domingo, 25 de febrero de 2024

Ni lo intentes

 

"Figure out what it is that you don’t do well, and then don’t do it"

Douglas Coupland


Voy a apostar a que no sabes quién es Douglas Coupland. No pasa nada, yo tampoco lo sabía hasta que vi esta cita, en algún sitio, me gustó y luego pensé: voy a buscar, a ver quién es este señor, no vaya a ser que sea, qué se yo, dueño de un bar que en el mismo menú ofrece paella, callos, giozas y ceviche. Para mi tranquilidad, Coupland es un señor canadiense, lo que a mi siempre me parece fabuloso, porque igual que hay gente que tiene querencia por los cubanos, los rubios, los calvos o los guapos, yo tengo querencia por hombres de cualquier país donde los jerseys gordos sean obligatorios unos cuantos meses al año, nieve y se puedan usar motosierras. Vive, además, en West Vancouver, cerca de la frontera con Washington, mi estado favorito y el lugar al que sueño volver. Me disperso. Douglas es canadiese y escribió una novela, por lo visto famosa, titulada Generación X y que, me juego las dos manos, es la generación a la que tú, como yo, perteneces. Si, también como yo, te haces un lío con esto de las generaciones, te explico que somos de la X porque nacimos entre 1965 y 1981. 


El bueno de Douglas dice: "Averigua qué es lo que no haces bien y luego no lo hagas". Y es que no puedo estar más de acuerdo. No sé cómo explicarle a la gente que si algo no se te da bien y sufres por ello, lo mejor que puedes hacer es no hacerlo. Por supuesto, si algo no se te da bien pero lo disfrutas muchísimo, entonces a por ello como si no hubiera un mañana; pero en serio, si empiezas a hacerlo y no es lo tuyo, sigue el consejo de Douglas y el mío y a otra cosa mariposa. 


Con esta idea en la cabeza, la de no hacer cosas en las que eres malo, vengo a desrecomendar con ahínco, ímpetu y, si hace falta, de manera machacona: intentar hacer cualquier cosa que aparezca en Instagram con las palabras “Ikea hack”, “truco para dejar algo como nuevo”, “papel adhesivo”, “pintura a la tiza”, “lijar”, “atornillar”, “pulir”, “para cualquiera”, “fácil y rápido” y, sobre todo, sobre todo “INCREÍBLE TRANSFORMACIÓN”. No es que no tengas que intentarlo, es que no tienes ni que pensarlo. Hay que borrar esas cuentas, esas promociones, todo. 


Todos esos vídeos realizados por gente que, al contrario que tú, tienen seis meses de vacaciones al año, muchísimo espacio para guardar herramientas, pulgares oponibles, ostentan el poder en su casa con absolutismo y, por tanto, no tienen a nadie que les discuta que no les gusta el “azul desayuno” o el “verde verdeliss”, o que no quieren más ratán en ninguna parte. Pero sobre todo, amiga, esa gente era la que sacaba sobresaliente en dibujo y manualidades. ¿Por qué te crees que te acuerdas de los dibujos que hacía Elena Filipovich en 8º de EGB? Porque se le daba bien. ¿Sabes quién se acuerda de tus dibujos o tu caja de estaño labrado? Exacto. Nadie. Ni tú. ¿Por qué? Porque era un truño impresionante sobre el que dejaste tus huellas de sudor adolescente mientras creías esa majadería de que si insistes en algo acabas haciéndolo bien. 


Bien, pues esa gente mañosa que, a lo mejor al contrario que tú, no saben usar Excel o cocinar o son incapaces de hablar en público, han encontrado en Instagram una herramienta, si no para dominar el mundo, sí para humillarlo al mismo tiempo que se sacan unos eurillos aprovechándose de esa majadería que es el espíritu de superación. No intentes superarte, no intentes superar al Señor Ikea. Compra la estantería Lack y limítate a pasarte horas decidiendo si la pones horizontal y vertical, si le pones puertas o cestas y, si te ves atrevido, atorníllale unas patas, aunque ya te advierto que no van a quedar bien. ¿Por qué? Porque no se te da bien. 


