lunes, 13 de mayo de 2024

¡Oh, vocación, tu vocación!

En Astérix y los Normandos, uno de los mejores tebeos de la colección, una expedición de normandos llega a unas playas de la Galia cercanas a «la irreductible aldea gala» porque quieren conocer lo que es el miedo. Allí se encuentran con Astérix y Obélix, que no son para nada gente miedosa y que no saben muy bien qué hacer con ellos. La frase más célebre de todo el tebeo es «hazme miedo», porque los normandos quieren que alguien les asuste, conocer el miedo, saber cómo se siente. 


Me acordé de este tebeo esta semana al leer una entrevista a Trinidad Piriz, jefa de Podium Chile, que cuenta cómo en un determinado momento de su vida pensó: «yo quiero hacer esto. Yo puedo hacer esto perfectamente». A los dos días leí un perfil del director de cine coreano Park Chan-wook en el que contaba cómo al asistir, cuando era joven, a una proyección de Vértigo, de Hitchcock, al ver la escena en la que James Stewart conduce lentamente detrás de Kim Novak por San Francisco, sintió que la imagen trascendía la película y que no estaba viendo una película, estaba viviendo el sueño de Hitchcock y se dio cuenta de que quería ser director de cine.


Estas dos ideas clarísimas, estas dos certezas tan absolutas sobre lo que querían hacer con sus vidas, me sorprendieron. Pensé en las personas que, a mi alrededor, han tenido ese fogonazo de clarividencia con respecto a un propósito vital, han sentido una vocación.   


Yo no sé qué es la vocación. 


En Astérix y los Normandos, como he dicho antes, el gag recurrente es que los normandos, que presumen de aguerridos luchadores, de fieros guerreros, quieren saber qué es el miedo, cómo se siente. «Haznos miedo, haznos miedo». A estas alturas de mi vida yo no quiero que nadie me haga sentir una vocación, no vaya a ser que me dé por meterme a monja o dedicarme al cultivo de la baba de caracol; pero es un fenómeno, el de la vocación, que me resulta muy inquietante. Inquietante no porque me genere rechazo sino porque me encantaría saber cómo se siente: «hazme una vocación».


Como buena alumna de colegio de monjas en los años 80, mi primer contacto con la vocación fue en el campo religioso. Enriqueta Aymer de La Chevalerie, fundadora de la congregación de las monjas de mi colegio, aparte de ser buenísima y listísima y todos los ísimas que se puedan imaginar y además de esconder a un cura debajo del piano de su casa de burguesa durante la Revolución Francesa, sintió una vocación y se hizo monja. A mí aquello me intrigaba muchísimo: ¿Cómo se sentía una vocación? Fantaseaba con que un buen día, yendo por la calle, o mientras estaba en la cama, de repente sintiera una revelación, que un pensamiento fulminante me llegara y pensara: «tengo que ser monja, ése es mi futuro, mi propósito en la vida». Tenía épocas de rastrearme continuamente por si acaso el rayo fulminante había llegado y yo había estado entretenida con mi vida y se me había pasado y tenía otras épocas en las que decía:« casi que yo paso de que me llegue esa vocación porque lo de ser monja no me apetece mucho». A esta vocación de monja se sumó luego la idea de que el funcionamiento de ser cura era más o menos igual, tú no tenías elección. Si te llegaba la vocación, a la sotana directo. 


Mi madre contribuyó también a mi berenjenal mental porque me vendió la moto de que cuando conocías al hombre de tu vida una certeza absoluta te invadía sin dejar ni el más mínimo espacio para la duda: sabías que era el hombre de tu vida y que te querías casar con él. Sé lo idiota que suena esto ahora, pero si te lo cuentan así cuando tienes 12 años en 1985 pues te lo crees. 


La cuestión es que me pasé mi niñez, adolescencia y juventud buscando ese relámpago de consciencia que iluminara el camino de mi futuro de una manera clara. Un relámpago que, por una parte, constituyera una obligación que tendría que cumplir pero, al mismo tiempo, me liberara de tener que decidir: si el luminoso decía que era por ahí, pues era por ahí. 



«Hazme una vocación». 


