martes, 19 de mayo de 2020

Hippie trasnochada

Por fin ha salido el sol y Los Molinos parece un decorado de película alemana de colores sobresaturados. Todo tiene demasiado color: el cielo es demasiado azul, las hierba demasiado verde y las flores son un escándalo de colores (el interruptor del cursilismo sigue en ON). Mi pelo también está de bastantes colorinchis porque sigo, a pesar de la oposición de mis hijas y mis amigos, con mi plan de dejarme el pelo blanco. 

–Vas a parecer más vieja.
– No, voy a parecer la edad que tengo. Lo que voy a dejar de parecer es la imagen que nos han hecho creer que tienen las mujeres de casi cincuenta años. Todas sin una cana. 

Por ahora y dado las pintas que llevo habitualmente, cuando vuelvo cada tarde del paseo, con un ramo de flores diferente, parezco una hippie trasnochada. Mejor hippie trasnochada que loca de los gatos.

Lo de las flores se me ha ido mucho de las manos. Mejor dicho me ha caído en la cabeza completamente por sorpresa. Yo nunca había sido de flores, exceptuando mi anual romance con las lilas,  y siempre había pensando que no tenía sentido estético para colocarlas en un jarrón. Y ahora, de repente, me he convertido en alguien que sale a pasear con tijeras de podar y que incluso cuando sale con el firme propósito de no coger flores vuelve a casa con los brazos llenos. «Mamá, ¿otra vez?» me dicen mis hijas, como si hubiera recaído en las drogas o en algún vicio peligroso. 

Sí, otra vez. Cada día pongo flores. Lleno jarrones. Reciclo botes de espárragos y de paté. Rescato jarrones de porcelana que me pido heredar. Me miro las canas en el espejo, quiero que crezcan rápido, quiero verme ya como soy en realidad. Leo a Perec y pienso en la familia que vivió antes en esta casa, hace cuarenta años, y de la que aún ahora guardamos alguna cosa. Sorteo a mi madre que no entiende que el teletrabajo es incompatible con subirme a una escalera para medir el patio y encargar un toldo. Escribo, en inglés, un ensayo sobre las cosas que me cabrean y termino muy rapidamente porque es un tema que me apasiona. Discuto con mis hijas nuestro top 3 de viajes, de películas y de platos de comida española. Veo con ellas The office y con mi madre Halt and catch and fire. Cambio mi rutina de mañana porque como odio tantísimo el deporte que he decidido unirlo a la segunda cosa que más odio que es levantarme por la mañana. Lloro al despertarme y al hacer deporte pero cuando termino y me siento a desayunar, a las ocho y media, tengo por delante todo un día de paz mental y cosas agradables. Discuto con mi madre porque dice que soy un guardia jurado y que no la dejo salir. Me cabreo en una reunión del trabajo.Planto el huerto. Corto la hierba. Me ato un pañuelo a la cabeza. Decido que nada va a perturbarme.

Pues va a ser que sí, que soy una hippie trasnochada de peli alemana de sobremesa.  


PS: en el paseo de ayer, en el furor de recoger todo tipo de flores, perdí mis gafas de sol. He recuperado las antiguas, las de guardia civil cabreado.


martes, 12 de mayo de 2020

Los días únicos

Klaus Rinke
Es curioso como está pasando el tiempo o como se me está pasando a mí. Hace apenas dos semanas era marzo y ahora ya estamos rozando el mes de junio. Los días pasan a un ritmo que no sé describir pero que no se parece a nada que haya vivido antes. No se me hacen largos, ni cortos,  ni me parece que pasen muy deprisa ni muy despacio. La sensación que tengo es que he alcanzado el ritmo adecuado. Es algo parecido a cuando sales a pasear y al principio vas deprisa, después te cansas, mides tus fuerzas, ralentizas el paso y piensas "eh, voy a paso de tortuga" y, de repente, sin saber muy bien cómo vas al paso perfecto, el que te hace disfrutar del paseo, de lo que ves, de lo que escuchas, de tus pensamientos. El paso que te hace pensar "a este ritmo podría caminar kilómetros". Así siento yo los días ahora, con la sensación de que éste, por muy extraño que sea, es el ritmo adecuado para pasar la vida. 

Todos los días se parecen mucho: llevo sesenta días durmiendo en la misma cama, mi ropa es casi un uniforme, no me preocupo de a quien voy a ver o dónde voy a ir, el criterio es la temperatura y que esté limpio. Sigo la misma rutina casi todos los días con un horario mucho más estricto que antes. Me gusta no tener compromisos sociales ni recados por hacer. Los recados que antes parecían importantes han pasado a dejar de tener sentido o la más mínima importancia. 

Todos los días se parecen pero todos son diferentes porque ya no se trata de hacer planes ni de ver a gente, ni de ir a sitios, ni de viajar, ni de celebrar. La diferencia está en el detalle mínimo que, al contrario que pasa con los recados, han pasado a tener importancia, han pasado a ser visibles. Está el día que nevó, el primer día de ir sin calcetines, el de volver al forro polar, el día de bajar a la farmacia, el sábado de cavar el huerto y el de reservarme tres horas para leer, el domingo de limpieza y el de guardar los jerseys de lana y sacar las sandalias. EL miércoles de The Good Fight y el viernes de cine clásico con mis hijas. El miércoles de clase de inglés y el jueves de clase de Excel. Los lunes de video reunión y los viernes de no trabajar por la tarde. Los martes viene el cartero, los jueves y los domingos el panadero y en cualquier momento un repartidor que trae una Cartcher, plantones para el huerto o una desbrozadora. El miércoles que recogí a mis hijas y el que comenzó mi confinamiento y empezó este ritmo. El día que llueve y el que se parece mucho a un día de verano. El día que duermo bien y el que no pego ojo. 

No hago mucho pero hago todo lo que quiero. 

No me aburro ni echo nada de menos. 

El tiempo pasa al ritmo que crecen mis canas. 

Los días pasan justo como tienen que pasar, sin nada excepcional pero todos diferentes, llenos de detalles. Son los días únicos, nunca iguales. 


PS: se me ha roto la tecla E del ordenador. Cada e de este texto me ha costado un roce delicado sobre ella. A lo mejor, la próxima ocasión, todo va sin e. 


viernes, 8 de mayo de 2020

Podcasts encadenados (X)

Tengo esta sección abandonada y no puede ser. A lo mejor alguien cree que he dejado de escuchar podcasts pero no, sigo con esta adicción. Ya no los escucho mientras voy conduciendo pero me he buscado huecos para escucharlos: mientras hago ejercicio y blasfemo porque me aburro infinito con el deporte, mientras limpio, mientras paseo y mientras coloreo mandalas. Cualquier actividad mecánica y que no requiera pensar es buena para prestar toda mi atención a un podcast. Además, escucho podcasts cuando no puedo dormir o para conseguir dormirme.

Hoy traigo tres recomendaciones que, de alguna manera, tienen que ver con el confinamiento, el virus y estos días pero que no son ni de noticias ni, sobre todo, deprimentes. A mí me han ayudado y me ayudan a sobrellevar todo esto, me calman, me tranquilizan, me dan paz (seguimos con la alerta cursilismo).

1.- Get sleepy. Mencioné brevemente este podcast hace unos días. Es exactamente lo que parece, un podcast para ayudarte a dormir. Llegué a él, no sé muy bien cómo, desesperada por mi insomnio de alerta que me despertaba a las dos de la mañana y que no me dejaba dormir el resto de la noche. No me funcionaba leer, ni contar ovejas, ni tratar de tranquilizarme así que pensé "De perdidos al río" y decidí probarlo. Confieso que le di al play exactamente con la misma actitud con la que me presentaba en la consulta de mi psiquiatra, cargada de escepticismo y pensando "no me creo tu magia".  Pero me dormí, no conseguí terminar el primer episodio ni he conseguido terminar ningún otro después, me duermo antes de llegar a la mitad. ¿En qué consiste Get Sleepy? Pues en aburrirte con una historieta sin el más mínimo interés contada con una voz agradable. ¿Por qué son aburridas las historias? Porque como bien dice Tom Jones, el presentador, no se trata de engancharte en una trama frenética sino de conseguir que te duermas. Tom Jones (no confundir con el cantante) tiene una voz estupenda  y un acento británico muy de agradecer y comienza cada episodio diciendo que se trata de dormir, que te metas en la cama y pongas tu cuerpo en off. No hay cháchara de esa de relajate, siente tu cuerpo elevarse ni nada de eso, apenas hay un par de minutos de respira profundo, relaja las piernas, el torso y el cuello. A mí me viene bien esto para darme cuenta de que estoy tratando de dormir mientras tengo el cuerpo encogido y en tensión. Tras esos minutos, Tom o alguno de sus amigos con voz aterciopelada empieza con la historia intrascendente. Yo he escuchado el principio de un viaje en tren, otra que es un paseo por los jardines del castillo de Ana Bolena, otro por Tokio con los cerezos en flor... No sé como termina ninguna, ni siquiera sé como termina el podcast. No creo que importe, lo que importa es que funciona. 

