miércoles, 23 de marzo de 2022

¿De quién aprendes?

Primero los puños, por un lado y por el otro. Después se estira la manga con cuidado, despacio, intentando que el pliegue quede igual pero sin acercase demasiado a él para que no quede marca. Igual que con los puños, primero por un lado y luego por otro. Entre gesto y gesto, humedecer. Después el hombro, esta parte es importante, marcará la diferencia. Repetir la operación con la otra manga. Después la zona de los botones, la pechera y la espalda. Una vez terminado, colgar en una percha. 

Mi abuela Victoria me enseñó a planchar. A veces, pasaba temporadas con nosotros en Los Molinos. Mi madre, desde muy pequeños, había repartido las tareas de la casa y no sé si porque lo pedí o porque me tocó, yo planchaba. Un buen día mientras yo cogía la enésima camisa de mi padre para planchar, mi abuela apareció, me miró y me dijo: «Así no» y me explicó paso por paso cómo debía hacerlo.  

Treinta y cinco años y cientos de camisas después sigo haciéndolo tal cual me lo enseñó y me acuerdo de ella cada vez que saco la tabla, enchufo la plancha y coloco la primera manga. Murió hace catorce o quince años, no lo sé, no me acuerdo, hacia tiempo que había dejado de gustarme y de importarme junto con el resto de mi familia paterna y reposaban todos en el fondo del barranco de la indiferencia.

Mi abuela dejó de gustarme pero mi querencia por la plancha sigue conmigo. Es una de las actividades que más tranquilidad me dan. Planchar me permite escuchar podcasts, ver series o simplemente pensar mientras consigo que algo que está arrugadísimo salga de mis manos en perfecto estado de revista. Consigo algo. Hay pocas cosas que me den tanta satisfacción con tan poco esfuerzo y casi ninguna que me de tanta calma mental. 

Hoy he llegado a casa y me he puesto a planchar. Al acordarme de mi abuela y de aquella tarde en Los Molinos he pensado que se pueden aprender cosas de gente a la que detestas, de personas que te hicieron daño, de muchos de los que no recuerdas nada más que aquello que te enseñaron. No voy a decir que todo el mundo merece la pena y que de todo se puede aprender porque no, eso es mentira. 

¿Importa de quién aprendes? Una de mis más exitosas habilidades laborales la aprendí de un examante cobarde (y no, no implica nada sexual) y de mi madre aprendí que tener un hijo favorito y no reconocerlo es ridículo y que los guisos de cuchara hay que hacerlos el día antes. De mi hija Clara he aprendido a no preocuparme por lo que puede pasar "mamá, eso es un problema de Ana del futuro", de una excompañera de trabajo completamente inepta aprendí a contestar "sí, claro, yo me encargo" y luego hacerme la muerta y de Juan he aprendido que cuando estás subiendo una cuesta, lo mejor es hacerlo despacio, llegarás arriba igual pero más descansado. (Él lo aprendió del vigilante de una gran cueva en Italia) 

Quiero creer que alguien aprenderá algo de mi. Algo útil como planchar pero tengo claro que no serán mis hijas. 

sábado, 19 de marzo de 2022

Podcasts encadenados. De estar informado, pasados que vuelven y ser feliz


No sé las veces que he recomendado, en esta sección, The Daily,  el podcast del New York Times que cada día, de lunes a viernes, analiza la información. Soy adicta a ese podcast, a lo que cuentan, a cómo lo cuentan y a la voz de su host principal, Michael Barbaro. Otros grandes periódicos tienen podcast del mismo estilo que también están muy bien, como por ejemplo el Today in Focus del periódico británico The Guardia y que también he recomendado por aquí varias veces. A principios de este mes, El País sacó (sacamos) por fin Hoy en EL PAÍS, el podcast daily informativo que pretende copiar, inspirarse, aprender de todo lo que ya se ha hecho en inglés y alcanzar un tono propio y un estilo diferencial. Para que no queden dudas yo trabajo con el equipo que hace este podcast, no estoy cada día haciendo los episodios pero sé el trabajazo que llevan haciendo desde hace seis meses para lanzar este proyecto. ¿Os lo recomiendo porque trabajo en él? No. Os lo recomiendo porque creo firmemente que el podcast permite un acercamiento a la información más pausado que la radio y desde otro enfoque completamente diferente porque la última hora, la urgencia y la inmediatez ya está cubierto en otros medios. Son veinte minutos al día, el episodio está disponible a las seis de la mañana y es muy fácil crearse un hueco, un hábito para escucharlo todos los días. Por supuesto, algunos te gustarán más y otros menos, algunos se te quedarán en la memoria y otros los olvidarás nada más terminarlos pero este formato informativo es diferente, es más cercano, más íntimo, no lleva cuñas de Securitas Direct y, sobre todo, no hostiliza como, por ejemplo, una tertulia de radio. ¿Mi recomendación para haceros una idea? Escuchad este episodio del viernes de la semana pasada en el que Margarita Yakovenko, periodista nacida en Ucrania, cuenta ¿Cómo era Ucrania antes de la guerra?  Haceos una hueco diario para consumir un daily. 

The Experiment es un podcast de The Atlantic con episodios cada semana pero que no tienen un hilo en común. Esto, que en su día me pareció una debilidad porque impedía que el oyente se enganchara al contenido, se ha convertido en una fuente de sorpresas muy interesantes. El domingo pasado, mientras iba y venia en el coche, llevando y trayendo a mi hija a un partido de fútbol bastante lejos, disfruté muchísimo con este episodio que, recordemos que esto es podcast encadenados, también tiene que ver con Ucrania. El episodio se titula One American Family´s debt with Ukraine. En él, uno de los periodistas de The Atlantic cuenta cómo sus abuelos emigraron desde Ucrania a Estados Unidos cuando los nazis invadieron Ucrania en 1944 cuando Hitler rompió el pacto de no agresión que había firmado con Stalin. Este periodista, Frank Foer, se pasó la vida escuchando a su abuela decir que los rusos habían salvado a Ucrania del nazismo. Partiendo de la historia de su abuela, pasan a todo lo que desconoce de la vida de su abuelo y así, tirando del hilo... llega al final, a nuestros días, a la guerra actual. No quiero contar más para no destriparlo pero lo recomiendo con entusiasmo, con mucho entusiasmo porque es fantástico. Si, además, sois lectores, puede que os llevéis una sorpresa. Y no digo más. 

The 11th es otro de esos podcasts que no va de nada porque va de todo. Producido por Pineapple Street Studios, el día 11 de cada mes lanzan un episodio que es completamente sorpresa. El tema puede ser cualquiera, la duración, la manera de contar, de narrar, el diseño de sonido, todo. Su idea es que se parezca a los reportajes que encuentras en una revista, cada uno será diferente. El de este mes, se llama The Happiness Project y contra lo que pudiera parecer, a primera vista, no tiene nada que ver con la autoayuda, la superación ni Mr. Wonderful. Charles Spearin es un músico que en el año 2007, durante su baja de paternidad, se dedicó a charlar con sus vecinos en Toronto, donde vive. Los invitaba a su casa y, con su permiso, les preguntaba qué era para ellos la felicidad, estar feliz, estar contento. Entrevisto a su vecina jamaicana de 93 años, a la amiga de su hija que tenía cinco o seis años, a otra vecina cercana y grabó sus conversaciones. Poco a poco, escuchando esas grabaciones, se dio cuenta de que cada voz tenía una musicalidad, una cadencia y con un talento que a mi me parece casi magia las asoció con un instrumento y compuso con ellas distintos temas musicales que acabaron en un disco. Este episodio es la historia de esas grabaciones, las voces, sus pensamientos para llegar a esas asociaciones. Es un oasis de alegría, de creatividad, de emoción y, sin duda, un episodio al que volver de vez en cuando. 

