lunes, 8 de abril de 2019

Vistas desde el sofá

Sempé
«Aún así, no se me ocurre mejor forma de pasar un finde que perdiendo el tiempo, o sea, viviendo». Xacobe Pato Rey. 

El viernes me tumbé a ver un documental porque mi plan era no hacer nada, dejar pasar el tiempo sin aprovecharlo, permitir que se escurriera por el sofá sin culpa ni, como dice Xacobe, pensamientos del tipo "tendría que". Empecé con Icarus, un documental recomendado por Juan, sobre un tipo al que le gusta montar en bici y se siente decepcionado cuando su héroe, Lance Armstrong, confiesa que se dopó toda su carrera. Esta decepción le lleva a la idea de participar en la carrera ciclista amateur más dura del mundo dopado y sin dopar. ¿Qué hay mejor para apreciar el sofá que ver a gente agonizando sobre una bici? Nada. El tipo se pone a entrenar, corre la dichosa carrerita y acaba baldado pero en una buena posición. Sigue entonces con su plan y busca a alguien que le ayude a llevar un programa de dopaje profesional. Esa actitud se la admiro, si vas a doparte hay que hacerlo bien, que no sea todo una juerga de drogas descontroladas. Contacta de una manera muy loca con un ruso muy ruso y muy loco que resulta ser, a la vez, el jefe del programa ruso de dopaje de deportistas y el representante ruso en la organización mundial contra el dopaje en el deporte. Los rusos jamás dejan de sorprendernos. El documental se transforma entonces de un reto absurdo de un tipo americano en una peli de espías con la KGB, el FBI, la CIA, el COI y hasta Putin metidos en el ajo. Todo es loquísimo y termina con el doctor ruso entrando en el programa de protección de testigos y Putin mirando a cámara y diciendo «los rusos no nos hemos drogado nunca y no me acuerdo ni de como se llamaba el traidor ese». Por supuesto los rusos se doparon hasta la coronilla desde 1968 para participar en todos los JJOO y me juego una mano a que Putin tiene un muñeco de vudú del doctor ruso en su mesilla de noche. 

Del sofá salté a la butaca de un cine de un pueblo cabeza de comarca para ver Dolor y Gloria de Almodovar.  Lo que más me gustó de la película fue que en la sala éramos ocho, ver a Asier Etxeandia bailando, vestido con una camisa de seda morada metida por dentro de unos pantalones azul eléctrico de tiro alto y la presencia de libros en muchas escenas. Banderas/Almodovar lee a Vuillard, a Auster, a Denis Johnson, ojea la obra de Antonio López. Sentada en la sala echo de menos tener un botón de pausa y zoom para identificar todos los libros que salen en la película y que tengo la seguridad de que no están ahí por casualidad, no son atrezzo, significan algo. En Mujeres al borde de un ataque de nervios que veo al día siguiente desde el sofá no aparece ni un solo libro. Ni siquiera cuando Carmen Maura y María Barranco disimulan ante la llegada de la policía cogen un libro, intentan hacer creer a los agentes que están entretenidas ¡jugando al Stratego! Otra diferencia entre las dos películas aparte de los treinta años que han pasado por el pelo de Banderas es la casa. En Dolor y gloria la casa es un refugio, una cueva, un lugar seguro, el sitio al que el protagonista siempre quiere volver y del que no quiere salir. El ático de Mujeres tiene la misma personalidad que un piso piloto, es un lugar para entrar y salir, impersonal y que se valora por lo que podrá ser y no por lo que fue o es. Cuando me pongo a ver La ley del deseo descubro otra cosa más, que Madrid está en todas partes, que como en Mujeres, la ciudad es la historia. Las calles, los bares, las terrazas, los túneles, las vistas, todo  forma parte de la narración. En Dolor y Gloria se nota que a Almodovar le da pereza Madrid y en eso, me identifico con él. La calle que más sale en la película es una de San Lorenzo del Escorial: pinos, montaña, brisa. Nada que ver con el cielo de Madrid que siempre te aplasta, como el de La Mancha. 

La ley del deseo la recordaba a trozos, «Riégueme señor barrendero, riégueme» pero descubro que nunca la había visto entera y que es un peliculón hasta que a falta de veinte minutos ocurre algo que me saca completamente del embrujo y me hace ser consciente de que es sólo una película y ellos son actores. Quizás la vida real sea la locura de los protagonistas de The Dawn Fall, un documental de escalada que encadena mi tarde a la obsesión vital de un chaval que ha hecho del trepar su razón para vivir. Contemplo su hazaña, subir el muro del amanecer del Capitán en Yosemite con total incredulidad y una aún mayor incapacidad para entenderlo. ¿Por qué? ¿Por qué jugarse la vida así? ¿Por qué someterse a ese sufrimiento atroz? Vuelvo a pensar en el tipo de la bici de la tarde anterior, no consigo comprender a la gente a la que le gusta sufrir haciendo deporte y creo, además, que es un vicio moderno. Hace quinientos años nadie trepaba una montaña por placer, porque el esfuerzo mereciera la pena, se hacía por necesidad, porque ese era el camino, porque no había otra opción. A lo mejor nos falta dolor, solo tenemos gloria y por eso nos inventamos los deportes de agonía. Yo, desde luego, soy de otra época como Julieta Serrano en Mujeres, de hace quinientos años, porque solo monto en bici para pasear y me bajo si el pedaleo se vuelve incompatible con el placer de mirar alrededor. Soy de la ley del mínimo esfuerzo y la máxima compensación como Garbo, el espía español al que el historiador inglés se empeña en llamar Pujol, con J de Jorobado durante todo el documental que ocupa mi sofá del domingo. Garbo se hizo doble agente no teniendo ni un solo secreto que contar, inventándose todo lo que enviaba a los alemanes haciéndoles creer no solo que él era espía sino que tenía una red de colaboradores tan informados como él. Se inventó los secretos, se inventó a los veintidós espías y creo para ellos vidas y aventuras. Mínimo esfuerzo, máxima compensación, eso es lo que significa ser un buen mentiroso, uno de categoría premium. Garbo fue un mentiroso que tuvo su  momento Robin Hood antes de fingirse muerto, abandonar a su familia española y pirarse a Venezuela a montarse otra. Hay mentirosos premium que nunca rozan el robinhoodismo como John Meehan el protagonista de la serie que veo con mis brujas el domingo por la noche y que nos ha tenido gritando a la tele indignadas y manteniendo interesantes conversaciones sobre legalismos matrimoniales: 

Mamá, ¿vosotros firmasteis un acuerdo prematrimonial?
No, no teníamos nada. 
Pues yo pienso firmar uno cuando me case. 
Me parece estupendo. 

¿Quién dice que la tele no enseña?  

 *El tipo del reto en bici sin dopar y dopado, cuando participó en la carrera hasta las trancas de hormonas y drogas quedó en peor posición que sin drogas. No sé si hay alguna enseñanza en esto. 


miércoles, 3 de abril de 2019

Lecturas encadenadas. Marzo

Marzo ha sido un mes de lecturas espectacular y di una charla TEDx pero eso todavía no toca contarlo.

Al lío.

Agudas. Mujeres que hicieron de la opinión un arte, de Michelle Dean. Traducido por Laura Vidal. Este libro me lo envío la editorial Turner por sorpresa y según me llegó me puse con él. Me apeteció, sin más. Es  un ensayo que recoge la historia de varias mujeres  que opinaron sin miedo, siendo muchas veces muy agresivas y sufriendo consecuencias tanto por lo que dijeron o como lo dijeron como por lo que callaron. Es interesante, ameno y crítico. No es una oda a las mujeres, no es una exaltación de lo femenino como una cumbre de perfección a salvo de equivocaciones ni es una letanía por la invisibilidad sufrida en el mundo de la opinión. Dean ni esconde ni justifica los errores: Parker y su final "sin talento", Didion y sus vaivenes sobre el feminismo, Arendt y su tibieza con la segregación o el racismo o el hecho de que muchas tuvieran relaciones con hombres que las manipularon y que se aprovecharon de ellas. En el amor da igual lo listo que seas, todos hacemos el idiota igual.

Dean sigue más o menos el mismo esquema en todos los perfiles, desde Dorothy Parker a Rebeca Mead: qué les hizo famosas, como llegaron a hacerse escritoras, los errores que cometieron, las consecuencias de los mismos, las trifulcas y polémicas en las que se vieron envueltas, sus virtudes como escritoras y también sus defectos, su posición en o frente al feminismo y las relaciones tanto de amistad como de animadversión que desarrollaron entre ellas.

