jueves, 30 de agosto de 2018

Ser educado no compensa

Ser educado, a veces, no compensa. Nos han metido en la cabeza y así se lo contamos a nuestros hijos que jamás hay que ponerse al nivel de los maleducados, que  estamos por encima de ellos, que ante todo educación, que somos mejores si actuamos así. Paparruchas. Ojalá fuera así. La realidad es que muchas veces, ser educado, morderse la lengua, agarrarse a la silla en la sala de reuniones para no soltar un exabrupto y contestar a un maleducado faltón, no compensa. De hecho, es una estupidez y es contraproducente. Acaba tu reunión y sales de allí encabronado, desilusionado y decepcionado contigo mismo. Ni un solo segundo te sientes mejor que ellos. 

¿Así funciona el mundo, los maleducados faltones pueden hacer lo que les de la gana? Pues sí, y la culpa es nuestra, es tuya porque no has defendido tu territorio, el espacio de trabajo, las normas de convivencia y trato. Ser maleducado no consiste en no conocer las normas de urbanidad, convivencia y trato. El maleducado las conoce y se las pasa por el forro, como su propio nombre indica, las mal usa. No es lo mismo no tener educación que ser un maleducado. 

Los maleducados faltones avasallan  y lo hacen porque les dejamos. Les permitimos interrumpir a otro cuando está hablando, levantar el tono, despreciar el trabajo de los demás, murmurar por lo bajo comentarios despreciativos y faltones cuando los demás hablan... y se lo permitimos porque somos educados, porque no queremos hacer lo mismo que ellos, no queremos ser como ellos, porque nosotros sí sabemos que todo eso está mal. Ellos también lo saben pero les da igual, nadie nunca se les ha enfrentado y creen que las normas no son para ellos, que están por encima. Avasallan, invaden, envenenan, encabronan. Y les dejamos porque somos buenos, porque somos mejores. 

Pues no, somos gilipollas. Es una estupidez callarse, es una rendición, es dejarles emponzoñar el ambiente, el trato, la convivencia. Es como si Indiana Jones, en la famosa escena del mercado, cuando el malo hace su exhibición de chulería para demostrar que tiene el poder y está a punto de matarle, en vez de pegarle un tiro y ponerle en su sitio, se quedara callado esperando a que el otro lo matara o le dijera: «creo que esto hay que hablarlo con calma.»

A los maleducados no se les para con buenas maneras, ni callándonos. A los maleducados faltones se les para, debemos pararles con firmeza: ¡PERDONA PERO ESTOY HABLANDO YO Y TE AGRADECERÍA QUE TE CALLARAS E INTENTARAS COMPORTARTE COMO UNA PERSONA RESPETUOSA! Mira a ver si eres capaz y sino es así, sal ahora mismo para irte a entrenar y vuelve cuando seas capaz. 

Y luego, ya si eso, murmuras entre dientes: idiotadeloscojones.    

Con suerte, agachará las orejas y abrirá los ojos como platos, sorprendido. Los maleducados no están acostumbrados a que juguemos sucio. Es posible que balbucee algo. No nos engañemos, no va a ver la luz y se va a volver educado, eso no pasa nunca, y además, no es tu tarea enseñarle educación, pero no volverá a interrumpirte y tú no saldrás de la reunión sintiéndote imbécil y descubriendo que te han salido más canas porque por algún lado tiene que salir la frustración. 

Idiotadeloscojones. 


lunes, 27 de agosto de 2018

Al teléfono con el adolescentismo

Hay dos tipos de personas con las que la comunicación por teléfono móvil es una tortura: mi madre y mis hijas. Del uso que mi madre hace del móvil: incomprensible, errático, desesperante ya hablaré otro día. Hoy me voy a centrar en los tipos de comunicación por móvil con el mundo adolescente. 

Primer supuesto. 

No tienen móvil entre semana así que para hablar con ellas llamo al teléfono fijo. Somos unos antiguos y tenemos teléfono fijo pero no tan antiguos como para tener un solo aparato anclado a la pared. Tenemos tres teléfonos inalámbricos que ¡sorpresón! jamás están en sus bases cuando los buscas. Si yo no los encuentro la incapacidad de mis adolescentes,a pesar de haber sido ellas las que los han movido de sitio, para ubicarlos cuando suenan es espectacular. 

