lunes, 31 de diciembre de 2018

Lecturas encadenadas. Diciembre

Termino el año como Beth, con una salud frágil que me tiene debilitada y sin posibilidad de mucha actividad. La parte mala es que es un asco, la buena que he tenido mucho tiempo para leer y la peor que me va a costar la vida escribir este último post del año pero el deber es el deber y el blog no se escribe solo.

Al lío.

«No me des las gracias todavía, ya me las darás por descubrirte a la escritora de tu vida. Lee a Lorrie Moore» Cuando te mandan este mensaje acompañando un libro, es evidente que tienes que leer ese libro para poder decirle al listillo de turno: «pues no ha sido para tanto». El problema es que Birds of America de Lorrie Moore sí fue para tanto. (Lo he leído en inglés)

No conocía a Moore de nada y no la busqué ni investigué sobre ella antes de ponerme a leer sus relatos. No lo hago nunca, no me gusta saber nada de los autores antes de leerlos. Me da igual quién sean, qué hacen, no me importa un pimiento su vida, solo quiero conocerlos por lo que escriben. Me sumergí en Moore sin tener ni idea y me encontré con unos relatos sorprendentes, inesperados, unos relatos que pasados casi un mes desde su lectura sigo recordando de principio a fin. Algunos de ellos me recordaron a los de Lucia Berlin aunque los de Berlin eran más excéntricos, más al límite mientras que los de Moore son más cotidianos, más del día a día, más el relato que podrías protagonizar tú con tu vida. Moore no cuenta lo que pasa, que suele ser nada, sino lo que piensan, sienten y recorre la piel de los personajes. Todos los relatos tratan sobre la extrañeza que supone vivir, la perplejidad que experimentamos cada día al ser conscientes de como nos sentimos ante lo que nos ocurre en el día a día, ya sea una relación amorosa, un viaje, una reunión familiar, una enfermera, la muerte de una mascota, un fracaso laboral. Moore nos cuenta que sentimos cuando nos paramos a pensar lo increíble y frágil que es el equilibrio en el que vivimos.

En Birds of America se recogen once relatos y todos son excepcionales. El penúltimo, “People Like That Are the Only People Here: Canonical Babbling in Peed Onk" es un relato espectacular sobre la enfermedad de un bebé y la manera en que los padres se enfrentan a esa enfermedad. No hay melodrama, ni sensiblería, ni tragedia. No va de dar pena, ni de buscar la lágrima fácil, va de como seguir en pie cuando todo se tambalea, cuando te quedas sin suelo.  
    «Lo que hace la gente por allí es salir adelante. Hay una especie de valentía en sus vidas que en absoluto es valentía. Es algo automático, inquebrantable, una mezcla de hombre y máquina, una obligación incuestionable y absorbente que se encuentra con la enfermedad, movimiento a movimiento, en un ajedrez gigante en que cada vez que uno mueve, el otro también lo hace: un asalto sin fin de algo que se parece a boxear con un adversario imaginario, aunque entre el amor y la muerte, ¿qué es lo imaginario? «Todo el mundo nos admira por nuestra valentía —dice un hombre—, no tienen idea de lo que están diciendo.»       «Podría salir de aquí —piensa la Madre—. Podría coger un autobús e irme, y nunca volver. Cambiarme de nombre. Como el asunto de la protección de testigos.»       —La valentía requiere opciones —añade el hombre».       Eso sería mejor para el Bebé.       —Hay opciones —dice una mujer con una cinta de ante en el pelo—. Podrías tirar la toalla. Podrías irte a pique.       —No, no puedes. Nadie lo hace. Nunca lo he visto —dice el hombre—. Bueno, nadie se va a pique del todo»



El comic del mes ha sido Los puentes de Moscú de Alfonso Zapico, prestado por mi hermano Gonzalo. Zapico reúne a Fermín Muguruza y Eduardo Madina para hablar de la "situación", para tratar de tender puentes entre las dos orillas de una historia en la que los de un lado mataban a los del otro.  Este encuentro, en el que él aparece también como protagonista, ocurre en la segunda parte del libro y hasta ese momento, Zapico nos va contando la historia de Madina y Muguruza. Me gusta mucho la idea, la manera aparecer como un personaje más que va construyendo la narración, la cotidianeidad de los encuentros y el dibujo de Zapico me encanta, pero se me queda cortísimo en el enfoque. Me parece que le falta profundidad, que se queda muy muy en la superficie de un problema muy grave y muy complejo en el que he tenido la sensación de que Muguruza tiene un protagonismo mucho más importante que Madina, quedando el relato (pretendidamente equidistante) un poco cojo. Terminé de leerlo y me quedé con un regusto un poco raro, me sentí un poco desencantada. 



A cielo abierto de Joao Gilberto Noll. La frase «Te regalo este libro porque me lo he comprado y al llegar a casa me he dado cuenta de que ya lo tenía» quizás no es la mejor para regalar un libro pero ¡ey! yo nunca digo que no a un libro aunque sea tan rarísimo como éste. 

Cesar Aira dice de Noll que es el mejor escritor vivo. Yo no sé si es el mejor pero sí sé que es de los más extraños. Su manera de escribir, de contar, es tan extraña que me ha provocado el efecto Delillo, es uno de esos autores que me producen la sensación de no ser lo suficientemente inteligente para leerlos, para entenderlos. Me ocurrió lo mismo con Lawrence Durrell y El Cuarteto de Alejandría cuando tenía diecinueve años. Veinte años después lo releí y se abrió ante mí y me deslumbró por completo, lo ví cristalino. Lo malo de Noll es que no sé si dentro de veinte años estaré para releerlo. 

En A cielo abierto, un narrador del que desconocemos su nombre sale de casa con su hermano pequeño para ir a buscar a su padre, un general, al campo de batalla. Necesitan dinero para pagar al médico que debe curar al hermano que está gravemente enfermo. Hasta la llegada al frente atravesando campos inhóspitos y hostiles, la historia me recordó a Jesús Carrasco y su Intemperie. Al llegar al frente el muchacho es alistado a la fuerza y de ahí acaba desertado convirtiéndose en un fugitivo que huye y del que el lector no tiene muy claro si lo que le pasa es real o un sueño. A partir de aquí todo se vuelve muy onírico, muy irreal, la narración se vuelve extraña, como una alucinación o un delirio febril. En esta segunda parte recordé las cartas entre Anais Nin y Henry Miller por la presencia constante del sexo tanto practicado como pensado y deseado. La última parte, como prisionero en un barco, me recordó a El corazón de las tinieblas y Motín a bordo. En resumen, un libro extrañísimo del que salí casi con resaca. 

Justo antes de empezar mi convalecencia empecé los Diarios de Iñaki Uriarte que llevaban años en mi lista de pendientes. Iñaki Uriarte es un tipo curioso. Nació en Nueva York, es de San Sebastián y vive en Bilbao. No ha trabajado nunca en su vida y adora Benidorm. Adora los gatos o, mejor dicho, adora a su gato y lee a Montesquieu con devoción, dedicación y prodigiosa memoria. Sus diarios, los publicados, recogen sus anotaciones desde 1999 hasta 2008 y recogen anécdotas, pensamientos, citas de lecturas, recuerdos de infancia, de adolescencia, nostalgia por un pasado que no ya no existe y alegría por el pasado que continua siendo presente.  Uriarte reflexiona sobre todo y mucho sobre escribir, sobre él como escritor o como no escritor. Lo que hace parece fácil, tan fácil que piensas «Yo podría hacer esto» pero no es verdad, ahí está la dificultad: en elegir lo que escribes y en la manera de destilarlo. Me identifico muchísimo con esto:

«Huyo de desarrollar las ideas. Como si tuviera miedo, impaciencia, pereza, incapacidad para la lentitud. Sólo es falta de talento. No sé quién ha dicho que escribir es hablar sin ser interrumpido. Pero yo me interrumpo de continuo a mí mismo». 

Y con esto que me encantó:

« El desbarajuste en que leo es inmenso. Basta que me empeñe en leer o estudiar algo que me interesa para que surja de inmediato otra cosa que también me interese y me desvíe. Así soy incapaz de acumular un capitalito cultural en algo en especial. 

Si mi cabeza fuera una ciudad, no tendría ningún edificio que llegara más arriba del primer o segundo piso. Estaría llena de portales, de escalinatas de acceso, montones de ladrillos y cemento seco, cascotes. Ni un amago de calle urbanizada, alguna tienda de campaña para pasar el rato, sin un solo jardín decente, una planta por aquí o por allá, bastantes geranios, que resisten porque casi no necesitan riego. Sería como una ciudad bombardeada, pero eso sí, considerablemente extensa, lo que aumentaría la impresión de catástrofe».

Iñaki Uriarte se gusta, le gusta la vida que lleva, la vida que ha podido llevar y es consciente de su suerte. Es un vividor, un jeta, un venerable caballero, un gran conversador y tiene un sentido del humor muy peculiar. Egocéntrico pero peculiar. 

