martes, 29 de mayo de 2018

Cuidaremos de ellos

No puedo escribir tonterías cuando la muerte llega a mi entorno. Y no puedo hacerlo no porque crea que es frívolo o inadecuado o inapropiado, sino porque hoy, durante las horas que paso esperando a poder ir a abrazar a mis amigos, a los hijos de Coca, solo pienso en finales, en la vida cuando se termina y en lo incongruente que es que yo me haya levantado, desayunado y preocupado por la ropa interior que llevo mientras ella ya no está. No puedo escribir porque no puedo dejar de pensar en mi amiga Guada y en sus cuatro hermanos, todos entrelazados por vínculos de amistad, amor, familia y noviazgos más o menos largos con toda mi familia hasta quedarnos sin palabras para definir las relaciones que nos unen. No puedo escribir nada sobre el duelo, la pena, la ausencia porque hoy toca ser de corcho. No tiene sentido hablar del vacío que se abre, del consuelo que buscarán, de la calma analgésica que encontraran en algunos recuerdos y el dolor punzante con que otros, mínimos, casi insignificantes les causarán. No puedo escribir nada que sirva para aliviar el dolor de mis amigos ni para tratar de explicarles la perplejidad que sienten ante el encontronazo con la muerte. No puedo escribir nada y tampoco sabré que decirles, cuando vaya a verles, que les reconforte porque todavía no saben que necesitan consuelo. No puedo escribir nada porque hoy la muerte se ha tragado el aire a nuestro alrededor. 

Hoy tenía pensando escribir sobre todas las cosas que no puedo. Había redactado mentalmente las diez primeras líneas. En mi cabeza el sonido del encadenamiento de los sucesivos «no puedo» tenía ritmo, armonía y gracia. Creo. No puedo recordarlos  porque ya no importan. Hoy solo puedo escribir que ya no escucharé su voz diciéndome: «¡Hola riberita!» y que la muerte es eso, las cosas que ya no serán nunca más. 

Hoy solo quiero escribir: Adiós Coca, cuidaremos de ellos. ¡Qué putada es morirse! 


viernes, 25 de mayo de 2018

Ensayo sobre la ropa

Hay gente que ordena la ropa por colores, por tejidos o por funcionalidad. Yo la clasifico en grupos que no tienen nada que ver ni con colores, ni con  los tejidos, ni siquiera con que sea de verano o de invierno, de fiesta o de diario. Mi ropa se organiza por sensaciones. 

Para empezar tengo la ropa de arropar. En mi segundo año en el campamento de Comillas mi madre me compró una sudadera azul marino con un pequeño dibujo de un gatito y la leyenda Cool Cat. Tenía trece años y me la compró crecedera. En el segundo lavado en el campamento dejó de ser crecedera y pasó a ser enana pero ha crecido conmigo porque a pesar de que sus mangas apenas me llegan a los codos y casi casi me queda ombliguero, la sudadera de Cool Cat sigue conmigo. Tiene agujeros  hermanados con manchas que ya han pasado a ser un estampado más, la goma  hace tiempo que dejó de ser elástica y hay un par de hilos en los puños de las mangas que me cuido muy mucho de tocar porque creo que si tiro de ellos el delicado equilibrio que mantiene la sudadera de Cool Cat viva se vendrá abajo y desaparecerá. La tengo en Los Molinos y me la pongo cuando tengo frío aunque haga cuarenta grados, para dormir cuando tengo pesadillas y me la pongo para escribir cuando no se me ocurre nada. De arropar son también unos vaqueros anchos, heredados de mi cuñado, que me puedo poner y quitar sin desabrocharlos. Están desgatados, los bolsillos están llenos de agujeros y los bajos se están poblando de hilos. Me los pongo cuando me siento libre, traviesa y con ganas de hundir las manos en los bolsillos.  

