitio... pero ha salido así. La cuestión es que voy por la autopista pensando si salirme en cada nuevo desvío. Estoy acojonada, ¡qué mierda de fantasía es ésta en la que estoy acojonada! Me sobrepongo y sigo adelante, pues sé que si me rajo, mi yo de dentro de 24 horas me hará la vida imposible y bailará en mi cabeza diciendo "eres una rajada....buuu buuuuuu". Y, además, no quiero darle motivos a él para mandarme otro mail diciendo "Querida opinadora posteadora, una lástima que no sea tan valiente en persona". 

Fabuloso, me he convertido en un tío que funciona a golpe de "a que no hay huevos". Consigo llegar sin perderme, es lo que tiene haber ido tres veces justo a ese mismo estudio. Apuesto a que él no sabe que he estado sentada en esa misma mesa. No es que importe mucho pero por lo menos conozco el espacio físico y sé que puedo sentarme en la última fila. Ja. Hay 4 filas, es imposible que no me vea. Quizás con mis nuevas gafas de intelectual pase desapercibida. Estos pensamientos son absurdos. 

Me bajo del coche intentando no pensar en la caja de vino en mi maletero de soltero de 40 años. Ja. Como dice el hombre fantástico estoy "vitivinícolamente comprometida", tengo que acordarme de decírselo a mi madre cada vez que me ponga esa cara al verme con mi copa de vino. Eso y lo de "no importa cuándo, ni por qué, sino con quién celebras las cosas buenas de la vida". Si consigo articular palabra cuando me encuentre con él, tengo que preguntarle qué genio de la publicidad ha decidido colocar las cuñas de vino a las 8:30 de la mañana cuando la gente anda tomando un café o llorando de camino al curro. 

Paso los controles pensando en todas estas tonterías y llego al pasillo que conduce al estudio. ¿Qué es lo peor que podría pasar? No, no, no... este hilo de pensamientos laterales no. No me conviene. Tengo que pensar que soy la opinadora posteadora y estoy aquí porque me han invitado. Será por algo, aunque sea para discutir de viva voz. Me defenderé. 

Mierda, llego demasiado pronto. El programa no ha empezado y él está ahí fuera, de pie, charlando con otros hombres. Es más alto de lo que pensaba, menos gordo, con más barba. Camisa de manga larga aunque hace un calor de mil pares. A lo mejor tiene complejo de brazos gordos o finos. Hay hombres con muchas paranoias raras. Las manos grandes y ojeras. 

La voz es la misma, claro y me sobresalto al escucharla tan cerca, sin micrófono en medio y sin estar dentro de mi coche. 

–Hola opinadora, se ha atrevido a venir -me saluda sonriendo. 
–Por supuesto, ¿por qué no iba a atreverme? -a chula no me gana nadie. 
–¿Ha venido para despellejarnos?
–No, he venido porque me ha invitado. Puedo no tener ni idea de radio y odiar las tertulias políticas pero soy educada -Madre mía, menos mal que no he bebido. 
–¿No va a criticar nada?
–Yo no he dicho eso. No lo sé todavía. Pregúntemelo al final. 
–Pase y siéntese. Será un placer tenerla aquí. Y tenemos vino. Ramón Bilbao. 
–No puedo pedir más. 

Esto va a ser agotador pero creo que irá bien. 

1, 2, 3, 4....

sábado, 23 de abril de 2016

Hombres fantásticos (V): Amor y libros


Está demasiado cerca y temo que note que la estoy mirando. Sin que ella se diera cuenta, desde el otro lado de la calle he estado mirándola un buen rato. Después, he cruzado para verla más de cerca, quizás tenía que haber seguido mi camino. 

Tenía la esperanza de que al acercarme me gustará menos o no me gustara. Todo es más bonito desde lejos, la imaginación es muy cabrona. Quizás descubriera que los libros que miraba concentrada eran de maquillaje, o de como celebrar tu boda en 25 sencillos pasos o de manicuras con ingenio. Pero ¿Qué tonterías estoy pensando? Sabía que no, lo sabía. 

Quizás debería haberme alejado. ¿Cómo es esa frase? Las mujeres que leen son peligrosas. Qué chorrada de frase y que cierta es por otro lado. ¿Los hombres que leemos somos peligrosos? No sé, pero yo ahora mismo no tengo peligro, lo que estoy es acojonado. 

