domingo, 1 de octubre de 2023

No sé desordenarme

 No sé desordenarme. No me sale, me cuesta la vida. Hace unos meses, cuando leí No me acuerdo de nada, de Nora Ephron, me hizo mucha gracia un pasaje en el que contaba que en su casa, de su madre, había aprendido:

«Aprendimos a creer en Lucy Stone, el New Deal, Norman Thomas y Edward R. Morrow. Nos enseñaron que la religión organizada era la raíz de todos los males y que Adlai Stevenson era Dios. Nos adoctrinaron en las normas de mi madre: No comprar nunca un abrigo rojo. La carne roja evita las canas. Puedes levantarte de la mesa pero mejor no te levantes de la mesa. Las fajas te destrozan los músculos abdominales. El fin y los medios son lo mismo».

Yo tuve una vez un abrigo rojo al que dediqué un post y soy la prueba viviente de que la carne roja no evita las canas, pero eso da igual. De mi madre, en mi casa, yo aprendí otras cosas como que el arroz siempre tiene que ser Sos, que uno nunca tiene que compararse con otro y, sobre todo, aprendí a ordenar el día. ¿Quizás demasiado? Puede ser. 


No sé desordenarme. Y me da cierta envidia la gente que lo consigue. Levantarse a la una y media y desayunar como si fueran las nueve de la mañana, sin preocuparse porque se le está echando encima la hora de comer. Les da igual. Ya comerán a las seis de la tarde un cocido madrileño y cenarán tortitas a las doce. ¿Qué más da? No pasa nada. Y tienen razón: no pasa nada. No es algo para hacer todos los días y no lo hacen a diario, pero son capaces de soltarse de las rutinas, los horarios y las costumbres sin problema para volver a agarrarse a la liana de la vida ordenada cuando llegue el día siguiente o el lunes. Yo no. No sé por qué. ¿Acaso me da miedo que, si descarrilo de mi ordenamiento vital, no seré capaz de volver a engancharme y terminaré vestida como Stevie Nicks en una feria medieval vendiendo almizcle para las contracturas musculares? Bueno, eso me daría terror (con el debido respeto a todas las imitadoras de Stevie Nicks) pero no, no es el miedo lo que me impide desordenarme. No sé lo que es. O sí: siempre me importa qué pasará después, cuáles serán las consecuencias de dejarme ir. ¿Me arrepentiré? ¿sufriré? ¿Me volveré adicta al desorden? Cuando era niña me dolía tanto la cabeza cada tarde que mi madre, que con cuatro hijos obviamente no nos hacía mucho caso cuando nos quejábamos, acabó llevándome al médico, y allí acabaron derivándome a Psiquiatría. Resultó que me dolía la cabeza de pura preocupación por lo que pudiera ocurrir al día siguiente en el colegio. Ahora no me duele la cabeza, no me preocupo tanto, pero dejarme ir no me sale. 


Nunca he sido de llegar a casa a las ocho de la mañana después de una juerga ni de levantarme a las dos de la tarde, ni de salir a buscar helado a las cuatro de la mañana porque no podía dormir o porque tenía antojo. Nunca me echo la siesta a las ocho de la tarde ni me levanto a las cinco aunque esté en la cama con los ojos como platos. No llevo ropa de verano en invierno ni tengo los jerseys de lana a mano por si en verano hay una noche fresca. ¿Por qué? No lo sé. Algo en mi interior me tiene atada a un orden mental, físico y organizativo que no me deja desordenarme, dispersarme, descolocarme. Cuando alguna vez lo he conseguido, no ha pasado nada, ni lo de Stevie Nicks, ni me he dado a las drogas, ni me ha fulminado un rayo divino. Me he desordenado y vuelto a mi ser sin mayores problemas. 


Escribo esto en viernes. Lo escribo ahora porque sé que mañana no tendré tiempo. La frase con la que empieza se me ocurrió la semana pasada. ¿Es este el texto de una mujer de mediana edad, aburrida y plana, que sueña con ser alternativa y hippie? ¿Lo borro todo? Decido entonces ir a mis notas de cosas que en algún momento podrían inspirarme y resulta que me encuentro con esto: 


”An adventure is a crisis that you accept,” he said. “A crisis is a possible adventure that you refuse, for fear of losing control”. 


Saqué esta cota de un perfil de Bertrand Piccard, un aventurero de esos que están forrados y que, en su caso, se ha dedicado a hacer cosas como vueltas al mundo en globo y a sumergirse en el océano a profundidades absurdas. Piccard sabe desordenarse muy requetebién y, además, está forrado, que es algo que ayuda muchísimo a recuperar el orden tan pronto como te has aburrido de ser aventurero. En fin, eso da igual. ¿Me retrata la cita de Piccard? ¿Trato de no desordenarme para no perder el control? Sí, seguro que sí. 


