lunes, 19 de junio de 2017

Me gustaría

Me gustaría que los programas de radio no se pudieran ver, que las voces que salen de los altavoces, los auriculares o las entrañas de mi coche, nunca adquirieran materialidad corpórea, que fueran como los personajes de los libros que me gustan, que siempre estuvieran a salvo de decepcionarme. Me gustaría que los hombres que me enamoran no tuvieran jamás voces que me chirríen. Me gustaría tener la clase de Robin Wright y el sentido del humor de Margaret Atwood. Me gustaría ser capaz de llevar abrigos de terciopelo de colores y que en Amazon, los calcetines de rayas de colores desparejados existieran, también, para gente con los pies pequeños. Me gustaría saber caminar con las manos en los bolsillos con el estilo de Idris Elba. Me gustaría que volvieran las galletas de vainilla de mi infancia y tener la risa cantarina de mi hija María. Me gustaría que las gafas de vista cansada que uso cuando me meto en la cama a leer no me hicieran ojos de dibujo animado triste. Me gustaría charlar amigablemente con los diseñadores que este año han decidido que el volante es bello. Me gustaría que nadie dijera «¿no se te ocurre otra cosa?» y me gustaría poder contestarle «vuelva usted mañana». Me gustaría encontrar una almohada que me quiera y una maleta sin fondo como la bolsa de Mary Poppins. Y que no pese. Me gustaría que no se produjeran películas malas y que los clásicos en blanco y negro fueran obligatorios. Me gustaría que nadie comprara los libros malos, que esos ejemplares atroces cogieran polvo en librerías y almacenes y que terminaran sus días ardiendo en las chimeneas o estufas de las casas de gente que lee libros buenos. Me gustaría estar segura siempre de que la tarta de manzana es sin sin crema. Mejor dicho, me gustaría que la crema pastelera despareciera de los postres.  Y que los pimientos rojos no me sentaran mal. Me gustaría cenar siempre a las ocho y media y andar descalza a todas horas. Me gustaría saber qué ocurrió con la pareja que vi romper en Praga en el otoño de 2004 cuando él le propuso matrimonio y ella le dijo que no, moviendo la cabeza a un lado y a otro y diciendo «no, no, don´t do that». Me gustaría saber si fueron capaces de terminar el viaje juntos, si recuerdan  aquel momento y si él devolvió el anillo o se lo acabó dando a otra. Me gustaría saber si volverán a Praga, si yo volveré.  


jueves, 15 de junio de 2017

Odia al calor

El calor en mayúsculas aplasta, atora, embrutece, encabrona, crispa, hostiliza, da ganas de llorar, marea, debilita, hincha los tobillos, hace fluir riachuelos de sudor por el canalillo, marea, baja la tensión, quita el hambre, da jaqueca, desorienta, nubla la vista,  desconcentra, empana, ralentiza,  desorienta, provoca espejismos e impide dormir por la noche y adormece durante el día. 

El calor verdadero apaga la vida. No ilumina, nos envuelve en una bruma deslumbrante en la que todos los colores viven sin ganas, agonizan, esperando que el calor se canse. Las cosas, las personas, los edificios, los paisajes, todo pierde nitidez, sus contornos se difuminan y desdibujan. Hasta que no llegue el sol de otoño nada volverá a ser concreto. 

El calor es apocalíptico, llega como una plaga bíblica y no se puede escapar de él. Las calles se estrechan porque todos caminamos en plan comando, pegados a las paredes, aullando por encontrar la sombra. Llegar a casa no es garantía de refugio, abres las ventanas y descubres cómo se siente tu comida en el microondas. Tu cama, una hoguera. 

El calor que abrasa enmudece el mundo. Un tono rojo y denso lo cubre todo, amortiguando los sonidos. Solo oímos chicharras y, con mucha suerte, el zumbido sordo del aire acondicionado. Al caer la tarde, la noche, empezamos a escuchar algo: persianas subiéndose en busca de una inexistente brisa, los coches, los seres humanos atreviéndose a salir a la calle, ocupando las aceras y boqueando de puntillas para tratar de respirar aire que no provenga directamente del infierno de asfalto por el que caminan. 

El calor efervescente te aleja de los que quieres, los abrazos se vuelven pegajosos, el sexo se convierte casi en natación sincronizada y cualquier tipo de actividad física en el exterior se convierte en deporte de alto riesgo. 

Entonces, ¿qué nos ha dado el calor? Las sandalias, el placer de meter los pies en agua fría, las camisetas de tirantes, los ventiladores de techo que hipnotizan hasta cerrarnos los ojos, el gazpacho, el granizado de limón, los paseos por la orilla del mar, las piscinas al aire libre, las noches en la terraza, al fresco. 

Ajá. Lo que nos gusta del calor es todo lo que nos sirve para librarnos de él. 

Odio el calor. 


martes, 13 de junio de 2017

Dublín y las puertas de colores

El primer beso de mi vida fue con un irlandés. Tenía un nombre impronunciable que a mí me parecía mitad rusa, mitad nombre de mujer. Aquel irlandés besaba muy bien y se me llenó la camiseta de arena fría de playa irlandesa. 

Aquel irlandés era moreno y con los ojos marrones y, por lo que he comprobado este fin de semana, eso es bastante peculiar. En mi búsqueda de "frescos", mientras paseaba por Dublín, he observado que la mayor parte de la población tiene los ojos azules. He comprobado también que ellos, los hombres, han crecido mucho en estos últimos treinta años, son todos grandes, algunos demasiado, con cuerpo de estibadores de película de los años cincuenta. Con un traje parecerían fornidos gansterns y creo que podrían llevarme bajo el brazo como el que carga una barra de pan. 

Dublín es pequeño, es una de esas ciudades que se terminan. Caminas por una calle y, de repente, ves campo. Es tan pequeña que el plano turístico que te dan parecen haberlo hecho para impresionar, lo que en el plano parece estar a una distancia considerable se convierte en un «¿ya hemos llegado»? cuando coges una bici y te pones a pedalear. 

En Dublín las puertas son de colores y eso me ha parecido maravilloso. ¿Qué criterio sigues para pintar tu puerta de rosa, verde, azul o morado? Las casas se parecen todas y es, quizás, por eso por lo que las puertas brillan para saber cual es la tuya. 

En Dublín en cuanto te paras en una esquina con cara de despistado se te acercan cuatro o cinco personas para ofrecerse a ayudarte. Parecen desilusionados cuando les contestas que no hace falta, que sabes dónde estás y a dónde vas. 