Esto son pocos deberes. Ojalá os gusten y si escucháis algo, venid a contármelo. 

La lista de todo lo recomendado está aquí. 

viernes, 18 de marzo de 2022

Hombres, gorras y escribir

No sé si me gustan los hombres con gorra o solo algunos hombres con gorra o solo algunas gorras o algunos hombres. Sí se que las gorras con visera plana no le sientan bien a nadie pero inexplicablemente todo el que la lleva se ve favorecido. Hace muchos veranos, pocos en tiempo cronológico, pero muchos en experiencia vital, paseaba con mis brujas por la orilla del mar y les iba diciendo «prometedme que no vais a salir con nadie que lleve un tatuaje con la cara de su abuela en un brazo, ni con nadie que lleve un anillo de esos gordos en la oreja ni, por favor, con alguien que lleve gorra de visera plana». A mí me gusta llevar gorra, me encantaba una que teníamos en casa de los bomberos de Sacramento. En 2002 fuimos a Nueva York de viaje de novios pospuesto. La ciudad entera, era octubre, era un homenaje a los bomberos muertos en el 11-S. Nuestro hotel estaba lleno de bomberos de todo el país y cada vez que subíamos o bajábamos en el ascensor nos rodeaban hombres estupendos, como castillos de grandes, y muy muy amigables. En uno de esos ascensores nos regalaron aquella gorra. ¿Me está bien? En mi imaginación, sí. ¿En la realidad? No creo. Y es raro porque, en general,  me quedan bien los sombreros. Casi todos. No sé si todos y tampoco quiero probarlo. En la Maravillosa Señora Maisel y en The Crown salen unos sombreros imposibles, los primeros son imposibles pero de ser feliz y los segundos son imposibles y amargos. Entre las cosas que ya no tenemos, que se han perdido y que veo complicado que vuelvan, además de los teléfonos de rosca, los teléfonos anclados a la pared, los que llevaban cable, las cosas con cable, en general, los embozos, las colchas, las guías de viaje en papel, los mapas que nunca volvían a estar doblados como debían, los juegos de café con tazas y platos a juego, como su propio nombre indica, la división entre ropa de trabajar y ropa de salir, la clasificación de la ropa por estaciones, las tarjetas de visita y las de trabajo en papel, la gente con reloj, los suizos, (los bollos me refiero, no los de Suiza que supongo siguen existiendo) y las  expresiones «preguntan por ti», «blanco y en botella», «dale la vuelta a la cinta»,«Cógeme el recado», «¿Negro o rubio?», está la costumbre de salir a la calle con sombrero todos los días.  Nunca sabré si sería una mujer elegante con sombrero. Nací tarde para eso pero a tiempo para no tener que tener llevar falda todos los días. Salgo ganando. 

Todo este flujo absurdo de pensamientos brota de mis agotadas neuronas cuando en el metro entra un hombre con gorra. Me fijo en él. Hubo en tiempo en mi vida en que no me fijaba en los hombres, otro tiempo en el que empecé a fijarme con curiosidad, otro tiempo en el que lo que quería era que ellos se fijaran en  mí  seguido de otro tiempo en el que me daba igual que se fijaran o no. Después llegó el tiempo en que yo decidía si quería que se fijaran o no en mí que desembocó en el que estoy ahora, en el que elucubro tonterías en el metro cuando entra un tipo con una gorra en mi vagón y yo voy pensando que hubo en tiempo en el que podía escribir en mi blog cada día. Un tiempo en el que siempre se me ocurrían cosas y tonterías para contar. 

No puedo,  y además no quiero, hacer nada para que vuelvan los sombreros, los teléfonos con rosca o las guías en papel pero sí que voy a hacer todo lo posible por seguir escribiendo... aunque sean tonterías. 


sábado, 12 de marzo de 2022

Podcasts encadenados. De historias familiares y finales tristes

En mi rutina de escucha semanal, entre las notas que tomo, los comentarios que me dejo a mí misma en mi calendario de escucha y mi excel, he empezado a anotar las tres recomendaciones que pretendo, o pretendo hacer, en esta sección semanal. No lo pienso con antelación, no tengo un plan, simplemente escucho algo y digo: esto para el sábado. Luego, cuando me siento a escribir, descubro a veces que esos tres podcasts tienen algo en común. Tiene sentido, esto es podcasts encadenados... y así empezó también la sección de lecturas encadenadas porque hace catorce años pensé que podía encontrar un hilo que uniera todos los libros que voy leyendo, un hilo que los vaya conectando. 

Esta semana ha terminado uno de los mejores podcasts, si no el mejor, que se ha hecho nunca en España. Gabinete de curiosidades de Nuria Pérez cerraba sus puertas con el octavo episodio de su cuarta temporada. ¿Se acaba para siempre? me han preguntado cien veces esta semana. Sí, se ha terminado. Eso no quiere decir que Nuria no vaya a hacer más cosas (que ya estamos planeando) pero ya no será Gabinete. Me extrañaría que alguno de los que leeréis esto no conozcáis este podcast pero nunca se sabe. Quería, además, traerlo aquí para rendirle homenaje y para recomendarlo una vez más. Gabinete de curiosidades es un podcast maravilloso que ha conseguido, además, ser la puerta de entrada al mundo del podcast para muchísimos recién llegados. He perdido la cuenta de las veces que lo he recomendado cuando alguien me ha dicho ¿Por dónde empiezo? y, también, de las veces que alguien ha venido a darme las gracias por ese descubrimiento. 

Quiero además explicar que detrás de esas historias que Nuria nos cuenta como si se le ocurrieran, como si estuviéramos con ella tomando un café, llevan un enorme trabajo detrás. Meses de lecturas, de escuchas, de visionado de pelis o documentales, meses de postit de colores y de dibujos, meses de escritura y meses de construcción del arco de los episodios y de la temporada. Detrás de esos episodios que envuelven al oyente hay, además, un trabajo de diseño sonoro en el que el oyente a lo mejor no se para a pensar pero que está ahí, sirviendo de colchón, de ambientación a las palabras de Nuria. Ese diseño, que no se construye en diez minutos, está magistralmente pensado por Andreu Quesada. Os invito a volver a escuchar algún episodio y prestar atención a los detalles de diseño sonoro, están ahí, haciéndote sentir mejor, acompañado, acogido. El diseño sonoro en un podcast narrativo es algo así como la decoración en una casa, (la creada personalmente, no esa toda blanca que se está poniendo de moda), es lo que hace que en esa casa te sientas a gusto, te imagines viviendo y no quieras marcharte. 

Escuchad Gabinete, recomendadlo y si ya lo habéis escuchado, volved a él de vez en cuando, como volvéis a los sitios en los que os sentís a salvo. 

