miércoles, 19 de julio de 2017

¿Qué son los padres?

Única (6.509), Luchadora (5.078), Entregada (4.870), Fuerte (4.676) y Valiente (4.133).

Estas son las cinco palabras más repetidas, en una campaña que se ha puesto en marcha, para tratar de cambiar la definición de «madre» en el DRAE. No sé si definen a una madre o a un nuevo personaje de Disney.  

¿Qué es una madre? ¿Qué es un padre? Llevo un par de días de insomnio absurdo dándole vueltas a esto. ¿Por qué? Porque sí, por la movida de la gestación subrogada, por este artículo en el New Yorker que cuenta una historia Kramer contra Kramer pero entre dos mujeres en 2017 y porque mi cerebro es así de cabrón. 

Para mí, los padres son el lugar seguro al que volver cuando todo se va a la mierda.   

Los padres son aquella sensación a la que vuelves cuando no tienes a dónde ir. El rincón en el que te escondes cuando todo se desmorona. No es un espacio físico, ni mental, ni un soporte económico, ni una red  familiar. Los padres son el espacio mental al que intentas retirarte cuando te sientes desbordado emocionalmente, arrasado por la pena o increíblemente feliz. Cuando tienes miedo, terror, tristeza o sientes una increíble satisfacción por algo que has logrado, conseguido. Son el sitio en el que te refugias aunque ya no estén contigo, aunque hayan muerto, aunque sean tan mayores que sean ellos los que dependan de ti, porque solo recordar tu vida con ellos te calma y te ayuda. Los padres son el vértigo vital que te ahoga cuando pierdes ese eje, cuando sientes que ya no existe ese lugar seguro, cuando se pierde, y en su lugar solo hay un vacío.

¿Qué me hace a mí madre? Desde luego no son mis genes flotando en el interior de mis hijas, ni haberlas parido, ni haberles dado de mamar. No me hace madre cuidarlas, quererlas, aguantarlas, educarlas, preocuparme por sus cosas, alimentarlas, perseguirlas, odiarlas a ratos. Nada de eso me hace sentirme madre, ni nada de todo eso, que también mi madre hizo por mí, es lo que me hace sentir madre. No puedes definirte a ti mismo como padre o madre. Siempre tiene que definirte otro y no lo hace, no lo hará por lo que has hecho, por lo que haces, sino por cómo se siente contigo. 

Lo que te hace padre es que tus hijos sientan que conocerte, que haberte conocido, que tenerte, que haberte tenido, es un lugar seguro al que siempre podrán volver.  Y no, no todo el mundo lo tiene, aunque todos hayamos tenido "padres".  

Creo. 

Todo lo demás son cuentos de hadas. 

lunes, 17 de julio de 2017

So long, farewell,auf wiedersehen, adiós.

A pesar de mis enconados esfuerzos por no llegar tarde y a pesar de tenerlo todo a favor para conseguirlo, llegaba tarde. No mucho, cinco minutos, pero lo suficiente para ser la última en entrar en la sala de reuniones y, por tanto, ser intensamente visible y revisable por los que ya estarían allí a pesar de tener todo en contra. Sentía todo la batería de síntomas del síndrome del impostor: nervios, dudas, inquietudes e inseguridades. «Voy a hacer el ridículo, se van a dar cuenta de que no tengo ni idea». A los nuevos se les recibe siempre con inquietud, con suspicacia, se les mira con ojos inquisitivos y con cierta sospecha. Yo también lo hago. Nos acostumbramos a las personas y cambiarlas por otras nos produce cierto resquemor, nos rompe la rutina de las relaciones establecidas y nos obliga a ser conscientes de que las cosas cambian. Incluso nos hace pensar que nosotros también somos prescindibles, intercambiables, olvidables. Era consciente de todo eso cuando entré en la sala a conocer a todos esos desconocidos inconscientemente suspicaces y algo preocupados. «Hola, soy Ana». Él, se levantó inmediatamente desde su sitio, en el lado de la mesa más alejado a la puerta, se acercó a mí, me dio dos besos y me dijo «Bienvenida, Ana». 

No había tenido tiempo de imaginarme a mis compañeros. Había tratado con ellos únicamente por mail y el mail no da pie a imaginar voces, aspectos, alturas y, mucho menos, sensaciones. Me pareció mayor. No muy alto, pero más que yo por supuesto, con el pelo blanco, delgado y una gran sonrisa. Aquel día me sorprendió que al besarme apoyara sus manos en mis hombros. Aprendí después que él siempre saluda así porque realmente se alegra de verte, de estar contigo, de trabajar juntos. Cuando comenzó la reunión, me pareció seguro, no seguro de sí mismo sino un lugar seguro, alguien en quien confiar, alguien a quien consultar. Deseé caerle bien desde el primer minuto. Deseé aprender de él, con él. Nos hicimos amigos a lo largo de los meses. Nos hemos reído, intercambiado fotos y nos hemos abrazado al despedirnos todas y cada una de las veces, con sus manos en mis hombros. 

«Chavales, me jubilo» nos anunció en enero. Intentó ser solemne, serio, riguroso, pero se le salía la alegría por los ojos y por sus largos dedos que siempre agita al hablar. Durante estos seis meses el ambiente en nuestras reuniones ha estado envuelto en una nube formada en un 50% por su alegría y en otro 50% por nuestra sensación de orfandad. Nos sentimos huérfanos, no tristes porque nos alegramos muchísimo por él, pero nos sentimos un poco desamparados. O por lo menos, yo me siento así. 

El jueves, en su fiesta de despedida, fue la novia, el niño del cumpleaños, el campeón de Wimbledon, el ganador del Mundial, el premiado con el Nobel, el destinatario del Oscar,fue Amstrong pisando la Luna y Fleming descubriendo la penicilina, el niño que disfruta del último trozo del pastel y el que estrena la piscina el primer día de verano. Estaba feliz, exultante y satisfecho. Conmovido, también. Era la viva imagen de la satisfacción, era el ciclista que gana el Tour y piensa «Todo este esfuerzo ha merecido la pena». Sé que es ridículo pero me sentí orgullosa de él.  

Nos abrazó a todos. El último abrazo compartiendo trabajo. No lloró al llegar al restaurante y encontrarse a todo el mundo aplaudiendo, ni lloró durante las palabras que improvisó para todos los que nos juntamos a despedirle, pero se le humedecieron los ojos cada vez que, a cada uno de nosotros, nos dio ese último abrazo "laboral". 

Nos has dejado un poco huérfanos y, también, un poco envidiosos, contando los años que nos quedan a nosotros para llegar a jubilarnos. Ojalá sepamos hacerlo como tú.  

Farewell Jesús, te echaré de menos. 


miércoles, 12 de julio de 2017

Por un puñado de cosas


«Lo único que me importa es que el coche nuevo tenga un gran maletero» 

Tres bolsas de hacer la compra. Una negra, con fotografías de revistas de moda o de modelos, está arrugada y vieja pero todavía resiste. Sé dónde la conseguí, me la dieron en un evento de Yo Dona hace cuatro años, cuando saqué el libro. Otra es rosa con letras azules que dicen algo en francés. Viene de un supermercado alsaciano en Colmar. La última es más pequeña, es amarilla y horrenda y me la regalaron en una gasolinera a las afueras del aeropuerto de Basilea. Es fascinante como a mi memoria le cuesta recordar la tabla de multiplicar del siete y, sin embargo, almacena el lugar de origen de mis bolsas de la compra. 

Una bolsa de ese color marrón oscuro, casi negro, del que solo son las bolsas que nos recuerdan a nuestras abuelas. No sé de dónde la he sacado y no quiero saber qué hay dentro. Lo sé, pero me da miedo mirarlo. Ahí dentro está todo lo que llevaba en el coche anterior. Arramplé con todo: cintas, cds, papeles, cables, recuerdos y lo metí allí pensando «ahora no tengo tiempo, ya lo ordenaré más adelante». Han pasado dos años y medio y todavía «más adelante» no ha llegado. A veces pienso «voy a tirarlo, sin mirar, sin dolor, sin pensármelo. Amputación» pero luego me puede la idea de que quizás haya algo en esa bolsa que necesite ser guardado. Ya veremos cuando llegue «más adelante».

En otra bolsa hay unas zapatillas de montaña que he heredado. Soy la heredera oficial de zapatos que se les quedan pequeños a los demás. Si no me valen a mí, no le valen a nadie. ¿Por qué las llevo en el coche? Por si acaso, quizás acabe perdida en un camino o ligue con un autoestopista montañero o me encharque los pies en lluvia o, simplemente, acabe harta de tacones y decida ponérmelas. 

Ocho chalecos reflectantes, incluido uno que pone "Calle 13. Equipo de homicidios" y que es el que me pongo cuando pincho, me da aspecto de mujer dura. Sé que ocho chalecos es algo excesivo pero no tengo explicación para este fenómeno. Simplemente han llegado a mí. Un pack con los triángulos. Este pack me irrita muchísimo, le tengo una manía horrible. En su funda roja llevan un velcro pensando para fijarlo  y que no se mueva pero, he descubierto, que se pega sin criterio, cuando quiere, en el sitio más inoportuno, a poder ser cuanto más en medio mejor. Es un velcro recalcitrante, el más recalcitrante con el que he tropezado nunca y para poder despegarlo tengo que tirar con todas mis fuerzas utilizando los dos brazos mientras digo palabrotas y juro que voy a tirarlo. 

