viernes, 30 de abril de 2021

El cuello no engaña

Cuando leí, hace un par de semanas, el libro de Sara Mesa, me llamó la atención que para la protagonista fuera un drama sospechar que había dejado de ser un imán para los hombres. ¿Cómo? ¿Qué ya no les gusto? Me sorprendió porque es una sensación a la que yo no me he enfrentado jamás: nunca he sentido que había dejado de gustarles porque nunca había sentido, ni remotamente, que les gustara. Y pensé: mira que bien, una frustración de la que me he librado. 

Ayer terminé un libro que llevaba años en mi lista de lecturas pendientes: El cuello no engaña y otras reflexiones sobre ser mujer de Nora Ephron. El libro cuenta lo que describe el título y alguna más, como mi capítulo favorito dedicado a los años que vivió en un apartamento en el edificio Apthorp y como se enamoró de esa casa. Yo pasé por un proceso parecidísimo cuando tras años de pasar por delante del edificio de la calle Viriato 22, acabé viviendo en él. Todavía hoy, dieciséis años después de haberme ido de allí, fantaseo con volver a esa casa. Antes de ayer le mandé un mensaje al casero: «No se te ocurra venderlo sin decírmelo antes o, mejor, déjamelo en herencia». 

Pero no quería hablar de casas y pisos sino de como Nora tiene preocupaciones a las que yo también soy ajena. Resulta que, según ella y sus amigas y algunas de las mías, a partir de los cuarenta y tres años, a las mujeres se nos cae el cuello. ¿Se me ha caído el cuello? pensé al leerlo. No tenía ni idea de esto. Claro que, hasta hace como seis meses, tampoco sabía que tenía el párpado caído y que hay una operación para eso que se llama blefaroplastia. «Yo no tengo párpados caídos» dije. «Claro que sí, como todas», me dijeron. Nora habla también de todas las cosas que tienes que hacer diaria, semanal o mensualmente para no venirte abajo completamente: peluquería, manicura, pedicura, depilación, régimen, ejercicio. Yo solo hago el básico de todas esas cosas, el mínimo común compatible con tener un aspecto digamos adecuado. Todo lo demás me da pereza y además tengo un nivel de escepticismo muy alto sobre si la realización de ese esfuerzo estético tendría una recompensa adecuada o que a mí me pareciera adecuada.  Nora hasta dedica párrafos enteros a la necesidad de teñirse hasta los ciento cincuenta años porque es la única manera de parecer joven. Según ella los sesenta son los nuevos cincuenta y los cincuenta los nuevos cuarenta gracias al tinte. También cree que gracias al teñido las mujeres de mediana edad podemos acceder al mercado laboral. Todo esto lo he leído mientras por el rabillo del ojo, a mis cuarenta y ocho años, veía mi pelo blanco. No sé, Nora, a lo mejor tú tienes toda la razón pero ni de coña vuelvo al tinte. 

Con todo esto quiero decir que la ventaja de no haberte considerado nunca un pibón, ni haber sido un imán para los hombres y tener una apariencia completamente normal y anodina es que cuando llegas a rozar los cincuenta te ves estupenda. ¿Por qué? También lo dice Nora, a los cuarenta y mucho adquieres mucha seguridad en ti misma y eso hace que te veas estupenda. El problema es que si con veinticinco no tenías seguridad pero tu culo miraba al cielo, no eras capaz de sujetar tres lápices con el pecho y no parabas de ligar, la seguridad que te dan los años quizá no te compense. Pero mira, en algún momento de la vida, las normales teníamos que tener una ventaja evolutiva. Vernos estupendas al hacernos mayores sin echar de menos la cara de pan, los complejos y el sentimiento de patito feo que teníamos de jóvenes. 

No estoy exagerando ni pretendiendo que esto se llene de comentarios diciendo «Oh, pues a mí me pareces guapa». (Por supuesto y lamentablemente sé que habrá algún comentario diciendo "estás todo el día hablando de ti" y me alegrará porque seguro que a Nora cuando publicó su libro se lo dijeron también). Aprendí a posar en las fotos con 41 años en un viaje a Francia y solo ha sido a partir de ese momento cuando he sido capaz de mirarme en las fotos sin sentir bochorno. Y si miro antes de ese momento, la única vez en que me arreglé y me sentí guapa de verdad conocí al que sería mi marido. 

Yo no sé si la edad es buena o mala como concepto absoluto pero para mí es definitivamente buena. Nunca fui deportista en mi juventud, nunca fui un pibón, nunca hice cosas extravagantes ni corrí aventuras. No tuve el vientre plano ni el culo respingón. No tomé drogas, no fumé. Es verdad que las resacas ahora son bastante más incapacitantes que con veinticinco pero, por lo demás, estoy mejor ahora y, sobre todo, más a gusto. No añoro, para nada, mis veinte, ni mis treinta. 