Todas ellas empezaron "fuera", en los márgenes de la opinión escrita y de ahí su acidez, de ahí su empeño en ser afiladas:
«Su estilo polémico en ocasiones provocó que se pasara por alto a estas mujeres, que no se las considerara serias. La ironía, el sarcasmo, la sátira son a menudo las armas de quienes están en los márgenes, el subproducto de un escepticismo natural respecto a las opiniones ortodoxas que es consecuencia de no haber podido participar en su formulación. En mi opinión, deberíamos prestar más atención a cualquier intento de intervención cuanto tiene ese matiz. Siempre hay valor intelectual en no ser como el resto de las personas sentadas a una mesa, en este caso en no ser un hombre, pero también en no ser blanco, de clase alta, y no haber estudiado en la universidad adecuada».
Me ha llamado la atención que casi todas se dedicaran en algún momento de su vida a hacer crítica de cine y muchas se forjaran ahí en la polémica y el enfrentamiento. Ninguna tenía ningún problema en criticar con saña a otros y entre ellas. Eran implacables con las películas y también con los libros. Ahora ya nadie hace eso. Algunas perdieron sus trabajos por esas críticas. Ahora ya nadie hace eso o no se les permite. O quizás es que todos queremos estar sentados a la mesa, ya no estamos en los márgenes, y por eso nos guardamos la crítica, el sarcasmo y la sátira para el "humor" y no para la crítica ni cinematográfica ni literaria. (Hablo de medios "oficiales")

Todas también tuvieron problemas para posicionarse con el feminismo.  Y como no hemos inventado nada, muchas fueron acusadas, en sus épocas,  de malas feministas.

Me quedo con esta conclusión de Dean al final del libro:
«Las expectativas que tienen las mujeres, las unas respecto a las otras, la manera en que nos medimos las unas con las otras, nos ilusionamos y también nos decepcionamos, en eso consiste, al parecer, ser una mujer que piensa y sala sobre el acto de pensar, en público».
«Acabo de leer sobre un tío que escribe cómics y parece interesante. Se llama Nick Drnaso» «Vale, del que hablan en el artículo no lo tengo pero este fin de semana te llevo otro de él» Y así es cómo, gracias a mi proveedor habitual de cómics, Beverly de Nick Drnaso llegó a mis manos. No se parece a nada que haya leído o visto antes. El dibujo es frío, cuadrado, rotundo. Los personajes llenan las viñetas, parecen esculturas a las que les cuesta un mundo moverse. Todo parece suceder a cámara lenta, como en cuadros fotográficos superpuestos. Minimalismo para que el espectador sienta agobio, para que todo el tiempo esté esperando que algo siniestro ocurra aunque la viñeta sea de una pareja conduciendo o un hombre yendo en metro. El agobio es tanto que pasas a la siguiente viñeta esperando encontrar alivio pero no lo hay, no hay escapatoria en el mundo de Nick Drnaso. Beverly está compuesto de varias historietas que están interconectadas pero de manera muy muy sutil, hay que estar muy atento para ver ese hilo.

Si hubiese leído este cómic sin conocer al autor no sé que hubiera pensado pero tras leer su perfil en New Yorker, sus dibujos dan la sensación de plasmar su mundo, lo que contaba en la entrevista. Leerle me causó tristeza y también lo hizo Beverly. Es asomarte a algo que no quieres ver aunque sabes que existe: la crueldad, la incomunicación, la desconfianza entre personajes que no son ni excepcionales ni especiales. Es la cara oscura de la vida normal.


Fugitiva y reina de Violaine Huisman. A principios de mes recibí un correo de una amable desconocida que me contaba que era lectora de este blog y que me quería enviar un libro que recientemente había traducido. Me confesaba que le daba miedo por si no me gustaba pero que le hacía ilusión y además creía que me podía gustar. La desconocida se llama Irene Aragón González, el libro era éste y resultó que no tenía por qué haber tenido miedo porque me encantó a pesar de su horrorosa portada (lo siento, editorial Hoja de Lata) y la aterradora frase que viene en la faja: «Premio al libro más hermoso de la primavera».

Si os fiáis de mí, corred a comprarla y leerla sin leer el siguiente párrafo para que todo sea sorpresa.

Es una historia autobiográfica sobre la propia madre de la autora pero, por fin, alguien habla de su madre sin que suene a cuento de Disney, ni ser admirativa hasta el ridículo, ni elogiosa hasta la vergüenza ajena, ni cuenta una historia de superación. Al éxito de esta historia contribuye su estructura en tres partes. En la primera, para mí la más brillante, Violaine  desde sus ojos de niña habla de su madre, una madre a la que intuye diferente, amenazante a ratos, cariñosa en otros pero que las necesita a ella y a su hermana tanto como ellas  la necesitan a ella. La quieren, la temen, la protegen, la observan, la escuchan, la intuyen y la cuidan. En la segunda parte, de manera cronológica, la historia de la madre se despliega ante nuestros ojos en un tono frío casi de informe policial. Una sucesión de hechos, datos, qué le ocurrió, dónde y con quién hasta hacerla quien es. No hay justificación, ni explicación, no hay compasión ni pena.  El tono de Violaine parece decir «esto es lo que ocurrió antes de que yo naciera, antes de que yo pudiera saberlo, antes de que pudiera entenderlo y no importó cuando era niña porque la quería y la temía porque era mi madre».  La parte final es la explicación del porqué de este libro.

Violaine es francesa y escribe como todos los franceses: sin pudor y a las bravas. Tiene un estilo preciso, bonito pero sin florituras, concreto y directo. Evocador sin disgresiones. Ves la casa, las habitaciones, hueles el tabaco y escuchas los pasos pero no pierdes de vista la historia.

Me ha gustado muchísimo porque como he dicho antes no es una exaltación a la madre ni un «mi madre no era como las otras madres pero el mundo la hizo así y yo ahora la entiendo y blablablabla».
«Madre y puta, sumisa y lasciva, consentidora y arisca, ubre y matriz, dependiente y dominada. Las madres tenían todo que perder y mamá lo había perdido todo, poco a poco, empezando por sí misma».
Una madre avasalladora a la que querían con ferocidad porque sabían que ella las necesitaba.

El perro bizco de Etienne Davodeau fue el segundo tebeo del mes. Una historieta intrascendente sin mucho misterio pero que transcurre en las salas del Louvre protagonizada por uno de sus vigilantes y una comisión secreta que decide lo que pasa y no pasa en el museo. Curioso.

Hace años leí en esta columna de Juan Tallón sobre La noche de la pistola de David Carr (traducido por María Luisa Rodríguez Tapia) y lo apunté en mi lista de libros pendientes. Mis brujas me lo pusieron este año al final de mi caminito de chuches el día de mi cumpleaños.

Carr se sienta a  escribir sobre su vida. Un ejercicio doloroso y casi masoquista. Hasta los treinta años su vida fue una vorágine de alcoholismo, adicción, drogas y violencia que destrozó la vida de muchas personas tanto durante los tiempos más duros como cuando decidió rehabilitarse. Carr empezó a beber, a esnifar coca, después a fumar crack y acabó inyectándose directamente la cocaína en un camino de degradación que no terminó hasta que una noche, desesperado por conseguir más droga, metió a sus hijas gemelas de meses en el coche y las dejó aparcadas en la calle mientras él entraba en casa de su camello a drogarse. Al salir y darse cuenta de que milagrosamente seguían vivas decidió rehabilitarse.

Cuando Carr decide escribir sobre su vida se da cuenta de sus recuerdos son vagos, inconexos y que necesita hablar con quienes estuvieron allí con él. Y lo que descubre no solo es que ha olvidado momentos, anécdotas o horrores sino que incluso sus recuerdos más nítidos, todo lo que él está convencido de que pasó, tiene otra versión completamente diferente contada por otra persona.
«Todos recordamos las partes del pasado que nos permiten afrontar el futuro. Los arquetipos de la mentira –piadosa, dolorosa, práctica– se dan a conocer cuando se apela a la memoria. La memoria, normalmente, responde con patrañas».

El 12 de febrero de 2005, el día que yo cumplía cuarenta y dos años y estaba inmersa en mis días iguales, David Carr se desplomó en su mesa del New York Times y murió de un infarto. Me quedo con esto que escribió sobre la muerte de su madre:
«Verla morir fue como ver una carroza gigantesca que se adentraba despacio y con elegancia en el agua».