Sorry about the kid de la cadena canadiense CBC está en la lista de los cinco mejores podcasts de lo que llevamos de año de Vulture y lo he escuchado esta semana. En cuatro episodios de media hora de duración, el host,  Alex McKinnon, nos cuenta la historia de la muerte de su hermano Patrick hace treinta años. Patrick tenía entonces catorce años y un coche patrulla de la policía lo atropelló a la salida del colegio. «Qué horror, no pienso escuchar esto» estaréis pensando. Pues haréis mal porque es un podcast estupendo que lidia con el luto, el recuerdo y la convivencia con la ausencia de un ser querido para el resto de tu vida. En el podcast habla Alex, claro, pero también sus padres, la hermana, amigos de Patrick, contando sus recuerdos y como vivieron aquel día. Qué recuerdan, cómo se sintieron, cómo le echan de menos. El último episodio, especialmente, en el que tanto los padres como Alex y su hermana hablan sobre cómo viven esa ausencia, ahora, treinta años después es estupendo y lo que cuentan se parece mucho a lo que yo intenté explicar en el luto hacia delante.  

La abuela de las tres guerras de Silvia Serrano es un podcast independiente y pequeñito que escuché hace un par de semanas. Mercedes, la abuela de Silvia, habla ruso, alemán, francés y español. A Sara, eso no le pareció nunca raro ni extraño...hasta que le saltó la curiosidad ¿por qué mi abuela habla tantos idiomas y ha vivido en tantos países? ¿Qué hay detrás de  mi abuela? Sabiendo siempre que encontraría dolor e incomodidad y, quizá, cosas que no quisiera saber, esa inquietud le llevó a hacer esta serie que nos lleva a conocer la historia de Mercedes y toda su familia, una historia atravesada por tres guerras y por los acontecimientos políticos que han ocurrido en Europa desde los años treinta hasta la actualidad.  Son seis episodios de media hora en los que es innegable encontrar similitudes en el tono y la cadencia de la narración con De eso (no) se habla recorremos la historia de Mercedes y Europa. En mi opinión, a Sara le ha faltado un poco de edición y de control del ritmo de narrativo porque la narración, aún funcionando e interesando siempre, a veces se hace confusa o repetitiva. Así mismo el diseño sonoro adolece de exceso de efectos que resultan innecesarios para que la historia funcione. A pesar de estos pequeños fallos, es un podcast muy meritorio e interesante. La abuela Mercedes es además, por sí misma, un personaje fascinante y su cantarina voz es, para el oyente, siempre interesante. Escucharla contar su vida en Rusia de niña, su enfado cuando los rusos no la dejaron estudiar física nuclear, su desencanto con el partido comunista o su anhelo de libertad que ha guiado siempre todas sus decisiones es un placer. Dadle una oportunidad. 

La semana que viene más.

Si escucháis algo, venid a contármelo. 


miércoles, 9 de marzo de 2022

Lecturas encadenadas. Febrero

 En febrero leí poquísimo. No tuve tiempo y caía derrengada cada noche, dando cabezadas con el libro entre las manos hasta que el dolor de hombro me despertaba y apagaba la luz. Este post va a ser corto y poco satisfactorio, casi de trámite. 

A principios de febrero y tras más de dos semanas de lecturas terminé, en diagonal, El Imperio del dolor de mi querido Patrick Radden Keefe. Vamos a hacerlo rápido: no lo leáis. Es un libro precipitado y que se ha escrito con poca destilación. Las doscientas primeras páginas son magníficas, con el preciso estilo del periodista americano capaz de hacer de la no ficción una historia apasionante que te arrastre. El resto es repetición, acumulación de detalles nimios que no aportan nada y que ya se han contado. Es un libro fallido al que le han faltado unos meses de edición y repaso. Quizás así hubiera podido ser tan magnífico como su anterior trabajo, No digas nada, sobre los troubles en Irlanda del Norte y que os recomiendo leer mañana mismo. De este podéis pasar olímpicamente. 

El día que lloré en la calle compré, en la Cuesta Moyano, Caperucita en Manhattan de Carmen Martín Gaite. Tenía muchísimas ganas de leerlo. Me encanta Martín Gaite pero esta novela se me atragantó a partir de la mitad. No sé porqué no caí en su momento en que, con ese título, obviamente iba a tener alguna relación con el cuento. Ni lo pensé la verdad, pensé que era una licencia poética, una metáfora, que la protagonista tendría un abrigo rojo con algún significado. 

La primera parte, más costumbrista, con la descripción de la vida de Sara, su familia, la relación con su abuela, el barrio, los viajes en metro, el pasado misterioso de su abuela, me entretuvo bastante y lo disfruté pero cuando aparece el hada madrina, el Sr. Wolf, la búsqueda de la tarta perfecta, etc. dejó de interesarme he aburrí hasta el final. 

«Para vivir...Pero ¿a qué llaman vivir? Para mí vivir es no tener prisa, contemplar las cosas, prestar oído a las cuitas ajenas, sentir curiosidad y compasión, no decir mentiras, compartir con los míos un vaso de vino o un trozo de pan, acordarse con orgullo de la lección de los muertos, no permitir que nos humillen o nos engañen, no contestar que si ni que no sin haber contado antes hasta cien como hacia el Pato Donald. Vivir es saber estar solo para aprender a estar en compañía, y vivir es explicarse y llorar...y vivir es reírse».

Diez lunas blancas de Phil Camino también lo compré en la Cuesta Moyano pero otro día. A Phil la conocí cuando montó la librería Los editores y sabía de este libro que había escrito sobre sus hijos y, en particular, sobre la muerte de su hija Jimena a los pocos días de nacer. Es una obra breve, noventa y cinco páginas, sobre el hecho de ser madre, de tener hijos, y aunque la muerte de Jimena es el eje y probablemente el motivo del libro, no es eso lo que Phil quiere contarnos. Si tienes hijos solo imaginarte el dolor de perder a uno de ellos es terrorífico, si no los tienes ni si quiera puedes llegar a imaginártelo. Phil lo cuente pero sin adentrarse en ese dolor porque le asusta y lo entiendo. Lo mejor del libro son sus reflexiones sobre el hecho de tener hijos que comparto casi siempre, (otras no porque la parte más mística y espiritual no va conmigo). 

En instagram puse un fragmento que me gustó mucho y aquí dejo este para que todos pensemos en él. 

«Hijos, no sé qué recordaréis de mi. Pero sabed que también fui niña». 

Y con esto y un bizcocho, hasta los encadenados de marzo. 

sábado, 5 de marzo de 2022

Podcats encadenados. De museos, canciones e Instagram.



No puede ser que tarde dos meses en retomar esta sección. No puede ser que prive a los pocos y valientes lectores de blogs que quedan ¡sois los mejores, sois la resistencia, sois cultura underground! de descubrir las maravillas y evitar los horrores en el mundo del podcast. Me he hecho el propósito de mantener esta sección semanalmente pero, como diría el Sr. Lobo, no nos hagamos muchas ilusiones, la fuerza de voluntad nunca ha sido lo mío. 

Al lío. 