Tengo también ropa con historia, con más años que yo. Un traje fucsia de mi abuela, la famosa camisa de leñador de mi abuelo, un esmoquin de mi abuelo arreglado para mí que no me he puesto jamás, un abrigo de paño negro con botones como mi puño y con el que me gusta dar vueltas por la calle solo para ver como sus faldones giran a mi alrededor. Un par de faldas hippies de mi madre antes de ser mi madre que llevo guardando años y que, por fin, este año han vuelto a estar de moda. Es ropa recordatorio, me recuerda quién estuvo en mi vida antes de que yo llegara a ella.  

También tengo, como casi todo el mundo, ropa absurda, ropa ridícula que no tiene nada que ver conmigo pero que de alguna manera llegó a mi armario y se resiste a ser eliminada. Llegó cuando intenté ser otra persona y me salió regular. La mantengo por si acaso, en un rapto de valor o por un ictus como el de mi padre, me convierto en otra persona y me atrevo a llevar una falda de leopardo de mujer fatal y un jersey negro de cuello vuelto que a mí me parece demasiado ajustado. Tengo también un abrigo verde de lana de pelos que pica y que me hace parecer un melón gigante fuera de temporada. No lo tiro porque me costó una cantidad absurda de dinero. A lo mejor estoy esperando a ser vieja y espigada y parecer un espárrago cuando me lo ponga. 

En otra categoría está la ropa que no me gusta pero que me han regalado. Nuestras trayectoria vitales se cruzan poco tiempo porque solo se mantienen conmigo el tiempo suficiente para que el regalador me vea con ella puesta... para después desaparecer misteriosamente. (Mi hermana tiene la teoría de que si le regalas algo a alguien y la siguiente vez que le ves lo lleva puesto, es que no le gusta y se lo ha puesto solo para que tú lo veas. He comprobado esa teoría y es cierta). Tengo también ropa de disfrazarse, de parecer respetable, de ir a reuniones, de aparentar profesionalidad.  Ropa de explicar cual es mi trabajo y ropa de ir a fiestas a las que no quiero ir. Tengo ropa de Los Molinos que no resiste la vida de ciudad ni estar lejos de las montañas, es el abuelo de Heidi en mi armario, su sitio es allí y cuando por error la traigo a Madrid  está incómoda, desubicada, como un pulpo en un garaje. Hay pijamas viejos, desfondados, hartos de dar vueltas y ropa de estar en casa con la que, a veces, salgo a la calle para airearla, para que no crea que me avergüenzo de ella, que no confío en su aspecto. 

Y luego está la ropa de ser feliz. No es ropa que me haga feliz porque eso no existe o, por lo menos, no existe para mí. La ropa de ser feliz tiene una historia, sé cuándo, cómo y con quién la compre y cada vez que me la pongo recuerdo todo aquello. Era feliz y esa ropa estaba allí  para que yo la comprara, para ser para siempre un recordatorio de aquel momento feliz. El otro día entré en una tienda casi por casualidad, en una percha colgaba una falda de rayas de colores. La vi y me gustó, pero fue al probármela cuando supe que tenía que comprarla. Ahora cuelga en mi armario esperando el día para estrenarla.Va a ser una falda de ser feliz, igual que el vestido blanco de la tienda de Toulousse o la chupa verde de Normandía. ¿Por qué lo se? Porque sí, porque es lo que le pega. Porque hay ropa que es para ser feliz. 

Quizás mi armario no sea el más ordenado del mundo, quizás sólo parezca ordenado pero en mi cabeza todo tiene sentido. 


jueves, 24 de mayo de 2018

La depresión te borra: Los días iguales en televisión



«La esperanza de curarte es una visión que cuando estás en la depresión no tienes porque la depresión te borra. Eres incapaz de acordarte de cómo eras antes y eres incapaz de pensar que esto que te está pasando, que estás sufriendo vaya a a tener un fin»





Hablar de lo que escribes es siempre complicado, hacerlo en televisión lo es aún más pero creo que lo hice medianamente bien.



lunes, 21 de mayo de 2018

Cómo sobrevivir a la vergüenza adolescente

Vas por la vida tan contenta y, un buen día, al cruzarte con una de tus hijas por la calle, por tu calle, justo delante de tu portal recibes un golpe de nueva realidad maternal entre las cejas que te deja conmocionada. 

