miércoles, 28 de febrero de 2018

Hablar paseando, pasear hablando

Cada vez que tropiezo con algo sobre Gay Talese en la web no puedo evitar entrar a leer. Me puede la curiosidad con este hombre. Es excéntrico, culto, inteligente, tiene sentido del humor y muy probablemente es un grandísimo manipulador.  Julio Valdeón habla con él en un bar de Nueva York: 

«Internet te permite escribir sin salir de tu casa, pero no hace falta que hablemos de internet. Piense por ejemplo en las grabadoras. Como esta suya. Las grabadoras llegaron en los años sesenta. Obligan a que las entrevistas sean una sucesión de preguntas y respuestas. La gente, en la vida real, no habla así. No dialogamos así. Todo que recibes con este formato son respuestas muy cuidadas. Ensayadas. No digamos ya si concedes varias entrevistas sobre el mismo asunto. Las perfeccionas. Aparte, la grabadora te obliga a estar en un lugar cerrado, por culpa del ruido, y yo prefiero entrevistar paseando, en la calle, con un papel y un bolígrafo en el bolsillo, y apuntar solo las cosas que me parezcan más importantes».

Esa misma tarde leo otra entrevista a Isak Dinesen, la autora danesa que en mi cabeza siempre tendrá el rostro de Meryl Streep. Roma, a comienzos del verano de 1956 y el entrevistador se encuentra con ella y con la secretaria que la acompaña en la terraza de un restaurante en la Plaza Navona.  

«¿Una entrevista? Oh, querido. Bien, supongo que sí, pero qué no sea una lista de preguntas o un tercer grado. Espero que no sea eso, hace poco me hicieron una entrevista así y fue horroroso. ¿No podríamos sencillamente caminar por la ciudad charlando y usted apunta lo que le parezca interesante o le guste?» 

Leo la entrevista completa sintiendo que les acompaño en un paseo lánguido, tranquilo, con largas caminatas interrumpidas por paradas intermitentes para comentar lo que ven: esculturas etruscas, la decoración del restaurante donde comen, la luz del atardecer.  Es, de verdad, un diálogo. «¿Ha escrito usted poesía?» «Sí, cuando era joven» «¿Cual es su fruta favorita? Las fresas» «¿Le gustan los monos?»  «Sí, me encantan en el arte: en cuadros, historias, en la porcelana pero en la vida real me provocan tristeza. Me ponen nerviosa. Me gustan los leones y las gacelas»

Así son las buenas conversaciones, como decía Auster en El Palacio de la Luna una conversación «es como tener un peloteo con alguien. Un buen compañero te tira la pelota directamente al guante de modo que es casi imposible que se te escape: cuando es él quien recibe, coge todo lo que lanzas, incluso los tiros más erráticos e incompetentes» y así creo yo que deben ser las buenas entrevistas. Un peloteo que mantenga al lector girando la cabeza de un lado de otro, atento a lo que se pregunta, a lo que se responde, sorprendido por un golpe, por un dato que no esperaba, por una pregunta salida de la nada que da pie a una reflexión inusitada que a su vez genera una nueva pregunta que lleva a un camino que nadie pensó en transitar. «¿Le gustan los monos?» 

Últimamente cuando pesco alguna entrevista porque me interesa el entrevistado, la mayoría de las veces acabo abandonando la lectura porque aquello no es un peloteo. Es un interrogatorio o un tercer grado. Es una competición.  Un enfrentamiento a cara de perro. Ambos juegan al frontón y encuentras siempre las mismas preguntas y respuestas o  es como un combate de esos de pega de la tele, parece que se pegan, que se zurran, que son enemigos, que se están buscando para hacerse daño pero es todo trola, todo está pactado y apesta a fraude, a componenda. Se palpa el aburrimiento de ambos que, en realidad, no quieren jugar aquello. La mayor parte de las veces ambos quieren parecer más listo que el otro, más ocurrente, más ingenioso o tener más mala leche. Nunca hay peloteo, juegan a aces. Nada discurre, todo se escupe.   

Sé que, ahora, las entrevistas siempre responden a un afán promocional, tienen un componente mercantilista, comercial. «Hablo para vender» y «Te pregunto porque estás de moda y me darás clics» Se habla para soltar ganchos no para dialogar. Nadie quiere mostrar sus cartas, todo es farol. Mido mis palabras. Mido mis preguntas. El entrevistado tiene miedo de ser tergirversado, de ser víctima de un titular torticero que retuerza cualquiera de sus palabras para generar clicks y el entrevistador va a la carrera, quiere ser ingenioso sin ser pesado, conseguir una respuesta diferente de las que otros que han pasado antes que él  han conseguido en las ruedas de hamsters en que se han convertido las entrevistas. 

Talese tiene ochenta y seis años. Dinesen tenía sesenta y uno aquel verano en Roma aunque ella se sentía anciana «Tengo tres mil años y cené con Sócrates». A lo mejor, ser mayor, estar de vuelta de todo y no tener necesidad de vender, convencer, impresionar y epatar es una cualidad imprescindible para saber pelotear, para saber conversar.    Cuanto mayor eres más despacio caminas, menos prisa tienes, mejor te conoces o te desconoces y menos te importa lo que opinen los demás. Las mejores conversaciones no son las que se miden, las que corren encauzadas; las mejores son las que fluyen como un torrente, a distinta velocidad según sea la pendiente y con tiempo para estancarse si llega el momento. 

Las mejores conversaciones son las que no se planean, las que se enroscan solas, las que se llenan de saltos, de giros y de sorpresas. Las que al terminar no son un punto final sino un manojo de interrogantes. Así me gustan las entrevistas. 




viernes, 23 de febrero de 2018

Bergamota es nombre de...

Esta semana he aprendido que si alguna vez visito Limone, un pequeño pueblo en la ladera oeste del lago Garda, podré ver unas grandes construcciones, que me recordarán a las salas hipóstilas de los templos egipcios. Son invernaderos diseñados para cultivar limones. Hasta la II Guerra Mundial, los habitantes de Limone, colocaban entre sus bosques de columnas de piedra los grandes maceteros con limoneros y sobre las columnas, en invierno, ajustaban tejados y paredes de madera, para protegerlos de las bajas temperaturas. Sus cultivadores colocaban en los alféizares de sus ventanas un cuenco con agua y si observaban que empezaba a formarse hielo, corrían a encender hogueras en sus invernaderos para calentar el aire y evitar que las heladas acabaran con los limones.  He aprendido, también, que Estonia tiene un millón trecientos mil habitantes y que la red social de más éxito en China se llama Meipai. Con horror he aprendido que esa aplicación tiene un filtro que se llama Euro American Wave que automáticamente añade a los retratados chinos el doble pliegue en los párpados que tenemos los occidentales. Ni siquiera sabía que teníamos un doble pliegue. Creo que nunca había pensando en mis párpados. 