Empiezo con un podcast del que ya recomendé la primera temporada y ha vuelto con fuerza, Under the influence with Jo Piazza. En esta segunda temporada Piazza sigue analizando el mundo de Instagram de manera rigurosa y amena y consiguiendo, en cada episodio, que el oyente se replantee su relación con Instagram y sus propias opiniones. En varias ocasiones me ha pasado que he comenzado creyendo que tenía una opinión fundamentada del tema a tratar y Piazza ha conseguido mostrarme aspectos que no había considerado. Recomiendo todos los episodios pero el tercero de la temporada, Rule 35, es especialmente importante porque toca el tema de los profesores e instagram. Cuando mis hijas eran pequeñas e iban al colegio pegado a nuestra casa, era inevitable que yo me cruzara con los profesores a todas horas. Los veía tomando café, fumando un cigarro, tomando cañas los viernes a última hora. A mí aquello no me llamaba la atención especialmente pero recuerdo que hubo un cierto movimiento de padres pidiendo que los profesores no fumaran, que eran mal ejemplo. Por supuesto, yo pasé completamente del tema porque lo que los profesores o cualquier otro profesional haga en su tiempo libre (siempre que no sea algo criminal) no es de mi incumbencia. De hecho, yo daba por supuesto que las profesoras de mis hijas, todas muy jovencitas saldrían los fines de semana de juerga, tomarían copas, tendrían muchas relaciones y lo pasarían bien. Todo esto era antes de las redes sociales, claro. Ahora, y yo no había caído en esto, los padres pueden meterse en las redes sociales de los profesores de sus hijos y fiscalizar lo que hacen. En USA se han dado casos de profesoras suspendidas sin empleo y sueldo por publicar fotos en bikini, de barbacoa y cervezas con amigos o por ser influencers de fertilidad. Los padres argumentan que no son contenidos apropiados para los profesionales que enseñan a sus hijos. Ya estamos, como siempre, exigiendo a los demás unos umbrales de virtud que ni Jesucristo a los apóstoles. Además, en USA, los profesores cobran muy poco asi que muchos se han hecho influensers de su profesión, compartiendo recursos y métodos para que lo usen otros. ¿Es un problema que haya influensers de educación? Pues depende de lo que compartan pero lo que sí es un problema es que los profesores cobran tan poco que tengan que recurrir a esto. (Otra cosa son los influencers de educación de pacotilla que no han pisado jamás un aula y se les llena la boca a decir "los métodos tradicionales no valen"...pero eso no es tema para este post) 

Escuchad a Jo Piazza que os hará reflexionar sobre Instagram y replantearos el tiempo que pasáis viendo las fotitos. 

Cuando era yo la que tenía ocho o nueve años, los sábados de invierno íbamos a Los Molinos en coche y mi padre ponía música para aplacarnos. Lo que más nos gustaba eran Los Beatles pero, sobre todo, le pedíamos constantemente que nos pusiera "la cinta azul". La cinta azul era el Bridge under trouble waters de Simon & Garfunkel. Mis hermanos y yo nos sabíamos todas las canciones, las letras completas, aún hoy, cuarenta años después las recordamos todas. Mi favorita era Cecilia pero The boxer es la que me lleva siempre de vuelta a ese 131 blanco, con nuestros pantalones de pana y nuestros jerseys granates cantando como locos. Esta historieta que acabo de contar encajaría perfectamente en el episodio de Soul Music, el podcast de BBC 4 Radio, dedicado a The Boxer. Este podcast consiste precisamente en eso, en coger una canción, la que sea, empezaron con música clásica pero ahora ya hay de todo y brujulear buscando gente que tenga historias personales (y que sepa contarlas) asociadas a esa canción. Como idea es perfecta de puro sencilla que es, como producción es un infierno porque no es tan fácil encontrar historias que vayan más allá de "a mí me gustaba mucho". En cualquier caso Soul Music consigue su propósito y los episodios son maravillosos. Los escuchas con la calma que da conocer la canción (yo tiendo a escuchar los asociados a música que conozco) y la curiosidad por las historias de otros.  

En este episodio habla un boxeador irlandés, un cantante y Julie Nimoy, la hija de Leonard Nimoy (El famoso Dr. Spock de Star Trek) cuentan su relación con la canción de Simon & Garfunkel. 

Los podcasts institucionales suelen ser malos, aburridos o sosos o las tres cosas a la vez. Por todo eso y porque, además, está muy bien hecho, el nuevo podcast del MET (The Metropolian Museum of Art) en Nueva York es estupendo. Se llama Frame of mind y en él todo está bien hecho: el arte, la elección del título, el host y, sobre todo la idea. Se trata de relacionar obras de arte del museo con historias personales en las que el arte haya ayudado a esa persona a estar mejor, la haya reconfortado, acompañado, hecho sentir menos sola. 

Por ahora han salido dos episodios. En el primero, 100 postcards with love, es la historia de dos hermanos guatemaltecos viviendo en USA, cada uno en una costa, y como conectaron gracias a la colección de postales del MET. En el segundo,  la artista Anni Lanzillotto cuenta su relación y la de su madre con una vidriera art decó del museo y lo que sus colores significaron para ellas. Es un podcast para reconciliarse con el mundo y con el arte, para entender los museos y revivir las sensaciones que uno tiene, a veces, ante ciertas obras de arte. Hay piezas, cuadros, esculturas, dibujos que nos dicen algo a nosotros y nadie más, y escuchar las razones de los demás para amar lo que aman, nos abre la oportunidad de conocer esas obras. 

Para terminar, lo que no recomiendo. En febrero Serial y el New York Times lanzaron su nuevo podcast, The trojan Horse affair. Una historia de racismo institucional y antimusulman en Birmingham y en toda Gran Bretaña. Partiendo de una carta anónima contra un colegio, su responsable y algunos profesores se desencadenó todo un movimiento islamofóbico que hasta hizo cambiar las leyes en el país a pesar de que todo lo que se denunciaba en la carta, y todos lo sabían, era mentira. ¿Por qué no lo recomiendo? Porque es aburridísimo. ¿Está bien hecho? Por supuesto. Es una producción perfecta, que ha llevado cuatro años y su resultado es impecable pero es aburrida y poco interesante. Conozco a gente con muy buen criterio a la que le ha gustado pero a mí no y por eso y porque hay muchísimas otras cosas para escuchar, aconsejo pasar de ella. (Lo más interesante de este podcast es la reacción que ha desencadenado en la prensa en Gran Bretaña que se ha sentido ofendísima porque los americanos (a pesar de que uno de los hosts es inglés y musulmán) hagan un podcast denunciando el racismo en su país, han contestado con artículos que se resumen en "Y tú más") 

La semana que viene más. 

Todo lo comentado está aquí, Podcasts encadenados y, como siempre, si escucháis algo venid a contármelo. 

jueves, 3 de marzo de 2022

Oda al sugus


«¿Quieres uno?» «Mi favorito es el de piña» «El mío el de limón» «las personas que prefieren los de piña son especiales» «¿en qué sentido?» «En ninguno malo pero cuando le ofreces, siempre te dicen: mi favorito es el de piña»

Nadie dice que no a un sugus, lo tengo comprobado. Son el caramelo perfecto. ¿Los hay mejores? Probablemente. ¿Más ricos? A lo mejor. ¿Más simpáticos? No. Los sugus son los caramelos más simpáticos del mundo y nadie, nunca, dice que no cuando le ofreces. Es más, la gente sonríe cuando dice «¡Anda, sugus!»

«Escribe algo de sugus» me han dicho esta mañana mis compañeros. A ellos les hice ayer una lluvia de sugus por encima de sus mesas de trabajo para celebrar el nacimiento del nuevo daily del País en el que llevamos trabajando meses. Me levanté pensando en comprarles unos pasteles, luego cambié de idea y decidí que mejor sandwiches, que el salado entra mejor a las 12 de la mañana entre grabación y grabación, entre llamadas y correcciones de guión. De camino al metro pasé por delante de una de esas tiendas de variantes que tienen de todo, desde pipas a tortas de Alcazar de San Juan sin azucar y dije: mejor sugus. Entré en la tienda y ahí estaban, entre todos esos cubículos de caramelos, frutos secos, fruta deshidratada, brillando con sus colores que son inconfundibles. 