Ahora me veo, como me ha dicho Lupe al hacerme unas fotos: divertida y luminosa y me parece genial. Mejor que nunca, diga lo que diga mi cuello. 

lunes, 26 de abril de 2021

Despelleje Oscar 2021


La pandemia nos ha dejado sin alfombras rojas y, lo que parece aún peor, sin despellejes  y risas. Despellejar a la gente de la farándula en sus casas no tiene el mismo interés ni la misma gracia porque para empezar, gente que se arregla y pasa cuatro horas de su tarde de festivo acicalándose para luego sentarse en su sofá con migas y manchas de yogur secas tiene mi máximo respeto. La mayoría de los días yo ni pongo calcetines así que gente que se pone tacones para ir de su baño al sofá me parece admirable. 

En los Oscar de este año han hecho un poco de alfombra roja pero no esperéis gran cosa. La gente va sin ganas, se les ve con cara de "tantas ganas que tenía yo de salir de casa y, de verdad, qué pereza, ojalá estar en mi sofá". Una sensación que comparto a muerte con ellos. Además, se le nota mucho a todo el mundo que llevamos un año vestidos con pantalones flojos, camisetas de paso del ecuador de 1993 en Punta Cana y sudaderas heredadas de nuestros hijos, y lo de llevar tiros largos se les da regular. Siempre han parecido incómodos pero este año casi parece que tiene orugas dentro de la ropa y que en cualquier momento van a gritar: quítame esto, por favor, ¡que alguien me traiga una sudadera!

Además de estos inconvenientes, de todas las películas nominadas la única que he visto ha sido Otra ronda que me pareció un aburrimiento supremo. No me la creí en ningún momento y si bien ver a Mads Mikklesen bailar es siempre un sí, con esos tres minutos tienes más que suficiente de dramita de hombres bebiendo. 

Venga al lío. 

Que en este blog somos muy fans de Halle Berry lo sabe todo el mundo.  Que Halle Berry no sabe que hacer con su pelo, también lo sabe todo el mundo. A mí me recuerda a esas amigas que tenemos todas, que se cambian el estilo cada seis meses y cada seis meses te dicen "es que me aburro de mi pelo". Y tú piensas, pues no me lo explico, si no te da tiempo a acostumbrarte. Este nuevo cambio, además, y lo siento por Halle, es espantoso. Y las uñas puntiaguadas me dan miedo. El vestido es de un color precioso que no se usa nunca porque parece mejor idea de lo que es en realidad pero a ella le está estupendo. Parece incómodo pero Halle ha dicho "ya que voy a esto, voy a darlo todo" 

 Zendaya con el vestido al revés. Si, ya sé que no lo lleva al revés, que es así...pero he visto sus fotos varias veces esta mañana y siempre me he sobresalto "¿lleva la espalda por delante?"

Sacha Baron Cohen y su pareja. Ella con cara de "¿Por qué coño este anormal se ha vestido como si fuéramos a tomar el almuerzo en la carpa de Downtown Abbey? 

I´m a Butterfly and I like it.  Yo soy muy antimariposas, siempre he dicho que me parecen cucharas disfrazadas de carnaval de Río de Janeiro pero a este vestido hay que darle el beneficio de no ser ni rojo, ni negro, ni blanco, ni dorado, los colores de la gala. 

Cuando has accedido a arreglarte pero poco, sin gastarte un duro aprovechando algo de tu abuela y yendo cómoda. 

Hoy, en decisiones incomprensibles, el caso de la mujer que decidió ponerse un vestido incomodísimo y cero favorecedor.  ¿Por qué?  Me duele verla. 

¿Por qué me habéis hecho salir de casa? ¿Por qué, piltrafillas humanas? 

Soy muy fan de Amanda aunque vaya vestida de coágulo. Sí, podría haber dicho amapola o algo así, pero lo que me ha venido a la cabeza ha sido coágulo. No me agradezcáis el hecho de que ya no la vais a ver igual. 

Gente que lleva capa regulinchi aunque con la actitud de espía adecuada.  Y gente que lleva capa bien. 

El bolso bistec de los Picapiedra no me lo esperaba. 

¡Dadme lazos más grandes! pero Ángela está espectacular. 

Rita Moreno mimetizada de Jane Fonda y divinísima. 89 años os contemplan. ¿Dónde hay que firmar? 

Embutido. 

El premio Úrsula, bruja del mar.  "Pobres almas en desgracia, que me habéis hecho salir de casa" 

Daniel Kaluyaa, todo mal. El traje parece antiguo, le sienta mal, no le favorece. Otro que ha perdido el hábito. 

Chloe Zhao ha dicho "vale, yo me visto, pero tacones ni de coña y maquillaje tampoco". Yo le reprocho más el vestido color visillo sucio de casa de alquiler en idealista. Un poco de colorinchi para salir de casa. 

Estupenda de  rojo con escote autopista va esta chica. Espantosa, de blanco también con escote autopista, va esta otra. Escote y tutú, siempre es mala idea. ¿Nadie se acuerda de Bjork? De blanco con un vestido "mesa de fojardo de casa de veraneo en la sierra madrileña" va Viola Davis. 

He leído por ahí que Carey iba de un color muy difícil, el bronce. Para mí que va de dorado Freinext pero qué sé yo de moda. Y el modelo se da un aire al de Zendaya por eso de que podría llevar lo de delante detrás y otro aire al de la chica del vestido incomodísimo. Pobre Carey. 

El dorado, definitivamente NO. Y combinado con negro y un colega, tampoco. 

