lunes, 27 de marzo de 2023

Noches insomnes y días de sueño


Dormir como un perro, el superpoder que tienen mis hijas para tumbarse en cualquier momento y decir «voy a dormir» y conseguirlo durante doce o catorce horas seguidas. Dormir con alguien que te da calor, dormir con alguien y sentir frío. Descubrir la almohada perfecta después de muchas citas con almohadas que prometían mucho y al final no daban nada. Acostumbrarte a la almohada ergonómica*. Dormir con mi almohada ergonómica: tengo tres, una por cada cama en la que descanso de vez en cuando. Dormir con pijama. Dormir en una cama de hotel con esas sábanas a estrenar en las que, cuando me deslizo en su interior, siempre pienso: «no entiendo a la gente que no plancha las sábanas». Si por mí fuera estrenaría sábanas cada día. No dormir, acurrucarme, frotar los pies uno contra otro y tratar de respirar para calmarme y que la cabeza deje de dar vueltas. Acunarme a mí misma como cuando era pequeña y lo hacía tan fuerte que la cama daba contra la pared y acabé dejando una marca en la pintura. Los pies fríos, tan fríos que me obligan a levantarme a ponerme calcetines. Otros días, buscar el fresco moviendo las piernas como si fueran a escapar de mi cuerpo para salir a respirar debajo del edredón o la sábana. Dormir en un avión o intentarlo. Drogarme para conseguirlo (gracias,
Stilnox)  y aún así despertarme siempre con la sensación de que ha sido un sueño clandestino, robado, un sueño fingido que ni de lejos se parece a la verdadera sensación de dormir, sino que es más bien apagarse, irse a off. El sueño en un avión sirve para distraerse de la incomodidad, del ruido, del tedio, del absurdo, pero nunca descansa. Creo que en business sí que consigues un sueño parecido al de las sábanas a estrenar del hotel pero es algo que, por ahora, no he podido comprobar. Dormir alerta a los ruidos, a lo que pueda venir, a lo que no llega. Dormir y despertarme sobresaltada porque escucho el ascensor. Dormir con alguien por primera vez y, aunque ya hayas tenido muchas primeras veces, volver a pensar que eso es justo lo que necesitabas. Volver a descubrir que como mejor se duerme es solo y que admitirlo no significa no querer al otro. De hecho, reconocerlo es una prueba de amor: «contigo duermo peor pero no me importa». Dormir la siesta a conciencia o al tropezar con ella. Despertar de la siesta sin saber quién eres ni dónde estás y por qué tienes que seguir viviendo en vez de continuar en ese lugar mágico en el que nada importaba. La siesta de invierno con manta y noche a la que despertar. La siesta de verano con calor, moscas y sed.  

Soñar todo el día con el momento de acostarte, leer diez minutos, apagar la luz y desconectar del mundo con la vaga pero constante ilusión de que a la mañana siguiente estarás recargado, como la batería de tu móvil, y todo será mejor. Descubrir cada noche que tu tiempo de carga para llegar ligeramente a ese ideal no son siete ni ocho horas, que tendrían que ser dos o tres semanas. 

Noches insomnes, de Elizabeth Hardwick, me espera en la mesilla.Creo que los libros encuentran la manera de encajarse en tu vida, en la mía por lo menos, relacionándose con tu cotidianidad. Cuando no es así, cuando no es su momento se produce un desencuentro que a veces te separa de ellos para siempre o te hace esperar a reencontrarte en el futuro, como me pasó a mi con El cuarteto de Alejandría, de Lawrence Durrell. 


Noches insomnes y días de sueño en los que me pondría a llorar como un bebé es lo que estoy viviendo.Llevo una semana dando tumbos por el mundo soñando con dormir, solidarizándome con todos los bebés que lloran de sueño. Sufriendo un jetlag que sé que va a matarme esta semana, Dedico muchísimo tiempo al día en pensar en dormir, es en lo único en lo que puedo pensar. 


Estoy monotemática y muy cansada. 



* Lo de la almohada ergonómica me lleva a los anuncios de teletienda de finales de los noventa y principios de los dosmil. Esos anuncios en los que, igual que te vendían el «anillo zarina» y la mesita plegable que iba a hacer tu vida mejor, podías conseguir un aparato que iba a curarte la miopía. Una vez conocí a alguien que trabajaba en esas teletiendas y me contó que era increíble la poca cantidad de personas que devolvía los productos a pesar de que jamás eran como aparecían en los anuncios. Todo el negocio se basaba en lo que nos cuesta reconocer que nos hemos equivocado y la pereza de ir a correos.


*La escultura es de Aman Khanna




jueves, 23 de marzo de 2023

Breve. Relojes en Ciudad de México


En mi reloj de pulsera (dios mío, esta expresión me ha hecho pensar en 1950 y en llevar guantes de cabritilla) son las cuatro menos cinco de la mañana. En el reloj de mi ordenador son casi las nueve de la noche. Intento mantenerme despierta mientras contestando mails de gente que ahora mismo está durmiendo y que me contestará cuando yo, ojalá, esté soñando con vacaciones o con la jubilación. Si hoy es miércoles (¿o ya es jueves?), esto es Ciudad de México y llevo aquí casi veinticuatro horas. Hace cuarenta y ocho estaba en París. 


Hace justo veinticinco años que viene a Ciudad de México por primera vez. Mi padre había muerto cinco meses antes y uno de sus mejores amigos, que vivía aquí y no había podido estar ni en el entierro ni en el funeral, no se muy bien cómo (todavía no me lo explico) convenció a mi madre para que, en aquel momento en que debía de estar enloquecida de dolor y de duelo, nos metiéramos los cinco en un avión y viniéramos a pasar la Semana Santa. Estábamos los cinco en nuestro año del pensamiento mágico, en ese limbo de vida  por la que transitas cuando sufres una pérdida cercana e inesperada que te deja en un estado de irrealidad. Te sorprende seguir vivo. Respiras, trabajas, estudias, te duchas, te vistes, sales, hablas, eres funcional pero te sientes transparente, ligero. Mejor dicho: te parece que estás interpretando un papel, que en algún momento podrás dejar de fingir y volver a la vida real, a esa en la que no te faltaba nada y todo era fácil y no dolía ninguna ausencia. Ayer cuando me recogieron en el aeropuerto era noche cerrada y viniendo al hotel casi no podía ver nada de la ciudad, pero me sorprendió la nitidez de mis recuerdos de aquel viaje. Nos podía ver llegando al aeropuerto, esperando las maletas, resignándonos al hecho de que la maleta de mi hermana se había perdido (apareció cuando estábamos de vuelta en Madrid), paseando por el Zócalo, yendo a un mercadillo tradicional, asustándonos por el tráfico, saliendo por la noche con otro amigo que teníamos aquí y con el que acabamos tomando tequila con unos mariachis que llevaban pistola… y otras muchas pinceladas así, como flashes. ¿Qué recuerdo del resto de aquel año? Borracheras y un cuaderno de tapas negras lleno de letra diminuta en el que escribía por las noches con desesperación. Aquel cuaderno es el germen de todo lo que he escrito después. Lo guardo pero nunca lo he releído. No creo que lo haga nunca. 