«¿Ha ignorado mi saludo? ¿Ha girado la cara para no verme? ¿Ha hecho como que no me conocía?» 

No puedes creerlo y te auto engañas porque, al fin y al cabo, ya tienes una trayectoria como padre y sabes que el auto engaño es una de las herramientas más útiles en  la crianza. «No me habrá visto, es tan despistada» El auto engaño expande su efecto tranquilizante sobre ti, haces un triple carpado sobre cualquier preocupación y subes a casa. Al cabo de un rato, tu hija entra por la puerta. 

—Hola cariño, ¿Qué tal el cole?
—Mamá, por favor, no vuelvas a saludarme si nos encontramos por la calle. 

La maravillosa campana de autoengaño se resquebraja y cae hecha añicos a tus pies. 

—¿Qué? ¿Qué tontería es esa?
—Es que me avergüenzas. 
—¿Qué yo te qué? ¿Por saludarte? 
—Sí. 
—Cariño, una cosita. ¿No crees que es mucho más ridículo que nos crucemos por la calle y nos ignoremos teniendo en cuenta que todo el mundo en este barrio y en esta calle sabe que eres mi hija?
—No, y sí ya lo saben no hace falta que se lo recordemos. 

Tu hija sale de la cocina y mientras barres los trocitos de autoengaño piensas que ya has llegado a la etapa en la que tus hijos se avergüenzan de ti. Se avergüenzan de tener padres. Tú recuerdas perfectamente esa etapa de tu adolescencia. Todo lo que decían tus padres te daba vergüenza, ¿por qué? No lo sabes, no lo recuerdas, quizás no lo supiste  entonces. Seguro que no lo sabías. No era una decisión consciente, sencillamente de la noche a la mañana te daban vergüenza. Era una sensación, un sentimiento. «Mamá, por favor, qué vergüenza». Eso es. Eso les pasa tus hijas. 

Repasas tu imagen, tu porte, tus palabras. Jo. Tú no eres tu madre, no las avergüenzas delante de las dependientas ni las regañas en público. Tú molas ¿por qué se avergüenzan? Sabes que no hay un motivo, una causa justificada pero algo tienes que hacer. Destruido el escudo protector del auto engaño, la inseguridad y la inquietud recorren tu personalidad  maternal. Y si ¿se avergüenzan de ti porque te comparan con otros padres que les molan más? A ver, que tú ya has pasado la etapa esa de "los demás lo hacen mejor que yo", sabes de sobra que cada uno lo hace como puede y que incluso el que parece merecer el Premio Nobel de la Paternidad tiene sus ratos de ¿En qué estaría yo pensando cuando decidí tener hijos? y se desespera cuando sus hijos dejan todo tirado por el suelo. Sabes que tú lo haces igual que otros padres pero quizás, el truco para que tus hijas superen esa absurda vergüenza con respecto a ti, sea molarles muy fuerte a sus amigos. Sí, lo sabes, es rastrero, infantil y muy de instituto americano pero parece más accesible que conseguir que tus hijas vuelvan a saludarte por la calle por decisión propia. 

Por supuesto que no se trata de cambiarte el peinado, vestirte de adolescente ni empezar a cantar las canciones del momento pero te esfuerzas en ser la perfecta madre para los amigos de tus hijas. Esto es: eres el mayordomo de Downton Abbey, invisible cuando no se le necesita pero siempre alerta para suplir de bebidas, pizza o un buen desayuno cuando hace falta. También, como el mayordomo, eres una esfinge y eres capaz de permanecer callada y sin hacer ningún gesto malinterpretable cuando escuchas conversaciones en las que querrías entrar a saco para dejar las cosas claras, para decirle a tus hijas: «no, no, no digas eso» o, por el contrario, para aplaudirlas como una hooligan enloquecida llevándolas a hombros y gritando: «esa es mi niña, la más lista». Permaneces en la sombra, al otro lado de la puerta, atenta pero sin intervenir hasta que llega el momento de salir, saludar, agradecer a los visitantes su visita y despedirles en  rogando que vuelvan cuanto antes a vuestra humilde morada. 

