Todavía no estoy de vacaciones. Me queda una semana de trabajo y estoy exhausta. Las semanas duran al mismo tiempo una década y un parpadeo. Siempre es lunes y, de repente, es un sábado cuyas horas intento estirar al máximo para que, por lo menos, duren un día. Un día en el que puedo dedicarme a creer que no tengo obligaciones.
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Brujuleando por internet llegué a un estudio que han hecho en Harvard para saber qué factores determinan que vivas más o menos y el nivel de satisfacción con tu vida. Los estadounidenses tienen muchas cosas malas pero una buena que tienen, sin duda, es la apuesta por investigaciones a largo plazo que se financian durante años. En este caso eligieron en 1938 a un grupo de 268 estudiantes de Harvard (lo sé: empezaron mal porque, claro, esos ya eran ricos y con la vida resuelta) y los han seguido durante toda su vida. Ahora mismo quedan vivos 19 octogenarios y muchos de sus hijos que se añadieron más adelante al estudio. La conclusión es tan obvia que hace que me admire aún más el hecho de que hayan encontrado financiación durante casi cien años: vives más si tienes unas buenas relaciones de pareja, familiares y de amistad. Sorpresón, ¿eh? Resulta que lo satisfecho que estés con tu vida de pareja, con los amigos que tienes y con tu familia pesa más en la longevidad que los genes o el hecho de tener familiares que hayan sido muy longevos.
Cuando uno lee estas noticias es inevitable pensar: ¿Seré yo? ¿Seré yo una de esas personas con relaciones personales satisfactorias que me aseguren una vida larga y agradable? ¿Seré yo? También es inevitable mirar a los demás y pensar «Menganito sí es una de esas personas» o «Fulanito y Zutanita son una pareja increíble, se complementan perfectamente y seguro que llegan a los cien años juntos». Por supuesto, no tenemos ni idea, nunca sabemos como los demás están de satisfechos con sus vidas o sus relaciones. Ni los demás lo saben de nosotros. No sé, creo que en el hecho de vivir muchos años y ser querido y querer hay más suerte que ciencia.
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Hay muchísima gente que no cree que haya malas personas. Es esa gente que siempre te dice: «bueno, a ver, a lo mejor no le estamos entendiendo o no lo ha hecho con mala intención». Yo no soy esa gente y, de hecho, ese pensamiento me parece de un buenismo rayano en la estupidez. Iba a escribir que esa idea me parece infantil, pero es que hasta los niños dicen de alguien que «es malo». Al igual que creo que hay malas personas opino que las hay buenas y sé con seguridad que nunca nadie dirá de mí: «¿Ana? Buenísima persona». ¿Soy mala? Pues si visualizamos la bondad a la derecha del todo en un eje horizontal y la maldad en el extremo izquierdo de ese mismo eje... yo ni siquiera estaría en el centro. En estado natural, basal, creo que me escoraría ligerisimamente a la izquierda, hacia la maldad. Por supuesto, eso no quiere decir que me pase el día planeando la destrucción del mundo, ni mucho menos. La educación y el pensamiento están para controlar esos instintos y moverme hacia el lado derecho del eje. Resumiendo, situación vital: nadando siempre hacia la bondad siendo mala de pensamiento y, alguna vez, de acción. Dicho esto, conozco buenas personas. De hecho tengo varios amigos cuya primera definición sería: es una buena persona. Y tengo otro amigo que está convencido de ser el tío más encantador y bueno del planeta porque no puede soportar la simple idea de que alguien piense mal de él. ¿Es bueno? Sí. ¿Es tan bueno como él se cree? Ni muchísimo menos. Me he enredado en esta idea de la bondad y la maldad, pero es que es un ovillo complejo. ¿La gente considerada buena lo es por convicción, por instinto o porque no soporta el conflicto? Está claro que la gente mala tolera el conflicto sin problemas, vive perfectamente sabiéndose odiada y esa animadversión no les supone ningún trauma. ¿Es esto una señal de autoestima mayor entre la gente malvada que entre la gente bondadosa? No sé. ¿Todos nos consideramos buenos por defecto? Yo no, ya lo he confesado. Y que conste que no es una confesión que me haga feliz, pero es así. Digamos que soy una persona regular con mis momentos de tocar el cielo y mis momentos de vivir aferrada a un lanzallamas.