La he seguido paseando por la librería. No me ha visto, ni me ha intuído,  ni se ha fijado. Los libros eran lo único que le interesaba. Ha recorrido las estanterías mirando, agachándose, poniéndose de puntillas para llegar a los estantes de más arriba. Por un momento he estado tentando de acercarme a ayudarla a alcanzar un volumen que intentaba agarrar con la punta de los dedos. Me he contenido, no sé si por miedo a que me sonriera o a que me dijera ¿Insinúa que soy bajita? (Pero sí, es bajita)

En la caja se ha reído al pagar, ha charlado con el librero y antes de salir he podido echar un vistazo a la lista de "libros pendientes" que tiene en el móvil y de la que ha tachado unos cuantos que lleva en una bolsa. La lista es tan larga como para estar leyendo toda una vida. ¿Me enseñará esa lista? 

Sale, se va... la voy a perder de vista. Intento pensar en algo para decirle, en algo que le llame la atención. Disimulo mirando los libros de ocasión de la puerta y, entonces, vuelve sobre sus pasos y ahora está aquí, demasiado cerca. Oigo su respiración mientras me ignora completamente. ¿Soy transparente? Disimulo mientras rebusca a mi lado, tocando los libros justo después de que los toque yo. Las manos pequeñas, las uñas cortas, sin anillos. Nos vamos a rozar... Vaya, parece que queremos el mismo libro. 

Ahora o nunca... el infierno es para los cobardes. 

- Hola, ¿puedo invitarla a una cerveza?

Sonríe. 

- Que sea un vino. 

Huele a limón y a verde. Menos mal que no seguí mi camino, quizás pueda leer con ella. 


sábado, 26 de marzo de 2016

Hombres fantásticos (IV)

–Yo no sé escribir ficción. 
–Claro que sabes. Es lo único que haces, escribir ficción.
–Eso es mentira. Nada de lo que escribo es ficción.
–Sí que lo es. A lo mejor tiene una base real, aunque lo dudo mucho, pero todo, incluido cómo decides contarlo, cómo lo piensas y cómo lo escribes es ficción. 

Le odia mientras le escucha. Le odia muchísimo. No sabe porqué le gusta. Ni siquiera sabe si le gusta. No, no le gusta. Nada. O sí, pero de lejos. Mientras él sigue hablando, contando otra de sus historias con él de protagonista, piensa que es un hombre cuya mejor versión sería un holograma. O una aplicación para el móvil. Una especie de reto intelectual con el que retarse a sí misma, superarse, encabronarse, desesperarse y decir "esto lo desinstalo ya". 

Pero hoy no es un holograma. Allí está, tumbado a su lado, desnudo, grande, blando, suave. Grande, desnudo ha crecido. Arrullada por su discurso ella piensa que es curioso cómo los hombres desnudos parecen más grandes. En una pirueta mental absurda piensa en Hulk, en La Masa. Cuando un hombre se desnuda, de repente parece que la ropa le pica, le molesta y que su cuerpo se necesita expandirse liberándose de la tela. Hulk y La Masa ¿son el mismo superhéroe? ¿O es un villano? ¿Es Hulk cuando lleva la camisa metida por los pantalones y La Masa cuando la revienta? Piensa en preguntarle a él, pero no sabe si le molan los comics y, en cualquier caso, preguntarle algo a él es como jugar a la ouija. Jamás dice nada sincero ni directo. A pesar de ser un gran conversador, jamás responde preguntas. Tampoco las hace. Nunca pregunta nada cuya respuesta pueda no gustarle. Quizás sea que nada de lo que esté más allá de su piel le interese, o quizás es miedo. Si no preguntas estás a salvo del daño y la decepción. 

–No enciendas la luz. 

Eso le ha pedido al desnudarse. En un descuido, supone ella, se ha mostrado vulnerable, se ha bajado de su pose de hombre seguro de sí mismo y, como un niño, le ha pedido que no encendienda la luz. Ha sido tierno. Es curioso cómo los hombres al mismo tiempo pueden parecer más grandes físicamente e increíblemente pequeños. Unos más y otros menos. Este más. Mucho más. Probablemente por eso, ahora, ya relajado, no deja de hablar, para taparla a ella con una marea de palabras y tratar de distraerla. Sabe que no lo está consiguiendo, que no lo conseguirá pero, como los niños, no sabe parar. Le da más miedo ella que el silencio. Si deja de hablar la conciencia de lo que ella sabe de él será demasiado obvia como para pasarla por alto.

