Julio ha sido un mes larguísimo, eterno casi. He hecho millones de cosas, he trabajado, he viajado, he tenido vacaciones, he visto mil películas, he sido madre, he tenido solterismo y he leído siete libros y medio.
Empecé con
El vater de Onetti de Juan Tallón. Fui a la Casa del Libro, me puse frente a la estantería y me quedé mirando los dos títulos que de él tenían. ¿Qué me hizo decantarme por el título más feo? No lo sé, así funciona mi cabeza.
El Vater de Onetti es una novela curiosa en la que, contra todo pronóstico, se habla del vater de Onetti. De uno de ellos. Juan, el protagonista, escribe un periódico gallego, ha publicado un libro y llega a Madrid para trabajar en un ministerio. Se instala en un piso y va contando su vida y cómo espiar a sus vecinos acaba cambiándole la vida. Para mí, la peripecia es lo de menos. Iba leyendo y pensando ¿Cuando es verdad? ¿Cuanto es ficción? ¿Qué hay de real? ¿Qué hay de mentira? Da igual porque en realidad, como dice el prologuista, lo importante no es cómo llegas sino cómo vas yendo. Lo importante es que me lo creo a él, al protagonista, con su humor negro, su ironía, el autodesprecio y a los personajes más sinceros por ser los menos reales, como Horacio el camarero del bar.
No es un libro lineal, la historia no avanza, no va hacia delante. Es un libro que va y viene, que se para, retrocede y se estanca y es en esas pozas para nadar cuando más lo he disfrutado. Es un libro para hacer largos en él, entreteniéndote en la temperatura del agua y en los otros nadadores, en las cosas que se te ocurren según vas leyendo/nadando. Un libro para hacer el muerto. Lo de menos es la peripecia, como lo es el tiempo que marcas al nadar. Me quedo también con el humor, la ironía y la capacidad para hilar distintas historietas, anécdotas, curiosidades, sobre todo de escritores y fútbol, a lo largo de la trama. Ah y me encanta el tono que tiene de «podría ser peor, podría llover».
«No hay que despreciar los pequeños detalles, ni creer que cada cosa nimia que hacemos, cada idea, cada maniobra, cada reacción, cada gesto intrascendente pasan en vano. La onda invisible que levante quizá llena de gloria a alguien que solo pasaba por allí. En ocasiones, dejará cadáveres detrás de sus huellas».
Tan identificada con esto:
«Cuando releo lo que escribo me siento, en general, deprimido como alguien que se ha equivocado de camino. Si me parece bueno, porque creo que ya no podré escribir algo igual. Si me resulta malísimo, porque temo que sea el texto por el que se me juzgue».
Chimamanda escribe una carta, podría ser un post, con quince sugerencias para educar a la hija de una amiga en el feminismo o, mejor dicho, para educarla como una persona plena. Lo leí en un rato y me hizo mucha ilusión comprobar que muchas de las cosas que ella cuenta las escribí yo hace un año en el post
Para mis hijas: mis pensamientos feministas. Todo lo que dice Chimamanda es de sentido común y obvio pero es necesario decirlo y repetirlo hasta la extenuación porque muchas de esas cosas están puestas en entredicho en la sociedad actual y, muchas de ellas, por las propias mujeres.
«Tu premisa feminista debería ser: Yo importo. Importo igual. No "en caso de". No "siempre y cuando". Importo equitativamente. Punto».
«Sé una persona plena. La maternidad es un don maravilloso, pero no te definas únicamente por ella».
Desde luego, se lo daré a mis hijas para que lo lean.
Los desorientados de Amin Maalouf. No sé quién me regaló este libro el año pasado pero haciendo orden en mis estanterías le llegó el turno. Me miró fijamente y supe que era su momento aunque confieso que lo cogí con poca fe.
Los desorientados (un título genial), es otra historia de amigos que se reencuentran después de veinticinco años sin verse. La muerte de uno de ellos es el motivo que vuelve a unirles y la ocasión que el narrador, protagonista aprovecha para volver al país que abandonó y rememorar, recordar, reencontrarse con personas, sensaciones, sentimientos e incluso recuerdos perdidos.
Maalouf es libanés y eso, como le pasa a Oz marca toda su literatura, lo que cuenta y cómo lo cuenta. En la literatura de Oriente Próximo todo deslumbra, la luz es abrasadora y el calor aplana los volúmenes y aplasta el paisaje pero en vez de difuminar las líneas divisorias entre unos y otros, en vez de fundirlos, esa luz remarca las diferencias, trazándolas con severidad y haciendo que esas diferencias sean la razón de ser de todo: los países, las ciudades, los barrios, las pandillas, las parejas, las costumbres, las guerras.
Me ha encantado. Hay reflexiones maravillosas sobre ser algo aunque no queramos serlo y sobre los libros y escribir, y sobre los amigos y los recuerdos, y sobre irse.
«Irse del propio país entra dentro del orden de las cosas; a veces, lo imponen los acontecimientos; y si no, hay que inventarse un pretexto. Nací en un planeta, no en un país. Sí, claro, también nací en un país, en una ciudad, en una comunidad, en una familia, en una maternidad, en una cama... Pero lo único importante para mí y para todos los seres humanos es el hecho de haber venido al mundo ¡Al mundo! Hacer es venir al mundo, y no en tal o cual país, ni en tal o cual casa».