Naranja, limón, piña, fresa y frambuesa. 

Los sugus. Brujuleando en internet he aprendido que en otros países hay sugus verdes y que el envoltorio mide 6,3 por 4,5. He recordado que, antes, cuando yo era pequeña o joven, debajo del papel de colores había una banda blanca rectangular que envolvía el caramelo para que no se pegara al envoltorio de fuera. Ya no está y no me había dado cuenta. Aprendo también que los sugus se crearon en los años treinta pero que se hicieron muy famosos a partir de los años 50, después de la II Guerra Mundial. Su origen es una mezcla de cosas: los suizos de Suchard querían hacer otra golosina diferente y encontraron en Cracovia un caramelo blando que se podía morder o chupar y que tenía una receta inglesa. Esta historia me encanta, me imagino al señor Suchard y sus ayudantes, todos muy serios, muy bien vestidos recorriendo Europa buscando la golosina perfecta, esa que volviera locos a los niños y a sus padres. Los imagino saltando de ciudad y ciudad, caminando con los brazos a la espalda, probando caramelos, chucherías y dulces a cual más decepcionante, más pegajoso, más insulso y llegando a Cracovia y descubriendo casi por casualidad el caramelo perfecto. La parte en que en Polonia hacían caramelos con una receta inglesa, obviamente, viene de una cocinera inglesa que se trajeron unos nobles polacos generaciones atrás y que los polacos adoptaron. Que en España se fabricaran en San Sebastián es el colofón perfecto. ¿Hay algo que pegue más que suizos ricos, aristócratas polacos con cocineras inglesas y San Sebastián? Lo dudo. 

Cuando los cumpleaños en el colegio no estaban, todavía, mediatizados por madres y padres histéricos con el azúcar, las calorías y mantener a sus hijos a salvo del diabólico mundo de la felicidad de las chuches, era maravilloso sentirte como un rey con tu bolsa para repartir. Varias generaciones de españoles asociamos los sugus a ese momento tan especial, a esa sensación de felicidad que sentías el día que entrabas en la clase con tu bolsa de sugus para repartir, porque los sugus, al contrario que muchos otros dulces, provocan ese deseo de repartir. Nadie quiere comerse treinta sugus, todos queremos repartirlos, que todos los que están a nuestro alrededor coman sugus con nosotros. 

Los sugus no huelen a nada y huelen a colegio, a zapatos sucios, a quitarles el papel con cuidado, a metértelos en la boca pensando que, esta vez, no vas a masticarlo, vas a dejar que se ablande y saborear ese regusto ficticio a frutas completamente artificial que te encanta. Los sugus saben todos iguales pero yo prefiero los de limón, otros los de naranja y los especiales los de piña. Los sugus no  son molones pero no pasan de moda. Son reconocibles, son una apuesta segura, son como volver a casa cuando tenías ocho años sabiendo que tu madre estaría en casa y que todo lo que iba a pasar el resto de la tarde a lo mejor era aburrido pero era seguro, con esa seguridad de rutina que se pierde cuando te haces mayor. Los sugus aguantan muchísimo, no tienen fecha de caducidad y cuando se ponen duros es cuestión de ser paciente, de tenerlos en la boca, mucho tiempo, hasta que se ablanden muy poco a poco, como un recuerdo doloroso que crees que no vas a poder soportar y que, a base de sobarlo y sobarlo...acaba deshaciéndose. 

Los sugus son de colores, son caramelos de ser feliz. Son supervivientes, viven aparte de las modas. No manchan, no pringan, no se pegan y todos, absolutamente, todos tenemos un sabor favorito. 

Salid a comprar sugus que, por cierto, son perfectos para los caminitos de chuches. 


domingo, 27 de febrero de 2022

De persecuciones y rendiciones

El otro día, ese que algunos comentaristas llamaron un día de furia, hablaba de perseguir a gente por temas laborales o perseguir a mis hijas para que hagan determinadas cosas. Dándole vueltas a esto he pensado que perseguir es agotador y no sirve para nada pero, como casi todo en la vida, a esa sabiduría suprema se llega con la edad. Bueno, con la edad y con la experiencia acumulada de cientos o miles de persecuciones que te dejaron exhausta, jadeando, sin haber conseguido nada y sintiéndote como una completa mema. 

«Quien la sigue, la consigue». Hace muchísimos años y estará por ahí, en algún lugar del blog, conté la historia de una compañera de colegio a la que el hermano de otra compañera había perseguido durante años, a pico y pala, hasta que, contra todo pronóstico, acabaron siendo novios, casándose y teniendo dos hijos. «Persigue tus sueños» es otra frase que está en todas partes, empezó en Hollywood o en una campaña publicitaria y, ahora, nuestra vida está empapada de esa idea. ¿Quieres cambiar de trabajo? Persíguelo. ¿Quieres cambiar de hábitos? Persíguelo. ¿Quieres que tu hogar sea diferente? Persíguelo. 

Ten una meta

Haz un plan

Persigue 

Insite

No te rindas

Persigue

Persigue 

Persigue

Cuando era niña perseguía cosas. A nuestra perra, Dunia, cuando se escapaba, a mis hermanos por el jardín para pegarles (nadie habla de la persecución para vengarse, que curiosamente es la que genera más fuerza de voluntad), perseguía a mi madre pidiéndole cosas, suplicándole que me comprara un jersey determinado o me dejara llegar un poco más tarde. En el colegio perseguía ser del grupo de las populares o a quien tenía el mejor bocadillo, en el recreo, para que me diera un poco. Perseguí chicos, claro. De manera patética, claro. Cuando no había móviles ni redes sociales, había que perseguir al chico que te gustaba, haciéndote la encontradiza o espiándole. Como todos, he perseguido para que me quisieran y también, con la estúpida idea, de que si insistía lo suficiente, si perseguía ese anhelo lo suficiente, alguien, un determinado alguien, se enamoraría de mí o me daría lo que yo esperaba, necesitaba de una relación. 

¿Estoy abogando por ser una ameba o un corcho que flote en la vida sin propósito y sin un plan? No, PERO, hay que saber lo que hay que perseguir y lo que no. Y de lo que hay que perseguir hay que saber cuando hacer un Forrest Gump, pararse y ver lo que sea que has estado intentando alcanzar perderse en el horizonte. Hay que, incluso, aprender a pararse y ni siquiera mirar cómo se aleja ese lo que sea, hay que darse la vuelta y alejarse en sentido contrario. Las persecuciones molan en las pelis, en los libros, en algunos retos deportivos y, muy pocas veces, en la vida. Las persecuciones, la mayoría de las veces, acaban solo en cansancio, en amargura, en agotamiento, en energía gastada en intentar limar ese sentimiento tan desagradable que uno tiene cuando se da cuenta de que ha estado haciendo el gilipollas a conciencia.