«Sospecho que el rasgo más inconfundible de mi personalidad es que no me gusta Cary Grant. No he encontrado a nadie en mi vida a quien le ocurra algo semejante. Es lo primero que le diría a un psicoanalista: «Doctor, no me gusta Cary Grant». 

Me recuerda a mi amigo Juan que de tanto observarse en soledad se cree único en sus características más tontas: «Ana, yo es que tengo una necesidad fisiológico de echarme la siesta. Después de comer mi cuerpo me exige que me eche la siesta». «Tú lo que eres es idiota, eso nos pasa a todos pero tenemos que trabajar y le decimos a nuestro cuerpo: ya nos echaremos la siesta el finde». Le voy a decir a Juan que escriba un diario. 

El taxidermista, el duque y el elefante del museo es el nuevo libro ilustrado de Ximena Maier. Si vives en Madrid es posible que hayas ido veinte veces al Museo de Ciencias Naturales, si te gustan los animales es posible que hayas ido cien veces y si tienes hijos es posible que hayas ido mil veces. Este libro de Ximena Maier cuenta la historia de ese elefante que hay en la entrada y que has visto tantas veces que ya ni ves, un elefante que parece parte del edificio tanto como las puertas, las estanterías de la librería o el suelo. Ese elefante africano no es en realidad un elefante aunque sí tiene algo de africano y fue cazado por un Duque de Alba en 1913. No quiero contar mucho más del elefante porque la historia tiene tantísimo encanto que es muchísimo mejor que la descubráis en los dibujos de Ximena que son como siempre un dechado de color, detalle, ingenio y humor. Como pasaba con El Cuaderno del Prado (¿Os he dicho que salgo en la contraportada de la tercera edición con parte del texto que escribí aquí cuando lo leí?) al terminarlo quieres ir al Museo a ver el elefante de verdad, a verlo como si no lo hubieras visto nunca. Un planazo: el libro y el Museo en el que, además ahora, hay una exposición con los dibujos del libro. Regalad El Elefante y quedaréis como reyes. 

Mi última lectura del año, la lectura número cincuenta y dos ha sido el libro que sale en todas las listas de mejores libros del año: Ordesa de Manuel Vilas. Compré este libro tras encontrarme con el propio Vilas en Los editores y charlar con él un buen rato sobre libros, vidas, depresiones, divorcios y medicaciones. No quería comprarlo y lo compré y no quería leerlo y lo he leído y quería que me encantara y no me ha encantado. O, mejor dicho, no me ha parecido el mejor libro del año ni de lejos. Reconozco las cosas que cuenta Vilas, el vértigo de la muerte de los padres cuando te quedas solo frente a la línea que dice que el próximo serás tú, el vértigo del divorcio cuando te enfrentas a la certeza de que evidentemente algo has hecho mal y tienes que empezar a reinventar el futuro que habías planeado tener veinte años antes. Reconozco Barbastro, los Pirineos, la relación con los hijos adolescentes y la depresión claro, pero casi nada de todo esto me ha conectado con el libro. ¿Es un mal libro? No. ¿Es el mejor libro del año? Para nada. Si alguien quiere leer algo sobre el luto por un padre, os recomiendo Te me moriste de José Luis Peixoto que también leí este año y que es un grito desgarrador de amor al padre desaparecido que conmueve hasta los huesos.

Cincuenta y dos libros como cincuenta y dos soles. Iba a hacer una lista de los diez mejores pero me han dicho «No des la turra» y he pensado que el mundo ya está lleno de listas. No hacen falta más. 

Y con esto, el brazo en cabestrillo, la mantita sobre las rodillas y doce lacasitos ¡feliz año nuevo! y hasta los encadenados de enero. 



martes, 25 de diciembre de 2018

Mañana de Navidad

Son las diez y veinte de la mañana de Navidad y estoy en la cama, con el portátil en las  rodillas, escribiendo con la mano izquierda. Por la ventana abierta veo La Peñoya, el cielo azul y los árboles del jardín. Oigo a María toser y la aspiradora que mi madre está usando para limpiar la chimenea. También oigo pájaros que suenan a otoño y no a invierno. Y mi propia tos. He desayunado, hace rato, un cafe con leche, un kiwi y una naranja. Cuando era pequeña, en la mañana de Navidad mi madre nos traía el desayuno a la cama en una bandeja. Por aquel entonces, nos parecía el colmo del lujo y la sofisticación. Después aprendí que el lujo y la sofisticación son incomodísimos y la tradición terminó. 

He estado leyendo los Diarios de Iñaki Uriarte y pensando en lo que comparto con un señor vasco que no ha trabajado nunca, aparte de su adoración por Benidorm. Uriarte tiene la suerte, como yo, de vivir apegado a tradiciones familiares que se repiten y que, al contrario de lo que mucha gente opina, no esclavizan sino que anclan. Saber cómo va a ser tu mañana de Navidad o tu cena de Nochebuena sirve para ordenarte y, a la vez, para dejarte ver de nuevo cómo eras hace veinte, treinta o cuarenta años. Repetir rutina, costumbres, es también un testigo que pasas a tus hijos (yo a mis hijas porque Uriarte solo tiene gato). Las tradiciones, además, tienen el encanto de las piezas de Lego: juegas con unas piezas que te vienen dadas, heredadas pero con ellas puedes construir lo que quieras. Nosotros, ayer, volvimos a cenar todos juntos por Nochebuena pero, por primera vez en la historia, lo hicimos en la cantina de la estación de tren de Los Molinos y, también por primera vez y sin que sirva de precedente, no cantamos ni un solo villancico. Teníamos un karaoke y supimos usarlo. Con las piezas de toda la vida construimos una Nochebuena nueva y lo pasamos en grande. No sé si esta teoría de la tradición  tiene algún valor pero ya que que a mis hijas no puedo darles sabiduría suprema, como legado para dejarles creo que no está mal. Los Molinos, las cenas de Nochebuena, las mañanas de Navidad tiradas en la cama, La Peñota, Mary Poppins.

Son las once y diez. Sigo en la cama. María sigue tosiendo y suenan las campanas de la iglesia. Los pájaros siguen a su rollo y yo he empezado a toser. He tardado cuarenta minutos en escribir estas quinientas palabras y he descubierto que con mi pulgar izquierdo no golpeo la barra espaciadora con suficiente fuerza como para despegar las palabras y que tener que escribir tan despacio hace que las ideas se me escapen. 

Feliz Navidad. 


jueves, 20 de diciembre de 2018

Mirar techos

El mejor sitio para ver techos es una camilla. No hay nada más que hacer mas que mirar los techos y, si te dejan tiempo suficiente, acabas descubriendo manchas, grietas, dibujos que nadie más ve porque los que pululan a tu alrededor miran hacia abajo, te miran a ti. La Capilla Sixtina deberia visitarse en camilla, en una de las de quirófano que no da para ponerse cómodo, solo para mirar hacia arriba y ver. Convendría que hubiera unos cuantos camilleros por allí para poder decirles 《esto ya lo he visto. Llévame a ver la Sibila》 Pienso todas estas tonterías tumbada en una camilla de quirófano (sin la Capilla Sixtina encima) esperando para que me operen. El techo de la sala es poco emocionante pero en la barra metálica que tengo por encima hay tres orificios: vacio, oxígeno, ​A.​Medicinal.​ A. Normal​ ​salta automáticamente mi cabeza pensando en Igor. ​Me pregunto que será el aire medicinal y para qué sirve el vacío. ¿Te enchufan vacio? ¿te sacan aire y te dejan vacio? ¿no es muy raro que de algo salga vacio o se llene de eso? Pienso en agujeros negros y en que seguro que en algún momento esa barra sobre mi cabeza fue algo puntero y ahora simplemente está. 

Mientras espero a que vengan a buscarme me comparo con mis cacerolas y sartenes en el fuego. Cuando me pongo a cocinar, mi cocina se convierte en un circo de tres pistas y muchas veces dejo algo al fuego y se me olvida porque me di​s​traigo ​con otras cosas. Por los ruidos y voces que escuc​h​o esto es mucho más que un circo... ​parece un mercado de abastos con gente entrando y saliendo por todas las puertas, todos gritando una jerga que no comprendo pero en la que todos ellos se desenvuelven con soltura. ¿Y si la soltura es impostura? ¿Y si se olvidan de mi? ¿Y si se confunden con Rosa la de la cadera? Tenía que haber hecho caso a Juan y escribirme en el hombro izquierdo: ESTE NO ES. Mientras mi brazo deja de ser mío y se convierte en un trozo de carne que me cuelga del hombro ,al fondo escucho un sonido metálico que se parece muchísimo al de las tijeras del pescadero cuando desescama una lubina. Intento imaginar que estarán haciendo pero no puedo girar la cabeza y me concentro en A.Medicinal, A. Normal.

¿Me acordaré de todo esto al despertar?