En Dublín todo está húmedo por defecto. De partida, su estado vital es mojado y creo que por eso motivo parecen inmunes a la lluvia. El viernes de madrugada, al salir del concierto de Eddie Veder en un estado de euforia rayando el amor verdadero jarreaba en Dublin. Nosotros llevábamos jersey, calcetines, zapatillas y ¡tachan! chubasquero. Los irlandeses, por contra, miraban la lluvia consternados y sorprendidos «It´s raining» decían ellas en sandalias de tiras y ellos en pantalón corto. ¿En serio les sorprende que llueva en Dublín a las mil de la noche cuando llevaba todo el día cubierto de nubes grises? Fascinante negación de la realidad la suya. Tras observarlos atentamente he elucubrado la teoría de que por alguna extraña razón, los irlandeses tienen arraigado en su Adn más primigenio querencias de nuestros ancestros africanos y, a pesar de llevar milenios viviendo en una isla en la que jarrea sin cesar, cuando llega el mes de junio se quitan los calcetines, se ponen pantalones cortos y van en sandalias aunque haga 12 grados y jarree a cántaros. He comprobado también que según van haciéndose mayores y a base, supongo, de superar media docena de pulmonías en la edad adulta, a partir de los cincuenta años se visten de acuerdo con el tiempo que hace. Eso sí, les puede el amor a las sandalias de brillis aunque sean para pisar charcos. 

En Dublín hay pocos árboles en las calles pero muchos parques muy verdes, paseando por ellos y admirando sus praderas perfectas que invitan a tumbarte a retorzar, mi absurda mente se iba a Asterix en Gran Bretaña «Creo que con 2.000 años más de cuidados esmerados, el césped estará aceptable» 

A Dublín he ido a ver a Eddie Vedder y ha merecido la pena. Fue una noche mágica en un sitio de conciertos estupendo y hubiera sido muchísimo mejor si los irlandeses no bebieran como auténticas máquinas de succionar. Un ejército de curris alcohólicos yendo y viniendo a por cervezas continuamente, como lemmings hipnotizados mientras Eddie y Glen cantaban y me ponían los pelos de punta. Yo no bebí nada, cuando voy a un concierto me concentro tanto que no tengo ninguna necesidad fisiológica; suspendo el hambre, la sed, la necesidad e ir al baño, todo, estoy a lo que estoy y más con Eddie. Es bajito, canijo al lado de los irlandeses estibadores, y toca la guitarra regularmente, pero qué voz, madre mía, qué voz. Hay hombres con voces para el sexo y Eddie tiene una de esas. No hace falta ni que me toque. 

Paseando en bici por Dublin, descubriendo sus callejas que casi parecen decorados abandonados de televisión, haciendo fotos a sus mil puertas de colores, entrando en los pubs a comprobar que los irlandeses salen a ligar sin disimulos, visitando la impresionante cárcel, descubriendo graffitis callejeros o los retratos de Lucien Freud en una exposición en la que estábamos solos, paseando por el Trinity College he recordado a aquel chaval irlandés de nombre impronunciable que me dio mi primer beso. Quizás ahora haya crecido, quizás lleve sandalias cuando llueve a cántaros y quizás se acuerde de mí y mi camiseta llena de arena cuando oye hablar de España. 


jueves, 8 de junio de 2017

Pequeños detalles con importancia


En mi casa nos escurrimos cuando nos resbalamos y nos esnaframos cuando nos tropezamos. Las cuestas son pindias y tenemos sitios fijos para sentarnos a comer en la mesa de la cocina, el que está debajo de la ventana es el mejor y nos peleamos por él cuando su ocupante habitual no está. A la hora de la cena y en el desayuno somos más de jugar a las sillas musicales. En mi casa las judías pintas se comen con arroz y el pisto con huevo frito y patatas o no se comen. En mi casa no bebemos agua mineral y el agua del grifo jamás se mete en la nevera. En mi casa decimos «están locos estos romanos» y «comprad, comprad mis hermosos jabalíes». La alfombrilla del baño se cuelga siempre en su sitio y la noche de Reyes cantamos «niños buenos, niños buenos, juguetes les traerán. Niños malos, niños malos, carbones les traerán» poniendo voz grave de asustar. En mi casa los perros no entran en la casa y cuando llegamos todos metemos la mano en la abertura del buzón para intentar sacar lo que hay dentro, cuando hay algo dentro. Las patatas fritas siempre son de La Montaña y el tomate para freír Apis. Decimos archiperres y trastos y sabemos quienes son Juanito y Juanita los de "la pequeña" y Juanito el niño diabólico de la playa. En mi casa hay mantas de avión dobladas en cada brazo de los sofás y todos tenemos una manta favorita. En mi casa yo tengo fama de exagerar y mi madre de contar las cosas en tiempo real, tan real que sientes como te crece el pelo. En mi casa la mermelada siempre es casera y en la estantería de la escalera hay siempre una camiseta huérfana que no es de nadie y que nadie sabe como ha llegado hasta allí. En mi casa el pestillo del baño se atasca y hay que gritar «Ehhhhh» cuando te estás duchando y alguien se pone a fregar en la cocina. El café del desayuno se toma en tazón grande pero el te de la tarde en juego de té.  En mi casa hacemos reír a los bebes diciendo «Bobito, baboso, bobaina» con un gesto muy tonto con los labios y hasta hace muy poco, para dormir a los bebés,  cantábamos una canción muy macabra en la que Antón Carolina mataba a su mujer, la metía en un saco y la llevaba a moler, el molinero le descubría y decía «esto no es harina, esto es la mujer de Antón Carolina». En mi casa discutimos a gritos como cuando éramos adolescentes y podemos pasarnos días sin hablarnos; a veces damos miedo pero nos funciona, nada se encona tanto como para hacer crecer un bosque de resentimiento incompatible con la convivencia. Tomamos papilla de frutas y la llamamos «frutitas».En mi casa todos hemos leído Konrad el niño que salio de una lata de conservas y cuando alguien dice «ticket» contestamos «to ride». En mi casa se entra siempre por la puerta de la cocina, se cuelgan las llaves en una casita-llavero que hizo mi hermano cuando estaba en el colegio y se grita: Hola, ¿hay alguien?

domingo, 4 de junio de 2017

Hasta el último momento


«Lean... un tipo fantástico», sin razón, por impulso, pinché en el enlace y leí «Una derrota triste. Porque no era ninguna decisión, era una nueva renuncia, una prueba más de que no tienes la vida bajo control. Otro aprendizaje en la aceptación de la nueva realidad».

¿Quién había escrito esto? Pinché en el perfil, reconocí al autor y al ver que había publicado un artículo tres días antes pensé que debía estar mejor, que el tratamiento que seguía había funcionado. Al volver a twitter descubrí que acababa de morir, que había muerto ese mismo día y una extraña sensación de incongruencia empezó a invadirme. Volví a ver la charla por la que le conocí hace años, bucee en su cuenta de twitter, y la incómoda sensación fue creciendo y creciendo hasta ser una bola enorme en mi interior. 

«Vaya, parece que me han sentado mal los churros del desayuno, los tengo clavados aquí» fue lo último que dijo mi padre antes de desplomarse muerto en el acto. Esa frase me persigue desde hace veinte años ¿quién elegiría esa frase como sus últimas palabras? Mi padre no sabía que iba a morir y esas palabras son la prueba de que seguía vivo hasta el último momento. Estás y, en un instante,  dejas de estar.   