Las de blanco, en general, estaban bastante cabreadas. Definitivamente, no os vistáis de blanco, agria el carácter.  Pero ni se os ocurra. 

Me rechifla este vestido porque es bonito, sencillo,cómodo, elegante, tiene bolsillos y su portadora es feliz. Es un vestido de ser feliz. 

Reese fenomenal. 

Ni una gala sin su Edna Moda. 

No sé quién es Daniel Pemberton pero lo que sí se es que ha viajado en el tiempo desde 1977 para plantarse en la alfombra roja. Está flipando con las mascarillas y demás. 

Voy a tener que dar dos premios Úrsula, Laura Pausini también se lo merece.  Hay que premiar su camino hacia convertirse en matrona italiana.  

Colman Domingo de arma de destrucción masiva, concretamente de arma de cegación masiva. Le ves y es imposible no guiñar los ojos.  

La abuelita Ashley. Seguro que lleva dulces en el bolsito. 

"Si solo le miro hasta la boca creo que puedo reprimir la arcada que me da lo que sea que lleva en la cabeza y que parece el rabo de un Alien muerto. Mira que es una lástima porque está tremendo pero yo así no puedo. ¿y si cuando se duerma se lo corto? ¿Y si pierde la potencia? Esa cosa tiene que llevarla por algo..." Lo que pensaría yo si estuviera con Shaka

Ya es mala suerte que llegues a la gala y haya otras dos con un vestido casi igualito al tuyo, de feo,   en distinto color. Eso sí, mis felicitaciones al diseñador que ha vendido esta cosa en naranja , azul algo y rosa lencería.

Ahhhh... no puedo mirarlo. 

A este, sin embargo, no puedo dejar de mirarle. Me parece que va elegantísimo y muy original. De hecho, va tan original que no se me ocurre ningún otro hombre que aguantara esa ropa. Es sorprendente pero nada mamarracho. Y no me vengáis ahora con "si me pongo yo eso, no dirías eso". Claro que no, campeón. SI tú te pones eso me estoy riendo de aquí a que me vacunen. 

Y, bueno, tampoco intentéis lo de Brad que empieza a ser un poquito ilegal. Cada día que pasa está más guapo, más atractivo y más tremendo. 

En fin, he hecho lo que he podido. 

lunes, 19 de abril de 2021

Quiero mi menopausia y la quiero ya

Monica Rohan
Las manos frías, la tripa triste, hormigueo de piernas, frio. Calor y sueño. Pena y cabreo y sigo con las manos frías. Al baño otra vez. Dolor de piernas ¿será un trombo? No porque son las dos a la vez. La trombosis no puede ser a dos piernas como una pieza de piano a cuatro manos ¿no? Dolor de cabeza, justo encima de la ceja izquierda. Al baño otra vez. ¿Qué estoy haciendo con mi vida? ¿Por qué todo es tan difícil? Llama al banco. Pide hora. Imprime. Firma. Escanea. Qué pereza todo. Escalofríos mientras todo el mundo comenta que al sol, hoy, se está fenomenal. La tripa del revés o, mejor dicho, sin saber qué quiere. En un minuto me duele con agudos pinchazos, en otro suena en vacío como si llevara días sin comer, al minuto siguiente clama por una bolsa de alpiste de la máquina y al siguiente parece que se inclina por las náuseas y las arcadas. Voy a por el alpiste, no tengo cambio para la máquina. No funciona la máquina de cambio, casi lloro del disgusto. Me duelen las piernas al caminar y al sentarme me hormiguean ¿serán trombos? No, y no voy a mirarlo en internet. Las manos congeladas. Las miro, las veo feas, sé que son mis hormonas de tripi paseándose por todo mi cuerpo como si estuvieran en una de esas casas abandonadas en las que se hacen raves. El dolor de cabeza de la ceja izquierda se está haciendo fuerte taladrándome el cerebro, intuyo que se propone llegar a la coronilla y colonizar mi pensamiento. La rave ha llegado a los riñones. No sé como sentarme, y si es un cólico o una piedra o cáncer. Qué va, sé lo que es.  Pero ¿Cuándo se va a acabar esto?

«Pues esto está funcionando a pleno rendimiento. Todavía te queda»

Estoy hasta los ovarios de la regla. Treinta y seis puñeteros años y odiándolo cada mes. Más tiempo con mi regla que con mis hijas o mis parejas. Eso sí que es una relación tóxica. Me  la chufla la corriente esa de ama tu regla, el patriarcado te ha enseñado a odiarla. No necesito que nadie me enseñe que encontrarme de angustia y dolorida. Es espantoso, incómodo y algo para odiar. No quiero abrazar mi regla ni darle un sentido místico. No. Es un proceso fisiológico y me sienta de angustia, igual que la digestión de los pimientos rojos. Igual, no. Amo muchísimo los pimientos rojos y me dan muchas más satisfacciones que mis ovarios.  

Y no, la regla no me hace mujer, ni me hace Ana. O si me lo hace es en la misma medida que mis riñones o la tibia. Y estoy segura de que si la tibia, cada mes, me doliera como para pensar en arrancármela estaría también muy harta de ella.  

Quiero mi menopausia y la quiero ya. 

jueves, 15 de abril de 2021

Hagas lo que hagas ponte bragas, las que quieras.