«A single sentence can trigger more memories of the day than what it says. Journals are like time machines, and I´d never have found it if it were on a floppy disc or  CD and I´d never have read it if it were in the cloud. What seems bland when you write it down "Dreary weather my feet froze, I got a flat a mile away adn walked home will seem epic in thirty years» Grant Petersen

«Ana, le he pedido a los Reyes un ticket para ir a París contigo». Mi sobrino es un demonio pero cuando quiere, como todos los demonios, es lo más adorable que te puedes encontrar. Es un truhán pelirrojo capaz de engatusar a cualquiera y claro, los Reyes le trajeron un ticket a París conmigo, sus primas y su madre (mi hermana). ¿Y qué tal París? Pues muy bien. Me he pasado años diciendo: «París es bonito pero a mí no me acaba de convencer» y llega París y me ha dicho: «A ver, listilla, ¿qué tonterías dices?» y claro, me he enamorado. No he visitado nada que no hubiera visto antes en mis muchas visitas anteriores, había protestas, mucha basura y trillones de turistas. ¿Qué ha pasado esta vez? Quizá ha sido por la compañía o por el asombro y el disfrute de mis hijas y mi sobrino al encontrarse la ciudad. A lo mejor ha sido la edad, la sensación, que ya comenté el verano pasado en el viaje a Washington, de «ya nunca más». Nunca más podré volver a París con mis hijas por primera vez, quizá no pueda volver nunca más con ellas porque sus vidas irán por otro lado, porque no conseguiremos cuadrar agendas o por cualquier otro motivo que ahora no soy capaz de imaginar. Caminando por la calles parisinas hablando de «La Nueve» o de Luis XVI o  sobre por qué preferiríamos vivir en el Barrio Latino a Montmartre, pensaba en la improbabilidad estadística que ese viaje, ese momento, era. He caminado más despacio que ellos, solo para poder verlos, para quedarme con su imagen. Ayer pensaba si ellas, si mi sobrino, se acordarán de esos días. Por si acaso, y como siempre en los últimos años, he escrito un diario de viaje para tenerlo ahí. Si hace cinco, diez o veinticinco años me hubieran dicho que iba a tener una hija cuyo máximo deseo en su primer viaje a París iba a ser visitar la tumba de Rousseau no me lo hubiera creído. Es más: me hubiera apostado una mano (o tres dedos, para no exagerar) a que eso era imposible. Otra cosa que he aprendido con la edad es a no apostar manos para nada. Ahora mismo mi respuesta más habitual a «no te vas a creer» es siempre: «me creo cualquier cosa». Hace unos años hubiera sido: «ni de coña». 

Hablando de manos y dedos cortados: En el avión ayer vi Almas en pena en Inisherin. No me gustó, me pareció incomprensible y no me creí nada. Dos amigos dejan de ser amigos porque uno de ellos decide que el otro le aburre. Hasta aquí todo bien, que levante la mano quien no tenga un amigo que le aburre o, si es muy valiente, que le aburrió en su día y decidió dejar de hablar con él. Todos hemos pasado por eso. Lo que no tiene ni pies ni cabeza es que el amigo que quiere dejar la amistad, ante la insistencia del otro para que le explique qué ha pasado, le diga: eres aburrido y como me vuelvas a hablar me corto los dedos de la mano. La idea es, ya de por sí, cuando menos risible; pero cuando, además, el tipo que con lo único que disfruta en la vida es tocando el violín es que ya no tiene ni pies ni cabeza. Entre eso y que es una película que transcurre en Irlanda y en la que solo llueve en dos escenas, no hay manera de creerse nada. Por cierto: con la visita guiada en París me enteré de que en la capital gala solo tienen 60 o 70 días al año de cielo azul. ¡Qué envidia me dan! 


Hoy he desayunado en el hotel un café infecto, un bol de fruta con yogur en el que he echado dos tipos de fruta que no he sido capaz de identificar y una tostada de pan de molde que picaba.  He comido sopa de tortilla y pollo con mole verde. Aquí hay pocas mujeres que se hayan dejado el pelo blanco. Las jacarandas ya están en flor y durante casi tres horas he perdido el móvil. 


Leo en una de las tropecientas newsletters que recibo que lo primero que hay que hacer para escribir una es tener un plan y un calendario fijado. He dejado de leer ahí. 

El reloj que me regaló mi padre cuando terminé la carrera y que llevo en la muñeca derecha suena cuando tecleo y golpea el mármol de la mesa de mi habitación. Marca las cinco de la mañana en Madrid. Son las diez de la noche en Ciudad de México, ya me puedo ir a dormir.

miércoles, 15 de marzo de 2023

Breve. De museos, pintores y perros

«Tenías razón, no sé como decirte esto pero te mereces estar con alguien que no sea un tonto como yo. XXX»
— Pues mira esa dedicatoria y en ese libro. Sea quien sea ella está mejor sin ese pazguato.
— Y te cuento que ayer vendí en 5 minutos un libro de recetas para perros. 5 €.
— ¿Recetas para perros? La gente es idiota. El otro día una policía local me contó que su marido estaba con una zoonosis.
— ¿Una qué?
— Una enfermedad de esas que coges de los animales. ¿Por qué? Porque la gente es imbécil y ahora resulta que a los animales hay que tratarlos como a personas. Yo qué sé: sentarlos a la mesa, que chupen tu plato… y claro, te pones malo.
Me hubiera quedado allí, haciendo como que ojeaba libros mientras escuchaba a los dos libreros de la Cuesta de Moyano compartir cotilleos y chascarrillos. Me marché y, lo que es más impresionante, recorrí todos los puestos sin comprar nada. Todo un logro, aunque claro, antes en el Thyssen había comprado Noches insomnes, de Elizabeth Hardwick, y en una tiendecita un par de pendientes. ¡Qué difícil es ahorrar!
En el desayuno del jueves terminé de leer el The New Yorker del 16 de enero. Al final de cada revista viene la crítica de arte, la de teatro y la de cine. La de arte antes la leía siempre porque Peter Schjeldahl, su mítico crítico, me encantaba; pero murió hace unos meses a los 80 años. En 2019 le diagnosticaron un cáncer de pulmón y le dieron un año de vida pero aguantó casi cuatro. Cuando se enteró de su enfermedad escribió The Art of Dying, un ensayo maravilloso sobre su vida y sobre cómo había llegado a escribir en The New Yorker. Una de esas vidas que yo creo que ya no ocurren.
«Twenty-some years ago, I got a Guggenheim grant to write a memoir. I ended up using most of the money to buy a garden tractor. I failed for a number of reasons.
I don’t feel interesting».
Me disperso. El otro día en el desayuno no leí la crítica de arte pero sí la de teatro porque hablaban de una obra basada en Mi vecino Totoro. Doblé una esquina con esta frase:
«Totoro message is "naps"; his message is "rain is wonderful"; his message is "cry a little"; his message is "fly"»
Maravilla.
En 1995 viajé a Nueva York por primera vez. Me llevó mi tío Ramón y nunca podré agradecérselo bastante. Aparte de todo lo obvio y de cosas que ya no se pueden hacer como volar en helicóptero entre las Torres Gemelas, recuerdo con especial cariño la visita a la Frick Collection en la Quinta Avenida. Por aquel entonces no sabía quién era Frick ni apenas nada de cómo los grandes magnates americanos de finales del siglo XIX se enamoraron del arte español y lo expoliaron para decorar sus mansiones. Años después leí Buscadores de belleza, un libro que siempre recomiendo para conocer la historia de estos coleccionistas, y en él conocí a Frick y se me quedó grabada en la memoria la trágica muerte de su hija Martha, que murió a los cinco años a causa de la infección provocada por un alfiler que se había tragado cuatro años antes. En 2002 volví a Nueva York y arrastré al Ingeniero a la Frick Collection. El paseo por el palacete de ricos admirando la impresionante colección de arte de los millonarios es una experiencia que recomiendo a todo el que viaje allí. Todo este preámbulo viene a cuento porque el Museo del Prado acaba de inaugurar una exposición (es sólo una sala) con nueve obras de la Frick Collection que exhiben emparejadas con otras obras del propio museo.