—¿Lo he hecho bien, chicas?
—Muy bien. Nosotros no nos hemos creído nada pero ellos dicen que molas mucho porque no eres nada pesada. La próxima vez, igual. 

Reto conseguido. 


miércoles, 16 de mayo de 2018

A veces los extraños son casa


«Hace diez meses perdí un hijo» 

El aire de la librería se congeló y todo empezó a girar a nuestro alrededor. De pronto, una agradable conversación sobre libros, entre tres completas desconocidas, se había abierto como un agujero negro y nos había engullido. Los lomos de colores de los libros giraban a mi alrededor, me sentí engullida por un tornado que estrechándose me empujaba a abrazar a la desconocida de dulces ojos azules que había dicho «Hace diez meses perdí un hijo».

No dijo murió o se mató, dijo «perdí un hijo» mientras acariciaba la portada de mi libro. Luego, levantó la mirada, nos sonrío y consiguió parar el torbellino y que el aire recuperara su temperatura. La librera y yo volvimos a respirar. Ella corrió a la estantería, cogió un libro y se lo enseñó: «no te va a ayudar, nada te va a ayudar pero...» Yo seguía mirando como acariciaba la portada de Los Días iguales que tenía entre las manos. «Creo que hoy no, pero volveré otro día y me llevaré estos dos libros, el tuyo y el que me has recomendado» 

Quise abrazarla. Lo pensé. Lo sentí. No lo hice, solo le rocé el brazo. «Lo siento»

«No sé porqué os lo he dicho. Es la primera vez que lo digo en alto. Yo misma estoy sorprendida» 

A veces, los desconocidos se convierten en un lugar seguro porque son  folios en blanco que no te juzgan, ni esperan nada de ti. Con los desconocidos no tienes que fingir. En ellos puedes  escribir algo desde cero, expresar con ellos algo sin historia, sin pasado. «Hace diez meses perdí un hijo» No sintió la necesidad de decir que su hijo estaba muerto porque eso ya ocurrió, ya pasó, su hijo ya no está... no va de él, de su muerte. Va de ella, lo perdió y continúa perdido, lo está para siempre, perdido para ella. 

Quiero pensar que decirlo en voz alta la ayudó, fue soltar un poco de peso, dejar escapar la presión, abrir la válvula. Quiero pensar que algo en aquella librería, en nuestra conversación sobre leer y escribir le pareció acogedor, le pareció adecuado, le pareció un lugar seguro pero ojalá la hubiera abrazado. 


lunes, 14 de mayo de 2018

Y volví a mi colegio

La matière de rêves. Nino Migliori
El sábado volví a mi colegio. Han pasado veinte años desde la última vez que entré en su capilla. Está exactamente igual. «Mamá, es enorme» me dijo María. Y sí, es enorme. La última vez que estuve allí me senté en el primer banco y cuando me atreví a mirar hacia atrás, recuerdo sentir miedo por la cantidad de gente que había apiñada en los bancos, de pie en los pasillos, al fondo en varias filas. Me abrumó pensar que toda aquella gente fuera a venir a saludarme. Era el funeral de mi padre. 

Les enseñé a mis hijas la galería, la portería, el comedor en el que sí había cambiado algo, las sillas y el pasillo en el que hacíamos fila para coger las bandejas y pasar por el autoservicio. Les conté que me encantaban las croquetas y que odiaba el ragú y el pollo con aspecto de sufrir alguna enfermedad hepática flotando en una gelatina repugnante. Les conté que en mi colegio las lentejas se comían con tenedor y que en casa no comemos melocotón en almíbar porque ya lo comí todo allí. 