Hay una imagen rodando por redes que recoge una teoría según la cual las bragas tienen una vida que recorre tres etapas: la de la ocasiones especiales, la de los días días normales y la de los días de regla
, siendo esta última etapa el cementerio al que van a parar todas las reglas hasta que acaban en el cubo de la basura: las bragas no se reciclan ni aunque seas una loca de la reutilización. Esta teoría de las tres vidas de las bragas era comúnmente aceptada sin darle mucha más reflexión más allá del "totalmente" y el "jajaja, yo igual", porque sinceramente es una teoría que tiene la misma importancia que mi opinión sobre el tráfico marítimo de contenedores (aunque en breve mi opinión sobre este tema va subir porque me estoy documentando con podcast sobre el tema).

La cuestión es que ayer mi querida Sara Solomando reflexionó sobre esta teoría acompañando sus pensamientos con una fotografía de unas braguitas ideales, supongo que en su cuerpo posicionadas, que yo jamás me hubiera comprado. La postura de Sara es, y conozco más gente así pero no lo cuentan tan bien, que ella no tiene bragas de regla, que a ella le flipa la ropa interior y que para ella es importantísimo llevar todos los días un conjunto bonito con el que se sienta guapa. En esto le influye la teoría de su abuela, que también todas hemos escuchado: "haz el favor de llevar las braguitas decentes que mira que como tengas un accidente y vayas al hospital, qué vergüenza si las llevas rotas". A mí ese argumento siempre me pareció que flojeaba. Primero, porque si me pasa algo tan grave como para ir al hospital mi última preocupación van a ser mis bragas; pero es que, además, no creo yo que los especialistas médicos pasen mucho tiempo comentando las bragas de las pacientes. Pero quién soy yo para desautorizar abuelas de los setenta. Eso sí, mi teoría es que todas nuestras abuelas fantaseaban eróticamente con médicos y practicantes (porque por aquel entonces existían) y por eso para ellas era importante ir siempre preparadas: por si sus fantasías se hacían realidad. El "por si pasa algo" no era, como nosotros pensábamos, un accidente. Era algo que enlaza con la teoría de Sara:  hay que ir mona no vaya a ser que tengas un encontronazo apasionadamente sexual. Bien.

Desconozco la media de encontronazos apasionadamente sexuales en la vida de una mujer. En mi caso, que soy el ejemplo que tengo más a mano, el total de encontronazos con resultado de sexo han sido tres y en ninguno de lo cuales recuerdo ni la ropa que llevaba puesta ni que le dedicáramos a mis bragas más tiempo o interés del que le dedicamos a los calzoncillos del contrincante. Con toda esta disquisición, completamente boba e innecesaria, quiero decir que para mí la ropa interior tiene cero importancia. No le dedico ni medio segundo de mi tiempo a pensar qué me pongo ni qué llevo. Ese medio segundo solo lo uso para elegir el color del sujetador y evitar salir de casa con transparencias que, en mi caso, no me favorecen.Es más: ahora mismo mientras escribo esto soy incapaz de recordar qué ropa interior llevo puesta; y eso que la he sacado del cajón con mis propias manitas hace unas cuantas horas. Es muy posible que sea negra y que a mi madre no le pareciera bien en caso de verla porque hace poco tuve con ella esta conversación: 

—Ana, no entiendo para qué tienes tanta ropa interior de caberetera. 
—¿Perdón?
—Sí, todo negro. De cabaretera. 

En fin. Somos Sofía y Dorothy.

¿Es importante la ropa interior que lleves? Hay gente, como Sara, para la que sí lo es y creo que hay gente como yo,  que nos da igual. Para mí, con que sea cómoda y de mi talla (tarea nada fácil) es suficiente. Cuando alguna vez he intentando ser del grupo de Sara e ir hecha un primor de sensualidad interior siempre estoy incómoda (esto tiene que ver con la talla, todo tiene que ver con la talla en este tema) y la incomodidad, a mí, me resta muchísimo atractivo y tampoco voy sobrada de esto.

Llevad las bragas que queráis: conjuntadas, sin conjuntar, a juego con el sujetador o descoordinadas, tipo culotte, tanga, brasileña, de talle alto, de talle bajo, que te saque culo, que te meta tripa, que te haga cintura, que te vayan flojas y sean como no llevar nada, que te aprieten y te hagan sentir sexy...las que sea, usad las que más os gusten, teniendo en cuenta que a los médicos les va a dar igual y al contrincante del encontronazo también: si se para a mirar qué llevas puesto eso ni es un encontronazo ni es nada. Pero llevad bragas... o calzoncillos, incluso, como les pasa a las soldados en el ejército suizo (¿Los suizos tienen ejército? Sí) porque el uniforme está solo pensado para tíos; así que hasta que tengan lista la ropa interior de mujeres (que será larga para el invierno y corta para el verano) ... la solución son calzoncillos.