Ella también lo sabe, así que le deja hablar. Escucha su discurso caótico, que avanza a trompicones para luego pararse, retroceder, coger un desvío que se convierte en una ruta principal para volver a desviarse más tarde. El repite ideas que ha debido contar mil veces, frases que seguro que le han funcionado, un caminito de pensamientos que debe tener trillado y en el que se siente cómodo pero, pronto, se distrae y empieza a contar cosas que no pretendía. Se sorprende a sí mismo y de pronto sus manos, que hasta entonces reposaban en su tripa, se alzan mientras él retoma su voz de "soy guay" y suelta una frase de su personalidad de superhéroe.

–Escribirás algo como Bridget Jones. 
–Si te crees que pienso entrar a esa provocación tan burda lo llevas claro. 

No puede estar callado. Mientras despliega una historia sobre juventud y mujeres ella piensa que tiene un perfil raro. Un perfil que no reconoce. Es casi como un cuadro cubista, como una señorita de Avignon. Él es ese perfil blando y extraño pero no se corresponde con el él que ha venido por la calle a su encuentro. Encogido dentro de su abrigo de falso joven, con las manos incrustadas en los bolsillos, la cabeza hundida entre los hombros y la mirada huidiza. Ahí parecía un cable tenso. Ahora está desmadejado, relajado y parece otro. Para ella es una sensación rarísima. 

–Tengo un roto enorme en el calcetín. 
–Aha. 
–Enorme. Se me ve el dedo gordo.
–Aha.
–Eres una cabrona y me caes fatal. 
–Tú a mi peor. 

Justo antes de dormirse ella piensa, "a lo mejor sí que sé escribir ficción". 

viernes, 18 de marzo de 2016

El amigo italiano



A pesar de mi memoria prodigiosa, no consigo acordarme de la primera vez que le vi, ni de la primera vez que alguien me hablo de él. No recuerdo ni el año, ni el mes. Fue hace mucho tiempo, muchísimo. 20 años. 

Si estrujo mi memoria y mis recuerdos recupero una imagen que no sé si es la primera que tuve de él pero que refleja exactamente cómo era, cómo es. 

En Los Molinos. Alto, de perfil, con su importante nariz y el pelo largo, más largo de lo que nunca había conocido en otro hombre. Pantalones, jersey, una chupa bastante andrajosa. No puedo definir qué me llamó la atención de él. Obviamente lo increíblemente guapo que era, pero no fue solo eso. Era mucho más, algo que me cuesta poner en palabras ahora, veinte años después, y que en aquel momento ni siquiera pensé; solo sentí. 

Durante los años que fuimos amigos, pasé de una timidez casi enfermiza que al principio me impedía articular palabra hasta una confianza cómplice y pugilística. Las puyas iban de un lado a otro, él con su acento de guiri que jamás abandonó y yo estrujándome las neuronas para tratar de estar a la altura. Recuerdo perfectamente la sensación que tenía al hablar con él, una especie de miedo, de tensión... de tratar de estar a su altura. Miedo a defraudarle. Una gilipollez; y sé que cuando lea esto me dirá "tú eres tonta". 

¿Qué me producía esa sensación? No lo sé. Él. Todo. Era distinto a todos los hombres que había conocido hasta entonces y con los que me había relacionado. Sí, era el más guapo y el más atractivo, a años luz del siguiente en la lista pero no era eso, o no era solo eso. Era algo intangible pero que te atrapaba en su presencia. 

Hay personas que ves y hay personas que sientes. Así es él, no sólo lo ves. Perturba, cambia, mueve, agita, trastoca, transforma el aire que te rodea y a ti mismo. Él es de esos. Un campo de fuerza. 

El gesto de recogerse el pelo, los brazos en alto, la goma deslizándose desde la muñeca y, alehop, ya tenía la coleta hecha. Ese simple gesto transmitía la sensación de estar completamente a gusto consigo mismo, de ser inconsciente de uno mismo. ¿Cómo lo había hecho?  "Solo si eres increíblemente guapo e increíblemente atractivo puedes llevar coleta", escribí hace muchos años. Pensaba justamente en él. 

