miércoles, 14 de septiembre de 2016

Larga vida a las cuñas de radio

Esta mañana he tenido un idilio con mi cama (con y no en) y me he levantado tarde. Como consecuencia de esos momentos de placer he salido tarde  y como castigo a esa debilidad me he zampado un atasco precioso y muy muy prolongado. Tan prolongado que me ha dado tiempo a escuchar un trozo de mi programa de radio habitual que jamás había escuchado porque a esas horas ya estoy currando. 

He dicho programa de radio y no es verdad, lo que he escuchado ha sido una sucesión de cuñas de radio, una detrás de la otra. A lo mejor alguien está pensando pero ¿por qué has hecho eso? ¿por qué no has cambiado de emisora o has puesto música o un podcast? Pues porque he descubierto que el verdadero talento publicitario está en los guionistas de cuñas de radio. 

Un guionista de radio tiene que escribir un reclamo para un producto que no da la talla para anunciarse en televisión. Bien porque es un demasiado idiota bien porque no tiene suficiente dinero o bien por una equilibrada combinación entre ambos factores. Los productos que se anuncian en radio tienen siempre un aroma a cosa antigua, a reducto de viejos tiempos, a idea del listo de tu pueblo que quería hacerse rico con algo revolucionario... y lo más que consiguió es que los vecinos se lo compraran por pena o dejándose engañar. 

Los guionistas de radio tienen poco recursos y unas condiciones hostiles. El escuchante está a por uvas, y según se apaga la voz de su comunicador de confianza su atención se apaga y no vuelve a conectarse hasta que la voz amiga retoma el discurso. Entonces, ¿qué pueden hacer los guionistas? 

Nada. Y eso es lo mejor. Si prestas atención a las cuñas de radio descubres un mundo fascinante, tan fascinante como escuchar un vinilo al revés. Detrás de esas frases y esos reclamos hilarantes hay gente... y yo me los imagino en una habitación sin ventanas, al fondo de un pasillo, inmersos en una nube de humo y con botellas de vino (quién sabe, quizás de un anunciante agradecido) escondidas en la cajoneras.

Llega el jefe. Abre la puerta del cuchitril de golpe y grita las órdenes del día.

—Chavales, tenéis trabajo. 
—¿qué toca hoy, jefe?
—Una almohada con la que tienes el cuello fresco. Lo primero ponedle nombre. 
—Ok jefe, entendido. 

¿Qué os parece "Nukita seca"? 
—Deja el vino. 
—No en serio, "Nukita seca" mola. 
—Si lo llamamos así nos echan. 
—¿Qué te apuestas a que no? Decimos que es japonesa y listo. 

"Llega Nukita seca, la almohada japonesa con la que sus noches respiran, sus noches serán más frescas"

—No os olvidéis de meter el jingle de Publipunto, ese que cuando lo escuchas se te mete en el cerebro y ya no te libras de él en 48 horas.
—¿Te refieres al de "Publipunto, publipunto punto com" cantado por un coro de coristas de los 40?
—¡Noooo!

Entra el jefe de nuevo, ahora lleva un puro.

—Chavales, esto os va a molar. Porsche. 
—Quiere decir terrazas en plan grandilocuente, no?
—No. Coches deportivos "Porsche". 
—Ok, jefe. Entendido.  

"Desde el día tal nuestro servicio de ventas está en el mismo sitio con acceso por la parte trasera del edificio". 

¿Tú crees que es buena idea decir eso en la cuña?
—Claro, así parece más exclusivo, más secreto. 
—Joder, pero si la esencia de comprarte un porsche es que te vean. 
—¿Tú has comprado uno alguna vez?
—No.
—Pues entonces. Hazme caso, los ricos son así. 


La puerta se abre de golpe, por sorpresa.

Chavales, patatas. 
—¿patatas? ¿en serio? Pero si eso se vende solo.
—Sin excusas, patatas. 
—Ok, jefe. Entendido. 

-Patatas, tubérculo, tierra. Apelemos al momento terruño, apego al campo y a esas cosas. Da igual que la gente esté en el coche y que toda la tierra que haya visto en los últimos seis meses esté en la alfombrilla. Y metamos también unas gotitas de patriotismo y, por supuesto, algo de salud que eso está muy de moda. 

"Esta tierra es la nuestra, la cuidamos y mimamos y ella es generosa con nosotros. Patata de nuestra tierra, como ella no hay otra".

¿Ponemos pajaritos para que se vea que es natural?
Ponlos.

"Compra patata nueva recién cosechada, con vitaminas, sin calorías y con mucha energía y fibra". 

¿Eso es verdad?
—¿Ahora te vas a preocupar por eso? Sube el audio de los pájaros. 

Se abre la puerta, el jefe se apoya en el marco de la puerta sensualmente.

Chavales, un clásico. Los Fernández.
—¿Los de las alfombras OTRA VEZ?
—Sí, esmeraos, pagan bien. 
—Ok jefe, entendido. 

¿Qué decimos de los Fernandez? ¡Quién coño limpia alfombras todavía? Es más, ¿se limpian? ¿no se tiran y se compra otra de ikea? ¿Qué decimos este año? ¿Por qué la gente tiene que llamar a los Fernández?

"Porque los Fernandez lo hacen bien, por el precio, porque son serios y porque ¡ah! son muy amables."

Back to the basics de la publicidad.

A última hora, cuando ya están los ceniceros llenos y las papeleras a rebosar, se abre la puerta otra vez.  El jefe tiene roderas de sudor y la corbata mal anudada.

Chavales, el último del día. Ginebra.
—¿Ginebra? ¿Vamos a anunciar ginebra a las 9 de la mañana? 
—Pues claro, ¿qué problema tenéis? Eso sí, sed originales. 

"Londron dry Gin, equilibro y armonía. Más de 10 botánicos: mandarina, enebro, almendra pero sobre todo el toque inconfundible de la mano de Buda. Criada para disfrutar de una experiencia única. Creativa e intensa. Con espíritu propio y un diseño electrizante. Tocada por la mano de Buda". 

—Quizás hubiera sido mejor no bebernos la botella antes de escribir el texto.
—¿Qué es la mano de Buda?
—¿Y qué más da? Me lo acabo de inventar pero mola. 

Llego al curro con ganas de un chupito de la mano de Buda.

Larga vida a las cuñas de radio y sus creadores.


lunes, 12 de septiembre de 2016

A Woody se lo perdono todo

Hay hombres que me gustan, hombres que me parecen sexys, hombres a los que no soporto y hombres a los que les perdono todo. De esta última clase hay tres: Paul, Bruce y Woody. 

A Paul le perdono sus libros malos, a Bruce sus canciones espantosas y comerciales y a Woody que haya dejado de creerse lo que hace.

He visto Café Society. No sabía de qué iba. No leo contraportadas de libros, ni críticas de películas, ni cotilleo IMDB antes de ir a ver una película por placer (si es por trabajo si lo miro para saber en qué círculo de Dante va a estar mi nivel de sufrimiento), así que me siento y según se funde a negro y sale la característica tipografía de sus pelis y suena la música digo: Woody hazme tuya. 

Cuando acaba la peli estoy decepcionada. No indignada, ni cabreada ni hostil, decepcionada es lo que define mi estado de ánimo. La película no es horrible (está lejos de los círculos que suelo frecuentar) pero es decepcionante. Mientras bajo a por mi coche que está en el último nivel del parking, rozando el núcleo de la tierra reflexiono sobre porqué me ha decepcionado tanto. 

¿Es la historia? La historia no es gran cosa pero ¡por Dios! Woody ha hecho maravillas con historias absolutamente idiotas. 

¿Son los actores? Bueno... el que hace de Woody ha debido pasar horas y horas y más horas hasta sumar un par de años de vida mirando películas con Woody de actor e imitando toda su gestualidad, porque lo clava. Temo que jamás vaya a recuperar su posición de hombros natural. 

¿Es el ritmo? Puede. Cuando crees que necesitas una voz en off que explique al espectador lo que (obviamente) está pasando en la película quizás no confías en ti mismo, ni en la narración ni en el espectador. Tres "nis" seguidos son catastróficos. 

Según vuelvo a casa conduciendo sigo dándole vueltas. 

En esta película hay dos mujeres guapísimas que se enamoran del alter ego de Woody, que es como él: feo, poca cosa, con los hombros hundidos y un cuerpo que parece a punto de quebrarse en cualquier momento. Tiene una personalidad débil, de hombre pequeño, es asustadizo, ingenuo y propenso a correr a la falsa seguridad antes que a la peligrosa pasión. Es un hombre que se rinde pero entiendes que a ellas el rollo "pareces un cervatillo a punto de ser atropellado" les guste, que lo encuentren adorable. 

Pero ¿y ellas? ¿Por qué se enamora él de ellas? Sé lo que ha pretendido mostrar Woody, lo que ha intentado contar, pero es que no consigue que me enamore la protagonista ideal que le coloniza la vida y lo hará para siempre. Sé cómo quiere que sea, cómo quiere mostrarla, pero no le sale. No sé si es la actriz.  Sospecho que no, sospecho que es el personaje creado por Woody. 

