domingo, 22 de octubre de 2023

El leopardo y la paciencia

Esta semana, el jueves, llovió muchísimo en Madrid y yo estaba muy contenta. Cada vez que levantaba la mirada del ordenador y veía, por la ventana, que llovía a cántaros, que jarreaba, se me escapaba una sonrisa. Tengo que controlarme porque cuando llueve, como me despiste, puedo pasarme horas mirando la lluvia. Igual que hay gente que toma el sol, yo miro la lluvia. 

Para mirar la lluvia, para escucharla, hay que pararse y hacerlo. 

Todos tenemos prisa. Solo unos pocos que han sabido o podido vivir sin estar atrapados en una espiral de prisa o que no viven en una gran ciudad donde el tiempo discurre de manera artificial viven a un ritmo no digo ya natural sino realista. La mayoría de nosotros nos pasamos el día corriendo, comprimiendo un millón de actividades, compromisos, trabajos, obligaciones en el menor tiempo posible. Hacemos o creemos hacer muchas cosas, creemos en esa cosa tan absurda que es «exprimir» el tiempo. Exprimir el tiempo, aprovecharlo. ¡Qué estupidez!

Como nos pasamos el día saltando de actividad en actividad aplicamos ese mismo criterio de hámster enrabietado a nuestros sentimientos, a la naturaleza, al tiempo en mayúsculas. Queremos que la enfermedad, el malestar, la irritación, el dolor, el duelo, la tristeza, todo se acabe rápido y podamos pasar a otra cosa. Nos frustramos cuando eso no ocurre, cuando todo se extiende más allá del parpadeo temporal en el que vivimos permanentemente. «E s que yo quería hacer». «Es que tenía pensado ir». ¡Qué ingenuos somos! Nosotros podemos correr como pollos sin cabeza cada día pero no podemos obligar a un virus a que tenga prisa, a que una planta florezca, a que una herida sane antes o que el duelo se termine dándole a un interruptor. Es jodido pasar dolor, sufrimiento, agobio, pero creo que no poder pasar a doble velocidad lo que nos duele, nos agobia o nos entristece es lo que nos mantiene a salvo de no acelerarnos tanto que acabemos despedidos de nuestras propias vidas por la fuerza centrífuga de nuestra propia aceleración. La enfermedad dura lo que tiene que durar y le da igual nuestra prisa. La herida del padrastro que te has mordido mientras asistías a otra reunión infinita tardará en curarse lo que considere, recordándote cada día que está ahí y que le da igual lo que tú quieras. Una ruptura amorosa, esa desazón que te asalta apagándote la respiración, lleva su ritmo y nuestros patéticos esfuerzos por pasarlo rápido no son más que eso, ridículos intentos de conseguir algo que está más allá de nuestra prisa. Queremos que todo sea automático, que sea algo de on/off, pero nada funciona así.

El verano pasado, viajando por las carreteras de Washington rodeada de bosques impenetrables y espacios inmensos y salvajes, pensé que a la naturaleza le damos exactamente igual, le somos superfluos, insignificantes, mínimos. «Pues con el cambio climático estamos acabando con el planeta». No, estamos acabando con el planeta tal y como lo conocemos, pero no como algo absoluto. El planeta y la naturaleza seguirán aquí cuando nosotros, con nuestra prisa y nuestra ridícula aspiración de controlar todo con un interruptor, una pastilla o un pensamiento orientado, hayamos desaparecido.

El sábado pasado, por la tarde, estábamos haciendo el fin de semana bien y no teníamos nada que hacer más que vaguear. Me acordé de repente de un documental que me habían recomendado: El leopardo de las nieves. Lo busqué y lo puse. No sabía qué iba a ver; en realidad, si soy sincera, pensé que sería algo adecuado para dormitar hasta la hora de la merienda. Sin embargo me quedé atrapada, sin poder apartar la mirada desde el primer momento, desde la primera escena en la que dos muchachos tibetanos se sentaban fuera de una caseta destartalada a observar el paisaje montañoso y desolado que les rodeaba. No parecían aburridos ni hastiados, parecían contentos. No tenían nada que hacer más que esperar y observar. Esa primera escena me transmitió una calma y una tranquilidad en la que me sumergí, casi nadando, deseando que no terminara nunca. El leopardo de la nieves es la historia de Sylvain Tesson (escritor del que he recordado que leí Un verano con Homero el año pasado) y su viaje con el fotógrafo Vincent Munier para buscar al leopardo de las nieves en las montañas del Tíbet. En realidad el leopardo es lo de menos y también la nieve. El tema principal del documental es la paciencia, la espera, la observación. Mirar, sentir, ver, escuchar. 

