lunes, 8 de abril de 2019

Vistas desde el sofá

Sempé
«Aún así, no se me ocurre mejor forma de pasar un finde que perdiendo el tiempo, o sea, viviendo». Xacobe Pato Rey. 

El viernes me tumbé a ver un documental porque mi plan era no hacer nada, dejar pasar el tiempo sin aprovecharlo, permitir que se escurriera por el sofá sin culpa ni, como dice Xacobe, pensamientos del tipo "tendría que". Empecé con Icarus, un documental recomendado por Juan, sobre un tipo al que le gusta montar en bici y se siente decepcionado cuando su héroe, Lance Armstrong, confiesa que se dopó toda su carrera. Esta decepción le lleva a la idea de participar en la carrera ciclista amateur más dura del mundo dopado y sin dopar. ¿Qué hay mejor para apreciar el sofá que ver a gente agonizando sobre una bici? Nada. El tipo se pone a entrenar, corre la dichosa carrerita y acaba baldado pero en una buena posición. Sigue entonces con su plan y busca a alguien que le ayude a llevar un programa de dopaje profesional. Esa actitud se la admiro, si vas a doparte hay que hacerlo bien, que no sea todo una juerga de drogas descontroladas. Contacta de una manera muy loca con un ruso muy ruso y muy loco que resulta ser, a la vez, el jefe del programa ruso de dopaje de deportistas y el representante ruso en la organización mundial contra el dopaje en el deporte. Los rusos jamás dejan de sorprendernos. El documental se transforma entonces de un reto absurdo de un tipo americano en una peli de espías con la KGB, el FBI, la CIA, el COI y hasta Putin metidos en el ajo. Todo es loquísimo y termina con el doctor ruso entrando en el programa de protección de testigos y Putin mirando a cámara y diciendo «los rusos no nos hemos drogado nunca y no me acuerdo ni de como se llamaba el traidor ese». Por supuesto los rusos se doparon hasta la coronilla desde 1968 para participar en todos los JJOO y me juego una mano a que Putin tiene un muñeco de vudú del doctor ruso en su mesilla de noche. 

Del sofá salté a la butaca de un cine de un pueblo cabeza de comarca para ver Dolor y Gloria de Almodovar.  Lo que más me gustó de la película fue que en la sala éramos ocho, ver a Asier Etxeandia bailando, vestido con una camisa de seda morada metida por dentro de unos pantalones azul eléctrico de tiro alto y la presencia de libros en muchas escenas. Banderas/Almodovar lee a Vuillard, a Auster, a Denis Johnson, ojea la obra de Antonio López. Sentada en la sala echo de menos tener un botón de pausa y zoom para identificar todos los libros que salen en la película y que tengo la seguridad de que no están ahí por casualidad, no son atrezzo, significan algo. En Mujeres al borde de un ataque de nervios que veo al día siguiente desde el sofá no aparece ni un solo libro. Ni siquiera cuando Carmen Maura y María Barranco disimulan ante la llegada de la policía cogen un libro, intentan hacer creer a los agentes que están entretenidas ¡jugando al Stratego! Otra diferencia entre las dos películas aparte de los treinta años que han pasado por el pelo de Banderas es la casa. En Dolor y gloria la casa es un refugio, una cueva, un lugar seguro, el sitio al que el protagonista siempre quiere volver y del que no quiere salir. El ático de Mujeres tiene la misma personalidad que un piso piloto, es un lugar para entrar y salir, impersonal y que se valora por lo que podrá ser y no por lo que fue o es. Cuando me pongo a ver La ley del deseo descubro otra cosa más, que Madrid está en todas partes, que como en Mujeres, la ciudad es la historia. Las calles, los bares, las terrazas, los túneles, las vistas, todo  forma parte de la narración. En Dolor y Gloria se nota que a Almodovar le da pereza Madrid y en eso, me identifico con él. La calle que más sale en la película es una de San Lorenzo del Escorial: pinos, montaña, brisa. Nada que ver con el cielo de Madrid que siempre te aplasta, como el de La Mancha. 