Pienso en lo que me hacen sentir Diane Keaton en Annie Hall o en Misterioso asesinato en Manhattan, Angelica Houston jugando al póquer, Evan Rachel Wood en Si la cosa funciona, Elizabeth Sue en Desmontando a Harry, incluso Scarlett (a la que no soporto) en Match Point o Mía Farrow... y se me enciende una luz. 

Maniobrando para aparcar en el garaje de casa me doy cuenta de lo que le pasa a esta película, de lo que le pasa a todas las películas de Woody que he tenido que perdonarle: sus mujeres ya no me enamoran. 

Woody, por lo que más quieras, vuelve a escribir mujeres que me enamoren aunque no las entienda, aunque me vuelvan loca, aunque sienta que quiera salir huyendo... pero que sean mujeres que te creas. 

A estas no se las cree nadie y el que menos tú, pero te perdono. 



viernes, 9 de septiembre de 2016

Cinco días


«You can only write regularly if you’re willing to write badly. You can’t write regularly and well. One should accept bad writing as a way of priming the pump, a warm-up exercise that allows you to write well.»

                         Jennifer Egan 

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Al acostarse el domingo por la noche, hizo dos cosas por primera en su vida: programar la radio despertador y marcarse un reto. 

La radio despertador siempre había estado ahí. Primero  en la mesilla del lado derecho de la cama y luego, cuando decidió pegar la cama a la pared para tener hueco para una mesa, en la estantería, en la última balda, la que quedaba casi a ras de suelo. 

Únicamente la utilizaba de reloj. Cada vez que se despertaba, y eran muchas veces cada noche desde que había perdido la capacidad de dormir del tirón, se giraba lentamente para ver los enormes dígitos en rojo que parpadeaban a su izquierda, un poco por debajo del nivel del colchón. A veces, si se había ido la luz y no se había molestado en volver a ponerlo en hora, los números parpadeaban marcando horarios absurdos. 

Ese domingo decidió darle más uso. Probar a despertarse con la radio, intentar programar la alarma y ver si sonaba a la mañana siguiente. Si fracasaba daba igual, siempre estaba despierta a esa hora. En pijama, sentada en la cama, con la ventana abierta a la noche increíblemente calurosa del mes de septiembre, cogió la radio y la miró como si no la hubiera visto nunca. Era la típica radio despertador, nada que fuera exótico ni de diseño. Fea, en una palabra, parecía recién llegada de los 80. La habían comprado en el 2001. La examinó con cuidado; un montón de botones. "Set Alarm" parecía el adecuado. Presionó y los dígitos empezaron a parpadear, siguió toqueteando hasta que consiguió que los números rojos marcaran la hora que ella quería, 07:08. Pulsó "Set Alarm" de nuevo. Buscó después la manera de sintonizar la emisora que quería. Decididamente esta radio venía del pasado, el sintonizador era una rueda en el lateral derecho que tuvo que girar muy lentamente hasta dar con el dial correcto. Intentó comprobarlo pero a esa hora una voz desconocida hablaba de deportes; decidió arriesgarse, no iba a aguantar ni medio minuto esa cantinela para esperar que sonara un jingle identificativo. Activó una palanca hasta la posición "rad" y una luz roja se encendió junto a los números. 

Se tumbó, estiró la mano, apagó la luz y cerró los ojos. De repente, se le ocurrió una idea muy tonta, completamente innecesaria. Intentó desecharla, ignorarla, dejarla pasar, pero no pudo. Esa semana escribiría un post cada día. No iba a intentar hacerlo, iba a hacerlo. Cinco posts. Como fuera, de lo que fuera, de lo que se le ocurriera; incluso de lo que no se le ocurriera. Largos, cortos, buenos, malos, regulares, tristes, divertidos, serios, intrascendentes, fabulosos o fallidos. Daba igual pero cinco seguidos. 

Cada mañana de esa semana sonó la radio a las 7:08. 

El viernes por la noche, al acostarse, no pulsó el botón "Set Alarm". Apagó la luz pensando: "dentro de un par de meses escribiré una semana completa, 7 días". 


jueves, 8 de septiembre de 2016

Hombres fantásticos (IX)

Me despierto pero no abro los ojos. Por las señales que me manda mi cuerpo sé que he dormido poco, encogida y sin moverme. Por las señales y porque me duele el cuello, tengo las manos juntas debajo de la cara y la unión entre lo que intuyo son los dos cojines de un sofá se me está clavando en la cadera. El picor de una manta de lana gorda en mi barbilla me confirma que efectivamente estoy durmiendo en un sofá, en un sofá que no es el mío. 

Entreabro los ojos y a medio metro veo una mesa baja de madera oscura, de esas que están gastadas de poner los pies cuando te sientas a ver la tele o a charlar. Está llena de copas de vino y tazones de loza blanca. Me incorporo poco a poco, echo la manta a un lado y me siento. Todavía tengo los calcetines mojados.

A mi izquierda hay unos ventanales enormes, por los que entra una luz de color blanco lechoso, como el cielo que se ve a través de ellos completamente  encapotado. Llueve despacio. 

Poco a poco voy recordando dónde estoy y qué hago aquí. No he debido dormir mucho porque recuerdo que era de día cuando cerré los ojos.  ¿Amanece a la misma hora en Dublín que en Madrid? ¿Después? ¿Antes? Tiene que ver con la latitud pero no soy capaz de pensarlo con claridad. Me pongo de rodillas en el sofá y al asomarme por el respaldo para buscar mis zapatos, me fijo en la inmensa estantería cubierta de libros en caótico desorden que recorre la pared. Glenn es de los míos, los libros al tún tún, colocados según van llegando o según se consultan o dependiendo de cómo los sientas. No me veo con fuerzas ni tengo la mirada lo suficientemente clara (¿dónde estarán mis gafas?) como para ponerme a cotillear libros en inglés. 

Ey, ¿qué pasa contigo? ¿despierta?

Me giro bruscamente con el corazón a 300 por hora. 

¡No me des esos sustos!

Glenn se ríe con ganas. Está apoyado en el quicio de la puerta que ahora recuerdo que da a la cocina con una taza en las manos. Lleva la misma camisa que llevaba cuando me dormí, la camisa con la que salió del camerino al terminar el concierto. La camisa que no se me olvidará en la vida porque me obligué a concentrarme en ella mientras le saludaba por primera vez. El camino desde mi estudio pormenorizado de los cuadros de su camisa hasta dormir en el sofá de su casa está lleno de nervios, nervios calmados con cervezas, risas, risas alimentadas con más cervezas. Charla, mucha charla alimentada con un fish and chips grasiento en un antro al que llegamos corriendo bajo la lluvia. Quizás mis calcetines se empaparon ahí.

Glenn desaparece en la cocina y vuelve a los dos minutos con otra taza para mí. Gracias a dios no es te, necesito un café fuerte, el te es para cuando me siento a punto de disolverme en paz y tranquilidad. El café es para cuando necesito reconstruirme.

¿Sigues teniendo hambre?- me pregunta mientras se sienta a mi lado en el sofá apartando la manta. 

Recuerdo entonces que cuando llegamos a su casa, porque yo había perdido el  bus para llegar a mi hotel a las afueras, nos sentamos todos en la cocina a devorar cereales y galletas. Me fascinó que Glenn y el batería que en las distancias cortas se parece aun más al capitán Haddock fueran capaces de engullir cuenco tras cuenco de cereales sin que una gota de leche les escurriera por las barbas. Yo no fui capaz y se troncharon de mi y mi barbilla surcada de barbas de leche.

Sí, pero no quiero más cereales.
—Jajaja, ¿tostadas? 
—Perfecto.  

Le sigo a la cocina y recuerdo que hablamos de Youghall, de Moby Dick, de Eddie Vedder y de comer pipas. Felicito mentalmente a mi yo de la noche anterior por su fabuloso desparpajo hablando en inglés y por no haberse dejado llevar por la euforia y  haberse negado a cantar. 

Glenn, ¿tendrías unos calcetines secos para prestarme? 

Una noche genial.

miércoles, 7 de septiembre de 2016

Quizás tus hijos son malos

Hay horas, días, semanas en que tus hijos son odiosos. Las mías lo son. Una de ellas lo está siendo estos días. A ningún padre nos gusta reconocerlo, nos revienta pensar y aceptar que nuestros hijos se están portando mal. Si nos preguntan, todos decimos que nuestros hijos son estupendos y cuando contamos alguna cosa medianamente regular sobre ellos siempre añadimos una coletilla "pero en el fondo es buena... lo que pasa es que está cansada o agobiada"; queremos creer que es así, pero no lo sabemos. 