****************

Me acuerdo y lo escribo con la mano izquierda. Pienso en mi abuelo y en cómo tecleaba, con sus dos índices como garfios, en la máquina de escribir de su despacho. En casa siempre llevaba una chaqueta de lana con botones, verde o granate. Yo llevo hoy una chaqueta verde, echada por los hombros, encima del cabestrillo. Me pregunto dónde estará esa máquina de escribir. La anestesia me deja melancólica.


lunes, 17 de diciembre de 2018

Quince años

Lo malo de cumplir quince años es que el Duo Dinámico, que ni sabes quién son ni te importan hasta que uno de Operación Triunfo versiones una de sus canciones, escribió una canción terriblemente pegadiza con ese título. A todos los que tenemos más de treinta años se nos activa un resorte automático en el cerebro cuando escuchamos "quince años" que nos hace pensar "tiene mi amor". Un horror, prometo no arruinarte el día ni el año cantándote esa canción.

Quince años por fin, salimos definitivamente del pantano de la indefinición que son los trece y los catorce en que se es y no se es y llegamos a la edad en la que puedo decir «mi hija es mayor». Porque lo eres.

Este ha sido el año de ser responsable, dormir hasta romper la cama y descubrir que la vida con lentillas es una vida mejor. Ha sido el año de ceder ¡por fin! a hacerte coleta para jugar al fútbol y el de leer a Chimamanda Ngozi Adichie. Este año has encontrado tu equipo de fútbol ideal y nos has convertido en esos padres que madrugan los fines de semana para llevarte a partidos en lugares imposibles. También nos hemos convertido en seguidores de todas las selecciones sub-algo de fútbol femenino y yo podría reconocer a Patri Guijarro si me la encontrara por la calle. Ha sido el año de los pantalones anchos, las primeras salidas a cenar con tus amigas y el descubrimiento, gracias a OT, de canciones que yo cantaba cuando era como tú. «Mamá, ¿te sabes esa canción?» «Pues claro». Ha sido el año de cantar y cantar y cantar desde que recobras la consciencia dos horas después de desayunar hasta que te vas a la cama. Ha sido el año de pegarte con tu hermana, intercambiaros la ropa y no parar de hablar entre vosotras a todas horas. Has descubierto el café, el aguacate y sigues sin poder comer pescado. Ha sido el año de empezar a hacer snow y de ver todo en versión original. Fuimos a tu primera manifestación y fue mágico. Has descubierto la siesta en la cama y que si algo te gusta mucho eres capaz de levantarte al alba sin protestar.

Hoy cumples quince años que nos han cambiado la vida a ti y a mí y, esta mañana, mientras colocaba tu caminito de chuches pensaba en el día que se me ocurrió empezar con esa tradición. Entonces no sabía qué tipo de madre quería ser ni cómo íbamos a ser nosotras. Ahora, quince años después, soy la madre que quiero ser y tú eres cada vez más increíble.  Tu regalo al final del caminito de chuches es original, distinto y muy tú. Conseguirlo nos ha costado mil gestiones pero habríamos hecho mil más solo para ver la ilusión estratosférica que te ha hecho.

Felices quince años, princesa de los ojos azules.


jueves, 13 de diciembre de 2018

Mil y un déjame en paz

Déjame en paz, cuando alguien es insoportable y no para de molestarte. Recuerdo cuando era adolescente  y mi amigo Ángel se dedicaba a hacer cosas que me sacaban de quicio como bailar a mi alrededor o cantar 37 grados de Radio Futura que es una canción a la que le tengo muchísima manía y que, además, me provoca escalofríos. 

Déjame en paz cuando alguien te martiriza con argumentos que no tienen la más mínima consistencia y tras intentar rebartirlos decides que no merece la pena, que lo dejas ahí con su tozudez y su sin razón. 

Déjame en paz cuando te cabreas y lo único que quieres es irte a rumiar tu cabreo tranquilamente. No quieres arreglarlo ni seguir en la discusión, quieres reconcentrarte. 

Déjame en paz. Que me dejes pedazo de plasta, que no tengo ganas de hablar contigo.  

Déjame en paz cuando alguien te llama por teléfono, ves el número y dices ¿por qué no me manda un correo? 

Déjame en paz. Que sí, chaval, que sí, que lo que tú digas, que paso de ti, que ahí te quedas.  

Déjame en paz cuando te dicen qué tienes que hacer, cuando el otro tiene razón, cuando sabes que más pronto o más tarde harás lo que te están diciendo, cuando sabes que tratan de ayudarte, de hacerte la vida más fácil, de ayudarte a tomar una decisión pero tu estúpido orgullo decide que no es el momento. Sabes lo que tienes que hacer pero no quieres, ahora mismo solo quieres posponerlo.  

Déjame en paz porque me estoy mordiendo la lengua para no verter sobre ti toda la bilis contenida porque no te aguanto, porque eres imbécil, porque eres muy imbécil, porque no mereces si quiera que te dirija la palabra. 

Déjame en paz o lo lamentarás. 

Déjame en paz cuando te duele el alma, cuando te sientes de porcelana. Cuando eres frágil, cuando te haces pequeño, quebradizo y lo único que quieres es volverte bicho bola.  Ahí, lo que que quieres decir es: «Déjame en paz pero no te vayas muy lejos, espera a ver si soy capaz de encajar lo que me pasa y estate atento porque voy a necesitarte».

Si hay una expresión que sirve para todo es déjame en paz.  


sábado, 8 de diciembre de 2018

Adios, Ramón

Por fin te has ido. Ninguno queríamos que fueras el primero en romper la formación, no queríamos que la inevitable  brecha comenzara por ti. Queríamos que fueras inmortal, necesitábamos que lo fueras y durante un tiempo todos lo creímos, tú también. Después la muerte hizo planes contigo y supimos, tú también, que serías nuestra primera baja. Hoy, por fin, te has ido y no sabemos, todavía no podemos ni pensar, cómo vamos a sobrevivir al hueco que dejas en nuestra familia. Ni pensamos en rellenarla, en cubrirla, en ignorarla... eres nuestra primera grieta y, como pasa en nuestra querida presa, ya nunca podremos embalsar el mismo agua, ya nunca seremos los mismos. Seremos menos, seremos peores. Estamos rotos. 

Hace un año hablé con un amigo sobre lo que supone la muerte de tus mayores. Él nunca había perdido a nadie cercano y me dijo que tenía miedo de sentirse en primera línea frente a la muerte. Fue una conversación casual, pero de esas que no se olvidan nunca, que vuelven de manera recurrente a tu cabeza buscando que te des cuenta de su importancia, intentando descubrirte algo que te gustaría no saber, que te empeñas en ignorar. Hoy ha vuelto a mi cabeza cuando lo inevitable ha ocurrido, cuando por fin te has ido, cuando la agonía ha terminado. Te has ido, nos has dejado y eso nos aproxima a todos a la primera linea, no frente a la muerte sino a la de seguir siendo lo que siempre hemos sido. 

Este año ya nadie llevará traje en nuestra cena de Nochebuena, nadie preparará juegos y nadie fumará puritos. Este año nos hemos quedado huérfanos de reyes magos y  alguien tendrá que hacer de Gaspar, gritar nuestros nombres y equivocarse con los regalos. Todos tendremos los ojos llorosos y el alma rota. Alguien tendrá que pasear a Bolu, tu perro gigante, y alguien tendrá que explicarle que ya no vas a volver. Ya nadie hará paella en el jardín de La Rosaleda, ni contará las historias de la Mano Negra.  Volveremos a juntarnos, a reunirnos y a reírnos pero ya nunca volverá a ser lo mismo porque nunca estaremos todos. Erais los seis invencibles, los seis insoportables, los seis estandartes de nuestra familia, juntos desde hace sesenta años. Dios mío, ¿quién consigue cenar sesenta años seguidos con todos sus hermanos? ¿quién consigue pasar sesenta años con sus hermanos, casi cincuenta con sus sobrinos, repitiendo año tras año las mismas rutinas, celebraciones y reuniones? Hemos tenido tanta suerte que nos creímos inmortales, hemos sido tan increíblemente afortunados que nos acostumbramos a lo excepcional. 

Ramón, hoy te has ido y no sé cómo vamos a hacerlo sin ti. No me da miedo estar frente a la muerte, me da miedo que no seamos capaces de estar a tu altura, de hacer que, dónde quiera que estés ahora, te sientas orgulloso de nosotros. Asusta estar en primera línea de la vida, ser responsable de construir las rutinas y recuerdos que arman una familia, una vida. Hoy te has ido y veo entrar el caos por tu ausencia. Siento a tus cinco hermanos y a todos nosotros, tus sobrinos, mirar la grieta sin saber como vamos a sobrevivir, como vamos a achicar este naufragio. 

No sé como vamos a hacerlo sin ti. Eso es lo que me da miedo, no estar a la altura. Te juro que lo intentaremos. 

Adios, Ramón. Descansa en paz. Te queremos infinito. 


lunes, 3 de diciembre de 2018

Lecturas encadenadas. Noviembre


Noviembre ha sido un gran mes de lecturas, me ha cundido muchísimo, tanto que no hay tiempo ni espacio ni necesidad de introducciones al tema. Al lío.

