Son las diez y media de la mañana y solo escucho pájaros y el sonido del teclado. Hay un silencio casi total. Cuando vives en una gran ciudad con coches, tráfico, gente, multitudes y prisas se te olvida lo que es el silencio absoluto. Aquí lo recupero. No hay coches porque el pueblo solo tiene una calle sin salida y para llegar hasta aquí hay que subir por una carretera infernal que asusta a los foráneos: no hay tráfico y no hay gente. Censadas hay 10 personas y puede que, cuando llegamos, los foráneos seamos 50 en los días grandes de verano. Esta semana tampoco hay caminantes que pasen por delante de nuestra ventana y miren con curiosidad para verme en pijama sentada en el sofá con el portátil en las piernas, escribiendo. Cuando viajo siempre intento ver el interior de las casas que me gustan, que me llaman la atención, para sentir muchísima envidia por las personas que las habitan. Cuando estoy aquí soy una de esas personas envidiadas. Creo, a lo mejor no, porque en realidad hay poca gente a la que le guste vivir en un sitio tan apartado, con una carretera que muere aquí y sin un solo local comercial de ninguna clase. Hay silencio, montañas y pocos cambios, aunque más de los que me gustaría.
Hace veinticinco años la carretera, al llegar al pueblo, se convertía en camino de tierra y por ese camino se llegaba a la iglesia. Unos años después se asfaltó el camino hasta la plaza y se arregló hasta la ermita. También pusieron farolas que casi no alumbran y un par de bancos para admirar las vistas. Hace veinticinco años al llegar al pueblo lo más normal era encontrarse al señor Ramón y la señora Teresa sentados en el poyete de Casa Carpintero, su casa, sentados al sol de poniente esperando a charlar con cualquiera que pasara por allí. Ramón y Teresa eran hermanos y ambos tenían los ojos más azules que yo he visto nunca. Tenían también la piel tersa del que ha vivido siempre en la montaña al sol, el viento, el frío y la nieve. Siempre sonreían y a él le recuerdo vestido, casi en cualquier ocasión, con un mono azul de trabajo que seguramente se sostenía de pie al lado de su cama cuando se desvestía cada noche. Ella siempre llevaba una falda, un jersey de punto de manga corta y un delantal. Nunca tenían frío. En los días de sol, al caer la tarde, todo el pueblo pasaba por su puerta para charlar un ratillo. Yo iba con las niñas a jugar a la plaza, a vigilarlas mientras montaban en bici y siempre acababan consiguiendo que Ramón las llevara al corral a ver a los conejos. A veces nos invitaban a beber vino rancio. A su cocina se subía por unas escaleras estrechas de madera que crujían amenazando ruina y toda la casa olía a viejo, a todas las generaciones que durante años habían llevado allí la misma vida. Este nunca fue un pueblo grande que encogió con la industrialización o la modernidad: siempre fue un pueblo pequeño que solo en la Edad Media fue capital del valle porque se encuentra en una atalaya que permitía vigilar la llegada de peligros. Toda la vida fue pequeño y nunca hubo de nada, aunque sí tuvo escuela. El edificio que la alberga sigue en pie: hace veinticinco años amenazaba ruina pero se pusieron de acuerdo y ahora es un local de la comunidad para usar cuando hace falta. Aquí ya no hay niños, pero sí quedan los que entonces fueron a aquella escuela y me cuentan que iban hasta allí cavando un camino en los dos metros de nieve que cada invierno caían en las calles, dos, del pueblo; me han contado cómo a los maestros que se contrataban para la escuela se les daba casa, una casa que ahora se alquila a turistas. Uno de esos niños también me ha contado cómo en verano, siguiendo a un par de niñas que eran las líderes de la pandilla, se metían en el prado de un señor con muy malas pulgas a robar manzanas y cómo su padre, cuando se enteró, le arreó tal paliza que su madre tuvo que asomarse a la ventana para decirle que lo dejara, que lo iba a matar. Todavía guarda rencor al nieto del Señor Malaspulgas.
Un buen día el señor Ramón se murió. No es que nos pillara por sorpresa porque, a pesar de que sus ojos azules, su risa y su tono bromista lo hicieran parecer más joven, tenía casi 90 años. Al morir su hermano, la señora Teresa se mudó a otro pueblo, al lado de este pero ya más grande y con casas con ascensor que eran sin duda mejores para sus piernas cansadas e hinchadas a las que solo la presencia de su hermano habían permitido subir y bajar las escaleras a su cocina antigua y su balcón sobre la plaza. Casa Carpintero se quedó vacía, aunque en su poyete nos seguíamos congregando al caer la tarde en verano y en el invierno en cuanto el sol daba sobre sus paredes. Se fue descomponiendo poco a poco, casi sin darnos cuenta, hasta casi caerse. Ahora ya no existe: alguien la compró con la idea de reconstruirla como en una de esas historias de éxito que se pueden ver en vídeos de 35 segundos en Instagram o en programas de media hora en los que entre la idea inicial de «compremos una casa antigua y reformémosla» y el final final con ellos diciendo «hemos cumplido nuestro sueño» se les olvida mostrar los problemas, la subida del precio de los materiales, del euribor, lo que cuesta construir en un pueblo en el que no hay nada y al que para llegar hay que trepar por una montaña y el tiempo y la vida que pasa durante todos los años que se tarda en conseguirlo, si es que lo consigues. Ellos no lo consiguieron.
En el pueblo también ha habido otros cambios, alguna que otra casa construida, una pareja de alemanes que empezó a venir hace un par de años, la casa del cura convertida también en establecimiento de turismo rural. Se han renovado algunas de las marcas de los caminos y a los contenedores de basura les han hecho una caseta de madera. Por lo demás todo sigue más o menos igual. Se van muriendo los padres de los niños que iban a la escuelita y también algunos de esos niños. Los hijos de esos niños tienen a su vez hijos a los que, claro, conozco desde que nacieron igual que ellos conocen a mis hijas. Todos han montado en bicicleta por este pueblo sin gente ni coches ni ruido y todos han perseguido o han sido perseguidos por perros que también son hijos de los perros que acompañaban a aquellos niños a la escuela entre paredes de nieves que ya no existen. Eso sí ha cambiado. Algunos años nieva tanto que durante un par de días puedes soñar con quedarte aquí aislado, pero pronto el sueño se disipa porque la quitanieves llega rápido a despejar la carretera y porque enseguida deja de hacer frío. Eso también ha cambiado. Hace veinticinco años siempre me traía jersey cuando venía aquí en agosto, ahora estamos pensando en comprar un ventilador para poder dormir por las noches sin tener que rezongar: «pero qué calor hace».
Paseando bajo la lluvia por Cicely iba pensando: «esto hace veinticinco años no estaba», «aquí había un prado», «ese huerto siempre ha estado ahí»; me acuerdo de cuando arreglaron el lavadero en la plaza y cuando pusieron una fuente para que los días en que las tuberías se congelan puedas coger agua para beber y fregar. Al mismo tiempo tengo la sensación de que este pueblo, mi Cicely particular, está igual que siempre y de que todo ha cambiado. Si lo pienso es un poco lo que me pasa a mí: soy la misma persona que hace veinticinco años pero también por mí han pasado cambios. Los dos estamos envejeciendo, ojalá dentro de veinticinco años nos sigamos gustando.
Sigue el silencio y los pájaros. Escucho pasos. En pijama salgo a saludar a uno de esos niños de la escuelita que recoge huevos enfrente de mi casa. «Toma, para que almuerces».