jueves, 23 de agosto de 2018

No soy yo, es el madrugón.

Dormir. Dormir. Dormir. Estar durmiendo. Descansar. No puedo pensar en otra cosa.Levantarme a las seis de la mañana me quita las ganas de vivir, me arruina el ánimo y hace que mi estado de ánimo bascule entre el odio intenso hacia toda la humanidad y el llanto descontrolado y ansioso. Levantarme a las seis de la mañana ralentiza el tiempo, las horas pasan despacio y el momento de dormir no llega nunca porque me levanto a las seis pero no me acuesto a las nueve. Madrugar de manera insana convierte todas las canciones de mi lista Drive en nostálgicas historias de gente abandonada con la que empatizo hasta las lágrimas. Lloro con las canciones, con los podcasts y hasta con las cuñas de radio "Para resolver un marrón, conecta con Manolón". Ni las hormonas de la regla me hunden tantísimo. Miro a la gente que trabaja conmigo, a los demás conductores, a la recepcionista de la clínica de rehabilitación, a mi fisioterapeuta, al gasolinero intentando adivinar por sus caras, por su ánimo si han dormido más que yo, si son gente con suerte que madruga lo justo o desgraciados como yo que viven sus días lamentando dormir poco.  Madrugar me convierte en una máquina de autodestrucción: no duermo, tomo manzanas a media mañana, como ensalada, hago treinta y cinco minutos de bici estática, emprendo una tarea de bricolaje, lo intento con las sentadillas. Otros lo llaman vida saludable pero yo sé que estoy tratando de acabar con mi vida, para no sufrir más, para poder dormir. «Si madrugas aprovechas el día». A las seis de la tarde, aparcada en la puerta de mi fisio y llorando de autocompasión no entiendo porque a estas ganas de matar lo llaman aprovechar el día.  Yo era alguien de provecho, alguien divertido, animoso, de colores y estos madrugones me convierten en una babosa reptante. Sueño despierta con una cama, con una siesta, con derrumbarme en brazos de alguien escurriéndome de sueño. Madrugar me provoca una tristeza tan intensa que a las nueve de la mañana creo que no podré con el día. Por culpa de estos madrugones cancelo planes, anulo reservas, invento excusas para no quedar, para no hacer, me desconecto en las conversaciones y encuentro toda la comida insípida. Madrugar  eleva a niveles estratosféricos mi autocompasión, me rebozo en ella. Me paso el día compadeciéndome, añorando la paz en el mundo, la justicia social, mis doce años, mis zapatillas camping amarillas y su olor a letrina de legionarios al final del verano. Madrugar me ha hecho arreglar mi bici y salir a pasear. Madrugar me da agujetas y me provoca nostalgia de la infancia de mis hijas, miro fotos de hace siete años y pienso que entonces ellas eran más monas, más ricas, más simpáticas, iban mejor vestidas, yo era mejor madre, yo dormía. Lloro de nostalgia y agotamiento y las llamo: 

—Chicas ¿qué tal por allí?
—Fenomenal, lo estamos pasando de coña. ¿Qué te pasa?
—Que os echo mucho de menos porque sois monísimas.
—Mamá, ¿has vuelto a levantarte a las seis? Te hemos dicho mil veces que madrugar te sienta fatal. 

Madrugar me embota, me paraliza, me quita fuerzas, anula mi curiosidad, levantarme a las seis de la mañana hace que me repita y por eso éste es el cuarto o quinto post que escribo sobre el tema. No me lo tengáis en cuenta que lloro.  



domingo, 19 de agosto de 2018

Los trece, la estación sin parada.

–El domingo cumples trece años. Este año no estás dando nada la brasa con tu cumple.
–Ya, ya lo sé. 
–Los trece son un número raro ¿verdad? 
–Sí, catorce molarían más pero claro hay que pasar por los trece antes, pero los trece no me apetecen. 