Hace veinte años no había redes sociales, ni internet, ni móviles, la muerte tenía menos resonancia. Alguien moría y podías, de hecho pensabas, creías, que cuando  se había ido apagando poco a poco, que el proceso lógico que te lleva a la muerte es un progresiva y más o menos lenta desconexión  de la vida. Inconscientemente creemos que te vas preparando, que te vas dando cuenta, que te vas muriendo poco a poco.  En la época de la tecnología, cosas como tuitear, colgar un post en Facebook, una foto en instagram o escribir un artículo están al alcance de casi cualquier enfermo hasta el último momento, convierten la muerte en algo incongruente, inoportuno, casi imposible. 

¿Cómo ha muerto hoy si ayer escribió un artículo? Porque te aferras a la vida, porque no sabes que es tu último momento, porque estás vivo hasta el último momento. 


jueves, 1 de junio de 2017

Lecturas encadenadas. Mayo

Un mes espectacular de lecturas, uno tras otro se han encadenado libros que me han enganchado. Este mes los recomiendo todos.

No tengo ni la más remota idea de como El Señor Maní, de A.B. Yehoshua ha llegado a mi estantería. Sé que fue un regalo pero no he conseguido saber de quién, he preguntado a unos y otros pero no he conseguido averiguarlo. Un libro de procedencia misteriosa con una historia desconocida y de un autor del que no había oído hablar en mi vida y que me ha encantado.

La historia de la familia Maní se organiza sobre cinco diálogos que van de delante atrás en el tiempo; el primer transcurre en los años 80 y el último en 1848. Cadaa uno sucede en una ciudad distinta y está protagonizado por personajes muy diferentes, a todos los une que a través de sus palabras rastreamos la historia de la familia Mani. Esta estructura narrativa exige al lector un esfuerzo para ir siguiendo el hilo entre un diálogo y otro,  para recordar los detalles y a la vez meterse en la piel de cada narrador y su propia historia.  Yehoshua es un grandísimo escritor que va cambiando de registro, lenguaje, tono y vocabulario en cada diálogo: una joven del siglo XX, un soldado alemán de la II Guerra Mundial, un soldado judío del ejército británico en la I Guerra Mundial, un pediatra polaco de finales del siglo XIX y un estudioso vendedor de especias en 1848. En cada diálogo, como es evidente e imprescindible, hay un interlocutor pero no oímos sus palabras. El talento de Yehoshua permite que el lector las imagine por las réplicas del único personaje que habla.

No es una lectura sencilla pero me ha gustado muchísimo. Yehoshua es un grandísimo escritor, reconociblemente judio, como Oz, pero distinto.
«-Aguarda... Antes fue aquella cena a la que nos habíamos visto obligados a participar: una cena muy  frugal consistente en pequeños platos de manzana, verdura hervida, granadas y sesos fritos; unos platitos de los que cada uno no es más que un símbolo de algo, una súplica, una barrera contra los enemigos, un deseo, una fantasía, aunque ninguno de ellos bastaba para saciar el hambre sino que no hacían más que abrirnos cada vez más el apetito».

El síndrome lector de Elena Rius  es un libro al que tengo un cariño muy especial. Hace dos veranos, su autora me envío el manuscrito en primicia. Recuerdo con especial cariño aquellos días de playa, mar, piscina y siestas disfrutando por segunda vez los textos de este libro. ¿Por segunda vez? Sí porque El síndrome lector es una recopilación, reordenación y reescritura de muchas de las anécdotas librescas que sobre libros, leer, lectores y lecturas Elena Rius (alias de la estupenda editora María Antonia de Miquel) lleva años escribiendo en su blog Notas para lectores curiosos  y que se agrupan en el libro bajo cuatro epígrafes: maneras de leer, el síndrome lector, curiosidades librescas y galería de bibliómanos.

Lo mejor que se puede decir de este libro es que desprende amor por la lectura y los libros. Al comenzar a leer te sientes en casa, o mejor dicho, o parte de un club «Hola, me llamo Moli y me encantan los libros» «Bienvenida Moli, pasa, todos te queremos aquí».

Lorenzo Silva lo explica mucho mejor que yo en el maravilloso prólogo del libro:
«Puede que no sean mucho, esos lectores. Puede que con el tiempo, el deterioro de la educación y la proliferación de las distracciones secan cada vez menos. Pero son los que hacen que escribir merezca la pena. Son ellos, aquejados del síndrome, los que sabrán valorar este libro, y darle (como a todos los demás que en el mundo son, fueron y serán) vida, belleza y sentido».
El cómic del mes ha sido Oscuridades programadas. Crónicas desde Turquía, Irak y Siria, de Sarah Glidden. En el año 2010, la autora, viajó con dos amigos  periodistas y un ex marine de los Estados Unidos por Turquía, Siria e Iraq. El propósito de su viaje era tratar de conocer, comprender y posteriormente reflejar, a través de su libro y sus dibujos, el papel del periodismo en la actualidad. Han pasado siete años desde aquel viaje de dos meses y la situación en los tres países visitados ha cambiado por completo: Turquía se ha convertido en una dictadura sin libertades y con el periodismo bajo sospecha y amenaza continua, Siria está completamente destrozada por una guerra civil que ha convertido a la mayor parte de su población en refugiados o muertos, e Iraq, que en el libro parece el sitio más peligroso, se recupera aún muy poco a poco de la invasión americana, la inestabilidad política y los ataques del estado islámico.

El mayor valor de Oscuridades programadas está en su presentación del papel del periodista, un papel muy alejado de todos aquellos tópicos que lo han empañado en los últimos años. No hay periodismo triunfalista, ni periodistas erigidos en salvadores de la democracia, los valores supremos ni la humanidad, no hay periodistas aleccionando sobre la importancia de su trabajo, ni periodistas protagonistas, no hay victimismo ni industria. En Oscuridades programadas hay dudas, hay interés, hay obsesión por contar historias pero sin prometer soluciones, hay interés en ser lo más objetivo posible y empeño en encontrar el mejor enfoque para contar la historia y, también, para conseguir venderla. Se persigue ver la realidad para poder contarla y se reflexiona sobre los errores al ejercer el periodismo.

En El Buscalibros he hecho una reseña muchísimo más extensa, pero Oscuridades programadas es un cómic muy interesante para reflexionar sobre el papel del periodismo, lo que debe y no debe ser, lo que puede y no puede conseguir y sobre cómo está cambiando su ejercicio y también su percepción. Debo añadir que los dibujos de Glidden, tan limpios, delicados y delineados producen un curioso choque con lo que se está contando. Al leerlo tenía en mente el enfoque que del mismo tema tiene Joe Sacco pero sus dibujos no pueden ser más diferentes.

Retrato de un matrimonio, de Nigel Nicolson me ha encantado. Otro libro al que llegué por una recomendación «Te va a encantar» y el recomendador acertó de pleno. El matrimonio que se retrata es el de Vita Sackville-West y Harold Nicolson, padres del autor del libro en realidad coautor porque de las cinco partes que componenen el retrato, dos son transcripciones de los textos que Vita escribiendo contando su vida y su historia de amor con Violet, la única de sus aventuras que puso en peligro su relación. Vita y Harold tuvieron un matrimonio increíble, duradero y, sobre todo, feliz para ellos dos.