El podcast es en inglés pero realmente da igual que lo entiendas o no porque lo que hace que te duermas es la cadencia de la voz, el timbre y la magia que le ponen que consigue relajarte, aburrirte y dormirte. 

Podcast: Get sleepy
Episodio: el que queráis, incluso si encontráis uno que os guste mucho podéis escucharlo en bucle eternamente. Os dejo el de Ana Bolena que es mi favorito, creo. 
Duración: creo que 30 minutos. Jamás he llegado al final. 




2.- Sugar calling. Este podcast del New York Times ha nacido con motivo del confinamiento y el coronavirus pero no va sobre eso o no va solo sobre eso. Esta presentado por Cheryl Strayed que es una escritora y articulista a la que yo no conocía y de la que no he leído nada. ¿En qué consiste? Pues Cheryl llama por teléfono a escritores de más de sesenta años para charlar con ellos sobre cómo están viviendo el confinamiento, dónde, con quién, qué les preocupa, qué les distrae, qué leen y sobre sus vidas. Hasta el momento en el que escribo esta recomendación, han salido cinco episodios. De los escritores entrevistados, solo conozco a tres George Saunders, Margaret Atwood y Amy Tan pero solo he leído a Atwood.

Me gusta este podcast porque las conversaciones son tranquilas, hablan del confinamiento y de la ansiedad que todos sentimos por ponernos enfermos, por que nuestros seres queridos enfermen, porque tenemos miedo, porque estamos asustados pero también trasmiten, desde la cierta sabiduría que da tener setenta u ochenta años, cierta tranquilidad y confianza. El episodio con Margaret Atwood, sola en su casa de Toronto, poniendo en marcha su antigua máquina de coser para hacer mascarillas y peleando con las ardillas es estupendo. Y el de Pico Iyer, un escritor de origen indio, criado en USA pero que vive en Japón  y que dice algo muy muy cierto: «tenemos muchísimo menos control sobre el mundo, sobre nuestra realidad, del que creemos pero tenemos muchísimo más poder en cómo respondemos a lo que nos ocurre del que creemos.» Escuchar Sugar Calling es como sentar en las piernas de tu abuelo convencido de que él sabe mejor que tú lo que corre, sabe cómo sobrellevarlo y sabe que todo saldrá bien. Cheryl es muy americana y, a veces, tiene un tono de voz demasiado cursillo pero merece la pena sobrellevar esos momentos porque es muy buena entrevistando y enriquece las conversaciones con aportaciones sobre su vida que también son interesantes.

Para los que no dominan inglés, en la web están las transcripciones completas de los episodios.



Episodio: os dejo enlazado el de Margaret Atwood que es además de tranquilizador, divertido.  
Duración: creo que 30 minutos. Jamás he llegado al final.


3.- The Slightly Foxed Podcast es mi última recomendación por hoy. Slightly Foxed es una revista literaria inglesa que nació hace unos años de la mano de dos señoras editoras que decidieron montarla después de que la editorial en la que trabajaban fuera adquirida por un gran grupo editorial demasiado interesado, para ellas, en publicar best-sellers. El propósito de la revista era dar a conocer libros publicados hace muchos años e injustamente olvidados o libros que nunca habían sido tenidos en cuenta y que, para ellas y los colaboradores que reclutaban, merecían ser dados a conocer. En la revista que publican cada trimestre hablan de libros y además editan esos mismos libros en una ediciones maravillosas.

Y ¿de qué va el podcast? Pues de estas señoras y otras y otros sentados alrededor de la mesa de la cocina que tienen en la revista hablando de libros o de cosas que tienen que ver con el mundo de la lectura. De fondo se oyen los ladridos de los perros que, parece ser, campan a sus anchas por la redacción. Normalmente cada episodio tiene un hilo conductor:  hablan de libros de viajes,  recomiendan biografías, invitan a dos o tres dueños de librerías a que cuenten cómo se vive de vender libros, comentan los secretos de la edición, confiesan qué quieren leer para salir de su zona de confort o dedican el programa a comentar a un autor. Todo con calma, educación y un estupendo acento británico.

Encontrar un buen podcast de libros es complicado porque lamentablemente con mucha frecuencia caen en dos errores: convertirse en una entrevista promocional o dedicarse solo a las novedades. The Slightly Foxed podcasts no cae en ningún de ellos y consigue que te apetezca ir a su web para ver de qué libros han hablado y ponerte a leerlos enseguida. Además, en su web puedes suscribirte a la revista, adquirir los libros que editan además de un montón de objetos muy apetecibles como bolsas, cuadernos, lápices, etc.

Podcast: Slightly Foxed Podcast.
Episodio: Todos son estupendos, pero dejo enlazado el de los libros de viajes.
Duración: 30-40 minutos





Por último, os dejo el enlace a mi colaboración en Podium Inside donde me podéis escuchar hablando de Get Sleepy y Sugar calling además de alguna cosa más.

Como siempre, si escucháis alguno y os gustan, venid a decírmelo. Me hará ilusión.


martes, 5 de mayo de 2020

Lecturas encadenadas. Abril

Abril ha pasado volando, no puedo decir otra cosa. La percepción del tiempo en estos días es algo a lo que debería dedicar más tiempo y quizá lo haga si encuentro el momento. Con la lectura me ha pasado lo mismo, no encuentro el momento o, mejor dicho, creí que en confinamiento tendría más tiempo y leería más y me he encontrado con que, al final, dedico el mismo tiempo a la lectura que cuando entraba y salía de casa a mi antojo. No he leído más ni tampoco mejor. 

Al lío. 

Oficio de Dovlàtov esperaba en mi estantería de los Reyes Magos y si hay un buen momento para leer sobre soviéticos es, sin duda, un confinamiento y una situación inimaginable que te haga capaz de entender cualquier situación que hasta hace poco no hubieras entendido. 

El título de este libro describe perfectamente de qué trata, Dovlátov va contando cuál es su oficio, cómo su oficio, el periodismo, la escritura, le llevaron de un lado a otro en su vida. Desde sus primeros relatos en el colegio, los trabajos en revistas absurdas enfrentándose permanentemente a la censura o la ridícula burocracia soviética, pasando por Tallin hasta que llegó a Nueva York. Su vida desde que era "un prometedor escritor desconocido" que es lo máximo que se puede ser porque todo es posible dentro de esa descripción hasta que empezó a publicar relatos en el New Yorker . Todo lo que cuenta Dovlàtov tiene un toque de irrealidad,  la realidad soviética era en los años 70 bastante absurda y surrealista y, en algunos momentos, hay que hacer un esfuerzo para recordar que aquello fue verdad, que era así. 

La segunda parte, cuando llega a Nueva York me ha encantado. En mi cabeza la ciudad que retrata Dovlátov era como la que aparece en  Los Tres Días del Condor: ese color en la ciudad, los olores, el ruido y el ambiente antes de que todas las ciudades se parecieran y estuvieran pensadas para hacerles fotos y no para vivirlas. En esta segunda parte, los personajes están muy bien construidos a partir de personas reales que emigraron y trabajaron con el autor. Llegan emigrados, huyendo de la situación en la Unión Soviética y en América todo les resulta incomprensible, extraño y, además, descubren que hay cosas que detestan de América.  

«Imagínense la escala de las emociones negativas. Yo diría que las cucarachas se situan en esa escala entre la delicuencia y los repugnantes fósforos de papel. Un por debajo del paro y algo por encima de la marihuana». 

Todo tiene un humor muy absurdo por el choque de mentalidades entre un país y otro, entre las expectativas de los emigrados y la realidad del país. Dovlatov no es para todo el mundo, tiene que gustarte el humor negro y ese tono ruso tan de miseria llevada con elegancia y humor. Me he reído con su humor, con sus reflexiones y con la descripción de las peripecias para fundar un periódico ruso en Nueva York. Todo lo que hacen y les ocurre es tan loco que no podía dejar de pensar en Seinfeld, un Seinfeld de rusos. 

«Siempre me ha parecido que la decadencia avanza a velocidad mucho más vertiginosa que el progreso. Y, por si fuera poco, el progreso tiene límites. La decadencia, por el contrario, es ilimitada».

Leed a Dovlàtov que está de mucha actualidad.  

«Siempre se ha dicho que la libertad de opinión es uno de los mayores logros de la democracia.¡Viva la libertad de opinión!.. Pero con un pequeño matiz: para los que opinen como yo»

Y, además, la edición de Fulgencio Pimentel es preciosa. Me encantan las portadas. 

Europa, parada y fonda ha sido el Delibes del mes. Encontré este libro curioseando por las estanterías de mi madre. Al abrirlo salió un recibo, a nombre de mi padre, de la Libreria Manzano, en la calle Espoz y Mina de Madrid por la compra de cuatro libros por 3.910 pesetas el 8 de marzo de 1982. Imaginarme a mi padre hace 38 años comprando esos libros fue un momento muy especial. 