Compré Una vida francesa de Jen Paul Dubois, tras la recomendación de mi prologuista, en Iberlibro por unos increíbles 3 €,  incluidos los gastos de envío. Además de su asombroso precio, esta novela tiene otro mérito: la portada más horrorosa de todo el año, una de esas que cuando rebuscas en los puestos de viejo dejas pasar casi sin rozar pensando «buff...madre mía, que espanto debe de ser esto» y te pierdes una gran novela.

Una vida francesa no engaña ni en el título, cuenta justamente eso, la vida del protagonista desde su infancia hasta su vejez. El narrador omnisciente nos va contando su vida y la de su familia insertando la vida cotidiana, las relaciones familiares, en la realidad política de Francia. El libro se estructura por los mandatos de los distintos presidentes de la V República francesa y va recorriendo todas las vicisitudes de la vida del narrador desde una infancia narrada con un costumbrismo casi cómico que recuerda a Aquellos Maravillosos Años hasta una vejez amarga y trágica. El tono narrativo va variando de manera sutil y el lector se encuentra al principio, leyendo con ligereza y sonrisas y luego, poco a poco, descubre que esas sonrisas se le van congelando en el alma, y  que el ritmo se hace más lento a medida que los años caen y la vida golpea, es una cuesta arriba. Una vida francesa es un retrato de como la ilusión de la vida, por la vida, va desinflándose poco a poco, aunque no queramos, aunque luchemos por mantenerla, porque las realidades de la vida van pinchando ese globo gigante de ilusión infantil.
«Todos sufrimos la debilidad de creer que cada historia de amor es única, excepcional. Nada más falso. Todas las efusiones de nuestro corazón son idénticas, reproducibles, previsibles. Una vez superado el flechazo inicial, vienen los largos días de la costumbre que parece al pasillo sin fin del aburrimiento».

¿Es autobiográfica? ¿Es ficción? Da igual, no importa nada Es una ficción enmarcada en el mundo real, enmarcada por hechos y acontecimientos que ocurrieron de verdad y que dotan al relato de un toque de realismo con el que a ratos estás a gusto y a ratos no, porque el marco de la realidad impide resguardarse en el cálido manto de la ficción cuando uno se enfrenta a un relato amargo. Como siempre, el estilo "francés" es inconfundible y me ha recordado muchísimo al primer relato de Tres circunvoluciones alrededor de un sol cada vez más negro de Gregoirie Bouillier. El tono, la historia familiar, la manera de escribir sobre sexo, sin vergüenza, hablan de sexo como pueden hablar de coches, de comida o de política, eso es inconfundiblemente francés. Cuando leo a un autor francés siempre tengo la sensación de que me miran desde el lugar desde el que todos los autores contemplan a sus lectores mientras leen y me dicen: «Sí, ¿qué pasa? Soy francés y me gusta» y todos llevan jersey de cuello vuelto.

«Pensé en todos los míos. En aquel instante de duda, en el momento en que tantas cosas dependían de mí, no me servían de ayuda ni de consuelo. Aquello no me sorprendía: la vida no era más que se filamento ilusorio que nos unía a los demás y nos dejaba creer que, el tiempo que duraba una existencia que considerábamos esencial, éramos algo en lugar de nada».

Eramos algo en lugar de nada... Leed Una vida francesa y más si la encontráis a tan buen precio como yo.

Mi proveedor habitual de tebeos goza de toda mi confianza y para este mes me recomendó dos. El arte de volar y El ala rota de Altarriba y Kim.  El arte de volar cuenta la vida del padre de Altarriba. Una vida de pobreza y tragedia que empieza en un pueblo aragonés y que, por supuesto, se ve alterada para siempre, marcada de manera indeleble,  por la Guerra Civil, el exilio posterior y el silencio y miedo a su vuelta a España. Una vida en la que el padre de Altarriba solo consiguió rozar la felicidad en pocos y contados momentos y aunque peleo por aferrarse a esos momentos, jamás lo consiguió. La historia es terrible y los trazos de Kim son duros, secos, ásperos,  convirtiéndose en un reflejo perfecto de lo que lo narrado quiere transmitir: la dureza de la vida, la impotencia ante muchos acontecimientos que socavan las ilusiones de felicidad que cualquiera puede tener y la imposibilidad de recobrar esas ilusiones cuando los golpes han sido tantos que solo quedan fuerzas para respirar.

Durante la gira de presentación de El arte de volar, tras una charla, una lectora le preguntó a Altarriba: «¿Y su madre? ¿cual es su historia?» y fue entonces cuando él se dio cuenta de que apenas sabía nada de su madre, de que era una completa desconocida para él y para todo su entorno y que la imagen que de ella había dado en El arte de volar estaba incompleta, era tendenciosa e injusta. Se dedicó entonces a investigar la vida de su madre, a preguntar a su familia, a sus amigos, a su padre y descubrió que su madre había tenido una vida aún más terrible que la de su padre, una vida plagada de tragedia desde el día de su nacimiento en el que su propio padre quiso matarla, una vida que jamás se vio recubierta del brillo de heroísmo y aventura que tuvo la de su padre pero que fue igual de dura y dramática. Se dio cuenta de lo injusto que había sido con ella y escribió El ala rota para contar su historia.

El arte de volar y El ala rota son la historia de dos vidas, de dos tragedias que hay que leer juntas para comprender. Para comprenderlos a ellos, a Aurora y a Antonio, y para ver que en toda pareja hay dos personas, dos vidas y dos circunstancias.

El siguiente del mes fue Cesar Aira y su Continuación de ideas diversas. No sé que pinta tiene Aira pero me lo imagino con chaqueta. Me lo imagino paseando y sentándose a tomar un café. Lo imagino mirando alrededor, viendo la vida pasar mientras de un bolsillo de su chaqueta saca una libreta pequeña, manejable, en la que escribe lo que se le acaba de ocurrir por si acaso esa  idea en algún momento se convierte en algo que merece la pena o se queda en una simple chorrada.  Leer Continuación de ideas diversas es robar esa libreta y espiar sus breves apuntes sobre la realidad, sobre los recuerdos, los muertos pero sobre todo sobre escribir y sobre leer y reírte  con su humor ácido que a veces puede resultar provocativo, como si lo estuviera diciendo para pincharte, para que te revolvieras, para que protestaras. Pero no lo haces porque tiene razón, casi siempre la tiene.

«Es más fácil decirlo que hacerlo. Los escritores vivimos dentro de esa frase. A la larga descubrimos que es más fácil decirla que hacerla».


«El problema central y permanente que enfrenta el escritor es el del valor, la calidad de lo que hace. Es una espada de Damocles, una condena inescapable, presente en cada momento de su trabajo, en el libro entero y en la frase, en la idea inicial tanto como en el desarrollo, en cada página y en cada coma. Es algo que puede echar a perder el gusto de escribir (es un gusto frágil), cubrirlo de un manto de obligación, y a la larga de una tristeza amarga y resignada. (Como un almacenero que debe preocuparse por la calidad de los productos que vende)».

Tendré que leer (espiar) más a Aira.

La última recomendación del mes ha sido un fiasco total, tanto que según iba leyendo pensé que era una recomendación trampa, una especie de prueba de lectura en plan "si te gusta esto es que no tienes criterio" pero no, era una recomendación seria que no me ha gustado nada. Los monstruos que ríen de Denis Johnson es una novela de espías, de traficantes, de desertores y de soldados que transcurre en África, entre Liberia, Uganda y El Congo. El protagonista tiene todos los tics de los espías a lo Misión Imposible mezclados con ese encanto crepuscular de los detectives de las pelis en blanco y negro: es listo, está amargado, es un ligón, es un borracho, es un mentiroso y apenas duerme. El problema de esta novela es que no me ha interesado ni medio segundo nada de lo que le pasa, va de un lado a otro, se entretiene, manda mails, bebe, sueña, piensa, habla y realmente no va a ninguna parte. Por otro lado no me creo el África que retrata Johnson y aunque eso no tendría porqué ser un problema, no me he podido quitar de la cabeza Ébano de Kapuscinsky con todo su realismo (real o ficticio) y la novela de Johnson me parecía más una sinopsis larga de guión para una superproducción. Eso sí, es una novela que se lee sin enterarte, cuando caes desfallecido en la cama, en la tumbona, en el metro, en el tren, en el baño. 