El sábado por la mañana, entre hordas de gente que van al Prado como el que va a tomarse el aperitivo y con un retumbar de voces insoportable, intenté concentrarme en los cuadros. Los que más me gustaron fueron el retrato de Felipe IV vestido de campaña, de Velázquez, y los retratos de Goya. Lo de vestido de campaña me encanta: el rey lleva una capa/casaca de un color rojizo con ornamentos plateados que deja cristalino que Felipe IV estaba tan cerca de la campaña como podría estarlo yo. Tiene la pinta de tu amigo que siempre dice «¿Arreglarme? Que va, me he puesto lo primero que he pillado». El retrato es impresionante y solo él merece la visita a la cámara de eco que es la sala del museo. De Goya me quedo con el retrato del Duque de Osuna, un tipo bonachón al que se nota que Goya tenía simpatía. Es tan rara la sensación de estar ante un retrato que Goya pintó sonriendo que me quedé un buen rato contemplándolo. Goya es un pintor al que reconozco el genio y la maestría pero no me gusta. Sus cuadros siempre me son antipáticos, hostiles; por eso este retrato, con un original tono azulado, me sorprendió tanto. Fue como descubrir que tu amigo el más cascarrabias de todos tiene un punto débil de ternura y cariño.

«Mira cómo molo, soy Murillo, ¿qué quieres que te pinte?». A mis cincuenta años descubro que Bartolomé Esteban Murillo no se parecía en nada a la imagen que yo tenía de él. Supongo que, basándome en sus beatíficas vírgenes y sus traviesos niños callejeros, me lo había imaginado como un amable señor, sonriente, complaciente, casi como un precursor de Papá Noel, una especie de Papá Pitufo del Barroco. Mi sorpresa al encontrarlo en el autorretrato de la Frick fue total: Murillo Rock Star. Posa apoyando el brazo derecho en un óvalo de piedra, melena larga, cejas perfectamente delineadas y mirada de «Soy Murillo, ¿qué pasa? ¿Qué quieres que te pinte?»

Paseando por el Prado, intentando huir de los gritos y las conversaciones de bar, llegamos a salas más vacías y allí me encuentro
Un chiquillo sentado, de Víctor Manzano. Me quedo un rato mirando su rostro. No sé si ese niño sabía leer, si es solo pose, si es un modelo o es imaginario, pero lo que el pintor ha clavado es la expresión de: «¿qué quieres? ¿no ves que estoy leyendo?». Me reconozco en esa mirada de hastío e impaciencia que quiere decir «termina ya que quiero seguir».
Al día siguiente fui al Thyssen, a la exposición de Lucien Freud. Mismas conversaciones en el mismo tono con el que se habla en una terraza con vistas a la Gran Vía. Me desespero. Fantaseo con el propio Freud paseando por la sala, como un gigante, exigiendo silencio reverencial jalonado solo de murmullos. No sé cuánto medía el bueno de Lucien pero es inevitable imaginártelo alto, muy alto. Puede ser que esta idea venga del punto de vista que usa en la mayoría de sus retratos, que es un punto de vista muy alto. En una de las paredes de la sala hay una cita que dice: «Habitación libre fue la última pintura en la que estaba sentado. Cuando me puse de pie, ya no volví a sentarme nunca más». En realidad en esa pintura él ya mira desde arriba, tanto como pintor como como personaje de la propia obra. En mi opinión de lega, creo que Freud estaba cómodo mirando desde arriba a todo el mundo. Sus retratos son siempre desde arriba, desde muy arriba aplastando a sus retratados tanto si eran amantes, amigos, hijos, magnates, poderosos de cualquier campo, oteando desde su atalaya de poder. Me gusta más Freud que Goya (perdón) pero los dos me caen fatal y me alegro de no haber coincidido con ellos en el espacio y el tiempo. Saliendo de la exposición me acuerdo de Murillo, y pienso que el británico va más a un “cómo molo: soy Freud, dime cómo quieres que te pinte y ya veré si me apetece hacerlo, si te concedo el honor”.

Vuelvo a casa caminando. En la puerta de una pastelería hay gente haciendo cola para comprar pan. En la puerta un perro pequeño, blanco, feísimo, con la misma cara de antipático que Freud pero al que yo miro desde arriba, llama mi atención. ¿Qué es eso que lleva en el cuello? ¡Un collar de perlas falsas! Busco a Paris Hilton pero no, el perro se sube al bolso pijo de un venerable señor con una barra de pan bajo el brazo. Quizás esta es la pinta que tiene alguien que compra un libro de recetas para perros.


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domingo, 12 de marzo de 2023

Lecturas encadenadas. Febrero

Viví durante 26 años en la calle Vicente Gaceo nº 17, una calle redonda sin ningún sentido cuyo primer número era el nuestro, el 17. ¿Dónde estaban los anteriores? No lo supe nunca y jamás conocí a nadie que lo supiera. Nuestra casa daba justo a una frontera. Era, salvando la distancias, como vivir mirando al muro de Berlín. Si me asomaba a nuestra terraza, a mano izquierda, justo al otro lado de unos edificios estaba el Paseo de la Castellana, con casas de viviendas militares hasta la Plaza de Castilla. Enfrente estaba la calle San Aquilino, que hacía las veces de Muro de Berlín porque a su izquierda desde nuestra casa se abría La Ventilla, un barrio de casas bajas que era casi un pueblo. Mi casa, que estaba en medio de esos dos mundos, tenía en los bajos del edificio una peluquería de barrio con el frente forrado de azulejos rosas y el ultramarinos de Ángel que atendía el susodicho y su mujer. Era un local estrechísimo, forrado de estanterías hasta el techo, al que sólo bajábamos a comprar cuando a mi madre le faltaba algo: no hacíamos compra grande allí porque mi madre era «moderna» y hacía la compra para todo el mes en un hipermercado. Al otro lado del portal, a la izquierda (Ángel estaba a la derecha), había un bar. No recuerdo cómo se llamaba, pero lo atendía un matrimonio y él se llamaba Aníbal. Era un bar que a nosotros, a mis hermanos y a mí, nos daba pánico. No sabíamos, por entonces, qué era el hampa y seguro que allí todos eran trabajadores encantadores, pero el aspecto del bar nos daba miedo y nunca queríamos bajar a comprarle tabaco a mi padre. Un poco más allá estaba el bar La Fuentona. Este local ya daba al Paseo de la Castellana y tenía otra luz, otra amplitud: a ese lado todo era menos siniestro. 