Este volumen se publicó en 1981 y de todos los "Delibes" leídos este año es el que menos me ha gustado y creo que es  porque ha envejecido mal. A pesar de publicarse en los 80, recoge los viajes que Delibes hizo por Italia, Portugal, Suiza, Alemania y París entre 1957-1960. De estos viajes ha pasado una eternidad y todo ha cambiado en esos países, en nosotros y en la manera de vernos unos a otros. Muchas de las cosas que el autor vallisoletano anota en sus viajes sobre los italianos, los protugueses, los alemanes o los franceses dan ternurita y otras vergüenza ajena. Algunas son muy políticamente incorrectas ahora mismo y otras siguen siendo verdad, incluso más verdad que cuando él las anotó por primera vez. Él sale de España, de Valladolid y examina los lugares de sus viajes siempre comparándolos con su país, con lo que conoce, intentando encontrarle un sentido siempre n referencia a lo suyo, lo nuestro. ¿Son mejores que nosotros? ¿Son peores? Es una actitud que mucha gente sigue manteniendo cuando viaja, esa necesidad de encontrarle sentido  a lo que conoce comparándolo con lo suyo.

Italia le parece un país llenísimo: 

«Italia es una bolsa de kilo donde se han querido meter dos kilos de lentejas. Naturalmente ha reventado ... El fenómelo de la superpoblación que conocemos por las estadísticas entra por los ojos tan pronto se pone pie en el país».

Le llama tanto la atención que haya mucha gente que lo cuenta varias veces: 

«Italia está literalmente llena; es un país donde no quedan localidades. Lo asombroso es como tanta gente puede desenvolverse tan de prisa, simultaneamente y sin tropezarse». 

Le encanta Venecia sin gente, le entusiasma Turín y se enamora de Nápoles. Portugal le parece maravilloso, un país próspero, educado y organizado y su dictador, Salazar, un gobernante ejemplar. Suiza le parece un país feliz pero que no lo parece «El cronista solo puede decir que si los suizos son felices, su felicidad no es una felicidad exultante». En Alemania le escandaliza que se vendan en la calle,  cambio de unas monedas «adminículos anticoncepcionales» y en París le sale una vena un poquito machista y se sorprende porque los hombres franceses hagan la compra, paseen a los niños en cochecitos, cocinen y planchen.

Delibes suena en este libro un poquito cateto y podemos caer en la tentación de que pensar que nosotros somos así pero ¡ja!, muchos siguen viajando así: "como en España en ningún sitio" es una frase que oyes continuamente si te cruzas con españoles en el extranjero. 

Leyendo a Delibes he pesando que no sé cuando volveremos a viajar, que no sé si los nuevos tiempos nos harán tener menos ansias de mirar lejos y nos darán más ganas de mirar cerca, a lo que tenemos al lado y no apreciamos. 

Y en tiempos de gráficos, estadísticas y dibujitos me ha gustado esta reflexión: 

«Uno es ferviente admirador de los cuadros sinópticos, esos diagramas, que en un simple golpe de vista nos revelan la situación de la Bolsa, la producción de acero o el momento demográfico de un país determinado en los últimos cinco años. Mas estas observaciones tan asépticas y concretas siempre le dejan a uno con la duda de si no estarán sometidas a fines publicitarios; resultan demasiado cómodas como que uno se decida a extraer de ellas conclusiones definitivas» 

Los héroes felices de Vea Káiser me miró desde la estantería donde reposaba desde hace dos años. Lo cogí, lo miré y como vi que trataba sobre Grecia y estoy en un año en el que me interesa Grecia, decidí que le había llegado el turno. Los héroes felices es una novela de tumbona y helado, una novelita en la que pasan muchas cosas con muchos personajes que van y vienen. La historia de una familia griega y dos primos, ella y él, criados para casarse y cuyas familias  sufriran distintas vicisitudes a lo largo del ancho mundo. Hay, por supuesto, una mujer guapísima, intenísima y con mucha personalidad a la que yo hubiera abofeteado en el minuto dos y hombres buenísimos  que dan bastante pereza. ¿Recomiendo esta novela? El equivalente en televisión a esta novela sería una de esas tv movies de colores sobresaturados de los fines de semana. ¿Son buenas? No ¿Entretienen? Sí ¿Son fáciles de ver? Se pueden ver en encefalograma plano. ¿Te acordarás al terminarla? Ni de coña pero has pasado el rato.  

Por supuesto no he doblado ni una esquina. 

La última lectura del mes me asaltó desde la estantería mientras estaba en la bici estática. Sufro pedaleando y cuando no puedo más me dedico a intentar adivinar qué pone en los lomos de los libros que me rodean. (La bici está colocada en una especie de despacho con estanterías traídas del despacho de mi abuelo y con libros de varias generaciones). Un pequeño tomo rojo me miró fijamene y al bajarme comprobé que era una edición en papel biblia de varias de las obras de P. G. Woodhouse. Siempre es buen momento para historietas inglesas de señoritos diletantes y mayordomos caústicos, así que he leído ¡Muy bien, Jeeves! Esta recopilación de historias de Bertie Wooster y su mayordomo Jeeves se publicó en 1925. La alta sociedad inglesa, conflictos absurdos, malentendidos, almuerzos, sandwiches de pepinillo, tés a las cinco y vestirse para la cena llenan estas historietas. Leyéndolo pensaba que todas las normas de las sit-com que nos tragamos ahora están en P.G Woodhouse. Los personajes principales, los secundarios que el fiel seguidor reconoce, las anécdotas autoconclusivas y el leve arco argumental que puede percibir tanto el que ve/lee todos los relatos como el que solo ve o lee uno. 

Estoy pensando que todos mis libros de este mes tienen una correspondencia televisiva o cinematográfica: un Seinfeld con rusos, Vente a Alemania, Pepe, una tv movie con colores sobresaturados y una sit com en papel biblia. 

Y con esto y esperando que al final de mayo todo esté más claro, más tranquilo y sigamos todos bien, hasta los encadenados de mayo.


jueves, 30 de abril de 2020

Estos días. Y llegaron ellas.

El 9 de marzo fui a ver a las niñas. No recuerdo si fui exclusivamente a verlas o había algún otro motivo. Volviendo del trabajo había escuchado que en Madrid iban a suspenderse las clases durante dos semanas. Les dije que no fueran al colegio al día siguiente, que no hacia falta y las dos me miraron muy serias y me dijeron que tenían que ir, que tenían que recoger sus libros. Charlamos sobre lo que haríamos el siguiente fin de semana en Los Molinos e hicimos planes para Semana Santa. A partir de ahí nada salió como habíamos planeado. El siguiente fin de semana no llegó, como tampoco llegó la Semana Santa. Lo que llegó fue una cuarentena y un estado de alarma máxima y la decisión que tomamos El Ingeniero y yo de no moverlas, de quedarnos cada uno dónde estábamos. 

Me imagino a mí misma con su edad en estas circunstancias y sé que no lo hubiera llevado tan bien como ellas. No se llega a los cuarenta y siete siendo campeona olímpica de la ansiedad sin llevar entrenando desde la más tierna infancia. Ellas, mis princesas, han heredado de su padre una tranquilidad y una calma que me admira. Durante cincuenta días las he llamado cada tarde después de los aplausos y me han aguantado como han podido. ¨mamá, hoy no nos llames que ya nos vas a ver mañana" 

Se habla de los niños sin salir, de los deportistas, de la gente mayor y a mí me preocupan los adolescentes. Cuando estaban a punto de conseguirlo, cuando estaban rozando la línea de salida de la independencia, del ir y venir, de quedar con amigos, ir a conciertos, disfrutar de las fiestas de los pueblos más allá de los coches de coche, de quedar para echar horas estudiando en la biblioteca, de enamorarse y ligotear sin parar, de vivirlo todo por primera vez creyendo que son los únicos a los que eso les ha ocurrido, les han cerrado la puerta en las narices. En casa, sin salir, y con tus padres. Es como si les hubieran hecho una versión de miedo de Ricky Business.

Ya están aquí, conmigo. Cincuenta y dos días después nos hemos reencontrado. Bajé a recogerlas con todos los papeles legales necesarios,  sabiendo que si me paraban por la carretera lo más probable es que acabara llorando intentando explicarle al policía lo mucho que había echado de menos a mis hijas. Al vernos no sabíamos abrazarnos, como si se nos hubiera olvidado o nos costara volver a tocarnos. Después de muchos años hicimos el viaje de vuelta sin escuchar música, charlando a través de nuestras mascarillas. "Mamá, me mareo de ver tanto". 

Ya están aquí, conmigo. Instaladas en su cuarto, con sus cosas, con sus perros. Tenemos que crear rutinas nuevas y yo me siento casi como cuando nacieron, las miro mientras duermen, cuando desayunan, cuando pasan por delante de mí mientras ando trabajando y me admira que sean mis hijas, que estén aquí, que sean como son. Antes de ir a buscarlas tenía miedo de que ya no quisieran estar conmigo, de no saber llevarlas, de no saber estar, al fin y al cabo, esto también es nuevo: reencontrarnos, en medio de una pandemia, después de cincuenta y dos días. 