Cuando tu hija se está portando mal, es egoísta, protestona; cuando, en una palabra, se pone intratable no sabes qué hacer. Te sabes toda la teoría, absolutamente toda. No hay que gritar, hay que intentar explicar la situación, intentar reconducir a tu hija hablando con calma y haciéndole ver que lo que está haciendo no solo no está bien sino que, además, es contraproducente porque consigue que todo el mundo esté de mal humor. Cuando esto no funciona (que raramente funciona, como casi todos los planes A) hay que pasar al plan B, que consiste en aparentar una total indiferencia combinada con la vana esperanza de que las palabras que le acabas de decir, que la historia que has enhebrado para  intentar explicarle la realidad, cale en su cabecita y recapacite. Como todos los planes B, a veces funciona pero muchas veces tampoco se acaba ahí el problema. 

¿Cual es el plan C? NO hay plan C. El plan C consiste en dejar pasar el tiempo porque tú sabes que se le acabará pasando, que la bronca que ha montado, los gritos que está pegando y el llanto rabioso que ha desplegado se le acabarán pasando. Sabes que esto que le parece tan horrible, tan injusto y que te ha convertido a ti como padre en el más despreciable de los humanos del Planeta se le olvidará. 

O quizás no se le olvide. Tú eres capaz de recordarte a su edad portándote exactamente igual. Siendo egoísta, maleducada, gritona; en una palabra, insoportable. Te recuerdas así, eras intratable y sabes que daba igual lo que te dijeran, tú sabías y tus padres no. Incluso ahora, cuando lo recuerdas, con 30 años más encima te queda un pequeño pálpito de reconocimiento hacia esa niña que eras y que de alguna manera tenía razón. 

O quizás no se le pase. Quizás esta explosión no sea algo puntual, quizás tu hija es así, se ha convertido en una persona insoportable e intratable y, quizás, a partir de ahora va a ir a más. A lo mejor tu hija es una persona egoísta y sin valores. A lo mejor es interesada y retorcida y malvada a ratos. 

A lo mejor tu hija no es esa persona fantástica y fabulosa que tú creías, deseabas, que fuera. O quizás sí lo sea pero tenga un lado malo exactamente igual que tú y que el resto de las personas que conoces y quizás ese lado malo crezca a partir de ahora y le gane la partida a las virtudes que sabes que tu hija tiene. 

Y quizás es por tu culpa. Quizás no lo has hecho bien. Lo has hecho lo mejor que has podido pero no ha sido suficiente. Y aún hay un pensamiento más inquietante: ¿y si lo que has hecho o dejado de hacer es la causa de que tu hija sea insoportable?

Eres una maraña de sensaciones: hastío, cansancio, incomprensión, angustia, ganas de rendirte, de huir que se mezclan con un barullo de sentimientos: tristeza, miedo, ira... y la conciencia de tu responsabilidad como padre; tienes que hacer algo, actuar, conseguir un cambio, algo. 

Y la impotencia. No sabes por qué tu hija se está portando como un pequeño (no tan pequeño) demonio, no sabes qué decirle para que deje de comportarse así, no tienes ni la más remota idea de cómo conseguir que esa persona egoísta, dañina y tóxica deje paso a la persona buena que tú quieres que tu hijo sea... y que, quizás, no sea. 

Todo esto te da vueltas y más vueltas en la cabeza, pero aún te queda un pensamiento más terrible por reconocerte a ti mismo. Tu hija sabe perfectamente cómo provocarte esta desesperación, es consciente de cada uno de sus gestos, desprecios y gritos y sabe perfectamente el efecto que causan en ti. No es un alma cándida e inocente, no lo es. Y lo sabes porque tú eras igual, eres capaz de acordarte de cómo te comportabas exactamente igual con su edad. No, tú eras peor. 

O quizás no. Quizás tu hija es exactamente igual que el resto de las personas que conoces, exactamente igual que esa gente que te parece espantosa y que probablemente tenga padres que pensaran que eran estupendos. 

O quizás no. Quizás tu hija es peor que mucha otra gente y quizás la culpa sea tuya por acción o por omisión.

Aprende a vivir con eso.  Atrévete a pensarlo. 


martes, 6 de septiembre de 2016

Cuando los gorrones son noticia

Estoy escribiendo cosas serias, o intentándolo, y he descubierto que para escribir cosas serias necesito una enorme cantidad de tiempo a mi disposición para perderlo, brujulear, dispersarme y, entonces, mágicamente, cuando estoy rozando la desesperación y el "¡No puedo, no puedo, no puedo!", la inspiración me atraviesa y escribo como una maníaca un montón de horas sin parar. 

Ya sé que necesito todo ese tiempo "perdido" y he decidido cambiarle el nombre y llamarlo "calentamiento". Dudé si llamarlo "rutina de entrenamiento" o "training time" pero me entró la risa. El problema del calentamiento es que a veces me gusta tanto que me disperso y acabo escribiendo otra cosa. Otra cosa distinta a las cosas serias que intento parir. 

Y eso me ha pasado hoy: brujuleaba por ahí y me encuentro con este titular, "El lujo de vivir sin dinero", y la cara de una mujer muy sonriente con gafas de sol, foulard, flores en la mano y una hilera de repollos. Lo primero que pienso es que todo eso vale dinero, o mejor dicho cuesta dinero. Ni siquiera los repollos se cultivan gratis. 

Intento resistirme, volver al brujuleo de calentamiento pero es demasiado tarde; la inspiración se me clava entre ceja y ceja y dice: escribamos una tontería sobre esto, un divertimento, una frivolidad. 

—No, no. Tenemos que escribir cosas serias.
Pues no respiro -dice la inspiración- conmigo no cuentes. O tontería o me piro. 

Me rindo. Pincho en el titular y no doy crédito. La historia no va sobre cómo gastar menos, reducir el consumo, ahorrar, hacer un uso responsable de lo que tenemos; objetivos, todos estos, interesantes e inteligentes. La historia va sobre una tía con una jeta del tamaño de Australia que es curiosamente el país en el que vive. 

Jo se llama la interfecta y básicamente vive de gorronear. Básicamente no, vive de gorronear a sus amigos. Después de leer su historia, puedo afirmar y afirmo que Jo es la típica amiga parásita. Lo ha debido ser siempre, toda su vida, pero ahora, con 47 años, se ha profesionalizado y ha hecho de su vicio, el gorroneo vital, una actividad a admirar. 

Por partes y resumiendo: Jo con 47 dejó el trabajo (20 horas a la semana), dejó su piso de alquiler y ¿se lanzó al monte? No. Jo es una gorrona, no Mowgli. Jo vive ahora en la granja de unos amigos, come de lo que da la granja de sus amigos (los famosos repollos) y otras personas, tiene luz porque curiosamente se agenció una placa solar antes de decidir no gastar pasta y tiene teléfono porque un colega le paga la línea. Viaja en autostop y cuando ha tenido que ir al médico pues se lo han pagado. Y lo cuenta todo en un blog que escribe chupando wifi por la cara. 

Una gorrona de libro. Apuesto a que en Wikipedia están ahora mismo poniendo su foto detrás del término "mucho morro". 

¿Cómo ha conseguido Jo ser noticia? Pues vendiendo la moto, haciendo humo, diciendo "seguid la luz". Jo dice que ya no gasta dinero para reducir su huella ecológica, para no consumir. 

Es imposible no dejar ninguna huella ecológica en el planeta, la dejamos nosotros y un escarabajo pelotero sin wifi, eso para empezar. Segundo, me parece estupendo optar por una vida sencilla y reducir al mínimo el consumismo, pero dejar de pagar por tu teléfono para que lo pague otro, usar el coche de otro justificándote con que "total el otro ya hace gasto" y vivir en casa de tus amigos esperando que te traigan la comida no reduce tu huella ecológica para nada. Sigues siendo tan "tóxica" como lo eras antes, exactamente igual. 

Jo es una gorrona de manual pero nosotros somos idiotas porque vivimos en una sociedad que hace noticia a una persona con más cara que espalda y que con un tema muy grave, el aprovechamiento de los recursos naturales, el agotamiento del planeta y el descontrol consumista, se hace un traje a medida para vivir gorroneando.  

lunes, 5 de septiembre de 2016

Lecturas encadenadas.- Agosto leyendo La Broma Infinita

¿En serio te vas a leer eso? 

No puedo explicar el motivo, el impulso, el pálpito que me hace elegir el libro que voy a leer. Es una sensación en las tripas de que le ha llegado el turno a ese libro, que es su momento en nuestra relación, que ese es justo el día en que tiene que salir de la estantería y pasar a ser manoseado, llevado, traído. A partir de ese día tiene que vigilar mis sueños, conocer mi coche, mi despacho y hacer amistad con las mil cosas que llevo en el bolso. Es una sensación tan potente que si por alguna razón paso de ella y cojo otro libro, uno distinto del que me ha "llamado"... a los pocos días, un par de ellos normalmente, tengo que rectificar, volver a la estantería y decir "Lo siento, lo he intentado pero no puedo olvidarte". 

La Broma Infinita llevaba dos años en mi estantería. Lo compré en el ya muy lejano verano del 2014, en el año del tiempo subsidiado por la mirtazapina, y desde entonces reposaba en la estantería, esperando su turno. En junio, la (terrorífica) familia feliz que ilustra su portada me miró y me dijo: Tú y yo, agosto, tenemos una cita. 