La noche de la pistola es una crónica necesaria de lo que significa ser un adicto que creo que hay que conocer para entender y horrorizarse entendiendo.

Un buen día de marzo, Aroa Moreno era librera por un día en Tipos Infames. Una excusa buenísima para verla a ella, visitar a los Infames y ver a un par de ilustres lectores de este blog: Nan y Portorosa. Aquella tarde compré  Claus y Lucas de Agota Kristof (traducción de Ana Herrera y Roser Berdagué). Me fié de Aroa y nunca podré agradecerle bastante el descubrirme esta maravillosa novela. Salid a comprarla ahora mismo y leedla.

Agota Kristof era húngara y vivió la II Guerra Mundial. Posteriormente abandonó su país y emigró a Suiza donde en los 80 publicó las tres novelas que tienen como protagonistas a los gemelos Claus y Lucas: El gran cuaderno, La prueba y La tercera mentira que Libros del Asteroide acaba de publicar en un solo volumen. No puedo contar nada del argumento sin reventar la sorpresa que creo que debe ser total para que si alguno se anima a leerla la descubra como yo: quedándose sin palabras.

Pocas veces, muy pocas veces, he leído una crónica de la crueldad y de la maldad más terrible. Crueldad y maldad a la que te enfrentas con rechazo en un primer momento pero con la que te descubres poco después empatizando. Es una crueldad que entiendes y ese entendimiento la hace a tus ojos menos crueldad lo que te hace preguntarte si tú no te estarás convirtiendo también en alguien cruel.

Agota tiene un estilo cortante, seco, con frases cortas que encajan como piezas de puzzles para contar unas vidas llenas de miedo, secretos, frío y sospecha.
«Estoy convencido, Lucas, de que todo ser humano ha nacido para escribir un libro mediocre, da igual, pero el que no escriba nada es un ser malogrado, que ha pasado por la tierra sin dejar ninguna huella». 

Claus y Lucas tiene muchas papeletas para convertirse en el mejor libro que he leído este año. Ya estáis tardando en leerlo.

Y cruzando los dedos para que este mes sea igual de bueno en lecturas y un bizcocho, hasta los encadenados de abril.





lunes, 1 de abril de 2019

Paseando Valencia

Voy a Valencia con Juan de acompañante, de asistente personal. Como dice mi hermano cuando le llamo a felicitarle: «todos te damos apoyo moral pero Juan te acompaña en representación de todos». Valencia es una ciudad que todo aquel que ha puesto alguna vez el pie en una playa de Levante cree que conoce. Es un pensamiento ridículo, una falsa sensación de conocimiento que yo también tengo y de la que soy consciente cuando esta vez, la cuarta en la ciudad, de verdad la paseo. Muchísimos extranjeros: americanos jóvenes y musicales que en cuanto asoma un rayo de sol de perfil reflejado en uno de los tejados imposibles de Calatrava sacan los tirantes, los pantalones cortos y la chanclas aunque el viento frío, húmedo y cortante se te meta hasta los huesos. Cosas de ser de Minesota, supongo. Hordas de italianos montando en bici con pantalones pesqueros y rusos gigantes a los que solo veo sentados en terrazas, no he visto ninguno en movimiento pero supongo que de alguna manera se trasladarán de bar en bar. Me da miedo preguntar, casi me da miedo imaginar. Hilaturas Amparín. ¿Puede haber más ternura, más nostalgia del siglo pasado en un solo nombre? Me preguntó si la señora que vende lazos, encajes, hilos y mil cosas más con nombres preciosos y casi perdidos será una Amparín, si será un nombre que se heredará desde que el puesto se montó en la plaza redonda de la ciudad hace cien años. «Lo siento hija pero te llamas Amparín» «Pero si no me gusta coser, yo quiero ser artista» «Artista, princesa o dentista pero heredas Hilaturas Amparín».Un joven con barba (¿acaso los hay sin barba?) nos mira desde el escaparate de su ¿chiringuito? ¿cocina? ¿tienda? Sabe que tiene una apuesta ganadora. Ha tenido la idea genial, una tan buena que nos sorprende que no se nos haya ocurrido a nosotros: ponerles palo a los gofres y untarlos de cosas aún más dulces y ricas para convertir el siempre placer culpable de comerse un gofre en un pecado tan gigante que te condene directamente al infierno de los agoreros del azúcar. Husmeando como perros de caza el olor a gofre recién hecho (¿acaso hay un olor mejor? No, ni siquiera los bebés huelen tan bien) llegamos a su puerta. «¿Eso que hay encima del gofre es nocilla? Sí, podemos ponerle lo que queráis» Nos alejamos de ese paraíso tirando el uno del otro, «no huelas, no les mires a los ojos, sigue la luz, sigue la luz». En la plaza de la catedral hay tunos y como Dios los crea y ellos se juntan, justo al lado un guiri con complejo de cronner venido a menos, a mucho menos, masacra Wonderful World mientras el acordeonista que se gana la vida asustando a las parejas en las mesas «¿os toco algo?» y consiguiendo dinero sin tocar... se ve obligado a intentar tocar una melodía para acompañar al masacrador de clásicos. Veo, toco y doy vueltas a un vestido de rayas de colores del que me enamoro. Lo vuelvo a dejar en la percha. «Pruébatelo, date un capricho». «No, con estos vestidos hago lo mismo que con los hombres que me parecen atractivos sin conocerlos. Intento no conocerlos para mantener la ilusión de que seríamos perfectos el uno con el otro. Si me lo pruebo y no me queda bien, será una desilusión, igual que cuando conoces a un tío que te parecía atractivo y descubres que es imbécil o que no encajas con él. Prefiero mantener la ilusión». Valenbisi me parece un nombre casi a la altura de Hiladuras Amparín. Parece ideado por un niño de seis años que acaba de perder los dos paletos y, además, devuelve a la bicicleta al lugar del que nunca debió salir, el paseo feliz en llano. Ir en bici bisi, por el parque del río sin río. En España tenemos pocos ríos y nos empeñamos, además, en esconderlos. Parece avergonzarnos que sean raquíticos y enclenques y por eso los revestimos de puntillas y blondas. «¿Tu río es guapo?» «No, pero es simpático y muy culto y tiene Madrid Río o la ciudad de las artes y las ciencias». La Lonja de Valencia me recuerda al Palacio de Aviñón y le hago a Juan una foto parecidísima a la que le hice allí, en La Provenza, hace cuatro años. «Mira que foto te he hecho para que te la pongas de perfil por si alguna vez te apetece ligar» «Sí, es verdad, salgo estupendo, pero dudo mucho que ese momento llegue». «Mejor para mí, así podrás seguir siendo mi asistente personal»

He ido a Valencia a dar una charla TEDx pero esa es otra historia que debe ser contada en otra ocasión. 


miércoles, 27 de marzo de 2019

Notas desde el 22D

Pixtil textile design studio
Notas desde el 22D. Así se titula la entrada en mi cuaderno que escribo desde el avión. Uso un bolígrafo verde, de la radio televisión canaria porque al ir a sacar mi pluma de émbolo cargada de tinta verde he recordado que nunca hay que meter en la cabina de un avión una pluma de émbolo cargada de tinta verde porque por cositas de física y fluidos la tinta verde no lleva bien lo de volar, le entra pánico y busca escapar por el plumín, consiguiéndolo siempre con gran destreza. Soy Ana de los dedos verdes. La pasajera sentada en el 22E es inglesa y lee en su kindle. Me fascinan sus trenzas. La pasajera sentada en el F dormita. Hace un rato intentó pagar una Coca-Cola zero con una moneda de cien pesetas. No sé que me resulta más chocante: a)el hecho de que lo intentara, b)su sorpresa porque el jovencísimo auxiliar de vuelo identificara la moneda y le dijera «Disculpe, señora, esto son cien pesetas» o c) que todavía circulen monedas de cien pesetas. ¿Habrá un mercado de timadores de cien pesetas? «La banda de los veinte duros» me parece un nombre digno de un tebeo de Mortadelo y Filemón. Sus miembros son gente que lo hace por la excitación, por ese breve momento de triunfo al pensar en que ha conseguido colar moneda falsa, que ya no vale nada. Yo creo que lo haría si supiera que hay un Señor Iberia, una especie de primo del Tío Gilito y Mr. Burns, que cada noche cuenta su dinero mientras se ríe: «Jajaja, otra panda de estúpidos a los que les he colado una lata mini de Coca-Cola por 4 eurazos» y al encontrarse mi moneda de veinte duros tuviera un ictus. Por esa satisfacción sí que lo haría. 