Perseguir algo o alguien genera muchísima frustración porque nos han hecho creer que el éxito de la persecución depende de nuestro esfuerzo, de nuestra constancia, de nuestro interés y voluntad y no es así. Cuando persigues algo, ese algo tiene que, para empezar, estar a tu alcance. «Aspira al máximo» es una frase a la que jamás hay que hacer caso. «Aspira a algo realista y cuando lo alcances, si lo alcanzas, ya te plantearás algo más» es un consejo más sano y más inteligente. Perseguir hasta conseguir va más allá de tu voluntad, depende mucho del otro, de su resistencia a tu interés o de lo cansino que seas. ¿El caso de la pareja que he contado al principio? Él no la consiguió por perseguirla, la consiguió porque ella lo decidió así.  Si lo que persigues es un objetivo laboral, económico o de cualquier otro tipo, ten en mente que depende muchísimo de la suerte y de que los planetas y las voluntades de otros muchos se alineen como deben. Hay que perseguir lo justo y, a ser posible, con objetivos mínimos, rozando lo minúsculo, lo imperceptible. Cosas como «voy a intentar acostarme todos los días a las diez» o «voy a escribir dos páginas cada día y tirar los tuppers sin tapa». Algo así. 

Y no hay que perseguir personas, jamás. Solo en el ámbito laboral, por obligación y durante un tiempo limitado, hasta que veas que esa persecución te está costando la vida. En ese caso, ríndete. 

Un último consejo, suspende todas las persecuciones menos la de tus hijos. Esa es una carrera a largo plazo. Tus hijos jamás van a cerrar la puerta del baño, recoger su ropa sucia, levantarse a poner la mesa o a recogerla, etc la primera vez que se lo dices, ni la vez doscientos treinta y tres ni la setecientos cuarenta. La capacidad de tus hijos para resistirse a tu persecución es casi casi infinita. Aguanta. A veces se logra. 

Para todo lo demás:

Piensa que quieres.

Mira lo lejos que esta

Valora cuanto esfuerzo tendrías que hacer y cuánta suerte tendrías que tener

Vuelve a pensarlo

Vuelve a pensarlo

Vuelve a pensarlo

Déjalo para mañana o para el mes que viene o el año siguiente. Quién sabe, a lo mejor se acerca solo. 

martes, 22 de febrero de 2022

Qué hacemos con...

¿Qué hacemos con la gente a la que mandas correos de trabajo y no te contesta nunca? ¿Qué hago cuando les mando dos correos más, y hasta tres, y siguen ignorándome? ¿Qué hago para no insultarles? ¿Qué hago cuando esa misma persona, con todo su papo, dice «uy, no me había enterado»? ¿Cómo me contengo para no escupirle con tono de actriz de cine negro: «querida, eres una mentirosa»? ¿Cómo me contengo para no pegarles una pedrada? ¿Qué hacemos con la gentuza que deja los patinetes en medio de la calle, del paseo, tirados en la acera? ¿Qué hacemos para no quemarlos en una hoguera por merluzos y vagos?  ¿Por qué no tengo un lanzallamas? ¿Qué hago con mi hija cuando me dice que soy pesadísima recordándole las cosas y cuando, luego, se le olvidan me manda emojis con caritas de pena y me dice «no lo he hecho aposta, ¿a ti nunca se te olvida nada?» ¿Qué hago para no decirle «claro que lo has hecho aposta, no has tenido nunca ningún interés en recordar lo que tenías que hacer/mandar/decir/enviar, confiabas en que al final lo hiciera yo o mágicamente se disolviera en el éter de tu existencia a salvo de cosas que hacer»? ¿Qué hago con los que pasean a su mini perro con correas de tres metros de largo y encima van mirando el móvil? ¿Qué hago para no decirles «si me tropiezo seguro que me mandas un emoji y me dice ha sido sin querer»? ¿Qué hago con la gente que, en el metro, cuando se abren las puertas, se queda parado en medio no sé si creyendo en la penetrabilidad de los cuerpos o simplemente pensando que dejar pasar no va con ellos? ¿Qué hago con el torno de entrada al metro, en la estación de Gran Vía, que no funciona nunca? ¿Qué hago con los tickets que se acumulan en mi cartera si luego no los miro nunca? ¿Qué hago con los bostezos que me brotan estando en pilates? ¿Qué hago con las pelis que todo el mundo adora y a mí me parecen un bluff? ¿Qué hago con el aburrimiento que me produce ir a pilates? ¿Qué hacemos con la burbuja absurda que se está creando en Instagram con las asas anchas para bolsos? ¿Es que nadie recuerda los relojes con correas y esferas intercambiables? Claro que no. ¿Por qué? Porque eran mala idea. ¿Qué hago con el hecho de que si yo me pongo un abrigo de esos largos y estilosos, que están por todas partes, parece que he salido de casa con una bata heredada de mi abuelo? ¿Qué hago con los mil quinientos voluntarios de Médicos del Mundo que me asaltan cada día a la salida del trabajo a los que digo: ya soy de Médicos del Mundo y me miran con sospecha? ¿Qué hago con el que ayer me captó con alguna milonga que no recuerdo y no para de llamarme desde ayer? «Ya soy de médicos del mundo» le grito al móvil sin descolgar la llamada. ¿Qué hacemos con los mensajes de confirmación de servicios que al abrirlos cierran automáticamente la web en la que te lo piden, teniendo que empezar todo el proceso otra vez? ¿Con quién hay que hablar para que esto se solucione? ¿Qué hacemos con la enésima campaña de influencers ideales anunciando que por el bien de la comunidad necesitamos un Instagram sin filtros? ¿Qué hago con la indignación que me provoca tanta banalidad y tanto postureo? ¿Qué hago con un vuelo a Seattle con una conexión en Paris de solo una hora? ¿Lo compro o no lo compro? ¿Qué hago con mi movil que tiene la pantalla rota? ¿Aguanto hasta que sea inservible o lo soluciono ya?  ¿Qué hago con la constatación, día tras día, de que el mejor momento del día, ese en el que me meto en la cama, me estiro y cojo el libro, cada día dura menos? ¿Me acuesto antes? ¿Qué hago con el invierno que me han robado? ¿Qué hago con este febrero que parece un abril? ¿Qué hago con las nubes que no he visto, la lluvia que no ha caído y el frío que no he sentido? ¿Qué hacemos con este cansancio?

¿Empiezo con el cambio de armario? 