Y allí estábamos. 1 de agosto, el tocho infinito de David Foster Wallace y yo. Me faltó vestirme de Indiana Jones o de Edmund Hillary para enfrentarme a la aventura, al reto. Ahora que lo pienso quizás hubiera sido mejor una levita y una chistera, un rollo duelista: o ganaba yo o ganaba él. 

A principios de septiembre seguimos mirándonos muy fijamente a los ojos pero ya puedo decir que he vencido el miedo inicial a no ser capaz de conseguirlo, a no encontrar el ritmo. He saltado alegremente sobre el temor a que David Foster Wallace me cerrara la puerta en las narices y pusiera un cartel que dijera "reservado el derecho de admisión" y, ahora mismo, a ratos chapoteo con el agua por la cintura en torrentes de aguas marrón chocolate en los que creo que me ahogaré, en otros corto maleza a machetazos para hacerme paso en una selva que parece impenetrable y en otros corro hacia la orilla mientras me desnudo feliz pensando en el baño que me voy a dar en el maravilloso mar que DFW ha puesto ahí para mi disfrute. (Normalmente cuando más estoy disfrutando del baño en pelotas en el mar, llega una ola o un tiburón o un trasatlántico).

Leer La Broma Infinita es como estar en un capítulo de La Pantera Rosa que se llama Physicolic Ink. Este pensamiento tan raro lo tuve mientras DFW me abría la puerta de su cabeza y me dejaba entrar. Mis pasos resonaban en el enorme vestíbulo y todo parecía real, normal y reconocible y, al mismo tiempo, extraño, descolocado, como entrar en una habitación en la que las alfombras cuelgan del techo y las lámparas surgen del suelo. 

El pensamiento y el recuerdo fue tan fuerte que a los pocos días, cuando ya estaba correteando alegremente por todas las habitaciones de la mansión mental de DFW busqué el capítulo en cuestión y, en fin,... no sé que me dio más miedo si encontrar extrañamente lógica la asociación entre ambas cosas o los mil y un mensajes que he visto al revisionar el capítulo. ¿En serio la Pantera Rosa juega al golf con una I y una J (Infinite Jest) y le pega con la bola (el punto de la I) al hombrecillo que cuida del libro y que es DFW y casi muere? 



Leer La Broma Infinita ha cambiado algunos de mis hábitos lectores. Por primera vez en mi vida tengo dos marcapáginas señalándome la lectura y guardo, además, un lápiz entre las páginas porque, también por primera vez en mi vida, estoy subrayando y apuntando cosas en los márgenes. Cosas personales, muy personales, ideas, nombres, pensamientos... es un libro que no va a leer nadie más que yo, así que no me importa dejar mi rastro, el mapa del tesoro marcado... pero pensando en esto he decidido que en el futuro no volveré a prestar ninguno de los libros verdaderamente importantes de mi vida. Los regalaré nuevos, a estrenar, pero no los míos. 

Estoy leyendo La Broma Infinita en el año del tiempo subsidiado por el vino y me está encantando aunque, a veces, me encuentre boqueando buscando aire, otras llore amargamente por encontrarme con párrafos que parece que hablaban de mí en aquel verano de 2014 y otras simplemente piense: madre mía que genio hay que ser para escribir así. 

¿Has terminado ya La Broma Infinita? Tengo la impresión de que llevas siglos leyéndola. 

Siglos no creo pero todo septiembre seguro que sí.  




miércoles, 31 de agosto de 2016

Volver

Volver de viaje. Sufrir dos días antes de volver,  no dormir por la noche dándole vueltas a la cabeza. Ser una campeona olímpica amargándote con antelación. Centrifugar pensando en el mes que te espera, los viajes que tienes, las reuniones, los compromisos, para descubrir el primer día de trabajo que has resuelto casi todo en una mañana, que te apetecen los viajes y que no pasa nada. 

Volver a ahogarte en un vaso de agua antes siquiera de haber metido un pie al olvidar, una vez más, que eres buenísima nadando por tu vida. 

Volver a ser madre. Durante el mes de agosto no lo eres, dejas de serlo. Puede sonar horrible que se te olvida pero, la mayor parte del tiempo,  ni te acuerdas. Durante el mes de agosto tienes dos hijas que andan disfrutando de sus vacaciones por ahí, felices y contentas y sin tiempo para hablar contigo "mamáaaa que perdemos tiempo hablando contigo. Sí estamos bien. Sí me tomo las medicinas. No, no me peino, a papá le da igual. Adiosss llama dentro de 3 días". Vuelven contigo; desgreñadas, con una maleta que parece un polvorín "mamá, no mires la maleta, no te lleves disgustos tontos" y retomas tu actividad de madre, esa que mola tanto a ratos y es espantosamente complicada en otros. 

Volver a ser la madre de alguien. Ja. Te sorprende cada día.

Volver a Madrid. El peor retorno, según se acerca el día  cada vez te ves más parecida a Frodo. En tu imaginación te ves encaminando tus pasos hacia Mordor con los hombros hundidos, los pelos por la cara, las ganas de salir corriendo en cualquier otra dirección y la certeza de que tienes que volver, de que no hay escapatoria. Se te saltan las lágrimas y te agobias por lo mal que vas a estar, chapoteas en lo horrible que será todo. 

Volver a la certeza de que Madrid no es tu sitio y que os toca toleraros como una pareja que se aguanta por necesidad. 

Volver a tener una contractura en el cuello. Siempre es igual, te levantas por la mañana y nada más despertar notas el latigazo en la base del cráneo. Intentas ignorarlo, activas tu lado más masculino y tratas de obviar los síntomas. A lo mejor si no lo piensas no existe. A lo largo del día el latigazo avanza desde el nacimiento del pelo, bajando por tu clavícula, recorriendo tu omóplato hasta llegar, extendiéndose poco a poco,  a  los dedos de la mano derecha. 

Volver a tener ese dolor y aterrarte. 

Todos estos volver están aquí, algunos encima de tus hombros y otros casi los rozas con la punta de los dedos. Te faltan otros para los que tienes que esperar un poco: volver a taparte por la noche, volver a ponerte calcetines, volver a ver llover, volver a llevar jersey, volver a ver el cielo azul brillante y no este azul lastimoso y agotado de verano, volver a ir al cine entre semana, volver a reencontrarte con amigos... 

Volver a lo de siempre y que todo sea distinto. Volver sabiendo que todo va a cambiar. No saber lo que va a pasarte igual que te ha ocurrido este verano. Estar expectante.  Disfrutarlo. 


lunes, 29 de agosto de 2016

Apuntes alsacianos: un pueblo de Lorena

El único bar abierto es del tipo de bar al que solo se entra por desesperación y confiando en que el mal presentimiento que te recorre se quede sólo en eso, en un presentimiento. 

En una cristalera enorme, en la que se reflejan mientras intentan vislumbrar el interior, hay colocadas sobre un alfeizar plantas de plástico verde. En el país dónde todo el mundo parece tener el famoso pulgar verde y las flores inundan cualquier rincón, las plantas de plástico no son buena señal.  Un par de mesas cutres y unas sillas casi tiradas de cualquier manera hacen de supuesta terraza al aire libre a medio metro del asfalto de la principal calle de este pueblo. No saben muy bien cómo han llegado a parar aquí. 

Las palabras mágicas "Croque monsieur" y  "Quiche Lorraine" están escritas en una pizarra apoyada también contra el cristal y medio tapada por los falsos ficus.  

Entran con paso firme, apartando el desagradable presentimiento con manotazos imaginarios para no tropezar con él ahora que se ha convertido en una certeza siniestra. El bar es frío, desangelado. Es un bar sin ganas de ser bar; parece más el sótano de una de esas casas americanas que arreglan para pasar el invierno. Las mesas son de madera falsa y al fondo está la barra, en medio, en un sitio absurdo y sin sentido. 

¿Qué desean? 

Una mujer de mediana edad con el pelo negrísimo y que responde completamente a la descripción de enjuta finge poner una cerveza  mientras les escupe esas dos palabras. Parece ser la dueña o finge serlo. 

Queríamos comer algo - contestan sintiéndose como Hansel y Gretel. ¿Podemos comer un par de Quiche Lorrain y dos coca colas?
Pierre, ya has oído - sin  levantar la vista de la cerveza que continúa tirando, la falsa dueña le escupe la orden a un parroquiano acodado en la barra. Será un falso cocinero... como la dueña y las plantas. 

El día está nublado pero se sientan fuera, en la terraza con vistas al cruce, para intentar evitar en lo posible el ambiente siniestro y hostil. No hay ni un alma en el pueblo. Se escucha el sonido de unos extraños farolillos chinos de color rojo que cuelgan entre las casas y que el viento balancea. También tienen pinta de ser falsos, todo es como un mal decorado.  