Esta semana me he dado cuenta de que ya no decimos nunca predilecto, elegimos siempre las palabras favorito o preferido y me he preguntado dónde están las expresiones de mi infancia que ya no están: ametralladora, saltarse el disco y los siseñores con patas de alambre. O los canguingos. Esta semana he conocido a Jim Simmons, un prodigioso matemático con una fortuna como la del Tio Gilito que ha montado un gran centro computacional en Nueva York para ayudar a la ciencia básica a gestionar la enorme cantidad de datos que generan los experimentos. Simmons es un personaje increíble pero sé que lo que siempre recordaré será que con setenta y seis años y siendo americano fuma y lo hace dentro de los edificios. Es un super jefe. 

Estos últimos días, también, he intentado aprender a hacer buen café en mi nueva cafetera italiana y he intentado entender cuales son los itinerarios curriculares en bachillerato y cómo se calcula la nota para acceder a la Universidad. Con el café he tenido bastante éxito, con lo de las notas he decidido dejarlo para más adelante. Esta semana también he aprendido que un padre articulista que escribe sobre lo mucho que quiere a sus hijos es molón pero si lo hace una mujer es cursi o quiere vender la moto de la maternidad. He aprendido también a no volver a pinchar jamás en algo que empieza por «Qué tienes que hacer para que tu hijo sea o no sea».

Ya sé lo que cobra un oficial de bombero en Madrid, el coste de pintar una casa y que cuesta tres ciclos de lavado y un uso indecente del quitamanchas conseguir que los pantalones blancos de una adolescente vuelvan a ser más o menos blancos. He aprendido que el cultivo de cítricos en Sicilia es el origen de la mafia y que la bergamota es un cítrico. Hasta antes de ayer podría haber dicho que era el nombre de una parte del velamen de un barco o incluso una baya silvestre. Soy ignorante pero tengo recursos. 

Carbono, Silicio, Germano, Estaño y Plomo. He aprendido que la regla mnemotécnica para no olvidar los tres últimos elementos de esta columna es ¿Qué extraño pomo tiene esa puerta alemana? He aprendido a estirar los hombros y que los parisinos, en el siglo XIX, se volvieron locos con la novela Los robinsones suizos y se dedicaron a edificar bares y cabarets siguiendo esa idea. He aprendido que la última de esas maravillosas construcciones se cerró en 1976 y toda la historia me ha hecho volver a soñar con tener una casa así. 

He aprendido que la expresión «dentro mío" es correcta y que los superricos de Nueva York están intentando que sus hijos no se crean superricos, super especiales y por encima de los demás y les está saliendo regular.  No sé porqué  pero esto no me ha sorprendido ni la mitad que lo de la bergamota.  


miércoles, 21 de febrero de 2018

Te quiero por si me muero

«Te quiero por si me muero» me dice María cuando entro en su cuarto a darle el beso de buenas noches. «Te quiero por si me muero» grita desde la puerta cuando sale corriendo hacia el colegio. «Te quiero por si me muero» cuando, cada día, colgamos el teléfono a mediodía tras haberle dado las instrucciones para la comida. 

Las dos partes de esta frase me dan escalofríos. Me encanta que con catorce años vuelva a decirme que me quiere y, por supuesto, me aterra que se muera. Hay un tercer sentimiento que no consigo definir, la súbita consciencia de que María ya sepa, piense, que la muerte no es algo que pasa a otros o dentro de mucho tiempo me enorgullece y me entristece a la vez. «Te quiero por si me muero» le contesto yo cada vez porque quiero que sepa, que sienta, que no se le olvide que la quiero infinito aunque estemos atravesando una época en la que el amor de madre (y de padre) es incompatible, cuando no directamente opuesto, con las expectativas que una adolescente tiene de como ese amor debe ser y manifestarse. 

«Te quiero por si me muero» no se le ha ocurrido a ella pero empezar a utilizarla todos los días sí. Desde hace unos cuantos meses, por las noches, en pijama y tiradas en el sofá estamos viendo How I met your mother, una buena serie que estamos disfrutando y que nos da para hablar de muchos temas. (Sé que hay gente que dice que si los valores que transmite, que si es machista, sexista y blablablabla... pero afortunadamente mis brujas ya distinguen la ficción de la realidad). En uno de los capítulos que vimos la semana pasada, Marshall, uno de los protagonistas, perdía a su padre de un infarto fulminante. «Como te pasó a ti, mamá». Y él y todos sus amigos se dedican a pensar en cuales han sido las últimas palabras que han intercambiado con sus padres. Al terminar, se quedaron muy pensativas y les pregunté qué era lo último que le he habían dicho al Ingeniero. 

—Creo que ha sido Hasta luego, cara huevo.- dijo María.

Recogimos, nos lavamos los dientes, las mandé a la cama veinte veces y les grité otra media docena que cerraran la puerta del baño. 

—Mamá, ¿vienes a darnos el beso?
—Voy
—Te quiero por si me muero. 
—Jajaja, ¿De dónde has sacado eso?
—De una serie muy tonta pero la protagonista decía esa frase y he decidido que a partir de ahora voy a usarla por si acaso. 

«Estáis tontísimas con esa frasecita» opina Clara. 

Te quiero por si me muero. 

Todo lo importante de la vida en seis palabras.



lunes, 19 de febrero de 2018

A medias.

Les fils du temp @Gilbert Garcin

«Si pudiera elegir un superpoder sería la indiferencia hacia las tareas pendientes. Ser capaz de desentendeme totalmente de las cosas que tengo que hacer sin que eso enturbiara mi vagueo».

A medias, a la mitad, sin terminar. Ojalá supiera dejar las cosas a medias pero no puedo. Es superior a mis fuerzas. Dejar algo a la mitad me provoca desasosiego, inquietud y, lo que es peor, arruina cualquier posible placer posterior. Si empiezo algo lo termino, aunque sea mal, aunque sea una chapuza, aunque sepa que si lo dejo en un determinado momento quizá en el futuro pueda retomarlo y hacerlo mejor. 