Mientras escucho a mi vecino disfrutando de la relación casi pornográfica que tiene con su soplahojas, la parte de atrás de mi cerebro está pensando en que mañana me toca mudarme a Madrid y está jugando al Tetris colocando todas las piezas necesarias para ese movimiento: tienes que hacer la maleta, recoger el ordenador y los trastos de trabajar, las pesas, la bolsa del táper. Además tienes que ir a comprar fruta y verdura y ternera y pollo. Luego irte a Madrid, descargar todo en casa, organizarla y probablemente ir a la compra de cosas como leche, mantequilla y gel de baño para luego volver a organizar todo, hacer el planning de comidas de la semana y pasarte el domingo cocinando. Veo caer las piezas de colores una sobre otra intentando que encaje todo. ¿Encajar para qué? Me paro a pensar. Para nada. ¿Qué más da si llego y no hay nada en la nevera? Algo habrá, algo comeremos. Puedo ir a la compra el lunes o incluso el martes. ¿Sería capaz de llegar al miércoles? No, seguro que cortocircuito. Así me paso los días, pensando con antelación en encajar las piezas, como si en algún momento fuera a terminar el puzzle y, entonces, solo entonces, fuera a ser capaz de relajarme, desordenarme y olvidarme de todo. 


No sé desordenarme y eso no es sexy ni atractivo. 

No sé desordenarme y no sé cómo arreglarlo. 

No sé desordenarme, ni dejarme ir, ni relajarme tanto como para que todo me de igual.


A lo mejor necesito algo drástico, como llevar prendas de ganchillo, vender aceites esenciales y tener un puesto de esas piedras que venden ahora para masajearte la cara. 


Son las seis de la tarde. ¿Y si desayuno? 


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domingo, 24 de septiembre de 2023

Decir adiós a tus perros

«Seguro que me preocupó que escribir acerca de ello fuese un error. Escribes algo porque esperas controlarlo. Escribes acerca de experiencias en parte para comprender lo que significan, en parte para no olvidarlas con el tiempo. En el olvido. Pero siempre está el peligro de que suceda lo contrario. Perder el recuerdo de la experiencia en sí en el recuerdo de escribir sobre ello. Como la gente cuyos recuerdos de lugares a los que ha viajado son de hecho solo recuerdos de las fotografías que tomaron allí. Al final, la escritura y la fotografía probablemente destruyen más del pasado de lo que sin duda lo conservan. Así que podría suceder: al escribir sobre alguien a quien has perdido —o incluso nada más que hablar demasiado sobre ese alguien— puede que lo estés enterrando para bien» (El amigo, de Sigrid Nunez)


El jueves volví a casa en el 688 que pasa por delante de la clínica veterinaria donde llevamos a Tuca y a Turbón el 30 de julio. Pasé por delante y se me saltaron las lágrimas. No sé por qué. No era la primera vez que pasaba por delante desde aquel día, de hecho había pasado esa misma mañana por delante de camino al trabajo. ¿Por qué se me saltaron las lágrimas en ese momento? Por los detalles. Hace muchos años escribí que, antes de que nos pase, creemos que la ausencia de alguien querido estará en los grandes momentos: la primera Navidad, el primer cumpleaños sin esa persona, la ocasión especial que siempre celebraba. Cuando te pasa, cuando se muere alguien cercano, te preparas para esas ocasiones, planeas dónde estarás, qué harás, si prefieres despejar el día para pasarlo llorando o eres más de llenarlo de actividades que te distraigan. Después descubres que el mayor vacío no está en esos grandes momentos: está en los detalles, en las pequeñas ocasiones para las que no te puedes preparar y que, cuando te asaltan, te dejan noqueado. Eso me pasó el otro día.

Pasar por delante de la clínica donde tuvimos que dormirlos, los petardos en fiestas y los truenos de las tormentas de las últimas semanas que ya no asustan a Tuca, los restos de comida con los que ya no podemos hacer «comida para los perros», el jersey que saqué del armario y está lleno de sus pelos blancos, abrir la puerta de casa y no verlos tumbados en el jardín mirándome con cara de «ya era hora de que vinieras», no verlos nada más levantarme mientras me preparo el desayuno pero seguir buscándolos con la mirada como si fueran a aparecer. Esos detalles delimitan el hueco que han dejado en casa. 

Los echamos mucho de menos. María pidió quedarse con el collar de Turbón. Es ancho, de cuero marrón y con una gran hebilla y lo tiene colocado en la mesilla, al lado de su cama. Le da miedo que se le olviden. Al día siguiente de dormirlos me mandó un mensaje y me pidió que escribiera algo, que contara todo lo que recuerdo de ellos porque «mamá, tengo miedo de que se me olviden». Le dije que no se preocupara, que no iba a olvidarlos, que los recordaría siempre y cuando menos lo esperara. Le dije también que le escribiría algo. No lo he hecho hasta ahora. 