Los trece son ni fu ni fá. Si además llegas a ellos en segunda posición, detrás de tu hermana, ni siquiera tienen la novedad ni para ti ni para nosotros de intentar descubrir cómo serán. Ya tienes claro que los trece son como la antigua estación de cercanías de Pitis, en Madrid, una estación sin parada. 

Los trece son segundo de la ESO que es otro curso insulso, sin gracia. No tiene la emoción de lo nuevo, del estreno, ni el aura de ser ya "de los mayores". Los trece están a medio camino entre ir al Burger a merendar y sentarte en el parque,  en el respaldo de un banco a ver pasar las horas mientras cuchicheas sobre chicos y ligues. 

Los trece son subirte al tren de "ser mayor" pero con acompañante. Son sentarte a pensar qué más adelante hay vida por vivir, que quieres hacer algo con todos esos años que te esperan aunque no tengas claro qué quieres. Los trece son, todavía, seguros. Cualquier decisión es revocable, ante cualquier miedo puedes refugiarte en casa, en mis brazos, en los de tu padre. Los trece son aburridos pero estables, seguros.  Los trece son casa. 

Vamos a vivir tus trece años sin sorpresas e intentaremos que sean divertidos. Vamos a viajar, a reírnos, a discutir por nuestros diferentes conceptos de la palabra "ordenado", vamos a charlar sobre mis elecciones de menú para la cena. Vas a seguir sacándome de quicio con tu irritante manía de hablar muy deprisa poniendo voz de absurda protagonista de sitcom americana cuando quieres pedir permiso para hacer algo que sabes qué no me va a gustar. Y, sobre todo, sé que vas a seguir taladrándonos con la absoluta necesidad que tienes de tener una habitación para ti sola. 

Hoy cumples trece años y estás impaciente por cumplir catorce, quince, «los dieciséis sí que molan».  No tengas prisa, vamos a disfrutar los trece pero, por favor, mientras tanto, cierra la puerta del baño, no te cuesta nada. 

Feliz cumpleaños, pequeña bruja. 

jueves, 16 de agosto de 2018

Me gustaría...

Me gustaría saber qué se siente siendo «personal autorizado» cuando cruzas una de esas puertas por las que solo puede pasar «personal autorizado». Me gustaría saber quién era el hombre grabado en los pendientes de una de las señoras viejísimas que alquilaban casetas en la playa de Nazaré. Me gustaría saber porqué, en la era de internet, en la época de «escudriña hasta el último rincón del cajón de los cubiertos del apartamento que vas a alquilar», Portugal está lleno de mujeres viejísimas sentadas a la puerta de sus casas con carteles de "se alquilan habitaciones". Me gustaría saber si alguien para y les pregunta y si, cuando les llevan a sus casas, les hacen bacalao para cenar y les dan toallas bordadas.  Me gustaría llegar a ser una mujer viejísima pareciendo una mujer viejísima, que se me vieran todos los años que espero vivir. Me gustaría que a Cher se le vieran los años que ha vivido y que en Mamma Mía 2 no pareciera un paso de Semana Santa. Me gustaría tener días suficientes en el verano para poder ponerme toda la ropa de verano que tengo o, si lo de los días es imposible, superar el impulso que me empuja a ponerme, todos los días, la misma camiseta roñosa y los mismos pantalones cortos  cuando llego de trabajar. Me gustaría que mis perros, cuando me tumbo a leer,  además de darme lametones me dijeran «deja de preocuparte». Me gustaría no seguir siendo aquella niña de ocho años que se quejaba tanto de dolor de cabeza, todas las tardes, que hasta mi madre me llevó al médico por si me pasaba algo. No me pasaba nada, solo me preocupaba el colegio al día siguiente. Me gustaría no acojonarme cuando me despierto con ansiedad y trato de convencerme de que me estoy agobiando con antelación. Me gustaría que mi tintero con tinta verde hiedra no se hubiera abierto en mi estuche o que, por lo menos, se hubiera derramado entero y el estuche fuera ahora completamente verde hiedra. 