Me ha conmovido su honestidad brutal con el otro y su sinceridad consigo mismos, también el consciente egoísmo sin límites de Vita y la compresión inteligente de Harold y me ha sorprendido la capacidad de ambos para construirse una relación, una vida, una familia a su medido, a salvo del qué dirán y de lo políticamente correcto. Los dos eran increíblemente inteligentes  y, su amor era más intelectual y de afinidad que físico, a pesar de que tuvieron dos hijos. NO fueron padres ejemplares ni pretendieron serlo ( y menos para lo que se estila ahora) pero su hijo habla de ellos con amor absoluto y completa admiración.

Vita escribe sobre su infancia.

«Creo que tenía plena conciencia de que, si no podía ser popular, sería inteligente; y conseguí labrarme una reputación de persona inteligente, nada merecida, porque está claro que no lo soy, pero duradera como todas las reputaciones. No creo que haya desparecido aún; la gente dice «Oh, sí, escribe, ¿verdad?», como si hubiera que ser inteligente para escribir. Nadie me odiaba en el colegio, o al menos eso creo; incluso me parece que muchas me apreciaban. Pero me importaba bien poco que me quisieran o no. Fueron mis años más rebeldes. Me empeñé en el estudio y llegué a ser más pedante que nunca. Conseguí aspecto de profesional del intelecto. Dejadme que me enfrente a esa condenada verdad».
Harold le escribe a su hijo cuando éste está en la universidad:
«No tiene sentido tratar de ser original. Esto conduce a meras contradicciones... y la gente contradictoria produce la peor especie de aburrimiento. Has de pensar las cosas por ti mismo. No empieces discrepando por principio de lo que piensan los demás. Quizá tengan razón. Pero elabora lenta, cuidadosa y silenciosamente tus propias ideas acerca de todas las cosas».
Me ha encantado.

Y con esto, y un bizcocho, hasta los encadenados de junio que ha empezado genial.


martes, 30 de mayo de 2017

Mañana es fin de mes

Mañana es fin de mes, es fiesta en la ciudad en la que trabajo y me toca mudarme en la ciudad en la que vivo. Siempre me mudo a fin de mes, o a principio, según se mire. Cada mes cambio de piel. Cada mes cojo mis cosas a cuestas y me mudo. Cada mes juro que en el próximo acarrearé menos, menos ropa y más libros. Voy dejando un rastro de trastos que al principio creo echar de menos y al final olvido. Uno aprende a no llevar. Al volver reencuentro objetos que me inquietan. Me sorprende que estén y me sorprende haberlos olvidado. Me ocurre lo mismo conmigo misma; me sorprende ser tan organizada al recomenzar mi mes de madre y me fascina mi habilidad para no hacer nada cuando estoy de solterismo. Un mes de locura y otro de rutina. Un mes de tranquilidad y otro de ser una bola de pinball. Un mes de cocinar y otro de cereales y jamón de york delante de la nevera. Un mes de contar lavadoras y otro de bucear a ver qué me queda limpio. Un mes de cama de 90 y el siguiente de 180. O no, porque los fines de semana duermo en una de 135 y soy a la vez rutina y locura. 

Estoy a gusto siendo nómada. Es como empezar un cuaderno nuevo cada 30 días y tener la oportunidad de reescribirme diferente y mejor. 

Mañana toca estrenar página.  

Mañana es fin de mes.  



jueves, 25 de mayo de 2017

Perdidos por el museo

@Bernard Chevalier
Pero ¿dónde se ha metido? Claro que él debe estar pensando lo mismo, qué dónde me he metido. O, bueno, quizás no se ha dado cuenta todavía. La verdad es que no sé cuando nos hemos perdido la pista. Ahora que lo pienso, yo tampoco sé cuando nos hemos despistado, juraría que no le he visto en las últimas tres salas. Voy a volver para atrás, por si acaso. Siempre nos pasa lo mismo, veinte años yendo a exposiciones y museos y veinte años perdiéndonos el uno al otro. Al principio no era así, al principio casi parecíamos siameses. Nos faltaban días y tiempo para estar juntos y el poco que sacábamos los pasábamos pegados aunque fuera caminando en una exposición, leyéndonos el uno al otro las cartelas y susurrándonos lo que nos sugería el cuadro, la escultura, el vídeo, el dibujo, la fotografía. Cuando todo el tiempo pasó a ser nuestro seguimos caminando pegados pero, con la certeza de irnos a casa juntos, la goma que nos unía se destensó poco a poco, sigue manteniéndonos juntos pero ya no tira, más bien, ahora que lo pienso nos sirve casi como el caminito de migas a Pulgarcito. Ahora tengo que ir recorriendo y recogiendo la goma para ver donde está este hombre. Ahí está, es inconfundible. Tieso como un palo, firme, probablemente por eso nunca le duele la espalda. Siempre me espera así, llegaba a las esquinas de nuestras citas, a mi portal, a la puerta del cine y yo, que siempre llegaba tarde, le veía plantado firme oteando el horizonte para verme llegar o, quizás, para estar preparado por si llegaba algún peligro. 

¿Qué está mirando? Las tres gracias de Regnault. A saber qué le habrá llamado la atención, apuesto a que se está fijando en el marco. Seguro que está pensando en si las esquinas perdidas del cuadro fueron la causa del marco romboidal o fue el marco romboidal el que tapó las esquinas del lienzo y, si es así, si habrá algo importante en esas esquinas. En cuanto se gire se lo pregunto, o no va a hacer falta, sonreirá y me lo contará. ¿Qué mira ahora hacia arriba? El clavel rojo de la mujer de la derecha. Rojo de clavel, amarillo de los culos y el blanco impoluto de su pelo. Siempre despeinado, siempre envidiado por nuestros amigos. «Cómo se te puso blanco con veinte años, no te has quedado calvo y pareces un genio despistado y no un viejo aburrido como nosotros» Cuando nos conocimos ya lo tenía blanco, no tan blanco y más corto. Me gusta como lo lleva ahora, me gusta meter las manos entre su pelo y alborotarlo. Sé que no le gusta pero se deja, a veces se duerme así, con las gafas en la punta de la nariz y mi mano en su pelo. En cuanto lleguemos a casa le voy a esconder esos pantalones, se le han quedado enormes, o se los compró gigantes, como el abrigo, pero eso es otro tema. Ese abrigo es su favorito y el mío. Está pasado de moda, recuerdo perfectamente el día que mi madre me explicó que esa tela se llamaba de "pata de gallo". Cincuenta años han pasado y sigo sin ver las patas de gallo por ninguna parte pero no lo he olvidado. Es su abrigo, con el que es más él aunque con él parece más grande, más ancho y con más hombros, con ese abrigo es una versión a la defensiva de sí mismo, pero él está tan cómodo que le cuesta quitárselo, en el restaurante le cuesta dejarlo en la silla, como si tuviera miedo de que alguien le robara su capa de superpoderes «¿De verdad te crees que alguien va a tener interés en robarte eso?» le digo yo. Por supuesto, se ha negado a dejarlo en consigna antes de entrar al museo, se debe de estar cociendo pero es una batalla perdida, sin su abrigo se siente menos él, las broncas que hemos tenido porque se empeña en llevarlo "por si acaso" hasta en las vacaciones de verano. 