Siempre hemos tenido perro. Siempre he convivido con perros, más o menos intensamente. Morris, Don, Fergus, Dunia, Otto, Capo, Bronco, Patas, Peter y Tuca y Turbón. De todos recuerdo algo y por unos más que por otros sentí pena cuando murieron. A pesar de esto, y de no comparar jamás la muerte de un perro con la de un ser humano querido, sé que Turbón y Tuca eran especiales. Son los perros con los que mis hijas han crecido. Son ellas las que hace casi doce años los sostuvieron por primera vez en brazos, cuando no eran más que unas bolas de pelo blanco. Para ellas han sido sus compañeros de juegos y de mimos. María, que es alérgica a los perros, se ha rebozado con ellos, se ha dejado lamer, los ha acariciado hasta tener un ataque de asma y correr a lavarse las manos y tomarse una pastilla. Han jugado juntos, han paseado y los han consolado cuando se asustaban con los truenos. Lo que más les gustaba a los cuatro era el ritual de la mañana: Tuca y Turbón en la puerta de la cocina esperando su desayuno; las niñas, en pijama, con un trozo de pan duro en la mano diciéndoles: «sentados, despacio… » y dándole primero a Tuca y luego a Turbón. Los perros, como los niños, aman las rutinas. Ahora no sabemos qué hacer con el pan duro. La bolsa donde lo guardábamos cuelga en su gancho llenándose cada día porque ya no repartimos mendrugos cada mañana. Otro detalle.

Eran los perros de todos. Mi madre decía que eran suyos porque la casa es suya, pero eran de todos nosotros. A cada uno nos hacían compañía de una manera diferente y aunque jugábamos a «¿De qué equipo eres? ¿Eres team Tuca o team Turbón?», éramos de los dos. Estaban siempre con nosotros para que los acariciáramos sin fin, nunca se cansaban de los mimos. No eran sutiles ni delicados pidiendo mimos: te metían la cabeza bajo el brazo mientras leías en el jardín o te daban con su pataza para que, en el supuesto de que no los hubieras visto echándote el aliento, te percataras de que estaban ahí y querían sus mimos. Por Borja sentían devoción y él por ellos. 

Alguna vez fueron jóvenes y corrían por el jardín al anochecer persiguiéndose el uno al otro, o acechando ardillas o ladrando a los gatos que intentaban colarse en sus dominios. Corrían también cuando los sacábamos de paseo, iban y venían de un lado a otro, adelantándose y retrocediendo para no perdernos de vista. Les gustaban los charcos, el frío y la nieve. La nieve los volvía perros amarillos. Otro detalle. Al final se hicieron mayores, muy mayores, y ya no corrían al anochecer, ni acechaban ardillas ni podían perseguir gatos. Tampoco podían correr en los paseos que cada vez se fueron haciendo más cortos y si hacía mucho frío agradecían entrar un rato en casa y tumbarse en la alfombra a dormitar. Otro detalle que echaremos de menos cuando llegue lo más crudo del invierno.

Murieron el 30 de julio. De alguna manera estábamos preparados para Turbón. Llevaba un par de años renqueando, con dolores, problemillas y las rodillas cada vez peor. Se hizo viejito y, aunque seguía teniendo ganas, el cuerpo no le respondía. Se quedó sordo, pero eso le procuró muchísima felicidad y menos preocupaciones. De los paseos, cada vez más cortos, volvía agotado. Estábamos preparados para que él se apagara en cualquier momento. Y ese momento llegó el 29 de julio, sábado, cuando dejó de moverse. Se tumbó cerca de la mesa de la cocina y solo nos miraba con los ojos cubiertos por una veladura blanca: «No puedo más». Llamé a las niñas y les dije: «venid, porque Turbón se está yendo». «Seguro que cuando nos vea se anima», dijo Clara con ese optimismo que lleva por bandera. Cuando llegaron no se animó, ni se levantó, y ellas se derrumbaron a llorar. No querían despegarse de él, le llevaban agua y le acercaban comida pero él sólo nos miraba. Por la tarde consiguió levantarse con sus últimas fuerzas, dar la vuelta a la casa y tumbarse en el porche. Seguimos a su lado hasta que nos fuimos a dormir, con la loca esperanza de que al día siguiente estuviera mejor, que volviera a ser el mismo: un perro viejito. Tuca, mientras tanto, que hasta ese día estaba bien, se había tumbado y tampoco quería moverse, ni comer, ni beber. Nada. No se acercaron. Eso nos rompió el corazón. Siempre estaban juntos, pegados, lamiéndose… y cuando llegó el momento se separaron. 