No necesitan decírselo, es mejor no decir nada. Mientras no lo dices no es real pero los dos piensan en Crónicas Marcianas. 

Empieza a llover justo cuando el falso cocinero les trae sus platos. Fingen que no importa pero la lluvia sí resulta ser real y tienen que dejar la terraza  y refugiarse en el bar. La falsa dueña, el falso Pierre y una pareja que come algo en un rincón y que por supuesto parecen extras les miran fijamente sin decir una palabra.  

Lo único que parece tener vida es la pantalla gigante de televisión. Están retransmitiendo unas carreras de carricoches o carretas. La presentadora que lleva un vestido de noche negro completamente fuera de lugar para esa retransmisión parece estar emocionadísima charlando con un par de hombres con traje azul y corbata que sonríen felices a la cámara mientras comentan la carrera en un segundo plano.  

—Deja de mirarlo con esa cara... son carreras de trotones, ya te lo explicaré luego.- le susurra él a ella.
—¿Carreras de qué?
—Calla, no digas nada, que te conozco. Para esta gente es un tema serio. 

Comen en silencio. Ella no da crédito a lo de los trotones: hombres canijos sentados con las piernas abiertas  en unas carretas ridículas echando carreras. Parece un chiste. La presentadora sin embargo, se lo toma muy en serio. Está excitadísima, abre los ojos como platos y grita sin controlarse lo más mínimo. Uno de los hombres de traje azul es tan bajito que casi desaparece de plano cuando el realizador se centra en la carrera, solo su coronilla despeinada aparece por encima de los rápidos rótulos con nombres raros que pasan por debajo "Wish you where here", "Attaque parisienne", "Dubbisco", "A nice boy". ¿Ataque parisino? ¿Ojalá estuvieras aquí? Todo es raro, casi parece una falsa retransmisión.

La sensación de estar en otra planeta, en uno peligroso, se acentúa. Un parroquiano bajito, de aspecto antiguo, con enormes gafas de culo de vaso y el pelo negro brotándole de la cabeza como queriendo escapar de su piel pasa caminando a su lado con pasitos pequeños. No dice adiós, no se gira, solo camina cada vez más rápido hacia la puerta. 

En la barra se produce un movimiento extraño. La falsa dueña levanta las cejas y al instante el falso cocinero sale corriendo hacia el parroquiano tratando de alcanzarle antes de que llegue a la puerta. En la mano lleva  una gorra y lo intercepta justo en el umbral.

—Eh, ¿dónde vas? te dejas la gorra. 

Cabizbajo el parroquiano ¿falso? vuelve hacia su puesto en la barra, con la gorra en la mano. Al pasar por su mesa pasa ven que tiene la cabeza recorrida por una cremallera. Los dos la han visto y se miran horrorizados. 

—¿Pagamos y nos vamos? 
—Ya estamos tardando.  

A su espalda se ha sentado un hombre monstruoso, gigante, con el contorno de una mesa camilla y un extraño montón de pelo blanco en la cabeza que casi parece plumón. Lo más asombroso es que se ha sentado detrás de ellos sin que le vieran entrar, sin hacer ruido. ¿Cómo es posible que esa masa humana les haya pasado desapercibida? Los dos le miran y él les dedica una sonrisa fría antes de volver su mirada a los los trotones.

Piden la cuenta a la falsa dueña y salen casi corriendo tras tirar el dinero en la barra. Quieren dejar atrás el falso decorado, la falsa dueña, el falso Pierre, el hombre cremallera, al hombre monstruoso y la pareja de extras.  Los farolillos chinos siguen chirriando cuando alcanzan la calle. Llueve ligeramente y sigue sin verse un alma. 

Mientras caminan con prisa hacia su coche se atropellan hablando. 

¿Has pensado lo mismo que yo?
—Sí. Ahí pasaba algo raro. 
—Apuesto a que son los únicos supervivientes de la bomba de neutrones que ha hecho desaparecer al resto de la gente de este pueblo. 
—No, no. Son extraterrestres que han matado a todo el pueblo. Estos farolillos son la señal para futuras naves de que el pueblo es territorio seguro. 
—¡Sí! y el de la cremallera en la cabeza es uno que tenía remordimientos y Hal 2000 le ha operado para hacerle una lobotomia.
—¡Sí! y no ha funcionado bien y ha intentado escapar.
—Casi lo logra mientras estaban distraídos con nosotros... pero le han pillado justo en la puerta. 
—¿Y los trotones? ¿será un código de lenguaje especial? 
—Son extraterrestres y se han enganchado con eso. No le des más vueltas. 
—Extraterrestres y de Lorena. 
—Exacto. 

Ya en el coche suena "When I write the book". Se ríen. 

Tienes que escribir esto.

Ella sabe que lo escribirá.  

viernes, 26 de agosto de 2016

Apuntes alsacianos: el vestido blanco

En un impulso, en el último momento, lo metió en la maleta. Probablemente no podría usarlo pero se quedó más tranquila al saber que lo llevaba con ella. 

Lo había comprado justo tres años antes, en el primero de aquellos viajes a Francia. Paseaban por Toulouse y entraron en una tienda "Vintage" a curiosear. Había de todo: gorras de marinero, zapatos abotinados de mujer como los de Mary Poppins, delantales como los de Julie Trinos, chupas de cuero al estilo Grease, maletas de cuero de viejos comerciantes, chapas de antiguos clubs, mecheros de propaganda, carteles, discos... y un perchero con vestidos. Miró por encima, más por entretenerse que por verdadero interés. Uno, otro, demasiado color, demasiado ancho, demasiado elegante, demasiado estrecho, demasiado largo, demasiado soso, demasiado escotado, demasiado de monja, demasiado ceñido, demasiado ridículo, demasiados lunares, demasiadas flores, demasiadas cremalleras, demasiado suave, demasiado absurdo, demasiado serio... ¿y este? Casi al final del perchero colgaba aquel vestido. Era sencillo, no era demasiado nada, y era demasiado todo para ella. Un vestido blanco con tirantes anchos, cuello redondo y mucho vuelo. De tela dura, casi rígida, no tiene ni idea de cómo se llama. Aquel vestido la llamó, lo descolgó de la percha y se miró al espejo con él superpuesto sobre los vaqueros y la camiseta. "Seguro que me está pequeño" pensó, "seguro que no entro". 

-Pruébatelo. Es bonito. 

Y se lo probó. Lo hizo para quitarse la duda, por no salir de la tienda y pasarse todo el día pensando ¿y si me hubiera quedado bien? Se lo probó para poder decir "Ajá, lo sabía, yo no soy chica para esos vestidos". 

Pero sí lo era. Una vez más se pasó de lista y el vestido le entró como un guante. Resultó ser la chica para aquel vestido. 

-Te queda perfecto, cómpratelo. 

Y se lo compró. En aquel viaje se lo puso el día que visitaron las cuevas de Lascaux y un par de castillos a orillas del Dordoña. Se sintió especial, sabía que era una tontería pero se sintió mejor, más contenta. Posó bailando, posó haciendo el tonto. Sonriente y feliz. ¿De quién habría sido aquel vestido? No tenía ni una sola etiqueta, nada que pudiera darle una pista. Era blanco y crujiente y cómodo y "de princesa". Y así se sentía ella, absurdamente principesca.  

Aquel año volvió a ponérselo para cenar en San Sebastián, una noche de septiembre calurosa y sin lluvia. Después, lo guardó en el armario pensando que era su vestido favorito y que lo guardaría para siempre aunque jamás volviera a ponérselo. 

Pasó un año entero, un año espantoso y horrible en el que no salió de sus vaqueros más viejos y sus sudaderas mugrientas. Un año de camisetas, camisas viejas, botas y jerseys de "no estoy, no me veis" pero para cuando volvió el calor y tocó sacar la ropa de verano se sentía mejor, mucho mejor. Y allí estaba el vestido, esperándola. Aquel segundo verano volvió a ponérselo en Francia, en Avignon, para visitar palacios y castillos y sentirse completamente feliz en el Puente de Avignon. 

Este año pensó que no iba a poderse poner aquel vestido. Lo sacó del armario, lo plancho y se lo puso un día para estar en casa, para comprobar que le seguía estando perfecto. Volvió a guardarlo pensando que este año no podría ponérselo; en su vida diaria no cabía aquel vestido y en su viaje a Francia de aquel año todo el mundo le había dicho "En Alsacia a partir del 20 de agosto, es otoño".  

Pero en el último momento lo metió en la maleta con los vaqueros y las camisetas. Inmediatamente se sintió mejor, a lo mejor no se lo ponía pero era su vestido, el vestido de sentirse princesa en esos viajes en los que no era la madre de nadie, ni trabajaba para nadie, ni tenía ninguna responsabilidad más allá de ser ella. "Por si acaso" pensó.  

Y por una vez en la vida el "por si acaso" funcionó. Estrasburgo fue el escenario para su vestido aquel año. Se paseó por sus calles, por los canales, montó en barco, hizo el payaso en la catedral y paseó por un antiguo palacio reconvertido en museo. Volvió a sentirse princesa y absurdamente feliz con su vestido blanco de vuelo que le daba ganas de bailar.  