Una botella de agua vacía, un rollo de cinta americana,condones escapados de un neceser, una hucha metálica con forma de buzón de correos en la que ahorro monedas de dos euros, un cepillo de pelo, una cazadora vaquera y un forro polar rojo. Un dibujo a plumilla de lo que parece un templete italiano. Tinta negra sobre una hoja de bloc de dibujo arrancada de cuajo, aún conserva las barbas. Es un boceto que, hace mil años, me regaló mi tío Manolo. Me encantaba y me prometí enmarcarlo, Nunca lo hice. Hace un mes, apareció en el fondo de un armario. Pensé en colgarlo en mi habitación de Los Molinos, encima de mi cama y con esa intención lo metí en el coche. Al llegar a Los Molinos me dio pena sacarlo, pensé que podía dejarlo allí.  ¿Quién dice que no se pueden decorar los maleteros?


lunes, 10 de julio de 2017

Cosas que fueron no y ahora son sí.


Saul Steinberg
Cosas que fueron no y ahora son sí.  
La piña. Callarme a tiempo. Tender la ropa. Llevar camisetas de tirantes. Dejar un mensaje sin contestar. Reposar una respuesta. Dejar un libro a medias. Defender mi criterio. La ginebra. La ropa interior de encaje. Decirle a un hombre «no me gustas». Los podcasts. Rodrigo Cortés. Los ensayos. La II Guerra Mundial. El cine japonés. Marcharme la primera. No ducharme en dos días. Poner reclamaciones. Escribir en serio. Preocuparme por lo que le ocurre a gente que se hace la misteriosa. Cambiar un enchufe. Cortar el césped. Leer poesía. Los calvos. Dormir desnuda. Fingir en el trabajo. El vino blanco. Escribir corto. 

Cosas que fueron sí y ahora son no.
La cerveza. Los hombres pequeños. Los sujetadores reductores. Decir siempre la última palabra. Contestar todos los mensajes. Tomar vino en las comidas de trabajo. Irme la última de los sitios. Vestirme pensando «esto hoy no, lo dejo para un día especial». Cocinar. Escribir largo. Compadecerme. Fingir en las relaciones personales. Ese hombre. Salir con alguien por pena.  

Cosas que, por ahora,  siguen siendo no.
Las alcachofas. Los gatos. Llevar paraguas. El calor. Los hombres con perilla. La piña caliente. 


miércoles, 5 de julio de 2017

Lecturas encadenadas. Junio.

Tengo un corresponsal secreto que me recomienda libros. A veces, cuando se desespera porque tardo en hacerle caso y cree que es urgente que lea determinado libro,  me lo envía. Esto ocurrió con Paradero desconocido, de Kressman Taylor. Llegó a mis manos al día siguiente de hablarme de él y,, como casi siempre, tenía razón, tenía que leerlo. 

Paradero desconocido es un relato breve publicado en 1938. Está compuesto por el intercambio de cartas que se envían dos amigos alemanes. Se conocen de toda la vida, trabajan juntos, pero en 1932, uno de ellos vuelve a Alemania mientras que el otro se queda al frente de la galería de arte que ambos poseen en Los Ángeles. Las cartas son amistosas, se echan de menos, se cuentan sus nuevas situaciones, recuerdos, se intercambian saludos de personas conocidos de ambos, hasta que la situación política en Alemania empieza a enturbiarlo todo y también a ellos.  Es un relato muy breve y fabuloso. Es espectacular  como va cambiando el tono de las cartas, las palabras, las frases que se intercambian y  cómo la tensión va creciendo hasta un giro final impresionante. 

Además de lo que cuenta, Paradero deconocido tiene su propia historia. Su autora, Katherine Kressman,  lo firmó con el pseudónimo Kressman Taylor al publicarlo porque sus editores pensaron que era «demasiado duro para aparecer firmando por una mujer». Katherine murió en 1996 con noventa y dos años, en su última semana de vida dijo: «Morir es natural. Tan natural como nacer». 

No, mamá, no de Verity Bargate  también llegó a mi buzón por sorpresa y, también, me dejó alucinada. No sabía nada de esta autora, ni de la novela, ignorancia absoluta que, a mí modo de ver, es la mejor manera de sumergirse en un libro. 

La historia de Jodie es tan real y tan normal que duele. Duele por la crudeza, la sinceridad, por la falta de disfraz y pose. Un ejercicio brutal de honestidad ante el vértigo de la maternidad que a mí, como madre y esposa que he pasado por todas esas sensaciones me suena muy real, terriblemente real. La desconexión con tus hijos, sentirlos extraños y aún así responsabilizarte de ellos, cuidarlos y preocuparte, el aislamiento que la vida familiar provoca como no estés atento a evitarlo, la rutina, el desamor, el miedo, el disfraz, el acomodo al día a día que puede acabar devorándote.  
«Lo que más me impresionó cuando me dieron a mi segundo hijo y lo cogí en brazos fue la total ausencia de sentimientos. Ni amor. Ni cólera. Nada».
El estilo de Verity, me ha recordado en parte a Lucia Berlin por el desgarro, a sordidez no buscada pero evidente en la observación minuciosa del día a día. En la época de exhibición de lo bonito y la exaltación de la mirada al lado bueno de las cosas y a ver el vaso medio lleno siempre, sorprende, y a mí me agrada, encontrar miradas que ven el vaso medio vacío, que no disfrazan lo feo de la vida y aprecian, por ello, aún más lo que no es tan feo. 
«Subí la escalera, unos peldaños y una pausa, luego unos cuantos peldaños más, otra pausa, el último tramo y ya casi estoy allí, no, en realidad ya he llegado. Nada de buscar a tientas, la lleve entra directamente en la cerradura aunque el rellano está a oscuras y ya estoy de vuelta. No en casa; sólo de vuelta». 

Será, sin duda, uno de los libros del año.

Viaje a Rusia, de Stefan Zweig. Lo compré en la librería del Caixa Forum un día que fui a ver una exposición y dije «No me compro ni un libro más». Todos sabemos que soy una mujer con una fuerza de voluntad espectacular.  En septiembre de 1938, Zweig viajó a Rusia para conmemorar el centenario del nacimiento de Tolstoi. El librito, muy breve, tiene tres partes. Una primera en la que describe su viaje de quince días en flashes, en artículos que casi podrían ser entradas de un blog: la estación, las calles, la Plaza Roja, Leningrado, etc. La segunda parte está dedicada a Tolstoi y la última es una conferencia que Zweig pronunció en honor a Gorki y para mí fue lo menos interesante del libro. 

La mayoría de los comentarios de Zweig sobre Rusia resultan terriblemente actuales,  los europeos del siglo XXI seguimos desconociendo Rusia exactamente igual que los europeos de hace cien años. Rusia nos resulta desconocida, extraña, distante, muchas veces incomprensible y siempre impresionante. De manera inconsciente y subjetiva pensamos siempre en Rusia con un toque de superioridad tanto moral como económica y social y cuando llegamos allí, cuando la conocemos de cerca descubrimos que Rusia, los rusos, no sólo no es inferior sino que son ellos los que nos desprecian o, mejor dicho, nos ignoran. A Rusia le somos completamente indiferentes. 
«El tiempo y el espacio se miden, efectivamente, de otra manera que en Europa. Y de la misma manera que se aprende a contar en rupias y en kopeks, se aprende a esperar, a llegar con retraso, a desaprovechar el tiempo sin murmurar, y así, poco a poco, se acerca uno al secreto de la historia de Rusia y al misterio de ser ruso. Pues el peligro y la genialidad de este pueblo estriban, ante todo, en su inmensa capacidad de espera y en su fabulosa paciencia, tan grandes como el país mismo». 

Apegos feroces, de Vivian Gornick. Este libro lo compré en la Caseta de Tipos Infames en la Feria del Libro de Madrid por recomendación de uno de los infames que siempre acierta conmigo. Otra vez ha vuelto a acertar. 

Una hija, la propia autora, pasea con su madre por Nueva York, y en  paseos y sus conversaciones durante los mismos,  se intercalan con los recuerdos de su infancia, su juventud y con las tensiones que siempre han tenido en su relación. Son una memorias paseadas. La relación que mantienen es complicada, tensa siempre por la posición de dominio y superioridad de la madre que no termina nunca ni siquiera en la vejez. 
«La relación con mi madre no es buena y a medida que nuestras vidas se van acumulando, a menudo tengo la sensación de que empeora». 
Gornick nos lleva a su infancia en el Bronx, nos cuenta las relaciones familiares, el vínculo con los vecinos, la muerte del padre que sirve a la madre de excusa y de eje para vertebrar su vida, tanto para mostrarse fuerte como para solicitar una compasión que cree merecer. En la última parte del libro la madre pierde cierto protagonismo, Gornick se centra más en su relación con los hombres, en la descripción de su matrimonio. 
«La atmósfera de nuestras primeras discusiones nunca se disipó, poco a poco nos acostumbramos a ella como se acostumbra uno a un peso sobre el corazón que constriñe la libertad de movimiento pero que no impide la movilidad; muy pronto, caminar contraído se vuelve natural. La ausencia de despreocupación y tranquilidad entre los dos se volvió cotidiana. Podíamos vivir con ello y, desgraciadamente, eso hicimos. No solo vivimos con ello, sino que caímos en el hábito de describir nuestra dificultad como una cuestión de intensidad».