Creo que podemos dividir a las personas entre las que están cómodas en la mitad y las que no. 
Entre las que consideran que hacer la mitad es un avance, un logro del que estar orgulloso y satisfecho y las que consideran que empezar y dejar sin terminar es un fracaso. 
Entre las que consideran la mitad un lugar tan bueno como el final y las que, en el medio de las cosas, estamos perdidos. 

Ser capaz de dejar las cosas a medias puede ser bueno, las posibilidades son infinitas. No importa el tiempo del que dispongas, los materiales con los que cuentes, la motivación que te haya llevado a embarcarte en esa actividad o que tus reservas de ánimo sean escasas. Vas a empezar y ya verás hasta donde llegas. Encuentras placer en el comienzo, en intentar, en probar, en ver hasta donde llegas. No hay logro al que llegar, ni meta que cruzar, ni reto que conseguir. Hagas lo que hagas, llegues hasta donde llegues, algo habrás conseguido y no te sentirás decepcionado ni intranquilo al dejar lo que sea a medias, orillado en una esquina de tu vida esperando que vuelvas a retomarlo. O no, a lo mejor llegar a la mitad era su destino. 

Yo no sé hacer eso. No puedo dejar las cosas a medias. Cuando me propongo hacer algo necesito saber qué seré capaz de terminarlo, que contaré con el tiempo, el espacio, los materiales y las ganas para llevar esa tarea hasta el final. El ánimo es siempre lo que suele fallarme, la motivación se me va desgastando y es entonces cuando sueño con ser una persona "a medias" y decir: lo dejo y ya lo retomaré cuando sea. Pero hacer eso me sale fatal. Lo que sea que he dejado a medias me persigue como una maldición, revolotea a mi alrededor, me pica, me arde, me encabrona. 

Envidio muchísimo a la gente que es capaz de dejar las cosas a medias: los proyectos, los textos, la cama sin hacer, la cocina media recogida, el cambio de armario, la limpieza de primavera, una relación, un informe u organizar las fotos en el ordenador. Me encantaría ser un medianista, alguien con la capacidad para comenzar a realizar un millón de tareas sabiendo que sólo terminará algunas. Alguien a quien la mitad le parezca siempre un logro, una conquista. Alguien a quien estar rodeado de mitades no le parezca un campo de batalla sino un desván mágico con todas las posibilidades del mundo.  

Hace muchísimos años, un amigo que estudiaba Caminos me dijo «Si sé que solo tengo un rato para estudiar ni siquiera me pongo porque sé que para que me cunda, para sentir que he estudiado algo, necesito por lo menos tres horas así que solo me pongo a estudiar si sé que dispongo de ese tiempo». 

Él acabó Caminos y yo siempre me acuerdo de esas tres horas cuando voy a empezar algo. ¿Puedo llegar al final o ni lo intento? Ser completista es un lastre, es un engorro y es agotador.  Tienes la casa más ordenada pero vives siempre limitado por esas tres horas, por lo que crees que es la medida de tus posibilidades. 




miércoles, 14 de febrero de 2018

El arte tiene que tocarte

El sábado atravesé corriendo una cortina negra y entré en una sala alargada completamente a oscuras. Me costó ver, a la luz de las tres pantallas que cubrían una de las paredes, los bancos, también negros, colocados justo en frente de ellas. Me senté sin saber qué iba a ver, qué estaba viendo. Pronto descubrí que no eran tres pantallas, era una sola dividida en tres en las que se proyectaban imágenes de trenes. Los trenes desde fuera, viéndolos pasar, las vías acercándose y alargándose, las vistas desde las ventanillas, los guardaraíles, las enormes locomotoras acercándose y sobrepasando la cámara. Mi cabeza intentaba encontrar un patrón. ¿Era la misma imagen proyectada tres veces a distinta velocidad? ¿Eran distintas? ¿Llevaban una secuencia lógica? ¿Se repetían? Pronto mi cabeza dejó de ver y empezó a escuchar. No solo mi cabeza fue la que comenzó a percibir la música, el sonido de los instrumentos de cuerda y unas voces que repetían pequeñas frases circulaba por mi cuerpo en un ritmo constante, poseyéndome y envolviéndome. 

Treinta minutos después salí de aquella sala casi tambaleándome para enterarme  de que aquel tren me había descubierto Different Trains.  Steve Reich es un compositor americano que en los años 40 viajaba en tren, acompañado de su niñera, desde Nueva York donde vivía con su padre hasta Los Ángeles, ciudad a la que se había mudado su madre tras el divorcio. Reich siempre asoció esos largos viajes en tren con una experiencia aburridamente placentera. Años después reflexionó sobre la idea de que mientras el viajaba aburrido y relajado,  entre 1939-1942, otros muchos niños cogían otros trenes (Different Trains) que los llevaban a la muerte, a los campos de exterminio nazis. Durante aquella media hora en esa sala oscura, había viajado primero con Reich, su niñera y un maquinista de la línea de tren que atravesaba el país, con sus voces mezclándose con el traqueteo. Después, las imágenes de los judíos europeos se habían sobrepuesto al sonido del traqueteo de esas vías sobre las que circulaban hacinados, como ganado, acompañado de las voces de tres supervivientes del Holocausto. La obra acaba con nuevas imágenes de los trenes americanos, viajamos por Estados Unidos en trenes elevados, en cercanías y cruzando el medio oeste porque aquellos supervivientes consiguieron llegar a América y hacerse una vida nueva sobre aquellos viajes en tren que les llevaban a la muerte. 

Durante aquella media hora no supe que estaba viendo ni que estaba escuchando pero me sentí como cuando vas en un tren. Antes de cogerlo tienes muchos planes. «Aprovecharé para leer o me echaré una siesta o veré una película o terminaré este informe que tengo a medias» Pronto descubres que el tren tiene otros planes para ti. El tren te acoge, te recoge y te envuelve en su ritmo poco a poco. Lees o a trabajas pero poco a poco la sensación de correr sobre las vías se te mete dentro. Estás parado, quieto, sentado pero corres, avanzas sin poder controlarlo. Identificas la repetición rítmica de ese movimiento y poco a poco la haces tuya. Te cuesta concentrarte porque lo que quieres es zambullirte en el traqueteo, constante y acogedor que te invita a dejarte llevar por él. Es entonces cuando miras por la ventana y te ves en el reflejo moviéndote sin moverte, atravesando el paisaje a una velocidad constante e hipnótica en la que quieres quedarte a vivir. Da igual que vayas en un Ave o en un cercanías traqueteante, cada tren tiene su ritmo y todos los trenes te envuelven en él. Postes, olivos, edificios, carreteras, coches, pinos, inmensas soledades... todo pasa mudo envuelto en el ritmo del roce sobre las vías.