A la mañana siguiente, domingo, estaba claro que no había nada que hacer, así que, los lavamos, los cargamos en unas mantas y los metimos en el coche para llevarlos al veterinario. Sabíamos que íbamos a despedir a Turbón, pero con Tuca íbamos pensando en que la revisaran y vieran qué le pasaba («hasta ayer estaba perfecta»). Resultó que no, que no estaba perfecta, que tenía un tumor enorme en el hígado y que tampoco se podía hacer nada por ella más allá de operarla, ingresarla y que tuviera unos días más. «No, eso no vamos a hacerlo».

«Tomaos todo el tiempo que necesitéis». 


Necesitamos mucho tiempo. No sé cuánto. Íbamos de una sala a otra, despidiéndonos, decidiendo a cual dejábamos ir primero. Fue durísimo y a la vez bonito. Les dijimos que les queríamos, que eran los mejores perros del mundo, los más guapos, los más listos, los más bonitos, los más amorosos. Les dimos besos, les abrazamos y a María le dió asma. Les quitamos los collares y nos los llevamos de recuerdo. 

Y nos fuimos a casa sin ellos, con su olor en el maletero del coche y su ausencia al abrir la puerta de casa. Ha pasado un mes y medio y van llegando los detalles. Llegarán más y su recuerdo dejará de doler para ser solo alegría de haber compartido con ellos estos doce años. «Nunca tendremos unos perros como éstos». No, no serán como éstos, serán otros y todo será distinto pero igual de bueno. Perder un perro no es como perder una persona querida. Sólo puedes tener un padre, ese hermano, esa madre... pero perros puedes tener muchos y todos te darán algo. 

María no lo sabe todavía, pero será así: tendrá más perros en su vida, todos le darán alergia y todos le dejarán huella. Pero nunca olvidará a Tuca y a Turbón, estarán siempre en los detalles, en los que cree tener y en los que la asaltarán, cualquier día, mañana, dentro de una semana, seis meses o cinco años, cuando menos lo espere y piense “os echo de menos, perros guapos”. 

Ella no lo sabe pero los detalles no dejarán que llegue el olvido.


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domingo, 17 de septiembre de 2023

Lecturas encadenadas agosto.

Agosto queda ya casi tan lejos como mi quincuagésimo cumpleaños. Tan lejos que he estado tentada a no escribir este post de lecturas para hacer doblete con octubre, pero luego he pensado que no, que no era buena idea. Cuando escribo sobre mis lecturas no solo vuelvo a los libros, sino también a los lugares donde los he leído, a las cosas que pensé cuando andaba con ellos entre manos o los recuerdos que me trajeron; y si sigo postergándolo puede que todo se me olvide. Últimamente he andado preocupada por tener lagunas mentales, pero ahora ya estoy más animada porque he descubierto que soy capaz de memorizar algunos teléfonos móviles. No nos volvamos locas: puedo memorizarlos un par de minutos o algo así, pero ya es más de lo que conseguía antes. El otro día, además, leí que para la memoria es terrible la multitarea, así que voy a concentrarme muchísimo en estas líneas y a no ceder a la tentación de pinchar en las otras pestañas que tengo abiertas o bajar a la cocina a picar algo o revisar el extracto del banco. A ver si lo consigo.* 

Que no te quiten la corona, de Yannick Haenel, llevaba en mi estantería por lo menos tres o cuatro años. Fue una recomendación de Gonzalo, de Tipos Infames, en una de las últimas veces que fui a la Feria del Libro de Madrid. Nunca encontraba el momento pero, como siempre, esperé a que llegara y eso fue al principio de las vacaciones. Lo leí los primeros días de estancia en Cicely, por las tardes y noches, cuando volvíamos de trepar por las montañas y hartarnos de comida rica. 


Que no te quiten la corona es un libro raro, extraño, al que entras confiado para luego empezar a desconfiar porque no sabes bien lo que está pasando. Hay que seguir adelante, continuar a pesar de la desazón, no desistir y llegar al final. Ahora que escribo esto, y mientras lo recuerdo, caigo en la cuenta de que Haenel aliña su novela con unas gotitas de David Foster Wallace. Sin llegar, por supuesto, a la maravillosa locura del escritor americano, ciertamente toda esta novela está regada con algo de eso, con esos polvos mágicos. (Dejo aquí mi reseña de La broma infinita, por si alguien está pensando en atreverse).