Me gustaría no haberme dado cuenta, anoche mientras me lavaba los dientes, de que ya nunca en la vida podré ser "staff writer" en el New Yorker. Me gustaría que ese pensamiento no me hubiera llevado a hacer una lista de todas las cosas que hice en su día y ya no puedo volver a hacer:  dar vueltas en bici alrededor de la pérgola de la casa de mis abuelos. Ir vestida igual que mis hermanos. Vestir a mis hijas iguales. Amamantar. Parir. Follar por primera vez. Sentirme al volante indefensa y en peligro y, a la vez, independiente y poderosa. Volver a probar el hígado. Llamar a alguien abuelo, abuela, papá. 

Me gustaría haber escrito algo divertido y frívolo. Algo tonto y sin mucho sentido. Algo atolondrado. Algo para reírse y pensar «es verano, todo es de colores y la vida mola muchísimo» pero no se me ocurre nada.   


lunes, 13 de agosto de 2018

Portugal, el vecino desconocido

Uno cree que conoce a su vecino porque se cruza con él algunos días, amodorrado, a primera hora de la mañana cuando sale de casa para ir a trabajar. Intercambia tres palabras en el ascensor o en el portal y se instala en uno la sensación de conocer. Una sensación absolutamente falsa porque si te paras a pensarlo al sentarte en el coche o al coger el metro eres incapaz de recordar cómo se llama, en qué piso vive o qué ropa llevaba puesta. 

Uno cree que tiene algo en común con su vecino porque en las cuerdas del tendal, al otro lado del patio, ve ropa interior, sábanas, toallas, ropa interior y, de vez en cuando, como en sus cuerdas, un mantel y servilletas. Si tiene mantel y servilletas en algo se parece a ti, piensas, no es uno de esos salvajes que come sobre la mesa o, peor, directamente en la encimera o con bandejita. 

Uno cree que sabe cómo es la casa del vecino porque sabe cómo son sus ventanas, qué ve desde su salón o cómo entra el sol en su cocina por las mañanas, con timidez en invierno y de manera implacable en verano. Uno cree que sabe si su vecino, a la hora de la siesta, se tapa con manta o duerme en camiseta porque comparten medianera y escucha su televisión al otro lado de la pared. 

Uno piensa que sabe en qué trabaja su vecino, lo que come, o lo que lee porque cogen la misma línea del metro, compran en el mismo supermercado y es la misma biblioteca la que tienen cerca. 

Uno cree que su vecino es un triste porque una vez, sin tener el vecino ninguna culpa, se puso a llorar con él y esa pena se quedó pegada a ese vecino.

Y cuando uno está lleno de certezas y cree que conoce a su vecino, que nada va a sorprenderle y que ese vecino es más o menos como él, con sus cosas pero parecido... un buen día, va a Portugal y no sale de su asombro. 

Descubres que no conoces a tu vecino. Que todo lo que habías pensado o creído o, mejor dicho, todo lo que ni siquiera habías pensado o creído sobre él es erróneo o simplemente imaginario. Caes en la cuenta de que habías confundido la cercanía, la vecindad con el conocimiento. Entras en casa de tu vecino y nada es cómo habías (no) imaginado. Tiene horarios distintos,  los muebles al revés, el sol no ilumina exactamente igual que en tu casa, tiene un lenguaje parecido al tuyo pero con su propio ritmo y hasta su relación con la temperatura ambiente es muy diferente a la tuya. Los colores que tú hubieras jurado que iban a ser exactamente iguales que en tu casa parecen distintos. Y los olores, nada huele igual. No es mejor ni peor, lo que te sorprende es que sea tan distinto, tan diferente, tan él y no tan tú.

Te sorprende tu vecino y te sorprendes al pensar que por alguna razón idiota creías que conocías Portugal y no tenías ni la más remota idea.  

