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viernes, 26 de agosto de 2016

Apuntes alsacianos: el vestido blanco

En un impulso, en el último momento, lo metió en la maleta. Probablemente no podría usarlo pero se quedó más tranquila al saber que lo llevaba con ella. 

Lo había comprado justo tres años antes, en el primero de aquellos viajes a Francia. Paseaban por Toulouse y entraron en una tienda "Vintage" a curiosear. Había de todo: gorras de marinero, zapatos abotinados de mujer como los de Mary Poppins, delantales como los de Julie Trinos, chupas de cuero al estilo Grease, maletas de cuero de viejos comerciantes, chapas de antiguos clubs, mecheros de propaganda, carteles, discos... y un perchero con vestidos. Miró por encima, más por entretenerse que por verdadero interés. Uno, otro, demasiado color, demasiado ancho, demasiado elegante, demasiado estrecho, demasiado largo, demasiado soso, demasiado escotado, demasiado de monja, demasiado ceñido, demasiado ridículo, demasiados lunares, demasiadas flores, demasiadas cremalleras, demasiado suave, demasiado absurdo, demasiado serio... ¿y este? Casi al final del perchero colgaba aquel vestido. Era sencillo, no era demasiado nada, y era demasiado todo para ella. Un vestido blanco con tirantes anchos, cuello redondo y mucho vuelo. De tela dura, casi rígida, no tiene ni idea de cómo se llama. Aquel vestido la llamó, lo descolgó de la percha y se miró al espejo con él superpuesto sobre los vaqueros y la camiseta. "Seguro que me está pequeño" pensó, "seguro que no entro". 

-Pruébatelo. Es bonito. 

Y se lo probó. Lo hizo para quitarse la duda, por no salir de la tienda y pasarse todo el día pensando ¿y si me hubiera quedado bien? Se lo probó para poder decir "Ajá, lo sabía, yo no soy chica para esos vestidos". 

Pero sí lo era. Una vez más se pasó de lista y el vestido le entró como un guante. Resultó ser la chica para aquel vestido. 

-Te queda perfecto, cómpratelo. 

Y se lo compró. En aquel viaje se lo puso el día que visitaron las cuevas de Lascaux y un par de castillos a orillas del Dordoña. Se sintió especial, sabía que era una tontería pero se sintió mejor, más contenta. Posó bailando, posó haciendo el tonto. Sonriente y feliz. ¿De quién habría sido aquel vestido? No tenía ni una sola etiqueta, nada que pudiera darle una pista. Era blanco y crujiente y cómodo y "de princesa". Y así se sentía ella, absurdamente principesca.  

Aquel año volvió a ponérselo para cenar en San Sebastián, una noche de septiembre calurosa y sin lluvia. Después, lo guardó en el armario pensando que era su vestido favorito y que lo guardaría para siempre aunque jamás volviera a ponérselo. 

Pasó un año entero, un año espantoso y horrible en el que no salió de sus vaqueros más viejos y sus sudaderas mugrientas. Un año de camisetas, camisas viejas, botas y jerseys de "no estoy, no me veis" pero para cuando volvió el calor y tocó sacar la ropa de verano se sentía mejor, mucho mejor. Y allí estaba el vestido, esperándola. Aquel segundo verano volvió a ponérselo en Francia, en Avignon, para visitar palacios y castillos y sentirse completamente feliz en el Puente de Avignon. 

Este año pensó que no iba a poderse poner aquel vestido. Lo sacó del armario, lo plancho y se lo puso un día para estar en casa, para comprobar que le seguía estando perfecto. Volvió a guardarlo pensando que este año no podría ponérselo; en su vida diaria no cabía aquel vestido y en su viaje a Francia de aquel año todo el mundo le había dicho "En Alsacia a partir del 20 de agosto, es otoño".  

Pero en el último momento lo metió en la maleta con los vaqueros y las camisetas. Inmediatamente se sintió mejor, a lo mejor no se lo ponía pero era su vestido, el vestido de sentirse princesa en esos viajes en los que no era la madre de nadie, ni trabajaba para nadie, ni tenía ninguna responsabilidad más allá de ser ella. "Por si acaso" pensó.  

Y por una vez en la vida el "por si acaso" funcionó. Estrasburgo fue el escenario para su vestido aquel año. Se paseó por sus calles, por los canales, montó en barco, hizo el payaso en la catedral y paseó por un antiguo palacio reconvertido en museo. Volvió a sentirse princesa y absurdamente feliz con su vestido blanco de vuelo que le daba ganas de bailar.  

Es curioso como algunas cosas intrascendentes y banales tienen una historia. 


domingo, 21 de agosto de 2016

Apuntes alsacianos: esperando el tren en Basilea

Le Bistrot de la Banhof de Basel me hace pensar en bailes de puesta de largo y en Klimt. Da igual que nunca se hayan celebrado bailes aquí y que Klimt jamás pisara esta estación; sus dimensiones, las molduras, el color amarillo vainilla de las paredes, los camareros uniformados y el espejo del fondo de la sala que baña toda la sala con una luz dorada me hacen pensar en salas de baile de mansiones que jamás he pisado y en escribir en carnets de bailes el nombre de pretendientes que nunca tendré. 

Pedimos un chocolate caliente soñando con un gran tazón de chocolate espeso, que casi haya que remover con un escoplo y nos encontramos con una taza de leche caliente con un sucedáneo suizo de nesquick. Ni siquiera me deja bigotes cuando lo bebo intentando entrar en calor después de la lluvia que me ha empapado en el paseo desde el museo. 

Observo las pocas mesas ocupadas además de la nuestra. Un grupo de amigos a los que enseguida llamo "los parchís" porque llevan camisetas de colores, parecen estar disfrutando de una cena de esas de "a pesar de todo seguimos siendo amigos" que irán seguidas de pensamientos del tipo "es la última vez que salgo a cenar con ellos" cuando se despidan para irse a casa. Parecen compartir recuerdos en cada brindis con sus jarras de cervezas y despedidas sin pronunciar cada vez que bajan las miradas.  En otra mesa hay una pareja que cena con el paraguas abierto encima de la mesa casi como si fuera un amigo más o parte de su relación. Fantaseo con la idea de que quizás se conocieron gracias a un paraguas, una tarde de lluvia en la que ambos perdieron un tren y esta cena tan extraña es un homenaje a ese día. Tenía que haberme comprado el paraguas multicolor del que me he enamorado en la tienda del Kunstmuseum, la primera vez en mi vida que me enamoro de un paraguas y lo dejo ir para darme cuenta a los 10 minutos de cuánto lo necesitaba. Garabateo "historias de amor con paraguas" en mi cuaderno con el lápiz que sí me he comprado en el museo. 

Recorro con la vista la sala, sin pensar en nada. Basilea es sobria, elegante, seria. Una ciudad en la que yo me sentiría excesiva en todo momento, fuera de lugar. Basilea es como ese hombre serio que intenta divertirse porque cree que eso le hará más simpático, que eso es lo que hay que hacer, pero que no consigue nunca relajarse del todo, encontrar la diversión,  disfrutar y ser espontáneo. Basilea es consciente de sí misma cada segundo y en cada una de sus preciosas calles. 

Murmullo de conversaciones en alemán que no entiendo, ruido de cubiertos, luz de vainilla y chocolate caliente haciendo su efecto... me estoy amodorrando. 

Así es imposible escribir nada.