El mes terminó en todo lo alto con un libro que no sé donde compré pero que tenía muchas ganas de leer: Siempre hemos vivido en el castillo, de Shirley Jackson. No sabía de qué trataba ni que iba a encontrarme pero me tumbé y no me levanté hasta terminarlo. Jackson nos lleva a una casa, el castillo, en el que viven dos hermanas casi enclaustradas cuidando de su tío. El pueblo en el que se encuentra la casa es un lugar hostil hacia ellas y la tensión entre los habitantes del pueblo y las hermanas se percibe desde las primeras frases. Según avanzas en la lectura la tensión se va haciendo insoportable, sientes como las frases se van cargando de electricidad, una carga de energía que sabes que en algún momento tendrá que estallar. Jackson es una maestra dosificando la información, creando dos personajes antagónicos y complementarios dotados de personalidades sólidas, bien plantadas, con entidad en sí mismas. Merrycat y Constance, las dos hermanas, se van construyendo a lo largo de las páginas al tiempo que  la  casa que habitan y que es tan importante en la historia como ellas. Días después de terminar la novela aún puedo ver la cocina, subir los peldaños de la escalera, sentarme a la mesa de comedor donde ocurre todo, atisbar el huerto desde la puerta de la cocina, desayunar en las tazas de porcelana y ver los colores de los tarros de conserva que se guardan en el sótano. Siempre hemos vivido en un castillo no es un libro que se lee, es una castillo en el que entras.  

«Me llamo Mary Katherine Blackwood. Tengo dieciocho años y vivo con mi hermana Constance. A menudo pienso que con un poco de suerte podría haber sido una mujer lobo, porque mis dedos medio y anular son igual de largos, pero he tenido que contentarme con lo que soy. No me gusta lavarme, ni los perros, ni el ruido. Me gusta mi hermana Constance, y Ricardo Plantagenet, y la Amanita phalloides, la oronja mortal. El resto de mi familia ha muerto».

Así empieza la novela contándolo todo. Recomendadísimo. 

Y con esto y un mes de diciembre por delante en el que tendré muchísimo tiempo para leer, hasta los últimos encadenados del año que no sé si podré escribir. 




jueves, 29 de noviembre de 2018

Muerte por interrogante

Mamá, ¿cual es la operación más larga del mundo? No lo sé, supongo que un doble trasplante o algo así ¿Qué pasa si te despiertas cuando te están operando? No lo sé ¿Te puedes despertar? Espero que no. ¿Sueñas con la anestesia? Creo que no. ¿Tú soñaste? Creo que no. Mamá, ¿me planchas estos pantalones? No. ¿Cómo se plancha? Con la tabla y la plancha. ¿Dónde están? En la cocina. En la cocina ¿Dónde? En el horno. Muy graciosa. ¿Dónde están? En la terraza de la cocina. ¿Esta tabla es para minusválidos? ¿Qué dices? Es muy bajita. La ha puesto mal. ¿Dónde enchufo la plancha? En un enchufe. ¿En cual? En cualquiera. ¿Son todos iguales? En España sí. ¿En otro sitio no son iguales? No, en Inglaterra son diferentes. Ah, eso ya lo sabía. ¿Por dónde empiezo a planchar los pantalones? Por dónde quieras. ¿Han quedado bien? Perfecto. Apaga la plancha. ¿Cómo? Desenchúfala y la guardas. ¿Dónde la guardo? Donde estaba. ¿y eso era? Hija, ¿eres Dori o quieres matarme? ¿Es pregunta trampa? Mamá, ¿la lasaña  es sin gluten? Sí. ¿Por qué la hija de Amancio Ortega no tiene nombre? Claro que tiene nombre. ¿Y por qué nadie lo usa? Siempre dicen "la hija de Amancio Ortega". Bueno, supongo que si dices Marta Ortega alguien puede decir ¿quién es esa? ¿Cuánto dinero tiene Amancio Ortega? No lo sé, muchísimo. ¿Con sesenta y siete mil setecientos veintidós millones es más o menos rico que la Reina de Inglaterra? No tengo ni idea. ¿Cuantos yates te puedes comprar con ese dinero? Muchos. ¿Para qué quieres tener muchos yates? No lo sé, lo has preguntado tú. ¿Preferirías dos yates o dos aviones? Ninguna de las dos cosas. Pero ¿si tuvieras que elegir? No sé, ¿uno de cada? Eso no vale. Mamá, en el pan con tomate y jamón, el aceite ¿dónde va? Como que ¿dónde va? En el pan. ¿Antes o después del tomate? Después. ¿Seguro? En mi pan con tomate, sí. ¿Y lo haces bien? Sí. Mamá. Dime. ¿Hay gitanos alemanes? Cariño. Qué. ¿Podemos dejar las preguntas un ratito? Vale pero ¿hay o no hay gitanos alemanes? 


martes, 27 de noviembre de 2018

Ensayo sobre la colcha

Hablemos de colchas. No entiendo como no he tocado este tema durante todos estos años. Hay dos tipos de personas en el mundo: los que creen en las colchas y los que no. No son categorías estancas, son más bien etapas en la vida aunque, como en todo, hay gente que se queda estancada en la primera. Durante la infancia, las colchas son algo que o bien no percibimos en nuestro radar o cuando lo hacemos es algo que asociamos con una manía de nuestra madre, la colcha se pone encima de la cama porque ella quiere y a  nosotros nos parece superfluo e innecesario. Están en la misma categoría que los leotardos o el verdugo, vivimos felices sin saber qué existen hasta que nuestra madre nos lo calza.  Después, cuando uno sabe lo que puede hacerse en una cama aparte de dormir, es cuando capta que el propósito higiénico de la colcha, un propósito que hasta entonces le había pasado desapercibido. Esa súbita iluminación sobre la utilidad de la colcha puede que nos haga verlas como algo necesario fuera de nuestra cama e innecesario en la nuestra porque o bien nosotros somos muy pulcros o bien a nuestra mierda le tenemos cariño y no nos importa rebozarnos en ella con nuestras sábanas. 

Hay un tercer grupo de gente que son los de la secta de la colcha, los que les cogen tanto cariño que las ponen encima de los sofás, como manteles, o los que hacen combinaciones, en teoría decorativas, de varias colchas en sus camas. Con esta gente hay que tener mucho cuidado porque casi siempre son adictos a la limpieza y tienen manías rarunas como por ejemplo una manera concreta y particular de doblar las colchas que exige un máster en ingeniería de caminos. Huid de ellos. 

Las colchas importan porque dicen cosas de nosotros. Sé que creéis que no, que da igual, que la pasión, que la educación, que la conversación que te de, que las vistas al mar, que te den masajes en los pies, que sepa hacerte caldo cuando te duele la garganta, que esté a buen precio. Ja. Una colcha puede echar por tierra cualquier relación, cualquiera.  

Estás buscando una casa para alquilar o para comprar. El precio encaja, la localización, el número de dormitorios, está libre cuando tú lo necesitas, cerca del supermercado, la playa, la farmacia y lejos de los vecinos. Todo bien, tú solo te vas jaleando, incrédulo ante tu buena suerte hasta que llegas a la foto del dormitorio y un brillo deslumbrante te destroza las córneas: unas colchas de brillante falso raso verde limón con faldones con volantes hasta el suelo te saludan colocadas pulcramente sobre dos camitas. El embrujo se ha roto, el hechizo cae destrozado y sabes que ya no podrás estar en esa casa, que lo vuestro es imposible, no hay manera de arreglarlo. Si a plena luz del día alguien es capaz, con conocimiento de causa, de hacer una foto a esas colchas y enseñarlo en las redes ¿qué no tendrá guardado en los cajones, en los armarios, debajo de las camas? ¿Cuántos cuerpos hay emparedados en la casa? ¿Qué misteriosas fuerzas recorren esa casa obligando a sus habitantes a elegir esas colchas? Lo vuestro es imposible. 

Y en las parejas es igual. Ligas, una cita, otra cita, un hotel, otro, tu casa... la suya y ¡tachán! una colcha espantosa de fondo azul con lunares como un balón de baloncesto de colorinchis chillones. La pasión se te cae a las uñas de los pies y según ruedas entre (falsos) jadeos sobre esa colcha empiezas a dudar de la sinceridad de ese amor, de la conveniencia de esa pasión, al mismo tiempo que preguntas muy desconcertantes llenan tu cabeza  ¿Cuánto le importo si antes de invitarme no ha quitado esta colcha y le ha prendido fuego? ¿No creerá en serio que me gusta tanto como para pasar por alto esta cosa sobre la que estoy tumbada? ¿Se dará cuenta si, con disimulo, la quito y nos metemos entre las sábanas? ¿Cómo serán las sábanas? y ¿Habrá lavado esta colcha alguna vez desde sus pajas de los dieciséis años? Lo vuestro es imposible. 

Quizá haya alguien leyendo estas reflexiones totalmente innecesarias y frívolas y pensando: yo sí creo en la necesidad de una colcha y tengo una y es blanca, sencilla, elegante, discreta... estoy a salvo. Pues no, es verdad que siempre es mejor esa opción que cualquier originalidad comprada o cualquier cursilería heredada de una madre...pero las colchas blancas son como tener dos ojos, dos orejas  o dos manos, demasiado común. Y no lo digo yo, lo dice la señora de la tintorería de mi calle: «Ay, menos mal que tu colcha no es blanca, porque ahora son todas iguales, blanquitas, todas clónicas». 