He estado en Portugal y he sido ese vecino idiota que creía conocer a la persona al otro lado del descansillo. He estado en Portugal y he sonreído. He estado en Portugal y me ha gustado todo, hasta el ciervo surfero de Playa do Norte, porque sí, porque todos tenemos errores en casa. 


miércoles, 1 de agosto de 2018

Lecturas encadenadas. Julio


Cliffhanger. Karin Jurick
«Querida Verónica:

Si
no
pensamos
en
el
principio
nunca
habrá
final.

                                       A».


Tengo que recoger a dos niñas que llegan en tren, ir a rehabilitación para tratar de no quedarme
manca, preparar una lasaña (sin gluten) para comer y sacar tiempo para darme un baño en la piscina así que vamos al lío de los encadenados sin detenernos en reflexiones sesudas.

Empecé julio con un novelón.  Posesión de A.S Byatt , llegó a mis manos vía Iberlibro tras tres recomendaciones de gente de la que me fió muchísimo: mi amiga Di, la librera Silvia Broome y Elena Rius.

Posesión es todo un novelón. Novelón es un concepto que, para mí, significa muchas páginas, una gran historia y algo de amor. Si además transcurre en Inglaterra, toman té y hay niebla y lluvia la combinación es perfecta. Si, además, todos son educadísimos, muy cultos, intercambian conversaciones inteligentes y hay personajes que recuerdan a la mejor tradición inglesa como el malvado americano trepa, la pobrecilla secretaria a la que nadie hace caso, el conde empobrecido pero muy malhumorado y ancianas con gatos, no se puede pedir más.

En Posesión, Byatt, escribe dos historias. Una casi detectivesca, con buenos y malos, que buscan la verdad pasada y desconocida sobre un par de escritores decimonónicos y, otra , sobre esos dos escritores. Las dos historias corren paralelas, intercalándose una con otra. Por un lado encuentras las intrigas universitarias, el ansia de ser el primero en saber, en conocer, en poseer la verdad para ser la máxima autoridad, los recelos investigadores, la prisa por publicar y por otro lado encuentras el ritmo pausado y calmo de las relaciones que se establecían por carta, cuando entre una pregunta y su respuesta podían pasar días. La historia de amor por carta que se descubre muchos años después y la trepidante necesidad de conocer esa relación, se intercalan. Además, es una novela sobre escribir, sobre buscar la inspiración, encontrarla y desesperarte, una vez hallada, intentando plasmarla tal y como suena en tu cabeza. Y habla también del amor a los libros, a tenerlos, leerlos y descubrirlos.  Es una novela estupenda que, advierto, intercala larguísimos poemas épicos que los dos escritores decimonónicos escriben y que se pueden saltar sin perderse nada de la trama.

«De vez en cuando hay lecturas que ponen de punta los pelos del cuello, la pelleja inexistente, y los hacen temblar, cuando cada palabra arde y reluce dura y dura, infinita y exacta, como piedras de fuego, como puntos de estrellas en la oscuridad: lecturas en las que el conocimiento de que vamos a conocer lo escrito de otra manera, o mejor, o satisfactoriamente, se adelanta a toda capacidad de decir qué conocemos ni cómo. En esas lecturas, la sensación de que el texto ha aparecido para ser enteramente nuevo, única antes de ser visto, va seguida, casi de inmediato, por la sensación de que estuvo ahí siembre, de que nosotros los lectores sabíamos que estaba ahí, y que siempre hemos sabido que era como era, aunque reconozcamos por primera vez, tomemos plena conciencia de, nuestro conocimiento».

Instrumental. Memorias de música, medicina y locura, de James Rhodes  no me ha gustado. Sé que es una opinión poco popular pero no me ha gustado. James Rhodes me cae bien, me parece admirable que haya sobrevivido a cinco años de abusos sexuales por parte de un profesor, a una adolescencia terrible y a una juventud de autodestrucción y depresión. Aplaudo con entusiasmo su capacidad para transformar toda la ira, la furia y la rabia en ganas de vivir, en entusiasmo, en optimismo, en una actitud de "voy a disfrutar de la vida" en vez de convertirse en un amargado, cosa a la que por otro lado tendría todo el derecho del mundo. Con todo, el libro es flojísimo. Lo mejor, para mí, es lo que cuenta al principio de cada capítulo sobre una pieza musical y que es lo mismo que cuenta en sus varias listas de Spotify que os recomiendo encarecidamente si, como yo, no sabéis nada de música clásica.