En mi empeño por leer todo lo publicado por Natalia Ginzburg aprovechando todas las reediciones, La ciudad y la casa llegó a mi buzón. Es su última novela y cuenta la vida de un grupo de amigos a través de las cartas que se intercambian durante un par de años. Leyéndola pensaba que podría ser, perfectamente, el guión de una de esas películas de grupos de amigos al estilo de Los amigos de Peter o Pequeñas mentiras sin importancia. 

Entre Roma y un pequeño pueblo cercano, un grupo de amigos íntimos ha compartido la vida y el espacio físico de la casa de una de las parejas, Las Margaritas. Allí se juntan a pasar los fines de semana y las vacaciones, es una especie de oasis para ellos. El viaje de Giuseppe, uno de ellos, a Estados Unidos para establecerse allí desencadena la dispersión del grupo, los hilos de amistad que los unían se van aflojando y distendiendo. No hay nada que provoque la ruptura, más allá de las circunstancias de la vida, las decisiones que cada uno toma, equivocadas o no, inteligentes o no, y que hacen que la existencia avance. 
«Tú me dices "me encontraba bastante bien contigo, me sentía bastante alegre, pero todo se quedaba en el bastante". Qué mala puedes llegar a ser. Cúanto daño puedes llegar a hacer. Sabes que haces daño. No me creo que no lo sepas. En cuanto a tu panegírico sobre nuestra amistad, debo decirte que me lo creo muy poco, y que en cualquier caso me resbala. La verdadera amistad no araña ni muerde, y tu carta me ha arañado y me ha mordido». 
Las cartas son sinceras, algunas veces ásperas, crueles, realistas en el hecho de que repiten datos porque en la época en la que nos escribíamos cartas, no recordabas sí habías contado algo o no. La trama, la vida va avanzando en el intercambio, confirmando casi siempre las impresiones que el lector va teniendo. Un intenso halo de tristeza cubre todo el libro.  La única pega que le pongo es que el lenguaje es muy parecida en todas, Ginzburg no diferencia a cada personaje por la manera de escribir, de expresarse y eso crea cierta monotonía. 
«El aburrimiento nace cuando cada uno de los dos lo sabe todo del otro, o cree saberlo todo, y no le preocupa nada que tenga que ver con él. No, me equivoco. El aburrimiento nada no se sabe por qué» 
Yzur / La lluvia de fuego de Leopoldo Lugones, también llegó a mi buzón y me ha servido para descubrir a este autor que, para mi vergüenza, no conocía. Es un librito ilustrado muy curioso,  recoge dos relatos del autor argentino ilustrados por Carlos Cubeiro.  Yzur, es la historia de un hombre que está convencido de que los monos no hablan porque no quieren y se empeña en enseñar a hablar al suyo. La lluvia de fuego es pura ciencia ficción ambientada en una especie de paisaje de las mil y una noche pero que podría, perfectamente, ser una película de gran presupuesto.  Lugones maneja el lenguaje como quiere, lo retuerce, lo enreda, lo esconde y consigue sorprenderte, además de por lo que te cuenta, por como te lo cuenta. Buscaré más obras suyas.  

Ha sido un mes prodigioso, recomiendo todo lo que he leído. Todo.  

Y con esto y un bizcocho hasta los encadenados de julio. 





lunes, 3 de julio de 2017

Las medias verdes de Irma la Dulce

En uno de mis cajones tengo una foto guardada en la que él escribió «Te quiero». En blanco y negro, desde una grada en Las Ventas, sonreímos a la cámara. Los dos llevamos gafas del modelo que hasta hace seis meses ha estado pasado de moda.  Yo tengo veinte años o veintiuno, él un par menos. Íbamos mucho al cine, al cine y a los jardines de la Complutense. En nuestras casas creían que estábamos en la biblioteca estudiando, pero nos pasábamos horas dedicados a besarnos hasta gastarnos y encendernos hasta el límite del escándalo público. 

«Vamos al cine Bogart» me dijo un día de aquella época en la que sonreíamos. Jamás había ido a ese cine, jamás lo había visto, no sabía ni que existía. Por no conocer, no conocía ni la calle, así de joven era. Apuesto a que fuimos en mi coche, en aquella época en el centro de Madrid todavía se podía aparcar y cuando vives en un permanente estado de efervescencia hormonal y no tienes casa, el coche es un activo que no se desaprovecha, hay que tenerlo siempre a mano. Aquel cine era viejo, más viejo que nosotros y que nuestros padres, quizás lo era tanto como nuestros abuelos. No había nadie, éramos los únicos espectadores. El escenario que acogía la pantalla, las cortinas, las butacas de madera de terciopelo rojo, incómodas e incompatibles con el abrazo, los palcos. Era como estar sentado dentro de una película. «Parece la Rosa Púrpura del Cairo» le dije. Pronto me olvidé del cine, del muelle de la butaca e, incluso de él, me sumergí en la película, en aquel cuento de hadas en technicolor con una chica con medias verdes, que dormía con antifaz en  y un gendarme enamorado  que hablaba con dientes de conejo para despistarla y se cambiaba la gorra del uniforme por un canotier de hombre de mundo.  

El cine Bogart cerró, es imposible aparcar en el centro, tengo más recursos para resolver la efervescencia hormonal cuando surge, llevo gafas de “comisaria del Reina Sofía” y aquel novio acaba de tener su primer hijo. Todo ha cambiado pero Irma La Dulce mantiene todo su encanto y, cada vez que la veo, recuerdo aquella noche, en un cine solo para nosotros, cuando creí que él era el hombre de mi vida, que éramos especiales y que nunca me atrevería a llevar medias verdes. 


lunes, 26 de junio de 2017

Nadie te conoce como tus padres

Francesco Bongiorni 
«Tus padres te conocen perfectamente» es una frase que, de niña, escuché cientos de veces y siempre me provocaba cierto desasosiego, casi malestar. Había muchas cosas que mis padres ignoraban de mí: ideas, sensaciones, sentimientos, pensamientos, incluso maldades o idioteces que había cometido, mentiras que les había contado. Sabía que mis padres no las conocían, muchas ni siquiera las sospechaban, pero cuando escuchaba esa afirmación, siempre tan rotunda, pensaba que, a lo mejor, sí que me conocían mejor de lo que yo pensaba.A lo mejor, ser padre te otorgaba un sexto sentido que te permitía no sólo conocer a tus hijos sino ocultar ese conocimiento, era un superpoder, listo para ser utilizado solo cuando hiciera verdadera falta.  

Muchos años después me convertí en madre, y pasados los doce primeros años, me he dado cuenta de que "tus padres te conocen mejor que nadie" es otra de esas afirmaciones felices, como «el que trabaja la consigue» o «de todo se aprende», que todos aceptamos porque, en el fondo, no hacen daño a nadie, nos dan una falsa sensación de control y nos reconfortan a ratos. Como todas las cosas sin aristas, es mentira. 

¿Conozco a mis hijas perfectamente? No. Mis hijas son muchas más cosas además de mis hijas. Son hermanas, sobrinas, nietas, primas, amigas, compañeras y, algún día, tendrán aún más roles en sus propias vidas. Serán novias y exnovias, puede que sean madres y tías y espero que sean, por ejemplo, compañeras de trabajo, de viaje y de gimnasio de mucha otra gente. Serán vecinas, serán clientas, serán compradoras, pacientes, conductoras y, dentro de mucho, quizás abuelas. 

Sé cómo son mis hijas ahora mismo, conmigo. Sospecho, o creo saber, o imagino, que tengo una ligera idea de cómo se comportan cuando no están conmigo. Vivo con esa creencia confortable, cómoda y acogedora. Cada día, me envuelvo en la capa del superpoder que todos heredamos de nuestros padres y me dejo llevar. Pero un buen día, en una semana cualquiera, la pasada para ser más exactos, me doy cuenta de que no es verdad. 

María está en Alemania de intercambio. Y, de repente, es otra persona. No, es una persona que yo no había visto en ella, que no sabía ni que existía. Me llama por teléfono y hablamos durante 25 minutos sobre lo que ha hecho allí, sobre cómo se siente, el hambre que está pasando y lo duro que le está resultando madrugar tantísimo. No pregunto nada, sostengo el teléfono sorprendida y desbordada por el torrente de cháchara. No puedo creer que sea María, que mi hija, la monosilábica, esté elaborando todo ese discurso tranquilo, interesante, elocuente y lleno de humor y reflexión. Cuelgo y me doy cuenta de que no la conozco, no así, no sola, independiente y a cuatro mil kilómetros. Al día siguiente, la leo chatear con su primo de ocho años y se me salen los ojos de las órbitas: está cariñosa, protectora, amorosa. Leo los consejos que le da, las preguntas qué le hace, los chistes que le cuenta. Es como si no fuera mi hija, pero sí es ella, claro que es ella, es ella sin interactuar conmigo, ella sin mí, sin ser hija. 

Por la noche se enzarza en una videollamada con su hermana, las escucho desde el sofá; susurran, charlan y se ríen a carcajadas. Las dos. No sé de qué se ríen, no sé qué se están contando y no me importa. Está bien, están siendo ellas dos, hermanas, sin mí, sin ser hijas.