Vuelvo de pasar treinta horas en Las Palmas. Contar los viajes en horas es de espías, de gente con cosas que hacer. Cosas aparte de reuniones, charlas, comidas y cenas viendo barcos casi todo el tiempo. Barcos enormes, gigantescos. No sé nada de barcos ni del mar. Justo antes de ponerme a escribir he leído un artículo en el New Yorker sobre un jovenzuelo holandés, de Delft, que con diecinueve años y mientras buceaba en Grecia tuvo una epifanía y decidió que iba a inventar algo para limpiar el océano de plástico. Con sus charletas, su supuesto carisma de joven genio y una buena campaña de relaciones públicas ha conseguido cientos de millones de dólares para construir un prototipo al que ha llamado Wilson, como el balón de rugby de Tom Hanks en Náufrago, y que por lo visto está funcionando regular, tirando a mal, intentando recoger el plástico que forma una especie de isla flotante en el Pacífico Norte. Los problemas vienen por varios motivos que científicos y oceanógrafos habían advertido al muchacho que podían ocurrir. ¿Por qué un chaval consigue cuatrocientos millones de dólares para un invento que limpia y, sin embargo, ese dinero no lo consigue alguien que quiera poner en marcha una gran campaña de concienciación de uso más inteligente del plástico? Por la misma razón por la que la gente se cabrea y patalea cuando le dicen que van a bajar su maleta a la bodega. Porque no queremos esperar, porque no queremos cambiar nuestros hábitos, que son los más importantes y para los que siempre tenemos justificación, y porque somos egoístas. 

La señora del 22C tiene un color de piel fascinante, no aparece como opción en ninguno de los emojis de whasap. 

Volviendo a los que consiguen dinero para cosas absurdas, me acuerdo del documental de Elizabeth Holmes y su fraude. Mismo patrón: diecinueve años, una ideal genial surgida de la nada de alguien sin formación ni estudios serios que la avalen, que consigue que los listos del mundo le den cientos de millones de dólares. ¿Por qué jóvenes con ideas supuestamente revolucionarias consiguen dinero mientras otros con trayectorias científicas detrás no consiguen un puto duro? Por lo mismo. Porque lo queremos todo ya, y por eso no confiamos en el valor de dedicar dos, cinco o diez años a estudiar y conocer una materia. ¿Tienes una idea genial que se te ocurrió ayer mientras comías tofu o madrugabas para hacer meditación? ¡Bien, eres nuestro triunfador! ¿Has estudiado varios años y solo madrugas cuando no tienes más remedio y además comes azúcar? Lo siento, llama a otra puerta, perdedor. ¿Te pones de pie en cuanto el tren de aterrizaje toca la pista? Bien hecho campeón, es evidente que tienes prisa porque tienes cosas que hacer, porque sabes, porque no tienes tiempo que perder. ¿Te quedas sentado esperando a que la gente salga? Bah, seguro que eres un perdedor o no sabes viajar en avión.  

«Sobre quejas elementales, quejas de orden superior y metaquejas»,se titula el capítulo que el señor del 21C  acaba de empezar a leer y le ha convertido en alguien con una historia interesante. Lastima que aterricemos y los listos con cosas que hacer se hayan puesto de pie para salir rápidamente a vivir esa vida trepidante que fingen tener.  


jueves, 21 de marzo de 2019

Un post lleno de peros

«Señorita, estoy seguro de que está usted ahí porque vale mucho. Seguro que si tiene ese puesto y le han dado esa responsabilidad es porque usted lo merece y no porque la hayan colocado ahí pero...» No doy crédito a las palabras que escucho, no me puedo creer que alguien sea tan imbécil, tan estúpido. No, no es estúpido simplemente le parece que decirme esas palabras es lo correcto y que yo, que estoy discutiendo con él por un tema laboral, le voy a dar la razón porque mi corazón se va a henchir de gratitud  porque él, un desconocido incompetente al otro lado del teléfono, reconoce mi valía. PERO no le funciona. 

«El dolor de los demás es siempre una carga fácil de llevar». No era así. Así suena a Paolo Coelho o a sesión de coaching en sábado por la mañana mientras haces estiramientos con desconocidos y por el rabillo del ojo ves que el tentempié de la mañana es muesli con manzana. No era así, era mejor, era en francés. En bretón para ser más exacto PERO no puedo recordar la frase. La escuché en una película basada en un libro que tengo en casa y que no he leído. Me devano los sesos y desenredo google intentando encontrarla PERO no lo consigo. Si pudiera tener un superpoder normalito, digamos un superpoder a ratitos, pediría poder chasquear los dedos y que en el lugar que estoy escribiendo apareciera el libro que busco y que está en la estantería de mi otra casa, o mi cuaderno de lecturas que está en una caja llena de cuadernos debajo de mi cama. Chasquear los dedos y que aparecieran. Ser una Mary Poppins de mis libros y mis cuadernos. 

Lloro en el cine. Vuelvo a ver a los amigos en su casa de la playa y, otra vez, igual que hace nueve años me identifico con ellos. Ahora son más viejos, como yo, sus hijos son mayores, como las mías, han tenido depresiones, como yo y siguen siendo amigos, como nosotros. Lloro en el cine PERO salgo contenta, sonriendo y con ganas de tomarme un vino. Al llegar a casa vuelvo a la primera peli y la entiendo más y vuelvo a llorar.  

Abro un libro. Leo la contraportada y descubro que el autor murió el mismo día que yo cumplía cuarenta y dos años. Se desplomó de un infarto mientras yo intentaba celebrar, en medio de mi depresión, que seguía viva. PERO sobreviví y ahora ensayo mi charla en pijama, en el coche, caminando por la calle, mientras doy vueltas en la piscina. 

Me enfado con M. Han pasado cuatro días PERO no sé cómo desenfadarme. No sé cómo no tener rencor. Me pregunto si seré siempre así o conseguiré aprender a ser alguien que no rumia los cabreos como un vaquero el tabaco, regodeándose en su sabor amargo y negro, aprovechando cualquier oportunidad para escupirlo. 

Y ¿cuándo se aprende a mandar un mensaje sin arrepentirte al segundo siguiente? ¿Cuándo ya no importa? 

No sé nada de poesía PERO me encanta este poema de Elizabeth Bishop.

Y no tenía nada que decir PERO he escrito un post. 


lunes, 18 de marzo de 2019

Yo quería ser arqueóloga

André Kertész
«¿Mamá, ¿tus amigos han conseguido lo que querían en sus vidas?». 

Una de mis amigas quería ser periodista, lo fue, lo dejó y ahora trabaja con flores. Se destroza las manos, tiene alergia, llega tarde a todas partes y no tiene un minuto de descanso pero está feliz. Otros, por una extraña razón que jamás entenderé, querían ser economistas y lo son. Por la misma extraña razón parece gustarles ser economistas. Otra quiso ser médico, lo fue y lo dejó. Emigró con su marido y tres hijos a Australia con cuarenta y cinco años. Están felices aunque echando de menos España. Otro no quería ser nada, solo quería salir y beber y juerga y ahora es perito tasador de seguros, tiene tres hijos pequeños que corretean entre sus piernas y le trepan por el cuerpo gritando "papi, papi", mientras nosotros le recordamos que él fue un pionero del poliamor. Tiene más canas y le duele la espalda pero sigue llevando las mismas camisas raídas en los cuellos porque son sus favoritas. Otra no sabía que quería ser y fue economista y no le gustó y se fue a Estados Unidos a cumplir el sueño de su vida, componer música para películas. Compone, dirige, baila y toca el saxofón. Ha vuelto y se está buscando la vida. Otro quería hacer algo en la montaña y se hizo ingeniero de montes y descubrió con cuarenta y dos años que lo que quería era ser bombero. Lo ha conseguido y ahora está de cursillo de ser bombero llenándonos el wasap de fotos de su entrenamiento. Nunca le he visto más contento. Otra amiga es enóloga, vive por y para el vino y sus tres hijos pequeños. ¿Qué quería ser cuando teníamos quince años? No recuerdo que la enología fuera una de sus aficiones y tampoco sé si quería tener hijos con la sucesión de novios "para toda la vida" con los que nos encariñábamos. Se casó con otro que llegó por sorpresa.  Otra amiga quería ser diplomática, artista, cantante de ópera y pianista y tener media docena de hijos. Ahora dirige un departamento de recursos humanos, se deja grabar en vídeos corporativos con trenzas y gafas falsas y solo ha podido tener una hija que es igual de fantasiosa que ella porque ella sigue queriendo ser diplomática, artista, cantante y pianista porque es la misma que era cuando nos sentábamos en una tapia a charlar sobre su primer novio. Juan quería jugar al baloncesto y tocar el bajo y es lo que hace, jugar al baloncesto y tocar el bajo en grupos de cuarentones con nostalgia de Nacha Pop. Yo quería ser arqueóloga, vivir en Los Molinos y no tener hijos. Trabajo en televisión, no he conseguido, (por ahora) vivir en Los Molinos y tengo dos hijas que me hacen preguntas locas. Quería no ser como mi madre y en los días buenos lo consigo.  