Todo está bien ahora. Incluida la certeza de que en un par de días estaremos discutiendo porque han dejado las zapatillas tiradas, porque su concepto de hacer la cama se parece sospechosamente a no hacerla en absoluto o porque tras cincuenta "voy" no hayan ido a ninguna parte. 

Ya están aquí, todo está bien. 

viernes, 24 de abril de 2020

Estos días. Cosas tontas que no entiendo

No entiendo los juegos de cama con una sola funda de almohada muy larga en la que se supone que has de acomodar dos almohadones. No las entiendo, ¿a quién se le ocurrió? No conozco ninguna pareja lo suficientemente bien avenida como para compartir una funda de almohada. ¿Una cama? sí, ¿un pijama? también. Una funda de almohada no hay amor verdadero en el mundo que tener que despertarte cada vez que tu pareja quiere darle la vuelta a la almohada o abrazarse a ella. ¿Por qué tengo una funda de almohada así? No lo sé. En esta casa hay armarios con más misterios que Narnia y más capacidad que un petrolero y cuando cambié las sábanas saqué el primero juego que encontré. Cada noche pienso que odio esa funda de almohada y que al día siguiente la cortaré y haré dos almohadones. Por lo visto, por las noches, me creo Batman. 

No entiendo tampoco que ha pasado con los tenedores pequeños de mi infancia. ¿Por qué ya no hay tenedores de postre en ninguna casa? Incluso en esta casa con cajones inmensos llenos de cosas que dejaron de tener utilidad hace treinta años, los tenedores de postre escasean. En IKEA, ese lugar que nos enseña cómo debemos vivir, no venden tenedores pequeños. Alguien podrá decir ¿para qué quieres un tenedor pequeño? Y yo puedo contestar ¡para comer fresas! ¡para pinchar anchoas! ¡para comer mejillones! Por supuesto tampoco entiendo porqué las cucharitas limpias se acaban tan deprisa. 

No entiendo tampoco el patrón de sueño de mis perros. Si fuera de verdad Batman o si supiera manejar un excel, hacer coordenadas y llevar un registro metódico, monitorizaría los sitios del jardín donde se duermen para intentar saber si responden a algún estímulo, a alguna variable del tipo "aquí da el sol", "me gusta este trozo de pradera" o "me parece que tengo calor en la tripa voy a apoyarla en el frío suelo" o es más bien algo como "qué pereza dar un paso más". Ojalá Turbón hablara y pudiera contarme porque cuando más llueve se tumba debajo del abeto en vez de meterse en la caseta o en otros mil sitios más resguardados. 

No entiendo porqué mi madre tiene menos confianza en mis habilidades que en cualquiera de sus montañeros de Alaska. Entiendo que yo no sé manejar una motosierra ni construir una cabaña ni curtir pieles de marta pero hay alguna cosa creo que sé hacer. Ella no comparte mi opinión.

–No funciona la desbrozadora.
–Mira a ver si han saltado los enchufes. Están en el cuadro y mira donde pone "enchufes". 
–¿Me lo vas a deletrear?

–Ya lo he mirado. Está todo bien en el cuadro. 
–¿Seguro? Voy a mirar. 
–¿El qué?
–Si han saltados los enchufes.
–Pero si vengo de ahí, acabo de mirarlo y ya te he dicho que está bien. 
–Por si acaso. 

Y así paso los días, sin cumplir mis propósitos nocturnos, preocupada por la desaparición de los tenedores de postre y los hábitos de siesta de mis perros y asombrándome de haber llegado a los cuarenta y siete años siendo, por lo visto, una completa inútil.  


PS: he adoptado un look muy años sesenta y llevo un pañuelo en la cabeza para intentar dominar el pelochismo de la cuarentena y las canas.


martes, 21 de abril de 2020

Estos días. Los días malos


Tough day. Pascal Campion
Abro las cortinas del salón y miro fuera. Intento no sentirme culpable. Desayuno siguiendo un ritual exactamente igual cada día. Intento no pensar en el silencio de la casa. Hago la cama, ventilo la habitación. Aguanto como puedo la oleada de nostalgia que amenaza con tumbarme mientras veo de refilón, casi sin querer, las fotografías de mis hijas, de mis hijas conmigo sonriendo, de mis hijas conmigo de viaje, de mis hijas conmigo, las tres felices. Me pongo a hacer ejercicio mientras lucho contra las ganas de mandar los abdominales, las sentadillas, las flexiones y la tabla a tomar por culo. Me ducho mientras trato de no darme cuenta de que se me está cayendo el pelo. Me visto intento no dar importancia al hecho de que me de igual la pinta que llevo, lo rotos que están los pantalones o los agujeros de las camisetas que me pongo. Me siento a teletrabajar, pasan las horas y me esfuerzo para mantener la concentración, para ir sacando todo lo que tengo que hacer.  Ignoro el frío que tengo, la tiritona. Antes de comer salgo a hacer una foto al castaño. Intento que la sorpresa por haber visto día a día como ha brotado sea mayor que la culpabilidad que siento por estar aquí. Como obligándome porque no tengo hambre, porque la mayoría de los días las judias verdes, los garbanzos, los macarrones, los calabacines, el pollo, la merluza...todo me sabe igual. Vuelvo a sentarme a trabajar mientras escucho de fondo a los Mountain Men de Alaska y Montana. Intento no pensar en mis ganas de vivir aparte de todo, de espaldas a lo que sea que ocurre y de aprender a manejar una moto sierra, a construir una cabaña o a curtir pieles, cualquier cosa que me haga sentir útil. Termino de trabajar. Voy al contenedor y los perros lloran como locos porque los dejo solos tres minutos. Ignoro que voy contraída, en tensión, con los hombros a la altura de las orejas. Meriendo galletas con cucharadas de leche condensada por encima y un par de cucharadas de leche condensada sin galletas debajo. No me cuesta nada ignorar la voz interior que me dice no se qué del azúcar y las grasas.  Plantamos unos semilleros y arreglamos varias macetas. Intento relajar la tensión que tengo acumulada en las mandíbulas, la fuerza con la que las aprieto mientras pienso que me haría muchísima ilusión que las semillas caducadas en 2009 que estoy plantando brotaran. No lo consigo. Hablo con mis hijas e intento sonar alegre, confiada, tranquila, divertida. Ceno. Me tumbo a ver una serie y cuando creo que estoy abstraída de todo me doy cuenta de que tengo un tic en las piernas, que no puedo parar de moverlas. Me lavo los dientes sin mirarme al espejo. Me pongo el pijama mientras intento convencerme de que ya queda menos. Me acuesto y me pongo a leer,  me mezo como cuando, de pequeña, tenía mucho miedo y como cuando, en la depresión, me moría de ansiedad. Apago la luz. Me fuerzo a parar de mecerme. Intento dormir. No lo consigo. Estiro el brazo, cojo el móvil le doy al play. En mi oreja suena Get sleepy, un podcast en el que una voz me susurra que va a hacerme dormir mientras me cuenta la historia de un castillo y sus jardines, o me lleva de paseo por una cueva en Grecia o me guía por los cerezos floridos en la primavera de Tokio. Intento surfear la ansiedad con esos susurros en mi almohada. Dormito. 

Ayer o antes de ayer o a lo mejor fue el sábado o el viernes por la tarde escribí que no paraba de llover y que yo no había llorado. Escribí que no me preocupaba la lluvia pero sí el no llorar porque sabía que todo el miedo, la angustia, la ansiedad, la tristeza, la preocupación, el agobio estaban tejiendo, en mi interior, una bola cada vez más grande, cada vez más pesada que no podría seguir esquivando y que la mejor manera de deshacer esa bola, de desenmarañarla era llorar pero no me salía.


Cuando me levanto, por fin, lloro. Y me permito tener miedo, ansiedad y angustia. Y escribir sobre ello.

PS: He empezado un tubo nuevo de pasta de dientes. No me gusta su sabor. 


lunes, 13 de abril de 2020

Estos días. De salir ahí fuera


Paisaje. Egon Schiele
«Ocurrió en Tallín. Entré en una tienda. Quería comprar una cremallera. 

—¿Tiene cremalleras?
—No.
—¿Y hay algún sitio por aquí donde las vendan?
El dependiente:
—Sí, en Helsinki...»

(Oficio. Dovlatov)


—Hay que sacar la basura— anuncia mi madre. En mi cabeza suena la voz en off de los Montañeros en Alaska. «En anteriores episodios vimos como la madre de Ana, a pesar de las advertencias de ésta de no tocar nada, tocó los contenedores con ambas manos corriendo un peligro innecesario que al final solo se quedó en un susto. Ana no sabe cómo evitar que esto vuelva a ocurrir»— concluye la voz en off de mi cabeza. 

—¿Cuándo quieres ir?- pregunto con miedo. 
—Ve tu sola— «Ana, respira aliviada y se prepara para salir a los contenedores»— anuncia la voz en off. 