Sé que, a lo mejor, no soy la persona indicada para criticar este libro porque yo también he escrito un libro, de escasa valor literario,  contando una experiencia personal que probablemente a mucha gente le parezca peor que el de Rhodes pero, como lectora, mi opinión es que el libro es flojo. Valiente pero flojo. Aún así hay algunos pasajes que sí me han gustado, con reflexiones interesantes, como éste:

«Se trata de una adicción que resulta más destructiva y peligrosa que cualquier droga, que casi nunca se reconoce, de la que se habla aún menos. Algo insidioso, generalizado, que ha alcanzado niveles de epidemia. Es la principal causa de esa actitud de creerse con derecho a todo, de la pereza y la depresión en la que estamos inmersos. Es todo un arte, una identidad, un estilo que te brinda una infinita e inagotable capacidad de sufrimiento.

Es el Victimismo».

Además, Rhodes me ha descubierto la primera pieza de música clásica a la que me he hecho adicta.

El orden en que los libros aparecen en tus manos, en que encuentran su momento, a veces, juega en su contra y eso le ha pasado también a Rhodes. Nada más acabar sus memorias, me enfrasqué en El club de los mentirosos, de Mary Karr, un libro que me recomendó Lara Hermoso. Karr, como Rhodes, cuenta su vida, su historia, su infancia, la vida de sus padres. Cuenta, también, varias historias de abusos, una de ellas terrorífica, que implica a un adulto que la cuidaba cuando tenía ocho años. Sus padres, además, a los que ella adoraba eran alcohólicos y su madre sufría graves brotes de cosas "de los nervios" que escondían una historia que Mary Karr no descubrió hasta muchos años después.

Karr escribe tan bien que se te quitan las ganas de intentar escribir nada. «Mary maneja el lenguaje con la soltura de una poeta, precisamente porque lo es: suelta palabras que tradicionalmente no deberían aparecer y crea para ellas usos novedosísimos» dice Lena Dunham en el epílogo. Maneja el ritmo de la historia y también los tiempos, hace digresiones sin perderse, sin resultar superficial, ni repetitiva y sin dar lecciones morales. El tono me ha recordado muchísimo al de El bar de las grandes esperanzas, obviamente su autor le debe mucho a este libro. Leyendo estas memorias también he pensado que sobre una base real, Karr ficción porque es imposible que una niña de cinco, seis, siete años recuerde los hechos con esa capacidad de detalle. Los hechos, sin duda, son ciertos pero la manera de contarlos es ficción porque no podría ser de otra manera, porque así trabaja nuestra memoria, reescribiendo nuestros recuerdos.

Karr tiene otros dos volúmenes de memorias que aún no se han publicado en castellano y a los que seguiré la pista. Lo recomiendo muchísimo.


«He llegado a creer que el silencio puede engrandecer a una persona. Y el dolor, también. La emanación de un silencio pesado y triste puede investir a alguien de una dignidad absoluta».

Conjunto vacío de Verónica Gerber Bicacci fue una de las recomendaciones de los Tipos Infames en la Feria del Libro junto con Temporada de huracanes de Fernanda Melchor que ya recomendé el mes pasado. Me ha gustado mucho pero no es un libro para todo el mundo. Verónica cuenta su vida o la de alguien que se parece mucho a ella, en primera persona, a base de diagramas de Venn. Mi vida en diagramas de Venn la definiría bien. Es la historia de la protagonista (Yo) y la de la ausencia de su madre, y la de Alonso, y la de su hermano, y la de su abuela y de los diagramas de Venn que cada uno de sus personajes genera y que a veces interceptan, "conjunto intersección" y otras no. Empieza así: «Mi expediente amoroso es una colección de principios» y, pensándolo tras haber llegado al final, la novela es mejor al principio que al final, pero la apuesta arriesgada de Verónica merece muchísimo la pena. Es una novela de desamor que se monta y se desmonta como un puzzle, está escrita y dibujada, las cosas que pasan se representan para ordenarlas, para aclararlas, para darles sentido o tratar de dárselo. Es original. Agria y tierna y visualmente sorprendente.