¿Hemos conseguido lo que queríamos en nuestras vidas? No lo sé. ¿Qué queríamos? ¿Sabíamos lo que queríamos?   No lo sé y tampoco sé reconocer si lo que queríamos con doce, trece, catorce años era un deseo, un sueño loco, un plan maestro o simplemente pensábamos que la vida sería como tenía que ser, como la de nuestros padres. No creo que ninguno hayamos seguido nuestros sueños ni perseguido un ideal. Todos, en algún momento, apostamos por algo con mucha fuerza y lo conseguimos o no, pero también nos hemos encontrado con cosas que ni en nuestras fantasías más locas hubiéramos imaginado. 

Llevo días dándole vueltas a esto y lo que más me preocupa, sin embargo, no es que es lo que hemos hecho con nuestras vidas. Lo que más agradezco, y lo que más miedo me da,  es algo en lo que no pensamos cuando teníamos quince años, algo a lo que no dedicamos ni medio segundo cuando pasábamos la tarde entre botellines, bicis y balones; estamos todos vivos y seguimos juntos. Tenemos muchísima suerte y no sé si nos va a durar mucho más.  


jueves, 14 de marzo de 2019

La niña sin nombre

Rosa siempre deja la bolsa en el mismo sitio, le gusta  mirarse en el espejo. Le gusta muchísimo. Se seca cada centímetro de su piel tan minuciosamente que, a veces, me quedo mirándola solo para añadir otra parte de mi cuerpo a la lista de partes de mi cuerpo que jamás me he secado: el espacio entre los dedos de las manos, detrás de las orejas, los pliegues de las axilas, los meñiques de los pies. Ni siquiera sé cómo se llaman los meñiques de los pies, ¿dedos pequeños? Después de secarse, se unta crema como si ella fuera un pastel y se estuviera recubriendo de cobertura azucarada. Una vez más no deja ni un solo resquicio sin cubrir. Y durante todo el proceso de secado y untado se mira al espejo. Me admira esa templanza, esa seguridad en sí misma, esa cantidad de tiempo para perder en el vestuario de la piscina a las nueve de la mañana. Nunca llego a tiempo de comprobar si en el proceso de desvestirse es igual de meticulosa, si se gusta igual según se va descubriendo. María llega casi al mismo tiempo que yo, usa gorro rosa, y ha sido la única que me ha preguntado porqué había estado tanto tiempo sin aparecer por allí. «Pensamos que te habías cambiado de turno»  Herminia está disgustada porque sus nietos ya no pasan tanto tiempo con ella. Su hijo Javi, el padre de los niños, por fin se ha organizado tras el divorcio y cada vez pasa más ratos con ellos así que ella está a la vez liberada e incómoda. No sabe cómo sentirse. «Ahora me sobra tiempo en las tardes». Rosa le comenta que hay que ver que responsable es Javi, que da gusto tratar con él. Mientras me pongo los calcetines descubro que Javi tiene un taller mecánico y que goza de la confianza de la Guardia Civil que llevan allí sus coches a reparar porque es «muy buen chaval». El ex suegro de Javi es Guardia Civil y así fue como él entró en tratos con el cuerpo. «Se siguen llevando bien». El padre de Javi se ha jubilado pero está un poco celoso de su hijo porque cuando va a visitar el taller, su taller, «le mandan a hacer recados». Al marido de Rosa, que ya está en bragas, sujetador, y botas contemplándose en el espejo, no le gusta nada, nada le emociona ni le interesa. «En todos los años que llevo con él, nunca le he visto feliz con nada». Maribel llega tarde, corriendo, ha tenido que llevar a su marido al Eroski y había atasco a la entrada del polígono «estaba haciendo pereza y al ver el atasco casi no vengo». Hacer pereza, me encanta la expresión por lo que tiene de incongruente.  Angustias y Feli comentan la clase de pintura, a Angustias no le gusta el profesor nuevo «No sé, no me gusta el tono, el enfoque, no sé si aguantaré aunque como lo he pagado. Pero me gustaba más Nazaré». Antonia pelea con el gorro «me aprieta tanto que me va a romper las cuatro ideas que me quedan». Todas se ríen. Me pongo los zapatos, cojo el abrigo, cierro la taquilla, me echo un vistazo en el espejo mientras paso por detrás de Rosa. «Adiós, niña. Que tengas buen día».

Soy la niña sin nombre.  


martes, 12 de marzo de 2019

Ser ex pareja

Todos conocemos buenos padres, madres, hermanos, tíos, amigos, compañeros, parejas... muchos menos conocemos buenas exparejas. «Puf, Fulanito se separó y se lleva a matar con su ex», «Menganita y Zutanito se separaron y solo se hablan a través del abogado», miles y miles de ejemplos así. Te enfrentas a construir, elaborar y limar las mil aristas que tu nuevo yo tiene que pulir para encajar con las mil aristas del nuevo yo de tu ex partiendo del fracaso como punto de partida. El resto de tus relaciones vitales se establecen  sobre un cimiento raso, a estrenar, sin una historia común, ni reproches, ni recuerdos, ni decepciones. Cualquier cosa es posible, también lo malo pero no es su principal querencia o en principio no debería serlo.  En cualquier otra relación el origen es el éxito de esa relación. Con los ex la expectativa es que, si quieres, lo intentes pero lo más normal es que fracases. «Ya verás como acabas a leches» te dicen.

Construir una relación con tu expareja es algo completamente nuevo, es probablemente la relación más difícil de establecer. Es una obligación y una necesidad y no solo por los hijos que tienes en común. Es una obligación para ti misma, para ti mismo. Primero hay que ser capaz de asumir el fracaso de la relación anterior por la que apostaste. Después hay que aceptarlo: "fracasamos" y más tarde verbalizarlo: «Sí, nos hemos divorciado». «Sí, ya no vivimos juntos». «Sí, estoy divorciada». Y mientras asumes la misma realidad, las nuevas rutinas, la extrañeza que causa el dejar atrás detalles mínimos que antes ni percibías, te enfrentas a la tarea más difícil: construir una nueva relación con tu expareja que, como tú, está aceptando, asumiendo, verbalizando y extrañando. 

Dos medias naranjas, dos mitades que se creían perfectas se fueron con el tiempo convirtiendo en piezas que nos encajaban, que chocaban, que se arañaban y herían con las aristas, lados y defensas que les crecían. Tras cada choque la distancia aumentaba hasta que fue tanta que se convirtió en insalvable. Construir una relación tu ex, requiere volver a acercarte y pulir tus aristas para que la distancia entre ambos sea razonable, inteligente, cómoda. Lo quieras o no, tienes unos hijos en común que os obligan a orbitaros mutuamente para siempre. Por tus hijos pero no solo. No tienes que llevarte bien con tu expareja por tus hijos, hay que intentarlo por ti mismo, porque llevarte a leches toda la vida con alguien a quien quisiste supone decidir pasar el resto de tu vida con una mochila de mala hostia, desconfianza, miedo, ira y ansiedad. A veces no es posible, lo sé, me lo han dicho mil veces durante estos cinco años, pero creo que a pesar de ser complicado y de costar trabajo, es obligatorio intentarlo. Por lo menos intentarlo. 