Hace muchos años escribí un post sobre Pete. Un tío con pinta de ser profesor de plástica (¿ves? si es que el señor mañoso viene en los genes, como los pelos del entrecejo) se dedicaba a ir por Estados Unidos construyendo casas en los árboles. El concepto era exactamente el mismo que el de esos vídeos de IG, pero Pete siempre hablaba de dinero (180.000 $ por una casita en un árbol para que las gemelas adorables de la joven pareja pudiera jugar a princesas encerradas) y siempre había algún problema durante la construcción: camión atascado en el barro, árboles cuyas ramas se tronchaban y hacían que el bueno de Pete tuviera que pensar otro lugar donde colocar el balcón para ver los atardeceres sobre el bosque en los Apalaches, etc.). Yo era adicta a aquellos programas porque eran tronchantes y porque, como ya he dicho, todo lo que tenga que ver con árboles y tíos con motosierra es mi rollo. 


El problema de los vídeos de trucos en IG es que son Disneyland. Por seguir con Pete, allí la gente no tenía una casa en el árbol y quería una. En los videos de IG la gente ya tiene puertas, pasillos o muebles y está contento con ellas. Bueno, no es que estés contento, es que ya no los ves porque es tu casa, te gusta y no te paras a pensarlo. De repente empiezan a saltarte videos diciéndote que los muebles de madera son antiguos y feos y los iluminan de tal manera que parece que viven dentro del ataúd de la peli Buried. Acto seguido, y de la nada, aparecen papel de embalar como para empaquetar un elefante, media docena de pinceles y brochas a estrenar, cinta de carrocero, destornilladores para quitar bisagras, tiradores y todo lo que moleste. Sospecho que también aparecen 2 semanas de vacaciones o una excedencia de una semana. Se ponen a pintar y pim pam pum... el mueble queda como nuevo y, de la nada, ya no viven en un ataúd sino en la soleada Baja California con luz entrando a raudales por unos ventanales que, cuando el mueble era color madera, debían estar tapiados con ladrillos. 


El mismo proceso ocurre con lo de “pinta de manera fácil tus horribles baldosines del baño”. “¿Horribles?”, piensas tú, que hasta ese momento habías vivido feliz ahí. En el caso de los baños es ya un descojone: “mira el cambio radical”. El truco del tapiado de ventanas siempre es así pero, además, en este caso se añade que en la transformación radical que pretenden venderte solo con la pintura, si sales del estado de abstracción que IG te provoca y te fijas en los detalles verás que además de pintar han cambiado los sanitarios, la grifería, los textiles y la mampara. Presupuesto total del “pinta facil tu baño”: 8.000 €. 


¿Y los que pegan papel pintado? Como vea un solo vídeo de Helena Tablada cambiando el papel de su casa salgo con una recortada a Leroy Merlin. ¿Cuántas veces va a cambiar el papel en su casa? Sinceramente, creo que tiene un toc. Tú no lo tienes y, además, no olvides cómo sudabas cuando tenias que forrar los libros del colegio de tus hijos o, cada Navidad, cómo blasfemas envolviendo. ¿De verdad crees que puedes empapelar la pared de tu salón y que quede recto, ajustado y sin arrugas? No, no puedes. Confieso que una vez, en un momento de debilidad, encargué un papel de esos para forrar un armario. ¿En qué estaba pensando? No lo sé, quizá fue con un bajón de azúcar. Llegaron los rollos, los abrí y me dije: ¿Qué haces? Cogí los rollos, fui a Correos y los devolví. Al volver a casa tenía la sensación de haber esquivado una bala. Todavía tengo escalofríos cuando lo recuerdo. Quién sabe si hasta hubiera grabado un antes y un después.


Yo no soy mañosa y tú, probablemente, tampoco. Si la mayoría de la población fuese mañosa no existiría Ikea ni habría cortinas cuyo bajo se puede pegar con velcro. Tampoco habría negocios de arreglos de costura ni manitas anunciándose con pegatinas en las farolas y las paradas de autobús y los chinos perderían una de sus principales fuentes de ingresos porque las ventas de disfraces se desplomarían.  


Hay que quitarse de esos vídeos porque, si te descuidas, causan un desazón injustificado. Tu casa es estupenda porque es tuya. Elegiste esos baldosines y esos muebles porque te gustaron, tienes fotos en las paredes porque quieres recordar tus buenos momentos, a ti cuando eras joven y alocada o a tus hijos cuando corrían a saludarte cuando entrabas por la puerta. No eres mañoso, no pasa nada, dedícate a otra cosa, a disfrutar tu casa por ejemplo, o a escribir cartas o dibujar panteras rosas con rombos. Haz el bizcocho que llevas haciendo veinte años, relee tu diario de los quince, cuando la sola idea de pintar puertas de color azul amanecer te hubiera parecido una majadería y una pérdida de tiempo. Túmbate a ver la tele, sal a dar un paseo, vete al cine, al Rastro o a comprar marcos para colgar más fotos en tu pasillo. Haz lo que sea, menos lo que se te da mal, lo que sea menos intentar ser mañoso. 