Cuando se marchó me enteré tarde y mal. No pude despedirme ni decir banalidades del tipo: nos escribiremos, ya nos veremos, iremos a verte. Se fue y la vida siguió para todos. 

Dieciocho años después le mandé un mensaje "Hey guiri, que vamos a Milán". Incluso por esa cosa tan espantosa que es el chat de Facebook su campo de fuerza funcionó y lo sentí cuando contestó "Ciao Moli, nos vemos seguro". 

Y nos vimos y los 18 años pasaron en un parpadeo. Se esfumaron según se bajo del coche a toda prisa, gritando "¡guiris!", y nos abrazamos. 

Ahí estaba. Igual de alto, con su misma nariz de emperador romano, su mirada astuta, sus gestos imparables y su gran sonrisa guasona iluminándole los ojos claros y la cara entera. Una sonrisa que dice "cómo me alegro de encontrarnos". Una sonrisa que llena. 

Sigue siendo muy guapo pero ya no lleva el pelo largo. Sigue caminando como John Wayne y hablando como si temiera caer muerto en cualquier momento y necesitara contar todo lo que lleva dentro. Sigue siendo divertido, temperamental, efusivo, y sigue gesticulando con todo el cuerpo. 

18 años fulminados con dos frases, un abrazo, mil risas y mil puyas. 

-Ciao Moli, estás igual, el mismo sarcasmo. 

Somos los mismos pero mejores. 

Él está más grande, no más gordo. Mirándole, escrutándole mientras comíamos, le sentí más grande, como si su increíble personalidad hubiera seguido creciendo, como si el hombre que era con 30 años hubiera necesitado expandirse, crecer dentro de él para hacerse más imponente, mejor, más él.

Me sentí feliz y atrapada en su campo de fuerza pero, querido guiri, yo también he crecido y ahora me siento a tu altura. 

Fue un reencuentro increíble. 

viernes, 19 de febrero de 2016

Hombres fantásticos (III)

Es tarde por la tarde. Esa hora que en invierno marca el momento de meterse en casa, hacerse bolita y ya no salir a la calle, pero que en verano señala el momento en el que empiezo a reactivarme. No tengo claro si es junio o septiembre... creo que junio. Finales. 

La cita, el encuentro mejor dicho, es en una playa. Hemos quedado en una explanada, en uno de sus extremos. Nunca he estado en esa playa, nunca he estado en California, pero ésta es una fantasía grande y ambiciosa. Una fantasía con ínfulas. 

Por supuesto, y como siempre, llego tarde. ¿Cómo consigo llegar siempre tarde? No es a mala fe, sencillamente confío siempre en llegar a los sitios en 10 minutos independientemente de la distancia que me separe de ellos. Esta vez, sin embargo, llego tarde porque me he quedado dormida. Estaba agotada tras pasar la noche sin dormir de los nervios e histérica por la perspectiva de este plan; me tumbé a leer para desconectar y relajarme y se me fue la mano... he dormido más de dos horas y me he despertado con el tiempo justo para ducharme e intentar borrar las arrugas de la sábana sudada de mi cara. He tenido poco éxito pero como el plan es en una playa en pantalón corto, camiseta y chanclas tampoco importa mucho. 

Lo de las chanclas no lo tenía claro, no conozco la playa y lo mismo hay mil rocas o yo que sé. He echado unas zapatillas al maletero por si acaso. Por si acaso también llevo un forro polar, una caja de vino, una cazadora vaquera, seis libros y una hucha con monedas de dos euros... pero eso es otra historia. 

Me está esperando, es otro de esos hombres puntuales. Le reconozco aunque está de espaldas, apoyado en la barandilla de madera viejuna mirando el mar. Se gira al oír el coche. Fantaseo por  un segundo con hacer un trompo pero me parece un alarde de macarrismo francamente innecesario. Aparco despacio, saco las llevas del contacto y al salir del coche las guardo en el bolsillo de atrás de los vaqueros. Ni bolso, ni gafas, ni móvil. No tengo que llevar nada. 

Levanto la mirada y sonrío con toda la cara, con mi mirada de "estoy histérica pero disimulo". Él también sonríe, sin nervios. Es uno de esos hombres que siempre parecen estar a gusto en el sitio dónde están. 

Echamos a andar, se coloca a mi izquierda y aunque intento contenerme, no puedo. No podré centrarme en la conversación ni disfrutar del momento si camina a mi izquierda. 