Sé que no las conozco perfectamente, sé que hay cosas que no sabré nunca, sé que algunas de las que descubra no sólo no me gustarán sino que me provocarán rechazo. Sé que hay cosas que no querré saber, que no quiero saber ahora mismo, que no tengo que saber.  

Pensar todo esto me ha tranquilizado bastante. No conozco a mis hijas, las conozco como hijas mías y en el ámbito reducido en el que, hasta ahora, hasta la adolescencia han vivido y que yo, más o menos, controlo. Fuera de ese ámbito y de su papel como hijas, mi ignorancia sobre ellas aumenta cuanto más se alejan de mí.  No conozco a mis hijas mejor que nadie porque eso es imposible, porque conmigo siempre serán hijas y ese papel es tan enorme que anula, en gran parte, los demás roles que ellas tienen y tendrán en sus vidas, roles igual de interesantes que ser hijas. También los tengo yo, soy muchísimas más cosas que una hija y mi madre no las conoce. 

Renuncio a la capa, no quiero el superpoder de conocer a mis hijas mejor que nadie. 

viernes, 23 de junio de 2017

Cuando las cosas se arreglaban

«Arreglos de raquetas. RaquetaRota.com» pone en el coche que va justo delante de mí por la autopista. ¿Arreglos de raquetas? ¿Hay un negocio ahí? ¿En la época de Decathlon y Amazon las raquetas se arreglan? Me alegro por el dueño de RaquetaRota aunque no sepa nada de marketing, branding ni ningún ing. Me resulta tierno y, de alguna manera, esperanzador, que todavía se pueda vivir reparando cosas rotas, arreglando objetos que simplemente se han estropeado. Al lado de mi casa hay un zapatero remendón, trabaja en un  local pequeño, un cuchitril, al que se accede bajando tres escalones y que está escondido detrás de una mata gigante y triste de adelfas. Tiene un pequeño escaparate en el que se exhiben cordones, llaveros y, creo que, alguna pegatina decorativa. La puerta también es de cristal y cuando la cruzas descubres que la tienda está atestada de estanterías colapsadas de zapatos, botas, zapatillas. Al entrar, siempre tengo la sensación de que esos zapatos llevan allí más tiempo del que deberían, que han sido abandonados, olvidados por sus dueños, porque ya nadie arregla nada, todo se tira y se sustituye por algo nuevo. 

Cuando yo era pequeña, en Los Molinos, había en el centro del pueblo, en una casa de toda la vida, una mercería que se llamaba La Favorita. Me encantaba ir, acompañar a mi madre al comienzo del verano a comprar allí un millón de cosas que yo ni sabía que existían, ni para qué servían, ni mucho menos era consciente de necesitarlas. Cosas misteriosas, la goma de la tapa de la olla Magefesa, un mango de sartén, cremalleras especiales, boquillas para las mangueras, tela de tergal para hacer vestidos, relleno de cojines, cucharas de palo, insecticida de hormigas, tapa juntas etc. Traspasabas la puerta, el sol de verano quedaba atrás chocando contra el blanco de la pared y te adentrabas en una cueva oscura y fresca con un mostrador gigante y estanterías atestadas. (En las tiendas nuevas se ha perdido el encanto del batiburrillo caóticamente ordenado, todo lo que hay es todo lo que ves, no hay espacio para la sorpresa ni para el descubrimiento, ni siquiera para la búsqueda, un aburrimiento). Soñaba con, de mayor, trabajar allí, que el tendero de cara sonriente, tono complaciente y ojos claros me enseñara el código secreto para encontrar todas y cada una de las cosas que mi madre y mi abuela le pedían. Todo lo que comprábamos en La Favorita, casi todo, eran trozos, apaños, partes de un algo, nada servía para nada por sí solo, todo debía juntarse, pegarse, usarse, coserse a otras partes, para ser útil.  

Cuando era tan pequeña que ni siquiera soñaba con ser mayor, había serenos en Madrid. Por supuesto no lo recuerdo pero mi madre siempre cuenta cómo el sereno les ayudaba a subirnos a casa, dormidos como ceporros, cuando llegábamos de viaje. Mi padre, mi madre y el sereno nos acarreaban hasta nuestras camas. 

En mi trabajo no arreglo nada, no encuentro tesoros, no ayudo a nadie. Ojalá supiera arreglar algo, aunque fuera una raqueta de ping pong.  


miércoles, 21 de junio de 2017

¿Tener razón o follar?


Extase de Isabel Miramontes
Tengo un amigo que dice que a la gente le gusta más tener razón que follar. Siempre le contesto que eso no es verdad, que lo dice porque a él se le ha pasado ya la edad de follar, o las oportunidades, o las dos cosas. O quizás nunca tiene razón. 

¿Qué me gusta más a mí? Me gusta tener razón, soy muy fan del TE LO DIJE y, sobre todo en el trabajo, adoro la carpeta de enviados de mi correo electrónico porque me ha permitido algunos YO TENÍA RAZÓN gloriosos. También me los he tenido que tragar, como es lógico y,  aunque pican, me los tomo como un partido de tenis, unas veces las cuelo yo en la línea y otras veces soy ya la que no lo ve venir. No me gusta pero así es el juego. A veces, sin embargo, tengo razón y no quiero tenerla porque cuando llega el momento en que sale a la luz que mi advertencia, mi aviso, mi llamada de atención era cierta, no encuentro satisfacción en ese reconocimiento a mi buen criterio. ¿Por qué? Porque tengo razón, porque esa persona es una impresentable y nos la ha jugado. Me paseo como un león enjaulado, me encabrono, me hostilizo, me pongo de muy mal humor, ironizo, la tensión me recorre el cuerpo, se me quita el hambre y la sed. Blasfemo e imagino conversaciones telefónicas en las que le digo: «Eres un impresentable, tú lo sabes y yo también. Voy a trabajar contigo porque no me queda más remedio pero quiero que sepas que te desprecio y que aplaudiré hasta romperme las manos si te pasa algo malo». Pero no puedo hacer nada, solo callarme.  

Algunos "te lo dije" saben tan amargos que no compensan. Mejor el sexo que, por lo menos, relaja.  


lunes, 19 de junio de 2017

Me gustaría

Me gustaría que los programas de radio no se pudieran ver, que las voces que salen de los altavoces, los auriculares o las entrañas de mi coche, nunca adquirieran materialidad corpórea, que fueran como los personajes de los libros que me gustan, que siempre estuvieran a salvo de decepcionarme. Me gustaría que los hombres que me enamoran no tuvieran jamás voces que me chirríen. Me gustaría tener la clase de Robin Wright y el sentido del humor de Margaret Atwood. Me gustaría ser capaz de llevar abrigos de terciopelo de colores y que en Amazon, los calcetines de rayas de colores desparejados existieran, también, para gente con los pies pequeños. Me gustaría saber caminar con las manos en los bolsillos con el estilo de Idris Elba. Me gustaría que volvieran las galletas de vainilla de mi infancia y tener la risa cantarina de mi hija María. Me gustaría que las gafas de vista cansada que uso cuando me meto en la cama a leer no me hicieran ojos de dibujo animado triste. Me gustaría charlar amigablemente con los diseñadores que este año han decidido que el volante es bello. Me gustaría que nadie dijera «¿no se te ocurre otra cosa?» y me gustaría poder contestarle «vuelva usted mañana». Me gustaría encontrar una almohada que me quiera y una maleta sin fondo como la bolsa de Mary Poppins. Y que no pese. Me gustaría que no se produjeran películas malas y que los clásicos en blanco y negro fueran obligatorios. Me gustaría que nadie comprara los libros malos, que esos ejemplares atroces cogieran polvo en librerías y almacenes y que terminaran sus días ardiendo en las chimeneas o estufas de las casas de gente que lee libros buenos. Me gustaría estar segura siempre de que la tarta de manzana es sin sin crema. Mejor dicho, me gustaría que la crema pastelera despareciera de los postres.  Y que los pimientos rojos no me sentaran mal. Me gustaría cenar siempre a las ocho y media y andar descalza a todas horas. Me gustaría saber qué ocurrió con la pareja que vi romper en Praga en el otoño de 2004 cuando él le propuso matrimonio y ella le dijo que no, moviendo la cabeza a un lado y a otro y diciendo «no, no, don´t do that». Me gustaría saber si fueron capaces de terminar el viaje juntos, si recuerdan  aquel momento y si él devolvió el anillo o se lo acabó dando a otra. Me gustaría saber si volverán a Praga, si yo volveré.  


jueves, 15 de junio de 2017

Odia al calor

El calor en mayúsculas aplasta, atora, embrutece, encabrona, crispa, hostiliza, da ganas de llorar, marea, debilita, hincha los tobillos, hace fluir riachuelos de sudor por el canalillo, marea, baja la tensión, quita el hambre, da jaqueca, desorienta, nubla la vista,  desconcentra, empana, ralentiza,  desorienta, provoca espejismos e impide dormir por la noche y adormece durante el día. 

El calor verdadero apaga la vida. No ilumina, nos envuelve en una bruma deslumbrante en la que todos los colores viven sin ganas, agonizan, esperando que el calor se canse. Las cosas, las personas, los edificios, los paisajes, todo pierde nitidez, sus contornos se difuminan y desdibujan. Hasta que no llegue el sol de otoño nada volverá a ser concreto. 