Las colchas son conscientes de que su vida corre peligro, de que su mediática exposición en redes está acechando su modo de vida y los últimos ejemplares de ultrahorterez han corrido a ocultarse en las afueras: en casas de pueblo de los abuelos de donde ahora saben que nunca debieron salir porque la ciudad no es para ellas y, sobre todo, en los apartamentos de playa. Los coquetos pisos playeros surgidos durante el boom de los setenta son la reserva nacional de colchas del horror. Colchas con flores, con rasos, con lazos, colchas resbalosas incompatibles con estar tumbado en ellas, colchas con esquinas, con rebordes, con estampados de animales exóticos, imitando paisajes campestres, puestas de sol, cielos estrellados, con lunas llenas, arco iris, nubes, jardines con flores, caminos en otoño, cuadros impresionistas con colores saturados, la imagen de los Bonny M y todo el horror estilístico imaginable conviven en una alegre orgía de desenfreno esperando a que llegue una extinción que percibien cercana.  Las colchas blancas de IG ya caminan hacia la costa... y pronto arrasarán con los colorinchis.  Es el ciclo de la colcha. 

Y no, no pienso contar de qué color es mi colcha.


viernes, 23 de noviembre de 2018

Los amigos y las rachas

Isabel Miramontes, Gust of Wind 16
«Hay dos tipos de amistades, aquellas en las que las personas se animan mutuamente y aquellos en las que las personas deben ser animadas para estar juntas. En la primera categoría, uno hace un hueco para verse, en la segunda busca un hueco en la agenda». (La mujer singular y la ciudad, Vivian Gornick)

La vida es una cuestión de rachas. De buena suerte, de mala suerte, de afán deportivo, de afición por el ganchillo, las coles de bruselas, la Fórmula 1, o el té de riobos, pero también lo es porque nosotros mismos somos rachas en la vida de otros y el que seamos o no conscientes de ellos nos define un poco como personas. 

Hay gente que, en principio, es para toda la vida: tu familia y tus amigos más queridos. Después están las rachas. Llegan a nuestras vidas por cualquier circunstancia: compañeros de trabajo, padres de compañeros de colegio de tus hijos, el gimnasio, el club de ciclismo, internet en sus mil y una variantes. Por alguna extraña razón, llámalo afinidad personal o alineación de los planetas, se establece un vínculo bastante fuerte, lo suficientemente robusto como para mantener un contacto muy frecuente, ya sea diario o semanal. Uno sabe de la vida de la otra persona y viceversa. Por un momento, valoramos si esa persona es un nuevo amigo, uno de esos que, según mi teoría de la amistad, necesita que le hagas un hueco en tu grupo de amigos, lo que te obligaría a, previamente, echar a alguien de ese recinto porque mi personal teoría también sostiene que el número de amigos de verdad que uno puede tener es limitado. Yo también caí en esa sensación, varias veces, casi incontables, porque cuando estás sumido en esa racha, en ese contacto habitual es fácil confundirlo con amistad. No estoy diciendo que las rachas no puedan ser relaciones estupendas que te proporcionen risas, conocimiento y consuelo si hace falta pero creo que hay que aprender a saber que se acaban. Las rachas llegan por sorpresa, son furiosas e intensas y se acaban de manera más o menos abrupta. 

«Nos vemos», «Quedamos», «Hablamos la semana que viene», esas frases u otras parecidas, son las que suelen decirse al final de una racha. Puede que no sepas que se acaba, puede que las digas con total honestidad, creyéndolas... pero sin saber muy bien cómo los días, las semanas, los meses pasan sin darte cuenta y un buen día eres consciente de que no te has acordado ni un solo minuto de esa persona, de que no has echado de menos para nada esa comunicación, de que no sientes ninguna curiosidad por su vida. No le deseas ningún mal, ni ha dejado de importarte pero la racha se terminó, se apagó. Y entonces te das cuenta de que no sois amigos, es otra cosa, una racha. Sopló con fuerza un tiempo y luego amainó. Puede no volver  a soplar nunca  o puede reactivarse otra temporada pero nunca será algo continuado, estable, profundo. Y no pasa nada. 

Es importante saber reconocer una racha pero más importante aún es saber cuando uno mismo es una racha en la vida de alguien. 


martes, 20 de noviembre de 2018

De rutinas y de manías


Dan Gluibizzi, 
El lado de la cama. ¿Despertador o alarma en el móvil? Musiquita infernal o telepredicador mañanero. Café o té. Tostada o cereales. En casa o en el bar. La ducha primero o el café directamente. La taza que escoges. Los cereales que compras. La fruta que comes en ayunas. El aceite con el qué rocías tus tostadas o la mantequilla que untas con esmero. ¿Fresa o melocotón? Primero los calcetines o antes los calzoncillos. ¿Las bragas o el sujetador? El sentido de las perchas en el armario. Cepillo de dientes eléctrico o de los de toda la vida, aunque sea de bambú. Rasurado diario o barba de San Jerónimo. Acondicionador o champú sólido. La emisora de radio que pinchas en el coche, el podcast que aparece primero en tu lista de reproducción. El periódico que lees en el bus de camino al curro. ¿Ventanilla o pasillo? La gasolinera en la que prefieres parar a llenar el depósito. El sitio en el que aparcas en el curro. Con bolígrafo o con lápiz. Un saludo o un abrazo. Buenos días o Estimado. Revisar el correo o los datos. Marcar como "para mañana" o tratar de terminar todo. Azúcar o sacarina. Botella de plástico o de cristal. Twitter o Tweetdeck. Facebook o instagram. El ebook o el papel. Cascos con cablecito o antenitas disparadas desde las orejas. Audios de whasap o escribir aunque se la Biblia. Abrigo o cazadora. Zapatillas o zapatos. Artengo o colorinchis. La hora a la que comes. La mesa en la cantina, sentarse mirando a la puerta o de espaldas al mundo. ¿Yogur o fruta? Hacer listas o afrontar el día solucionando lo que salga. Leer varios libros a la vez o ser fiel a uno hasta el final de sus páginas. Radio fórmula o Radio 3. La peli que escoges. La serie que ves. La que no verías ni de coña. El cine al que vas. Sentarte delante o al final de la sala. Palomitas o chuches. Vino o cerveza. Botellín o caña. Dos besos o la mano. El bolso en el suelo del coche o en el asiento del copiloto. La cartera en el bolsillo de delante o en el del culo. Vaqueros siempre o vaqueros nunca. Lunares o flores. Antes muerta que con rayas. Antes muerto que con camisa. Ahorra más o Lidl. Primitiva o Euromillones. El metro o el bus. Ventanilla o pasillo. ¿Dejar la lavadora puesta al salir de casa o ser de los que ve pasar su vida esperando a que la lavadora termine? ¿Tender dentro o fuera? Planchar o la arruga ya se irá con el uso. Salir del curro de noche o de día. Leer en el metro o mirar al infinito. El primer vagón o el último. Llegar a una cama hecha o a un batiburrillo de sábanas, edredón y almohadas. Diazepan o infusión. Lo termino todo o mañana será otro día. Pijama o piel. 

Somos un saco de rutinas y manías.  


jueves, 15 de noviembre de 2018

De abuelos y nietos

No sé cómo empezó aquella rutina ni cuanto tiempo la mantuve, creo que solo un año, hasta que él murió. Tenía dieciséis años, no sabía peinarme y llevaba unas hombreras que me dejaban sin cuello, como un quaterback o como Quasimodo. Además llevaba diadema o cinta y, en general, tenía aspecto de poca cosa, de miedo con patas, de saco de inseguridad con pulso. Con esa pinta y esa falta de confianza no me explico cómo conseguí que Nikitas accediera a llevarme en su Vespino hasta Colón. Nikita era uno de los cinco niños que las monjas de mi colegio habían conseguido reclutar para poder poner que 3º de BUP era "mixto". Aquellos cinco pobres, reclutados entre los más repetidores de los repetidores de los colegios de la zona, llegaron a nuestro colegio y se vieron sobrepasados en número, hormonas y absurdez por todas nosotras. Como en las buenas pelis americanas de sobremesa, cada uno de ellos adoptó un papel: el huraño, el galán popular, el guapo inaccesible, el gay escandaloso y el normal. Nikitas era el normal. Era un completo desastre académico y un misterio en su vida fuera del colegio pero era normal, significando normal que podías hablar con él sin que eso implicara ningún tipo de interacción del tipo "nos tenemos que gustar". Y era divertido. 