Les hablé de la sala rosa. «¿Era rosa?» El suelo era de falso mármol rosa y de ahí tomaba su nombre. En las sillas de aquella sala comprendí que jamás superaría un test psicotécnico con buena nota porque cuando llegaba a los ejercicios de «Gire usted la figura para saber con cual de las propuestas encaja» perdía rápidamente el interés y empezaba a contestar al tun tun. Sigo ocurriéndome cuando me enfrento a esos tests, al llegar a esas preguntas me desconecto por completo y me limito a poner cruces sin ningún tipo de criterio. Supongo que por ahí hay gente preguntándose cómo es posible que conduzca o sepa atarme los cordones.  (Había escrito condones, quizás esos tests sí nos dicen cosas) 

Cruzamos el pasillo del comedor. Les conté el día en el que durante una reunión de padres, creo que era la copa de Navidad,  en ese comedor, una amiga mía vino y me dijo «he visto un padre guapísimo, tienes que conocerlo». Con dieciséis años que haya un padre guapísimo te parece algo tan irreal que, por supuesto, la seguí para echar una ojeada a ese padre guapísimo que sin duda alguna se había colado en aquella reunión. Era mi padre. Fue un shock descubrir que era guapísimo. 

Después me sometí a la gran prueba de amor maternal y ridículo vital que es enseñar a tus hijas adolescentes tu foto en la orla de COU. Dieciocho años, tupé, hombreras, pañuelito al cuello, cara de pan. Un espectáculo. Por supuesto y cómo quería que de este viaje al pasado extrajeran una enseñanza vital, les enseñé las fotos de mis hermanos que también están en aquel pasillo. «Tened cuidado con las fotos que os hacéis que luego quedan para siempre» (A mis hermanos les pareció regular ese astuta maniobra para compartir el ridículo)

Al bajar la cuesta para volver al coche pensé que me da igual mi colegio, que es uno de esos lugares de mi infancia que me son totalmente indiferentes. No sentí nostalgia volviendo allí, ni emoción, ni curiosidad. Es curioso como lugares en los que has pasado muchísimo tiempo caen en el barranco de la indiferencia y otros en los que quizás solo has estado una temporada corta permanecen siempre llenos de significado. 


jueves, 10 de mayo de 2018

Los Días Iguales y la ballena

«En 1970, en un pequeño pueblo de Estados Unidos, una enorme ballena, más grande que esta sala, apareció muerta y varada en la orilla de una de sus playas.  Los lugareños, no sabiendo cómo deshacerse de aquello,  decidieron colocar cargas de dinamita debajo. En el vídeo, disponible en YouTube, se puede ver cómo un presentador bastante parecido a Donald Trump retransmite toda la situación. Él sujeta el micrófono, detrás al fondo se ve la ballena y a una serie de obreros colocando las cargas y al resto de los lugareños contemplando el espectáculo, haciendo picnic, esperando el resultado. Mientras ves el vídeo tienes la sensación de que no es buena idea, parece molona, parece chula pero el resultado no está claro que vaya a ser el esperado. Todo transcurre según el plan de los expertos, tras colocar las cargas, los técnicos se apartaron a la distancia que ellos creyeron prudencial y con las cámaras en marcha y el presentador retransmitiendo muy emocionado procedieron a explotarla. El resultado fue que una lluvia de trozos de ballena destrozó coches, hirió a varios espectadores, acabó en las barbacoas de los que hacían picnic y los bañó a todos en sangre y restos orgánicos. Un completo despropósito.

¿Por qué hablo de esta ballena? Porque fue en lo más duro de mi depresión cuando yo vi aquel vídeo. Era agosto de 2014 y estaba en el Perigord francés con Juan y con Paloma. Estábamos alojados en el apartamento Jocelyn Baker y cada noche, al volver de recorrer la zona Juan me ponía vídeos o me contaba anécdotas para distraerme. Unos días antes del viaje yo había ido llorando a pedir el alta de mi primera baja y la víspera del viaje no había podido levantarme de la cama de miedo y ansiedad. A pesar de todo, nos fuimos de viaje y fue un buen viaje, estuve bastante bien. 

Bastante bien quiere decir que no me dolía la vida, que comía un poco y que dormía unas cuatro horas del tirón toda la noche. Pensé que me estaba curando o, mejor dicho, pensé que no estaba enferma, que ese viaje era justo lo que necesitaba. Un cambio de aires, despejarme, salir de mi rutina, ver las cosas desde otro punto de vista, cambiar la dieta. Nada de eso era real y al volver caí en lo más duro. 