El teléfono suena y suena y suena. Cuando estoy terminando de murmurar toda la ristra de insultos, juramentos y blasfemias que conozco, alguien descuelga. Respiro aliviada. Ilusa de mí. 

«María, siempre cojo yo el teléfono y ya estoy harta»«Mentirosa, siempre lo cojo yo porque tú sabes que es mamá y pasas de  hablar con ella»«Halaaa, qué falsa, tía»

Acabo colgando y pensando que por lo menos sé que están en casa que era el propósito de mi llamada. 

Segundo supuesto

Tienen móvil. Se supone que un teléfono móvil sirve para contactar a la otra persona en cualquier momento y más si esa otra persona es un adolescente con el móvil en la mano todo el tiempo que permanece consciente y fuera de la ducha. 

Llamo a cualquiera de mis dos hijas para hablar con ellas algo sobre lo que no me da la gana escribir un whasap. 

Suena el tono de llamada. Suena. Suena. Suena. Suena. Salto el mensaje de que el móvil al que llamo no está disponible. Una vez más recito toda la ristra de insultos, blasfemias y juramentos que me sé. Tiro mi móvil en cualquier sitio y me alejo de la escena refunfuñando, cuando, pasado un rato largo, recojo el móvil tengo un mensaje.

«Jeje, siento no haberlo cogido. Justo estaba leyendo. Llama cuando quieras»

Son muy cabronas pero además me conocen y saben que esa excusa me ablandará. Además, quiero creerme esa excusa. Me relajo. Vuelvo a llamar. Suena el tono de llamada. Suena. Suena. Suena. Suena. Salto el mensaje de que el móvil al que llamo no está disponible.

«A tomar por culo con el móvil. En cuanto vuelvan se lo quito» pienso mientras busco el teléfono de mi abogado para ver cómo puedo desheredarlas. Entra otro mensaje. 

«Ups. Justo ahora no tenía el móvil»

Vaya, resulta que he ido a llamarla en el único rato en todo el mes de agosto que ha debido soltar el móvil. Ya es casualidad. Vuelvo a llamar. Ya no sé para qué quería hablar con ellas, ya sólo quiero echarles la bronca y bramar con furia en sus pequeñas orejitas. Suena. Suena. Suena. Me cuelgan. 

«Jejeje. María ha cogido mi teléfono y sin querer te ha colgado» 

Desisto por completo de hablar con ellas con la inútil esperanza de que les entre el remordimiento o, por lo menos, un mínimo de curiosidad por saber qué quería con mis llamadas y me llamen ellas. Ni remordimiento ni curiosidad. 

Tercer supuesto. 

Llamo y ¡oh sorpresa! lo cogen al segundo tono. 

—¡Hombre, qué bien que os pillo!
—Ah, hola. 
—Por favor, qué entusiasmo. Lo mismo me emociono. 
—¿Eso es sarcasmo?
—¿Qué tal todo?
—Bien.
—¿Qué habéis hecho?
—Nada. 
—¿Hace bueno?
—Sí, bueno, normal. 
—¿Cómo qué normal? ¿Qué significa eso?
—Sí, bueno. 
—Y¿qué vais a hacer hoy?
—No sé. 
—¿Qué queréis hacer?
—No sé. Da igual. 
—¿Da igual? ¿Picar piedra? ¿Planchar? 
—Ay mamá. Que sí, que vale. Que estamos bien. 
—Hasta luego.

El mismo nivel de diálogo que una pareja sueca en una peli de divorcios. Del monosílabo y la no comunicación hacemos un arte. 

Cuarto supuesto.

Me mandan un audio de wasap. Lo borro y contesto: «No escucho audios de wasap, si queréis algo llamadme» 

No suelen llamar así que deduzco que o bien era una memez o se han enfadado. 

Quinto y último supuesto. 

Suena mi móvil. Es alguna de las dos. Sonrío. Descuelgo.

—Hola princesa, ¿Qué tal?
—Bien, bien. ¿Qué tal tú?
—Pues nada aquí echándoos de menos. 
—Yo también te echo de menos

(Empiezo a sospechar)

—Verás mamá, es que no sé si te acuerdas que mi amiga Zutanita, la que vive en la casa esa que nunca te acuerdas que está detrás del hotel, pues esa amiga que es superamiga mía y además le gusta mucho todo lo que me gusta a mí, va a hacer una fiesta el jueves por la tarde y, entonces, verás, hemos pensado que estaría muy bien que el miércoles vinieran catorce amigos a nuestra casa porque a ti, total, te da igual y todos mis amigos dicen que eres supermaja, a preparar la fiesta porque Zutanita no sabe que vamos a ir disfrazada de Mamma Mía. Entonces, además, necesito que en internet (te mando pantallazos) compres.. blablablablablabla. 