No lo eres. Y solo tienes dos días de fin de semana: son demasiado valiosos para perderlos creyendo que sí.


Hazme caso: ni lo intentes.



domingo, 18 de febrero de 2024

Podcasts encadenados: de pasos, novias y críticos




Escribo este texto el viernes a las nueve y media de la noche, con el ordenador en las rodillas, sentada enfrente de la chimenea mientras en la televisión, que tengo puesta para que haga de ruido de fondo y concentrarme, veo a Lee Marvin cantar I was born under a wandering star. Esta canción siempre me recuerda a mi madre porque es de sus favoritas. Ella está por ahí, con sus amigos, celebrando que alguno de ellos cumple ochenta años. ¿Por qué escribo ahora en vez de relajarme o acostarme después de una semana agotadora? Pues porque mañana celebro mi cumpleaños y va a ser un día completo: bajar a la compra a por los últimos detalles, cocinar lo que me falta, poner la mesa después de mil quinientas dudas sobre si la pongo dentro o fuera, preparar los aperitivos, volver a bajar a la compra a por lo que sea que se me ha olvidado y luego ya disfrutar con mis amigos que me exigieron que organizara comida que se prolongara hasta la merienda y la cena. En previsión de que mañana a estas horas esté o de juerga o destrozada de cansancio en el sofá jurando que es la última vez que celebro mi cumpleaños hasta los sesenta, escribo sobre los últimos podcasts que más me han gustado porque, para mí, este compromiso dominical es más importante que mi trabajo. 


Vamos a ello. 


The 13th Step aparecía en todas las listas de mejores podcasts de 2023, así que lo apunté para escucharlo en cuanto pudiera. Ese momento llegó en Navidad y con él me pasó lo que me pasa con los podcasts o los libros que me gustan mucho, que recuerdo perfectamente dónde estaba cuando lo estaba escuchando.


A lo mejor sabes, espero que por haberlo visto en muchas pelis y no por experiencia propia, cómo funcionan los grupos de Alcohólicos Anónimos con sus reuniones y su camino de 12 pasos que tienen que ir cumpliendo para conseguir superar la adicción. Se conoce como «el paso 13» al peaje que muchas mujeres, casi todas, pagan en estos grupos en forma de algún tipo de abuso/acoso sexual por parte de un hombre de ese grupo que puede ser incluso el sponsor o padrino. Por lo visto es muy habitual que se aprovechen de ellas contando con que están en una situación de vulnerabilidad física, mental y emocional. 


Lauren Chooljian es periodista y en 2020 publicó una noticia sobre un brote de covid en un centro de rehabilitación. Poco después recibió un correo diciéndole que eso no era lo peor que ocurría en esos centros y en otros del mismo dueño. Comienza a investigar, a tirar del hilo, y descubre una serie de alegaciones de abusos sexuales a expacientes por parte de Eric Spofford, un exadicto creador y dueño de todos esos centros en New Hampshire. El tipo se dedica a acosarlas cuando están a punto de salir del programa y deja un rastro de mensajes, fotopollas... El acoso se extiende también a empleadas. 


La publicación de las noticias, muy contrastadas e investigadas, desata una serie de consecuencias muy graves que, mientras lo escuchaba, me helaban la sangre. Chooljian es una periodista extrasolvente, con una gran capacidad para narrar todo el proceso de investigación y comprobación de fuentes sin que en ningún momento el oyente se aburra o se pierda. La narración funciona de manera excelente, el guión es estupendo y Lauren consigue un tono de cercanía y confianza que va creciendo según avanza la serie. Está muy bien dosificada toda la información, todas las veces que dice «luego lo explico», cómo mete el fact checking y las comprobaciones internas que el oyente, aunque no lo sabe, quiere escuchar. También la presentación de ambientes cada vez que cuenta dónde se entrevistó con alguien está muy bien hecha. Quiero detenerme en esto un segundo para explicarlo: Cuando estás escuchando un podcast, estás usando el oído pero al mismo tiempo estás viendo lo que te narran. Para que eso suceda, para que puedas verlo, necesitas que alguien te cuente si el entrevistado tiene 34 o 67 años, si es alto o bajo, si da la sensación de mantener la calma o tiene una risa explosiva. Necesitas saber, también, si la entrevista se ha hecho en un estudio o en la casa de la fuente o por Zoom o dentro de un coche. Esto, que parece de cajón, muchísimas veces se olvida confiando en que, como lo estás escuchando, no necesitas esas descripciones. Aquí, como he dicho, está muy bien hecho. Además, The 13th Step tiene música original compuesta especialmente para el podcast que a veces me recuerda a The Retrievals y a veces a Serial.