En aquella sala negra me sentí así, los miembros relajados, la vista perdida en la ventanilla que era aquella pantalla en tren y la música del tren envolviéndome por completo. Cuando terminó, cuando llegué a la estación de bajada, me sentí transportada, sentí que había visto cosas que no había contemplado nunca. 

Ayer vi una entrevista a Avelina Lesper, una crítica de arte mexicana que dice cosas muy muy interesantes sobre el mundo del arte contemporáneo. En el arte buscamos que «eso toque algo de tu propio ser». Different Trains me tocó. 




PS: Steve Reich compuso la pieza musical. La videoinstalación que vi yo es de Beatriz Caravaggio y se puede disfrutar en el Museo Patio Herreriano de Valladolid.


lunes, 12 de febrero de 2018

12 de febrero. 45 años

Con 45 años Virginia Woolf publicó El Faro, que no he leído pero tengo intención de leer. Con esa edad Natalia Ginzburg publicó Las palabras de la noche otro que también me gustaría leer. Con 45 años, Bruce Springsteen ganó un Oscar por Streets of Philapdelphia. Una de las canciones que menos me gustan de él pero ¡ey! es un Oscar. Con esa edad, Steinbeck escribió La Perla una novela que odié y que casi me hace perderme uno de mis libros favoritos, Cannery Row. Con esa edad, también, viajó a la Unión Soviética con Capa en un viaje del que salió otro libro que me encantó. «Estábamos deprimidos, no tanto por las noticias, como por su manejo. Porque las noticias ya no son noticias, al menos esa parte de ellas que requiere la mayor parte de nuestra atención. Las noticias se han convertido en un asunto de pericia. (...) Lo que a menudo leemos como noticias, no son en absoluto noticias, sino la opinión de uno de entre media docena de expertos respecto de lo que significan las noticias».


David Foster Wallace murió con 46 después de haber escrito La broma infinita, una obra maestra a la que dediqué mi verano de los 43. ¿Sabía él que solo le quedaba un año de vida? Con 45 años, Leonardo da Vinci pintó La Última Cena, un fresco que había estudiado, visto y revisto durante mi carrera pero que me impresionó al verlo in situ. Con 45 años Hopper pintó Automat, un cuadro que ahora cuando lo vea me recuerda a la cafetería de Luke de las Chicas Gilmore. Y con 45 años, Picasso andaba metido en el surrealismo y pintando cabezas de mujeres. Con 45 años, Sibelius empezó a componer su Cuarta sinfonía, composición que yo no podría reconocer ni aunque mi vida dependiera de ello pero su poema sinfónico Finlandia fue la primera pieza de música clásica que me emocionó. Es la primera obra que descargué en mi lista de "música clásica" de Spotify. La segunda fue la sinfonía Patética que Tchaikovsky escribió con 53, la edad a la que murió mi padre. Cuando mi padre tenía 45, yo tenía 15, una edad muy absurda.


Idris Elba tiene 45 años y yo los cumplo hoy. Me siento un poco Idris, con esa confianza que desprende, sabiendo que puede con todo. Por fin, mi vida es de mi talla, me favorece y me siento cómoda con ella. Mi vida es como los vaqueros de estar en casa y mi sudadera mugrienta, es mía, me favorece y estoy comodísima. Ahora se trata de disfrutarla hasta que se convierta en jirones. 

Con 45 años mi mayor contribución a la humanidad es la instauración del caminito de chuches para celebrar los cumpleaños. No está mal.  

Gracias a todos. 




viernes, 9 de febrero de 2018

Personas y papeles

Dan Gluibizzi
Cuando conocemos a alguien es siempre un papel en blanco, incluso nuestros hijos son así, un folio limpio, impoluto, en el que están todas las posibilidades y ninguna. Hay gente que sin embargo se convierte rápidamente en papel de envolver, precioso a la vista pero con una utilidad limitada. No hay que menospreciar la belleza, algunas de esas personas envoltorio son tan preciosas que, a veces, te preguntas cómo sería ser como ellos. Otros, muchos, parecen bonitos pero son como el papel de los chinos, su hermosura dura poco, es impostada, de mentira y se rompe enseguida. Hay gente en la que te quedarías a vivir solo para poder contemplarla cada día, son el elegante papel pintado que recubre algunas paredes o, a veces, habitaciones enteras y que siempre te hacen preguntarte cómo de seguro hay que estar para decorar una pared con un papel lleno de mariposas, violines o palmeras. 

Hay gente que es como el brillante papel de una chocolatina, atractivo por fuera, son un poderoso reclamo por su promesa de placeres futuros al descubrir lo que habrá dentro pero al abrirlos  dentro solo se reflejan a sí mismos, porque son como un espejo. Otros son como las guirnaldas recortables, parecen divertidos pero rápidamente su ingenio se revela como algo repetitivo y sin sorpresas. Algunas personas son como post it, siempre te recuerdan algo. Otros son como la servilleta llena de dibujos, frases y monigotes. Un torrente imparable de ideas y planes que después no van a ninguna parte porque se pierden, se olvidan o quedan arrinconados en el fondo de un bolsillo. Otros son como los kleenex usados llenos de mocos y lágrimas que llevas en la manga, en lo más profundo de tus bolsillos o en ese compartimento con cremallera de los bolsos en el que solo guardas las cosas que no quieres perder y necesitas encontrar. 