Hasta mis diez o doce años, delante de nuestra casa hacia el lado de la Ventilla había un descampado; un descampado con sus trapicheos, sus yonkis de los 80 y el consejo de no acercarnos jamás por allí o, mejor dicho, pasar rápido porque era inevitable pasar. Más allá del descampado se abrían las callejuelas de la Ventilla, que eran territorio desconocido. ¿Qué había allí? No lo sabíamos. Con quince o dieciséis años recuerdo empezar a recorrer sus callejuelas porque había una buena frutería, una mercería de barrio, una ferretería y, cuando por fin tuve coche, allí estaba el taller de Luis y mi primer colegio electoral. A mis 20 años la Ventilla había empezado a cambiar, las casas bajas iban desapareciendo, algunas para hacer edificios de pisos, y otras no desaparecieron pero fueron compradas por gente de pasta que vio la oportunidad de tener una casa con patio y dos plantas en el centro de Madrid por tres duros. Ahora que lo pienso, quizá la gentrificación de Madrid empezó por ahí. 


Si alguno ha llegado hasta aquí estará pensando: «¿pero esto no era Lecturas encadenadas?». Lo es, pero es que uno de los libros del mes de febrero, Los millones, de Santiago Lorenzo, transcurre en La Ventilla. El protagonista de la novela, Francisco, forma parte de los GRAPO y vive en el barrio, en una casa mísera y mugrienta. Toda su rutina transcurre en esas callejuelas, desayuna en un bar que yo he visualizado con el de Aníbal, trabaja en una nave cosiendo etiquetas y pasear por Bravo Murillo le parece casi como estar en la 5ª Avenida. La trama de la novela es intrascendente, divertida y muy entretenida. A mí me ha hecho, además, volver a tener 12 años y pasear por aquel barrio casi salvaje que veía desde mi ventana y en el que me daba miedo adentrarme. Me he reído, he sentido compasión por las desdichas del pobre Francisco y he viajado al Madrid de mi infancia. No he leído Los asquerosos, el título más famoso de Lorenzo, pero este lo recomiendo sin duda. Ya se lo he pasado a mi madre, que también lo ha disfrutado, y ahora lo leerán mis hermanos. 


Empecé el mes con La mujer helada, de Annie Ernaux, que compré en la nueva librería de Cercedilla en enero. De Ernaux ya había leído La vergüenza y Una mujer, que me gustaron muchísimo. La mujer helada me ha hecho un poco de bola porque me he aburrido, sobre todo en la primera parte. ¿Por qué? Pues porque Ernaux escribe siempre el mismo libro. Esto no es, para nada, algo reprochable; pero, a veces, cuando tus lectores son muy fieles, puede llegar a provocar un poquito de hastío. En La mujer helada Ernaux recorre su infancia, adolescencia y juventud hasta poco después del nacimiento de su segundo hijo. La primera parte, la infancia y adolescencia, estaba mucho mejor contada en La vergüenza, donde, como escribí cuando lo leí, «retrata con maestría ese momento en la vida, el comienzo de la adolescencia, en que aparece la vergüenza. Por supuesto que antes de los doce o trece años hemos sentido vergüenza, vergüenza por participar en una función, por saludar a un desconocido, por hablar con alguien; pero es cuando dejas la infancia atrás, o comienzas a dejarla atrás, cuando la vergüenza que sientes no es por lo que haces sino por lo que eres. Te da vergüenza ser quien eres, ser como eres, quiénes son tus padres, cómo es tu casa, lo que te gusta. Es un sentimiento que te llega por comparación; empezamos a fijarnos en lo que hay más allá de nuestro entorno y, como siempre, la hierba es más verde al otro lado de la valla. ¿Quién no recuerda haber ido a casa de amigos suyos del colegio y pensar que en esa casa todo era más bonito, se comía mejor y eran más felices? Es un sentimiento estúpido pero inevitable. Arnaux lo reconstruye maravillosamente bien partiendo de un hecho que para ella marcó la llegada de la vergüenza a su vida, un momento con el que comienza el libro: “Mi padre intentó matar a mi madre un domingo de junio. Fue a primera hora de la tarde”». 


De La mujer helada me ha interesado la parte que desconocía de su vida, cuando se marcha a estudiar a la universidad, sale de su casa y acaba casándose jovencísima con su primer novio para quedar atrapada en una relación de pareja en la que la igualdad desaparece si es que había existido alguna vez. Como siempre pasa con Ernaux te jode verte reflejada en lo que cuenta. En mi caso en la sensación de claustrofobia tras casarse, cuando te conviertes en algo que nunca has querido ser pero en lo que te acomodas porque, si no, no puedes sobrevivir. Los años en lo que todo es batalla, llegar al trabajo, los hijos, la pareja, tratando de seguir siendo tú hasta que dices: ya, hasta aquí. 


¿Recomiendo La mujer helada? Pues para empezar con Ernaux la verdad es que no. Hay que leer a esta escritora pero, si queréis un consejo, empezad por La vergüenza


El tercer libro del mes fue El mar, de John Banville, que compré en un puesto del Rastro. ¿Por qué? Pues sinceramente no lo sé. Banville es un autor que siempre ronda mi cabeza porque leo sus entrevistas, sé que con un pseudónimo escribe novela negra y es irlandés. Estaba a punto de escribir que hasta ahora no había leído nada él pero ¡tachán! he hecho una búsqueda en mi blog y he descubierto que he leído Imágenes de Praga, El intocable y Antigua Luz. Esto dice poquísimo de mi memoria (una de las consecuencias de la depresión es la pérdida de memoria) pero mucho del valor de mis posts de Lecturas encadenadas. Leyéndome sé que esos tres títulos me gustaron mucho, así que estupendo porque puedo releerlos sabiendo que encontraré algo que me gustó. 


El mar ganó el Premio Man Booker y es una novela compleja, una novela de duelo, y no es para todo el mundo. El protagonista, Max, que ha perdido a su mujer, Anna, tras una enfermedad que la ha matado en un año, vuelve al pueblo donde pasaba los veranos de su infancia. Es el lugar en el que conoció a los Grace.  La Sra. Grace levantó su primera pulsión sexual antes de que se enamorara de la hija de la familia, Claire. ¿Tiene algo que ver el pueblo con Anna y por eso se marcha allí? No. La novela cuenta dos historias: la infancia de Max y el duelo que sufre a pesar de que, por lo que nos cuenta, su matrimonio no fue especialmente feliz ni idílico. En cualquier caso, la muerte le sume en un desasosiego (eso nos pasa a todos) que requiere refugio, escape o quizá castigo volviendo al lugar en el que fue feliz. 