Pues no se gira, sí que está concentrado. Voy a tener que avisarle de que tenemos que irnos, hemos quedado a comer. 

@Bernard Chevalier

La muerte de Marat de David. Este cuadro estaba en mi libro de arte de Cou, me pareció impresionante aunque de aquel libro, lo que más me impactó fue descubrir La vista de Delft de Vermeer, el motivo por el que estudié Geografía e Historia. No me creo que no escuche mis pasos, podría sentarme a esperar que se de cuenta de que me ha perdido...

—¿Qué miras girando la cabeza? 
—Ah, hola. ¿Dónde estabas?
—Buscándote. ¿Qué miras? 
—Estaba tratando de leer lo que pone en la carta de Marat. Ya sabes que no soporto no saber qué lee la gente. 
—Marat no está leyendo nada, está muerto.
—Ya me entiendes. ¿Nos vamos? 
—Sí, procuremos no perdernos. 
—¿Qué escribirías tú en una nota de suicidio?
—Pues creo que...


Más fotos de visitantes de museos en la web de Bernard Chevalier. 

martes, 23 de mayo de 2017

Hoteles sin padres

El problema de los hoteles, los restaurantes, los parques, los bares, las terrazas, los aviones, los cines o los trenes, no son los niños, son sus padres. 

Todos, padres y no padres, comprendemos que un bebé de meses llore desconsoladamente y sus padres, a pesar de hacer todos los esfuerzos posibles, no consigan calmarlo. Todos lo comprendemos, podemos sufrirlo más o menos, tener más o menos paciencia pero todos distinguimos un bebé llorando desconsoladamente de una   criatura diabólica a la que se ha hecho creer que por el simple hecho de tener pocos años puede hacer lo que le de la gana. 

Los niños no se ponen de pié en los asientos del cine, no corren escaleras abajo de la sala en medio de la película, ni hablan a gritos porque sean niños. 

Los niños no gritan en un restaurante, tiran la comida y corren entre las mesas porque sean niños.

Los niños no van en bragas y calzoncillos por un parque porque sean niños. 

Los niños no saltan en las hamacas de la piscina del hotel, ni cogen la comida con las manos del buffet, ni  tiran las toallas al agua porque sean niños. 

Los niños no gritan ni ven la televisión al máximo de volumen en la habitación del hotel porque sean niños. 

Los niños no golpean a otros bañistas en la piscina, no pegan pelotazos o berrean hasta conseguir lo que quieren porque sean niños. 

Todas esas cosas increíblemente molestas y desagradables las hacen porque nadie les ha enseñado un mínimo de educación y las reglas de cortesía que han de seguirse en los espacios públicos que se comparten con otras personas. 

Todas esas cosas las hacen los niños porque sus padres consideran que "son niños" y que, por tanto, son seres de luz que no necesitan tener límites, ni normas, ni recibir una regañina cuando no se comportan como deben. Y sí, hay deberes en el comportamiento o viviríamos en la jungla. Todas esas cosas las hacen los niños porque sus padres no saben comportarse, no quieren resignarse a que hay determinadas cosas que no pueden hacerse con niños y ellos mismos son maleducados. 

Los niños son niños y hacen cosas de niños: se cansan antes, no saben manejar su frustración, lloran y pueden agarrarse pataletas infernales, pueden caerse, tropezar, salpicar y no parar quietos. Todo eso es normal y comprensible. La línea que separa un comportamiento de niño normal de un niño maleducado todos la tenemos muy clara. Otra cosa es que ninguno quiera aceptar que su hijo es un maleducado y que la culpa es suya. 

Educar a nuestros hijos es sin duda la tarea más ardua, más lenta, más frustrante y desesperante de nuestra vida. No suele dar recompensas inmediatas, no te hace el padre más popular de tu casa y te convierte en un loro de repetición. Es cansado, interminable e infinito pero imprescindible. Si te rindes, si decides que ya vendrá el Hada de la Suerte a educarlos cuando tengan catorce, asume que nadie quiera sentarse cerca de tus hijos a esperar que el milagro ocurra.  

¿Hoteles sin niños? 

Hoteles sin maleducados, pero mientras esto sea imposible y va camino de serlo, entiendo perfectamente que haya gente que quiera un hotel en el que no tenga  que soportar a padres maleducados malcriando futuros demonios.  


lunes, 22 de mayo de 2017

La Casa Amarilla y las fiestas de Gatsby


La Casa Amarilla es la casa más especial en la que he estado nunca. Es especial porque es amarilla y porque su encanto sigue intacto a pesar de los años. Cuando de adulta, y con mis hijas, volví a entrar en ella, lo hice pensando que el recuerdo que de ella tenía se caería al suelo hecho añicos al enfrentar mis recuerdos y sensaciones de niñez a la realidad, pero no fue así. Seguía siendo igual de mágica. No, igual no, mucho más. Temí que los espacios me parecieran más pequeños, la decoración ajada o la distribución absurda e incongruente, pero nada de eso ocurrió. Es una casa majestuosa, con una escalinata casi como la de Tara y un salón inmenso. Allí seguía la mesa de ping pong delante de la chimenea, los tresillos  colocados a los lados para que imaginarios espectadores se sentaran a contemplar a los jugadores, los grandes ventanales a la terraza y, al fondo del salón, la rotonda circular con el banco corrido forrado de terciopelo oscuro, granate profundo creo recordar. Recorrí la cocina, el office, todo con su decoración original, muebles blancos, de los años cincuenta, coronados por una pesada encimera de mármol blanco. Todo estaba exactamente igual que treinta años antes cuando entrábamos corriendo hasta aquella cocina, descalzos y con el bañador mojado, a por la merienda. Lo mejor del interior de la casa era, sin embargo, algo a lo que solo nos daban acceso algunas veces, los pasadizos. La Casa Amarilla tenía (y tiene) pasadizos; a través de un armario te podías arrastrar por pasadizos para llegar a otra habitación. 

En aquella casa nos sentíamos especiales, mágicos, mayores, independientes, protagonistas de un libro de Los Cinco o de una película, de una vida que no nos pertenecía, que no era la nuestra, pero a la que nos daba acceso aquella casa. Tenía un jardín inmenso con recovecos para esconderse, arriates plagados de rosas a las que no dedicábamos ni medio segundo pero que nos servían para escondernos cuando jugábamos a polis y cacos o en los que buscábamos las pistas en las ginkanas. Había un pozo, una pista de tenis, un garaje lleno de telarañas y trastos viejos al que sólo entrábamos para sacar "La rana", un armatoste de hierro verde que pesaba un quintal y que se guardaba ahí durante todo el invierno. Había también un sinfín de escaleras para subir y bajar a la terraza que envolvía toda la fachada y al fondo del enorme jardín, en la zona en la que sólo nos adentrábamos cuando teníamos un plan en mente, había otro pozo, un precioso invernadero y unos vestuarios que nos llenaban de intriga. ¿Por qué estaban ahí? ¿Quién los había utilizado? Unos estaban decorados con unos preciosos azulejos azules y otros con azulejos rosas, la puerta de cada uno de ellos pintada en el mismo tono. ¿Para qué se necesitaban vestuarios? Nosotros llevábamos el bañador siempre puesto, nos quitábamos la camiseta y los pantalones, nos metíamos en la piscina y después nos íbamos, con el bañador mojado a casa, sin preocuparnos si quiera de vestirnos. 