El calor es apocalíptico, llega como una plaga bíblica y no se puede escapar de él. Las calles se estrechan porque todos caminamos en plan comando, pegados a las paredes, aullando por encontrar la sombra. Llegar a casa no es garantía de refugio, abres las ventanas y descubres cómo se siente tu comida en el microondas. Tu cama, una hoguera. 

El calor que abrasa enmudece el mundo. Un tono rojo y denso lo cubre todo, amortiguando los sonidos. Solo oímos chicharras y, con mucha suerte, el zumbido sordo del aire acondicionado. Al caer la tarde, la noche, empezamos a escuchar algo: persianas subiéndose en busca de una inexistente brisa, los coches, los seres humanos atreviéndose a salir a la calle, ocupando las aceras y boqueando de puntillas para tratar de respirar aire que no provenga directamente del infierno de asfalto por el que caminan. 

El calor efervescente te aleja de los que quieres, los abrazos se vuelven pegajosos, el sexo se convierte casi en natación sincronizada y cualquier tipo de actividad física en el exterior se convierte en deporte de alto riesgo. 

Entonces, ¿qué nos ha dado el calor? Las sandalias, el placer de meter los pies en agua fría, las camisetas de tirantes, los ventiladores de techo que hipnotizan hasta cerrarnos los ojos, el gazpacho, el granizado de limón, los paseos por la orilla del mar, las piscinas al aire libre, las noches en la terraza, al fresco. 

Ajá. Lo que nos gusta del calor es todo lo que nos sirve para librarnos de él. 

Odio el calor. 


martes, 13 de junio de 2017

Dublín y las puertas de colores

El primer beso de mi vida fue con un irlandés. Tenía un nombre impronunciable que a mí me parecía mitad rusa, mitad nombre de mujer. Aquel irlandés besaba muy bien y se me llenó la camiseta de arena fría de playa irlandesa. 

Aquel irlandés era moreno y con los ojos marrones y, por lo que he comprobado este fin de semana, eso es bastante peculiar. En mi búsqueda de "frescos", mientras paseaba por Dublín, he observado que la mayor parte de la población tiene los ojos azules. He comprobado también que ellos, los hombres, han crecido mucho en estos últimos treinta años, son todos grandes, algunos demasiado, con cuerpo de estibadores de película de los años cincuenta. Con un traje parecerían fornidos gansterns y creo que podrían llevarme bajo el brazo como el que carga una barra de pan. 

Dublín es pequeño, es una de esas ciudades que se terminan. Caminas por una calle y, de repente, ves campo. Es tan pequeña que el plano turístico que te dan parecen haberlo hecho para impresionar, lo que en el plano parece estar a una distancia considerable se convierte en un «¿ya hemos llegado»? cuando coges una bici y te pones a pedalear. 

En Dublín las puertas son de colores y eso me ha parecido maravilloso. ¿Qué criterio sigues para pintar tu puerta de rosa, verde, azul o morado? Las casas se parecen todas y es, quizás, por eso por lo que las puertas brillan para saber cual es la tuya. 

En Dublín en cuanto te paras en una esquina con cara de despistado se te acercan cuatro o cinco personas para ofrecerse a ayudarte. Parecen desilusionados cuando les contestas que no hace falta, que sabes dónde estás y a dónde vas. 

En Dublín todo está húmedo por defecto. De partida, su estado vital es mojado y creo que por eso motivo parecen inmunes a la lluvia. El viernes de madrugada, al salir del concierto de Eddie Veder en un estado de euforia rayando el amor verdadero jarreaba en Dublin. Nosotros llevábamos jersey, calcetines, zapatillas y ¡tachan! chubasquero. Los irlandeses, por contra, miraban la lluvia consternados y sorprendidos «It´s raining» decían ellas en sandalias de tiras y ellos en pantalón corto. ¿En serio les sorprende que llueva en Dublín a las mil de la noche cuando llevaba todo el día cubierto de nubes grises? Fascinante negación de la realidad la suya. Tras observarlos atentamente he elucubrado la teoría de que por alguna extraña razón, los irlandeses tienen arraigado en su Adn más primigenio querencias de nuestros ancestros africanos y, a pesar de llevar milenios viviendo en una isla en la que jarrea sin cesar, cuando llega el mes de junio se quitan los calcetines, se ponen pantalones cortos y van en sandalias aunque haga 12 grados y jarree a cántaros. He comprobado también que según van haciéndose mayores y a base, supongo, de superar media docena de pulmonías en la edad adulta, a partir de los cincuenta años se visten de acuerdo con el tiempo que hace. Eso sí, les puede el amor a las sandalias de brillis aunque sean para pisar charcos. 

En Dublín hay pocos árboles en las calles pero muchos parques muy verdes, paseando por ellos y admirando sus praderas perfectas que invitan a tumbarte a retorzar, mi absurda mente se iba a Asterix en Gran Bretaña «Creo que con 2.000 años más de cuidados esmerados, el césped estará aceptable» 

A Dublín he ido a ver a Eddie Vedder y ha merecido la pena. Fue una noche mágica en un sitio de conciertos estupendo y hubiera sido muchísimo mejor si los irlandeses no bebieran como auténticas máquinas de succionar. Un ejército de curris alcohólicos yendo y viniendo a por cervezas continuamente, como lemmings hipnotizados mientras Eddie y Glen cantaban y me ponían los pelos de punta. Yo no bebí nada, cuando voy a un concierto me concentro tanto que no tengo ninguna necesidad fisiológica; suspendo el hambre, la sed, la necesidad e ir al baño, todo, estoy a lo que estoy y más con Eddie. Es bajito, canijo al lado de los irlandeses estibadores, y toca la guitarra regularmente, pero qué voz, madre mía, qué voz. Hay hombres con voces para el sexo y Eddie tiene una de esas. No hace falta ni que me toque. 

Paseando en bici por Dublin, descubriendo sus callejas que casi parecen decorados abandonados de televisión, haciendo fotos a sus mil puertas de colores, entrando en los pubs a comprobar que los irlandeses salen a ligar sin disimulos, visitando la impresionante cárcel, descubriendo graffitis callejeros o los retratos de Lucien Freud en una exposición en la que estábamos solos, paseando por el Trinity College he recordado a aquel chaval irlandés de nombre impronunciable que me dio mi primer beso. Quizás ahora haya crecido, quizás lleve sandalias cuando llueve a cántaros y quizás se acuerde de mí y mi camiseta llena de arena cuando oye hablar de España. 


jueves, 8 de junio de 2017

Pequeños detalles con importancia


En mi casa nos escurrimos cuando nos resbalamos y nos esnaframos cuando nos tropezamos. Las cuestas son pindias y tenemos sitios fijos para sentarnos a comer en la mesa de la cocina, el que está debajo de la ventana es el mejor y nos peleamos por él cuando su ocupante habitual no está. A la hora de la cena y en el desayuno somos más de jugar a las sillas musicales. En mi casa las judías pintas se comen con arroz y el pisto con huevo frito y patatas o no se comen. En mi casa no bebemos agua mineral y el agua del grifo jamás se mete en la nevera. En mi casa decimos «están locos estos romanos» y «comprad, comprad mis hermosos jabalíes». La alfombrilla del baño se cuelga siempre en su sitio y la noche de Reyes cantamos «niños buenos, niños buenos, juguetes les traerán. Niños malos, niños malos, carbones les traerán» poniendo voz grave de asustar. En mi casa los perros no entran en la casa y cuando llegamos todos metemos la mano en la abertura del buzón para intentar sacar lo que hay dentro, cuando hay algo dentro. Las patatas fritas siempre son de La Montaña y el tomate para freír Apis. Decimos archiperres y trastos y sabemos quienes son Juanito y Juanita los de "la pequeña" y Juanito el niño diabólico de la playa. En mi casa hay mantas de avión dobladas en cada brazo de los sofás y todos tenemos una manta favorita. En mi casa yo tengo fama de exagerar y mi madre de contar las cosas en tiempo real, tan real que sientes como te crece el pelo. En mi casa la mermelada siempre es casera y en la estantería de la escalera hay siempre una camiseta huérfana que no es de nadie y que nadie sabe como ha llegado hasta allí. En mi casa el pestillo del baño se atasca y hay que gritar «Ehhhhh» cuando te estás duchando y alguien se pone a fregar en la cocina. El café del desayuno se toma en tazón grande pero el te de la tarde en juego de té.  En mi casa hacemos reír a los bebes diciendo «Bobito, baboso, bobaina» con un gesto muy tonto con los labios y hasta hace muy poco, para dormir a los bebés,  cantábamos una canción muy macabra en la que Antón Carolina mataba a su mujer, la metía en un saco y la llevaba a moler, el molinero le descubría y decía «esto no es harina, esto es la mujer de Antón Carolina». En mi casa discutimos a gritos como cuando éramos adolescentes y podemos pasarnos días sin hablarnos; a veces damos miedo pero nos funciona, nada se encona tanto como para hacer crecer un bosque de resentimiento incompatible con la convivencia. Tomamos papilla de frutas y la llamamos «frutitas».En mi casa todos hemos leído Konrad el niño que salio de una lata de conservas y cuando alguien dice «ticket» contestamos «to ride». En mi casa se entra siempre por la puerta de la cocina, se cuelgan las llaves en una casita-llavero que hizo mi hermano cuando estaba en el colegio y se grita: Hola, ¿hay alguien?

domingo, 4 de junio de 2017

Hasta el último momento


«Lean... un tipo fantástico», sin razón, por impulso, pinché en el enlace y leí «Una derrota triste. Porque no era ninguna decisión, era una nueva renuncia, una prueba más de que no tienes la vida bajo control. Otro aprendizaje en la aceptación de la nueva realidad».