La vida no es siempre bonita y no vivimos en una peli americana de buen rollo. No creo que puedas ser amigo tu ex, ni creo que sea necesario, no hay que quedar para hacer planes, ni contarte tu vida, no se trata de eso. Es algo nuevo: ya no eres pareja y no puedes ser amigos, ese es el reto. Esa relación puede ser lo que tú quieras, aquello con lo que estés cómodo y su premisa fundamental tiene que ser que no te ocupe espacio, que no te coma la vida, que te permita estar tranquilo, sin sobresaltos... que no quiere decir sin obligaciones. No es fácil, no se construye en cinco minutos, ni en tres semanas ni en cuatro meses, pero hay que hacerlo, hay que intentarlo con todas tus fuerzas. Y es fundamental no hacer arqueología, no escarbar los restos de lo que fue, de lo que pudo haber sido, no buscar pruebas ni indagar en los resquicios. Cualquier cosa que fue dejó de ser. Y lo que vaya a ser no puede, de ninguna de las maneras, montarse, construirse o equilibrarse sobre un andamiaje de reproches, culpas y acusaciones. Debe construirse sobre los restos de un fracaso, sobre lo que quedó de una relación perdida, destruida pero no olvidada. Es como un yacimiento arqueológico: sobre Grecia construir Roma. 


jueves, 7 de marzo de 2019

Un tiempo que se acabó.

Occasionally elsewhere: by Joseph O. Holmes
Salgo del fisio y atravieso el parque en el que, como no hay colegio en Madrid, no hay una multitud de niños gritando y de padres haciendo pandilla, como habría cualquier otro día a esta hora. En una de las pistas "de los mayores", hay un padre despistado jugando al fútbol con sus hijos y, atravesando el parque, me cruzo con una pareja joven, ella de la mano de su bebé de poco más de un año y él empujando el cochecito con esa cara hastiada que tenemos los padres jóvenes de «esto no es como me lo habían contado». Los miro y pienso que no sé cuando dejamos de venir a este parque, en qué momento el parque se acabó, se terminó, pasó a ser pasado. Es curioso como recordamos los principios pero no los finales. Los finales quedan disueltos, deshilachados en indefinición. ¿Cuándo puse el último pañal? ¿Cuándo hice el último puré de verduras? ¿Cuándo se acabó la avalancha de dibujos infantiles? ¿Cuándo dejamos de venir a este parque, de sentarnos en estos bancos, de mirar a las niñas trepar por el tobogán, correr con el patinete, jugar con la pelota? Sé que no hubo un «ya no queremos ir más» o un «id vosotras solas» pero sé que se terminó. ¿Fue en mitad de un invierno? ¿A la vuelta de un verano? No lo sé. 

Salgo del parque y paso por cuarta vez en los últimos tres días por delante de mi bar secreto y los veo. A él le veo primero, se ha dejado más barba, larga y afilada, casi de druida de aldea gala. Tengo que mirar dos veces para comprobar que sí, que es él. A ella tengo que mirarla tres. Se ha cortado el pelo mucho más corto, más de señora (que es lo que somos) y lo lleva más oscuro, o más claro. No, esa no es la diferencia, lo tiene más ordenado. Están sentados en una mesa del bar secreto, una mesa de aluminio y sillas blancas, con un par de cafés delante y miran sus móviles, cada uno el suyo. Paso por la acera frente a ellos y me quedo mirándoles. Son ellos. Compartimos parque, compartimos tobogán, pista, patinete, balón y pelos desordenados y barbas sin intención. Compartimos miradas de «esto no es como nos lo habían contado» y tardes interminables de arena, llanto y risas. Nos sentamos en el mismo banco. Nos levantamos cien veces a por la pelota. Jamás cruzamos una palabra pero los reconozco. Ellos no lo saben pero  hace tiempo que escribí sobre ellos. «Hay una pareja. El siempre lleva una camiseta negra y ahora se está dejando el pelo largo y barba. Ella es castaña, con cara de buena persona y tener sentido del humor y casi siempre lleva coleta. Jamás hemos hablado pero  hemos  compartido todas las etapas: tardes en los columpios y tardes en la vallita vigilando que no comieran mucha tierra. Tardes de llegar con el periódico y no abrirlo. Ahora llegan, como yo,  a deshora. Sin cochecitos, ni palas, ni nada. Como mucho una pelota. Tienen  dos niños que juegan al fútbol en la jaula».

Ellos no lo saben pero son el gatillo que dispara mi nostalgia de un tiempo que no sé cuando se acabó. Ellos no saben que existo, no me ven, no me recuerdan pero por un momento pienso en sentarme y preguntarles ¿Cuándo dejamos de venir al parque? 


lunes, 4 de marzo de 2019

Lecturas encadenadas. Febrero


Febrero es uno de mis meses favoritos del año porque es mi cumpleaños, porque todavía se hace de noche pronto y porque, en teoría, es invierno y hace frío. Este febrero ha sido muy muy decepcionante con sus aspiraciones de abril y solo la loca esperanza de tener un agosto templado me ha consolado en los interminables días de cielo azul. Las lecturas han sido bastante reguleras también creo que por un exceso de expectativas por mi parte. Al lío.


«No me voy a comprar nada. Vamos, damos un paseo, husmeamos y ya pero te prometo que no compro nada porque tengo un montón por leer en casa» Pero claro, todos sabemos que la fuerza de voluntad no es mi fuerte así que de ese paseo, en teoría solo husmeador,  por la Cuesta Moyano volví a casa con cuatro libros. Uno de ellos fue Me voy de Jean Echenoz.  Tenía ganas de leer algo de Echenoz y éste fue el que saltó a mis manos. Como siempre no leí la contraportada así que me lancé a él sin tener ni idea de qué iba y, la verdad, es que me lo pasé en grande leyéndolo.

Me encantan los autores franceses porque son muy franceses, lo son a conciencia, con ahínco. En este caso, Echenoz parece estar pasándolo en grande con esta historia de viajes y paseos callejeros. La historia de Ferrer, un galerista de arte, que empieza marchándose y acaba llegando. Entre medias un golpe de suerte, una aventura épica con ecos de grandes exploradores, una historia de amor y hasta la Ertzaintza.

Me gusta como los escritores franceses se miran, se observan y se sacan punta, siempre lo hacen con mucha clase. Nunca sufren remordimientos como los americanos o se encastillan en sus defectos como los ingleses intentando convertirlos en virtudes. Ellos parecen decir «sabemos que somos snobs y muchas veces insoportables, nos vemos desde fuera pero no podemos dejar de ser así» Un francés siempre quiere ser el francés qué es, el de su época, el de su momento, le chifla ser él mismo. Un americano escribe desde el cargo de conciencia: «¡oh, qué horror, soy un monstruo», un inglés escribe desde su isla «soy perfecto, eres tú el que no tienes ni idea», el francés dice «soy insoportable y me encanta serlo». Sé que esto es totalmente subjetivo pero es casi siempre la impresión que saco al leer autores franceses.

¿Recomiendo este libro? Sí, mucho. Leeré más de Echenoz.
«Existen, cualquiera puede observarlo, personas de físico botánico. Las hay que traen a la mente follajes, árboles o flores: girasol, junco, barba. Delahaye, que va siempre mal vestido, recuerda esos vegetales anónimos y grisáceos que crecen en las ciudades, entre los adoquines sueltos de un patio de almacén abandonado, en el hueco de una grieta que se insinuaba en una fachada en ruinas. Insignificantes, átonos, discretos pero tenaces, tienen, saben bueno tienen más que un pequeño papel en la vida pero saben desempeñarlo».
Un lunes por la mañana perfectamente descrito: 
«Y ahora era un lunes por la mañana, lo cual no siempre es lo más deseable: comercios atrancados a cal y canto, cielo encapotado, aire opaco y suelo asqueroso, en una palabra, todo cerrado por todas partes, tan deprimente como un domingo y sin la excusa de no tener nada que hacer». 
Nuestros ayeres de Natalia Ginzburg en una edición del Círculo de Lectores y con traducción e introducción de Carmen Martín Gaite también lo compré en la Cuesta Moyano.

Nuestros ayeres se publicó en 1952 y es la primera novela de la escritora italiana. Cuanta la historia de un familia sin apellido, en una ciudad sin nombre, justo antes y durante la II Guerra Mundial. La novela se estructura en dos partes claramente diferenciadas por el escenario en el que transcurren: la primera parte, la preguerra en la ciudad sin nombre del norte es una historia costumbrista de relaciones entre los distintos personajes de la familia. La segunda, situada en San Constanzo, en un pequeño pueblo del sur transcurre durante la II Guerra Mundial y es casi una novela bélica, una novela de resistencia. El personaje bisagra entre ambas historias, Cenzo Rena es un personaje extraño, complejo que parece a ratos completamente inventado y a ratos un retrato fiel de alguien a quien conoció Ginzburg.