El protagonista, Jean, es un escritor de cincuenta años que malvive en un piso del que están a punto de echarle. Lo de que es cincuentón es algo que, como lector, olvidas enseguida, porque él actúa más bien como si tuviera treinta o treinta cinco. ¿Cómo? Pues pasando de todo, drogándose bastante y bebiendo como si no hubiera un mañana, que es algo que con más de cuarenta y cinco nadie hace porque sabes de sobra que habrá un mañana y que te dolerá todo si sigues bebiendo así. El caso es que Jean está obsesionado con Michael Cimino y con su película El cazador y también con Apocalypse Now, de Coppola. Se pasa los días viendo esas dos pelis en un reproductor de vídeo (todo ocurre antes de internet y los móviles) mientras bebe y fantasea con conocer a Cimino y presentarle un guión que él ha escrito sobre Moby Dick. La parte de su obsesión con Cimino es un poco tostón: parece que el que está obsesionado es Haenel y, como lector, temes que se vaya metiendo cada vez más en una de esas digresiones de señor obnubilado con algo que cree haber entendido mejor que nadie y que, evidentemente, no interesan a nadie. Cuando estás a punto de dejarlo llega el cumpleaños de Jean, que celebra con una cena en un restaurante con un amigo suyo que, en su día, le dió el contacto de Cimino. A partir de la cena la novela se transforma en una road movie: se convierte en Jó que noche, de Scorsese. Empiezan a aparecer personajes secundarios extravagantes y estrafalarios: hay un galgo, una mujer, una portera, una noche en un museo, unos malos que le persiguen y todo se vuelve divertido y loco hasta llegar a un final que funciona. 


¿Me gustó Que no te quiten la corona? Pues sí, cuando más lo pienso más convencida estoy. Es una novela diferente, no se parece a todo lo que se escribe ahora, que tiene un tufo a intensidad y misterio. El libro de Haenel es ligero en el sentido de que quiere contar la historia de un personaje, no hay «vida real», ni mensaje, ni moralina, ni intención de hacerte pensar en la fugacidad de la vida, las dificultades de las relaciones o la injusticia. Es otra cosa y me gustó. 


«La soledad más fulgurante proporciona una dicha lenta: en casos así, procuro alargar la noche; pero no resulta fácil saber si la vida se nos hace añicos o si nos encaminamos hacia lo más vivo».


Además, a este libro, y conectando con lo que comentaba al principio, le debo el  haber creado en mi memoria el recuerdo, que espero permanezca para siempre, de una noche en el sofá viendo por primera vez en mi vida El cazador, de Cimino, una película maravillosa e inolvidable que me dejó sin palabras. Sigo dándole vueltas casi dos meses después, tengo escenas y diálogos en la cabeza rondando cuando menos me lo espero. Después de verla, además, entiendo que alguien se obsesione con ella. Merece cualquier obsesión.


Releer Crimen y castigo, de Fedor Dostoyevski, era uno de los planes del verano, de este y de los tres o cuatro anteriores pero, por fin, lo conseguí. Justo antes de irme de vacaciones cogí de la estantería el ejemplar que iba a leer, exactamente el mismo libro que leí por primera vez con 18 años, cuando estaba en COU. Recuerdo ese año por muchas cosas: entre otras, porque descubrí a Dostoyevski; porque vi por primera vez mi cuadro favorito, Vista de Delft, de Vermeer; y porque aprobé Matemáticas sin tener ni idea. Lo que no recordaba, y me dejó un poco impresionada, es que había puesto mi nombre en ese ejemplar de Crimen y Castigo. Abrí la primera página y ahí estaba mi nombre, Ana Ribera, con perfecta letra de colegio de monjas: redonda, casi dulce, inocente. Ya no tengo esa letra aunque mucha gente alaba mi escritura: creo que es porque ya casi nadie escribe a mano y sorprende ver mis cuadernos llenos de renglones rectos. «¡Hala, no te tuerces!»

Hace la friolera de 32 años que me enfrenté por primera vez a la historia de Raskólnikov. ¿Qué recordaba? Tenía una vaga idea del crimen y alguna sombra de los remordimientos pero poco más. Del crimen recordaba mi sensación, la primera vez, de sorpresa, de incredulidad. Volviendo ahora a él y pensando en mi primera lectura puede que aquella sorpresa viniera del hecho de que era la primera ocasión en que me enfrentaba a la lectura de un crimen cometido a sangre fría, sin motivo, solo por el simple hecho de ser capaz de cometerlo. 


Del castigo no recordaba nada. Es más: pensaba que el castigo que el protagonista sufría era la culpa y el remordimiento, pero resulta que Raskolnikov no se arrepiente casi en ningún momento; y cuando lo hace es más por los inconvenientes que sufre porque le van a descubrir que por haber cometido el crimen, por haber asesinado a la usurera a la que llama «piojo insignificante».