jueves, 17 de febrero de 2022

Le sigo en redes


A la entrada hay cola pero dispersa, como si los que están esperando no quisieran que la gente supiera que están esperando, como si fueran invitados de lujo que pueden no hacer cola porque dentro tendrán un sitio, el suyo, reservado. A pesar de la difusión de sus límites, no me fío y pregunto. No quiero colarme pero tampoco quiero quedarme detrás de alguien, haciendo el panoli, para luego darme cuenta de que están ahí, parados en medio de la calle Fuencarral, por algún otro motivo que no es entrar en la presentación de un libro. Me coloco detrás de un par de chicas (sí, son chicas, son más jóvenes que yo, mucho más jóvenes...). Una es altísima y muy guapa, con el pelo muy oscuro y las auténticas hebras de canas. Pruebo a contárselas, quizá tenga siete, ocho, doce pero las tiene estratégicamente repartidas para que, dado lo joven que es, parezcan interesantes. Lleva una mascarilla muy muy fea, que se nota escogida con mimo. No puedes tenerlo todo: ser alta, guapa, con canas interesantes, simpática y con gusto para las mascarillas. Hay que elegir. «¿Has leído algo del autor?» le pregunta su amiga. «No, nada, pero le sigo en redes» contesta ella. En el control de seguridad recojo un mechero que se les ha caído y se lo doy. Me sorprende que fumen, que lleven mechero, no sé porqué tengo la sensación de que ya casi nadie fuma. «¿Viene usted al evento?» Asiento y mientras dejo el bolso en la cinta de seguridad pienso que hay que hacer algo para dejar de usar la palabra evento para todo. "Eventos, bodas y celebraciones", "El mayor evento del podcasting", "Hay que convertir ir al cine en un evento". Ya. Basta. Esto es la presentación de un libro. Mientras subo las escaleras detrás de las dos chicas pienso que presentación de libro tampoco me gusta. Estoy enfurruñada, cansada y me duele el hombro izquierdo. Hace cuatro años, cuando me operé del izquierdo, me dijeron: «es probable que en unos meses u años te de guerra el otro, porque el operado se protege y el otro sufre» A mí, aquello me pareció un poco profecía de posos de café, recuerdo que pensé: soy diestra, el hombro izquierdo no me dará problemas. Mientras me quito el abrigo con muchísimo cuidado para que no se me salten las lágrimas y me siento oteo al público. Rango de edad, desde los setenta y muchos a los veinti pocos. Un autor de amplio espectro, como el Monopoly, "De 0 a 99 años". Repaso un poco por encima y digamos que mitad hombres y mitad mujeres. Sitios vacíos. Habían anunciado el completo pero, en estas cosas, siempre hay gente que reserva y como es gratis no aparece. No hay que ser esa gente. A lo mejor hay más gente por ahí que solo conoce al autor por redes y se ha quedado con las ganas de venir a comprobar en persona merece la pena. 

Empieza el acto. Son todos iguales. El que escribe y el que presenta que siempre sale con su ejemplar leído, con las esquinas dobladas o con mil quinientos posit de colores, y un montón de páginas escritas. Es una pose que solo puede decir dos cosas: preparo oposiciones o me he leído el libro y me lo sé mejor que nadie. En las presentaciones en este sitio siempre me fijo en los pies de los protagonistas del acto, en sus zapatos. El autor lleva calcetines amarillo pollo. ¿Se los habrá puesto por coquetería esperando que alguien se percate o se los habrá puesto por desesperación, porque eran los únicos limpios en el armario, y espera que nadie los vea? Me distraigo intentando saber si lleva los dos calcetines del mismo color o su cajón de calcetines es como él y lleva uno amarillo y otro morado. En primera fila hay unos zapatos fucsia. ¿Me atrevería yo con esos zapatos? 

«Tener la culpa es una cosa feísima» ¿De cuántas cosas tengo ya la culpa? Peor que ser culpable, es echarle la culpa a otro. Me distraigo pensando muy de refilón, porque no quiero entrar ahí, en la cantidad de cosas de las que soy culpable y en que más feo que tener la culpa es echársela a otro y en la cantidad de gente que es un profesional de batear culpas hacia los demás. Cuando vuelvo al acto, el señor que está a mi derecha está roncando. Pero, pero, pero...¿en primera fila? ¿apoyado en el hombro de su amigo? Casi me indigno pero se me pasa porque me solidarizo con él, estoy agotada y me duele el hombro. ¿Y si me apoyo en él y hacemos un trenecito de gente durmiendo como el que hacía con mis hermanos en el Seat 131 de mi padre? «Pensamos que el futuro va a tardar muchísimo en venir» Depende de qué futuro, el fin de semana siempre tarda muchísimo en venir, pero, por ejemplo, yo ahora mismo veo los cincuenta ahí, ya, entrando por la puerta. El futuro que siempre tarda en llegar es el de «cuando tenga tiempo», dudo incluso que sea un futuro, creo que no existe, es Narnia. Ahora mismo creo más en la existencia de Narnia que en el "cuando tenga tiempo".  Reconozco gente que no me conoce, gente a la que a lo mejor le sueno pero que achinaría los ojos con cara de pensar muy fuerte si me acercara a saludarles. No lo haré, prefiero creer que se van a quedar pensando «mmm...la conozco de algo». 

«No dimitir es una invención española que tenemos que defender porque tampoco inventamos tanto» El autor está contento, feliz incluso. Se le nota todo y yo me alegro por él. 

¿Y si escribo sobre esto? pienso cuando me marcho. 

¿Y si me compro unos calcetines amarillos? 

sábado, 12 de febrero de 2022

12 de febrero. Cuarenta y nueve años

Casi no llego, este año casi no llego a escribir algo por mi cumple y hacer el vídeo. «Lo hago el lunes», «El miércoles que saldré pronto», «el jueves sin falta» «pues nada, no haré nada». Todo eso ha pasado por mi cabeza esta semana y he estado a punto de dejarlo pasar. Pero entonces, ayer, cuando me levante diciéndome «Vamos, Ana, un último esfuerzo que ya es viernes» y salí al pasillo, tropecé con algo. Encendí la luz y allí estaba, mi caminito de chuches veinticuatro horas antes de mi cumple. Sorpresa total. Sorpresa, como todas, inesperada. Desperté a María. ¿Y esto? «Es que como mañana no voy a estar, tenías que tener tu caminito de chuches y tus regalos». Tuve caminito de sugus, regalos y globos. Hace un par de meses María me dijo que este finde se iría con sus amigas de rugby, que habían votado qué fin de semana les iba mejor y que todas, menos ella, habían votado el de mi cumple. Ella dijo que este finde era el cumple de su madre y que por eso prefería otro. «¿Qué más da que sea el cumple de tu madre?» «No da igual, en mi casa los cumples no dan igual». Y como sabe que no dan igual, me preparó el caminito antes y creo que es el que más ilusión me ha hecho de toda mi vida, hasta ahora. 

Volví de trabajar deseando empezar el finde y pensando que seguía sin tiempo para escribir nada, que total, a nadie le importa más que a mí y que no hay que aferrarse a las tradiciones. Llegué a casa y todo olía a lirios cuando abrí la puerta. «Muchas felicidades, mamá. Claritis». Flores desde Seattle. Luego me mandó un wasap, «como en sábado no se si reparten te las mando el día antes para que las tengas al despertarte»

Es el primer cumpleaños que paso sin ellas desde que nacieron. Y es el mejor cumpleaños que me han hecho nunca. Y merecía contarlo porque ellas son las mejores y tengo muchísima suerte. No podía empezar mejor los cuarenta y nueve.







jueves, 10 de febrero de 2022

Todos los desconocidos

Buenos días, le digo a Julian. El portero de mi casa se llama Julian. Cuando llegamos a vivir aquí, había otro portero que se llamaba José Luis y que era muy cotilla. Julian barre el portal, cada mañana, justo cuando yo salgo. Puedo saber la hora del día, o si voy tarde o pronto, o si llego tarde o pronto por lo que está haciendo. Envidio su milimetrada rutina diaria, sin espacio para las sorpresas ni los sobresaltos. Sus horas de trabajo perfectamente organizadas, con un comienzo claro y un final nítido. Salgo de casa y sorteo padres, madres, niños, carros y patinetes. Hace no tanto yo era una de esas madres, aunque nunca lleve ni carro ni patinetes, alguna ventaja tiene vivir a cincuenta metros del colegio. Cada mañana a la misma hora salgo del portal y ahí están, madres, padres, niños, carros y patinetes perfectamente intercambiables. Cada mañana trato de fijarme en ellos, de recordar algún detalle que me permita saber, al día siguiente, si ellos o yo vamos tarde. No lo consigo. Me fijo también en ellos y en ellas para saber si hace quince años yo tenía esa pinta, si yo era así, si cuando llevaba a mis hijas al colegio era más joven o más vieja que ellos. No lo consigo, están desenfocados, los miro, me concentro y se desdibujan mezclándose con los que vienen detrás. A lo mejor durante esos años, entre los 0 y los seis o siete años, en los que el 80% de tu tiempo y tu energía consiste en ser padre o madre, se desdibuja tanto el contorno que te define que desapareces para los demás. Esto lo he pensado en el semáforo, justo antes de cruzar, y me han dado ganas de decírselo a alguno, de susurrarle: yo estuve ahí, se acaba pasando. 