«Empezar muchas veces el mismo texto es, al menos, una insistencia por contar y entender la misma historia.

De otra forma uno fracasa una y otra vez empezando relatos distintos que siempre terminan igual.

De otra forma uno fracasa una y otra vez intentando desordenar el tiempo».


Y con esto y diez días más de vacaciones por delante en los que espero leer muchísimo, hasta los encadenados de agosto.


PS: acabo este post siete horas después de haberlo empezado, con las niñas recogidas, la rehabilitación hecha y una lasaña condecorada como una de las tres mejores que he preparado en mi vida. Me falta el baño.



lunes, 30 de julio de 2018

Fuerteventura. Volveré.

Escribo mentalmente el último post de este diario mientras preparo la maleta, sigo escribiendo mientras desayunamos, y continúo añadiendo cosas en lo que terminamos de recoger la casa y nos metemos en el coche. Para cuando llegamos al aeropuerto, facturamos, pasamos el control de seguridad y yo pruebo otros cuatro perfumes del duty free, el post está entero en mi cabeza listo para ser escrito. «En cuanto despeguemos, saco el ordenador y lo dejo preparado». En cuanto despegamos y me propongo seguir con el plan establecido el portátil está sin batería. El post, las líneas perfectas que yo había dibujado se esfuman al contemplar el icono de la batería en rojo, latiendo sin ganas, a punto de morir. 

Como soy una chica de recursos y un bolso como Mary Poppins, saco el cuaderno rojo que empecé con el año y mi pluma de tinta verde, dispuesta a terminar este cuaderno escribiendo a mano las notas que pululan por mi cabeza y que todavía esté a tiempo de cazar para escribir el post que he perdido o algo que se le parezca mucho. Antes de ponerme a cazar retazos de ese post mítico y perdido, descubro que la presión del vuelo, o algo así, hace que la tinta verde se comporte de manera extraña, descontrolada. Al final de cada renglón (uso siempre esta palabra desde que leí a Xosé Castro lamentarse del uso ubicuo de la palabra línea con lo bonito que es un renglón) la tinta estalla en una burbuja verde que deja un bonito rastro, como de pisadas, en las últimas páginas de este cuaderno. 

Se termina Fuerteventura y lo hemos exprimido al máximo. Ayer, nuestro último día en la isla, volvimos a la playa de las dunas en Corralejo. Esta vez sin viento. Agua turquesa, arena fina, olas divertidas y cuatro gatos. El día respondió por completo a esos anuncios gigantes que te encuentras en los aeropuertos de centro Europa animando a sus ateridos habitantes a venir a España y encontrar un paraíso. Esos anuncios que cuando tú los ves piensas: «madre mía, el photoshop que le han metido a la foto». Lo mejor, sin embargo, no es el agua, ni las olas, ni la arena ni que apenas haya gente. Para mí lo mejor de estas vacaciones es la compañía. Ir de viaje es una actividad de riesgo que la mayoría de la gente emprende a tontas y a locas, sin preparación, sin pensarlo y sin preocuparse. Y hay pocas cosas más terribles que un mal viaje. Juan y mis hijas son una grandísima compañía. Él me saca de mis casillas con sus mil y una manías, ellas me desesperan con su adolescentismo y yo, supongo, les parezco muy pesada a veces con mis órdenes y peticiones pero nos compenetramos con precisión.  Tumbados ayer en la arena, bueno Juan estaba sentado en su sillón hinchable marca TRONO que ha sido la comidilla en todas las playas a las que hemos ido, imaginaba hilos que nos conectan entre nosotros, a veces intersectan, a veces corren paralelos pero nunca cortocircuitan. Nos acoplamos de manera perfecta para hacer cosas juntas mientras mantenemos cada uno nuestra forma de ser y nuestra manera de pensar. 