«Me imagino a un viejo navegante dormitando junto al fuego, viviendo por fin en tierra, y la tormenta invernal haciendo vibrar los marcos de las ventanas. Quien pudiera ser él. Haber sido él»


No tengo muy claro por qué me ha gustado, creo que no es redonda y, en mi opinión, se pierde a veces, cuando podría centrarse en los temas principales con más concreción. Me resultó curioso cómo esa lectura se alineó con mis escuchas de podcasts sobre la memoria y mis propias dudas sobre mis recuerdos, porque Max también tiene esos pensamientos pero, en el fondo, ¿qué más da si tus recuerdos son fieles a la realidad que viviste o no, si son los que tienes? 


He doblado muchísimas esquinas y he copiado muchos párrafos para no olvidar que lo he leído. 


Me he identificado con esto: 


«En cualquier caso, a lo que hago tampoco lo llamaría crear. Crear es un término demasiado grande, demasiado serio. Los creadores crean. Los grandes crean. En cuanto a los que somos medianías, no existe palabra que resulte lo bastante modesta para describir lo que hacemos y cómo lo hacemos. No acepto diletancia. Los diletantes son aficionados, mientras que nosotros, la clase o género del que hablo no somos nada si no somos profesionales. [...] No somos gandules, no somos holgazanes. De hecho, somos frenéticamente enérgicos, a espasmos, pero estamos libres, fatalmente libres, de lo que podría llamarse la maldición de la perpetuación. Acabamos las cosas, mientras que para el creador de verdad, como el poeta Valéry, creo que fue él, la obra nunca se acaba, sino que se abandona».


Pues ya está. Con esto queda hecho el resumen de mis lecturas de febrero. Hasta los encadenados de marzo. Y si queréis que estas entradas os lleguen al correo podéis suscribiros aquí.


miércoles, 8 de marzo de 2023

La rabia y el feminismo de proximidad

 
Hace días que pensé en retocar los pensamientos feministas para mis hijas que escribí hace siete años. Empecé a hacerlo y cuando llevaba un rato rumiando los cambios me di cuenta de que no era eso lo que quería contar.

Quería contar que ser mujer y ser feminista es agotador. Ayer participé en la tertulia de La Ventana y Luz Sánchez-Mellado, al empezar, dijo que ella estaba entre triste y cabreada. Yo no estoy triste, estoy cabreada y enrabietada porque sé que eso es lo que mueve el mundo: la rabia. Me da rabia que el feminismo se haya convertido en algo agotador en lo que hay que estar todo el día, a todas horas, manifestando tu opinión sobre absolutamente todo. Me da rabia que haya mil quinientas trincheritas y me da aún más rabia que, con el ombliguismo que caracteriza esta época, creamos que esto que pasa ahora, esta división entre las mujeres, es algo nuevo, algo que ha pasado ahora. No me da rabia, me hace gracia que algunas mujeres crean que el feminismo en algún momento de la historia ha sido un bloque de armonía, luz y color, una especie de columna unida, marchando al compás frente al enemigo común del machismo (que no los hombres). Nunca el feminismo ha sido un bloque, jamás. No estamos viviendo una época en la que el feminismo se ha fragmentado: siempre ha estado así. ¿Por qué? Pues porque cualquier movimiento está formado por muchísimos individuos y esos individuos, en este caso nosotras mujeres, tenemos ideas, intereses y opiniones diferentes. Es imposible, completamente imposible que no haya ni una grieta en cualquier movimiento cultural, intelectual y social; y creer que se puede aspirar a esa arcadia de armonía lo único que hace es crear frustración. No entiendo por qué hemos captado rápidamente que el amor romántico de las películas es mentira y a alguna gente le cueste tanto entender lo anterior. Ya lo decía Nora Ephron.

Me da mucha rabia que el feminismo o cualquier conversación sobre el tema se haya convertido en una especie de parodia del sketch de los romanos de los Monty Python. Haces cualquier comentario y entras en una escalada de: ¿Y las mujeres racializadas? ¿Y el techo de cristal? ¿Y el burka?¿Y los ideales estéticos? ¿Y las diferencias de clase? ¿Y los cuidados? ¿Y el edadismo? Pues NO LO SÉ, NO LO SÉ. Lo siento, no puedo pensar en todo, todo el tiempo, a la vez. No puedo yo y no puede nadie. Me parece ridículo pretender que para intentar arreglar un problema exijamos pensar antes en todos los que hay. Es ridículo y poco operativo. ¿Estoy diciendo entonces que los problemas de las mujeres como yo, blancas, occidentales, cis y privilegiadas son más importantes? Por supuesto que no: lo que estoy diciendo es que por mucho que queramos, no se puede abarcar todo. Es fascinante cómo estamos entrando por el caminito de entender que no se puede ser superwoman y abarcar curro, casa, amantes, amigos, hobbies e impuestos con el mismo nivel de implicación pero pretendamos crear un feminismo todopoderoso e omnipresente. Sería precioso y seguramente muy práctico, pero es imposible y cuanto antes lo entendamos, mejor. Me da mucha rabia también que para ser feminista premium haya que ser una cumbre de coherencia, compromiso, activismo y sororidad. No es que yo me plantee ser feminista premium, pero si tuviera la loca ambición de lograrlo estaría completamente fuera de mis posibilidades porque abrazo mi incoherencia con cariño (igual que no como pollo si parece pájaro pero sí lo como si está en filetes), cada vez acepto menos compromisos, no practico ningún activismo y en sororidad llevo suspendiendo toda mi vida. No entiendo esa exigencia de pureza ideológica que, siento decirlo, no es más que clasismo intelectual y aleja el propósito del feminismo de muchísimas mujeres que lo ven como un puro entretenimiento intelectual de una clase de mujeres blancas privilegiadas.

¿Qué feminismo practico yo? Pues uno de proximidad, de cercanía. En mi casa, con mi familia, con mis amigos. En mi trabajo, con mis compañeros, con mis jefes, con los señores con los que me encuentro. En la calle, en el autobús, en el metro, en el supermercado. En lo que escribo, en mis cabreos con señores, en discusiones con mis amigos, en mis explicaciones con otros amigos para que entiendan que «en mi empresa hay mujeres jefas» no sirve para paliar la desigualdad salarial, en mis charlas con mi madre para que entienda que sí, que mi padre era machista y ella se lo fomentaba y que algunos de sus comentarios, de ella, son machistas aunque ella diga «yo es que no lo veo así», en mis advertencias a mis compañeros de trabajo para que se den cuenta de que eso que están haciendo es paternalista, condescendiente e innecesario. ¿Es un feminismo pequeño? Pues a lo mejor, pero es el que se me da bien, es aquel en el que me manejo con soltura. Es un feminismo en el que veo resultados, veo mejoras, veo sus frutos en las reacciones de mis hijas, en las opiniones de mis amigos, en los chistes que ya no hacemos, en el cuidado que tenemos con el lenguaje y en la conciencia que hemos adquirido para detectar el machismo. A lo mejor hay alguien que acusa a mi feminismo de proximidad de acomodaticio, de poco ambicioso, pero es que yo nunca he sido ambiciosa y además creo que procurar mejorar las cosas a mi alrededor es algo que redundará a largo plazo en una mejora a mayor escala. Si me pongo idealista pienso que si todo el mundo practicara un feminismo de proximidad sus beneficios para todos, que son indudables, se extendería como las ondas en un lago. ¿Estoy renunciando a defender a las mujeres que están lejos de mi realidad? No, pero dentro de mis posibilidades. Es fundamental que el feminismo de proximidad se ejerza con la vista siempre puesta en el mundo que hay ahí fuera, más lejos, con problemas más graves que los que tienes tú. En mi caso, y en el de casi todas las que vivimos en España, no hay que perder nunca la cabeza: ahí fuera hay mujeres que se enfrentan a problemas más graves que los nuestros. No hay que olvidarlo nunca, pero focalizarse en eso genera una inoperancia para resolver los problemas que tenemos aquí que no beneficia a nadie. Para sorpresa de nadie, y menos mía, este feminismo de proximidad puede chocar con uno de los consejos que daba a mis hijas y que era el siguiente:

«No lleváis burka, podéis trabajar, tener hijos o no tenerlos, vivir solas o con pareja, tener mil parejas. Podéis denunciar, pelear, gritar cabreadas. No olvidéis que, a pesar de todo, sois privilegiadas. Hay otras que no tienen esa suerte... no lo olvidéis. Gastad fuerzas y energías en pelear por ellas más que en ofenderos porque os abren la puerta en un edificio». Ahora les diría, les digo, que conozcan lo que hay ahí fuera, lejos de su situación para poner en contexto su lucha feminista que no es menor ni menos importante pero sí está más avanzada.

El feminismo es cansado, es una batalla larga y que, en algunos momentos, parece perdida pero no lo está. Hemos avanzando muchísimo y seguiremos avanzando si conseguimos mantener el cabreo y la rabia. Si conseguimos no perder el tiempo y la energía en batallas internas que, esas sí, jamás van a desaparecer porque las mujeres, y esto parece mentira que haya que repetirlo, no somos ni seres de luz, ni somos todas iguales, ni tenemos los mismos intereses todo el tiempo, ni las mismas preocupaciones, ni las mismas opiniones. De hecho, confieso, que a mí hay muchas que me caen mal. Y no pasa nada.

Mi consejo intrascendente del día de hoy es que te centres en tu feminismo de proximidad. Puedes empezar por preguntarle a los hombres de tu alrededor ¿si yo fuera un hombre me hubieras dicho eso? Dirán que sí con la boca muy muy pequeña... y ahí tendrás tu primera trinchera de proximidad para la batalla.  Practica un feminismo que te dé frutos y te frustre lo mínimo y, sobre todo, no abarques más de lo que puedes.


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domingo, 5 de marzo de 2023

Breve. Me he puesto en tu lugar y sigues siendo gilipollas



Veinticinco. 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10, 11, 12, 13, 14, 15, 16, 17, 18, 19, 20, 21, 22, 23, 24 y 25.  Veinticinco minutos dediqué el viernes a limpiar una de mis plumas para guardarla y usar otra de las que me han regalado por mi cumpleaños. Ahora ya tengo tantas que tengo que organizar turnos para poder utilizarlas todas. Mientras dejaba correr el agua por el plumín hasta que la tinta gris grafito desapareció y cuando después secaba con esmero cada pieza sentí esos minutos pasar y fue, de alguna manera, relajante. Dedicar todo ese tiempo a nada más que limpiar una pluma me pareció casi sanador, calmante, analgésico.

Esta semana empezó con cosas que me preocupaban muchísimo que parecían haberse adueñado de mi vida, no podía escapar de ellas. Quería respirar y esas preocupaciones eran como un globo gigante que ocupaba todo el espacio a mi alrededor sin dejarme apenas hueco para moverme. ¿Cuáles eran? No lo sé, ya no me acuerdo porque a mitad de semana, el miércoles, dos amigas mías tuvieron malas noticias y eso desinfló el globo de mi preocupación y malestar, que pasó a convertirse en algo que ya acumula polvo y pelusas en el fondo de mi memoria. ¿Por qué estaba tan disgustada, tan cabreada, tan amargada? No me acuerdo. Ni siquiera soy capaz de recuperar esos sentimientos de disgusto, cabreo o amargura. No necesito que la desgracia o la realidad aparezcan para poner en contexto mis mierdas: ese ejercicio mental ya lo hago solita. Pero cuando llegan de golpe (y en realidad siempre aparecen así) tienen un efecto terapéutico, parecido al de pasar veinticinco minutos limpiando una pluma: todo aquello que te dolía tres horas antes deja de doler porque hay algo mucho más grave por lo que preocuparse, algo real, tangible, aterrador o triste. Dar su justa medida a las cosas que (me) pasan se ha convertido en algo tan inusual que cuando ocurre te coloca de nuevo con los pies en la tierra, todo se ve más claro. Es un efecto parecido al que tuvo la pandemia y que ya hemos olvidado. 


I perceive that we partially die ourselves through sympathy at the death of each of our friends or near relatives. Each such experience is an assault on our vital force. It becomes a source of wonder that they who have lost many friends still live. After long watching around the sickbed of a friend, we, too, partially give up the ghost with him, and are the less to be identified with this state of things. Henry David Thoreau.   

¿Quién será el primero en morir? ¿Seré yo?       


Soy una madre fatal. Cuando yo era pequeña o joven mi madre decía varias cosas que yo me creí por completo: «no susurréis porque yo oigo todo lo que decís»; «sé cuando me estáis mintiendo»; y «cuando volvéis a casa por la noche siempre os oigo llegar». También me dijo, cuando le pregunté qué eran las compresas: «la regla son tres gotitas de sangre que las mujeres echamos una vez al mes». Y también me lo creí, claro. El tema es que yo no oigo jamás a mis hijas, muchas veces sé que me están mintiendo pero me las han metido dobladas y, cuando salen por la noche, lamento decir que me duermo como una bendita y sólo a veces las oigo llegar. Bueno, a lo mejor no soy una madre fatal y lo que pasa es que mi madre es una mentirosa.


Al editar el episodio de Hoy en el País dedicado a Tintín descubrí que, a mediados de los años cincuenta, Hergé sufrió una depresión y tenía sueños espantosos en los que todo era blanco. Comenzó un tratamiento con un psicoanalista que le recomendó que descansara. Hergé no siguió el consejo y trabajó aún más: dibujó Tintín en el Tibet, un tebeo que es todo blanco. Para mí, mi depresión también fue blanca, de un blanco que no me dejaba abrir los ojos, ni levantar los hombros, ni mirar de frente. Fue una luz blanca deslumbrante que no me dejaba ver el mundo ni verme a mí. Ahora ya casi no me acuerdo; sé que podría ir a Los días iguales, que también es blanco, y releerme, pero me da miedo.


Hace ya un par de meses que terminé de ver Better Things (HBO) pero me descubro pensando con frecuencia en ella. Es la serie que mejor retrata la vida de una madre con hijas adolescentes. Es tan real… La exasperación a la que son capaces de llevarte tus descendientes, las ganas de asesinarlas que sientes cuando te miran avergonzándose de ti; la ternura que te provoca sentir que les avergüenza acudir a ti, necesitarte cuando quieren consuelo, ayuda o consejo; lo crueles que pueden ser cuando son injustas contigo y lo saben y aún así siguen porque se sienten autorizadas, sienten cierto poder en ejercer esa injusticia contra ti. Tú  no te rebelas porque sabes que no irá a ningún sitio y lo sabes porque tu hiciste lo mismo con tu madre. «Yo no, yo siempre quise mucho a mi madre»… Sí, claro; y las vacas vuelan. Pamela Adlon, a través del personaje de Sam, clava las relaciones con las hijas y la relación con su madre. Me he visto en ella; cuando estás entre tu madre y tus hijas es como vivir en la habitación de los espejos de la casa del terror: no hay escapatoria y no sé cómo no te vuelves loco.