Tengo amigos que en su día sintieron una vocación clarísima de ser profesores, médicos o toreros. Conozco gente que en algún momento de su vida, como Trini o Park Chan-wook, supieron claramente a qué quería dedicarse el resto de su vida. Tengo un amigo que ya en el instituto, desde tercero de BUP, tenía la determinación de ser escritor. No tengo ninguna amiga monja, pero he tenido el suficiente contacto con monjas para saber que hay gente que cree que ése es su lugar en la vida. Todos ellos lo sabían con una certeza absoluta, no podían dedicarse a otra cosa, hacer algo distinto, trabajar en otra actividad. Vivo ahora rodeada de periodistas, de todas la calañas, pero algunos de ellos lo son con auténtica vocación y devoción. A veces, y sé que está mal por mi parte, me mofo de ellos porque me parece un poco ridículo esa idea casi mesiánica que verbalizan en alto, pero si supero esa burla inmerecida me admira ver cómo se puede sentir ese aprecio casi corporal y espiritual con tu actividad profesional. «Yo es que soy periodista». También tengo amigos a los que la vida real les ha roto en añicos su vocación. Amigos médicos y amigos profesores que siempre supieron que querían dedicarse a la medicina o la enseñanza, que se han dejado la piel, las fuerzas y las ganas para conseguirlo y trabajar en ello y, ahora, me parte el corazón verlos sufrir, replantearse si se equivocaron, si no valen, y acompañarlos mientras deciden si ese desgarro en su vocación podrá ser remendado o si abandonan.  


«Hazme una vocación»


Llevo días dándole vueltas. Durante mis paseos por la montaña he escaneado mi vida intentando encontrar un momento de inspiración, de claridad de objetivos o de planes. Y puedo afirmar que yo nunca he tenido vocación de nada. Durante mi infancia hubo unos años en los que fantaseé con ser arqueóloga, pero aquel interés bastante superfluo y poco concreto no podría calificarse de ninguna manera como una vocación. Estudié Geografía e Historia porque, de todas las asignaturas de COU, Historia del Arte era lo que más me gustaba, pero nunca quise ser ni profesora ni investigadora. Empecé a trabajar en televisión porque me surgió la oportunidad, pero sé que si me hubieran llamado para trabajar en una editorial, una consultoría o cualquier otra cosa hubiera dicho que sí. Ni siquiera tuve nunca vocación de ser madre: me pasé toda mi infancia y juventud diciendo que yo nunca tendría hijos. Luego me decidí porque pensé que era el momento, que tenía 30 años, casa y marido y que si lo dejaba mucho más iba a ser muy vieja para tener hijos. Sé lo idiota que suena esto ahora, pero en 2003 con 30 años, así lo sentía. Tampoco quise nunca ser escritora o escribir: comencé a escribir porque me aburría en el trabajo. Ahora trabajo en algo que me encanta y a lo que llegué a base de escuchar mucho y dar una turra infinita en redes. Nada de lo que he hecho en la vida ha surgido de un impulso cristalino, ni de una claridad mental sin fisuras, nunca he sentido nada ni remotamente parecido a una vocación. O eso creo, porque no sé cómo se siente eso.  


Cuando le daba vueltas a esto pensaba en la fe, en cómo yo me pasé 18 años fingiendo que tenía fe porque era lo que vivía a mi alrededor, porque era lo que tenía que hacer, porque, bueno, a lo mejor la fe consistía en esto, en fingir que te creías lo que te contaban, que había un Dios, un cielo, un infierno, que ser bueno tendría premio y ser malo un castigo. Supongo que lo fingí esperando que se convirtiera en verdad, que alguna vez se convirtiera en algo que no me requería esfuerzo porque estaba ahí. Eso nunca pasó, claro. Me cansé de fingir y a otra cosa mariposa y tan feliz pero me intriga la gente que cree con certeza absoluta. Me pregunto cómo se siente eso. 


No sé qué pretendo con esta reflexión. Creo que sencillamente me apetecía dejar por escrito esta certeza, la de que hay cosas en la vida que les ocurren a otros y que yo nunca sabré cómo se sienten, cómo se saben. 


¿Tener vocación de jubilada cuenta? 





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