Al bajar el sol, se acabó nuestro tiempo y mientras atravesábamos las dunas para volver al coche  me quedé atrás. Los vi alejarse a los tres, charlando sobre cualquier nimiedad. Pensé en si volveríamos el año que viene a pasar las vacaciones juntos. Eché un último vistazo a mi alrededor y seguí caminando. Había flores a mis pies, pequeñas flores azules entre hojas verdes creciendo en medio de las dunas. En Fuerteventura he aprendido que igual que todas las nubes no son iguales, las arideces tampoco lo son. Y yo, la chica que adora la lluvia, me he enamorado de esta aridez. En el último vistazo me prometí a mí misma (algo que no hay que hacer nunca) que volveré a esta aridez a escribir sin prisa.


sábado, 28 de julio de 2018

Fuerteventura. Lagos del Cotillo y libros.

Me despierto más pronto que ninguno y no consigo volver a dormir. Cojo El club de los mentirosos y me pongo a leer.《De ahí que su libro, tan sincero, resulte ser un bonito engaño: hace que parezca fácil lo más dificil que hay, es decir, contar tu propia historia y conseguir que alguien la escuche》dice Lena Dunham en el epílogo. Coincido con ella en que Mary Karr consigue lo más difícil, hacer que su historia, su infancia, sea escuchada e interese. En lo que no coincido es en lo de que parece fácil. Para nada parece fácil. Karr escribe con una maestría absoluta, me ha deslumbrado su manejo del tiempo tanto en su dimensión temporal para llevarnos hacia detrás y hacia delante en el libro, como en el ritmo de la historia. 

No hay viento. Me resulta tan extraña la sensación de quietud que salgo al porche esperando encontrar el escondido tras alguna esquina. Nada. «Chicos, no sopla viento» «Pues yo ya me había acostumbrado» «Algo sí sopla» Me encanta cuando siempre me llevan la contraria. 

Consultamos la pleamar. Nos tomamos la mañana con muchísima calma y llegamos a la playa de los Lagos en Cotillo a las dos. Conseguimos otro castillito de piedras y nos hacemos fuertes en él. Nos bañamos y después yo me siento en la orilla a terminar el New Yorker del mes de mayo. En la portada, una mujer salta al mar y pienso que a lo mejor no llevo dos meses de retraso, a lo mejor este es el mejor momento para leer este número de la revista. 

Acabo de darme cuenta de que no he hablado de algo fundamental: mis bocadillos son fabulosos. Hoy eran de tortilla de atún con tomate. Después de comer se nubla un poco, se oyen las olas, corre la brisa justa y todos nos ponemos a leer. Clara lee libro que me regaló Ximena Maier el otro día: 100% Naty. Manual de estilo de Naty Abascal. Se enfrasca en cosas como: la maleta de verano, la maleta de invierno, los complementos perfectos. Las ilustraciones son maravillosas y me deja estupefacta que alguien nacido de mí tenga talento y criterio para la moda. María, escondida detrás de su sudadera lee a Chimamanda y su Querida Ijeawele: Cómo educar en el feminismo. Se lo había dado yo hace semanas, pensé que no lo leería. Hoy se lo ha leído del tirón. «¿Te ha gustado?» «Sí, está muy bien». En la escala de entusiasmo adolescente eso está rozando el 10. 

Juan lee Dune en inglés y yo empiezo Conjunto vacío de Verónica Gerber. Hay libros que nada más empezarlos sientes que van a ser especiales. Pienso en  libros y en hombres, y en cómo mis inicios con unos y con otros marcan la relación que tengo con ellos. Decido que  escribiré un post sobre eso. 

En El cotillo comemos helado y me compro una sudadera de ser feliz en una tienda con una dependienta que dice que tengo acento del norte.