«Cuando escribimos un texto, las líneas van una detrás de otra, con idénticas intervalos, y quienes las tienen ante la vista no se dan cuenta de que hubo momentos en que la mano que las trazaba fue deprisa por la hija y, en otros, se quedó parada. En la página, e incluso en la página manuscrita, quedan abolidos los silencios; y los espacios pasados por la garlopa».
La hija del comunista de Aroa Moreno. Este libro lo compré en la presentación que se hizo en la Librería Cervantes en Madrid. Las circunstancias vitales con su dosis de carambolas cósmicas por las que conocí a Aroa hace ya algunos años son tan maravillosas que es imposible que sea objetiva con sus escritos. La novela nos cuenta la historia de Katia, la hija del comunista, que viviendo en Berlín oriental decide marcharse dejando atrás su vida para empezar una nueva. La revelación de que somos lo que somos independientemente de dónde vivamos es el tema que subyace tanto en su historia como en la de sus padres que, para mí, es la que tiene verdadero interés. Los españoles que huyeron de España tras la Guerra Civil y acabaron viviendo en Alemania Oriental y cómo sus hijos asistieron a la desaparición del país al que sus padres habían huido. Cuando vemos, leemos o escuchamos historias sobre la Europa del Este siempre nos quedamos con lo "malo", con lo horrible que debía ser, con lo que no tenían y se nos olvida que había gente convencida allí, gente que estaba a gusto, personas para las que aquello había sido la opción mejor. El ambiente que Aroa recrea me ha recordado a la película La vida de los otros y, sobre todo, a la primera novela de Ian McEwan, El inocente.
Trazos en falso de Javier Tortosa me lo envío una pequeña editorial de Murcia, Boris Ediciones. Albert Lea es un pueblo del medio oeste de Estados Unidos al que Tortosa nos lleva con sus relatos pero en el que todos hemos estado antes si hemos leído a Steinbeck, a Ford, a Carver o a Lucia Berlín. La gente que nos presenta Tortosa también nos recuerdan a otra gente que ya hemos conocido y los problemas que tienen, las cosas que piensan, lo desamparados que se sienten también nos suena porque son problemas universales. Tortosa tiene un estilo muy peculiar. Cortante es la palabra que mejor lo define. Al principio cuesta entrar en su ritmo de pasos cortos y puntas afiladas pero una vez que te haces la lectura es interesante y algunos de los relatos los he disfrutado muchísimo. La fórmula funciona al principio pero luego se vuelve repetitiva, es inevitable tener la sensación de que estás leyendo en círculos, y lo que al principio te ha enganchado y sorprendido, acaba resultando repetitivo y sonando un poco artificial. Dejas de creértelo.
«Lo comprendió al minuto uno. Que incluso las cosas que no suceden acaban dejando huella. Y no es cuestión de distraer la mirada. Ni rellenar espacios vacíos. Hay que aprender a vivir con ello. Porque lo más duro de perder algo no es sentir su ausencia. Lo peor, lo más triste, es tener la sensación de que pudo haber sido».
Harriet de Elizabet Jenkins ha sido la sorpresa del mes. Alba Editorial en su colección Rara Avis publica eso, cosas raras de autores muertos y, por lo que he visto este año, la mayoría son mujeres. Esta novela fue publicada en 1934 y fue un super éxito de ventas. Cuenta una historia real, basada en acontecimientos que ocurrieron en realidad en 1877. El argumento es tan increíble y cuenta con todos los elementos de una mala tv movie de sobremesa pero Jenkins la cuenta de manera magistral, dotando a todos los personajes de una profundidad increíble. Es una historia de maldad, de avaricia, de abusos, de crueldad extrema pero lo terrorífico es que es una maldad llevada a cabo por gente normal, por personas que se construyen una realidad paralela, una moralidad a medida en la que sus terribles actos son perfectamente justos. Como dice Rachel Cook en el prólogo «Harriet es una novela en la que las personas se alejan de la verdad con la misma facilidad con la que corren una cortina para que el viento no entre por la ventana...»
Y todos conocemos a alguien así:
«Le gustaba llevarse bien con los demás, es decir, sentirse admirado, y a pesar de que tenía la crueldad de una víbora, era capaz de ofenderse por cualquier menudencia, como un niño al que nadie comprende».
La librería de Penelope Fitzgerald. Este libro me llegó por un regalo de trabajo, próximamente se estrenara la película que Isabel Coixet ha hecho sobre esta historia. Esta novela se define exactamente igual que la autora da de la protagonista:
«Era pequeña de aspecto, delgada y huesuda, un poco insignificante vista desde delante y completamente insignificante por detrás»
Lo mejor de esta novela es la ilustración de la portada y que se lee resbalando la vista por las páginas.
Y con esto, un bizcocho y el medio libro que llevo ya de Un continente salvaje, Europa después de la II Guerra Mundial, hasta los encadenados de agosto.