Por si todo esto fuera poco, si no hablas inglés estás de suerte porque tienes disponible las transcripciones de todos los episodios.


Es un podcast de la radio pública de New Hampshire, responsable también de Bear Brook (un true crime en un bosque del estado) y Patient Zero (sobre la enfermedad de Lyme) que me gustaron muchísimo. 


Con The Girlfriends me lo he pasado en grande. Lo cacé en otra lista con los mejores true crimes del 2023 pero no sé yo si lo calificaría así. Para que te hagas una idea: imagina una especie de crossover perfecto entre El club de las primeras esposas, Se ha escrito un crimen y Las chicas de oro. Una maravilla superentretenida. 


¿Qué cuenta The Girlfriends? Para empezar y marcar la diferencia, la narradora es Carole Fisher, una señora-señora, abuela, y esta es la primera vez que hace un podcast. ¿Y qué cuenta Carole? Pues se junta con sus amigas, que llevan juntas 40 años, para narrar la historia de Bob Bierenbaum, un cirujano plástico judío, joven y guapo que llega a Las Vegas en los 90 y se convierte en el soltero más solicitado de una ciudad donde hay pocos judíos, menos aún solteros y médicos. Allí sale con varias mujeres a las que comienza cortejando con citas de ensueño, vuelos en avioneta, viajes maravillosos, cenas, atenciones…, pero poco a poco todas se van dando cuenta de que hay algo raro en él: ataques furia, mentiras, acusaciones absurdas. Carole Fisher fue su novia por entonces, estaba en éxtasis con él, pero poco a poco se fue dando cuenta de que había algo raro. Cuando por fin lo deja, después de que él la acuse de haberle contagiado la sífilis, ella se reúne con amigas suyas que ya salieron con él y forman una especie de club en el que cotillean sobre Bob y empiezan a investigar.


No quiero destripar la trama porque es apasionante, como una peli de los 90 con cardados, excesos y brillos. 


The Girlfriends tiene cosas muy  buenas: la idea del club de mujeres contra el malvado, la estructura a partir del tercer episodio, la dosificación de la información y que Carole te cae bien como narradora porque es como tu abuela contándote una historia en la que ella es la protagonista. No tan bueno tiene que los dos primeros episodios están estructurados de manera algo regular y sobre todo la cantidad de publicidad que tiene: he contado hasta 3 y 4 cortes de más de 3 minutos con promo cruzada de otros podcasts que hacen la escucha un poco incómoda. A pesar de estas pegas lo recomiendo mucho porque tiene otros grandes aciertos como el personajazo que es la hermana (no te digo de quién para no reventarlo) y la música, con un coro femenino que resulta un grandísimo acierto, da esa idea de hermandad frente al peligro que acecha a las mujeres. Y si llegas al final... pelos de punta. 


Lamentablemente no tiene transcripciones.


Breves: 


En español, y como seguro que has visto La sociedad de la nieve, de la que por supuesto te sabías la historia porque aquí todos tenemos más años que un bosque, te recomiendo muchísimo Andes. 72 días en la montaña, un podcast uruguayo que se estrenó en 2022 para conmemorar los 50 años de la tragedia. Es estupendo, completísimo y aunque creas que ya lo sabes todo de aquel suceso en sus nueve episodios hay elementos nuevos. Si te animas, me gustaría que te fijaras en la manera en la que, en el primer episodio, nombran a todos los pasajeros del avión sin hacer una lista, sin que resulte aburrido, consiguen nombrarlos a todos, los 45, y perfilarlos como personas y no como nombres solo con un par de líneas sobre ellos. Es también muy interesante el episodio final que va más allá del rescate, la fama y la gloria y se centra en los aspectos no tan bonitos de la hazaña. 