Me he puesto en tu lugar y sigues siendo gilipollas. 

Leo esto en Twitter y lo necesito en una camiseta.


Ginormous. He descubierto esta palabra y me encanta. Ni siquiera hay que saber inglés para saber qué significa.


Son casi las once de la noche cuando llego al final de este breve. En el podcast de Better Things, Pamela Adlon dice: «Cuando una madre se queda sola nunca cocina. Te preparas un sándwich, comes una loncha de jamón, calientas cualquier cosa en el microondas o te preparas una bebida. Pero no cocinas».

Voy a cenar yogur con compota de manzana y fresas. Y esta noche no oiré llegar a mis hijas.


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viernes, 3 de marzo de 2023

Podcasts encadenados: De infieles, corruptos y monjas



Ayer ayudé a ganar tres Ondas en la II Edición de los Premios Globales del Podcast. Así, sin despeinarme. Arsénico Caviar, el maravilloso podcast contra las cosas de Beatriz Serrano y Guillermo Alonso ha ganado el premio a mejor conversacional; El silenci de la Rambla, con Nil Barba, que hicimos el verano pasado por los cinco años de los terribles atentados en Cataluña, ha ganado el premio al mejor podcast en lengua cooficial; y Hoy en EL PAÍS ha ganado junto con el daily de eldiario.es y el de El Mundo el premio al podcast revelación. En todos ellos soy editora y, como la falsa modestia no sirve para nada, lo cuento aquí, que para eso es mi casa, porque estoy contentísima. 

Al lío de lo que he escuchado este mes y vengo a recomendar porque es muchísimo. 


Empezando por el final, mis últimos días han estado consumidos  con la escucha de  la última producción de Serial y The New York Times: The coldest case in Laramie. Durante el confinamiento, Kim Barker, periodista de investigación del periódico, estaba aburrida como una mona, así que se puso a brujulear por internet, a buscar información de un asesinato que ocurrió en su ciudad natal, Laramie, en los años 80. Para su sorpresa, después de casi cuarenta años, descubrió que en 2016 se había acusado a un antiguo policía del asesinato de Shelli Wiley y que meses después, en 2017, se retiraron los cargos. Como Kim tiene poco que hacer encerrada en su casa decide ponerse a hurgar en ese “cold case” para entender qué pasó con aquella chica asesinada cuando ella iba al instituto. Empiezas a escucharlo pensando que será un true crime potente, serio, con la garantía de calidad que todas las producciones de Serial tienen siempre. Y lo es, todo eso está ahí, pero además hay dos cosas que me han llamado la atención: la primera de ellas es el formato. Kim y su equipo de producción entrevistan a la familia de Shelli, a una amiga suya, a policías y, luego, cuando menos se lo esperan el abogado del policía acusado en 2016, les da acceso a todo el material del caso, a absolutamente todo. Hasta ese hallazgo (que ocurre en el episodio tres) casi toda la información nos la proporcionan los entrevistados, Kim apenas conduce el episodio. Después de bucear en todo ese contenido, su voz y su aportación van creciendo, dando así forma al hecho de haber encontrado la información y haberla estudiado con detenimiento. Esa mayor presencia de Kim permite que el podcast se despegue de ser un true crime para ir más allá, para reflexionar sobre cómo recordamos, cómo de poco confiable es nuestra memoria aunque estemos cien por cien seguros de nuestros recuerdos. Y ésa es la segunda cosa querría señalar: ese viaje a la sorpresa de una realidad que choca con los recuerdos lo hacen varios de los entrevistados y la propia Kim, que al comenzar el podcast describe Laramie como el sitio más desagradable y duro en el que ha estado nunca, diciendo incluso que es peor que Kabul, para terminar reconociendo que esos recuerdos que tenía del pueblo no se corresponden con la realidad. ¿Por qué ha estado toda su vida recordando de manera tan horrible su pueblo? ¿Cómo construyó ese recuerdo? The coldest case es un podcast muy serio, muy sobrio, sin artificio ninguno, lo he disfrutado muchísimo y me ha hecho preguntarme si mi magnífica memoria de la que siempre presumo me lleva engañando toda la vida. Para los que no habláis inglés con fluidez suficiente en la web de The New York Times hay transcripción de todos los episodios.  De Serial, por cierto, he comentado ya varios proyectos: Serial, The improvement association, Nice White Parents y The Trojan Horse Affair. (Este último es un rollo, no lo escuchéis) 


Hace un par de años dediqué un post entero a recomendar Under the influence, el podcast de Jo Piazza dedicado a Instagram, un proyecto que ella emprendió durante el postparto de su hijo para intentar entender esa red social en la que veía a madres influencers hacerse millonarias. Partiendo de esa curiosidad, Piazza realiza un estudio muy interesante y exhaustivo de esa red social, analizando las madres influencers, los profesores influencers, las enfermeras, todo ese mundo en el que todo parece bonito y fácil pero que disfraza una realidad muy diferente. Sigo recomendándolo muchísimo. Lo menciono ahora porque Piazza acaba de estrenar un nuevo podcast, She wants more, dedicado a la infidelidad femenina. En los últimos años el número de las mujeres que son infieles ha crecido un 40% y Piazza se pregunta si ese aumento es real o si lo que ocurre es que las mujeres ahora lo contamos. En mi opinión es más bien lo segundo: las mujeres han sido infieles siempre, pero antes contarlo podía llevarte al ostracismo, a la cárcel o a la muerte. Aunque estas cosas terribles siguen ocurriendo, ahora las mujeres (al menos las que entrevista Piazza) no tienen problema en contarlo. Por ahora se han publicado tres episodios, de los cuales he escuchado dos. En el primero, Nicky, una mujer casada a la que le calculo unos cuarenta más o menos, y emparejada con su marido desde que eran jovencitos, lleva unos doce años siéndole infiel. ¿Por qué? Porque se aburría. Nicky además es organizada porque se apuntó a una app de ligar y con todos los contactos que le llegaban montó ¡un excel! con varios campos para clasificar a los pretendientes y elegir los más convenientes. Seguro que hay gente que se escandalizaría por esto, pero a mí me admira ese nivel de organización. Nicky quiere, en principio, lo que no tienes en una relación después de diez o quince años: sexo divertido, interesante, pasional y sin complicaciones. «Pues yo llevo treinta y cinco con mi pareja y es igual que al principio». Mentira. Me parece fantástico que seas fiel pero no mientas con eso. Vuelvo al podcast: Nicky se embarca entonces en un maratón de citas de chuscar y se lo pasa en grande pero pero pero ¿qué pasa al final y todos vemos venir? Que Nicky se enamoraaaaa o, como dicen los americanos, «desarrolla sentimientos». Esto ocurre siempre: a Nicky le pasa varias veces, unas sale mal (obvio) y otras (una en concreto) parece que sale bien. Veremos. En el segundo episodio la infidelidad es diferente pero no voy a contarla, no voy a destripar todas las sorpresas. ¿Es un podcast interesante? Pues sí. No es, como podría parecer por mi relato, un podcast de confesiones al estilo de un programa de radio de madrugada. Piazza va más allá y analiza los tipos de infidelidades que hay y hace preguntas complicadas para entender a esas mujeres. No, para entenderlas no: parece que es que lo que hacen es incomprensible y que tiene que haber una explicación más allá del deseo, el aburrimiento, el enamoramiento o cualquier otra cosa para sus infidelidades y no se trata de eso. Piazza quiere saber cómo se sienten, cómo lo viven o lo vivieron, qué pensaron, quiere escucharlas. Y yo también. 