Leer Crimen y castigo con 18 años y con 50 es muy diferente. Con 18 yo apenas había salido de las lecturas infantiles y juveniles y no tenía ni referencias ni referentes ni vida para entender mucho de lo que Dostoyevski plantea. Ahora, por ejemplo, he visto que en las novelas de Agatha Christie o Patricia Highsmith y en las pelis de Hitchcock hay mucho de Crimen y castigo. Es una gran novela de la literatura rusa, una obra maestra, pero es también una novela policíaca publicada por entregas con la intención de mantener a los lectores de 1866-1867 enganchados a una trama en la que hay un malo al que lector quiere, unos buenos a los que el lector odia, personajes aborrecibles, amor, dinero, corrupción, un mejor amigo del protagonista, bueno e inteligente, que le ayuda en todo, y hasta tiene un final esperanzador y bonito. Es además un retrato costumbrista y realista del San Petersburgo de la época: la pobreza en las calles, el problema del alojamiento, la clase media, los bares y las tabernas, los mercadillos, la prostitución, la mendicidad… un dibujo que para los lectores contemporáneos era totalmente reconocible. 


No pude dejar de pensar en Ripley mientras leía sobre Raskólnikov. Los dos parten de un crimen evitable, innecesario; ninguno de los dos asesina llevado de un ataque de furia, de pasión o de ira. Ambos ejecutan su plan porque pueden y sin pestañear. Desde ahí, sin embargo, su evolución es diferente. Raskólnikov vuelve continuamente al crimen, no cesa de darle vueltas, mientras que Ripley lo deja atrás, continua impertérrito sin que el asesinato le perturbe. La sensación que provocan en el lector, sin embargo, es parecida. Te pones de su lado, vas con ellos. Han hecho  mal, han matado a alguien, son asesinos, pero quieres que se libren, que no les pillen, que no importe lo que han hecho. Con Raskólnikov casi te enfadas cuando acaba confesando. ¿Qué necesidad había de hacer eso? Dándole vueltas a esta sensación, a saber que vas con «el malo», he pensado que quizá, en el fondo, todos sabemos que seríamos capaces de hacer algo así, que podríamos hacerlo; y queremos saber, aunque sea a través de la ficción, que podríamos vivir con ello, seguir adelante y, a lo mejor, llevar vidas estupendas, como Ripley. Es una idea perturbadora a la que asomarse, pero para eso leemos. 


Hay que leer Crimen y castigo. No hace falta que sea dos veces pero una, por lo menos, sí. 


«Nada hay en el mundo tan difícil como decir francamente lo que se siente: nada tan fácil como la lisonja. Si en la sinceridad entra, aunque solo sea una centésima parte de nota falsa, se produce enseguida una disonancia y a ella sigue el escándalo. En cambio, la lisonja resulta agradable, y se escucha con complacencia, aunque sea plasta hasta la última nota; se escucha, si quiere usted, con burda complacencia, pero, al fin y al cabo, con complacencia. Por burda que sea la lisonja, por lo menos la mitad parece legítima. Y ello es así para las personas de todas las capas sociales, independientemente de su desarrollo. Incluso a una vestal cabe seducir por la lisonja. Nada digamos de las personas ordinarias».


Para terminar por hoy voy a recomendar La forja de un rebelde, de Arturo Barea. Hace muchos años mi querido y añorado tío Ramón me regaló esta trilogía formada por La forja, La ruta y La llama. Cuando la leí, hace trece años, me encantó y desde entonces no he parado de recomendársela a toda mi familia que, como en todo, me hace bastante poco caso. Este año recurrí a un método más drástico y regalé la trilogía a mi hermano pequeño. Como las familias funcionan así, tras su entusiasta recomendación, los tres tomos han pasado de mano en mano entre todos mis hermanos y mi madre y, por fin, trece años después lo han leído. Más vale tarde que nunca. Corred a leer a Barea. 

Y con esto y mientras espero la tormenta, hasta los encadenados de septiembre. 


*No lo he conseguido. Durante la escritura de este post me he comprado unas zapatillas de montaña, he buscado un terreno para construir una cabaña y me he enterado de que Hugh Jackman y su mujer, Deborah, se divorcian después de 27 años de matrimonio. También me he levantado a ponerme un jersey. 

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domingo, 10 de septiembre de 2023

Podcasts encadenados: de parques naturales, mentirosas y ultrafachas.




Hace cuatro años, cuando me autoproclamé «Predicadora de Podcasts», Predicadorrrr, Predicadorrrr... (premio si has entendido esta referencia). Por aquel entonces me parecía que daba mucho la paliza con los podcasts. Pobre, no tenía ni idea de lo que era dar realmente dar la paliza. Me contengo pero muchas veces, ante cualquier tema de conversación, podría decir «sobre eso hay un podcast». No lo digo porque temo que me pongan el sticker de «Turra Mítica».1


La cuestión es que este verano, y quiero creer que gracias a mi turra que ha ido calando poco a poco, me he encontrado con que muchos de mis seres queridos, muy queridos, se han aficionado a los podcasts: mi hermana, mi madre, mi mejor amigo y mi hija María, por ejemplo. Los he visto llegar al mundo del podcast casi como cuando vi a mis hijas aprender a leer, con emoción, cruzando los dedos para que no abandonen y mordiéndome la lengua para no abrumarlos con recomendaciones. 