A veces, por sorpresa, me asalta una frase intercambiada en una conversación y descubro que, quizás, el sentido que yo le había dado en su momento no es el correcto, que puede tener otro sentido. Desdoblo entonces esa frase y a la persona que me la dijo y descubro al doblar la esquina de su sentido que estoy en un callejón sin salida. Hay gente que es así, como un papel doblado, descubres que tienen mil dobleces y te inquieta sentir que hay algo detrás de cada pliegue que no puedes anticipar. Algunos, pocos, tras sus dobleces esconden una obra maestra de la papiroflexia, y cuando terminas de conocerlos descubres una rana, un pez o la flor más preciosa que hayas visto jamás. Son ese tipo de gente que siempre te hace descubrir realidades diferentes, gente que te enseña, que hace que te interesen cosas que ni siquiera que existían. Son el tipo de personas que te empujan a querer parecerte a ellos, quieres aprender a ser como ellos, a hacer papiroflexia, sabiendo desde el primer momento que nunca serás una rana, que como mucho lograrás ser un avión medio decente. Pero los dobleces no llevan siempre a la admiración, a veces son solo arrugas que esconden en sus pliegues lo peor de la especie humana: mugre, arena, restos de ketchup o de caca que una vez estuvieron pegados a tus dedos y de los que intentas librarte. La gente arrugada se te pega a los dedos, se esconde, se agazapa en tus bolsillos y en tu bolso para asaltarte por sorpresa. Es complicado librarse de ellos, lleva su tiempo. Aunque te olvides de ellos, aunque los laves en la lavadora, reaparecerán en forma de migas descompuestas pero que identificarás en un instante recordándotelas. 

Algunas personas son como una página de cuaderno cubierta de escritura menuda de principio a fin, en una especie de horror vacui, gente que sabe cosas, con experiencia, con criterio,  a las que recurrir para resolver un problema. Hay otros que son como papel de embalar, fuertes, rectas, resistentes, te protegen y te aislan cuando tienes miedo, cuando estás asustado o simplemente sobrepasado. Hay otros que son plástico de burbujas, te protegen y además consiguen que te rías cuando más abrumado estás, cuando lloras de tristeza absoluta o de desesperación. Y hay gente papel de sucio, te falló en su día, ya no te sirven, las superaste pero si lo piensas bien algo de lo que pasaste con ellos, su cara en blanco quizás te sirva en un futuro, quién sabe si para escribir un post sobre personas y papeles. 

miércoles, 7 de febrero de 2018

Katherine y la trenca roja

Me molesta no poder pagar con tarjeta en los parkings, me revienta. Creo que lo hacen porque se sienten poderosos, tienen el control y se aprovechan de mi impuntualidad y mis nervios. He llegado corriendo, con prisas. Necesitaba aparcar, un hueco, un espacio para tirar el coche y salir corriendo para no llegar tarde y cuando he visto de refilón el cartel de «solo pago en efectivo» lo he pasado por alto porque ¿a quién le importa no tener efectivo cuando ha quedado con un hombre fantástico? No hay dolor, ya me preocuparé de eso más tarde. 

Ahora ya es más tarde. He rebuscado en todos mis bolsillos sabiendo que no encontraría el dinero suficiente y voy hacia el cajero más próximo que nunca está "aquí al lado, a la vuelta de la esquina", sino a una distancia cuidadosamente medida por el destino para que yendo en la otra dirección lo hubiera encontrado antes. Refunfuño de vuelta al parking, arrebujada en un abrigo que no abriga porque al salir de casa he sido una cobarde y no me he atrevido a ponerme mi trenca roja de Caperucita. 

«Me gustaría volver a tener 15 años y volver a hacerlo todo pero mal. Empezando por repetir curso. Repetir curso molaba mucho» ha dicho él en uno de los muchos giros absurdos de nuestra conversación. 

«Me gustaría ser Katherine Hepburn y comer con Juan Tallón» dije yo hace unos cuantos meses. Mientras vuelvo a casa odiando mi abrigo de lánguida que no abriga pienso en las sorpresas que te da la vida y en que nunca seré como Katherine Hepburn. Ella se hubiera atrevido a ponerse la trenca roja para tomar cañas con Tallón. 

viernes, 2 de febrero de 2018

Repetir desayuno, descartar vida.

Por mi cumpleaños he pedido un reloj despertador con radio. Lo quiero bonito, discreto y que no haga que mi mesilla de noche parezca la de un señor de Cuéntame con bigote. Quiero que tenga números que brillen iluminando mi insomnio pero que no brillen tanto como para despertarme cuando soy la Bella Durmiente. MI cumpleaños no ha llegado todavía así que me despierto con la alarma del móvil. 

Pulso descartar. No tiene sentido darle a repetir. 

Me levanto, meto los pies en las zapatillas que nos trajo El Ingeniero de Rumanía y que, en palabras de Clara, son como meter los pies en nubes y me pongo la sudadera de Nueva York. Todavía no es de día, es noche cerrada en mi pasillo y amanece en mi cocina. Pongo la radio «Alerta por frío, hoy no llegaremos a los diez grados en Madrid». Mientras abro la nevera para sacar la leche, la mantequilla y el zumo pienso en que la palabra Alerta ya no es lo que era, ahora la usamos para cualquier memez. ¿Alerta diez grados en enero? Me encantaría que hiciera menos cuarenta para ver qué palabra utilizaríamos ¿Alertón? ¿Alertaza? 

Vuelvo a la noche cerrada del pasillo y la convierto en día encendiendo la luz. «Chicas, son las siete y media, levantaos ya» 

Mientras caliento el café pienso en que todavía no sé si estoy triste o enfadada. Tengo esa sensación de querer hacerme bicho bola y, a la vez, querer sacar un lanzallamas y disfrutar de un liberador día de furia. Y tengo una contractura. Saltan las tostadas y me siento a untarlas antes de que se enfríen. Escucho el ruido de otro par de nubes andando por el pasillo y salto a apagar la radio. «Mamá, no me gusta la radio por las mañanas» María aparece con su bata con capucha con orejas y se sienta frente a mí. Nos miramos. Come brownie sin gluten intentando que no se le cierren los ojos y yo leo sobre los identitarios franceses que han inspirado al movimiento Alt-right en Estados Unidos mientras mordisqueo mi tostada. A mí tampoco me gusta la radio cuando desayuno con ellas, me parecen intrusos. Otro par de nubes entran arrastrándose. Clara se sienta, vierte la leche en su taza y parpadea con fuerza intentando despegar sus pestañas. No hablamos. Ni una palabra. Me gusta que ya sean tan mayores como para que el despertar sea como flotar en el mar dejándote llevar a la orilla y no una semifinal de los 100 metros lisos. Me gusta la calma y la tranquilidad mientras desayunamos sintiéndonos desgraciadas por tener que dejar nuestras camas, salir de casa, enfrentarnos a la vida. Me encanta que valoren el silencio cuando todavía no sabes qué versión de ti misma va a ser ese día.