Habla y habla y habla. No sé quién es Zutanita y el resto me da igual... la dejo hablar hasta que se le seca la lengua. 

—... y entonces les he dicho que fenomenal, que en casa además tenemos de todo para hacer pancartas, las haremos en la cocina no te preocupes con que manchemos. ¿Vale?
—Bueno, ya hablaremos cuando llegue a casa.
—Pero ¡si te he llamado a contártelo! 
—Ya, pero esto es algo para hablar en persona. 
—No sé para que tienes móvil, mamá. Luego hay que hablarlo todo en persona. 



jueves, 23 de agosto de 2018

No soy yo, es el madrugón.

Dormir. Dormir. Dormir. Estar durmiendo. Descansar. No puedo pensar en otra cosa.Levantarme a las seis de la mañana me quita las ganas de vivir, me arruina el ánimo y hace que mi estado de ánimo bascule entre el odio intenso hacia toda la humanidad y el llanto descontrolado y ansioso. Levantarme a las seis de la mañana ralentiza el tiempo, las horas pasan despacio y el momento de dormir no llega nunca porque me levanto a las seis pero no me acuesto a las nueve. Madrugar de manera insana convierte todas las canciones de mi lista Drive en nostálgicas historias de gente abandonada con la que empatizo hasta las lágrimas. Lloro con las canciones, con los podcasts y hasta con las cuñas de radio "Para resolver un marrón, conecta con Manolón". Ni las hormonas de la regla me hunden tantísimo. Miro a la gente que trabaja conmigo, a los demás conductores, a la recepcionista de la clínica de rehabilitación, a mi fisioterapeuta, al gasolinero intentando adivinar por sus caras, por su ánimo si han dormido más que yo, si son gente con suerte que madruga lo justo o desgraciados como yo que viven sus días lamentando dormir poco.  Madrugar me convierte en una máquina de autodestrucción: no duermo, tomo manzanas a media mañana, como ensalada, hago treinta y cinco minutos de bici estática, emprendo una tarea de bricolaje, lo intento con las sentadillas. Otros lo llaman vida saludable pero yo sé que estoy tratando de acabar con mi vida, para no sufrir más, para poder dormir. «Si madrugas aprovechas el día». A las seis de la tarde, aparcada en la puerta de mi fisio y llorando de autocompasión no entiendo porque a estas ganas de matar lo llaman aprovechar el día.  Yo era alguien de provecho, alguien divertido, animoso, de colores y estos madrugones me convierten en una babosa reptante. Sueño despierta con una cama, con una siesta, con derrumbarme en brazos de alguien escurriéndome de sueño. Madrugar me provoca una tristeza tan intensa que a las nueve de la mañana creo que no podré con el día. Por culpa de estos madrugones cancelo planes, anulo reservas, invento excusas para no quedar, para no hacer, me desconecto en las conversaciones y encuentro toda la comida insípida. Madrugar  eleva a niveles estratosféricos mi autocompasión, me rebozo en ella. Me paso el día compadeciéndome, añorando la paz en el mundo, la justicia social, mis doce años, mis zapatillas camping amarillas y su olor a letrina de legionarios al final del verano. Madrugar me ha hecho arreglar mi bici y salir a pasear. Madrugar me da agujetas y me provoca nostalgia de la infancia de mis hijas, miro fotos de hace siete años y pienso que entonces ellas eran más monas, más ricas, más simpáticas, iban mejor vestidas, yo era mejor madre, yo dormía. Lloro de nostalgia y agotamiento y las llamo: 

—Chicas ¿qué tal por allí?
—Fenomenal, lo estamos pasando de coña. ¿Qué te pasa?
—Que os echo mucho de menos porque sois monísimas.
—Mamá, ¿has vuelto a levantarte a las seis? Te hemos dicho mil veces que madrugar te sienta fatal. 

Madrugar me embota, me paraliza, me quita fuerzas, anula mi curiosidad, levantarme a las seis de la mañana hace que me repita y por eso éste es el cuarto o quinto post que escribo sobre el tema. No me lo tengáis en cuenta que lloro.  



domingo, 19 de agosto de 2018

Los trece, la estación sin parada.