Plano tras plano los vemos a los dos acomodados (es un decir) en la ladera de una montaña desolada, sin árboles, sin vegetación, entre rocas, rodeados de silencio y rachas de viento y, a veces, nieve, mirando. Susurran algunas frases. Sylvain escribe en una pequeña libreta, Vincent ajusta la cámara, se ponen los guantes, se arrebujan en sus abrigos, se cubren con las capuchas, susurran otra vez, pero sobre todo esperan. Ves la nieve caer en su pelo, en sus pestañas, en el pelo de sus capuchas. Escuchas el viento soplar a su alrededor y ellos esperan. Y tú con ellos. De ese ejercicio de paciencia infinito de los amigos surge la calma y la tranquilidad en la que te sumerges, en la que, como he dicho antes, nadas, haces el muerto como en el mar. Es un estado de calma absoluto, de estar a salvo del tiempo y el espacio. En ese ejercicio de paciencia sin fin todo se relativiza, todo se para. A veces, esa calma se rompe con el avistamiento de un búho, un buitre, un zorro o un oso... una breve ruptura del acecho que rompe la rutina que vuelve a retomarse después o al día siguiente. 

Vicent y Sylvain se mueven, buscan al leopardo, pero sobre todo esperan. El fotógrafo, más experimentado en el acecho, comenta que él ya no puede vivir en la ciudad, que hay demasiada prisa y que el leopardo llegará cuando tenga que llegar, cuando sea el momento. Ellos tienen que estar preparados pero nada más. Solo hay que esperar. Al final lo ven, claro, y yo me enfadé un poco porque sabía que eso significaba el final de ese tiempo suspendido en el que había estado viviendo esa hora y media. Encontrarlo significaba  volver a las prisas, a la impaciencia, a la vida real. 

En el día a día no pensamos nunca como Vincent. Vivimos creyendo que hay alguna manera de acelerar las cosas, de provocar que ocurran, de controlar todo. ¿Por qué hemos llegado a esta idea? Sin embargo no somos capaces de controlar algo que sí podríamos manejar: nuestra frustración. No sabemos hacerlo. Nos frustra estar tristes, sufrir, el dolor, que haga calor, que haga frío, que llueva, que un disgusto no se disuelva en medio minuto, que una ruptura nos duela seis meses, que una ofensa nos escueza dos semanas. Y multiplicamos esa frustración por mil cuando vemos que todo eso no hay manera de pasarlo de manera automática para llegar al «estar bien» en medio minuto.

Somos patéticos. Somos risibles, todos. Si hubiera alguien que nos viera desde fuera con esta prisa intrínseca agarrada a nuestro día a día le entraría la risa, como cuando ves a alguien corriendo porque llega tarde.

Parémonos. Asumamos que las cosas duran lo que tienen que durar. Pensemos: «Esto va a durar X, voy a hacerme a la idea». 

Parémonos. 

Parémonos. Miremos. Escuchemos. Veamos. 

Pensemos conscientemente «voy a tener paciencia y, mientras la estoy teniendo, voy a estar en esta espera, voy a mirar esta espera a ver que hay por aquí». 

A lo mejor ves un leopardo. 

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1 comentarios:

Dorotea Hyde dijo...

A veces, en el trabajo, me quedo mirando al infinito, sólo respirando y dejando fluir mis pensamientos, porque necesito masticar lo que está pasando a mi alrededor. Y de pronto "despierto" y pienso que como vean así dirán que estoy vagueando. Y puede ser, pero yo veo esa "vagancia" tan necesaria como teclear. es uno de los pocos momentos en que yo marco el ritmo.
Un saludo.