Cuando me senté a escribir Los días iguales, ni se llamaba Los días iguales ni sabía que estaba haciendo. Cuando pensé en esta presentación se me vino a la cabeza aquel viaje, el precioso vestido blanco de ser feliz que me compré en una tienda de ropa antigua de Touluse y la ballena. Sentarme a escribir sobre mi depresión creo que ha sido como colocar las cargas explosivas bajo la ballena. Mi depresión estaba muerta ya, creo, pero seguía en mi orilla. Cada mañana podía verla, tocarla, olerla, estaba ahí. Sentarme a escribir era describirla cuando todavía estaba viva, cuando me dolía, me aplastaba y no me dejaba vivir. Terminar el libro fue hacerla estallar. Y ahora, llegado el momento de que otros lean lo escrito, es el momento de ver si esos trozos, van a aplastaros, heriros, mancharos o simplemente van a haceros pensar que efectivamente escribir sobre ella, dinamitarla, ha sido malísima idea, pero la ballena ya no está, desapareció. Ahora es el momento de saber si dinamitar la ballena fue buena idea. Lo que tengo claro es que es algo que hice en el momento correcto, ahora ya no podría hacerlo porque se me está olvidando, porque cada vez que me he releído en el proceso de editar todo aquello me ha parecido más lejano, menos yo. Ahora ya no podría escribirlo. 

Pensando en esta presentación he tenido dos pesadillas; en una aparecía en pijama y con unos calcetines rojos llenos de agujeros y en la otra hilaba un maravilloso discurso pero acababa llorando. Ninguna de las dos se ha cumplido. Y ahora ya solo me falta decir: ¡comprad, comprad, mis hermosos jabalíes!» 

Esto es, más o menos, lo que dije ayer en la presentación de Los Días Iguales. Antes y en una sala abarrotada de familia, amigos y encantadores lectores desconocidos, Oihan y Luis habían hablado del libro y de mí elogiosamente, demasiado elogiosamente desde mi punto de vista. 

Ya está hecho. Escrito, publicado y presentado. Solo falta que lo leáis porque como me dijo mi sobrino de siete años al terminar la presentación: Ana, no has contado el cuento que has escrito. 

Tenéis que leerlo si queréis y veremos si explotar la ballena ha sido buena idea.    

Muchísimas gracias a todos los que estuvisteis allí, los que me mandasteis mensajes y los que me leéis por aquí. 

jueves, 3 de mayo de 2018

Oda al queso

«No me gusta el queso» Pero, vamos a ver alma de cántaro, ¿cómo no te va a gustar el queso? El queso es una inmensidad que encierra en su interior tantas y tan buenas cosas que no se puede despachar con esa simpleza:«no me gusta». Decir que no te gusta el queso es como decir que no te gusta el campo o ninguna ciudad o la ropa en general. Una simpleza, una estupidez, una tontería. 

El queso es la cumbre de los alimentos. Es tu mejor amigo, tu amante, tu comodín, tu payaso y tu pañuelo de lágrimas. El queso nunca te abandona, siempre está contigo. El queso llega a nuestras vidas pronto, quiere seducirnos, conquistarnos, abrirnos las puertas a su inmenso mundo de color, sabor y texturas pero como sabe que somos memos y que no tenemos criterio lo hace de una forma que no nos asuste, en forma de juguete: quesitos triangulares, bolas de minibabibel de colores brillantes. Llamar queso  a lo que hay dentro es casi un insulto pero eso no lo sabes hasta que creces, te enriqueces y te enamoras del queso.  ¿Por qué el queso, con todo su mundo y su savoir fair hace esta absurda presentación en nuestra vida? Porque el queso nos conoce, sabe que los humanos somos bobos y que de críos no somos capaces de valorar los sabores  ni las sorpresas. Queremos comer todos los días lo mismo y que todo sepa exactamente igual a cómo sabía la última vez. De canijos la variabilidad gustativa no es una cualidad que apreciemos. Y hay gente que se queda ahí, son los de «no me gusta el queso» y «nada como la comida de mi madre»

Después, el queso empieza a seducirnos poco a poco haciendo cosas divertidas: se deja rallar para que hagas aludes de queso sobre tus spaghettis, se deja fundir para ponerle una deliciosa costra a la lasaña o los canelones al horno y si encuentra el entorno adecuado se presenta en su forma más divertida del mundo mundial: la fondi de queso. Si de niño tienes la suerte de tener acceso a esta cumbre de la diversión gastronómica serás para siempre devoto fiel de la cofradía del queso. ¿Qué puede haber mejor que mojar trocitos de pan o de patata pinchados en un palito en un líquido amarillo que al estirarlo hace hilos? NADA. Por favor, si hasta sale en Asterix que es una cumbre de sabiduría. 