Ninguno de ellos lee lo que escribo, así que aquí puedo regodearme en mis    recomendaciones.


Voy a empezar repitiéndome e insistiendo en que hay que escuchar The Retrievals. porque va a ser el mejor podcast del año. El último episodio es impresionante: una reflexión sobre el dolor de las mujeres y la escasa o nula importancia que se le da en la sociedad. Para completar esta escucha recomiendo también este episodio de Sound School, un podcast que enseña a escuchar podcasts, a entender cómo se hacen y sus aciertos o fallos, en el que a partir del minuto 3:30 analizan el podcast y, sobre todo, la música, que es un elemento fundamental y que está trabajada de una manera increíble.  


Lo malo de escuchar algo buenísimo es que es inevitable pensar que lo siguiente que escucharás será peor pero, en este caso, tuve muchísima suerte y lo siguiente que cayó en mi lista de reproducción fue casi tan espectacular. En este caso es una producción de The Washington Post y se llama Field Trip. ¿Qué cuenta este podcast? Pues el viaje de Lillian Cunningham por cinco parques naturales de Estados Unidos, explicando en cada uno de ellos un problema al que se enfrentan esos espacios protegidos. Tenía mis reservas al empezar a escucharlo porque me daba miedo que fuera un canto a la ecología, algo demasiado buenrollista y que fuera aburrido. Como siempre digo, hay que saltar por encima de las reservas que uno tiene porque, muchas veces, te mantienen alejado de algo que merece muchísimo la pena. No me esperaba lo que Cunningham ha conseguido hacer: transportarme a cada uno de esos parques, estar allí, sentir el viento en Yosemite, la arena caliente del White Sands National Park, ver a los bisontes en Glacier Park, agobiarme por la humedad en los Everglades y disfrutar del frío cortante en Gates of the Artic en Alaska.  Es un podcast espectacular y bonito. De él me ha gustado todo. Por ejemplo, el último episodio, en Alaska, comienza con la llegada de la periodista al parque. Se escuchan las hélices del hidroavión que la ha dejado allí y las gotas de lluvia que caen en su impermeable. «Algo de lo que me doy cuenta después de unos minutos, es que mi oído ha empezado a cambiar. En vez de filtrar el ruido, busco el sonido». Se escuchan sus pasos, la llamada de un pájaro, «la inmensidad hace que sea más fácil fijarse en los detalles». Es una escena construída con el sonido, sutil, y la escritura. Es perfecta. Después, mientras se sigue escuchando la lluvia, introduce al personaje que la acompañará en el episodio con estas palabras: «John tiene pinta de poder estar aquí todo el día sin inmutarse. Lleva puesto un grueso impermeable amarillo pero no se ha puesto la capucha. Sus hombros están relajados. Mirándole parece que esta lluvia fría es una ducha caliente». Y después silencio mientras seguimos escuchando la lluvia. No sabes cómo es John, si es alto, bajo, gordo, flaco, si tiene 25 o 50 años… pero con esa descripción, lo ves.


No os lo perdáis porque Field Trip es un viaje sonoro y mental precioso. Cada uno de los episodios es un auténtico placer, un regalo de escucha. Es además un podcast al que volver porque se siente como un lugar feliz. Imperdible.  


¿Qué más puedo recomendar? Pues mandanga de la buena, de la que te engancha y no puedes dejar de escuchar. El podcast se titula Believable: The Coco Berthmann Story y es una historia de una mentirosa compulsiva tan profesional que deja en mantillas a cualquier otro mentiroso profesional que haya protagonizado un podcast. Recuerdo, por ejemplo, a Anna Sorkin y el podcast de la BBC, Fake Heirness, con todos sus engaños. Anna era tremenda, pero al lado de Coco es una aficionada de medio pelo. 