¿Quién había escrito esto? Pinché en el perfil, reconocí al autor y al ver que había publicado un artículo tres días antes pensé que debía estar mejor, que el tratamiento que seguía había funcionado. Al volver a twitter descubrí que acababa de morir, que había muerto ese mismo día y una extraña sensación de incongruencia empezó a invadirme. Volví a ver la charla por la que le conocí hace años, bucee en su cuenta de twitter, y la incómoda sensación fue creciendo y creciendo hasta ser una bola enorme en mi interior. 

«Vaya, parece que me han sentado mal los churros del desayuno, los tengo clavados aquí» fue lo último que dijo mi padre antes de desplomarse muerto en el acto. Esa frase me persigue desde hace veinte años ¿quién elegiría esa frase como sus últimas palabras? Mi padre no sabía que iba a morir y esas palabras son la prueba de que seguía vivo hasta el último momento. Estás y, en un instante,  dejas de estar.   

Hace veinte años no había redes sociales, ni internet, ni móviles, la muerte tenía menos resonancia. Alguien moría y podías, de hecho pensabas, creías, que cuando  se había ido apagando poco a poco, que el proceso lógico que te lleva a la muerte es un progresiva y más o menos lenta desconexión  de la vida. Inconscientemente creemos que te vas preparando, que te vas dando cuenta, que te vas muriendo poco a poco.  En la época de la tecnología, cosas como tuitear, colgar un post en Facebook, una foto en instagram o escribir un artículo están al alcance de casi cualquier enfermo hasta el último momento, convierten la muerte en algo incongruente, inoportuno, casi imposible. 

¿Cómo ha muerto hoy si ayer escribió un artículo? Porque te aferras a la vida, porque no sabes que es tu último momento, porque estás vivo hasta el último momento. 


jueves, 1 de junio de 2017

Lecturas encadenadas. Mayo

Un mes espectacular de lecturas, uno tras otro se han encadenado libros que me han enganchado. Este mes los recomiendo todos.

No tengo ni la más remota idea de como El Señor Maní, de A.B. Yehoshua ha llegado a mi estantería. Sé que fue un regalo pero no he conseguido saber de quién, he preguntado a unos y otros pero no he conseguido averiguarlo. Un libro de procedencia misteriosa con una historia desconocida y de un autor del que no había oído hablar en mi vida y que me ha encantado.

La historia de la familia Maní se organiza sobre cinco diálogos que van de delante atrás en el tiempo; el primer transcurre en los años 80 y el último en 1848. Cadaa uno sucede en una ciudad distinta y está protagonizado por personajes muy diferentes, a todos los une que a través de sus palabras rastreamos la historia de la familia Mani. Esta estructura narrativa exige al lector un esfuerzo para ir siguiendo el hilo entre un diálogo y otro,  para recordar los detalles y a la vez meterse en la piel de cada narrador y su propia historia.  Yehoshua es un grandísimo escritor que va cambiando de registro, lenguaje, tono y vocabulario en cada diálogo: una joven del siglo XX, un soldado alemán de la II Guerra Mundial, un soldado judío del ejército británico en la I Guerra Mundial, un pediatra polaco de finales del siglo XIX y un estudioso vendedor de especias en 1848. En cada diálogo, como es evidente e imprescindible, hay un interlocutor pero no oímos sus palabras. El talento de Yehoshua permite que el lector las imagine por las réplicas del único personaje que habla.

No es una lectura sencilla pero me ha gustado muchísimo. Yehoshua es un grandísimo escritor, reconociblemente judio, como Oz, pero distinto.
«-Aguarda... Antes fue aquella cena a la que nos habíamos visto obligados a participar: una cena muy  frugal consistente en pequeños platos de manzana, verdura hervida, granadas y sesos fritos; unos platitos de los que cada uno no es más que un símbolo de algo, una súplica, una barrera contra los enemigos, un deseo, una fantasía, aunque ninguno de ellos bastaba para saciar el hambre sino que no hacían más que abrirnos cada vez más el apetito».

El síndrome lector de Elena Rius  es un libro al que tengo un cariño muy especial. Hace dos veranos, su autora me envío el manuscrito en primicia. Recuerdo con especial cariño aquellos días de playa, mar, piscina y siestas disfrutando por segunda vez los textos de este libro. ¿Por segunda vez? Sí porque El síndrome lector es una recopilación, reordenación y reescritura de muchas de las anécdotas librescas que sobre libros, leer, lectores y lecturas Elena Rius (alias de la estupenda editora María Antonia de Miquel) lleva años escribiendo en su blog Notas para lectores curiosos  y que se agrupan en el libro bajo cuatro epígrafes: maneras de leer, el síndrome lector, curiosidades librescas y galería de bibliómanos.

Lo mejor que se puede decir de este libro es que desprende amor por la lectura y los libros. Al comenzar a leer te sientes en casa, o mejor dicho, o parte de un club «Hola, me llamo Moli y me encantan los libros» «Bienvenida Moli, pasa, todos te queremos aquí».

Lorenzo Silva lo explica mucho mejor que yo en el maravilloso prólogo del libro:
«Puede que no sean mucho, esos lectores. Puede que con el tiempo, el deterioro de la educación y la proliferación de las distracciones secan cada vez menos. Pero son los que hacen que escribir merezca la pena. Son ellos, aquejados del síndrome, los que sabrán valorar este libro, y darle (como a todos los demás que en el mundo son, fueron y serán) vida, belleza y sentido».
El cómic del mes ha sido Oscuridades programadas. Crónicas desde Turquía, Irak y Siria, de Sarah Glidden. En el año 2010, la autora, viajó con dos amigos  periodistas y un ex marine de los Estados Unidos por Turquía, Siria e Iraq. El propósito de su viaje era tratar de conocer, comprender y posteriormente reflejar, a través de su libro y sus dibujos, el papel del periodismo en la actualidad. Han pasado siete años desde aquel viaje de dos meses y la situación en los tres países visitados ha cambiado por completo: Turquía se ha convertido en una dictadura sin libertades y con el periodismo bajo sospecha y amenaza continua, Siria está completamente destrozada por una guerra civil que ha convertido a la mayor parte de su población en refugiados o muertos, e Iraq, que en el libro parece el sitio más peligroso, se recupera aún muy poco a poco de la invasión americana, la inestabilidad política y los ataques del estado islámico.

El mayor valor de Oscuridades programadas está en su presentación del papel del periodista, un papel muy alejado de todos aquellos tópicos que lo han empañado en los últimos años. No hay periodismo triunfalista, ni periodistas erigidos en salvadores de la democracia, los valores supremos ni la humanidad, no hay periodistas aleccionando sobre la importancia de su trabajo, ni periodistas protagonistas, no hay victimismo ni industria. En Oscuridades programadas hay dudas, hay interés, hay obsesión por contar historias pero sin prometer soluciones, hay interés en ser lo más objetivo posible y empeño en encontrar el mejor enfoque para contar la historia y, también, para conseguir venderla. Se persigue ver la realidad para poder contarla y se reflexiona sobre los errores al ejercer el periodismo.

En El Buscalibros he hecho una reseña muchísimo más extensa, pero Oscuridades programadas es un cómic muy interesante para reflexionar sobre el papel del periodismo, lo que debe y no debe ser, lo que puede y no puede conseguir y sobre cómo está cambiando su ejercicio y también su percepción. Debo añadir que los dibujos de Glidden, tan limpios, delicados y delineados producen un curioso choque con lo que se está contando. Al leerlo tenía en mente el enfoque que del mismo tema tiene Joe Sacco pero sus dibujos no pueden ser más diferentes.

Retrato de un matrimonio, de Nigel Nicolson me ha encantado. Otro libro al que llegué por una recomendación «Te va a encantar» y el recomendador acertó de pleno. El matrimonio que se retrata es el de Vita Sackville-West y Harold Nicolson, padres del autor del libro en realidad coautor porque de las cinco partes que componenen el retrato, dos son transcripciones de los textos que Vita escribiendo contando su vida y su historia de amor con Violet, la única de sus aventuras que puso en peligro su relación. Vita y Harold tuvieron un matrimonio increíble, duradero y, sobre todo, feliz para ellos dos.

Me ha conmovido su honestidad brutal con el otro y su sinceridad consigo mismos, también el consciente egoísmo sin límites de Vita y la compresión inteligente de Harold y me ha sorprendido la capacidad de ambos para construirse una relación, una vida, una familia a su medido, a salvo del qué dirán y de lo políticamente correcto. Los dos eran increíblemente inteligentes  y, su amor era más intelectual y de afinidad que físico, a pesar de que tuvieron dos hijos. NO fueron padres ejemplares ni pretendieron serlo ( y menos para lo que se estila ahora) pero su hijo habla de ellos con amor absoluto y completa admiración.

Vita escribe sobre su infancia.