Me ha gustado pero no la recomendaría para empezar con Ginzburg.
«A los padres, decía Danilo, en cuanto acaban de educarnos los tenemos que empezar a educar nosotros, porque es de todo punto imposible dejarlos que sigan siendo como son».
Vidas minúsculas de Pierre Michon ha sido el fracaso del mes y la prueba de que ni todos los franceses son iguales ni yo me riendo ante todos ellos. Michon se encanta, se adora, se observa en el espejo de sus líneas, se columpia en sus combinaciones de palabras que buscan sorprender con una triple pirueta para que le aplaudas con admiración. Y yo no le aplaudo, su estilo me provoca la misma sensación que una iglesia rocoto: dorados innecesarios destrozando una estructura, una buena idea. Me aburrí, me enfadé y lo abandoné en la página 120.

En un capítulo dedicado a una de sus novias dice:
«[Mis cartas] esas fanfarronadas estaban bañadas en una mezcolanza de lirismo gastado y de marrullerías sentimentales. No podía releerlas sin reír y me despreciaba, fogosamente; me pregunto si he cambiado de estilo desde de esas cartas inaugurales a un lector engañado».
No, Michon, no has cambiado de estilo y me resultas insoportable.

El comic del mes ha sido la tercera entrega de El árabe del futuro de Riad Sattouf. En este caso es la entrega que va de 1985 a 1987 y transcurre mayoritariamente en Siria con una breve escapada a Francia, a Bretaña, cuando nace el segundo hermano de Riad.  La niñez, comienzo de adolescencia, de un niño francés que se siente además francés, en un pueblo de Siria mientras va percibiendo la realidad a su alrededor, el hecho de que su madre no encaja, la presencia cada vez mayor de la religión en su vida, las tensiones entre sus padres, todo visto desde su ángulo, un niño. Me interesa su historia.

La última lectura del mes ha sido otro de esos libros aclamados en redes, suplementos culturales y revistas: La primera mano que sostuvo la mía de Maggie O´Farrell. Y me ha pasado como casi siempre con estas lecturas aclamadas: no me ha parecido para tanto. Es una novela entretenida, bien escrita y que se lee como comer pipas. La historia de va de madres, de maternidades, de relaciones y un poco de arte (en esto engancha con el primer libro del mes, el de Echenoz). Para mí, es evidente la influencia de las novelas de Verity Bargate (No, mamá, no y Con la misma moneda) o Barbara Comyns (Y las cucharillas eran de Woolsworth), dos escritoras muy anteriores a O´Farrell que ya trataron el tema de la maternidad desde ese punto de vista rompedor, extraño y nada complaciente. De hecho lo trataron de manera bastante más discordante y extrema de lo que hace O´Farrell y a mí modo de ver, mejor.

La primera mano no es una mala novela, ni mucho menos. Está bien, se lee con agrado, pero no he doblado ni una sola esquina. Es puro entretenimiento y es carne de una miniserie (al tiempo). ¿Hay algo malo en ser entretenimiento? No, para nada. Es una novela que recomiendo para pasar un buen rato, para dejarse llevar. Sin más.

Y con este balance bastante reguero del mes de febrero y un bizcocho, hasta los encadenados de marzo.





jueves, 28 de febrero de 2019

Todas las primeras veces

Walk this way, Xan Padron
Salí del  metro en una estación que no conocía, aunque la verdad es que no conocía casi ninguna porque evitaba, como hago ahora, viajar en metro, e intenté escoger la salida que creía que me iba mejor. Era antes de los móviles, de google, de ir caminando por la calle siguiendo las instrucciones que te da una pantalla. Lo que llevábamos entonces era el plano del metro de Madrid plegado en los bolsillos de los pantalones, cuanto más cochambroso mejor. Llevaba unos vaqueros claritos, una camisa de hombre creo que heredada de mi abuelo, era desde luego vieja porque mi madre me había quitado los cuellos y la tela de finas rayas azules y blancas estaba suave, gastada. Me encantaba aquella camisa. En los hombros, sí era de ese tipo de personas, llevaba un jersey amarillo. No sé que tengo con el amarillo: un jersey, un abrigo, hasta intenté que mi primer coche fuera amarillo aunque acabó siendo blanco. Cuando conseguí salir del metro era otoño. El suelo estaba lleno de grandes hojas caídas de los plátanos de la avenida. Una avenida muy grande que yo no había visto nunca porque esa parte de la ciudad era territorio desconocido, nunca recorrido, jamás visitado, misterioso. La gente caminaba convencida, sola o en grupos, yendo y viniendo con la confianza que da la rutina. Me acojoné. Pensé: ¿qué hago aquí? Deseé no haber deseado tanto estar ahí. Deseé saber a dónde tenía que ir, qué tenía que hacer, que alguien me guiara. ¿Qué hago yo aquí? Me sentí pequeña, desamparada y ridícula. Mis padres andaban de viaje por Hungría y Austria y la súbita conciencia de ser responsable, de tener que encargarme de todo casi me hizo llorar. Pero ¿cómo voy yo a hacer esto? 

Lo hice. Alcancé el edificio que buscaba, la ventanilla que necesitaba y entregué los papeles necesarios. Ya estaba matriculada en la que sería mi facultad durante los siguientes cinco años. No fue tan horrible. 

******

Ayer llegué a mi destino siguiendo las instrucciones de mi teléfono y pensé ¿qué hago aquí? Era una zona de Madrid que desconozco, que no frecuento, que queda completamente fuera de mi área de interés. Aparqué, salí del coche y pensé ¿qué hago yo aquí? Todo el mundo, jóvenes como mi yo del jersey amarillo, iban y venían con confianza, con rutina, sin pensar. 

«Avenida de las Humanidades», «Paseo de la Ciencia», módulo 1, 2, 3, 4, 5... ¿qué hago yo aquí? Deseé no haber dicho que sí, haber contestado «Muchísimas gracias pero no» o incluso haber mentido «Me encantaría pero tengo un compromiso» pero dije que sí. ¿Por qué dije que sí? Desee que no viniera nadie, que hubiera una emergencia. Rocé la gloria cuando llamé a mi contacto y no contestó. A lo mejor había ocurrido algo que me permitía escapar. No ocurrió. 

Ayer volví a la Universidad en una primera vez como conferenciante, charletista o lo que sea. Durante casi seis horas charle con alumnos de depresión y días iguales. Y fue estupendo. 

Al salir vagué por el aparcamiento incapaz de encontrar mi coche. Igual que la primera vez del jersey amarillo, hace veintiocho años, me equivoqué de andén. 

Todas las primeras veces se parecen.  


lunes, 25 de febrero de 2019

Despelleje Oscars 2019

Han sido los Oscars y los ofendidos culturetas del mundo andan enfurruñados porque no han ganado ni Roma ni La Favorita y los premios se los han llevado Green Book y Bohemian Rhapsody. Yo he visto las cuatro películas y ninguna de las cuatro me enloquece pero lo que sí sé es que son Green Book y Bohemian Rapshody las que funcionarán en televisión como un tiro. Además, me toca mucha las narices esa tendencia snob y de mirar por encima de las gafas de presbicia que dice que si una película es agradable y entretenida no merece premios porque es palomitas para la chusma. Me opongo.

Y tras mi speech sobre las pelis vamos a lo que nos interesa: la frivolidad innecesaria pero molto facile e divertente.

Rachel Weisz va drogada, solo así se explica esta explosión de rojo mal elegido, de peinado de primera comunión y de mirada perdida con un fondo de «os asesinaría a todos pero soy la empollona de la clase y voy a esperar para pillaros despistados».

Contra todo pronóstico y pillándonos completamente por sorpresa, un esmoquin de terciopelo rosa en un tío con pelo largo y pinta de abrirte en canal si te empotra, es una buena idea. Ahora bien, cruzo los dedos para que tíos tirillas con pinta de llorar al quitarse una tirita no crean que pueden ponérselo.

Esta chica se llama SZA, y yo lo entiendo porque si yo llevara esa pinta tampoco querría que nadie supiera mi nombre o, mejor dicho, mi familia me prohibiría usar el apellido familiar. A la moda le ha hecho mucho daño Lo que el viento se llevó y la buena de Scarlet arrancando las cortinas para ir divina a ver a Ret. SZA ha hecho lo mismo pero con la colcha de un casamiento gitano con el resultado de que va hecha una mamarracha. El peinado campanario de iglesa castellana con nido de gaviotas tampoco ayuda.