Ojalá poder darle a repetir desayuno y descartar vida.

miércoles, 31 de enero de 2018

Lecturas encadenadas. Enero


Se termina enero y sufro porque veo los días hacerse más largos precipitándose hacia la primavera. Siempre tengo la sensación de que el invierno se termina demasiado pronto, de que no lo aprovecho ni disfruto todo lo que debería. Es una sensación errónea porque cuando repaso el mes me doy cuenta de que lo he exprimido al máximo y he hecho un millón de cosas pero ojalá me quedaran un par de meses todavía de noches tempranas. Al lío de los libros.

Mientras esperaba que llegaran los Reyes Magos con su cargamento de libros, empecé el año con Neil Gaiman y su Humo y espejos.  No tenía ni la más remota de qué iba. De Gaiman había leído algún comic: Coraline, Violent Cases y Misterios de un asesinato y la novela El océano al final del camino. Con Gaiman me pasa una cosa curiosa y es que me gusta él, lo que dice, como lo dice, sus artículos, sus tweets, sus charlas pero sus textos de ficción me dejan siempre un poco a medias y, por eso, este libro ha estado meses en la estantería de "a ver si me llega el turno". 

El libro me enganchó desde el prólogo en el que el propio Gaiman cuenta el origen de cada uno de los relatos recogidos en el volumen. El que se titula El regalo de boda y va insertado en la introducción me entusiasmó, es una especie de reinterpretación de El relato de Dorian Grey y es que eso es algo que Gaiman hace muy bien, contar cosas que ya conoces de una manera diferente, distinta. Hay cuentos de muchos tipos: una versión de Blancanieves chulísima desde el punto de vista de la madrastra, uno sobre una enfermedad venérea que posee a un hombre que jamás ha tenido relaciones sexuales, otro sobre un hombre tan adicto a los chollos que acaba encargando su propio asesinato, otro con aroma a Un hombre lobo americano en Londres, algunos muy sexuales y otros llenos de poesía. Aparece, también, en este libro el relato en el que luego se basó el cómic Misterios de un asesinato. 

Me gusta leer a Gaiman aunque a veces no me entusiasme el resultado porque transmite la sensación de disfrutar con lo que hace, de escribir, pensar sus historias. Se deja llevar por ellas sin saber dónde llegará con curiosidad casi infantil. Me gusta eso.  

«Escribir es volar en sueños. 
Cuando te acuerdas. Cuando puedes. Cuando funciona. 
Es así de fácil» 

(Cuaderno del autor. Febrero 1992)

De un precioso relato llamado El barrendero de sueños, dejo esta cita que me encanta. 

«Cuando todos los sueños se acaban, cuando ya estás despierto y dejas el mundo de gloria y locura por la prosaica rutina diaria de la luz diurna; a través de las ruinas de tus caprichos abandonados camina el barrendero de sueños»

Los Reyes Magos llegaron con un cargamento de libros y el primero de ellos que he devorado ha sido Charlotte de David Foenkinos. Hace un mes, en mi brujuleo diario por la red, me encontré con la historia de Charlotte y sus dibujos. Charlotte  Solomon murió gaseada en Auschwitz. Tenía veintiséis años  y estaba embarazada de cinco meses. Los últimos cinco años de su vida los había dedicado a pintar su autobiografía titulada ¿Vida? ¿Teatro? y que recoge 759 acuarelas, pequeños textos y hasta indicaciones musicales. Charlotte pintó todo esto poseída por una especie de impulso maníaco en el sur de Francia, donde vivía refugiada tras haber huido de Alemania por el ascenso nazi. Su vida es una sucesión de terribles acontecimientos que la atormentaron y de los que, de alguna manera, consiguió liberarse a través de su pintura. 

Foenkinos conoció a Charlotte de manera casual, como son casi todos los encuentros que cambian la vida, en una exposición en Berlín. Se sintió atrapado por su pintura y se embarcó en una investigación que fue entremezclándose con su propia vida. Durante años tomo notas y notas pero cuando se ponía a escribir no conseguía cuadrarlo.

«Me quedaba varado en todos los puntos. 
Imposible progresar. 
Era una sensación física, una opresión. 
Sentía la necesidad de poner punto y aparte para respirar. 

Entonces caí en la cuenta de que había que escribirlo así».

Y así es como está contada, en frases cortas y puntos y aparte.  Y es un acierto absoluto porque necesitas aire para respirar, piedras para sentarte y paredes para apoyarte para avanzar con Charlotte por su vida. Terrible historia que comienza: 

«Ha llegado una heroína. 
Pero también una niñita que no para de llorar. 
Como si no aceptase haber nacido»

Y termina.  

«Hace falta una luz resplandeciente para morir» 

Una chica Dior, de Annie Goetzinger ha sido el primer cómic del año y también la primera decepción. Es un bluf total, una historia ridícula de una periodista de moda bastante parecida a la pavisosa de Anne Hataway en El Diablo viste de Prada, que acaba siendo modelo de Dior y casándose con un noble inglés. Si te gusta la moda y sabes algo sobre ella quizás tenga algún interés. A mí que no distingo un fruncido de un drapeado me ha parecido una memez. Eso sí, es bonito.  

Born to run, de Bruce Springsteen. ¡Ay, Bruce! ¡Ay! Lo empecé con muchísimas ganas pero tenía aún más ganas de terminarlo porque le iba cogiendo más y más manía según avanzaba. Dejemos claro que estas memorias son para fans pero el problema es que si eres muy fan, como es mi caso,  casi nada de lo que cuenta es nuevo. ¿Por qué? Porque ya lo has leído todo, te has empollado sus letras, sus entrevistas, sus fotografías y apenas encuentras nada que te sorprenda. Además, y esto tengo que investigarlo, tengo un recuerdo borroso de mi primer verano en Irlanda leyendo una especie de biografía o de autobiografía en la que ya se contaba gran parte de lo que aparece en estas memorias.  

