Libro de familia fue un regalo de mi hija María por mi cumpleaños. No lo eligió ella pero eso no importa; es un regalo de una hija a su madre, dato este que tampoco importa nada. En este libro autobiográfico Galder Reguera cuenta la historia de su madre, de su familia. No destripo nada al que no lo haya leído si cuento que el día que su madre le comunicó a su padre por teléfono que estaba embarazada de lo que luego sería Galder el padre murió en un accidente de coche. Era 31 de diciembre de 1974 y Galder nació en agosto de 1975. Entre otras muchas cosas que no me interesa comentar ahora, Galder habla de su incapacidad para comprender por qué la familia de su padre pasó de ellos tras su muerte. No tuvo contacto con ellos durante 32 años y cuando hubo alguno esporádico siempre fue desagradable. Incluso escribiendo el libro la situación es más o menos así. Él se pregunta cómo es posible, por qué son así.
Y esta parte me ha recordado a mi relación con mi familia paterna. Inexistente. Sé que existen, de hecho tienen una casa muy cerca de la nuestra y cuando paso por delante de su jardín veo a mis primos charlando en el porche. Antes veía a mis tíos y a mi abuela pero murieron hace años. Nadie nos avisó de sus muertes pero nos echaron en cara no haber estado aunque, cuando murió mi abuela, mi tía me dijo: “no os hemos avisado porque no sois de la misma sangre”. Ajá. Que yo sepa mi padre era su hermano, hijo de mi abuela, pero ese día, en aquella llamada le dije: “¿Qué te crees? ¿De la Mafia? No puedes ser más ruin”. Y colgué. Nunca más. Esa tía, y su marido, estuvieron sentados en la mesa de honor en mi boda y cuando lo pienso ahora (bueno, ahora no lo pienso porque es como si no existieran; de hecho no existen) creo que durante mi infancia y juventud, mi madre se pasó la vida intentando que la familia de mi padre la quisiera, la aceptara, la admitiera. Yo por entonces no lo veía, claro. Adoraba a mi abuela que me hacía montañas de patatas fritas, cocinaba maravillosamente bien, me regalaba cosas, me daba dinero y parecía quererme. No fue hasta muchos años después cuando fui consciente de los desplantes, los rechazos, la mala educación. Mi padre sí debió verlo, por supuesto. Siempre me llamó la atención que prefiriera estar con todos los hermanos de mi madre que con los suyos propios. Cualquier fiesta u ocasión prefería celebrarla con su familia política. Con la suya siempre era algo mínimo y ahora sé que era por compromiso. Cuando murió mi padre seguimos esforzándonos para no perder el contacto, para seguir unidos a esa "familia". Nos costaba, pero ahí estábamos: los invité a mi boda, los senté en mi mesa, cuando nació María me acercaba a su casa con el bebé, me esforcé hasta que un día se acabó.
Recuerdo el día. Fui con mi madre a la residencia donde estaba mi abuela. Llevábamos a María que debía de tener un año más o menos. María tiene los ojos azules de mi padre. Mi abuela, perfectamente lúcida y con toda la mala leche que con los años es capaz de saltar cualquier muro de contención, acusó a mi madre de ser la culpable de la muerte de mi padre y empezó a decir todo tipo de crueldades. Me puse de pie (no la pegué de milagro), cogí a María y le dije a mi abuela: “mira a tu bisnieta porque es la última vez que vas a verla”. Arrastré a mi madre, que no paraba de llorar, y nos marchamos.
Nunca más.
Mi madre no es tan radical como yo ni mucho menos. Ella siguió llamando a mis tíos, interesándose por ellos, manteniendo el contacto. Un buen día, un par de años después, el día de su cumpleaños (aniversario de la muerte de mi padre) la llamaron porque tenía que firmar unos papeles de algo. En la conversación, mi madre preguntó por mi abuela y le dijeron: “Ah, se murió hace 4 meses, no os avisamos porque no sabíamos si os iba a importar”. La calaña de gente que te llama para que firmes papeles que les interesa pero no para decirte que la abuela de tus cuatro hijos ha muerto.
Me llamó llorando y yo llamé a mi tía. «No eres sangre de la sangre». Lo pienso y me hierve esa misma sangre que no compartía con ella en su versión. Luego se murió esa tía y su marido (mi padrino de boda) y el otro hermano de mi padre y su mujer... nunca nos avisaron. Del hermano de mi padre sí nos enteramos porque vimos la ambulancia en la puerta de su casa y mi madre se empeñó en subir a ver qué había pasado. Nos recibieron como si fuéramos los del gas. Preguntamos por el tanatorio y nos dijeron: «no hace falta que vengáis». Con todo esto quiero contar que sí, que se puede tener una familia que no quiere nada contigo. Que puede machacarte, insultarte, despreciarte hasta que tienes que marchar por tu propia dignidad. ¿Por qué le decimos a alguien que no aguante a una pareja que la trata mal y con la familia siempre es "es que son familia"? Yo no tengo familia paterna. Me importan un pimiento. Los que quedan vivos, mis primos, siguen haciéndole feos a mi madre que sigue, como la madre de Galder, disculpándoles. De mi boca pueden salir los peores improperios sobre ellos; de la de mi madre, nunca.
Ahora entiendo a mi padre. Tenía una familia de mierda y encontró en la de mi madre a gente maravillosa que lo quiso como no lo querían ni su madre ni sus hermanos, gente que le trataba bien, que quería a sus hijos, gente generosa que no le hacía desprecios ni le dejaba de lado. Gente que lloró en su entierro como no lloró su familia. Gente que todavía, ahora, le recuerdan en el chat familiar y en las conversaciones. No hay que empeñarse en seguir al lado del que no te quiere. No hay que perder ni un segundo pensando en por qué no te quiere. No hay que desesperarse pensando en por qué no se molesta en conocerte y saber que no tienes nada contra él. No merece la pena. No hay tiempo. No hay que ponerse a su altura. No todos somos buenos, hay gente muy ruin y miserable y pueden ser tu familia por apellido pero nada más.
No merece la pena.
PS: en la foto, mi padre es el que está encima del burro. El señor con la escopeta es mi abuelo Gonzalo que murió poco después cuando mi padre tenía 14 años. Me hubiera gustado conocerle.
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