Si creéis que estáis llevando mal lo de la edad, mirad a Lisa Bonet. .. y volved a comprobar que el esmoquin rosa es un sí inesperado pero rotundo. Un tío que sabe llevar ese esmoquin hace maravillas, maravillas. 

Nunca, jamás, ni aunque os parezca gracioso os vistáis a juego con vuestra pareja. Y no lo digo solo por estos dos lechosos, yo lo hice una vez y nos confundieron con un equipo de bolos. (long story). ¿Por qué llevan esta pinta? ¿se han colado? ¿era una apuesta? ¿una prueba de amor? Es un buen momento para decir que estoy muy en contra de las pruebas de amor y de que este tío me da una grima que me muero.

Tommy Hillfiger de Paco Clavel meets con estos retales y mis abalorios me hagos unos trapos de mil demonios. Su combinación es tan ridícula que CASI se me pasa por alto el bolso walkie talkie de los 80 de su acompañante.

Voy a abrir un change.org «Enseñemos a Emma Stone a no elegir su vestido de los Oscars siguiendo el criterio «qué es lo más feo y que me siente peor que puedo encontrar». Lo que lleva este año, con esas alitas y esas incrustaciones me da hasta miedo, o quizás es repulsión. Es tan horroroso que no puedo dejar de mirarlo, como cuando ves un accidente de coche. El atractivo de lo macabro.

¿Qué es esto? 

Qué mona. Una lánguida disfrazada de espíritu de María Callas. 

BOLSILLOS.  Lo mejor de este vestido, que no está mal, es que Olivia parece comodísima llevándolo y eso es maravilloso. Y lleva bolsillos.

Me flipa esto porque las faldas con vuelo son faldas de ser feliz. Muy a favor de este look.

Bradley mutando a señor bonachón en fiesta de urbanización cerrada con piscina. De esos que al acercase a un grupo dicen: ¿como va todo? ¿lo estáis pasando bien? y el grupo se disuelve en bomba de humo. La cara de Irina de «por favor, ese chiste por enésima vez no» lo dice todo.

El terciopelo azul NO funciona. Chris Evans parece un niño vestido de primera comunión en Las Vegas. El terciopelo azul noche tampoco funciona, es como decir «voy a ser creativo pero solo la puntita». Sobre el tío enfadado de las bandas blancas, entiendo el cabreo... que llegue el día más importante de tu vida y darte de cuenta de que el traje te está canijo y vas a tener que contener la respiración todo la gala debe de ser una putada.

Me encanta este vestido y ya tenemos el premio piruleta de la gala. La expresión «un cuello esbelto» hecha carne.

Si el «voy a  hacerme un vestido con la colcha de la boda gitana» no funciona, el «voy a hacerme una chaqueta con la tapicería del sofá de la butaca del hotel de la carretera de Tomelloso» tampoco. Las plumas a lo Caponata de su pareja son «miradme a mí y así no me juzgaréis por haber elegido a este indocumentado de pareja». Buen intento.

Ni una gala sin su Úrsula. Lady Gaga va correcta, va aburrida que creo que es algo que ella no se puede permitir pero ¡eh!, a veces el aburrimiento es mejor aliado que el «voy a arriesgar» (veasé Emma Stone)

Un disfraz de universo y un tío enorme con un gorro ridículo. Dios los cría y ellos hacen el ridículo.

Kiki Layne de homenaje a mi infancia. Vestizado de chicle Cheiw de fresa ácida. 

En serio ¿qué es esto? ¿Lleva por detrás un escudo? ¿La mochila del colegio? ¿Una cantimplora?

¡Han cantado limpia flautas! Hacia mucho que no veíamos ninguno.

Enésimo ejemplo de «la originalidad mal entendida crea mamarrachos»  Aunque también puede ser un homenaje a los looks increíblemente horteras de los programas musicales españoles en los años 80.

Jennifer de desconstrucción de bola de discoteca cabreada. Pero muy muy cabreada.

Joanne Tucker de «me escurro». Otra escurridura. 

No puedo dejar de mirarla. 

Se les han colado unos huérfanos. Llame a Servicios Sociales.

Sarah, Sarah, Sarah. Vamos a ver, sentémonos y hablemos. ¿Tienes problemas? ¿Algún disgusto? ¿Necesitas dinero? ¿No? Entonces, alma de cántaro, ¿me puedes explicar quién te ha engañado para ponerte esta cosa fucsia con gomas que parece cosido en el taller "mis primeros pinitos con mi máquina de coser" y que, además, te sienta de angustia? No, no me enseñes los bolsillos, ni siquiera que tenga bolsillos lo hace pasable.  Repite conmigo: A DE FE SIO.

Rami Malek va correcto pero transmite la extraña sensación de preferir ir disfrazado de Freddy y con media docena de dientes postizos embutidos en la boca.

Helen Mirren de porque yo lo valgo aunque el color rosa feria de pueblo, rosa subrayar apuntes, me chirría muchísimo. Es un color que hay que mirar achinando los ojos, lo miras como sin creértelo «¿va de rosa fosforito?»

Vigo es siempre Sí. En este blog somos muy de Vigo. Muchísimo.

Charlize Theron de El Crepúsculo de los Dioses. Me da miedo. 

Me encanta esta foto de Alfonso Cuaron con sus hijos adolescentes. Veo en sus caras la misma expresión que ponen mis brujas cuando les digo que me acompañen a sitios: ese entusiasmo, esa complicidad, ese orgullo, ese vamos a hacer como si no le conociéramos y estuviéramos aquí, con él, por casualidad, que la gente crea que somos adoptados.

Muy a favor de la excentricidad elegante con pizca de pelo naranja.

Señores vetustos que me gustan muchísimo. 

Me gusta Tina porque tiene pinta de normal, cara de «cuando empiezan las cañas»

Glen Close de Oscar. Y tampoco se lo ha llevado.

Rojo con volantes. Rojo pasado de vueltas.  

Amy for president. En pie, aplaudiendo a rabiar, ¡bravo, bravo!  Y no es que ponerte traje masculino siempre sea un acierto, puede ser un completo desastre. Mirad a esta chica tan simpática con su cara de «te arranco la cabeza como digas en alto que esto que llevo es un error» 

Tercipelo verde TAMPOCO. Y el vestido "noche estrellada de verano en el jardín de nuestra casa de Atlanta" me da pereza.

En ocasiones veo mucho rosa. 

No sé quién son estos jovenzuelos. Tienen pinta de pasarse el día tirados en un sofá no muy limpio fumando petas (actividad que están en su derecho a realizar, faltaría más) y haberse levantado para venir a este gala. Fruto de los efluvios de la maria han elegido de angustia las pintas: solapas demasiado grandes y tallaje pequeño y chaqueta con drapeados que es, sin duda, una de las elecciones más desafortunadas que he visto nunca en trajes de caballero.

Pero muchísimo rosa. 

Pero ¿QUÉ PASA CON EL ROSA? Sí, sí, ya veo que llevas bolsillos pero ¿qué es esto? 

En serio, ¿POR QUÉ ESTA OLA DE ROSISMO? 

Esta señora china desconocida y con gafas de lejos, me representa. Y, además, lleva un vestido precioso con bolsillos.

Eva Melander vestida de  complicación.

Ya están aquí los de Servicios Sociales para recoger a los huérfanos perdidos.

Linda Cardellini vestida de salto de cama ROSA de pelis de los cincuenta y de "la peor elección posible con esas rodillas".

Spike Lee de Bob Pop

Michelle Yeoh se lleva el premio "mi metabolismo es así y me está devorando desde dentro".

Nunca salgas con un tío que vaya más maquillado que tú, más peinado que tú, con las cejas más depiladas que tú y con más joyas que tú. ¿Por qué? Porque da muchísima grima y mucha risa.

Terciopelo rojo.TAMPOCO.

Rectifico mi premio "metabolismo". Ha aparecido Giuliana que como buena campeona olímpica del devorarse así misma se lo lleva también.

Los que hacen de Queen pero no son Queen pero para las jóvenes generaciones van a pasar a ser Queen, más felices que perdices y bastante bien vestidos menos el de blanco que parece Leonardo di Caprio disfrazado de camarero del Titanic.

Un centauro con terciopelo negro. Miradlo bien. ¿A qué debajo de esa orgía de terciopelo negro solo podéis imaginar patas de equino? De nada.  Premio a la excentricidad innecesaria de la noche.

¿Qué hemos aprendido de esta alfombra roja?  Que en las invitaciones a la gala ponía: Hombres trajes de terciopelo, mujeres de rosa.