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Tough day. Pascal Campion |
Abro las cortinas del salón y miro fuera. Intento no sentirme culpable. Desayuno siguiendo un ritual exactamente igual cada día. Intento no pensar en el silencio de la casa. Hago la cama, ventilo la habitación. Aguanto como puedo la oleada de nostalgia que amenaza con tumbarme mientras veo de refilón, casi sin querer, las fotografías de mis hijas, de mis hijas conmigo sonriendo, de mis hijas conmigo de viaje, de mis hijas conmigo, las tres felices. Me pongo a hacer ejercicio mientras lucho contra las ganas de mandar los abdominales, las sentadillas, las flexiones y la tabla a tomar por culo. Me ducho mientras trato de no darme cuenta de que se me está cayendo el pelo. Me visto intento no dar importancia al hecho de que me de igual la pinta que llevo, lo rotos que están los pantalones o los agujeros de las camisetas que me pongo. Me siento a teletrabajar, pasan las horas y me esfuerzo para mantener la concentración, para ir sacando todo lo que tengo que hacer. Ignoro el frío que tengo, la tiritona. Antes de comer salgo a hacer una foto al castaño. Intento que la sorpresa por haber visto día a día como ha brotado sea mayor que la culpabilidad que siento por estar aquí. Como obligándome porque no tengo hambre, porque la mayoría de los días las judias verdes, los garbanzos, los macarrones, los calabacines, el pollo, la merluza...todo me sabe igual. Vuelvo a sentarme a trabajar mientras escucho de fondo a los Mountain Men de Alaska y Montana. Intento no pensar en mis ganas de vivir aparte de todo, de espaldas a lo que sea que ocurre y de aprender a manejar una moto sierra, a construir una cabaña o a curtir pieles, cualquier cosa que me haga sentir útil. Termino de trabajar. Voy al contenedor y los perros lloran como locos porque los dejo solos tres minutos. Ignoro que voy contraída, en tensión, con los hombros a la altura de las orejas. Meriendo galletas con cucharadas de leche condensada por encima y un par de cucharadas de leche condensada sin galletas debajo. No me cuesta nada ignorar la voz interior que me dice no se qué del azúcar y las grasas. Plantamos unos semilleros y arreglamos varias macetas. Intento relajar la tensión que tengo acumulada en las mandíbulas, la fuerza con la que las aprieto mientras pienso que me haría muchísima ilusión que las semillas caducadas en 2009 que estoy plantando brotaran. No lo consigo. Hablo con mis hijas e intento sonar alegre, confiada, tranquila, divertida. Ceno. Me tumbo a ver una serie y cuando creo que estoy abstraída de todo me doy cuenta de que tengo un tic en las piernas, que no puedo parar de moverlas. Me lavo los dientes sin mirarme al espejo. Me pongo el pijama mientras intento convencerme de que ya queda menos. Me acuesto y me pongo a leer, me mezo como cuando, de pequeña, tenía mucho miedo y como cuando, en la depresión, me moría de ansiedad. Apago la luz. Me fuerzo a parar de mecerme. Intento dormir. No lo consigo. Estiro el brazo, cojo el móvil le doy al play. En mi oreja suena Get sleepy, un podcast en el que una voz me susurra que va a hacerme dormir mientras me cuenta la historia de un castillo y sus jardines, o me lleva de paseo por una cueva en Grecia o me guía por los cerezos floridos en la primavera de Tokio. Intento surfear la ansiedad con esos susurros en mi almohada. Dormito.
Ayer o antes de ayer o a lo mejor fue el sábado o el viernes por la tarde escribí que no paraba de llover y que yo no había llorado. Escribí que no me preocupaba la lluvia pero sí el no llorar porque sabía que todo el miedo, la angustia, la ansiedad, la tristeza, la preocupación, el agobio estaban tejiendo, en mi interior, una bola cada vez más grande, cada vez más pesada que no podría seguir esquivando y que la mejor manera de deshacer esa bola, de desenmarañarla era llorar pero no me salía.
Cuando me levanto, por fin, lloro. Y me permito tener miedo, ansiedad y angustia. Y escribir sobre ello.
PS: He empezado un tubo nuevo de pasta de dientes. No me gusta su sabor.