Os deseo muchos encontronazos, de los buenos, de los que lo único importante que merece la pena con respecto a la lencería es encontrarla después, cuando tengas que volver a ponértela. (Si no la encuentras y te marchas en plan comando: ¡Enhorabuena!)

martes, 13 de abril de 2021

Nat y el empotrador alemán


Voy a empezar recordando, una vez más, que no estoy en contra de los libros malos. No estoy en contra de estos libros pero sí de las alabanzas en las fajas, de que se les den premios y, sobre todo, de que nadie se atreva a decir que son malos. No pasa nada, yo hago unos huevos fritos que son una birria y, por supuesto, no me dan premios ni nadie los halaga pero se pueden comer.  

Un amor es malo pero se puede leer. Y, por supuesto, hay a gente a la que le ha encantado, como a mí mis huevos fritos. 

Spoiler total.   

Un amor se lee fácil y es un crossover perfecto entre Helga descubre el amor en Jutlandia y Atracción Fatal con ambientación en el desierto almeriense.  ¿Difícil mezcla? Puede, pero no imposible en las manos de Sara Mesa que consigue unir las dos historias. O, mejor dicho, las agita pero sin que mezclen bien. 

Nat llega, acosada por algo retorcido y oscuro de su pasado, a establecerse en un pequeño pueblito, La Escapa (atentos a la sutileza del nombre del lugar). El pueblín, como somos españoles y todo tiene que ser intensito, en vez de ser pintoresco, con bonitas casas y verde... es un secarral árido y feo en el que Nat se alquila una casa espantosa, con un jardín asqueroso lleno de tierra reseca y un casero que es un cabronazo. ¿Por qué? Porque Nat ha venido a La Escapa y al mundo a sufrir. Ese es su plan de vida y tú, el lector, no lo entiende mucho pero en fin, a tope con las sufridoras que han dado grandes obras de la literatura. 

En el pueblín para nada idílico Nat conoce a Píter que, como cualquiera que ha visto pelis de sobremesa, sabe que es el personaje que está ahí para que parezca que se van a liar pero que luego resulta ser solo amiguísimo. Píter es hippie (ni un poblacho sin su hippie), lleva el pelo largo porque si no menuda mierda de hippie y hace vidrieras de colorines con cristales reciclados de la basura. ¿Queréis un tópico? Ahí está Píter para cumplir ese papel. Nat se ha alquilado la casa asquerosa porque no tiene dinero.  Lo que tampoco tiene  es muchas ganas de trabajar. Es traductora pero, chica, se pasa horas y horas mirando al infinito y no traduce. Lo intenta unos cuantos párrafos y luego lo deja porque a pesar de no tener dinero, no se le ocurre que, a lo mejor, haciendo un esfuercito y terminando la traducción, consigue dineretes. Ella está entretenida con su vida interior y su perrete, Sieso, que le ha traído el caserocabrón y que está un poco a su bola. Y ahí estamos, como en Jutlandia pero sin colores sobresaturados, ni vecinos bonachones ni buen rollo, aquí todo es un ir y venir de tierra requemada, gente que pasa de Nat y ella preocupada por si ha perdido su atractivo para los hombres cuando Píter no muestra el más mínimo interés en acostarse con ella. 

Un buen día llueve en el secarral. Cae la mundial y, por supuesto, la casa tiene goteras. 

Casero, arréglame las goteras.
Bah, aquí llueve poco.
Ya pero es que se está pudriendo el suelo.
¿Y a ti qué más te da si la casa no es tuya?
Ah vale. 

Porque Nat tiene una personalidad que se caracteriza por no ser una personalidad. No sabe lo que quiere, ni como lo quiere, no dice lo que quiere, no sabe lo que siente, no trabaja, no se cabrea, no se impone. Eso sí, desde su parcela roñosa, mira con displicencia   a los vecinos de al lado con sus hijos, su monovolumen y sus barbacoas. Ella es idiota pero eh, es misteriosa, no como los otros que parece que protagonizan el catálogo de Carrefour.  

Bueno pues Nat decide que, para las goteras,  comprará cubos más grandes y ya está. Un buen día el Alemán, que es un tipo del pueblo que no es alemán pero qué más da, le lleva unas verduras de su huerto y le dice que ese tejado es un desastre.  Por la tarde el Alemán vuelve arreglado pero informal y le dice a Nat «Puedo arreglarte el tejado a cambio de que me dejes entrar en ti un rato». Nat hace «mmmmm» mientras reflexiona sobre qué educadísimo es el alemán usando la expresión "dejarme entrar en ti». Le parece encantador que diga «dejarme entrar» como pidiendo permiso. Nat es una idiota fenomenal, de primera categoría. Lo piensa un poquito y dice que no le interesa y el Alemán se pira. Él no lo sabe, pero el lector sí porque para eso ha visto doscientas treinta pelis alemanas en Jutlandia, esto no va a terminar así. 

Y a la vuelta de publicidad eso es lo que pasa. A Nat le entra un nosequéquéseyo y se va a casa del Alemán y le dice que vale, que le «deja entrar». El Alemán se ducha, se van a la cama y tiene lugar un polvo meramente de mantenimiento para el Alemán y hasta luego, Mari Carmen. Nat ha cumplido su parte y el Alemán al día siguiente le deja el tejado niquelado. Todo bien. Pero no. Porque Nat, la idiota fenomenal, empieza a volverse un poquito paranoica, se pasea por su casa de un lado para otro: ¡Oh,  madre mía!