Antes de esto, antes de que la vida se acabara decíamos «voy a sacar la basura» en tono de triunfo moral, para que los demás se dieran cuenta de lo que estábamos haciendo. Para que valoraran en su justa media nuestro sacrificio,  mientras todos estaban ahí sentados, sin hacer nada, de tertulia, viendo la tele o lo que fuera, nosotros nos preocupábamos de sacar la basura, hacíamos ese esfuerzo. ¡Héroes!

Ahora no hay nadie a quien decírselo pero cuando lo anuncio me siento un poco Admusen. «Salgo a los contenedores» porque, en realidad, ir a tirar la basura se ha convertido en una expedición. No voy lejos, no hace frío, no necesito crampones, ni comida para el viaje ni un mapa ni una brújula y creo que volveré sana y salva pero el mundo que me espera ahí, al otro lado de la tapia, es desconocido, casi casi nuevo. Para la expedición me pongo zapatillas, las que llevo poniéndome un mes: de montaña e impermeables. Y me pongo el jersey de salir a acariciar perros y volver a entrar en casa cubierta de pelos blancos. Agarro el contenedor lleno hasta los topes y salgo. 

Abro la puerta. El ruido del cerrojo resuena en toda la calle. 

Han crecido champiñones en la puerta de casa. A la derecha veo el cartel de "Cuartel de la guardia civil" en el que hace muchísimos años, escribí por detrás mi primera declaración de amor. A la izquierda está la caseta en la que durante años hubo una pintada en la que ponía «Se te ven las bragas», una genialidad.  Alguien la tapó con un graffiti supuestamente reivindicativo y rompedor que ni reivindica ni rompe nada y que se olvida en cuanto parpadeas. «Se te ven las bragas», sin embargo, permanece en nuestros recuerdos. 

Setenta pasos a los contenedores de envases y orgánico. 

Ochenta y seis hasta los contenedores de papel y carton.

Una bolsa de envases. 
Una de carton. 
Tres de orgánico.

Mission acomplished. Ahora puedo disfrutar de la expedición. No sé las veces que he hecho este camino pero ahora es diferente, más que el paisaje ha cambiado el audio. En el silencio absoluto que rodea nuestra casa es atronador el canto de los pájaros. Yo no tengo oído y a duras penas distingo una urraca de una paloma pero, de pie al lado de los contenedores, distingo por lo menos cinco cantos diferentes, de pájaros que no veo pero que están ahí.  No escucho nada más. No hay coches, ni voces, ni cortacésped, ni música. Aguzo el oído porque me parece escuchar un rumor y descubro que es el agua que corre por el alcantarillado de nuestra calle bajando hacia el río. 

Ha llovido tanto estos días que en esta expedición a mi paisaje sino fuera porque llevo una jersey lleno de pelos y arrasto un contenedor podría imaginarme como una dama inglesa de Bedfordshire. La hierba me llega a los muslos, todo está plagado de flores amarillas y en tres días las lilas en la parcela del ceutí han empezado a brotar. Pienso que si sigo aquí cuando florezcan cortaré unas pocas como hago todos los años....pero ese si condicional sobra. Estaré aquí y cortaré las lilas y las pondré en casa para que algo, en este mes de abril, sea igual a todos mis meses de abril. 

Vuelvo a casa y sigo sin escuchar nada más que los pájaros. Hasta escucho un gallo. Arrastro el contenedor y casi pido perdón por el ruido de sus ruedas en el asfalto, perdón por perturbar la calma de los pájaros, de la lluvia que lleva veinticuatro horas cayendo mansa, de las nubes que suben y bajan por la ladera de la montaña como si La Peñota se tapara y destapara con una sábana (alerta cursilismo), de los vecinos que no están en las casas vacías que nos rodean. 

Antes de entrar en casa paso por delante de mi coche que lleva un mes parado y que con tanta lluvia nunca ha estado más limpio. Soy otra persona diferente a la que lo aparcó aquí hace un mes. Me paro en la puerta, he llegado a casa, se acabó la aventura. Escucho el agua que corre por el alcantarillado, los pájaros, el gallo, un ladrido en la lejanía, la lluvia...y al fondo, un rumor que se va acercando. Miro el reloj, es el tren que llega de Cercedilla a la estación de Los Molinos. Lo imagino vacío pero me tranquiliza que siga pasando. 

Entro y cierro la puerta. 

«He vuelto» anuncio. La voz en off respira aliviada.  


PS: al abrir una puerta de casa que lleva cerrada todo el invierno he encontrado un tres de oros encajado en las bisagras. 


lunes, 6 de abril de 2020

Estos días. De perder y encontrar

Pascal Campion
《Tal vez es solo que sentimos la ausencia de futuro, porque el presente se ha vuelto demasiado abrumador y por tanto se nos ha hecho imposible imaginar un futuro. Y sin futuro, el tiempo se percibe nada más como una acumulación.》Desierto sonoro. Valeria Luiselli.

Hemos perdido el futuro o mejor dicho, la posibilidad de planear el futuro, lo que vamos a hacer dentro de una semana, un mes o, quizás, en verano. Ese verano que yo ya tenía planeado pero del que me he deshecho sin problemas. Ahora el futuro es lo que haré después de terminar de teletrabajar o después de comer o antes de cenar. Es un futuro en pequeño, manejable, de bolsillo. 

Perdiendo el futuro y viviendo en este presente intenso y manejable en el que nada de lo que importaba antes tiene el más mínimo interés, mi madre y yo andamos encontrando cosas, a veces juntas, a veces por separado. 

Por mi parte en unos vaqueros que hacia meses que no me ponía he encontrado cuarenta euros. Un hallazgo sorprendente pero no tan sorprendente como encontrar cinco euros con setenta y cinco céntimos, al cabo de una semana, en unos pantalones de pana que también hacía tiempo que no me ponía. Más allá del valor económico de esos eurillos, estos hallazgos han hecho que encuentre un cierto valor filosófico en mi armario en esta casa. En teoría este armario es un poco el cementerio de elefantes de mi ropa. El proceso es, o era, comprar algo, estrenarlo, ponérmelo en ocasiones especiales, ponérmelo todos los días, ponérmelo para venir a Los Molinos, dejarlo aquí hasta desintegrarse y morir. Completar el proceso no es para todas las prendas, a este armario solo llegan los grandes hits de mi ropa, los pantalones, las camisetas, los jerseys, los zapatos que han sido especiales, que se han portado bien y que son resistentes porque para venir a vivir a este armario hay que haber convivido conmigo por lo menos durante doce años. (aunque también acepto donaciones de prendas especiales de mi hermana). Ahora vivo solo con esa ropa, con esos incunables y me están dando muchas alegrías además del dinero. Me pongo camisetas de hace quince años o zapatos de hace veinte y pienso qué buena compra hice, en el fondo tengo algo de criterio con la ropa. Las cosas viejas dan alegrías, jodeté Mary Kondo. 

Mi madre, por su parte,  ha encontrado en la cesta de la leña una cajita negra muy misteriosa  que tiene dentro unos auriculares inalámbricos que han resultado no ser de nadie de la familia. ¿Cómo ha llegado eso a la cesta de la leña? ¿Qué personaje misterioso nos ha visitado y ha dejado caer esa cajita en medio de las ramas y los troncos? No lo sabemos pero ahora son de mi madre que gracias a ellos (con una pequeña ayuda por mi parte) ha descubierto el podcast Gabinete de curiosidades. Ha descubierto eso y que la cancelación de sonido, como su propio nombre indica, cancela el sonido y no escucha nada con ellos puestos. 

¿Qué más he descubierto? 

- Unos vasos de cocktail con perretes dibujados y unas copas de champán con estrellas talladas. Y un bote de caramelos caducados.

- Un bote de leche condensada condenado, cuando importaba lo que comíamos, a morir caducado y al que estoy dando unos últimos días llenos de gloria y admiración. 

- Las instrucciones de la bicicleta estática que nadie sabía dónde estaban y que, por supuesto, he vuelto a guardar donde estaban sin ni siquiera ojearlas porque sinceramente, me parece un atraso evolutivo que para pedalear en un bici que no se mueve haya que leer instrucciones. 

- Que los gatos de Los Molinos han perdido el miedo. No los veo pero sé que están ahí porque los perros andan como locos ladrando a los setos, las tapias y los matojos. También ladran al panadero y al cartero, esa rutina no la hemos perdido. 

-Que el secreto para tener la piel de las manos fina y sonrosada es lavarse las manos continuamente. Me miro las manos y me recuerda a la Semana Santa de 2010, cuando El Ingeniero, las princesas y yo fuimos a Laspaúles a recoger a los dos perros cuando apenas  eran unos cachorros. Los tenían dos señoras mayorcísimas, dos hermanas, una ciega y la otra completamente vencida por una chepa (no sé como se llama esto técnicamente) que vivían juntas en un caserón de piedra alucinante. Las dos eran divertidas, alegres y recuerdo sobre todo sus sonrisas y sus manos suaves y sonrosadas con una piel que decia "mira todo lo que he hecho con estas manos". 