Es curioso como algunas cosas intrascendentes y banales tienen una historia. 


domingo, 21 de agosto de 2016

Apuntes alsacianos: esperando el tren en Basilea

Le Bistrot de la Banhof de Basel me hace pensar en bailes de puesta de largo y en Klimt. Da igual que nunca se hayan celebrado bailes aquí y que Klimt jamás pisara esta estación; sus dimensiones, las molduras, el color amarillo vainilla de las paredes, los camareros uniformados y el espejo del fondo de la sala que baña toda la sala con una luz dorada me hacen pensar en salas de baile de mansiones que jamás he pisado y en escribir en carnets de bailes el nombre de pretendientes que nunca tendré. 

Pedimos un chocolate caliente soñando con un gran tazón de chocolate espeso, que casi haya que remover con un escoplo y nos encontramos con una taza de leche caliente con un sucedáneo suizo de nesquick. Ni siquiera me deja bigotes cuando lo bebo intentando entrar en calor después de la lluvia que me ha empapado en el paseo desde el museo. 

Observo las pocas mesas ocupadas además de la nuestra. Un grupo de amigos a los que enseguida llamo "los parchís" porque llevan camisetas de colores, parecen estar disfrutando de una cena de esas de "a pesar de todo seguimos siendo amigos" que irán seguidas de pensamientos del tipo "es la última vez que salgo a cenar con ellos" cuando se despidan para irse a casa. Parecen compartir recuerdos en cada brindis con sus jarras de cervezas y despedidas sin pronunciar cada vez que bajan las miradas.  En otra mesa hay una pareja que cena con el paraguas abierto encima de la mesa casi como si fuera un amigo más o parte de su relación. Fantaseo con la idea de que quizás se conocieron gracias a un paraguas, una tarde de lluvia en la que ambos perdieron un tren y esta cena tan extraña es un homenaje a ese día. Tenía que haberme comprado el paraguas multicolor del que me he enamorado en la tienda del Kunstmuseum, la primera vez en mi vida que me enamoro de un paraguas y lo dejo ir para darme cuenta a los 10 minutos de cuánto lo necesitaba. Garabateo "historias de amor con paraguas" en mi cuaderno con el lápiz que sí me he comprado en el museo. 

Recorro con la vista la sala, sin pensar en nada. Basilea es sobria, elegante, seria. Una ciudad en la que yo me sentiría excesiva en todo momento, fuera de lugar. Basilea es como ese hombre serio que intenta divertirse porque cree que eso le hará más simpático, que eso es lo que hay que hacer, pero que no consigue nunca relajarse del todo, encontrar la diversión,  disfrutar y ser espontáneo. Basilea es consciente de sí misma cada segundo y en cada una de sus preciosas calles. 

Murmullo de conversaciones en alemán que no entiendo, ruido de cubiertos, luz de vainilla y chocolate caliente haciendo su efecto... me estoy amodorrando. 

Así es imposible escribir nada. 


viernes, 19 de agosto de 2016

11 años

Era septiembre, ya casi no quedaba nadie en Los Molinos y nosotras seguíamos allí porque nuestra nueva casa todavía no estaba lista. Estaban terminando de poner la cocina. Las tardes de septiembre son silenciosas en Los Molinos y ya no hace calor. Decidí llevaros a dar un paseo a La Rosaleda, a ver a mis tíos. 

Nos sentamos en la pérgola a charlar y te regalaron una cajita con un mono de color verde por delante y con rayas de colores por detrás y un peluche bastante feo que parecía un gato. Pasaron unos meses antes de que pudiéramos ponerte el mono porque eras canijísima pero por alguna extraña razón que no consigo recordar el feo peluche de pseudo minino acabó metido en tu cuna desde el principio. 

En algún momento el peluche indefinido pasó a llamarse Pufa. Un nombre horroroso pero muy personal. No le llamaste Gatito, ni Precioso, ni Luna, ni Max ni nada que sonara conocido. Pufa. 

Dormías con Pufa, abrazada a él al empezar la noche y sin soltarlo a pesar de las mil vueltas que das siempre. Podías perder el chupete pero a Pufa jamás. Amanecías con Pufa apretado contra ti, oliendo a tu sudor de bebé. Durante el día no le prestabas atención pero al llegar la noche ¿Dónde eztá Pufa? 

Un día, al volver de pasar el verano en Los Molinos, Pufa se nos cayó por la calle. No nos dimos cuenta hasta llegar a casa ¿Dónde ezta Pufa? Sabíamos que lo habíamos cogido, todos recordábamos que venía en el coche... así que volvímos sobre nuestros pasos. En medio de la calle, tirado en un paso de cebra estaba Pufa destripado por unos cuantos atropellos. Magullado y bastante sucio pero intacto. Te sentaste a mirar la lavadora mientras el pobre dabas vueltas envuelto en espuma y burbujas.  

La vida de Pufa no ha sido fácil, atropellos, vomitonas y hasta un ataque perruno una tarde que lo sacaste al jardín por alguna extraña razón y los perros lo encontraron fascinante.  Perdió una oreja y tuvo una herida bastante terrible en una pata. Se recuperó con orgullo y ahora luce una oreja de tela multicolor y un parche precioso muy bien cosido (no por mí).

Tras estos accidentes decidiste que Pufa era un gato de interior y no ha vuelto a salir de casa. Te despides de él al irte de vacaciones y os reencontráis cuando vuelves. ¿Dónde está Pufa? 

En 2010 viajé a Berlín y os compré un par de peluches, uno negro y otro color café con leche, suaves y blanditos. "Parecen gatos atropellados" dijo Juan y tenía razón, estaban agradablemente desmadejados, como si no tuvieran huesos ni articulaciones, que obviamente no tienen porque son peluches pero dan esa sensación de estar "desperdigados". Elegiste el café con leche y le llamaste Mimoso. 

Pufa y Mimoso se han hecho inseparables. Cada noche te acompañan en tu cama. Al llegar la hora de acostarte, rebuscas en la cesta de los muñecos y los metes en tu cama contigo. Duermes cada noche abrazada a ellos y ellos amanecen cada mañana aplastados o incrustados contra la pared dónde los abandonas hasta que por la noche vuelven a ser imprescindibles.

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Hoy cumples 11 años. Te has convertido en todo un personaje. Tienes una mente ingeniosa, rápida y desconcertante.

Mamá, lo de tu libro...
—Dime.
—Estoy pensando que deberías pagarnos derechos de autor.
—¿Qué dices?
—A ver, salimos nosotras, son nuestras palabras, nuestros pensamientos y ¡nuestros dibujos!
—Ajá.
—¿Ajá? ¿eso quiere decir que estás de acuerdo?
—Claro, vuestros derechos de autor están en la ropa que llevas, la comida que comes y los viajes que hacemos. 

Me miras frunciendo el ceño, achinando los ojos y maquinando el siguiente movimiento.

Por el horizonte veo venir tu adolescencia agitando la melena al viento y de la mano de un pavo de tamaño descomunal.  Sé lo que nos espera pero, mientras tanto, respiro hondo, te miro y pienso en que quiero que sigas durmiendo con tus gatos por lo menos otros 11 años más. 

Feliz cumpleaños bruja. 


martes, 16 de agosto de 2016

Apuntes, recortes

Buscando otra cosa he encontrado un viejo cuaderno. Repaso mis anotaciones, hechas con prisa y con furia. El cuaderno es de otra época, una época en la que leía periódicos y guardaba recortes. Es de hace tres años. Otra vida. 

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23 de marzo de 2013. Recorte de prensa, meticulosamente doblada entre las páginas de mi cuaderno.

"Leer da más felicidad que escribir. Escribir es una afición, una vocación, un trabajo incierto, que lo mismo da grandes alegrías que grandes disgustos y que en el mejor de los casos siempre le deja a uno vulnerable ante sí mismo y ante los demás: ante la incertidumbre que no cesa nunca de minarlo por dentro, aunque se la aplique con grados diversos de dedicación y eficacia el bálsamo de la vanidad; ante los juicios favorables o negativos, halagadores o insultantes, sinceros o fingidos.

Leer, cuando se disfruta a fondo de la lectura es un deleite que no viene con efectos secundarios, una medicina sin contraindicaciones, un vicio sin castigo."
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Notas con el siguiente título "Idea para relato que no escribiré nunca". Julio 2013. 

Dos hombres. Una ciudad con catedral. Cenan en la misma terraza, cada uno con su mujer. No se ven, no saben que se han visto, quizás crucen miradas pero no se recordarán jamás. Nunca sabrán que tienen algo en común: una mujer que no está con ninguno de ellos. Los dos cenan, hablan, beben y piensan en esa otra mujer que no está en esa ciudad. Los dos querrían saber qué está haciendo y sobre todo si está pensando en ellos. Los dos la conocen, los dos la quieren y ninguno se atreve a quererla, a estar con ella. La quieren pero no pueden, no tienen valor. Les atenaza una sensación que intentan ocultar bajo sus ropas, su piel y su conversación. Los dos saben que dejaran escapar a esa mujer, que la están dejando escapar, que ella no les esperará... ella ve lo que son. Saben que están renunciando por cobardía ante lo que ella les hace ser, a lo que ellos son con ella. No es ni siquiera lo que ella les da, es lo que ellos son con ella. Cenan, hablan, beben, crucen miradas y no saben que tienen algo en común: son unos cobardes.