«Sieso la sigue con la mirada, pero no es una mirada limpia: parece haber un juicio tras sus ojos» 

Para mí, que el perro solo quiere que pare quieta pero...

¿Qué pasa después? Pues lo que tenía que pasar: que Nat se encoña después del polvo de mantenimiento y descubre que El Alemán es un empotrador de categoría monumental, así que se pasa las mañanas sin traducir y las tardes follando lo más grande con El Alemán. Todo va sobre ruedas: tiempo libre y sexo del bueno. Ella está muy muy flipada con el sexo aunque no sé yo si las dos entendemos lo mismo por buen sexo: 

«Desnudos, el uno junto otro, somo dos hermanos. Nat no tiene que perseguir el orgasmo ni arañar con desesperación en los bordes pidiendo clemencia para entrar en sus dominios»  

A mí es que me parece que sexo y hermanos maridan mal. 

Con el Alemán tiene un acuerdo fantástico, nadie ha prometido nada, nadie ha dicho nada pero ella se ha montado en la peli, en la atracción del planeta del amor y quiere que el Alemán le regale flores, le diga amoríos, la pida que se quede a dormir con ella, le cuente su vida... ella quiere el cofre completo con la experiencia Amor intenso y no se da cuenta de que lo que le ha caído del cielo es el pack Sexo plenamente satisfactorio sin complicaciones. El Alemán que sí que se ha leído las instrucciones y la letra pequeña del pack, no se hace líos y ahí está cumpliendo y disfrutando. Aunque empieza a disfrutar menos porque Nat, idiota fenomenal, se pone muy pesada, hecha una plasta. Un día le pregunta «¿te gustaba yo desde el principio?» y cuando él le contesta siendo completamente sincero que no, ella se ofende muchísimo. Nat, hay cosas que no hay que preguntar nunca. Luego se mosquea cuando se entera de que el nombre de la gata del Alemán se lo puso su exmujer, ¿Cómo? ¡Qué tiene exmujer? ¿Cómo? ¿Qué un tío de más cuarenta años no es virgen, ha tenido otras relaciones y no ha descubierto el buen sexo conmigo? Nat está indignada porque ella además del pack Amor intenso sufre el síndrome de la descubridora del "diamante en bruto". Eso que le pasa a bastantes mujeres cuando encuentran a un tío de más de cuarenta años soltero y en vez de pensar que el tío pasa de relaciones creen que es que él no ha encontrado nunca a nadie como ella y que ella es la que ha descubierto esa joya que va a hacer ahora brillar como nadie.  

Nat, la idiota fenomenal, se transforma en una desquiciada. Pero una desquiciada que te da como vergüenza ajena, quieres pasarle la manita un poco por la cabeza y decirle: ale, ale, tranquila... y darle una tortillita francesa de tranquimazines y acostarla a dormir la paranoia.  

Cuando el Alemán consigue trabajo de ayudante de topografía, se indigna. "¿Pero tú has estudiado?"... no olvidemos que Nat es una snob de tomo y lomo, y el Alemán le dice que sí, que estudió Geografía. Y a Nat le parece mal, claro que sí. Ella se había montado su peli de descubro al gañán de pueblo y lo pulo y resulta que ni es gañán, ni de pueblo, ni necesita que nadie, y menos ella, lo pula. 

Con este nuevo trabajo se ven menos y en vez de verse follar y cenar, se ven, cenan y follan y a Nat esto, por supuesto, también le parece fatal. ¿Qué pasa? ¿Ya no la desea tanto? ¿Prefiere comer al sexo? Esto es de primero de relaciones, la urgencia brutal por follar se va acallando porque sino sería imposible vivir, pero en fin... a estas alturas ya has comprendido que Nat no tiene arreglo. 

Nat  va a su casa a deshoras, se agobia pensando que se está liando con la chica de la tienda, le espía en el pueblo que trabaja, le agobia con mil preguntas, el kit completo de "quiero que me digas que me quieres a mí sola, que soy lo más mejor del mundo mundial pero sin tener que preguntártelo y quiero que no hagas nada más que pensar en mí, mirarme, estar conmigo, desearme". 

El Alemán, que es el único personaje de todo el libro con un mínimo de coherencia y mucha paciencia, llega un día en que después de que ella le monte otro show, le dice: lo dejamos, estoy un poquito harto de tu acoso. Y Nat se desquicia, llora, grita, se va a casa y se acuesta y los vecinos de Carrefour le llevan infusiones y Píter le dice que a lo mejor se está poniendo un poco tremenda. Llora más, le da la turra al alemán por teléfono y éste con buen criterio pasa de ella, llora más. Sigue sin trabajar, claro. 

Esto está quedando largo. 

Un buen día consigue levantarse de la cama, se va a dar un paseo pensando muy fuerte y sufriendo aún más y cuando vuelve el perro sarnoso ha atacado a la hija de los vecinos.  Vuelta a encerrarse aunque todo el mundo le dice que tendría que salir a disculparse. Al final sacrifican al perro sieso aunque ella no quería y todo el pueblo la odia un poco por intensa y brasas. Luego a todos se les pasa, llega Navidad y ella otro día sale de paseo a casa del Alemán, se sienta como un personaje de anime en el porche de su casa y pasa horas allí, bajo el frío, el sol, la lluvia y haciendo pis en los arbustos hasta que llega él. Él llega, la deja entrar, ella dice cosas y piensa cosas y se pira pensando que ya no le gusta. 