-¿Te importa que me ponga al otro lado? -le digo mientras le paso por detrás y me coloco a su izquierda. 

Me mira con sorpresa. 

- No, no me importa. ¿Es tu lado bueno?
- No, es una manía. Si camino a tu derecha no podré concentrarme. 

Es una playa enorme, larga, ancha y, por lo que veo, poco frecuentada. Caminamos por la orilla, ya nos hemos mojados los pies y la ligera inclinación del suelo hacia el mar hace que él parezca más bajito de lo que es. A la vuelta la bajita seré yo. 

Hablamos de la playa, me cuenta porqué le gusta, cómo la descubrió y cómo enseguida supo que en cuanto pudiera viviría en una casa desde la que viera el mar. Se da la vuelta y me señala a nuestra espalda una casa trepada en un acantilado. 

- Vaya, un tipo con suerte. 

Hace muchos, muchos años que descubrió la playa. Le miro de reojo mientras me cuenta la historia. No parece que tenga 51 años y a la vez da la sensación de haber vivido mil vidas. 

Decido contarle que a pesar de lo famoso que es yo no sabía quién era hasta hace un par de años. Estaba en el curro, leyendo un documento que me estaba provocando ganas de matar cuando en la música que sonaba en mis cascos y que era el vídeo de You Tube de un cantante que me encanta... se coló su voz. 

Me quedé petrificada. Aparté el documento y miré el video. Allí estaba, un tio bajito con una gorra calada hasta las cejas... y esa voz. Esa voz, su voz.  

Escuché esa canción más de 20 veces ese día. Recuerdo girarme y preguntar a mis compañeros: ¿Por qué nadie me había hablado de este hombre nunca? 

-¡Pero sí es superfamoso!

Se ríe cuando se lo cuento. No sé si por cortesía, nerviosismo o porque realmente ha sido gracioso. Da igual. Me embalo a contarle que su voz es balsámica para mí. Me calma, como a las fieras. 

Seguimos caminando mientras chapoteamos en las olas. Hablamos de libros. De David Foster Wallace y de Philip Roth, de Steinbeck y de Margaret Atwood. Así, llegamos al final de la playa, a ese momento raro en el que uno no sabe nunca cuando hay que darse la vuelta para desandar el paseo. ¿Querrá llegar hasta el final? ¿Un poco antes? ¿Se parará? ¿Dirá algo? 

Decido tomar la iniciativa y me paro. 

- ¿Volvemos? 
- No, todavía no. 

Empieza entonces a caminar por las rocas. No sé muy bien dónde pretende llegar pero le sigo, no me queda otra. Trepamos y trepamos, y mientras lo hacemos me dejo un dedo gordo contra una piedra... llegamos a un pino que hay en la pequeña loma que pone fin a la playa. Miro el mar, el paisaje, la playa por la que hemos venido y, por el rabillo del ojo, veo que él se acerca al árbol y sobre una montaña de rocas coloca una pequeña piedra que le había visto coger antes. 

-Es una manía. Cada vez que vengo hasta aquí subo una de las piedras de la orilla y la coloco en el montón. Me mola pensar que dentro de muchos años el pino ya no estará, el mar habrá arrasado esta pequeña colina y las piedras volverán a la orilla. 

No digo nada pero en mi imaginación calenturienta las piedras han empezado a hablar y ahora mismo están comentando: "Ya ves tú la gracia del maniático este, con lo bien que estábamos en la orilla". 

Volvemos a bajar y reemprendemos el camino en sentido contrario. Hablamos de cine, de películas que nos encantan y películas que odiamos, de placeres culpables, de pelis para llorar y yo hablo de Mary Poppins. 

-¿Mary Poppins? ¿No te da vergüenza?
-Por supuesto que no. Es una obra maestra. Es sabiduría suprema

A pesar de las señales de alarma ya voy lanzada, así que le confieso que Into the wild me parece un coñazo de película. Peor, me parece una oda al egoísmo místico con ínfulas salvadoras. 

-Pero no puedes enfadarte, porque la vi entera sin parpadear gracias a tu música. 

No se enfada. Caminamos en un silencio cómodo que no es tal silencio. Se oyen las olas, nuestros pies chapoteando en la orilla y a un par de gaviotas muy desagradables. (Cuánto daño ha hecho Disney, me descubro pensando en que las gaviotas deben estar cotilleando sobre nosotros: "Eh, tú, ¿has visto esos dos?"). 