La Casa Amarilla era como la casa de Gatsby. Entonces no lo sabía, no sabía quien era Gatsby, ni Scott Fitzgerald, ni sabía nada de los felices años 20 ni de amores desgraciados y amantes desagradecidos pero en La Casa Amarilla todos los veranos se daba una fiesta que nos hacía sentirnos especiales, ligeros e importantes. Vivos. En aquella fiesta a la que éramos formalmente invitados no se podía llevar el bañador puesto, iba en una bolsa, aunque no recuerdo haber utilizado los vestuarios misteriosos. Llegábamos, vestidos y peinados, a una hora en la que normalmente teníamos las uñas llenas de mugre y el pelo enredado, para disfrutar de la mejor fiesta del verano. Tras ser recibidos por los anfitriones solemnemente, entre risitas de nervios y vergüenza ridícula porque éramos los mismos que habíamos estado montando en bici por la mañana, nos cambiábamos de ropa. 

La piscina de La Casa Amarilla era como la de Gatsby, más grande que ninguna otra, recorrida por una valla metálica con puerta, de azulejo majestuoso, con rayas pintadas en el fondo y con un trampolín de tres alturas al que había que subir por una escalerilla con varios, muchos nos parecían, peldaños. Era una piscina de señores y estaba fría, muy fría. De hecho, creo recordar que sólo nos bañábamos allí por las mañanas cuando recibía algo de sol, las tardes eran sombrías porque los enormes árboles la tapaban casi por completo. 

El día de la fiesta, daba igual el frío, la piscina era lo mejor, lo más divertido, lo que nos servía para romper el hielo de la solemnidad artificial y volver a ser nosotros en pandilla. Además, no era un baño normal, había "pruebas". La madre de nuestros amigos, la mejor anfitriona de fiestas infantiles que yo he conocido jamás, organizaba carreras individuales, competición de saltos y luego, la prueba estrella, la que esperábamos todo el verano, aquella de la que no habíamos parado de hablar y que nos proporcionaría hazañas para comentar para otro año. No sé de dónde sacaba un enorme mástil de madera, pulido y resbaloso, que atravesaba a lo ancho de la enorme piscina. En parejas, cada uno desde un extremo, cruzábamos el mástil manteniendo el equilibrio pero intentando desestabilizar al otro, solo podía quedar uno. Si los dos contrincantes llegaban al centro del mástil se trataba de conseguir hacer caer al otro, pero sin tocarse. Uno tras otro, íbamos cayendo en sucesivos duelos de equilibrio, mientras los eliminados gritábamos (yo siempre era de las que gritaba en una etapa temprana de la competición) desde la valla. Tensión, nervios, gritos, emoción, acusaciones de trampa, sospechas de que uno de los lados del mástil resbalaba menos, caídas, todas las emociones infantiles se disparaban en aquella piscina. Era maravilloso. 

Con el campeón declarado, los nervios ya relajados y los bañadores desaparecidos al fondo de las bolsas, transcurría el resto de la fiesta: había música, una merienda increíble en la terraza "de los mayores", juegos, carreras, oscurecía según se ocultaba el sol tras la falda de La Peñota y cuando caía la noche del todo ninguno quería marcharse. Nos prometíamos que al día siguiente volveríamos a la piscina, volveríamos a competir en el mástil, repetiríamos paso a paso todo lo que habíamos hecho en aquella tarde; queríamos vivir eternamente en aquella fiesta. 

Nunca lo conseguimos, claro. Entonces no lo sabíamos pero los momentos tienen su instante, tienen su envoltorio, su luz y su ritmo y no se puede volver a ellos. Fuimos niños con suerte, invitados recurrentes de Gatsby, varios veranos retornamos a aquella fiesta según íbamos creciendo, pero se nos acabó. 

Muchísimos años después de aquello, el jardín se dividió. La Casa Amarilla, sus terrazas, la pista de tenis y el garaje de La rana quedaron a un lado y al otro, como huérfanos y sin sentido, la piscina, el invernadero, los parterres y los vestuarios de colores. Las herencias son así.  Pasados los años, la piscina apareció llena de tierra. "Bueno, era una piscina enorme, llenarla debía costar una pasta, total ya vienen poco", pensé. 

Hace quince días, nos colamos en el jardín, la valla de la piscina ya no estaba, el trampolín , arrancado del suelo, yacía tumbado como el esqueleto de una jirafa, pero los elegantes azulejos volvían a verse. «A lo mejor van a renovarla». Con esa idea vagabundeamos por el jardín, por los parterres que ya no tienen rosas, les contamos a los niños historietas, «Mamá, cuenta otra vez lo de las fiestas" y volvimos al invernadero, ya desvencijado y a los vestuarios de colores. Mi hermana y yo, allí con nuestros hijos, volvimos a soñar con el mástil, las fiestas, los bañadores mojados olvidados al fondo de las bolsas y las medianoches en el terraza.

Ayer pasé de nuevo y unos cimientos cubren el hueco de la piscina. Ahora ya no podré volver nunca al lugar de las fiestas de Gatsby. 



miércoles, 17 de mayo de 2017

Unas cuantas cosas sobre el rollo de ser padres


«La paternidad en sí misma no proporciona una sabiduría que merezca la pena impartir»  (El día de la independencia, de Richard Ford)

Ser padre no te hace mejor persona. Hay tantos ejemplos en la historia de la Humanidad que da vergüenza tener que decir esto.

Ser padre no te hace más humano. Te hace un humano con hijos. No eres más. Ni menos. 

Ser padre no significa que siempre sepas que es lo mejor para tus hijos. De hecho, puedes llegar a matarlos por creer erróneamente que determinado tipo de cosas son lo mejor. 

Ser padre no te convierte en profesional de la sanidad. Hay gente, muchísima de hecho, que sabe mejor que tú cómo cuidar de la salud de tu hijo. 

Ser padre no te convierte en especialista en educación. Hay otro montón de gente que sabe, mejor tú, cómo enseñar a tus hijos. 

Ser padre no debería volverte ciego. Deberías ser capaz de ver lo malo que tienen tus hijos, y sí, lo tienen. 

Ser padre no te hace especial. ¿Te sientes especial? Estupendo, eso es maravilloso pero eres tan especial como el que no tiene hijos. 

Que seas padre no obliga al resto de la sociedad a rendirte pleitesía porque estás perpetuando la especie o el sistema de pensiones. Tú no tuviste hijos para eso, no te tires el rollo benefactor de la sociedad. 