Fundido a negro. Nat se ha ido a vivir a otro pueblo, a otra cosa más barata y no tan cutre y piensa que aquello que la llevó a La Escapa es el principio de su historia. ¿Qué es "aquello"? Pues nunca lo explican bien pero en resumen: robó algo en su oficina, la perdonaron pero no pudo soportar que la perdonaran y se piró. 

Para cuando llegas al final y comprendes la inmensidad de la idiotez de Nat, crees firmemente que lo que robó, la idiota fenomenal, fue una grapadora para hacerse la interesante. 

A Un amor le doy 3 Pamplonas. ( Siendo 5 Pamplonas el máximo en la escala del horror) 

viernes, 9 de abril de 2021

En Instagram se vende todo


Hace muchísimo años, veinticinco para ser exactos, mi amigo Juan y yo acuñamos la frase "empleados ociosos precios desorbitados" como definición de las tiendas más lujosas de la Rue Rivoli en París. Un escalón por debajo de esa cumbre de lujo y precios imposibles estaban las tiendas que designamos como "el precio no existe" para las tiendas con escaparates sin mención a los dineros que costaba lo que exhibían y uno más abajo encontramos las llamadas "cuanto más diminuto el tipo de letra, más alto es el precio" para los que ponen el precio pero es casi imposible de ver. En estas, podías comprarte algo si dejabas de comer ese mes. 

Últimamente, navegando por ese escaparate en que se ha convertido Instagram me he acordado de esta cumbre de inventiva conceptual que alcanzamos cuando éramos jóvenes. Instagram se creó para ser una red en la que fotógrafos de todo el mundo mostraran sus fotos, de ahí pasó a ser una especie de álbum de fotos compartido en el que podías ver como eran los hijos de tu compañero de trabajo, la pinta que en vacaciones tenía tu jefe o cómo a pesar de intentarlo tu primo no tenía talento fotográfico. Servía también para buscar fotos curiosas, ibas por la calle veías un Buzz Light Year asomando en una ventana y le hacías una foto, era algo gracioso. Era para ver cosas bonitas y para dar envidia que es para lo que toda la vida se han hecho las fotos. Todo esto casi ha desaparecido, creo que quedan solo (quedamos) unos cuantos irreductibles que usamos IG para eso y no vendemos nada. Dios me libre, no se dice vender, eso es chabacano, mercantilista y muy muy ordinario. En Instagram los que venden dicen que «crean contenido» y «comparten experiencias». Vamos, como el empleado de la Rue Rivoli que no se consideraba dependiente sino asesor de imagen. 

Instagram se ha convertido en un escaparate. Todo el mundo vende algo pero sin que lo parezca. Y los que lo parecen, los que son marcas o tienen «un pequeño negocio artesanal en el que nos dejamos la piel (no como vosotros que trabajáis por cuenta ajena sin dar ni palo)» no ponen los precios. «Mirad que vela más ideal, artesanal, estupléndida y fantabulosa».... pero del precio ni mu. Como ya aprendí hace veinticinco años, mientras me comía un helado paseando por Paris, si no te dicen lo que cuesta, es caro. Y sí, es caro, me da igual que me cuentes todos los costes que tienes, ya me sé la teoría, es caro porque nada de lo que se vende en Instagram es necesario. NADA.  Todo lo que se vende en IG es lujo y es superfluo. 

«La vida hay que hacerla bonita y darse caprichos».  Correctísimo. No seré yo, la mujer de los miles de libros y cientos de cuadernos, la que lleva cinco plumas, la que diga que no a eso pero ¿por qué esconder qué vendes? ¿Por qué disfrazarlo todo de "somos colegas» cuando lo que quieres es mi dinero? A mí, sinceramente, me ofende. Un poco, me ofende un poco tampoco me voy a poner digna pero encuentro bastante insultante esa manía de no contar jamás lo que cuestan las cosas. Haz una foto de tu bolso ideal y en el texto en vez de meter un párrafo sobre lo artesanal que es todo, sobre como el sol de la provenza en las margaritas del jardín o la risa de tus hijos al desayunar magdalenas te inspiraron para el estampado, pon el precio. Disponible en la web por 50 €. Y ya veré yo si el recuerdo de tus niños gorgojeando me impulsa a ir a tu web o no. 

Instagram no es la Rue Rivolí pero tampoco es Cobo Calleja. Es una red de ricos para gente que tiene el tiempo y la energía de perder horas mirando fotos, como si estuviera hojeando revistas de decoración y de moda. Es así. Y como es así, no se ponen los precios porque hablar de dinero es ordinario. Ja. 

Hablemos de dinero. Hablemos de las mujeres, porque la mayoría son mujeres, que venden en IG. Máximo respeto, es un trabajo como otro cualquiera y muy digno y se gana mucha pasta. Pero vamos a dejar las cosas claras, tú no eres mi amiga ni yo soy tu colega. Tú no me quieres por mi amistad ni yo quiero de ti compasión. Me quieres por dinero, a mí y a tus tropecientas mil seguidoras. Si vendes algo en IG, estás por mi pasta. Y ya está. No pasa nada. Amancio Ortega me quiere por mi dinero y el chino de la esquina  y los de Papelería Rey me adoran infinito porque me gasto los dineros en sus tiendas. 