Me encantó este episodio de The Ezra Klein Show: How to Discover Your Own Taste, con Kyle Chayka, un periodista de The New Yorker. Hablan sobre cómo construimos lo que nos gusta y lo que no. Este episodio me gustó tanto que me inspiró para escribir esto y esto


Por último, mi nueva adicción y por la que voy a hacer campaña hasta que consiga que te enganches, es Critics at Large de The New Yorker. Es una especie de La Cultureta en inglés con tres críticos de la revista: Vinson Cunningham, Naomi Fry y Alexandra Schwartz. Son tan listos, tan cultos, tan inteligentes y tan divertidos que, si no fuera porque además de todo eso tienen una química maravillosa, me darían muchísima rabia y puede que incluso los odiara. El caso es que me encantan: cada jueves, en cuanto el episodio nuevo cae corro a escucharlo. Para empezar te recomiendo éste: The Case for Criticism, en el que reflexionan sobre el papel del crítico cultural, cuáles deben ser sus características y si ahora tienen sentido o no. Me encantan. 


Te recuerdo que si quieres unirte al Club de Podcasts Encadenados, el próximo 3 de marzo haremos la primera sesión para comentar los dos primeros podcasts seleccionados y que puedes suscribirte para saber qué vamos a escuchar, participar en el chat en el que estamos ya comentando algunas cosas y saber cómo será nuestra primera videollamada. 


Suficiente por hoy. Si escuchas algo, por favor, ven a contármelo: me hará mucha ilusión.

lunes, 12 de febrero de 2024

12 de febrero. Cincuenta y un años

 

Hoy cumplo cincuenta y un años. Y lo siento como si el paso que doy hoy fuera a inclinar el balancín de mi existencia hacia abajo. De alguna manera en mi cabeza mi vida aparece ahora como uno de esos columpios en los parques que son una gran viga con asientos a los extremos. Un balancín en el que, al principio, tu padre o tu madre son los que se sientan en un extremo mientras que tú, gorjeando de excitación, con apenas un par de años, disfrutas de ese súbito impulso hacia arriba provocado por su peso y del salto que das al bajar. A ese columpio vuelves después a impulsarte tú solo, a hacer el cafre con tus amigos cuando todavía eres niña y, a veces, cuando te enamoras las primeras veces y te sientes tan ligero y tan seguro de la felicidad que estás sintiendo, vas con tu novio a sentarte en ese balancín y a reír y gorjear hasta que no puedes más y corres a morrearte como si no hubiera un mañana. Y no lo hay, no hay un mañana de sentirte así de ligero… pero todavía no lo sabes.  


En mi cabeza, estos últimos días y mientras pensaba en este día, veía mi vida como un caminar por ese balancín. Primero trepando, casi gateando para ir subiendo hasta que mi vida tuvo bastante peso como para mantener el equilibrio, a veces a duras penas, y avanzar, sin caerme, hasta llegar al centro de ese balancín. En el último año, el cincuenta, he estado plantada en el medio. Casi puedo verme con las piernas un poco separadas, las manos en jarras y la cabeza bien alta sintiendo: «Lo logré. Aquí estoy, en el punto medio. He aprendido lo que tenía que aprender. Está hecho». 


Y, de repente, tengo que dar el paso hacia los cincuenta y uno y la barra empieza a inclinarse hacia el otro lado, hacia abajo. Sé que es una tontería, que no es más que una proyección mental y que no tiene sentido, pero así lo siento. Cincuenta y uno es empezar a descender lentamente. Es una sensación rara porque al mismo tiempo me pasa que ocurre algo curioso, sobre todo en el trabajo. Voy a reuniones, a actos, a entrevistas y tengo que pararme y pensar conscientemente que soy la persona de mayor edad ahí. Todos los demás son más jóvenes y algunos ni siquiera habían nacido cuando yo ya sabía que la ligereza de los primeros enamoramientos se acaba. Hago un esfuerzo entonces por pensar en cómo me verán ellos. ¿Cómo veía yo a la gente de cincuenta años cuando tenía veinticinco, treinta o treinta y seis? No me acuerdo. ¿Es esto algo bueno? ¿No me acuerdo porque me parecían gente cabal, con las ideas claras y la vida más o menos entendida o no me acuerdo por que ni los veía? No lo sé. 