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20 de mayo de 2011. Recorte de periódico, ya amarillo. 

"Subrayar un libro viene a ser, según cómo, un acto íntimo, que puede llegar a delatar bastantes cosas, algunas muy pintorescas, de quien lo ha cometido. Y que más frecuentemente, da lugar a toda suerte de extrañezas."
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Anotación sin fecha

Hay libros que enseñan, otros que hacen reír, otros llorar, otros sirven para evadirse, hacen pensar y luego están los libros que duelen. Los libros que duelen te dejan sin respiración, sientes que alguien te está apretando el corazón mientras lees. Estás incómodo, descolocado, desubicado. Lees, cierras, vuelves a leer. Es posible que los libros que duelen al leerse, duelan al escribirlos. Los libros que duelen no se olvidan y creo que hay libros que uno no es capaz "de doler" hasta una determinada edad. El dolor que provoca un libro no tiene nada que ver con la historia que se cuenta. Da igual que sea triste, conmovedora o trágica. No es la historia lo que duele, es otra cosa. Los libros que duelen, duelen al escribirlos y al pensarlos. No tienen porqué ser difíciles de leer, te llevan de la mano por el camino, como si treparas una senda de montaña escarpada. Cuando llegas a la cima descubres que no hay un bonito paisaje que contemplar pero el camino ha merecido la pena.
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Recorte de prensa sin fecha. Un artículo de Alberto Manguel. 

"La correspondencia electrónica provoca la desesperación de archivistas y bibliotecarios. El papel conserva los trazos de nuestra presencia; cartas con manchas de café, borrones y tachaduras, algunas palabras humedecidas por una lágrima o por una gota de sopa derramada cuentan más que lo que dicen las frases que contienen. (...) Como actual usuario del correo electrónico soy plenamente consciente de que mi nostalgia no tiene justificación valedera. Como en todas las cosas humanas, en la comunicación también hay jerarquías. Sé muy bien que las pausadas conversaciones cara a cara y las cartas escritas a mano tienen poco prestigio en una época en que los valores fundamentales son la brevedad y la rapidez. Lo sé, pero no me resigno".  
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Anotación para distintos posts. Sin fecha.

-Se habla poco de lo malísimo que ha sido para la humanidad el personaje de Amelie. Las plagas del Antiguo Testamento y los Cuatro jinetes del Apocalipsis son Pocoyó y Pepa Pig comparados con Amelie. Por culpa de Amelie la gente hace fotos de enanos o de cliks o de figuritas de Disney en cualquier sitio. Por culpa de la lánguida francesa hay gente que cree que puedes comer como si fueras Obelix y pesar 40 kilos. Si eres tía y misteriosa tienes gato. Esto me parece bien, odio a las misteriosas y a los gatos.

-5 cosas que hacen de los Puentes de Madison una gran peli y 5 cosas que no. 

Anotadas solo dos negativas. Todas las positivas. 

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"I suppose I think of the notebook as a house of words, as a secret place for thought and self-examination. I´m not interest in the results of writing, but in the process, the act of putting words on a page". 

jueves, 11 de agosto de 2016

Recalcitrante


-Eres recalcitrante. Nunca buscas términos medios. Eres todo o nada. 

Tiene razón. Toda la razón del mundo. Soy así. Llevo  tres días dándole vueltas, no me lo quito de la cabeza.

Recalcitrante. En mi absurdo cerebro, recalcitrante suena a asfalto, a algo caliente, que quema, que arde. Lo busco en el diccionario. 

"Que se mantiene firme en su comportamiento, actitud, ideas o intenciones, a pesar de estar equivocado."

No soy recalcitrante tal y como lo define la DRAE y sí lo soy con respecto a mi imagen mental.

Soy todo o nada. Blanco o negro. A favor o en contra. Me mantengo firme y peleo y ardo cuando lo hago. Y puedo llegar a quemar. 

Pero también me apago completamente, puedo pasar de llamaradas a cenizas frías. Hay bastantes cosas, cada vez más, sobre las que he cambiado de opinión a lo largo de los años, yendo del blanco al negro. Pensaba, creía, sentía algo y con el paso del tiempo, las circunstancias o los argumentos adecuados he cambiado de idea. 

Buscar el término medio, el Santo Grial. ¿Qué es el término medio? Para mí el término medio es estar en mitad de un camino, llegar a una encrucijada y quedarse ahí sentado pensando: si voy a la izquierda puede que me equivoque y tampoco tengo claro que sea por la derecha, lo mejor es que me quede aquí, en el término medio oteando el horizonte de los dos caminos.  

El término medio para mí es la apatía absoluta, es el "me da igual" como filosofía de vida. Es el amarrar la nada con tal de no tener la posibilidad de perder. ¿El qué? No lo sé. Supongo que si te quedas en el término medio nunca tienes que pensar "mierda me equivoqué" o "Cómo pude ser tan imbécil" o "es acojonante que estuviera convencida de esto" o "lo siento, tú tenías razón". Si te quedas en el término medio nunca llegas a un punto al final del camino elegido y te das cuenta de que te tienes que dar la vuelta y desandar todo la ruta para coger la otra desviación que resultó ser la correcta. El término medio te ahorra el tener que escuchar "¿ves como por ahí no era?"  

Me paso la vida desandando mis pasos, yendo de blanco a negro, de un extremo a otro.  Del todo a la nada. Ardiendo, quemando y apagándome, con la boca sabiéndome a cenizas, escupiendo rescoldos de mi opinión equivocada mientras camino en sentido contrario. Y vuelta a empezar.  

No sé ser gris. Soy recalcitrante y él tiene razón. 

lunes, 8 de agosto de 2016

Hombres fantásticos (VII)


Hemos quedado temprano y, por supuesto, a pesar de acostarme pronto la noche anterior para intentar dormir y tener un aspecto presentable y la cabeza despejada para el reto que es quedar con él, los nervios me han impedido pegar ojo. Me levanto como un gremlin y con tiempo de sobra pero, por supuesto, llego tarde. No horriblemente tarde pero lo suficiente para quedar regular. De todos modos, cuando quedo con un hombre, siempre prefiero llegar tarde. Entre quedar mal y ponerme nerviosa esperando prefiero quedar mal. 

Es finales de otoño, la mañana de un día perdido de noviembre. Hace el frío justo para despejarme sin que me gotee la nariz. He elegido el Retiro para esta fantasía porque necesito un lugar cómodo y conocido que no me distraiga para poder centrarme en la conversación, para no dispersarme. El Retiro es casi como pasear por el pasillo de mi casa. Además con él no me imagino conversando en un sitio cerrado porque él habla demasiado despacio, dejando silencios que en una habitación cerrada me empujarían a decir alguna estupidez para llenar ese  espacio. Paseando sus silencios se quedan colgando entre los pasos y suenan. 

Hay poca gente, casi somos los únicos. Es demasiado tarde para que los runners madrugadores estén correteando y demasiado pronto para que haya niños. La moda de los Pokemon ha pasado. Cuando llego ya me está esperando. Mira en mi dirección pero no sabe que soy yo así que me mira sin verme. Para él soy una chica con una trenca y las manos en los bolsillos. Según me acerco saco a relucir mi sonrisa de desconocida tratando de parecer encantadora. 

—Hola, siento llegar tarde. 
—¿Eres Molinos?
—Sí. 
—Te pareces a tu foto pero no te he visto llegar.
—Soy muy normal, paso desapercibida. ¿Entramos?
—Claro. 

Comenzamos a pasear sin rumbo, bordeamos la nueva biblioteca del Retiro y caminamos hacia el lago. Sé que una de las primeras cosas que le contaría es el primer libro que leí de él, "El invierno en Lisboa". No sé cómo llegué a él ni porqué pero recuerdo que me encantó. Le contaría que se lo regalé a uno de mis mejores amigos y que no me he atrevido a volver a leerlo porque me da miedo quebrar el buen recuerdo. Es uno de esos libros en los que siempre tengo 20 años, llevo hombreras, los hombros echados hacia delante, melenita de niña buena y no hablo con nadie porque tengo miedo. 

Él me escucha. A veces dice algo y tengo que esforzarme para oírle por encima del sonido de nuestros pasos y el rumor del viento en los árboles. Tiene la voz grave y habla muy bajo. Siempre he pensado que habla como si fuera una corriente constante de agua, siempre el mismo tono, siempre el mismo ritmo, nunca totalmente quieto y nunca acelerado. Sus pensamientos brotan con pausa y él los recibe, observa, paladea y da forma siempre al mismo ritmo, igual que habla. 