A pesar de lo que mucha gente cree, ser padre tampoco te hace más tonto. 

Lo que sí te hace ser padre es sentir más amor del que jamás habías pensado y más miedo del que crees que podrás aguantar. 

Todo lo demás son paparruchas.


viernes, 12 de mayo de 2017

Antes del algoritmo

A lo mejor soy yo. A lo mejor, por fin, mi madre estaba equivocada en algo, y resulta que no soy tan preocupona como ella decía, pero no consigo que el malvado algoritmo de las redes sociales perturbe mi vida. 

«El algoritmo elige lo que ves», «el algoritmo te muestra lo que cree que te va a gustar», «el algoritmo  te oculta cosas y reduce tus posibilidades de conocer otras cosas», «el algoritmo te lleva a vivir en una burbuja».

Ajá. 

A lo mejor, el problema no es que me preocupo poco sino que no consigo recordar esa época idílica en la que parece que todos los agoreros del futuro vivían antes de internet y sus malvadísimos algoritmos. 

Cuando tenía nueve años empecé a leer el periódico. Leía, en voz alta a mi abuelo, las esquelas del Abc para ver si conocía a alguien. Más tarde, descubrí la sección de sucesos, un mundo de truculencias sin fin con asesinos, ladrones, robos y asesinatos. Poco a poco fui ampliando mi lectura del periódico y yo, sinceramente, creía que lo que allí me contaban era la verdad. Leía el Abc porque era lo que había en mi casa, lo que me daban a leer. Mi abuelo, mi familia, mi colegio, mis amigos, eran mi algoritmo. Mi entorno elegía lo que yo veía, leía, escuchaba, elegía lo que me gustaba. Y me gustaba lo que mi algoritmo me daba. Y eso, más o menos, nos pasaba a todos. 

Cuando crecí y fui a la universidad, y empecé a trabajar y conocí gente nueva, dejé de leer el Abc y sobre todo dejé de creer que en los periódicos estaba la verdad, ¿por qué dejé de creerlo? Porque leía todos los periódicos, escuchaba varias radios y conocí a gente muy diferente, con vidas distintas de las mía. Y mi mundo se amplió. No soy ninguna heroína revolucionaria ni rebelde y no pasé de un extremo a otro de la noche a la mañana, porque mi algoritmo de aquel entonces era poderoso (me río yo de Google), fue una búsqueda inconsciente, hecha a partir de cosas que leía, nexos que iba encontrando y curiosidad. Mi entorno seguía sugiriéndome las mismas cosas pero yo empecé a rechazarlas o a mirarlas de otra manera.  Más tarde llegó internet y descubrí que tenía a mi alcance todos los periódicos del mundo, libros que ni sabía que existían, radios de otros países y gente que vive a miles de kilómetros. Y mi mundo se amplió tanto que no lo abarco.  Por supuesto en ese mundo inabarcable hay mil chorradas, tonterías, cosas que no me gustan y que no sé como han llegado hasta mi puerta. Las aparto a patadas, salto por encima y voy a buscar las que me interesan, descubrir otras. 

¿A dónde quiero llegar con todo esto? A que, antes del algoritmo, no vivíamos en un jardín del Edén  en el que todas las cosas interesantes del mundo estaban colgadas de árboles del paraíso para que nosotros las recogiéramos paseando tranquilamente. No éramos alegres pastorcillos virginales y abiertos a todo, ni mucho menos. Antes del malvado algoritmo de la red, todo los que nos llegaba, todo lo que teníamos a nuestro alcance venía determinado por nuestra familia, nuestros amigos y nuestro entorno. A veces las aceptábamos con agrado, otras nos las comíamos sin rechistar y otras, algunos, las rechazábamos para buscar otras. 

No soy tan ingenua como para creer que internet es un campo de libertades y oportunidades sin trampas, vallas y minas antipersona pero no creo, aunque puedo estar equivocada, que sea mucho peor que el mundo en el que vivíamos hace 20 años. Hace veinte años esas cosas que según muchos nos "escoge" el algoritmo sencillamente no sabíamos ni que existían o nos venían "escogidas" de otra manera. 

Internet tiene un millón de cosas malas y me parece estupendo que haya gente que no quiera tocarlo ni con un palo y abomine de las redes sociales. No entiendo mucho que se abomine de algo que no se ha probado pero oye, yo no como riñoncitos, ni manitas de cerdo, ni callos, porque me dan asco sin haberlos probado jamás. Cada uno se limita como quiere. 

En mi opinión, no te limita un algoritmo, te limitas tú solo. Hay gente en internet que sigue en el Abc y tiene cero interés en conocer en nada nuevo, quieren eso para siempre. Y hay gente que sale y explora, desecha lo que no le mola y sigue buscando. 

Además, tengo buenas noticias, podéis no comprar el libro que os sugiere Amazon, podéis incluso ni mirarlo. 


miércoles, 10 de mayo de 2017

El anillo

Siempre se fija en las manos de las personas que conoce, que le presentan, que le llaman la atención. En un bar, en una reunión de trabajo, en cualquier sitio, mira sus manos, las uñas y los dedos buscando el anillo. Sabe que ya no tiene un significado real ni inequívoco, y que muchos de los que deberían llevarlo o podrían llevarlo no lo hacen, pero no puede evitar fijarse. Se ha dado cuenta de que ellas sí lo llevan, casi siempre. Intenta desentrañar algo de la personalidad del que lo lleva por el material, el grosor, la posición o por el hecho de que le esté grande, le apriete o no pueda dejar de tocarlo mientras charla o escucha, como un tic. ¿Es esa persona de los que eligió, de los que se dejó llevar o de los que no quiso discutir? ¿Lo lleva por qué quiere o porque la opción de no llevarlo le acarrearía problemas? ¿Llevará algo inscrito? ¿Su nombre? ¿Una fecha? ¿Una promesa? ¿Otro nombre? No sabe porque ha empezado a fijarse, pero es inevitable, lo hace hasta con los personajes de la televisión, las fotos de los periódicos, como si estuviera haciendo una clasificación. 

«¿Por qué lo llevas ahí?» le preguntó a su padre el día que se dio cuenta de que él lo llevaba al cuello, colgado de una cadena. «Porque no me acostumbraba a llevarlo en su sitio, se enganchaba, me lo quitaba, lo perdía y a tu madre se le ocurrió esta solución». Cuando murió, su madre lo sacó de la cadena y lo unió con el suyo en uno único, como Sauron, para llevarlos entrelazados, para seguir unidos. Aquello le pareció insoportablemente bonito. 

Nunca se acostumbró. Recuerda la extrañeza que le provocaba ver su propia mano sobre el volante con la alianza en uno de sus dedos, el sobresalto por el sonido metálico al coger o tocar algo. Era tan raro que, durante una temporada, se lo quitó y lo llevó en su cadena del cuello, como su padre, pero también era raro. Lo sentía, lo notaba y le parecía que estaba haciendo trampas. Volvió a colocarlo en su sitio y acabó acostumbrándose. No, acostumbrándose no es la palabra, era raro, era como si su mano fuera menos su mano y su dedo estuviera disfrazado. Siguió siendo raro siempre. Igual que ahora, casi cuatro años después de quitárselo, es extraño que se sorprenda, a veces, buscando con su pulgar tocar un anillo, que ya no lleva, para asegurarse que está en su sitio y sentir por unos segundos el vértigo de la pérdida.  