Los viernes,al terminar las clases, me subía en su Vespino y abrazada a su cintura para no caerme, atravesábamos Padre Damián, Paseo de la Habana antes de adentrarnos en el terrorífico túnel de Azca para salir a la Castellana. Acabo de darme cuenta de que después de aquellos viajes en la moto de Nikita, nunca más he ido en moto por Madrid. Me dejaba en Colón y desde ahí caminaba hasta la casa de mis abuelos para comer con ellos. Todos los viernes de 3º BUP repetí esta rutina. A veces, la comida me encantaba y otras veces mi abuela hacia pato a la naranja. Nos sentábamos en la mesa del comedor, cada uno en su sitio y supongo, no lo recuerdo, que yo les contaba cosas del colegio, me quejaba de mis hermanos y escuchaba sus historias. Tras la siesta de mi abuelo, le ponía la merienda y le ayudaba en su despacho. Él tenía artritis o artrosis (nunca sé cual es) y tenía las manos agarrotadas, casi como garras, pero seguía escribiendo y anotando cosas en sus cuartillas y escribiendo a máquina utilizando solo los índices. «Ana, dame aquel tomo de allí», «Guarda estos documentos ahí, en ese armario, en el carpesaro azul». Su despacho olía a él, a años, a libros, a dignidad. A mí me parecía muy mayor pero tenía setenta y dos años. Me gustaban muchísimo aquellas tardes de viernes, comer con mis abuelos, pasar el rato con ellos, charlar, sentirme nieta. Al año siguiente él murió y mi abuela se murió de pena veinticuatro días después, Nikitas dejó el colegio y aquellas comidas terminaron. 

Mi madre y mis hijas comen juntas los martes. El año pasado eran los jueves y yo pretendía mantener ese día pero se unieron las tres, sincronizaron sus agendas y lo cambiaron a los martes. Si algo he aprendido es que  las tres unidas, mis hijas y mi madre, son indestructibles. No merece la pena enfrentarme a ellas o discutir, es mejor ser agua o bambú o directamente que me resbale lo que hacen. Si yo digo blanco, ellas dicen negro. Si yo digo Sí, ellas dicen No y si si yo escribo un blog, ellas dicen "hay que ver las tonterías que escribes" pero me gusta que coman las tres juntas, me recuerda a mis abuelos. 

Y me gusta aún más que no vayan en Vespino. Espero que lo sigan haciendo muchos años más.  


martes, 13 de noviembre de 2018

Diccionario breve de adolescente-castellano (II)


La continuada convivencia con mis adolescentes me permite elaborar una segunda entrega de este diccionario, completamente subjetivo, para el uso, disfrute y desespero de los padres con una convivencia similar.


No me renta: no me compensa mover un músculo. 

Dado que cualquier esfuerzo que no tenga como finalidad última la consecución de algo placentero para ellos no les compensa, esta expresión se puede aplicar a cualquier mínimo acto diario. Ejemplo práctico: no me renta pelar el plátano.  

Qué pereza: no quiero hacerlo, no voy a hacerlo y me encantaría que me dejaras en paz, vegetando tranquilamente y regodeándome en la sabiduría suprema que mi adolescencia me ha proporcionado. No te digo que "paso" porque eso es de viejunos.  

Ay mamá, qué pereza: no me apetece ni hablar contigo. 

Random: No sé lo que es, ni me he molestado en buscarlo en el diccionario pero sé que puedo pegarlo a un sustantivo: elige una canción random, una persona random. 

En el caso de que intentes explicarles que random significa lo mismo que "al azar" te mirarán con cara de Ay mamá, qué pereza.  

¡Ay que sí!: ¿por qué perturbas mi paz espiritual recordándome algo que sé que tendré que hacer pero que prefiero ignorar hasta el último momento? Déjame disfrutar de este momento de paz sin recordarme las asquerosas obligaciones que la sociedad ignorante me ha impuesto y que tú, madre omnipresente, no dejas de recordarme 

Que valeeeeee: Lo he entendido a la primera, ya lo sé porque yo lo sé todo y no hace falta que me lo repitas ni una vez más, aunque las veinticinco anteriores no te haya hecho ni puñetero caso.  

¿No confías en mí?: me rompes el corazón con esa falta de confianza en mí, fruto de tus entrañas, amor de tus entretelas. Me asombra que dudes de mí, ¿qué te hace ser tan desconfiada? ¿por qué me niegas la oportunidad de asombrarte con lo responsable y cuidadosa que soy? ¿Estás insinuando que porque las doce veces anteriores te haya mentido esta vez va a ser igual?

Voy, voy: evolución lógica del vocablo voy (ya analizado en la anterior entrega) y cuyo significado es:  no voy a moverme de dónde estoy, pero sigue intentándolo.  

Mamá, no seas dramática: tranquila, no pasa nada, no te pongas histérica que la vida fluye, nada es tan grave, no pasa nada, relájate que no  queremos que empieces a darnos miedo, piensa en Woodstock, en porros, relax, la vida es guay.   

Mamá, no seas dramática debe usarse con mucha mesura porque puede provocar estallidos de cólera completamente justificados y proporcionados.


viernes, 9 de noviembre de 2018

Lecturas encadenadas. Octubre

Octubre ha sido mi peor mes de lecturas en años. No sé qué ha pasado. Bueno, sí lo sé: la vida laboral y personal me ha pasado por encima y solo he leído dos libros, uno y medio en realidad. De todos modos, el uno ha merecido tanto la pena, ha sido una lectura tan impresionante que compensa todo lo demás, el abandono y la falta de horas de lectura.

El Hambre de Martín Caparrós llevaba dos años esperando en mi estantería. Lo compré porque Enric González lo recomendaba y yo por Enric tengo devoción y lo que es aún más serio, me fío de su criterio. Antes de que diga nada más, corred a comprarlo. 

Lees "hambre" y piensas en niños con vientres inflados y piernas flaquitas, piensas en We are de World, en África, en moscas sobre personas con la piel pegada a los huesos. Lees hambre y piensas en qué injusto es el mundo, en qué duro es vivir en África, en qué cabrona es la naturaleza que manda sequias, inundaciones, tifones, huracanes, que carga a países enteros de tierras estériles que no pueden producir nada. Lees hambre y piensas en lo importante que sería colaborar, educar, hacer algo. Lees hambre y se te olvida, porque como dice Caparrós en muchos de los capítulos ¿Cómo carajo seguimos viviendo sabiendo? Sabiendo ¿qué? Que 800 millones de personas en el mundo, ochocientos, pasan hambre todos los días, hoy, mañana, ayer. Ochocientos millones de personas pasan hambre y no es por la naturaleza, ni por la tierra esteril, ni están solo en África. Ochocientos millones de personas pasan hambre porque nosotros, el primer mundo, yo, tú, tu familia, tus hijos, tus compañeros, tus amigos, comemos demasiado. ¿Cómo carajo seguimos viviendo sabiendo qué pasan estas cosas? Pues seguimos viviendo porque como dice Caparrós:

«... no hay que hacerse los boludos y decir que todo te afecta igual, ay la humanidad, ay la miseria de un hombres es mi miseria, ay si una sola criatura no puedo comer yo no puedo dormir, esas pavadas que quedan muy bien lindas para levantarse una pendeja. Uno sabe que hay cosas que le importan mucho y otras que le importan mucho menos, pero el tema es que igual esas cosas te importan, aunque sea menos, y entonces vale la pena pensar qué se puede hacer. No hacer discursos increíbles ni prometerse que uno solito va a cambiar el mundo pero por lo menos poner tu granito de arena, hacer tu pequeña diferencia ¿no?» 

Este libro sirve precisamente para eso, para pensar en el problema, para quitarse la venda, para aprender qué es el hambre, porqué hay gente que ahora mismo se muere de hambre y qué tiene que ver esto con nosotros que es mucho. 

Caparrós recorre Níger y Sudán en África pero también habla del hambre en China, en India, en Madagascar, en Argentina y en Estados Unidos. Habla de cómo el Primer Mundo, nosotros, los bancos, las empresas que nos dan de comer, que nos ponen la comida "saludable" en nuestras supermercados y nuestras mesas tienen que ver con que haya gente en esos países a los que cuando Caparrós les pregunta ¿Si pudieráis pedir cualquier cosa, pedir lo que sea, qué pedirías? Y dicen: arroz, sorgo, una vaca. 

«Nada me impresionó más que la pobreza más cruel, la más extrema, es la que te roba también la posibilidad de pensarte distinto. La que te deja sin horizonte, sin siquiera deseos: condenado a lo mismo inevitable». 

Caparrós explica como para poder vivir, nosotros los que comemos, sabiendo que hay gente muriéndose de hambre en el mundo, lo primero que hacemos es hablar del hambre de manera impersonal, «de manera abstracta, un sujeto en sí mismo: el hambre., Luchar contra el hambre. Reducir el hambre. El flagelo del hambre. Pero el hambre no existe fuera de las personas que la sufren. El tema no es el hambre son las personas que la sufren». Jamás lo había pensado así y me dejó impactada darme cuenta de esto. Decir, pensar, escribir el hambre es no decir nada, decir, pensar, escribir los hambrientos, los que se mueren de hambre, es ponerle cara, ojos y cuerpo. El hambre no somos nosotros, los hambrientos sí podríamos ser nosotros.  

«El hambre mata más personas cada año, cada día, que el sida, la tuberculosis y la malaria juntos, y no existe. El hambre no participa del misterio de las sombras insondables, lo inmanejable de la enfermedad: la impotencia frente a lo incomprensible. El hambre se entiende demasiado, aunque no existe: es un invento del hombre, nuestro invento.»