Entre tantao frivolidad y tontería también nos hemos encontrado con realidades serias. Mi madre dice que por primera vez se siente mayor y yo he descubierto que soy el eslabón débil en la cadena familiar, la pieza que no aporta nada, esa con la que no puedes contar cundo todo falla. Mi madre y mis hijas son muchísimo más fuertes que yo, ellas tres son las que me mantienen a flote... yo solo intento no pesar demasiado encontrando cosas que ya estaban ahí y lavándome las manos cada veinte minutos, intentando no hundirlas a ellas. 


PS: he encontrado también un mechero fucsia en el agujero del forro del bolsillo de un abrigo que me compré hace dieciséis años. Yo no he fumado nunca. Sospecho que el que perdió los auriculares también se puso mi abrigo y se echó un cigarrito. 


jueves, 2 de abril de 2020

Lecturas encadenadas. Estos días que antes eran marzo

Veo, en mi cuaderno de lecturas, que el primer libro del que escribí este mes lo terminé el 11 de marzo, el día en el que todo se rompió. Ese día mis hijas se quedaron en casa y yo volví de trabajar sabiendo que ya no iba a volver a mi despacho en una temporada muy larga. El día en que empecé a sentir el miedo hormigueandome por todo el cuerpo, con una sensación muy parecida a la que tienes cuando se te duerme un brazo o una pierna, ese entumecimiento que sabes que derivará en un dolor insoportable. 

El 11 de marzo terminé El corazón de Inglaterra de Jonathan Coe con traducción de Mauricio Bach. No sé de dónde había llegado esta recomendación pero lo pedí a los Reyes Magos. El corazón de Inglaterra es una novela para intentar entender qué llevó a los ingleses a votar a favor del Brexit. Comienza en abril de 2010 cuando algo como el Brexit era ciencia ficción y termina en septiembre de 2018 cuando la ciencia ficción se ha convertido en realidad y nadie sabe como manejarla y el que puede huye de ella. Para mí gusto el libro tiene una primera parte fantástica con una presentación de personajes y situaciones muy solida y avanza bien hasta justo después de la votación, momento en el que empieza a desinflarse hasta terminar de una manera un poco decepcionante, complaciente más bien. 

A pesar de esta apreciación, es una novela entretenida, interesante y de lectura fácil sin que eso signifique que es tonta. Coe retrata muy bien el desencanto,  la desilusión, la apatía, la decepción con la clase política, la economía y la prensa. Refleja muy bien esa sensación que muchos tenemos de no saber muy bien qué hacer para luchar contra ese desencanto y cómo nos debatimos entre seguir indignándonos  o dejar que esa decepción dé paso a «me desentiendo». 
«Esos tíos no saben de lo que hablan -continúo él -. La cacareada tolerancia. Uno se topa a diario con personas que no son tolerantes, sea el empleado que te atiende en una tienda, sea alguien con quien te cruzas por la calle. Puede que no te digan nada agresivo, pero lo puedes percibir en su mirada y en su actitud hacia ti. Y notas sus ganas de decir algo. Oh, sí, se mueren de ganas de utilizar contigo una de esas palabras prohibidas, o decirte que te vuelvas a tu puto país, sea de donde sea crean que eres, pero saben que no pueden hacerlo. Saben que no está permitido. De manera que además de odiarte a ti, también les odian a ellos, sean quienes sean, a esas personas sin rastro que en alguna parte los están juzgando, legislando sobre lo que pueden y lo que no pueden decir en voz alta.» 

La siguiente anotación en mi cuaderno de lecturas es del 19 de marzo cuando el cosquilleo del miedo me tenía en lo más alto del Dragón Khan de la ansiedad. Ese día había terminado Mi gran odisea griega. Las aventuras de "The Comma Queen" de Mary Norris con traducción de Juan Carrillo del San, regalo de mis hijas por mi cumpleaños. 

A pesar de venir recomendado por Vivian Gornick y de mi querencia por todo lo que tenga que ver con el New Yorker dónde Mary Norris ha trabajado como correctora durante muchos años, ha sido una lectura un poco decepcionante. No es un mal libro pero es un batiburrillo bastante desordendo sobre lingüistica (con los problemas que conlleva leer traducida a una americana contando sus propios problemas aprendiendo griego), gramática, vocabulario, historia, mitología y viajes por Grecia. El caos narrativo sumado a que quizás no tuviera yo el mejor ánimo para leerlo hizo que me costara encontrarle el ritmo. 

Toda la fascinación de Norris por Grecia y el griego se mezcla con anécdotas sobre su vida, su infancia, sus problemas con sus padres, con su madre principalmente, su relación con sus hermanos, sus viajes a Grecia. He aprendido cosas como que el alfabeto griego viene del fenicio y que éste solo tenía consonantes y los griegos añadieron las vocales o que en griego antiguo se escribía sin espaciosentrelaspalabras. 

El 23 de marzo terminé Diario de un cazador de Miguel Delibes que volvió a reconciliarme con la lectura. En los vídeos que he estado viendo de Delibes, él decía que Lorenzo, el protagonista de esta novela, de todos sus personajes era el que menos se parecía a él porque es optimista y sociable pero, mientras leía, yo no podía dejar de imaginarme a Lorenzo como un joven Delibes.  

Lorenzo es un personaje como el Nini, uno de esos que no se olvidan, que ya camina a tu lado para siempre. Es bedel de instituto, vive con su madre y su pasión es la caza, salir al monte, perseguir codornices, liebres, perdices...etc. Es un personaje lleno de vida, con una vida en la que discute con sus vecinos, se preocupa por el dinero, por el trabajo, es muy amigo de sus amigos y se preocupa por ellos pero también se enfada. No hay doblez, ni impostura, ni disfraz, simplemente quiere una vida sencilla y que le permita cazar, pero no es un buenazo, ni es tonto. Se revuelve cuando le atacan, se enfada, guarda rencor. 

De los tres Delibes que llevo leídos este año este es el que retrata una simbiosis más directa entre campo y ciudad. En El Disputado voto del Señor Cayo, la ciudad había acabado con el campo y solo volvía a él para aprovecharse de su último aliento, del voto de sus supervivientes. En Las Ratas era el pueblo, el campo, el único protagonista, un personaje en sí mismo, un lugar casi mitológico. Aquí, en el Diario de un cazador, la relación entre los dos lugares parece más equilibrada aunque es más campo que pueblo. 
«Una madre, como la salud, no se sabe lo que vale hasta que se pierde. Uno se mete en la rutina de cada día y no ve más allá de sus narices. Eso pasa. Y uno es tan paulo que sin perder la escopeta que no puede vivir sin la escopeta, pero sin perder la madre no sabe que la madre representa para él tanto como la escopeta, y que no puede vivir sin ella. Ahora veo a la madre dónde antes no la veía: en el montón de ropa sucia, en el bando de gorriones que revolotea en la terraza, en el Talgo que pasa cada tarde o en el Sagrado Corazón iluminado». 

Leed a Delibes. La vida es mejor con uno de sus libros entre las manos. 

El 29 de marzo tengo las dos últimas anotaciones del mes. Dos libros felices, dos libros para escapar, para olvidar, para leer disfrutando. El primero de ellos es El mundo perdido de Conan Doyle, una novela de aventuras a la que llegué por un regalo. Sé que si no me la hubieran regalado jamás la hubiera leído pero, ahora, después de pasarme tres días entre aventureros, extrañas criaturas y mundos perdidos he decidido que voy  releer también a Julio Verne y todo lo que pille de Conan Doyle. Ya está bien de intensismo y profundidad y literatura para "ver el mundo", yo no quiero ver el mundo o no quiero verlo todo el rato. 

Hay que leer clásicos y si, como yo, habéis llegado a una edad respetable sin haber leído El mundo perdido estáis tardando. No se le puede pedir mas: caballeros ingleses con chistera, científicos engreídos, aventureros adinerados, periodistas, indios, monstruos y sorpresas. 

Los que me seguís en Instagram sabréis que la semana pasada, tras la muerte de Uderzo, hice un vídeo repasando la antigua colección de Asterix y Obelix con la que merendaba cada tarde al volver del colegio y me vine muy arriba con la emoción. Recordé lo mucho que me gustan esos tebeos, las conversaciones eternas que he tenido sobre ellos con Juan, las frases hechas que ya forman parte de nuestro lenguaje habitual y decidí terminar el mes releyendo La residencia de los dioses. 

–Ana, ¿de qué te ries tanto? Te oigo desde la otra punta de la casa.

Releed a Asterix y Obelix, descubriréis cosas que no vistéis cuando los leíais merendando leche con galletas o cuando el cielo no estaba, como ahora, derrumbándose sobre nuestras cabezas.  



Estas han sido mis lecturas del mes en el que se acabó la vida que conocíamos. Volved a leer los libros que se escribieron antes de que conociéramos esa vida que hemos dejado de tener: leed a Conan Doyle, a Delibes y a Asterix y Obelix. Haced una lista y cuando escampe, id a la biblioteca o a la librería de vuestro barrio y compradlos. 