Yo soy un torrente. A veces estoy desbordante de ideas que intento apresar, apretar y estrujar; otras veces la inspiración son gotas que tengo que exprimir de mi cerebro y, a veces, soy una torrentera sin agua y creo que jamás volveré a pensar nada que merezca la pena expresar.  

Parapetada detrás de mi trenca y mirando al frente me atrevo a decirle que sus novelas me aburren. Después de El Invierno en Lisboa, leí Plenilunio y El jinete polaco y me gustaron. Después leí alguna más que soy incapaz de recordar y decidí no volver a intentarlo. No quiero que sus novelas me hagan cogerle manía porque me encantan sus artículos. Para compensar este comentario que, aunque disimula, supongo que no le gusta le digo que aprendí a ver el arte de Rothko por uno de sus artículos y que mi ejemplar de Ventanas de Manhattan tiene más esquinas dobladas que sin doblar. Ventanas es un libro con el que he crecido, me veo con 20 años comprándolo y creciendo con él en mi estantería mirándome, viéndome envejecer y esperándome cada vez que lo he releído.

Le cuento también unas cuantas de esas casualidades que hacen que nosotros, a pesar de ser completos desconocidos, estemos conectados por conocidos comunes y después le dejo hablar. Le pregunto por lo último que ha leído, la última película, la última serie, la última exposición, la última decepción. Le pregunto si lee comics.

Camino a su izquierda y en nuestro paseo llegamos a la salida de la Cuesta Moyano. Cotilleamos los puestos como si fuéramos desconocidos entre nosotros, él por su lado y yo por el mío, como hay que hacerlo. Me resulta imposible mantener una conversación mientras miro libros o paseo por una librería. Siempre acabo perdiéndome de la otra persona aunque el espacio sea pequeño, me pierdo mentalmente y hasta que no me dicen "Eh, que tenemos que irnos" estoy perdida. 

Él no me dice nada, no parece tener prisa. En esta ocasión soy yo la que llega al final de la cuesta con unas cuantas compras en una bolsa. Está sentado en un banco, escribiendo algo en una libreta. Me espera. Al acercarme, de su botín saca un libro y me lo da. 

Toma, un regalo. 

Me quedo sin palabras porque yo no he comprado nada, ni se me ha ocurrido, aunque la verdad es que tampoco hubiera sabido que comprarle. ¿Qué libro le regalas a alguien que lo ha leído todo? 

—Gracias. Yo no te he comprado nada pero una vez escribí sobre mis razones para leerte. Podríamos considerarlo un regalo. O algo así. 
—¿era algo sobre que monto en bici y no soy Murakami? 
—Si. Entre otras cosas.  Es imposible que lo leyeras.
Lo leí. De hecho tuve intención de escribirte para darte las gracias... pero me temo que no lo hice.  

Me acompaña a la parada del 14 que tengo que coger para volver a casa. El día está gris, un día de esos en los que Madrid y yo nos reconciliamos un poco.

Al llegar a casa abro el libro y me encuentro con una dedicatoria "Para que recuerdes un día de noviembre".  


miércoles, 3 de agosto de 2016

Enseñar a leer


Confieso que mis hijas han leído la colección completa de 75 consejos para sobrevivir "a lo que sea". Los han leído, les han gustado y no les ha pasado nada. No se han vuelto más tontas, ni machistas, ni acosadoras ni nada de nada. Los leyeron, los cerraron y a otra cosa. 

¿Son libros que a mí me gustan? No. 
¿Yo se los hubiera regalado para que los leyeran? No. 

La colección de los 75 consejos para sobrevivir a lo que sea la forman una serie de libros con consejos tontos o humorísticos sobre situaciones cotidianas que a pasan nuestros hijos. No tienen más. ¿Dicen tonterías? Pues es posible. Yo les he echado un vistazo, igual que hago con las pelis y los vídeos que ven o la música que escuchan.  Me resultan anodinos, ajenos y poco graciosos, pero yo no tengo 12 años ni tienen que gustarme.  

En los últimos días se ha montado una trifulca tremenda en redes a propósito de esos libros. Un montón de gente enfervorizada abogó por que esos libros fueran retirados del mercado y su autora más o menos quemada en la hoguera por perturbar, pervertir y dar mal ejemplo con sus libros a los niños.  Después, una serie de autores, entre ellos Elvira Lindo ha salido a defender esos libros (y cualquier otro) de esa absurda cruzada en favor de la corrección política.  

Estamos completamente imbéciles. Completamente. Y con respecto a la educación estamos llegando a unos niveles de sobreprotección y desconexión con la realidad que son alarmantes. 

Decía el otro día Rodrigo Cortés que, en su momento, los libros de Roald Dahl entusiasmaban a los niños y horrorizaban a los padres. La obra del autor inglés está llena de crueldad y "malos ejemplos" y no tiene ninguna intención moralizadora, ni ejemplarizante. Lejos de mi intención está comparar a la muy respetable autora de los 75 consejos con Dahl, pero a lo que voy es a que los niños no son imbéciles si no los criamos como imbéciles. 

Todos adoramos a nuestros hijos y los creemos maravillosos, estupendos y fabulosos. Sabemos (aunque hay gente que no lo sabe) que tienen defectos, pero tendemos a considerarlos pequeños defectillos siempre provocados por circunstancias externas, nunca intrínsecos y siempre excusables, y creemos que solucionables a largo plazo. 

El problema es que ahora mismo hay una tendencia a crear un mundo perfecto alrededor de nuestros hijos. Todo tiene que ser perfecto y maravilloso. Nada tiene que doler, frustrar o ser incomprensible. Todo tiene que ser bonito, justo y, además, enseñar. 

Pues no. 

Cuando yo era pequeña leía compulsivamente, leía de todo. Novelas del oeste con protagonistas muy machistas, Mujercitas con esas niñas soñando con casarse y ser respetables y perfectas amas de casa, leía a la petarda de Esther en sus comics llorando por los rincones por gustar al tal Juanito, leía Mortadelo y Filemon, a Asterix, a Tintín y todo lo que cayera en mis manos. Nunca nadie en mi casa me prohibió leer nada, mi madre opinaba que los tebeos de Esther eran una memez porque la protagonista era idiota pero jamás me dijo "no lo leas" o "habría que tirarlos todos a la basura". 

Laz princezaz han leído los 75 consejos y a Roal Dahl, y a Asterix, y La Historia interminable y Konrad el niño que salió de una lata de conservas. Se han reído a carcajadas con Manolito Gafotas. Les encanta Hilda y las aventuras de Jules. Y son adictas a una serie que se llama Futbolísimos sobre un equipo de fútbol. Ahora van a leer Papaíto Piernas Largas, una novela de 1921, en la que la protagonista lo que quiere es casarse y ser madre. Y M ha leído Persépolis, no creo que lo haya entendido todo pero lo ha leído. 

¿Me gusta todo lo que leen? No
¿Tiene que gustarme todo lo que leen? No
¿Creo que lo que leen tiene que educarlas? No. 

A los niños deben educarles los padres, enseñarles a tener criterio y pensamiento propio. Los libros de 75 consejos son para niños de 12 años, si con esa edad un niño no tiene capacidad para captar la ironía (aunque sea tonta) y distinguir la ficción de la realidad,  el problema no es del libro ni del niño, el problema es de los padres que no han sabido (o no han querido) enseñárselo a sus hijos. 

En vez de prohibir que se escriban libros o exigir que los libros tengan que cumplir unas absurdas normas de corrección política, quizás va siendo hora de enseñar a los niños a leer, a tener criterio, a saber pensar y a valorar la ficción. 

Pero para enseñar a nuestros hijos todo eso hay que haber leído mucho, haber leído de todo, incluso a 
Esther.
“Hoy nosotros, con respecto a los niños, hemos descubierto la atención, la responsabilidad, el riesgo, el temor a las consecuencias, y todo eso lo hemos pagado con la muerte de la fantasía. Hemos reflexionado sobre lo que no debemos hacer con los niños, pero aún no hemos descubierto lo que debemos darles a cambio, cómo debemos dirigirnos a ellos, qué palabras usar, y no tenemos para ofrecerles más que nuestros mundos desiertos”. Natalia Ginzburg (octubre 1969)

Para enseñar a nuestros hijos a tener criterio hay que leer con ellos cuando son muy pequeños para marcarles el camino. Hay que leerles cuentos bonitos y cuentos crueles, historias divertidas e historias tristes, historias con buenos muy buenos y malos horribles. Después, hay que soltarles la mano y comprobar que les hemos enseñado bien, que saben andar solos. Hay que dejarles volar solos, elegir lecturas que a nosotros no van a gustarnos y que pueden parecernos horribles pero que es lo que ellos quieren, sienten o necesitan leer.  

Hay que confiar en nuestros hijos y en lo que les hemos enseñado (si es que les hemos enseñado algo). Son mucho más listos de lo que nosotros creemos, y mucho menos idiotas de lo que la sociedad intenta hacerles creer.