He doblado muchísimas esquinas, tantas que necesité días para pasar todos los extractos a mi cuaderno. Caparrós intenta entender porqué la gente se muere de hambre, porqué no cultivan, porque no pueden comer lo qué cultivan, porqué no pueden comprar comida, porqué tienen que vivir en el barro, porqué viven de escarbar en la basura, porqué el 60% de los hambrientos del mundo son mujeres, etc. Observa el mundo, hace preguntas y se hace preguntas y nos la presenta para que el lector abra los ojos, para que mire, vea y se pregunte ¿cómo carajo seguimos viviendo sabiendo que pasan estas cosas?

«La obesidad es el hambre de los países ricos. Los obesos son los malnutridos -los más pobres- del mundo más o menos rico. En estos países la malnutrición pasó del defecto al exceso: de la falta de comida a la sobra de comida basura. La malnutrición de los pobres de los países pobres consiste en comer poco y no desarrollar sus cuerpos y sus mentes; la de los pobres de los países ricos consiste en comer mucha basura barata -grasas, azúcar, sal-y desarrollar estos cuerpos desmedidos. No son la contracara de los hambrientos: son sus pares. La forma de la desigualdad en estos pagos.» 

Entre sus observaciones, entre sus preguntas y sus viajes, Caparrós se pregunta qué culpa tenemos nosotros, los de a pié, en qué nos afecta todo esto y son esas pequeñas reflexiones las que te dejan más revuelto, porque no hay escapatoria a eso. Tú, yo, no vives en África, ni en India, ni en un basurero de Buenos Aires, lees sobre esos lugares y consigues mantenerte fuera, leer desde el otro lado, pero el periodista argentino no te deja escapar, no se deja escapar a sí mismo y te/se sacude con cosas como esta: 

«Tirar a la basura es un gesto de poder. El poder de prescindir de bienes que otros necesitarían: el poder de saber que otros se ocuparán de desaparecerlo. 

El poder de poseer es placentero; nunca más que el poder de deshacerse: el poder de no necesitar la posesión. 

El verdadero poder es desdeñarlo.»

El hambre es una lectura que te sacude por todos lados, te deja baldado, exhausto, confuso y sintiéndote una mierda, como todos los buenos libros. Corred a comprarlo. 

Los archivos de Alvise Contarini de José María Herrera ha sido la lectura que dejé a medias, o para ser más exactos al 80%.  Llegué a él a través del club de lectura y para leerlo a tiempo para su sesión (a la que finalmente no pude ir porque me pasó la vida por encima), me pusé a leerlo en mitad de la lectura de El Hambre. Quizá esta circunstancia me alejó de lo que cuenta, quizá no eran ni el momento ni las circunstancias para leerlo. En medio de la vorágine del hambre, la muerte, la injusticia y el egoísmo no conseguí que me importara lo que este libro cuenta tanto como para terminarlo. 

Los archivos de Alvise Contarini es Venecia. Me recordó a Los archivos de Aspern de Henry James, a La ciudad de los ángeles caídos de John Berendt y  a Locuras de Verano, la película de David Lean con Katherine Hepburn de protagonista haciendo de americana de mediana edad que se enamora por primera vez en Venecia.   El autor de este libro, José María Herrera, nos presenta a un enigmático anciano veneciano, miembro de una estirpe legendaria en la ciudad, Alvise Contarini al que conoce casi por casualidad. La primera parte del libro es su encuentro con él, la segunda y más extensa recoge varios ensayos supuestamente escritos por Contarini sobre música veneciana, pintura, historia, literatura. Es un libro erudito y profuso en detalles, me recordó a los libros que leía en la carrera, a mis tardes en la biblioteca de la Facultad de Historia estudiando con varios libros abiertos a mi alrededor, buscando láminas de cuadros, de esculturas. Leyéndolo me volví a sentir estudiante y quizás ese fue el problema, que no me apetecía estudiar, recrearme en el arte, en la música, en los detalles mientras andaban zumbándome en la cabeza los hambrientos del mundo. Quizá lo termine en otro momento, con otro estado de ánimo. Y con lupa porque no sé en qué estaba pensando el editor para elegir ese tipo minúsculo. 

«La leyenda de Orfeo nos enseña una cosa, y es que al pasado no deben dársele más vuelta de la cuenta. Una cosa es que lo evoquemos fugazmente y otra distinta hundirse en él como en arenas movedizas. La vida demanda corazones puros. Hay personas, sin embargo, a las que sus recuerdos no les dejan pensar, gente que en vez de una vida parece que llevan un crimen a la espalda.» 
Y con esto y galletas de lemon curd, hasta los encadenados de noviembre que espero que me cundan más.

miércoles, 7 de noviembre de 2018

En Soria y en Londres

He estado en Soria y en Londres, que es un poco Tú a Boston  y yo a California mezclado con Vente a Alemania Pepe y La ciudad no es para mí; una combinación un poco extraña.  

En Soria estuve de puente. Lo expreso ya en pasado simple, porque me parece una eternidad y no hace ni una semana. Es curioso como el tiempo se estira y se encoge dependiendo de si llevo tacones o zapatillas de montaña. De Londres llegué ayer y todavía me resuena en los oídos el zumbido de los motores del avión, la megafonía del tren en Heathrow instándome a estar atenta y no pasarme la parada de la puerta C53. A Soria iba a descansar y en Londres trabajaba pero curiosamente, he leído más en el viaje a Londres con sus interminables esperas y trayectos que lo que pude leer en el hotel de Calatañazor cuando me derrumbaba a dormir después de batir mi récord de pasos diario y cenar con una buena botella de vino. En Londres también he tomado vino pero era atroz. De hecho, no sé porqué lo bebí, supongo que estaba demasiado cansada para pensar en no beber. 

En Soria hacia frío, un poco, nada muy impresionante pero por lo menos apetecía meter las manos en los bolsillos y subirte la cremallera del abrigo. En Londres he pasado calor. Calor de ¿Qué hago con un abrigo de lana a diecisiete grados? Calor de ¿cómo no se desmayan todos en el metro con esta temperatura? Calor de me sobra el pijama y el edredón. En Soria desde el balcón con reja de mi habitación veía un paisaje de tejados y árboles otoñando. En Londres, desde mi habitación, podían verme desde unas treinta o cuarenta habitaciones a través de la ventana acristalada e imposible de abrir que daba a un patio interior como de sede de banco. En Soria dormía sin echar las cortinas, en Londres me sentía como si planeara un crimen, agazapada tras las cortinas con todo cerrado, sin ver la luz del día.  

A Soria fui en coche, relajada, sin prisas. Para ir a Londres madrugué de una manera absurda (4:45 de la mañana) pero descubrí que a veces los refranes tienen razón y a quién madruga, Dios le da premios de consolación. A mí me dio, concretamente, uno de consolación y un kinder sorpresa. Aprendí que el peaje para la T4 es gratis antes de las seis de la mañana y, después, mientras esperaba para embarcar, descubrí a una desconocida que me sonreía con lo que a mí me pareció una intensidad muy sospechosa para esa hora y ese lugar. Sonreí de vuelta pensando que me había confundido con otra persona o que llevaba la falda pillada por las medias e iba enseñando el culo.

¿Eres Ana?
Sí. 
¡No me lo puedo creer! ¡Estoy alucinada!

Sonreí con más intensidad mientras mi cerebro a mil por hora intentaba encontrar la razón de ese entusiasmo.

Ayer terminé tu libro y bueno, me ha dado miedo y pánico y he aprendido y he comprado tres más para regalar y ahora estás aquí en el aeropuerto. 

Creo que ni un billete de dorado de Willy Wonka me hubiera hecho más ilusión, gracias a la amable desconocida de sonrisa deslumbrante, se me olvidó el madrugón. 

En Soria comí garbanzos, entrecot, setas. En Londres una ensalada de pasta absurda con macarrones, lechuga y guisantes y unas palomitas de queso de cabra con pimienta negra.  En Soria y sus pueblos se venden muchísimas casas, las ventanas están apagadas cuando se hace de noche y algunos tejados amenazan ruina. "Se vende" en carteles tan desgatados por la lluvia y el sol que casi están pidiendo que ponga "Se regala". En Londres no se vende nada pero no vive nadie, pasear por el centro cuando las tiendas están cerradas y solo se iluminan sus lujosos escaparates es como hacer la ronda por un parque temático cuando todos los visitantes se han marchado. Edificios de viviendas completamente a oscuras a la hora de la cena. En Londres y en Soria quedan algunos irreductibles, los que no se han ido, los que no venden, los que aún pueden quedarse. No sé si durarán mucho, a unos los echará el dinero y a otros el no tener futuro. 

Ocio y trabajo. Paisaje y asfalto. Zapatillas y tacones. Soledad y multitudes. Dormir y madrugar. Otoño y asfalto. Olor a chimenea y olor a curry. Pasear y correr. Euros y libras. Una hora más y una hora menos. Almanzor e Idris. Pastas de las clarisas y galletas de lemon curd de Fortune & Masons. 

En Soria es otoño, en Londres ya es navidad.