Lo que más me ofende de IG es ese tufillo a colegueo de pega, ese tufillo a todas podemos molar mucho... que lleva implícito «si compras mis cuadernos, mi bolsos, mi, mi, mi tu vida será mejor, tú serás mejor» pero no hablemos de dinero, eso es ordinario. Y eso sin hablar de las que anuncian productos de marcas pero intentan colarlo como si no les estuvieran pagando ¿por qué? Porque en IG, que es puro mercantilismo, hablar de dinero está mal visto, es inncesario. Solo se habla para anunciar códigos de descuento, también en plan colegueo: ey, tengo un código PITIN03. Y cuando luego pruebas el código (me he documentado para escribir esto) para ver como de colega eres de la instagramer te descuentan 3 céntimos de tu pedido. ¿Cómo te quedas? Vamos a reconocer que para ser colegas es una basura de descuento, tirando a engaña bobos. 

Vuelvo a repetir que a mí me parece estupendo que la gente venda lo que quiera pero hablemos clarito. No me disfraces tu negocio y tu afán por venderme con ese toque aspiracional mezclado con un falso colegueo. Lo que vendes es superfluo, innecesario, de lujo y caro. A lo mejor decido comprarlo o a lo mejor no, pero vamos a ser claros. 

Sinceramente me fio más del anuncio de luces led en el que pone "12 €" que de tu bolso ideal fotografiado con una luz tan clara que en tu Baracaldo natal no se ha visto desde que el meteorito que acabó con los dinosaurios iluminó el planeta y un montón de palabras en las que me vendes humo disfrazado de bonitez. 

Si vendéis algo en Instagram, no seáis dependientes ociosos de la Rue Rivoli, sed la tienda de barrio con los precios en carteles grandes, eso sí que es autenticidad. 


PD: vuelvo a recomendar el podcast Under the influence with Jo Piazza con muchísima información muy interesante sobre IG. 

martes, 6 de abril de 2021

Prisa y pereza


Cuanto más leo más creo que no sé escribir. No, no estoy jugando a la psicología inversa ni buscando el halago fácil que los anónimos me acusan siempre de buscar. Es un hecho, cuando más leo menos creo que sepa escribir. Tengo demasiada prisa para escribir y demasiada pereza. Demasiadas ideas y demasiada pereza para desarrollarlas en toda su amplitud, para dejarlas crecer como una burbuja de chicle y ver hasta donde llegan. Al mismo tiempo, cuando me pongo a escribir, mi cabeza va más deprisa que mi teclear y más deprisa que el trazo de mi pluma. Corro y corro y corro porque no quiero que se me olvide nada. Corro tanto que tropiezo y me dejo cosas sin escribir. Empiezo y de una palabra salen mis caminos y quiero recorrerlos todos porque, quizás, si me dejo uno ese sea el bueno, pero no tengo paciencia para llegar hasta el final de ese camino ni de ningún otro. Me asomo a todos, corro por ellos hasta la primera curva o el primer repecho y pienso «bah, aquí no hay nada que ver, voy a ver otro». Así no se escribe bien, se escribe y ya está. 

A veces pienso en apuntarme a un taller de escritura, algo que me ordene, que me obligue, pero luego pienso que tendría que escribir sobre un tema concreto y me muero de la pereza. Y pienso en leerlo en alto y me da más pereza aún y pienso en tener que comentar lo que otros han escrito y decido que no, que no es por ahí por donde tengo que ir. 

Prisa y pereza al escribir, para vivir, son una combinación letal. Es, además, una combinación que me he creado yo solita. ¿Por qué tengo prisa cuando me pongo a escribir? ¿Qué más da cuanto tarde? ¿A quién le importa que lo que escriba tenga ochocientas u ocho mil palabras? ¿Por qué quiero terminarlo cuanto antes? Y la pereza. ¿Por qué me da pereza algo que me gusta hacer? ¿Por qué me da pereza escribir despacio, tomarme un día o dos o una semana en terminar un texto? 

A veces pienso que si no trabajara, si no tuviera obligaciones de ningún tipo podría dedicar mis horas a escribir con calma. Con cuadernos de notas, post it de colores, esquemas y planes. A veces fantaseo con eso, con una mesa fija con todos mis trastos. A veces. Luego pienso que a quién quiero engañar, la prisa y la pereza se sentarían conmigo en esa mesa. No sé como librarme de ellas; unos días tengo más prisa y otros más pereza. Vivo con ellas. Últimamente domina la pereza. Al escribir y con todo. Me da pereza  hablar, me da pereza mirar, me da pereza mirar, me da pereza pensar, me da pereza preocuparme. Y cuando hablo, miro, pienso o me preocupo lo hago con prisa para terminar cuanto antes y poder volver al estado anterior. ¿Cual? 

Estar. Sin más. 

No quiero escribir bien, quiero vivir sin prisa y sin pereza. Quiero tener ganas y calma para vivir. Y, de vez en cuando, escribir algo.