Coco Berthmann miente sobre todo y a todo el mundo sin importarle que la gente descubra sus mentiras. Lo hace además por algún afán que resulta difícil de entender porque no gana dinero, apenas estafa (al final la pillan pero el dinero que ha estafado es poco) pero no deja de hacerlo. Su historia además tiene un tono más siniestro porque el motivo por el que consigue la atención de la gente, hacerse con un hueco y ser considerada es que cuenta, desde el principio, que de pequeña su madre la obligaba a prostituirse hasta con 50 hombres al día. Con esa mentira tan alucinante (porque, claro, ¿cómo alguien va a pensar que estas mintiendo con algo tan serio?) se convierte en abanderada de la lucha contra la trata de menores. No estoy reventando nada porque todo esto se cuenta en el primer episodio, en los 5 primeros minutos. El resto de la serie es la investigación que los periodistas Sara Gannin y Edward R. Murrow realizan para ver hasta dónde llegaban sus mentiras. En la producción de la serie está Karen Given, una mega productora de podcasts, que les acompaña y que hace que el producto sea perfecto. Tiene además algo interesantísimo: por supuesto que no han podido hablar con Coco, pero tienen cientos de mails, mensajes de texto, posts en redes sociales escritos por ella que son fundamentales para la historia. El recurso que han utilizado es recrear la voz de Coco con inteligencia artificial a la que han entrenado con todas las grabaciones que de ella hay en la red. El resultado es impresionante. Si no fuera por la cantidad de veces que advierten que la voz que vas a escuchar está recreada con inteligencia artificial, no notarías la diferencia. Impresionante y espeluznante al mismo tiempo. 


Para recomendar cosas en español, os traigo una buena noticia: Sonora, una  plataforma de escucha que probablemente ni os suene, era de pago hasta el mes de junio. Ahora ya no lo es, es gratis y tiene algunas cosas muy interesantes para escuchar. Lo primero que voy a recomendar es Cuando fuimos la Fox, un podcast dedicado a contar la loquísima historia de Intereconomía, esa cadena de radio ultraconservadora que hasta hace muy pocos años era un faro de opinión para la derecha más recalcitrante. Son diez episodios de una media hora cada uno en los que no paras de decir: «no puede ser», «es imposible», «pero ¿qué coño?» y así todo el tiempo. Está muy bien escrito, Gonzalo García lo narra con mucho sentido del humor e ironía y es un podcast entretenidísimo para conocer los entresijos de la política, la comunicación, la empresa, la Iglesia Católica y hasta una secta secreta: El Yunque. 


En castellano no puedo dejar de recomendar uno de los últimos episodios que hicimos en Hoy en El País para terminar la temporada. Un trabajazo de mi compañera, Marta Curiel, que nos lleva a los tiempos de la Segunda República, a la matanza de los Seisdedos. Una historia terrible que ocurrió en Benalup-Casas Viejas, Cádiz, y que en el episodio recorremos con Rosa Pérez Gil, que se amputó su sexto dedo antes de saber lo que le había ocurrido a su familia.  


Vamos con los breves:


  • House on Loon Lake. Es un episodio de This American Life de hace muchos años. Se publicó por primera vez en 2001 y es un buen ejemplo de podcast que no caduca, que no envejece. Adam Beckman pasaba sus veranos, en los años 70, en un pueblecito en New Hampshire. Un buen día, con su hermano y un amigo, se fueron a explorar y acabaron llegando a una casa abandonada. Todos sabemos que a una casa abandonada se entra y es lo que hicieron ellos. Descubrieron una casa en la que parecía que sus habitantes habían salido corriendo sin recoger ni dejar nada ordenado. Platos en el fregadero, gafas, ropa en los armarios, la cuna de un bebé, una vida en suspenso. La obsesión por descubrir de quién era esa casa y qué había ocurrido no lo abandonó nunca así que de treintañero se pone a investigar. Este episodio es la historia de la casa y de sus habitantes. Maravilloso.  

  • Si has hecho una reforma tienes que escuchar Dentrísimo de las reformas. Y sí, sale el tema de decidir cuántos enchufes pones y dónde y la terrible realidad que es comprobar que lo que más te gusta en la tienda, ya sean azulejos, electrodomésticos, griferías o muebles es siempre lo más caro, lo que no puedes pagar ni con el sueldo de un mes.  

  • Y ¡ha vuelto Revisionist History! Uno de mis podcasts más favoritos y el culpable de que yo me haya convertido en Predicadora de podcasts. Malcom Gladwell va a dedicar seis episodios al tema de las armas en Estados Unidos y el primer episodio, como no podía ser menos, es alucinante. Volveré a hablar de este podcast más adelante pero quería mencionarlo porque si alguien no lo conoce tiene 7 temporadas para escuchar. ¿Por dónde empezar? Por el primer episodio, The lady vanishes, que además tiene mucho que ver con lo que estamos viviendo. 



Creo que ya he evangelizado suficiente. Como siempre, si escuchas algo, ven a contármelo. Me hará muchísima ilusión.  


1.- Siempre que mis hijas me llaman por teléfono, que suele ser poco, me dicen «ya sé que te he interrumpido un podcast pero necesito hablar contigo». Esa necesidad siempre es una petición, pero ese es otro tema. 


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