–El domingo cumples trece años. Este año no estás dando nada la brasa con tu cumple.
–Ya, ya lo sé. 
–Los trece son un número raro ¿verdad? 
–Sí, catorce molarían más pero claro hay que pasar por los trece antes, pero los trece no me apetecen. 

Los trece son ni fu ni fá. Si además llegas a ellos en segunda posición, detrás de tu hermana, ni siquiera tienen la novedad ni para ti ni para nosotros de intentar descubrir cómo serán. Ya tienes claro que los trece son como la antigua estación de cercanías de Pitis, en Madrid, una estación sin parada. 

Los trece son segundo de la ESO que es otro curso insulso, sin gracia. No tiene la emoción de lo nuevo, del estreno, ni el aura de ser ya "de los mayores". Los trece están a medio camino entre ir al Burger a merendar y sentarte en el parque,  en el respaldo de un banco a ver pasar las horas mientras cuchicheas sobre chicos y ligues. 

Los trece son subirte al tren de "ser mayor" pero con acompañante. Son sentarte a pensar qué más adelante hay vida por vivir, que quieres hacer algo con todos esos años que te esperan aunque no tengas claro qué quieres. Los trece son, todavía, seguros. Cualquier decisión es revocable, ante cualquier miedo puedes refugiarte en casa, en mis brazos, en los de tu padre. Los trece son aburridos pero estables, seguros.  Los trece son casa. 

Vamos a vivir tus trece años sin sorpresas e intentaremos que sean divertidos. Vamos a viajar, a reírnos, a discutir por nuestros diferentes conceptos de la palabra "ordenado", vamos a charlar sobre mis elecciones de menú para la cena. Vas a seguir sacándome de quicio con tu irritante manía de hablar muy deprisa poniendo voz de absurda protagonista de sitcom americana cuando quieres pedir permiso para hacer algo que sabes qué no me va a gustar. Y, sobre todo, sé que vas a seguir taladrándonos con la absoluta necesidad que tienes de tener una habitación para ti sola. 

Hoy cumples trece años y estás impaciente por cumplir catorce, quince, «los dieciséis sí que molan».  No tengas prisa, vamos a disfrutar los trece pero, por favor, mientras tanto, cierra la puerta del baño, no te cuesta nada. 

Feliz cumpleaños, pequeña bruja. 

jueves, 16 de agosto de 2018

Me gustaría...

Me gustaría saber qué se siente siendo «personal autorizado» cuando cruzas una de esas puertas por las que solo puede pasar «personal autorizado». Me gustaría saber quién era el hombre grabado en los pendientes de una de las señoras viejísimas que alquilaban casetas en la playa de Nazaré. Me gustaría saber porqué, en la era de internet, en la época de «escudriña hasta el último rincón del cajón de los cubiertos del apartamento que vas a alquilar», Portugal está lleno de mujeres viejísimas sentadas a la puerta de sus casas con carteles de "se alquilan habitaciones". Me gustaría saber si alguien para y les pregunta y si, cuando les llevan a sus casas, les hacen bacalao para cenar y les dan toallas bordadas.  Me gustaría llegar a ser una mujer viejísima pareciendo una mujer viejísima, que se me vieran todos los años que espero vivir. Me gustaría que a Cher se le vieran los años que ha vivido y que en Mamma Mía 2 no pareciera un paso de Semana Santa. Me gustaría tener días suficientes en el verano para poder ponerme toda la ropa de verano que tengo o, si lo de los días es imposible, superar el impulso que me empuja a ponerme, todos los días, la misma camiseta roñosa y los mismos pantalones cortos  cuando llego de trabajar. Me gustaría que mis perros, cuando me tumbo a leer,  además de darme lametones me dijeran «deja de preocuparte». Me gustaría no seguir siendo aquella niña de ocho años que se quejaba tanto de dolor de cabeza, todas las tardes, que hasta mi madre me llevó al médico por si me pasaba algo. No me pasaba nada, solo me preocupaba el colegio al día siguiente. Me gustaría no acojonarme cuando me despierto con ansiedad y trato de convencerme de que me estoy agobiando con antelación. Me gustaría que mi tintero con tinta verde hiedra no se hubiera abierto en mi estuche o que, por lo menos, se hubiera derramado entero y el estuche fuera ahora completamente verde hiedra. 