«No lo he perdido, es que ya no lo llevo» piensa mientras repite, ya de manera consciente, el gesto con sus dedos. 


lunes, 8 de mayo de 2017

Compras adolescentes

Agata Wierzbicka
¿Cuándo dejan de crecer los niños? Mis pre adolescentes, o proto adolescentes, o lo que sean que son esas mujeres que viven conmigo, han crecido tanto que nada de su ropa de verano del año pasado les sirve. O no les sirve como les gustaría. 

—Yo lo veo bien. 
—Mamáaaaaaa. 

Y me miran levantando las cejas, sacando la cadera y suspirando en plan «puff, madre mía lo que tengo que enseñar todavía a esta madre que me ha tocado en suerte». Por supuesto yo contrataco con la mejor versión de madre insoportable y finjo que el estado de su armario comparable en asilvestramiento a una selva amazonica es algo que me quita la vida. 

—Pero, ¿vosotros os creéis que os voy a comprar ropa teniendo como tenéis el armario?- contesto con las manos en jarras.  

Sinceramente, a mí me da igual el armario. Si no lo veo, no lo padezco pero encuentro un malsano placer en, de vez en cuando, recrear escenas de mi niñez en las que mi madre, ahora sé que fingiendo también, se ponía hecha una furia con mi desorden. Muy digna, vacío el armario sacando todo lo que no les vale o no les queda como les gusta. 

—Mamá, ¡no tenemos ropa! ¡está vacío! 
—Yo lo veo bien, como un armario de Ikea. 
—Los armarios de Ikea están ordenados porque están vacíos. ¡Necesitamos ir de compras!
—Ni de coña os llevo de compras. Tú te lo quieres comprar todo y tu hermana no se quiere comprar nada. Si vamos de compras tú me firmarás un papel que diga "Solo voy a comprar lo que necesito" y tu hermana uno que ponga "Prometo solemnemente que me pondré lo que me compre"
—No te vas a atrever a hacer eso.
—¿Qué no?
—Clara, no provoques a mamá, sabes que es capaz de eso y cosas peores. 

Y lo soy, pero lo que me sobrepasa es ir de compras con ellas. Odio ir de compras en general, es aburrido, cansado, frustrante, agotador y una manera muy estúpida de perder tiempo y dinero. Ir con ellas me deja al borde del llanto o anhelando beberme una botella de vino hasta caer redonda. 

Para empezar, es impresionante la regresión espacio temporal que sufren los adolescentes. Se cansan  enseguida, tan rápido como un niño pequeño pero ahora no llevas carro para que descansen. Sales con ellas de compras y en la segunda tienda descubres que las has perdido de vista, empiezas a dar vueltas mascullando todo tipo de blasfemias y reproches hacia tu yo de hace 15 años, y descubres que están sentadas en un  escalón entre faldas y monos. 

—¿Qué hacéis aquí?
—Estamos cansadas. 
—Pero si llevamos quince minutos. 
—Es que tú no has ido al colegio ocho horas, vuelto a casa, hecho deberes... 
—...
—Vale, vale, ya me callo, como te pones. No me mires así. 

Siguiendo con esa linea de regresión al infantilismo más incipiente, tras el cansancio llega el hambre. 

—Cómprame algo de comer.
—No. 
—Me estoy mareando.
—No me lo creo.
—Te lo juro, me estoy mareando, necesito comer. 
—Ahí hay una frutería, te compro plátanos o unas manzanas.
—Eso no me quita el mareo. 
—Ajá. Cuando te caigas redonda del desmayo, te doy un plátano y vemos si es ese tipo de mareo o no. 
—Cuando te pones sarcástica no te aguanto.
—¿Ves? Ya estás menos mareada. 

¿Por qué no compro merienda? Porque no me da la gana. A las compras hemos venido a sufrir, y vamos a sufrir para terminar cuanto antes con la tortura. 

Ya metidas en faena, he descubierto que lo mejor que puedo hacer es camuflarme, mimetizarme con el entorno e interferir lo mínimo en las compras de mis hijas. Si sugiero que algo puede quedarles bien, huyen despavoridas en dirección contraria o hacen gala de una ironía malvada que no sé de dónde han sacado. 

—¿Eso? Pero eso para ti, ¿no? Para una señora mayor como tú. 

Si me asomo ligeramente al probador en el que se han escondido como princesas de cuento huyendo del dragón descubro que mi presencia no es bien recibida y, por tanto, mi opinión es alegremente despreciada, ignorada. 

—¡Mamá! Déjanos, que nosotras sabemos. 

Si en mi retirada salgo del probador alegremente sin tener cuidado de no abrir la puerta más de 20 cm o dejando la cortina ligeramente entreabierta descubro que mis hijas tienen un sentido del pudor completamente ridículo.

—Mamá, ¡qué nos van a ver!
—¿Quién?
—La gente.
—¿Qué gente? Aquí no hay nadie, estáis en el último probador y todavía se están expandiendo mis pulmones del esfuerzo que he tenido que hacer para caber por la rendija de la puerta que me habéis dejado. 

Mis dos especímenes de adolescente, además, tienen diferentes rutinas para las compras. Una es del tipo explorador exhaustivo, hay que recorrer todos los pasillos, mirar todos los percheros, acariciar todos los tejidos y, si la dejo, husmear todos los perfumes. Es, además, incansable a la hora de probarse y se comporta en el probador como si yo fuera su doncella de corte.

—Otra talla. Más grande. Más pequeña. De otro color. ¿Te acuerdas el perchero que había según entras a la derecha, justo al lado de los vestidos para ti, de señora vieja? Pues ahí había unas camisetas que ponía Girls, esas no, las que estaban al lado...y blablablabla. 

La otra es más del tipo lechuza ojeadora. Pone un pié en el umbral de la tienda, otea y sentencia: no hay nada que me guste. Si tentándola con comprarle algo de comer echa un vistazo dentro de la tienda y consigo que mire algo, su actitud suele ser la de drama queen ofendida con unos toques de falso maltrato maternal. 

—¿Has visto algo que te guste?
—Sí, unas camisetas pero no me las vas a comprar. 
—¿Por qué? 
—Porque no, porque no te van a gustar.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque lo sé, no te van a gustar. 
—¿A ti te gustan? 
—Sí
—¿Te las vas a poner?
—Sí, pero a ti no te van a gustar.
—Pero ¿por qué dices eso?
—Porque nunca te gusta nada de lo que me gusta a mí.
—Por favor, deja el drama. ¿Cuánto cuestan?
—Seis euros.
—Te compro diez.
—Dime que no has traído el papel para firmar o me muero de vergüenza. 

Lo llevaba pero me dieron pena y no lo saqué.