El sol ha ido bajando y está a punto de tocar la línea del mar al fondo, en el horizonte. Le hablo entonces de Rayo Verde, la novela de Julio Verne que leí de niña y que me marcó tanto que 30 años después me sigue viniendo a la mente cada vez que veo una puesta de sol en el mar. 

Decidimos sentarnos a mirar el rayo verde. La arena está agradablemente fresca pero no fría. No despegamos la vista del horizonte y me cuenta que de niño no le gustaba leer y le daba miedo el agua. Le oigo pero no le escucho. Pienso en que su voz huele a leña, a fuego, a chimenea, a sitio seguro. 

-¿Hola?
-Perdona. 
-No me estabas escuchando. 
-Sí, pero poco. Te estaba sintiendo hablar. 
-Tienes respuesta para todo. 

Se pone el sol. Me fascina cómo siempre hay un momento en el que parece que es imposible que vaya a desaparecer y al momento siguiente ya no está. Se me ocurre que es como la muerte, no te crees que te vaya a pasar y al momento siguiente te cae encima sin dejarte respirar. 

Hablamos de música mientras se hace completamente de noche. De Bruce, por supuesto, y de Glen, y yo le cuento una historia absurda sobre Frank Zappa con la que me enredo y me hago un lío. 

-¿Sabes cantar? -me pregunta. 
-No. Y no voy a probar a enseñarte lo horriblemente mal que lo hago aunque me lo pidas de rodillas. 

Se ríe a carcajadas y me doy cuenta de que es uno de esos hombres que puede permitirse llevar el pelo largo y sostener un ukelele y resultar increíblemente sexy.. En un esfuerzo de contención totalmente sobrehumano, no se lo digo. 

-Se acabó el paseo. ¿Tienes hambre?
-Sí. 
-¿Pizza y cerveza?
-Pizza y vino. 
-Hecho. 

No contaba con este plan pero es lo que tienen las fantasías, que crecen solas. 

miércoles, 30 de diciembre de 2015

Hombres fantásticos (II)

Esta es una fantasía canalla. Una fantasía de garito con barra, taburetes y copas. Con poca luz y mobiliario oscuro. Con humo y olor a tabaco.

De alguna manera, y aunque no pegue, tengo que conseguir encajar algo de comer en esta fantasía. Si me dedico a beber con mi hombre fantástico sin comer nada,  no seré capaz de articular palabra y, sin algo que empape el alcohol, no me fío de mi misma:  soy capaz de las peores cosas y prefiero evitar el ridículo incluso en mis fantasías.

Hemos quedado en un bar habitual para él, un bar en el que lo conocen, lo llaman por su nombre y saben que, llegado un punto de la noche, le gusta comer algo que empape todo lo que está bebiendo. ¿Qué comemos? Un buen bocadillo, algo ilustrado, algo caliente, con queso. Y también hay aceitunas y alpiste de ese para humanos que te ponen con copas y que es un vicio infernal y da muchísima sed para seguir bebiendo.

Yo no conozco el bar, no sé dónde está. Tengo una vaga idea y, como siempre hago, me niego a usar el navegador del móvil y confío en mi sentido de la orientación. Al salir de casa me he dicho "Sí, más o menos sé dónde es". Y, más o menos, lo he encontrado, lo que quiere decir que estoy dando vueltas caminando por el barrio y llego veinte minutos tarde. Por fin lo encuentro: una puerta que pesa un quintal y que, al cerrarse, me deja en un espacio oscuro en el que casi no veo. Me adentro en el bar quitándome el gorro y los guantes que, nerviosa, intento embutir en los bolsillos de mi trenca de Jane Fonda en Descalzos por el parque.

Él está en la barra, al fondo, sentado en un taburete. No nos conocemos pero me reconoce. La verdad es que sí nos conocemos pero no se acuerda; o quizás sí, no lo sé y he decidido no preguntárselo hasta que esté en confianza. Si no se acuerda, será violento y, si se acuerda, mejor que me lo diga él.

Bebemos vino para empezar. Yo me tomaría un gintónic? de buenas a primeras. Total, son las ocho de la tarde, una hora tan buena como cualquier otra; pero sé que, si empiezo así, lo mismo a las doce soy sólo una ameba balbuceante. El plan nos sale rana porque, después de enchufarnos una botella en cuarenta y cinco minutos, decidimos que mejor copas directamente. Van cayendo las copas mientras la conversación fluye.