«Creo que tenía plena conciencia de que, si no podía ser popular, sería inteligente; y conseguí labrarme una reputación de persona inteligente, nada merecida, porque está claro que no lo soy, pero duradera como todas las reputaciones. No creo que haya desparecido aún; la gente dice «Oh, sí, escribe, ¿verdad?», como si hubiera que ser inteligente para escribir. Nadie me odiaba en el colegio, o al menos eso creo; incluso me parece que muchas me apreciaban. Pero me importaba bien poco que me quisieran o no. Fueron mis años más rebeldes. Me empeñé en el estudio y llegué a ser más pedante que nunca. Conseguí aspecto de profesional del intelecto. Dejadme que me enfrente a esa condenada verdad».
Harold le escribe a su hijo cuando éste está en la universidad:
«No tiene sentido tratar de ser original. Esto conduce a meras contradicciones... y la gente contradictoria produce la peor especie de aburrimiento. Has de pensar las cosas por ti mismo. No empieces discrepando por principio de lo que piensan los demás. Quizá tengan razón. Pero elabora lenta, cuidadosa y silenciosamente tus propias ideas acerca de todas las cosas».
Me ha encantado.

Y con esto, y un bizcocho, hasta los encadenados de junio que ha empezado genial.


martes, 30 de mayo de 2017

Mañana es fin de mes

Mañana es fin de mes, es fiesta en la ciudad en la que trabajo y me toca mudarme en la ciudad en la que vivo. Siempre me mudo a fin de mes, o a principio, según se mire. Cada mes cambio de piel. Cada mes cojo mis cosas a cuestas y me mudo. Cada mes juro que en el próximo acarrearé menos, menos ropa y más libros. Voy dejando un rastro de trastos que al principio creo echar de menos y al final olvido. Uno aprende a no llevar. Al volver reencuentro objetos que me inquietan. Me sorprende que estén y me sorprende haberlos olvidado. Me ocurre lo mismo conmigo misma; me sorprende ser tan organizada al recomenzar mi mes de madre y me fascina mi habilidad para no hacer nada cuando estoy de solterismo. Un mes de locura y otro de rutina. Un mes de tranquilidad y otro de ser una bola de pinball. Un mes de cocinar y otro de cereales y jamón de york delante de la nevera. Un mes de contar lavadoras y otro de bucear a ver qué me queda limpio. Un mes de cama de 90 y el siguiente de 180. O no, porque los fines de semana duermo en una de 135 y soy a la vez rutina y locura. 

Estoy a gusto siendo nómada. Es como empezar un cuaderno nuevo cada 30 días y tener la oportunidad de reescribirme diferente y mejor. 

Mañana toca estrenar página.  

Mañana es fin de mes.  



jueves, 25 de mayo de 2017

Perdidos por el museo

@Bernard Chevalier
Pero ¿dónde se ha metido? Claro que él debe estar pensando lo mismo, qué dónde me he metido. O, bueno, quizás no se ha dado cuenta todavía. La verdad es que no sé cuando nos hemos perdido la pista. Ahora que lo pienso, yo tampoco sé cuando nos hemos despistado, juraría que no le he visto en las últimas tres salas. Voy a volver para atrás, por si acaso. Siempre nos pasa lo mismo, veinte años yendo a exposiciones y museos y veinte años perdiéndonos el uno al otro. Al principio no era así, al principio casi parecíamos siameses. Nos faltaban días y tiempo para estar juntos y el poco que sacábamos los pasábamos pegados aunque fuera caminando en una exposición, leyéndonos el uno al otro las cartelas y susurrándonos lo que nos sugería el cuadro, la escultura, el vídeo, el dibujo, la fotografía. Cuando todo el tiempo pasó a ser nuestro seguimos caminando pegados pero, con la certeza de irnos a casa juntos, la goma que nos unía se destensó poco a poco, sigue manteniéndonos juntos pero ya no tira, más bien, ahora que lo pienso nos sirve casi como el caminito de migas a Pulgarcito. Ahora tengo que ir recorriendo y recogiendo la goma para ver donde está este hombre. Ahí está, es inconfundible. Tieso como un palo, firme, probablemente por eso nunca le duele la espalda. Siempre me espera así, llegaba a las esquinas de nuestras citas, a mi portal, a la puerta del cine y yo, que siempre llegaba tarde, le veía plantado firme oteando el horizonte para verme llegar o, quizás, para estar preparado por si llegaba algún peligro. 

¿Qué está mirando? Las tres gracias de Regnault. A saber qué le habrá llamado la atención, apuesto a que se está fijando en el marco. Seguro que está pensando en si las esquinas perdidas del cuadro fueron la causa del marco romboidal o fue el marco romboidal el que tapó las esquinas del lienzo y, si es así, si habrá algo importante en esas esquinas. En cuanto se gire se lo pregunto, o no va a hacer falta, sonreirá y me lo contará. ¿Qué mira ahora hacia arriba? El clavel rojo de la mujer de la derecha. Rojo de clavel, amarillo de los culos y el blanco impoluto de su pelo. Siempre despeinado, siempre envidiado por nuestros amigos. «Cómo se te puso blanco con veinte años, no te has quedado calvo y pareces un genio despistado y no un viejo aburrido como nosotros» Cuando nos conocimos ya lo tenía blanco, no tan blanco y más corto. Me gusta como lo lleva ahora, me gusta meter las manos entre su pelo y alborotarlo. Sé que no le gusta pero se deja, a veces se duerme así, con las gafas en la punta de la nariz y mi mano en su pelo. En cuanto lleguemos a casa le voy a esconder esos pantalones, se le han quedado enormes, o se los compró gigantes, como el abrigo, pero eso es otro tema. Ese abrigo es su favorito y el mío. Está pasado de moda, recuerdo perfectamente el día que mi madre me explicó que esa tela se llamaba de "pata de gallo". Cincuenta años han pasado y sigo sin ver las patas de gallo por ninguna parte pero no lo he olvidado. Es su abrigo, con el que es más él aunque con él parece más grande, más ancho y con más hombros, con ese abrigo es una versión a la defensiva de sí mismo, pero él está tan cómodo que le cuesta quitárselo, en el restaurante le cuesta dejarlo en la silla, como si tuviera miedo de que alguien le robara su capa de superpoderes «¿De verdad te crees que alguien va a tener interés en robarte eso?» le digo yo. Por supuesto, se ha negado a dejarlo en consigna antes de entrar al museo, se debe de estar cociendo pero es una batalla perdida, sin su abrigo se siente menos él, las broncas que hemos tenido porque se empeña en llevarlo "por si acaso" hasta en las vacaciones de verano. 

Pues no se gira, sí que está concentrado. Voy a tener que avisarle de que tenemos que irnos, hemos quedado a comer. 

@Bernard Chevalier

La muerte de Marat de David. Este cuadro estaba en mi libro de arte de Cou, me pareció impresionante aunque de aquel libro, lo que más me impactó fue descubrir La vista de Delft de Vermeer, el motivo por el que estudié Geografía e Historia. No me creo que no escuche mis pasos, podría sentarme a esperar que se de cuenta de que me ha perdido...

—¿Qué miras girando la cabeza? 
—Ah, hola. ¿Dónde estabas?
—Buscándote. ¿Qué miras? 
—Estaba tratando de leer lo que pone en la carta de Marat. Ya sabes que no soporto no saber qué lee la gente. 
—Marat no está leyendo nada, está muerto.
—Ya me entiendes. ¿Nos vamos? 
—Sí, procuremos no perdernos. 
—¿Qué escribirías tú en una nota de suicidio?
—Pues creo que...


Más fotos de visitantes de museos en la web de Bernard Chevalier. 

martes, 23 de mayo de 2017

Hoteles sin padres

El problema de los hoteles, los restaurantes, los parques, los bares, las terrazas, los aviones, los cines o los trenes, no son los niños, son sus padres. 

Todos, padres y no padres, comprendemos que un bebé de meses llore desconsoladamente y sus padres, a pesar de hacer todos los esfuerzos posibles, no consigan calmarlo. Todos lo comprendemos, podemos sufrirlo más o menos, tener más o menos paciencia pero todos distinguimos un bebé llorando desconsoladamente de una   criatura diabólica a la que se ha hecho creer que por el simple hecho de tener pocos años puede hacer lo que le de la gana. 

Los niños no se ponen de pié en los asientos del cine, no corren escaleras abajo de la sala en medio de la película, ni hablan a gritos porque sean niños. 

Los niños no gritan en un restaurante, tiran la comida y corren entre las mesas porque sean niños.

Los niños no van en bragas y calzoncillos por un parque porque sean niños. 

Los niños no saltan en las hamacas de la piscina del hotel, ni cogen la comida con las manos del buffet, ni  tiran las toallas al agua porque sean niños. 

Los niños no gritan ni ven la televisión al máximo de volumen en la habitación del hotel porque sean niños. 

Los niños no golpean a otros bañistas en la piscina, no pegan pelotazos o berrean hasta conseguir lo que quieren porque sean niños. 

Todas esas cosas increíblemente molestas y desagradables las hacen porque nadie les ha enseñado un mínimo de educación y las reglas de cortesía que han de seguirse en los espacios públicos que se comparten con otras personas. 

Todas esas cosas las hacen los niños porque sus padres consideran que "son niños" y que, por tanto, son seres de luz que no necesitan tener límites, ni normas, ni recibir una regañina cuando no se comportan como deben. Y sí, hay deberes en el comportamiento o viviríamos en la jungla. Todas esas cosas las hacen los niños porque sus padres no saben comportarse, no quieren resignarse a que hay determinadas cosas que no pueden hacerse con niños y ellos mismos son maleducados. 