Y con este sabio consejo y un mes entero de confinamiento para seguir leyendo hasta los encadenados de lo que espero sea casi el final de estos días, abril. 


martes, 31 de marzo de 2020

Estos días. Viviendo en series

De estos días voy a salir con el pelo completamente blanco. Podría comprar tinte pero me parece tan superfluo, tan innecesario, tan inútil como cuando en las películas, del Hollywood clásico,  sobre la II Guerra Mundial, las mujeres se preocupaban por conseguir medias. Yo siempre pensaba ¨¿Medias?, ¿en una guerra te preocupan las medias? compra plátanos o carbón o pan...pero ¿medias? Pues con el tinte me pasa igual, me da vergüenza comprarlo. Por otro lado si me lo diera ahora no me vería nadie así que sería tirar el dinero y sobre todo el tiempo porque hay pocas cosas más inútiles que teñirse el pelo. La verdad es que dejarme el pelo blanco es algo que llevo tiempo pensando, incluso intentándolo a ratos, contra el criterio de mis hijas, mi amigo Juan, mi peluquera y la mayoría de mis amigos. La última vez me disuadió mi hermana. Me tiñó el pelo con un spray y al terminar dijo: ¿ves? con el pelo blanco eres mamá. Pero en este confinamiento me he dado cuenta de que no soy mi madre, es peor aún. Somos Sophie y Dorothy de Las chicas de oro, tal cual. Esas somos nosotras. Nunca pensé que diría esto pero ¡ojalá ser Blanche! casi puedo ver a mi yo de doce años horrorizada ante esta frase. 

A ratos mi madre y yo somos Sophie y Dorothy. Convivimos en un equilibrio de rutinas y tareas diferenciadas con broncas repentinas porque ella opina que la trato como a una niña y ella me trata a mí como si me faltaran conexiones neuronales o fuera una histérica o las dos cosas a la vez.  

Cuando nos ponemos a cortar leña o a acarrear sacos de veinticinco kilos de pellets para la caldera somos "mis chicos de Alaska" como llama mi madre a una serie de rudos señores americanos con largas barbas canas que se dedican a cortar troncos, construir cabañas y pasar frío y a la que dedica cierta atención mientras hace un puzzle que no acaba nunca. "Creo que faltan piezas" es, por cierto, la frase que sobre todo buen puzzle debe poder decirse.  

Otros ratos somos The office. Me paso horas en videoconferencias de trabajo y mi madre se dedica a pasar por delante de mi ordenador con cara de ¿por qué grita la gente? Estoy esperando al día que aprenda lo de hacer como que baja una escalera. A veces me siento un poco el corresponsal de la BBC al que aparecieron sus adorables niños por detrás. "Anaaa, ¿comemos o no?" o ¿Es que eso no termina nunca? o ¿Pero sigues trabajando? Mi madre nunca ha sabido bien a qué me dedico. 

Otros ratos, a las seis de la tarde, somos los Cazalet. Nos preparamos el té, sacamos la bandeja, las tazas y el bizcocho. Mientras me lo bebo intento no hacer nada, mirar por la ventana lo más lejos posible porque de este encierro además de con el pelo blanco voy a salir Rompetechos. Nunca pensé que echaría de menos conducir mis doscientos kilómetros diarios pudiendo fijar la mirada en un horizonte lejanísimo.  

Por la noche, la semana pasada fuimos ingleses del siglo XVI mientras veíamos a Thomas Crommwell, una especie de Sr. Lobo del renacimiento, solucionarle los problemas a Enrique VIII. Esta semana seguimos siendo inglesas pero de finales del XIX, estamos en el bando de los obreros ingleses de las fábricas de algodón que se enfrentan al equipo de fútbol de señoritos de Eton. 

A las ocho, cada día, volvemos a ser los chicos de Alaska. Aplaudimos en la ventana pero solo nos oímos a nosotras mismas mientras los perros nos miran con cara de no entender nada. Cuando cerramos la ventana y jugamos la partida diaria de trivial online con el resto de la familia, volvemos a ser Las chicas de oro y Sophie se enfada conmigo porque siempre gano.  

A ver si reponen Doctor en Alaska. Me pido O´Connell.


viernes, 27 de marzo de 2020

Estos días. Sobre no saber hacer nada


Pascal Campion
Abro por pura casualidad un vídeo que me manda una amiga que no envía chorradas. Es un vídeo para aprender a lavarse las manos bien, sin dejarse ningún resquicio. Al terminar suspiro aliviada, por fin algo que sé hacer bien. En estos días me he dado cuenta de que no hago casi nada bien, en realidad es que no sé hacer nada. «¡Tú escribes!» Ya bueno, eso no tiene ningún mérito, ni interés ni utilidad. Ayer, a mi madre y a mí, nos faltó descorchar una botella de vino para celebrar que había conseguido arreglar las cuchillas de un vaso de batidora que debe de tener unos cuarenta años. ¡Ole, ole, ole! No hemos hecho nada con ese vaso pero mi madre ha sabido arreglarlo, le ha dado una nueva vida. Yo, en un alarde de ingenio sin precedentes, lo máximo que hubiera podido hacer sería convertirlo en maceta, rellenarlo de tierra, plantar algo, regarlo y que no creciera nada. Por supuesto cuento con que habría elegido mal la tierra, habría plantado lo que fuera al revés y lo habría regado muy poco o demasiado. 

El verano pasado estando de vacaciones también con mi madre se estropeó una lavadora de unos treinta años. El técnico nos dijo «Uy, señoras (cada día me parezco más a mi madre y creo que me faltan cinco años para que parezcamos hermanas), esto es una chorrada pero la pieza no se fabrica». ¿Qué hice yo? Busqué  el modelo de lavadora, el nombre de la pieza, e hice una búsqueda por la red por si acaso podíamos pedirla en algún sitio. Por supuesto fracasé. Y me eché la siesta. Y cuando me levanté con la cara marcada con las arrugas de la almohada y con la sensación de haber vuelto a 1980, me encontré con que mi madre había ido a los chinos, había comprado varias piezas, gomas, alambres y pegamentos y haciendo, una vez más, uso de su talento para ser McGyver, había arreglado la lavadora. 

¿Qué hice yo? Compartir el logro, con fotografía de la pieza incluida, en el grupo de wasap familiar para que las treinta y cinco personas que usan esa lavadora dieran vítores a mi madre. (Es una casa compartida por mucha gente en un equilibro de convivencia muy chulo que ya explicaré otro día). Se celebró con vítores y aplausos y yo comenté que si hubiera un desastre nuclear estaba claro que los que valdrían de algo serían mi madre y tres o cuatro personas más del grupo, entre ellas uno de mis hermanos. Hubo gente que se ofendió y dijo «eh, que yo sé  hacer cosas, méteme en el grupo de gente que salvará a la humanidad». Por no discutir les dije que sí, que vale, pero vamos que no, que la mayoría somos unos inútiles pero a la gente le cuesta reconocerlo. A mí no me cuesta y tampoco podría engañar a nadie.  

Estos días mientras teletrabajo, limpio, cocino alguna cosa, intento leer algo y coloreo mandalas pienso que no sé hacer nada. He intentado pensar en algo que haga bien, algo que sepa hacer a conciencia útil y con algún sentido práctico pero no se me ha ocurrido nada. 

«Qué bonito esto que coloreas» me dijo ayer mi madre. Está claro que tampoco se me da bien lo de los mandalas. 

Ayer perdí dos partidas de parchís a distancia jugando contra mis sobrinos y tres al scrabble contra mi primo que está en Argentina. Quizás me pueda aferrar a esto, tampoco seré nunca una gran campeona de nada... pero entretengo y sé lavarme las manos. 

PS: me he cortado las uñas de las manos y de los pies. Han quedado regular.  

miércoles, 25 de marzo de 2020

Estos dias. Sobre irse o no irse y sobre ser viejo

Escribe Tallón que ahora ya nadie puede decir "Me voy" y eso me recuerda a cuando yo era adolescente y estaba, como ahora, en Los Molinos. En aquella época mi máxima aspiración era estar todo el tiempo que pudiera con mis amigos, todas las horas, todos los minutos, posibles. En mi casa se llevaba una disciplina estricta porque mi madre era un poco la Srta. Rottenmayer, un poco Julie Trinos en Sonrisas y Lágrimas y otro poco un instructor de colegio interno especializado en casos rebeldes (Yo era una santa pero mi madre no lo veía así). Esta curiosa multipersonalidad de mi madre significaba para nosotros que a las 9:30 tocaba una campana para bajar a desayunar, que a las dos y media tenías que estar en casa sentado a la mesa para comer y que a las diez, ¡ay de ti! si no llegabas en punto a la cena. No puedo ni contar los días que llegaba a casa de mis amigos a las once de la mañana para encontrármelos profundamente dormidos. «Ana, pasa si quieres a ver si consigues que se despierte» me decían sus padres mirándome con cara de ¿Pero esta chica no tiene casa?  ¿Sabéis eso que dicen que si miras a alguien mientras duerme, se despierta? Es mentira. 