Le dejo hablar al principio, al fin y al cabo él es la fantasía y yo ya me conozco y puedo ser un loro descontrolado si me dejo ir, así que le dejo hablar. De lo que quiera, (casi) todo me interesa; sólo hay un tema del que no quiero hablar, de fútbol.

Poco a poco, y según vamos entrando en calor, con el vino y la conversación, le pregunto cosas. Le hablo del Panteón de Roma del que vi un documental/charla el otro día y me recordó a su libro Historias de Roma y un fin de semana de junio de 2001 en el que me senté en una terraza de la plaza del Panteón después de un agotador día de turismo. Hacía un calor espantoso, me tomé una cocacola? y luego entré en el Panteón. Recuerdo la oscuridad al entrar desde la intensa luz de la calle, el frescor y una sensación que jamás he tenido en ningún otro edificio: inmensidad a escala humana. Tiempo detenido.

De repente me doy cuenta de que él me mira fijamente y me callo.

¿Estoy hablando mucho? Perdona. 
No, para nada, Molinos. 

Ja. Se acuerda. Sabe que soy yo. Qué perro, ha esperado el momento justo en el que me he relajado, he olvidado que nos conocíamos y me lo ha soltado a bocajarro.

Hablamos entonces de ese día, del día que nos conocimos. De lo petada que estaba la librería, de mi trenca roja y, lanzada ya sobre mi tercer gintónic?, echaría espumarajos por la boca hablando de Pérez Reverte y las cosas que le oí decir aquel día. Se acuerda hasta de las fotos.

Mientras nos comemos el bocadillo ilustrado le digo que Memorias líquidas es como un polvo a medias: cada vez que el capítulo, la historia o la anécdota coge temperatura, se pone los calzoncillos, saca la mano de dentro de mi camiseta y se marcha dejándome a medias.

Ahora sí que estoy hablando demasiado. 
No, estamos bebiendo demasiado pero ya nos preocuparemos mañana. 

Lanzada por la pendiente de la confianza, solos en el bar y con todo el tiempo del mundo le pregunto cómo es vivir sin preocuparse del curro. Cómo es trabajar sabiendo que, escribas lo que escribas, habrá gente deseando publicarlo y gente deseando leerlo. Hablaríamos de Judt y de qué pensaría de la situación actual, de la enfermedad terrible, cruel y horripilante que lo mató y de cómo fue capaz de contarlo. Él habla, como yo, moviendo las manos. Manos pequeñas y finas. Seguro que están frías.

Hablaríamos de la muerte. No sé muy bien cómo. No le gusta hablar de eso. Lo puede la emoción. Le diré solo una cosa, que nunca lo había pensado pero que la muerte de un hijo es la versión más terrorífica del luto hacia delante.

El camarero que lo conoce hace tiempo que ha recogido todo,  ha hecho caja, limpiado la barra, vaciado el lavavasos y colocado todo en su sitio.

- Lo siento pero ya os echo. 

Salimos a la calle. Es hora de irse. Somos adultos borrachos pero responsables.

Me pongo la trenca mientras sujeta la puerta y el gorro mientras salimos a la calle. Caminamos con las manos en los bolsillos para volver a casa.

- ¿No te he dicho nada de tus orejas todavía, ¿no? 
- Jajajajaja... ahora ya sí. 

viernes, 11 de diciembre de 2015

Hombres fantásticos

Tengo fantasías con hombres. Con hombres concretos, con nombres y apellidos. Hombres que no conozco y que no me resultan especialmente atractivos pero con los que me construyo fantasías. Ninguno me gusta y no pretendo, en el hipotético caso de que mis fantasías se hicieran realidad, gustarles a ellos. Las fantasías están para disfrutarlas, juguetear con ellas, montarlas y desmontarlas, adornarlas y repensarlas,  no para pretender nada. Si los astros se alinearan y mis fantasías se hicieran realidad, lo único que me gustaría es que encontraran mi fantasía entretenida, medianamente interesante y que se echaran unas risas conmigo. 