Los niños son niños y hacen cosas de niños: se cansan antes, no saben manejar su frustración, lloran y pueden agarrarse pataletas infernales, pueden caerse, tropezar, salpicar y no parar quietos. Todo eso es normal y comprensible. La línea que separa un comportamiento de niño normal de un niño maleducado todos la tenemos muy clara. Otra cosa es que ninguno quiera aceptar que su hijo es un maleducado y que la culpa es suya. 

Educar a nuestros hijos es sin duda la tarea más ardua, más lenta, más frustrante y desesperante de nuestra vida. No suele dar recompensas inmediatas, no te hace el padre más popular de tu casa y te convierte en un loro de repetición. Es cansado, interminable e infinito pero imprescindible. Si te rindes, si decides que ya vendrá el Hada de la Suerte a educarlos cuando tengan catorce, asume que nadie quiera sentarse cerca de tus hijos a esperar que el milagro ocurra.  

¿Hoteles sin niños? 

Hoteles sin maleducados, pero mientras esto sea imposible y va camino de serlo, entiendo perfectamente que haya gente que quiera un hotel en el que no tenga  que soportar a padres maleducados malcriando futuros demonios.  


lunes, 22 de mayo de 2017

La Casa Amarilla y las fiestas de Gatsby


La Casa Amarilla es la casa más especial en la que he estado nunca. Es especial porque es amarilla y porque su encanto sigue intacto a pesar de los años. Cuando de adulta, y con mis hijas, volví a entrar en ella, lo hice pensando que el recuerdo que de ella tenía se caería al suelo hecho añicos al enfrentar mis recuerdos y sensaciones de niñez a la realidad, pero no fue así. Seguía siendo igual de mágica. No, igual no, mucho más. Temí que los espacios me parecieran más pequeños, la decoración ajada o la distribución absurda e incongruente, pero nada de eso ocurrió. Es una casa majestuosa, con una escalinata casi como la de Tara y un salón inmenso. Allí seguía la mesa de ping pong delante de la chimenea, los tresillos  colocados a los lados para que imaginarios espectadores se sentaran a contemplar a los jugadores, los grandes ventanales a la terraza y, al fondo del salón, la rotonda circular con el banco corrido forrado de terciopelo oscuro, granate profundo creo recordar. Recorrí la cocina, el office, todo con su decoración original, muebles blancos, de los años cincuenta, coronados por una pesada encimera de mármol blanco. Todo estaba exactamente igual que treinta años antes cuando entrábamos corriendo hasta aquella cocina, descalzos y con el bañador mojado, a por la merienda. Lo mejor del interior de la casa era, sin embargo, algo a lo que solo nos daban acceso algunas veces, los pasadizos. La Casa Amarilla tenía (y tiene) pasadizos; a través de un armario te podías arrastrar por pasadizos para llegar a otra habitación. 

En aquella casa nos sentíamos especiales, mágicos, mayores, independientes, protagonistas de un libro de Los Cinco o de una película, de una vida que no nos pertenecía, que no era la nuestra, pero a la que nos daba acceso aquella casa. Tenía un jardín inmenso con recovecos para esconderse, arriates plagados de rosas a las que no dedicábamos ni medio segundo pero que nos servían para escondernos cuando jugábamos a polis y cacos o en los que buscábamos las pistas en las ginkanas. Había un pozo, una pista de tenis, un garaje lleno de telarañas y trastos viejos al que sólo entrábamos para sacar "La rana", un armatoste de hierro verde que pesaba un quintal y que se guardaba ahí durante todo el invierno. Había también un sinfín de escaleras para subir y bajar a la terraza que envolvía toda la fachada y al fondo del enorme jardín, en la zona en la que sólo nos adentrábamos cuando teníamos un plan en mente, había otro pozo, un precioso invernadero y unos vestuarios que nos llenaban de intriga. ¿Por qué estaban ahí? ¿Quién los había utilizado? Unos estaban decorados con unos preciosos azulejos azules y otros con azulejos rosas, la puerta de cada uno de ellos pintada en el mismo tono. ¿Para qué se necesitaban vestuarios? Nosotros llevábamos el bañador siempre puesto, nos quitábamos la camiseta y los pantalones, nos metíamos en la piscina y después nos íbamos, con el bañador mojado a casa, sin preocuparnos si quiera de vestirnos. 

La Casa Amarilla era como la casa de Gatsby. Entonces no lo sabía, no sabía quien era Gatsby, ni Scott Fitzgerald, ni sabía nada de los felices años 20 ni de amores desgraciados y amantes desagradecidos pero en La Casa Amarilla todos los veranos se daba una fiesta que nos hacía sentirnos especiales, ligeros e importantes. Vivos. En aquella fiesta a la que éramos formalmente invitados no se podía llevar el bañador puesto, iba en una bolsa, aunque no recuerdo haber utilizado los vestuarios misteriosos. Llegábamos, vestidos y peinados, a una hora en la que normalmente teníamos las uñas llenas de mugre y el pelo enredado, para disfrutar de la mejor fiesta del verano. Tras ser recibidos por los anfitriones solemnemente, entre risitas de nervios y vergüenza ridícula porque éramos los mismos que habíamos estado montando en bici por la mañana, nos cambiábamos de ropa. 

La piscina de La Casa Amarilla era como la de Gatsby, más grande que ninguna otra, recorrida por una valla metálica con puerta, de azulejo majestuoso, con rayas pintadas en el fondo y con un trampolín de tres alturas al que había que subir por una escalerilla con varios, muchos nos parecían, peldaños. Era una piscina de señores y estaba fría, muy fría. De hecho, creo recordar que sólo nos bañábamos allí por las mañanas cuando recibía algo de sol, las tardes eran sombrías porque los enormes árboles la tapaban casi por completo. 

El día de la fiesta, daba igual el frío, la piscina era lo mejor, lo más divertido, lo que nos servía para romper el hielo de la solemnidad artificial y volver a ser nosotros en pandilla. Además, no era un baño normal, había "pruebas". La madre de nuestros amigos, la mejor anfitriona de fiestas infantiles que yo he conocido jamás, organizaba carreras individuales, competición de saltos y luego, la prueba estrella, la que esperábamos todo el verano, aquella de la que no habíamos parado de hablar y que nos proporcionaría hazañas para comentar para otro año. No sé de dónde sacaba un enorme mástil de madera, pulido y resbaloso, que atravesaba a lo ancho de la enorme piscina. En parejas, cada uno desde un extremo, cruzábamos el mástil manteniendo el equilibrio pero intentando desestabilizar al otro, solo podía quedar uno. Si los dos contrincantes llegaban al centro del mástil se trataba de conseguir hacer caer al otro, pero sin tocarse. Uno tras otro, íbamos cayendo en sucesivos duelos de equilibrio, mientras los eliminados gritábamos (yo siempre era de las que gritaba en una etapa temprana de la competición) desde la valla. Tensión, nervios, gritos, emoción, acusaciones de trampa, sospechas de que uno de los lados del mástil resbalaba menos, caídas, todas las emociones infantiles se disparaban en aquella piscina. Era maravilloso. 

Con el campeón declarado, los nervios ya relajados y los bañadores desaparecidos al fondo de las bolsas, transcurría el resto de la fiesta: había música, una merienda increíble en la terraza "de los mayores", juegos, carreras, oscurecía según se ocultaba el sol tras la falda de La Peñota y cuando caía la noche del todo ninguno quería marcharse. Nos prometíamos que al día siguiente volveríamos a la piscina, volveríamos a competir en el mástil, repetiríamos paso a paso todo lo que habíamos hecho en aquella tarde; queríamos vivir eternamente en aquella fiesta. 

Nunca lo conseguimos, claro. Entonces no lo sabíamos pero los momentos tienen su instante, tienen su envoltorio, su luz y su ritmo y no se puede volver a ellos. Fuimos niños con suerte, invitados recurrentes de Gatsby, varios veranos retornamos a aquella fiesta según íbamos creciendo, pero se nos acabó. 

Muchísimos años después de aquello, el jardín se dividió. La Casa Amarilla, sus terrazas, la pista de tenis y el garaje de La rana quedaron a un lado y al otro, como huérfanos y sin sentido, la piscina, el invernadero, los parterres y los vestuarios de colores. Las herencias son así.  Pasados los años, la piscina apareció llena de tierra. "Bueno, era una piscina enorme, llenarla debía costar una pasta, total ya vienen poco", pensé. 

Hace quince días, nos colamos en el jardín, la valla de la piscina ya no estaba, el trampolín , arrancado del suelo, yacía tumbado como el esqueleto de una jirafa, pero los elegantes azulejos volvían a verse. «A lo mejor van a renovarla». Con esa idea vagabundeamos por el jardín, por los parterres que ya no tienen rosas, les contamos a los niños historietas, «Mamá, cuenta otra vez lo de las fiestas" y volvimos al invernadero, ya desvencijado y a los vestuarios de colores. Mi hermana y yo, allí con nuestros hijos, volvimos a soñar con el mástil, las fiestas, los bañadores mojados olvidados al fondo de las bolsas y las medianoches en el terraza.

Ayer pasé de nuevo y unos cimientos cubren el hueco de la piscina. Ahora ya no podré volver nunca al lugar de las fiestas de Gatsby.