La ley del deseo la recordaba a trozos, «Riégueme señor barrendero, riégueme» pero descubro que nunca la había visto entera y que es un peliculón hasta que a falta de veinte minutos ocurre algo que me saca completamente del embrujo y me hace ser consciente de que es sólo una película y ellos son actores. Quizás la vida real sea la locura de los protagonistas de The Dawn Fall, un documental de escalada que encadena mi tarde a la obsesión vital de un chaval que ha hecho del trepar su razón para vivir. Contemplo su hazaña, subir el muro del amanecer del Capitán en Yosemite con total incredulidad y una aún mayor incapacidad para entenderlo. ¿Por qué? ¿Por qué jugarse la vida así? ¿Por qué someterse a ese sufrimiento atroz? Vuelvo a pensar en el tipo de la bici de la tarde anterior, no consigo comprender a la gente a la que le gusta sufrir haciendo deporte y creo, además, que es un vicio moderno. Hace quinientos años nadie trepaba una montaña por placer, porque el esfuerzo mereciera la pena, se hacía por necesidad, porque ese era el camino, porque no había otra opción. A lo mejor nos falta dolor, solo tenemos gloria y por eso nos inventamos los deportes de agonía. Yo, desde luego, soy de otra época como Julieta Serrano en Mujeres, de hace quinientos años, porque solo monto en bici para pasear y me bajo si el pedaleo se vuelve incompatible con el placer de mirar alrededor. Soy de la ley del mínimo esfuerzo y la máxima compensación como Garbo, el espía español al que el historiador inglés se empeña en llamar Pujol, con J de Jorobado durante todo el documental que ocupa mi sofá del domingo. Garbo se hizo doble agente no teniendo ni un solo secreto que contar, inventándose todo lo que enviaba a los alemanes haciéndoles creer no solo que él era espía sino que tenía una red de colaboradores tan informados como él. Se inventó los secretos, se inventó a los veintidós espías y creo para ellos vidas y aventuras. Mínimo esfuerzo, máxima compensación, eso es lo que significa ser un buen mentiroso, uno de categoría premium. Garbo fue un mentiroso que tuvo su  momento Robin Hood antes de fingirse muerto, abandonar a su familia española y pirarse a Venezuela a montarse otra. Hay mentirosos premium que nunca rozan el robinhoodismo como John Meehan el protagonista de la serie que veo con mis brujas el domingo por la noche y que nos ha tenido gritando a la tele indignadas y manteniendo interesantes conversaciones sobre legalismos matrimoniales: 

Mamá, ¿vosotros firmasteis un acuerdo prematrimonial?
No, no teníamos nada. 
Pues yo pienso firmar uno cuando me case. 
Me parece estupendo. 

¿Quién dice que la tele no enseña?  

 *El tipo del reto en bici sin dopar y dopado, cuando participó en la carrera hasta las trancas de hormonas y drogas quedó en peor posición que sin drogas. No sé si hay alguna enseñanza en esto. 


5 comentarios:

Maribel dijo...

Ese es Eric Bana? Ya está en mi lista de Netflix :)

Dalia dijo...

Dile a tus niñas que eso de los acuerdos prematrimoniales es una americanada, pero que sí se deben casar en régimen de separación de bienes. En España, cuando una mujer casada no podía abrir una cuenta en el banco sin permiso del marido (ayer por la tarde, como quien dice)era la única manera de tener independencia y dignidad económicas. Hoy en día sirve para compartirlo todo cuando todo va bien y tenerlo todo más claro cuando va mal.

Anónimo dijo...

Dalia tienes razón, sobre todo si a uno de la pareja le embargan casa, sueldo etc. Así al menos no ke pueden quitar la casa a la familia...

Sandra dijo...

Hola, Moli:
he leído en algún blog de cine que el decorado de la casa del personaje de Banderas es una replica exacta dela casa de Almodovar; es más, las obras de arte son las suyas, así que supongo que ningún libro está puesto al azar.

Recomenzar dijo...

un placer leerte un abrazo desde miami