Me preocupan cosas como empezar a repetir las mismas historias una y otra vez, que se me olviden otras, empezar a decir «antes todo era mejor». ¿En qué momento dejé de saber qué música era la que más se escuchaba? ¿Es porque ahora hay demasiada o porque ya no me toca saberlo? Recuerdo perfectamente cuando mi madre cumplió cincuenta, mi padre todavía vivía y tiró la casa por la ventana. Le compró un Rolex de oro ,que era su gran ilusión, y un viaje a París a pesar de que a él no le gustaba viajar. Fuimos a El Escorial a comer y cuando le dimos el reloj mi madre se puso a llorar y no paró en toda la comida mientras nosotros cinco nos poníamos morados. Al llegar a casa, ellos dos salieron al jardín y al tiempo que nosotros cuatro les mirábamos desde la ventana mi padre le dijo que se iban a París. Más llorera sin fin por parte de mi madre que no se lo podía creer. Recuerdo cómo la veía entonces, cómo la sentía. ¿Cómo me ven ahora mis hijas? No puedo preguntárselo; eso no se pregunta porque, ahora mismo, no hay respuesta. La habrá dentro de veinte o treinta años, esté o no esté yo aquí. 


A lo mejor parece que me preocupa cómo me ven los demás, ahí subida en mitad del balancín con la cabeza erguida y los brazos en jarras, pero no es preocupación, es curiosidad. Muchas veces he leído o escuchado a gente mayor decir que cuando envejeces te miras en el espejo y piensas: no puedo ser esta persona, yo me siento igual que cuando tenía 15, 25 o 30. A mí no me pasa eso, más bien al contrario. Me parece increíble compararme con la persona que era antes. El otro día pensé que, pasado mañana, se cumplirán diez años desde que me divorcié. En estos diez años han pasado tantas cosas, buenas y malas, que sé que no soy ni de lejos la que era hace diez años. No soy mejor pero sí estoy mejor. 


Han dejado de preocuparme muchísimas cosas, casi todas de hecho. Me preocupa mi salud y la de mis hijas, me preocupa que se me pase la vida sin tener tiempo para todo lo que quiero hacer, leer, aprender, escribir, para ir a todos los lugares que me apetece visitar. Me preocupa que se me hagan muy largos los catorce años que me quedan para jubilarme y que, al pensarlo ahora, creo que marcarán el momento en que gorjearé feliz al tocar el suelo en el balancín. 


A partir de ese momento jugaré en la arena. 


Estoy mejor. 


Cincuenta y un años.


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miércoles, 7 de febrero de 2024

Lecturas encadenadas. Enero

Iba a empezar diciendo que, contra lo que parece ser una opinión generalizada, a mí enero no me ha parecido eterno y creo que para la mayoría de la gente, si se sienta a pensarlo despacio, tampoco ha sido así. ¿Cómo va a ser largo un mes que empieza el día 8? Pues iba a decir que no me ha parecido eterno, pero pero pero ha tenido que ser largo porque han caído cuatro lecturas encadenadas. 


Al lío. 


«Pienso que deberíamos bailar como si nadie nos mirara. Creo que también se aplica a la lectura».


La primera lectura del año fue Invernando. El poder del descanso y el refugio en tiempos difíciles, de Katherine May. No sé a quién le vi este libro o quién me lo recomendó pero lo encontré en julio en la librería de Cercedilla y lo compré esperando que llegara el invierno para cogerlo. A pesar de que el invierno ha llegado muy flojito, leí Invernando como se debe leer: con algo de frío fuera, sin prisa, en las tardes lentas de sofá, manta y chimenea y quedándome dormida a ratos de pura placidez, no de aburrimiento. 


Katherine May es inglesa y vive en un pueblecito de costa. Está casada, tiene un hijo de seis años y el libro comienza el día que ella cumple 40 y su marido tiene que ser hospitalizado por una mala apendicitis que se complica muchísimo y hace que toda su logística familiar, mental y sentimental se tambalee. Ella decide entonces dejar su trabajo porque no puede más y, a pesar de que no lo menciona en ningún momento, parece estar sufriendo una depresión. El libro se organiza en capítulos dedicados a los meses de invierno (y otoño) desde octubre a marzo y es un recorrido curativo por la necesidad de recogerse, de refugiarse, de quedarse en casa a salvo cuando estás tan frágil que todo te duele. Esto es algo que es mucho más fácil de hacer en invierno y que, para los que nos gusta, es a la vez que sanador muy placentero. 


Invernar como concepto, volverse hacia dentro, descansar, coger fuerzas, disfrutar de estar solo, de la oscuridad, del silencio. No quiero que pienses que es un libro sobre el invierno: es un libro sobre los procesos necesarios de invernación en los que todos vamos a estar en algún momento de nuestra vida. No se trata de luchar contra ellos, hay que pasarlos, atravesarlos y saber que forman parte de la vida. May lo explica muy bien. 