Siguiendo un poco con este tema, en Death, Sex & Money, con Ana Sales, un podcast de entrevistas maravilloso, dedicaron en febrero un episodio a que la gente contara rollos de una noche. Me encantan estas historias porque casi todas son de «pues fui a no sé dónde, me encontré con fulanito o fulanita, nos caímos bien, hablamos, charlamos, la cosa fluyó, lo pasamos en grande y al día siguiente hasta luego»; son historias bastante felices, de recuerdos que te dejan una sonrisa en la boca y un cosquilleo en el estómago pensando: «madre mía, que locura». Y sí, hablo con conocimiento de causa aunque ninguno de los míos merecería contarlo en un podcast, ni siquiera en un post.  Por cierto, y ahora que me acuerdo, de este podcast también escuché hace un par de meses cuatro episodios que dedicaron a contar distanciamientos con la familia provocados por la política, por razones personales, económicas, de temperamento. Las historias eran muy tristes, muy dolorosas para los que las contaban, y daba igual si ellos eran los que se separaron de sus seres queridos o amigos o los que expulsaron, por necesidad, a otras personas. Como siempre que escucho este tipo de testimonios me pregunto si en España podríamos hacer algo así y creo que no. Aquí nos cuesta la vida hablar de nuestros sentimientos con franqueza y más ante extraños. Somos todo hacia dentro y eso para muchas cosas es bastante malo, por ejemplo si se trata de conseguir testimonios para un podcast


El país de los demonios es el podcast que tenéis que escuchar. Es la nueva producción de True Story para Spotify, en la que Álvaro de Cózar (que también ha ganado un Ondas a mejor podcast narrativo de no ficción con Los papeles que, si no habéis escuchado, estáis tardando) nos cuenta los tejemanejes del comisario Villarejo, descubiertos en 2017 cuando, en una operación puesta en marcha por unos jóvenes fiscales, salen a la luz miles de cintas con grabaciones realizadas durante más de treinta años a políticos, empresarios, jueces y periodistas, desvelando un entramado de corrupción nauseabundo y terrible. En otras producciones de Cózar, que es un gran periodista y un muy buen narrador, a mí siempre me sobraban efectos y músicas, me parecía que el horror vacui sonoro le llevaba a llenar el audio de sonidos que, más que enriquecer, distraían y molestaban. No hay nada de eso en El país de los demonios. El guión es brillante, Álvaro lo narra con solvencia, acompañándote para que no te pierdas en el entramado de nombres y chanchullos, y además cuenta con el fiscal Ignacio Stampa, un narrador fabuloso que lo cuenta todo con solvencia, claridad y emoción cuando hace falta. Me gusta todo de este podcast, todo. Mención especial para la cover con un cuadro de Juan Genovés de 1976, Tribunal de Orden Público, otro gran acierto.  Por cierto: para conocer la trayectoria de Villarejo desde que nació recomiendo V Las cloacas del estado, también de Álvaro de Cózar. 


«Nuestras casas saben bien cómo somos». Este verso de Juan Ramón Jiménez que escuché a Anatxu Zabalbeascoa decir en esta entrevista con Aimar Bretos me hizo sacar la libreta y apuntarlo. Esto no es propiamente un podcast, pero quería traerlo aquí para no olvidarlo y porque escuchar a Anatxu es siempre un placer. Viendo Instagram y la locura de la decoración absurda creo que muchas casas saben que sus moradores son gilipollas. 


¿Qué más? En mis noches de insomnio he escuchado The turning: the sister who left , un podcast interesantísimo sobre la congregación de las Misioneras de la Caridad de la Madre Teresa. ¿Es una crítica a la Madre Teresa y toda su obra? A todo no, pero sí a mucho. A través de los testimonios de ex monjas que se salieron de la congregación tras veinte o treinta años en ella (teniendo, algunas, trato directo con la Madre Teresa) se descubre el funcionamiento de la congregación, los abusos, la política de silencio y mil y un horrores más. Además (y esto es fascinante) cuentan cómo el descubrimiento de las cartas de la Madre Teresa tras su muerte (unas cartas que ella quería que se hubieran quemado) sacó a la luz la crisis de fe que la propia Madre Teresa tuvo durante ¡cuarenta años! Quiero dejar claro que no es un ataque a la Iglesia Católica sin fundamento y metiendo a todo el mundo en el mismo saco: es una historia llena de testimonios de ex monjas que lo vivieron desde dentro y que muestran mucho valor para contar ese viaje interior desde la fe y la devoción más absoluta hasta, en algunos casos, el más completo de los desencantos y el ateísmo. Las dos hosts, que son hermanas, son muy serias y el podcast es estupendo. Ahora han sacado una segunda temporada que cuenta los intríngulis del ballet de Nueva York, pero aún no la he escuchado: seguiré informando. 


Love Janessa es otro de esos podcasts que cuentan historias de catfish. Historias de falsos romances online en los que hay un enamorado al que engañan con promesas de amor infinito y verdadero durante meses o años en los que él o ella acaban siempre mandando pasta a alguien a quien no han visto nunca y que en realidad no existe. Este podcast trata de encontrar a Janessa Brasil, una actriz brasileña cuyas fotos son las más usadas para este tipo de estafas. He alucinado al saber que estas estafas se organizan, la mayor parte de ellas, desde Ghana. Allí están los Sakawa Boys: grupos organizados que trabajan siguiendo un manual, parecido al de los teleoperadores de cualquier empresa de marketing, para saber qué hacer en cada paso del engaño a sus víctimas. Increíble todo y, lo más, la gente engañada que sigue empeñada en que su amor es «verdadero». 


Dos cosas breves para terminar y dar un premio a los cuatro lectores que hayan conseguido llegar al final: 


  • Point of egress: este episodio de Love & Radio escuchado en otra noche de insomnio brutal me flipó. Y sí, flipar es la palabra, aunque me haga parecer una loca trasnochada. No puedo contar nada porque lo destriparía, pero lo compartí en Instagram y hubo muchas reacciones. 

  • Un buen podcast conversacional británico siempre es buena idea. Si, además, es de historiadores desmontando ideas no se puede pedir más. The rest is history es ese podcast y este episodio desmontando las ideas falsas que Downton Abbey ha metido en la cabeza de medio mundo es genial. The real Downton Abbey. 

Por hoy es suficiente. Si escucháis algo de todo esto, venid a contármelo. 


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