Cuando llevaba doscientas páginas me di cuenta de que no nombraba a ninguna de las mujeres de su vida. Todas eran «una amiga», «mi novia», «la chica de la que estaba enamorado, con la que vívia», «mi chica», una detrás de otra. Todas anónimas. No decía nada malo de ellas, nada comprometido, ni inadecuado, nada que no fuera normal en relaciones amorosas adolescentes o de jóvenes. Todas además son identificables por su entorno. ¿Por qué no darles nombre? Lo comenté con varios hombres. Algunos me dijeron «lo hace por respeto». Eso no tiene sentido porque como he dicho todas son identificables por su entorno y, además, ponerles nombre: Mary, Marta, Cristina o lo que sea, no es faltarles al respeto. «A lo mejor ellas ahora están casadas y podría ser un follón para ellas». ¿En serio? Esas mujeres tendrán ahora sesenta años, tendrán o no tendrán relaciones estables, familias y supongo que su entorno tendrá asumido que tienen un pasado pero es que además no se dice nada de ellas inadecuado. Y rizando el rizo, si has estado con Bruce Springsteen es posible que no lo tengas como tu secreto mejor guardado, no digo que lo proclames pero, en fin, es posible que en algún momento a tu entorno le hayas dicho «Pues no os lo vais a creer pero cuando estaba en el instituto fui con Bruce Springsteen al baile de fin de curso».  «A lo mejor lo hace por respeto a Patti y darle protagonismo» ¿En serio necesitas hacer anónimas a todas las mujeres de tu vida para poder dar la importancia que se merece la mujer de tu vida que lleva contigo veinticinco años y con la que tienes tres hijos? No sé, esto me ha chirriado mogollón. Porque, además, los hombres salen todos con nombre y apellidos. 

Leyendo a Bruce me ha hecho gracia lo poco que le importa parecer egoísta, egocéntrico, divo. No le reprocho que sea así en algunos momentos, todos lo somos, pero quería terminar cuanto antes para no cogerle manía. El día que lo terminé me metí en el coche y puse su música a todo volumen y me sentí, una vez más, transportada, emocionada, feliz mientras cantaba a voz en grito conduciendo. No me importa su vida, ni si es eogista o nombra a las mujeres de su vida, me da igual que como escritor sea justito, lo único que me importa es que su música me transforma. Olvidaré sus memorias pero jamás su música. 

Y por eso, queridos niños, una cosa es la obra y otra cosa es el hombre.  

«La gente no viene a los conciertos de rock para aprender algo. Viene a que se les recuerde algo que ya saben y que sienten en lo más hondo de sus entrañas: que cuando el mundo está en su mejor momento, cuando nosotros estamos en nuestro mejor momento, cuando la vida parece colmada, es cuando uno más uno es igual a tres. Es la ecuación esencial de amor, arte, rock and roll y bandas de rock and roll. Es la razón de que el universo nunca llegue a comprenderse por entero, de que el amor siga siendo extático, desconcertante, y la prueba de que el auténtico rock and roll no morirá jamás». 

Los ignorantes de Etienne Davodeau es un tebeo chulísimo que me ha encantado. «Tienes que leerlo» me dijeron y yo, en un rapto de obediencia, lo leí. Es chulísima, es el aprendizaje cruzado del propio autor, Etienne, sobre el mundo del vino o, mejor dicho, el mundo del vino antes del vino. Él aprende de vinos con su amigo Richard que, a su vez, aprende de cómics, a leerlos y también a sus autores, las ferias, las editoriales, la impresión.  Los dos trabajan en las vides, beben vinos, fumigan, leen tebeos, viajan a conocer a otros dibujantes, a ferias de cómics, a talleres de fabricación de toneles, a otras bodegas, en un intercambio en el que encuentran puntos en común y otros en los que ambos campos no se parecen en nada. Es un tebeo muy chulo, muy interesante y que te da ganas de pasar las tardes de invierno leyendo y bebiendo vino. 



Además de todo esto, en el mes de enero he leído la primera de las entrevistas del libro Women at work, un volumen de The Paris Review que recoge entrevistas a importantes escritoras. Como vienen doce, he decidido leer una cada mes. La primera ha sido mi adorada Dorothy Parker entrevistada en 1956 en su apartamento de Nueva York mientras su caniche corre por toda la casa. Una maravilla que podéis escuchar en este podcast, con Stockhard Channing haciendo de Dorothy. 

«¿Cree usted que la seguridad económica es una ventaja para un escritor?

Por supuesto. Vivir en un desván no te hace ningún bien a no ser que seas Keats. Y en cuanto a mí, me gusta tener dinero y me gustaría ser una buena escritora. Estas dos cosas pueden venir a la vez y espero que sea así pero si eso es demasiado perfecto (adorable, dice ella), prefiero tener dinero. Odio a casi toda la gente rica que conozco pero creo que yo sería maravillosa con dinero» 

Y con la voz de Stockard Channing resonando en mi cabeza hasta los encadenados de febrero. 



domingo, 28 de enero de 2018

Diez años escribiendo


Tom Haugomat
«It’s a joy to do it. It’s a place to go. It definitely is a place where I am… where I feel my honest self is. I just wrote toto go home. It was like a place to be where I felt I was safe. And so I write to fix a reality». (Lucia Berlin)

Hace diez años estaba sentada en un despacho que ya no existe viendo atardecer en Toledo. Hace diez años los móviles no eran táctiles, no existía "WhatsApp" y en mi despacho había un televisor de tubo y un reproductor de VHS. Y un fax que, de vez en cuando, escupía algunos folios.  Hace diez años no sabía quién era Lucia Berlin. 

«Ese es el primer paso, mamá– digo con suavidad–. La infelicidad tiene que estar viva para que pueda suceder cualquier cosa». (Vivian Gormick).

Hace diez años me puse a escribir sin saber qué estaba haciendo, sin saber que hacia algo, sin intención, sin propósito, sin finalidad. El aburrimiento y una sombra de inquietud interior, que ahora sé que era incomodidad conmigo misma, me llevaron a escribir. Menospreciamos el aburrimiento y ensalzamos la comodidad pero sólo nos movemos cuando algo no nos gusta, cuando estar dentro de nuestro pellejo nos pica, nos escuece, nos aprieta o nos está absurdamente grande. Hace diez años no sabía quién era Vivian Gormick. 