«Todo el mundo invierna en algún momento, los hay que inviernan una y otra vez. La invernación es una temporada en el frío. Un periodo de barbecho en la vida en el que estás desconectada del mundo, te sientes rechazada, incapaz de progresar u obligada a desempeñar el papel de extraña. Puede ser consecuencia de una enfermedad o de una experiencia vital, como la viudedad o la llegada de un hijo, puede deberse a una humillación o a un fracaso. Puede que te encuentres en un periodo de transición y hayas caído temporalmente entre dos mundos. Algunas invernaciones nos invaden más despacio, acompañando el largo final de una relación, las responsabilidades cada vez mayores de cuidar a nuestros padres según envejecen, el goteo de la confianza perdida. Algunas son espantosamente repentinas, como descubrir un día que tus capacidades se consideran obsoletas, que la empresa en la que trabajas está en bancarrota o que tu pareja se ha enamorado de otra persona. Llegue como llegue, la invernación suele ser involuntaria, solitaria y profundamente dolorosa».


Katherine habla de todas estas cosas relacionadas con las sensaciones y los sentimientos y también escribe sobre el invierno en Finlandia, sobre los renos, la cultura sami, los problemas por la falta de luz o de esos grupos de gente loca, a mi modo de ver, que se junta para bañarse en las aguas heladas del mar durante todo el año. Ella misma decide hacerlo y, claro, lo encuentra curativo. Me pregunto si lo hubiera contado en el libro de haberle parecido una chorrada o si no hubiera sido capaz más que de meter un pie antes de volverse a casa. 


«Un día de nieve es un día salvaje, unas vacaciones espontáneas en las que se invierten las tornas [...]. Parece que el invierno está lleno de esas invitaciones pasajeras a salirnos de lo ordinario. Puede que la nieve sea bella, pero también es una estafadora. Nos ofrece todo un mundo nuevo pero, en cuanto nos tiene convencidos, desaparece».


Invernando es un libro bonito, trata sobre la tristeza, la sensación de sentirte de porcelana, a punto de romperte y la necesidad de recogerte. Habla del frío, la nieve, el viento y la falta de luz y cómo puede llegar a ser reconfortante. May asocia el invierno con la depresión, dándole un poso de tristeza que yo no comparto para nada porque a mí lo que me hunde es la primavera pero, en resumen, sí lo recomiendo a pesar de esto y de que al final flojea. 


«Nosotros, que hemos invernado, hemos aprendido unas cuantas cosas. Ahora las contamos como aves. Dejamos que nuestras voces llenen el aire».



Los abandonos, de Russell Banks, fue mi siguiente lectura. A este autor llegué, cómo no, por Juan Tallón: «¿No has leído nada de Russell Banks?» «No, ¿por dónde empiezo?» Y entonces él me mandó un pantallazo con cuatro títulos señalados en amarillo. Esto debió de ser hace seis o siete meses, ya que a Juan, como él a mí, le hago caso siempre pero no muy deprisa, porque si no se crece y se viene arribísima. Y no hay nada peor que un amigo subido a la parra. Cuando conseguí éste, le mandé una foto y me dijo: «Yo no te recomendé ése». Menos mal que tenía la foto guardada. 


Me ha gustado bastante aunque al final naufraga un poco y da unas cuantas vueltas innecesarias a una novela que funciona como un tiro hasta ese momento. Leonard Fife (me encantaría saber en qué momento a Banks le pareció que este nombre funcionaba) es un director de cine canadiense que se está muriendo de un cáncer terminal. Uno de sus antiguos alumnos le ha convencido para una última grabación en la que quiere que hable de su vida, su trabajo como documentalista, sus influencias, … en resumen: de su arte, para hacer una película sobre él. Con ese propósito, un grupo de 4 personas (sonido, producción, dirección y luces) se reúnen en el piso de Leonard en el que también está Emma, su mujer, y la enfermera que lo cuida. Leonard sin embargo decide salirse de lo pactado y lo que hace, frente a la cámara, es repasar su vida sin mentir, quiere que su mujer sepa quién es él de verdad, cómo llegó a Canadá desde Estados Unidos y cómo era su vida. No voy a destripar la trama, pero es impresionante el manejo de los flashbacks y de la voz narrativa que tiene Banks. Cómo consigue llevarte a la vida de Leonard de joven, a sus pensamientos, sus sensaciones, su manera de ver el mundo para, al pasar la página, encontrarte de nuevo con el Leonard anciano y enfermo, en su salón con las cortinas echadas y el gotero de la morfina enganchado. 