Tengo una lista bastante amplia de hombres y fantasías pero voy a empezar por los que son ciencia ficción. Son fantasías posibles pero muy poco probables. Ellos están vivos, yo también y si se da una confluencia de planetas muy rara puede que nos encontremos. 

El primero de ellos me abriría la puerta de su casa a la que yo llegaría hecha un flan. Fantaseo con haberme tragado un par de copas de vino antes de llegar o ir a pelo y que sea lo que tenga que ser, pero este punto no lo tengo decidido aún. 

Me abre la puerta de su casa con una gran sonrisa. No una de cortesía sino una sonrisa de eres justo la persona que quería ver ahora mismo y me alegro de que estés aquí. Lleva unos vaqueros oscuros y un jersey de lana de punto gordo, con cuello redondo y sin camisa. Debajo debe llevar una camiseta guarrera, una de esas de publicidad o de "recuerdo del viaje de fin de carrera", es un tío al que le da la igual la ropa que lleve puesta. 

La casa tiene los suelos de madera oscura y está gastadísimo. Lleva mucho tiempo viviendo en ella y respira como él. No es una casa de esas que se parecen a otras mil o a las de las revistas de decoración. Hay cosas colgadas en el perchero, cosas de esas que dejas ahí hasta que se desintegran o, por fin, reconoces que ya no entras en ese abrigo o que pasó de moda hace 15 años. 

Después de dejarme pasar vamos a su estudio. Él se sienta en su sillón y yo en un sofá que hay cerca. Me siento como una niña buena y lo primero que hago es balbucear algo así como "Estoy cumpliendo una de mis fantasías", a lo que él responde con una carcajada y una pregunta sobre mis fantasías. Tenía que haberlo previsto pero no es así y entonces me lanzo a contar que hace años escribí en mi blog que... blablablabla. 

Entonces se me enciende la luz y le digo "Ja. Es la típica situación de uno de tus libros". Estoy pensando que seguro que me ha ofrecido algo de beber ¿café, té? Animada por la carcajada le he preguntado si no tiene vino. No, mejor le he llevado una botella de vino de regalo en el bolso. 

Hablaríamos de casualidades. Le preguntaría si cree que hay que ser valiente para escrutar tu vida y ver todas las casualidades que te han llevado a hacer lo que sea que estás haciendo en ella. Valiente para comprobar si alguna vez te dio tanto miedo seguir una casualidad que saliste corriendo. O a lo mejor no, a lo mejor las casualidades no son más que un entretenimiento mental. 

Le preguntaría porqué escribe libros malos. O mejor dicho si sabe que son malos cuando los escribe y si se asombra cuando a pesar de saber que son malos (horribles algunos... aunque esto sólo se lo diría mediada la botella) su editor le dice: es maravilloso. ¿Se siente un fraude?  ¿O piensa?: "bueno, ya he escrito cosas buenas, puedo permitirme alguna mierda"?

Querría saber qué lee, si tiene curiosidad por cómo suenan sus libros en otro idioma. Le contaría que una vez estuve a punto de tener su teléfono. Eso seguro que le interesaría... y me preguntaría por ello, lo que me llevaría a una súper historia de casualidades. Le contaría que he leído todos sus libros y que quitando un par de ellos, que tengo claramente diferenciados, los demás forman una especie de universo compacto en mi cerebro. Sería incapaz de decir qué personaje va en cada libro pero podría escribir una historia uniendo pasajes de sus distintas novelas. 

Le contaría que el pasaje de uno de sus libros me ha servido para ligar un par de veces o tres. Ja. Esta es una buena historia. Al contar esta historia ya estoy  tan cómoda que me he descalzado y tengo los pies en el sofá, hablo gesticulando con todo el cuerpo. 

Poco a poco se ha hecho de noche y tengo que marcharme. No me echa, pero es que yo tengo otro compromiso o sale mi avión, o no sé; la cuestión es que tengo que irme. Busco mis zapatos por debajo del sofá, me pongo de pie y él me acompaña a la puerta. Charlamos sobre fumar mientras bajamos las escaleras y yo trato de no resbalar y caerme haciendo el ridículo. 

Me pongo el abrigo y salgo a la calle. Justo antes de irme, me giraría para despedirme, agradecerle haber cumplido una de mis fantasías y asegurarle que ha sido mucho mejor que lo que yo había imaginado. 

Camino por la calle pensando que debería haberle dicho: 

"Paul, me perturban tus ojos saltones".