«Bastante trabajo me daba escribir como lo hacía, esto es, regular, como para intentar ponerme a escribir como no sabía hacerlo, es decir, bien. Si en algún momento pensaba en el lector para adaptarme a él, estaría cometiendo la primera traición. En literatura debe ser el lector quien vaya en busca de la obra y si no, que se vuelva a su casa». (Juan Tallón) 

Hace diez años me lancé a escribir hablando de ir a comprar muebles. No fue, no era, no parece un comienzo muy prometedor pero es que aquello no era el comienzo ni la promesa de nada. Era, y lo sé ahora, mi mayor acto de espontaneidad creativa hasta la fecha y tenía treinta y cuatro años. No buscaba que me leyeran, en realidad quería saber si era capaz de escucharme, de leerme a mí misma. He escrito 1788 posts. No todos son buenos, ni interesantes, ni divertidos, ni aportan algo pero todos tienen un significado para mí. Cada palabra que he escrito en este blog responde a mi necesidad de escribirla, una necesidad que no sé de dónde sale, no lo sabía aquella tarde de enero de 2008 y no lo sé ahora. Tengo que hacerlo. No puedo elegir no hacerlo. No intento que nadie lo entienda porque no escribo este blog para nadie más que para mí. Hace diez años no sabía quién era Juan Tallón. 

«No puedo más, de veras - murmuró-. Estoy entumecido y cansado. Hoy han ocurrido demasiadas cosas. Me siento como si hubiera pasado cuarenta y ocho horas bajo una lluvia torrencial, sin paraguas ni impermeable. Estoy empapado hasta los huesos de emoción». (Ray Bradbury)

Llevo una semana pensando cómo podía intentar expresar las sensaciones que tengo al cumplir diez años escribiendo. Siento una infinita ternura por esa Ana de treinta y cuatro años desbordada por la sensación de que ya sabía lo que le esperaba el resto de su vida. Quiero decirle que aprenderá a escribir, que dejará de poner puntos suspensivos que representen su miedo a las palabras, sus indecisiones y dudas. Quisiera adelantarle que conocerá muchísima gente que llegará a ella leyendo esas palabras que teclea sin darles ninguna importancia; personas que se harán sus amigos y que también le cambiarán la vida. Me gustaría decirle que corra a leer a Bradbury, que Crónicas Marcianas la está esperando. 

«Cuando escribimos un texto, las líneas van una detrás de otra, con idénticos intervalos, y quienes las tienen ante la vista no se dan cuenta de que hubo momentos en que la mano que las trazaba fue deprisa por la hoja y en otros se quedó parada. En la página, e incluso en la página manuscrita, quedan abolidos los silencios; y los espacios pasados por la garlopa» (Amin Maalouf). 

Me gustaría decirle que eso que está haciendo, esas palabras que está escribiendo sin darles importancia, casi sin mirar a la pantalla y que va a publicar sin releer confiando en que nadie las lea, van a cambiarle la vida. Quiero que sepa que estas palabras, «Después de dos años viviendo en nuestra nueva casa, decidimos por fin... ir a ver muebles», son la puerta a un mundo al que diez años después sigo yendo. Quiero decirle que escribir no será algo que haga, será un lugar al que irá,  en el que estar y ser. Y que lea a Amin Maalouf. 

Hace diez años me faltaban por leer 543 libros.

Gracias a todos. 


miércoles, 24 de enero de 2018

Los hilos de twitter y los muebles de IKEA


Una enfermedad muy contagiosa llamada "hilos" está tejiendo una tela de araña cada vez más tupida dentro y alrededor de twitter. Los hilos cruzan las conversaciones, atraviesan la información capturando las historias en ridículos envoltorios de tres, cuatro o veinticuatro mini mensajes. Envoltorios dulces, fáciles de tragar, de digerir y olvidar. No importa el tema. Da igual que sea una noticia política importante, una historia trágica, un acontecimiento histórico o una anécdota humorística. Los párrafos, los textos de más de doscientos caracteres, los artículos, la estructura de presentación, nudo y desenlace, el contexto, el tono, las conclusiones, todas esas cosas, necesarias, importantes y vitales para contar algo agonizan al borde de la extinción ahogadas en una maraña de hilos que, la mayoría de las veces, no se siguen más allá del tercer tweet. 

¿Qué nos ha pasado? ¿Qué nos está pasando? De niños no  nos cansamos nunca de leer buenas historias, "sigue un poco más" le decimos a cualquiera que nos cuente un cuento, pedimos detalles, información, contexto. Lo queremos saber todo y que nos lo cuenten bien. Por supuesto que no todas las historias, ni las informaciones, ni los escritores, ni las noticias merecen la pena pero ¿por qué ya nadie se molesta en salir del bar que es twitter para irse a casa de aquel que sabe que cuenta buenas historias? ¿Porque nos conformamos con los tres titulares en la barra de twitter y no nos vamos a casa, al blog, de nadie? ¿Por qué sólo flirteamos pero nos nos enamoramos? 

Antes de ayer Hombre Revenido, uno de mis primeros amigos en internet, arrasó twitter contando la historia de Kenzaburo Oé y su hijo. Lo hizo en un hilo maravilloso, bordando a mano una historia preciosa y conmovedora, dosificando la información, la tensión y la emoción. El público en el bar de twitter se lo agradeció entusiasmado y yo me alegro infinito porque Hombre Revenido es un tipo inteligente, divertido y un fantabuloso contador de historias. Lleva más de diez años elaborando historias en su casa, en su blog, pero nadie (solo unos pocos irreductibles) se pasa por allí y me da pena y rabia porque allí está todo su talento. 

Las historias tienen unas dimensiones, un volumen, una presencia, un entorno y un ritmo. Son algo más que su superficie, siempre esconden detalles. Cada una de ellas es diferente y el trabajo del buen contador de historias, ya sea periodista, bloguero, opinador o escritor es pulirlas, desentrañarlas y ponerlas al alcance del público. En mi opinión, pulirlas no significa desintegrarlas hasta convertirlas en un esqueleto simplón moviéndose a un ritmo sincopado. La información no puede ser un mueble de Ikea desmontado.  Algunas historias, casi todas, son un cuadro de Escher y no deberían ser jamás una estantería Billy.

La calidad, el oficio de un comunicador, de un periodista, de un contador de historias debería medirse por su capacidad para sacarte del bar de twitter y llevarte de la mano por el laberinto de Escher sin que te pierdas. De una buena historia hay que salir revolcado, agitando la cabeza y diciendo "vaya, no tenía ni idea de esto, me ha hecho pensar".  Una estantería Billy se olvida nada más verla, cualquiera puede montarla. 

Ojalá volvamos a pasear por los laberintos. Ojalá siga quedando gente que nos cuente historias despacio, con calma, detalle y melodía y no nos quedemos solo con el ritmo sincopado y simplón de  los montadores de estanterías Billy.