Me gustaría no haberme dado cuenta, anoche mientras me lavaba los dientes, de que ya nunca en la vida podré ser "staff writer" en el New Yorker. Me gustaría que ese pensamiento no me hubiera llevado a hacer una lista de todas las cosas que hice en su día y ya no puedo volver a hacer:  dar vueltas en bici alrededor de la pérgola de la casa de mis abuelos. Ir vestida igual que mis hermanos. Vestir a mis hijas iguales. Amamantar. Parir. Follar por primera vez. Sentirme al volante indefensa y en peligro y, a la vez, independiente y poderosa. Volver a probar el hígado. Llamar a alguien abuelo, abuela, papá. 

Me gustaría haber escrito algo divertido y frívolo. Algo tonto y sin mucho sentido. Algo atolondrado. Algo para reírse y pensar «es verano, todo es de colores y la vida mola muchísimo» pero no se me ocurre nada.   


lunes, 13 de agosto de 2018

Portugal, el vecino desconocido

Uno cree que conoce a su vecino porque se cruza con él algunos días, amodorrado, a primera hora de la mañana cuando sale de casa para ir a trabajar. Intercambia tres palabras en el ascensor o en el portal y se instala en uno la sensación de conocer. Una sensación absolutamente falsa porque si te paras a pensarlo al sentarte en el coche o al coger el metro eres incapaz de recordar cómo se llama, en qué piso vive o qué ropa llevaba puesta. 

Uno cree que tiene algo en común con su vecino porque en las cuerdas del tendal, al otro lado del patio, ve ropa interior, sábanas, toallas, ropa interior y, de vez en cuando, como en sus cuerdas, un mantel y servilletas. Si tiene mantel y servilletas en algo se parece a ti, piensas, no es uno de esos salvajes que come sobre la mesa o, peor, directamente en la encimera o con bandejita. 

Uno cree que sabe cómo es la casa del vecino porque sabe cómo son sus ventanas, qué ve desde su salón o cómo entra el sol en su cocina por las mañanas, con timidez en invierno y de manera implacable en verano. Uno cree que sabe si su vecino, a la hora de la siesta, se tapa con manta o duerme en camiseta porque comparten medianera y escucha su televisión al otro lado de la pared. 

Uno piensa que sabe en qué trabaja su vecino, lo que come, o lo que lee porque cogen la misma línea del metro, compran en el mismo supermercado y es la misma biblioteca la que tienen cerca. 

Uno cree que su vecino es un triste porque una vez, sin tener el vecino ninguna culpa, se puso a llorar con él y esa pena se quedó pegada a ese vecino.

Y cuando uno está lleno de certezas y cree que conoce a su vecino, que nada va a sorprenderle y que ese vecino es más o menos como él, con sus cosas pero parecido... un buen día, va a Portugal y no sale de su asombro. 

Descubres que no conoces a tu vecino. Que todo lo que habías pensado o creído o, mejor dicho, todo lo que ni siquiera habías pensado o creído sobre él es erróneo o simplemente imaginario. Caes en la cuenta de que habías confundido la cercanía, la vecindad con el conocimiento. Entras en casa de tu vecino y nada es cómo habías (no) imaginado. Tiene horarios distintos,  los muebles al revés, el sol no ilumina exactamente igual que en tu casa, tiene un lenguaje parecido al tuyo pero con su propio ritmo y hasta su relación con la temperatura ambiente es muy diferente a la tuya. Los colores que tú hubieras jurado que iban a ser exactamente iguales que en tu casa parecen distintos. Y los olores, nada huele igual. No es mejor ni peor, lo que te sorprende es que sea tan distinto, tan diferente, tan él y no tan tú.

Te sorprende tu vecino y te sorprendes al pensar que por alguna razón idiota creías que conocías Portugal y no tenías ni la más remota idea.  

He estado en Portugal y he sido ese vecino idiota que creía conocer a la persona al otro lado del descansillo. He estado en Portugal y he sonreído. He estado en Portugal y me ha gustado todo, hasta el ciervo surfero de Playa do Norte, porque sí, porque todos tenemos errores en casa. 


miércoles, 1 de agosto de 2018

Lecturas encadenadas. Julio


Cliffhanger. Karin Jurick
«Querida Verónica:

Si
no
pensamos
en
el
principio
nunca
habrá
final.