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No sé cómo llegué a suscribirme a la newsletter de The New York Times que se llama Well y que está dedicada a dar consejos para eso, para vivir mejor. A veces lo que cuentan no me interesa nada pero, por ejemplo, el año pasado dieron una serie de indicaciones para mejorar tus relaciones personales. Bueno, no era para mejorarlas sino para que las que ya tienes se conserven y fortalezcan. Decían, por ejemplo, que ahora que nadie quiere hablar por teléfono porque a todos nos da una pereza infinita (y, si lo pensamos, nos limitamos a hablar por teléfono con nuestras madres y por trabajo; es decir, por obligación) tenemos que pensar en recuperar la conversación telefónica con amigos. Lo sé, uno piensa: «buah qué gilipollez», pero no lo es. Si te paras a pensarlo, cuando mandas un mensaje o un email vas directo a lo que quieres contar, pedir o agradecer. No hay espacio para la espontaneidad ni la sorpresa. Sin embargo, en una conversación telefónica el hilo se bifurca, se enreda y se pierde. ¿Cuántas veces, después de hablar con alguien por teléfono, has pensado: «joder, se me ha olvidado decirle no sé qué»? El consejo que daban en la newsletter era quedar con un amigo para hablar por teléfono 8 minutos. Algo como: «Oye, ¿tienes ahora 8 minutos para charlar?». Hacerlo y repetirlo cuando se quiera. Así recuperas el contacto verbal, sabes el tiempo que te va a llevar y lo conviertes en una cita más o menos recurrente que estarás esperando. Lo sé, lo sé: suena regular pero, en serio, es buena idea. En esa newsletter también aprendí otra cosa pero no la voy a contar hoy, a ver si esto va a parecer algo escrito por una buena persona.
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Ayer me derrumbé en el sofá con el firme propósito de tragarme «lo que echaran». Nada de elegir, nada de brujulear buscando algo en una plataforma, algo «que hay que ver». Me paseé por el universo televisivo y me encontré con El príncipe de las mareas. ¿Cómo debe ser para Nick Nolte verse en esa foto y saber que en esa película tocó el techo de guapura para toda su vida? Se verá y pensará: «Ahí toqué techo y luego ya caída libre». Es una película tristísima y muy bonita. Si consigues abstraerte de las uñas imposibles de la Streisand y de sus continuas dudas capilares entre dejarse llevar por los rizos o plancharse el pelo como una geisha, es una historia de amor preciosa con un final trágico como todas las grandes historias de amor. Él se va y además le dice que no es que a su mujer la quiera más, es que hace la quiere desde hace más tiempo. Una excusa terrorífica, es decirle a alguien: es que llegaste tarde. Él vuelve con su mujer y con sus tres hijas, agradecidísimo de que la Streisand le haya arreglado la crisis de la mediana edad que llevaba encima con sus traumas y todo. ¿Y qué pasa con ella? Pues no lo sabemos, pero es de suponer que se queda destrozada. No sé yo si el «le arreglé la cabecita a éste» será mucho consuelo. El mérito de la película es que, siendo una película de infidelidades, nadie se enfada con nadie y todo el mundo es muy comprensivo. Todos son buenos (menos el marido de la Streisand que, además de malo, es un cretino).
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Turbón y Tuca se están apagando poco a poco. Han sido unos buenos perros, unos perros “buena persona” y han vivido rodeado de relaciones de cariño: así han llegado a los once años y medio.
Los vamos a echar tanto de menos cuando se apaguen del todo.
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