El queso es generoso. Es una cumbre gastronómica pero no por eso va de chulito por la vida, el queso es tan guay que se junta con los sosos, con los marginados, con los tristes: la ensalada y la tortilla francesa. Pones taquitos o lascas de queso en una ensalada y mágicamente pasa de ser algo sano y sin gracia a ser algo resultón. Echas queso en una tortilla francesa y por arte de birli birloque, pasas de sentirte una solterona sin propósito vital a ser alguien con gracia y estilo.  Y eso por no hablar de cuando el queso se hace salsa....o helado.  

Cuando el queso te ve con posibilidades de ser una persona con criterio empieza a mostrarse en todo su esplendor. Te ve preparado y te da la oportunidad de probar quesos con personalidad, los quesos que huelen. En esta etapa ya está claro quien se ha quedado atrás, quien permanecerá para siempre fuera del paraíso quesil, son todos esos que dicen: a mí los quesos que huelen me dan asco. Esos se quedan atrás, abandonados en el mundo de las comidas sin olor, sin personalidad. Abandonados en la cuneta sin capacidad para apreciar el rótulo "quesos caseros". 

Los quesos que huelen son los quesos de los elegidos. Exigen entrenamiento, paladar, capacidad para la adaptación y gusto por la novedad. Todos huelen pero son todos distintos, la experiencia que proporcionan cada uno de ellos es diferente pero todas son buenas, todas merecen la pena. Si te gustan los quesos que huelen eres un privilegiado, la vida jamás terminará de darte sorpresas y el queso será tu aliado para siempre. Ya estarás preparado para decir "El queso es mi pastor y nada me falta" porque sí, porque los que hemos sido agraciados con el sentido del gusto sabemos que podríamos vivir comiendo solo queso. De desayuno, comida y cena. Sabemos que el queso no nos dejará solos. Es tan inmensa su disposición a ayudarte que  incluso el que no sabe cocinar, el que no ha encendido un fuego en su vida, el que no tiene cocina pueda montar una cena y quedar como un rey. ¡Prueba a hacer eso con las judías verdes o con la quinoa! Si no sabes cocinar y tienes que montar una cena, quien sabe si incluso una cena romántica, el queso y sus infinitas variedades está ahí para ayudarte. Compras los quesos, los cortas sintiéndote imaginativo y los colocas en un plato con uvas, frutos rojos o pan. ¡TACHÁN! Ya pareces algo. El queso te hace mejor, te hace sofisticado. Y si la cena es romántica y va muy bien, extremadamente bien y en la madrugada es necesario reponer fuerzas... puedes comerte lo que haya sobrado. Prueba a que te apetezca comer brecol a las cuatro de la mañana. Prueba a que sea sexy, prueba a comerlo a dos.  

Pero el queso no está solo para el jolgorio y las risas. Si llegas a casa con el corazón roto y no quieres  comer nada porque la vida ya no tiene sentido el queso estará ahí para pasarte la mano por el lomo y abrazarte. Quizá lo haga en forma de queso de tetilla que puedas mal cortar  o incluso comer a bocados entre lágrimas o quizá lo haga en forma de loncha de queso que puedas comer de pie delante de la nevera o quizá, si nos ve muy desesperados nos deje meter directamente el dedo en la tarrina de untar y chuparnoslo porque estamos tan tristes que sabe que no podemos hacer más.  Ni siquiera el jamón serrano, Dios lo guarde en todo su esplendor, es capaz de acompañar tanto. 

El queso no se acaba nunca. ¡Dios salve al queso!