Al terminarlo me pregunté si al hacernos viejos, si al sentir que se acerca la muerte, todos sentimos o sentiremos la necesidad de repasar nuestra vida, de recontárnosla para darle sentido a lo que hemos vivido, para cerrar ese círculo. 


«El final de la infancia no existe, le dice a Emma. Solo es la inocencia - la primera infancia - lo que en realidad termina. Entonces es cuando verdaderamente empieza la infancia, que es un territorio, no un límite. Y es enorme, llega hasta la vejez y la muerte».


En la Cuesta de Moyano compré un domingo De ratones y de hombres, de John Steinbeck, en una edición antigua de Edhasa en tapa dura. Tenía la vaga idea de que lo había leído en su día, cuando me dió por Steinbeck por primera vez, pero apenas lo recordaba. Cuando empecé a leerlo me venían flashes a la cabeza, así que con seguridad ya lo había leído pero da igual: Steinbeck siempre merece una relectura. 


Es un libro tristísimo, con una tristeza inexorable que te agarra desde las primeras líneas. Es una sensación de pena abrumadora de la que no puedes escapar. Me recordó a La lluvia amarilla, de Llamazares. Sabes que la desgracia será inevitable, que esos personajes solo quieren una vida mejor, no una vida grande ni lujosa ni diferente. Todos ellos lo único que ansían es una casa y gente que les quiera. Cosas que en su día tuvieron y que la vida les arrebató. Sueñan con lo mínimo y no van a tenerlo. El lector tiene un punto de vista omnisciente y lo sabe y aún a sabiendas de que no ocurrirá, lees esperando que se produzca el milagro, que todo acabe bien, que la desgracia no les alcance. Sobre De ratones y de hombres se dice que es una especie de ensayo de Las uvas de la ira (que es lectura imprescindible) pero creo que también lo es en cierto modo de Cannery Row, aunque en mi novela más favorita del mundo todo tiene un tono más luminoso, brillante, feliz casi. Aquí no, aquí solo hay una sensación de desamparo muy profunda que no hace más que acrecentarse según avanzas. No es la pobreza extrema de Las uvas de la ira (aquí los personajes comen) ni la soledad de La lluvia amarilla: no están solos pero caminan hacia un destino que sabes que no les dejará escapar. Que ese destino sea las malas artes de una mujer que ni siquiera tiene nombre resulta un poco escandaloso en 2024 pero, en realidad, la mujer no es más que un instrumento, sabes que ninguno de los dos protagonistas tendrá un final feliz. Sencillamente no les toca. 


¿Recomiendo De ratones y de hombres? Por supuesto que sí. De Steinbeck lo recomiendo todo menos La perla, que es insoportablemente cursi. 


La última lectura del mes también tiene que ver con el invierno, se titula Ventisca y es de la autora francesa Marie Vingtras. Tampoco recuerdo a quién se lo vi recomendar pero debió de ser a alguien de quién me fío porque lo pedí a los Reyes. Es una novelita bastante correcta ambientada en Alaska durante una terrible ventisca. Aquí el invierno y el frío no son los protagonistas, son más bien un escenario, un decorado para un thriller que se construye con capítulos muy breves protagonizados cada uno de ellos por un personaje: cinco hombres, una mujer y un sexto hombre del que nunca «escuchamos» sus palabras pero que es la razón última por la que todos están en ese día en medio del viento y la nieve. 


Es una pena que el personaje que debería tener más peso y ser más interesante, aquel sobre el que orbitan todos, se quede bastante pobre frente a otros que crecen demasiado, como el de la mujer o el del hombre negro (Freeman se llama, un poquito obvio). 


«Volveré a abrir esa puerta y volverá a ser demasiado tarde. Lo único que sé hacer es llegar siempre después, cuando lo peor ya ha pasado».


Como he dicho es correcta. Es aséptica. Se lee con facilidad, entretiene y tiene un giro final que, aunque previsible, le da cierta gracia. Acabará siendo una peli seguro. 


No ha sido un mal comienzo del año. Ahora mismo estoy leyendo sobre una isla griega pero de eso ya escribiré en febrero, cuando el invierno esté a punto de terminar. 


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