Mi drama era que yo llegaba la primera, cuando no había nadie y me tenía que ir la primera, cuando estaban todos. Como siempre he sido mucho de agonizar con anticipación, una hora antes de la hora empezaba con mi cantinela «Yo me voy», y no me iba. Y lo repetía cada cinco minutos sin moverme del sitio «yo me voy», «yo me voy», «yo me voy» y no me iba. En el fondo esperaba una revuelta popular, un estallido de solidaridad entre mis amigos para que todos se levantaran y dijeran «No, no te vas, vamos a hablar con tu madre para que cambie las reglas» Por supuesto eso no pasó jamás y lo que ocurrió fue que mis amigos lo tomaron como frase comodín, decian "yo me voy" cuando no tenían ninguna intención de quedarse a dormir, a comer o a pasar horas en donde fuera que estuviéramos. 

«Ahora sí que me tengo que ir» era la frase con la que me despedía definitivamente. 

Ahora, como cuando era adolescente, no me quiero ir a ninguna parte. Quiero quedarme aquí, a salvo, en mi casa, en mi cuarto, con mis cosas, mis libros, mi estantería. El sábado hice una limpieza tan a fondo que creo que encontré recuerdos y lágrimas (ya he dicho que en pandemia me voy a permitir ser todo lo cursi que me dé la gana) desde que en ese mismo cuarto sobreviví a mis primeros desengaños amorosos. 

Quiero estar en casa porque lo que hay fuera me da miedo.
 
Ojalá me pasara como a Joanne Cameron, una entrañable señora escocesa, que tiene una mutación genética que le impide sentir emociones negativas. ¡Ojo! No es que no sepa que hay cosas tristes, no es que no le afecte la muerte de sus seres queridos o las desgracias, no es un terminator o una psicópata. Lo que le ocurre a Joanne es que todas esas emociones negativas no la consumen, su cerebro las encaja, las acomoda y sigue adelante. “I know the word ‘pain,’ and I know people are in pain, because you can see it.I see stress, and I’ve seen pain, what it does, but I’m talking about an abstract thing.” 

La envidio tanto. 

Veo con mi madre En el estanque dorado. Iba a decir  «con Henry Fonda y Katherine Hepburn haciendo de pareja de ancianos» pero no "hacen de nada", son una pareja de ancianos renqueantes, cuyos cuerpos empiezan a fallar mientras sus cerebros siguen brillantes, alegres, chisporroteantes (alerta cursilería) e ingeniosos. La primera vez que vi esta película me encantó, de la segunda no tengo recuerdo pero ésta ha sido maravilloso. Es una película que te reconcilia con todo y, sobre todo, te enfrenta al hecho de hacerte viejo. No mayor que es un eufemismo que nos hemos montado para creernos jóvenes con cincuenta palos. Esta película va de viejos siendo viejísimos y siendo tan o, mejor dicho, siendo más, mucho más interesantes que los jóvenes. Está en Filmin, alquiladla porque cada minuto que paséis viéndola será un minuto en el que estaréis en otra vida. 
«Pasé un rato con él en la rectoría. El hombre anda mediante [...] Hay que ver, con lo que ha sido este hombre. Mentira parece. Dice que esa es la vida y que uno cuando sirve para todo no piensa en el día que no servirá para nada, y que cuando llega el día en que no sirve para nada no tarda en acostumbrarse a estar mano sobre mano.» (Diario de un cazador, Miguel Delibes)
Tengo un tic en el párpado del ojo izquierdo.

En unos pantalones que no me ponía desde hacía meses me he encontrado cuarenta euros. 

PS: sigo sin encontrar el momento de cortarme las uñas. 

lunes, 23 de marzo de 2020

Estos días


«Una madre, como la salud, no se sabe lo que vale hasta que se pierde. Uno se mete en la rutina de cada día y no ve más allá de sus narices. Eso pasa. Y uno es tan paulo que sin perder la escopeta que no puede vivir sin la escopeta, pero sin perder la madre no sabe que la madre representa para él tanto como la escopeta, y que no puede vivir sin ella. Ahora veo a la madre dónde antes no la veía: en el montón de ropa sucia, en el bando de gorriones que revolotea en la terraza, en el Talgo que pasa cada tarde o en el Sagrado Corazón iluminado». (Diario de un cazador, Miguel Delibes)

Ayer por la noche terminé esta novela Apagué la luz, me hice pequeña en mi cama y me puse de fondo un podcast, City of refuge. Es una nueva rutina, una rutina de confinamiento, una rutina para conjurar el sueño y mantener la ansiedad al otro lado de la manta. La historia de un pueblo francés que mantuvo a salvo a cinco mil judíos durante la II Guerra Mundial susurrada en mi almohada es como si alguien me contara un cuento y acabo durmiéndome. Y teniendo que escuchar el episodio otra vez al día siguiente y al día siguiente y al siguiente pero no importa. 

 Me escribe y me llama gente preocupada por mí, porque cuento, escribo y digo que tengo picos de ansiedad descontrolados. Tienen miedo por mí y yo lo tengo por ellos. Si algo aprendí durante los días iguales es a reconocer y domar un ataque de ansiedad. Sé que son como montañas rusas, suben y suben y suben y suben hasta alturas que parecen no tener fin y de las que crees que te despeñarás porque no podrás aguantar el miedo por lo que te espera al final... y luego descienden y te encuentras, de repente, no en el Dragon Khan sino en el estanque de los patos y entonces piensas «¿Cómo podía tener tanto miedo esta mañana o ayer o esta noche?» y así vuelta tras vuelta. Sé además que de ansiedad no se llora, que uno quiere llorar pero lo que consigue son arcadas en vacío y gritos sin sonido, sé que te duelen las piernas de la tensión y que la ansiedad da mucho frío. Sé también que está en tu cabeza y sé que se pasa de angustia. Y sé que se acaba. 

«No escribáis diario de la cuarentena» leo por ahí o «A ver si ahora vais a ser todos diaristas» y por un momento pienso ¿Cómo voy a escribir de esto? y luego vuelvo siempre al principio, al 28 de enero de 2008 cuando pensé que esto se iba a llamar Cosas que (me) pasan y que no le interesaría a nadie pero que quizás fuera buena idea.  ¿Qué (me) pasa? Lo impensable, lo increíble, lo inimaginable, lo que nos ha convertido en personajes de serie de televisión que siempre acaba bien pero sin ser personajes, sin maquillaje y sin final feliz. Pero con final. Esto es algo que también pienso cada noche: queda un día menos. A lo mejor a alguien le parece un pensamiento idiota pero no lo es y sé que funciona porque ya lo hizo hace cinco años cuando en realidad no creía que aquello fuera a tener fin. Esto sí va a tenerlo aunque como todas las desgracias de la vida, ojalá durara menos, ojalá se pasará antes, ojalá nos dijeran cuándo acabará. Poner un horizonte temporal al sufrimiento lo hace menos, lo domestica, lo encajona. 

El castaño del jardín ha empezado a florecer. Nunca había tenido la oportunidad de verlo florecer día a día, ahora la voy a tener. Me he propuesto hacerle una foto cada día sin más propósito que mantener una rutina igual que leo el New Yorker en el desayuno, hago la cama como si fuera a venir Clint Eastwood a pasar revista y a preguntarme si soy de Oklahoma, hago mis ejercicios renegando igual que cuando salir a la calle me parecía una tortura y llamo a mis hijas «después de los aplausos» para que me miren con cara de «Mamá, eres pesadísima».

Llueve muchísimo. A mí me parece bien que llueva, es como si el tiempo nos dijera «no hay nada que ver aquí fuera, quédate en casa». Sé que a mucha gente le entristece pero a mí no. Pienso que  en el sufrimiento y el dolor te vuelves de alguna manera egoísta, te agarras a las cosas que te hacen sentir mejor, en mi caso la lluvia y los atardeceres tempranos. Pienso en el cambio de hora pero me paro antes de ir más allá, por ahí se va a la ansiedad.

Escucho a David y Cathy. Son irlandeses y viven en Inglaterra, tienen un podcast que se llama The Cinemile en el que hablan de pelis mientras van y vienen del cine. Me encantan sus comentarios porque son como los que hago yo al salir del cine. Les mando un mail porque anuncian que aunque ahora no vayan al cine seguirán comentando las pelis que ven en el sofá. Les escribo para darles las gracias porque me acompañan, porque suenan tintineantes y cristalinos (Esto es supercursi pero si en una pandemia no puedo ser cursi ¿cuándo coño voy a serlo?). Me contestan «Sending you all our love. We will keep the podcast up because it’s something we can still do that we love. Emails like yours make it all worth while. Keep in touch, Loads of love». Lloro un poco.   

A las seis, como si viviéramos en Dowtown Abbey, es la hora del té. Mi taza es blanca con una oca con un lazo azul. La compré en Sarlat en el verano de 2014 y mientras me bebo mi tila pienso en escribir este post como los escribía cuando empecé, pensando que nadie me leerá y sin releerlo. 

PS: es curioso como a pesar de estar todo el día en casa, no encuentro el momento de cortarme las uñas.