                                       A».


Tengo que recoger a dos niñas que llegan en tren, ir a rehabilitación para tratar de no quedarme
manca, preparar una lasaña (sin gluten) para comer y sacar tiempo para darme un baño en la piscina así que vamos al lío de los encadenados sin detenernos en reflexiones sesudas.

Empecé julio con un novelón.  Posesión de A.S Byatt , llegó a mis manos vía Iberlibro tras tres recomendaciones de gente de la que me fió muchísimo: mi amiga Di, la librera Silvia Broome y Elena Rius.

Posesión es todo un novelón. Novelón es un concepto que, para mí, significa muchas páginas, una gran historia y algo de amor. Si además transcurre en Inglaterra, toman té y hay niebla y lluvia la combinación es perfecta. Si, además, todos son educadísimos, muy cultos, intercambian conversaciones inteligentes y hay personajes que recuerdan a la mejor tradición inglesa como el malvado americano trepa, la pobrecilla secretaria a la que nadie hace caso, el conde empobrecido pero muy malhumorado y ancianas con gatos, no se puede pedir más.

En Posesión, Byatt, escribe dos historias. Una casi detectivesca, con buenos y malos, que buscan la verdad pasada y desconocida sobre un par de escritores decimonónicos y, otra , sobre esos dos escritores. Las dos historias corren paralelas, intercalándose una con otra. Por un lado encuentras las intrigas universitarias, el ansia de ser el primero en saber, en conocer, en poseer la verdad para ser la máxima autoridad, los recelos investigadores, la prisa por publicar y por otro lado encuentras el ritmo pausado y calmo de las relaciones que se establecían por carta, cuando entre una pregunta y su respuesta podían pasar días. La historia de amor por carta que se descubre muchos años después y la trepidante necesidad de conocer esa relación, se intercalan. Además, es una novela sobre escribir, sobre buscar la inspiración, encontrarla y desesperarte, una vez hallada, intentando plasmarla tal y como suena en tu cabeza. Y habla también del amor a los libros, a tenerlos, leerlos y descubrirlos.  Es una novela estupenda que, advierto, intercala larguísimos poemas épicos que los dos escritores decimonónicos escriben y que se pueden saltar sin perderse nada de la trama.

«De vez en cuando hay lecturas que ponen de punta los pelos del cuello, la pelleja inexistente, y los hacen temblar, cuando cada palabra arde y reluce dura y dura, infinita y exacta, como piedras de fuego, como puntos de estrellas en la oscuridad: lecturas en las que el conocimiento de que vamos a conocer lo escrito de otra manera, o mejor, o satisfactoriamente, se adelanta a toda capacidad de decir qué conocemos ni cómo. En esas lecturas, la sensación de que el texto ha aparecido para ser enteramente nuevo, única antes de ser visto, va seguida, casi de inmediato, por la sensación de que estuvo ahí siembre, de que nosotros los lectores sabíamos que estaba ahí, y que siempre hemos sabido que era como era, aunque reconozcamos por primera vez, tomemos plena conciencia de, nuestro conocimiento».

Instrumental. Memorias de música, medicina y locura, de James Rhodes  no me ha gustado. Sé que es una opinión poco popular pero no me ha gustado. James Rhodes me cae bien, me parece admirable que haya sobrevivido a cinco años de abusos sexuales por parte de un profesor, a una adolescencia terrible y a una juventud de autodestrucción y depresión. Aplaudo con entusiasmo su capacidad para transformar toda la ira, la furia y la rabia en ganas de vivir, en entusiasmo, en optimismo, en una actitud de "voy a disfrutar de la vida" en vez de convertirse en un amargado, cosa a la que por otro lado tendría todo el derecho del mundo. Con todo, el libro es flojísimo. Lo mejor, para mí, es lo que cuenta al principio de cada capítulo sobre una pieza musical y que es lo mismo que cuenta en sus varias listas de Spotify que os recomiendo encarecidamente si, como yo, no sabéis nada de música clásica.

Sé que, a lo mejor, no soy la persona indicada para criticar este libro porque yo también he escrito un libro, de escasa valor literario,  contando una experiencia personal que probablemente a mucha gente le parezca peor que el de Rhodes pero, como lectora, mi opinión es que el libro es flojo. Valiente pero flojo. Aún así hay algunos pasajes que sí me han gustado, con reflexiones interesantes, como éste:

«Se trata de una adicción que resulta más destructiva y peligrosa que cualquier droga, que casi nunca se reconoce, de la que se habla aún menos. Algo insidioso, generalizado, que ha alcanzado niveles de epidemia. Es la principal causa de esa actitud de creerse con derecho a todo, de la pereza y la depresión en la que estamos inmersos. Es todo un arte, una identidad, un estilo que te brinda una infinita e inagotable capacidad de sufrimiento.

Es el Victimismo».

Además, Rhodes me ha descubierto la primera pieza de música clásica a la que me he hecho adicta.

El orden en que los libros aparecen en tus manos, en que encuentran su momento, a veces, juega en su contra y eso le ha pasado también a Rhodes. Nada más acabar sus memorias, me enfrasqué en El club de los mentirosos, de Mary Karr, un libro que me recomendó Lara Hermoso. Karr, como Rhodes, cuenta su vida, su historia, su infancia, la vida de sus padres. Cuenta, también, varias historias de abusos, una de ellas terrorífica, que implica a un adulto que la cuidaba cuando tenía ocho años. Sus padres, además, a los que ella adoraba eran alcohólicos y su madre sufría graves brotes de cosas "de los nervios" que escondían una historia que Mary Karr no descubrió hasta muchos años después.

Karr escribe tan bien que se te quitan las ganas de intentar escribir nada. «Mary maneja el lenguaje con la soltura de una poeta, precisamente porque lo es: suelta palabras que tradicionalmente no deberían aparecer y crea para ellas usos novedosísimos» dice Lena Dunham en el epílogo. Maneja el ritmo de la historia y también los tiempos, hace digresiones sin perderse, sin resultar superficial, ni repetitiva y sin dar lecciones morales. El tono me ha recordado muchísimo al de El bar de las grandes esperanzas, obviamente su autor le debe mucho a este libro. Leyendo estas memorias también he pensado que sobre una base real, Karr ficción porque es imposible que una niña de cinco, seis, siete años recuerde los hechos con esa capacidad de detalle. Los hechos, sin duda, son ciertos pero la manera de contarlos es ficción porque no podría ser de otra manera, porque así trabaja nuestra memoria, reescribiendo nuestros recuerdos.

Karr tiene otros dos volúmenes de memorias que aún no se han publicado en castellano y a los que seguiré la pista. Lo recomiendo muchísimo.


«He llegado a creer que el silencio puede engrandecer a una persona. Y el dolor, también. La emanación de un silencio pesado y triste puede investir a alguien de una dignidad absoluta».

Conjunto vacío de Verónica Gerber Bicacci fue una de las recomendaciones de los Tipos Infames en la Feria del Libro junto con Temporada de huracanes de Fernanda Melchor que ya recomendé el mes pasado. Me ha gustado mucho pero no es un libro para todo el mundo. Verónica cuenta su vida o la de alguien que se parece mucho a ella, en primera persona, a base de diagramas de Venn. Mi vida en diagramas de Venn la definiría bien. Es la historia de la protagonista (Yo) y la de la ausencia de su madre, y la de Alonso, y la de su hermano, y la de su abuela y de los diagramas de Venn que cada uno de sus personajes genera y que a veces interceptan, "conjunto intersección" y otras no. Empieza así: «Mi expediente amoroso es una colección de principios» y, pensándolo tras haber llegado al final, la novela es mejor al principio que al final, pero la apuesta arriesgada de Verónica merece muchísimo la pena. Es una novela de desamor que se monta y se desmonta como un puzzle, está escrita y dibujada, las cosas que pasan se representan para ordenarlas, para aclararlas, para darles sentido o tratar de dárselo. Es original. Agria y tierna y visualmente sorprendente.

«Empezar muchas veces el mismo texto es, al menos, una insistencia por contar y entender la misma historia.

De otra forma uno fracasa una y otra vez empezando relatos distintos que siempre terminan igual.

De otra forma uno fracasa una y otra vez intentando desordenar el tiempo».


Y con esto y diez días más de vacaciones por delante en los que espero leer muchísimo, hasta los encadenados de agosto.


PS: acabo este post siete horas después de haberlo empezado, con las niñas recogidas, la rehabilitación hecha y una lasaña condecorada como una de las tres mejores que he preparado en mi vida. Me falta el baño.