Veo a Arancha desayunando en una mesa en La Parisiena. Fue profesora de las niñas pero no me reconoce lo que me parece totalmente normal y vital para su salud mental. En La Parisiena siempre quiero entrar, siempre he querido entrar, pero después de más de quince años sin entrar ahora ya me parece que lo suyo es que no entre nunca, que seamos como esos amores platónicos de los dieciséis años en que toda la relación se resumía en un breve encuentro en un bus o en un semáforo. En el bar nuevo de la esquina, que ya está durando más que los tres anteriores, hay un hombre en chándal desayunando. Me suena del cole pero lo que más me intriga es: ¿se pone el chandal para desayunar en un bar? ¿viene de hacer deporte y luego arruina esa quema calórica zampándose un bollo de desayuno? ¿lo hace al revés? ¿se aburre en casa? ¿cuándo trabaja? Todo son dudas antes de sobrepasar el bar y llegar a la calle de los niños esperando para entrar en los colegios. Más padres y más madres desenfocados. Aquí los niños corren de un lado a otro de la calle porque es peatonal. No hace mucho que desaparecieron los coches. Cuando yo pasaba por allí, con mis brujas, había coches y y coches en segunda fila, y gente tocando la bocina y vecinos cabreados, imagino. Ahora es un remanso de paz. Siempre lo digo, si yo tuviera pasta y la obligación de vivir en Madrid, viviría en esas callecitas. Eso es el lujo y no La moraleja o La Finca. 

En la cuesta solo me fijo en los que bajan mientras yo trepo. Más padres y algún adolescente que llega tarde. Si la que va retrasada soy yo, hay siempre dos o tres señoras entrando en el Supercor. La gente que madruga para ir a la compra tiene todo mi respeto, yo solo salgo a comprar cuando la necesidad ya es absoluta o cuando tengo un capricho tan grande que mi cerebro me dice: si no salimos a comprar patatas sabor jamón, a lo mejor mañana amaneces con una mancha en forma de jamón en la frente (y salimos, claro). Apunto de alcanzar el Retiro, paso por delante de la última guardería de mi recorrido. Me enternecen los padres en fila entregando a sus hijos como si los enviaran a la mili. La puerta se abre, sale una chica o un chico con polo amarillo, saluda al crío, lo mete dentro y se cierra la puerta. Espero siempre a que vuelva a abrirse con la esperanza de que en alguna de esas aperturas, salga uno de los críos disfrazado de Prince como en lluvia de Estrellas. A lo mejor eso sucede por la tarde, cuando vienen a recogerlos...pero a esas horas nunca paso por ahí. 

Según entro en El Retiro y empiezo la ligerísima ascensión hasta el Paseo de Coches, vuelvo al recuerdo de mis infinitos paseos con mis hijas y sus patinetes y la vez que Clara se aceleró tanto que salió volando por encima y acabó aterrizando con la cara. Me ocurre como pasa en las pelis. Las veo delante de mi, corriendo con sus patinetes, vestidas con vaqueros y unos chalecos amarillos de punto preciosos.  No las escucho gritarme "mira mami" ni sus risas porque voy absorta en mis podcasts, pero las veo. ¿Se acordarán ellas? 

En el Paseo de coches no hay nadie. Cruzo el Retiro a una hora en que los runners alondra ya están en el curro, duchados, limpios y sintiéndose moralmente superiores y los ociosos jubiletas o ricos no han salido a dar "la vuelta". Estamos solo los que tenemos la suerte de cruzar el Retiro para ir a trabajar y los de los perros. Estos son tiernos porque hacen pandilla. Como yo nunca he tenido perro en Madrid y, en general, el pandillismo no es para mí, nunca me había fijado pero en el Retiro hay zonas de perros. No me refiero a zonas marcadas por el Ayuntamiento especiales para ellos, que también las hay justo por la entrada de Mariano de Cavia, sino zonas donde la gente con perro sabe que hay otra gente con perro. Es algo así como cuando, de adolescente, quedabas en ciertos soportales. No valían los de al lado ni los de enfrente, los enrollados sabían cuales eran los buenos. Pues yo cruzo todos los días una zona de gente enrollada con perro. Los humanos se ponen en semicírculo abierto, como si estuvieran esperando que llegara un camarero con una bandeja de canapés, y sus perros corretean alrededor. Yo juego a 101 dálmatas, a casar el perro con el dueño. Y a ¿en qué trabaja la gente? porque ninguno tiene prisa por volver a casa. O tienen turno de tarde o son rentistas. 

Pasada la zona perros llego al lugar más bonito de Madrid: el Palacio de Cristal. Nunca hay nadie, un par de personas y poco más. Hago fotos cada día como si se me fuera a olvidar o, mejor, como si no me creyera la suerte que tengo de pasar casi cada día. Si alguna vez tengo Alzheimer, enseñadme el Palacio, será uno de mis lugares felices junto con Siete Picos y el banco de Cicely. Rodeo el palacio casi por completo, bajo hacia El Palacio de Velazquez y vuelvo a subir enfilando ya la rotonda por la que llegas al estanque. Ahí siempre hay más gente, no hordas, pero alguna pareja de turistas madrugadores, algún que otro cruzador como yo, un señor gordo en bici que se para siempre en la columna que hace esquina y saca una foto y luego, mi persona favorita de este tramo de mi paseo: el remador. Es un tío enorme. O eso creo yo porque, claro, le veo sentado en su canoa/Kayak/ barquichuela..¡yo que se! dando vueltas al estanque. Creo que es altísimo pero a lo mejor tiene un tipo curioso, como Obelix y es largo de tórax y cortito de piernas.  En realidad hay varios remadores. Algunos días veo a uno, con barba blanca, que parece Santa Claus manteniéndose en forma entre navidades, pero  mi favorito es el enorme.  Tiene unas espaldas en las que podría dormir atravesada y unos hombros en los que se podría acoplar una silla de montar. Lleva siempre una camiseta gris ajustada que brilla al sol y tiene unos brazos como yo de largos. Me quedo embobada mirándole, intentando que no me vea y piense: ya está aquí la loca. Me admira, me pone y me intriga. ¿Dónde vive? ¿Acarrea todos los días su propia canoa o la deja como en un guardacanoas? ¿En qué momento de tu vida decides que cada mañana vas a remar en El Retiro? Después de hacer eso yo creo que ya puedes dar el día por aprovechado y considerarte un tipo con suerte, lo demás ya va solo. 

Enfilando ya la bajada hacia la Puerta de Alcalá, en esa rotonda, siempre hay alguien de suministros o mantenimiento. Se alternan, a veces, con influencers haciéndose fotos. Es curioso el contraste entre gente trabajando y esforzándose fisicamente y gente esforzándose físicamente por parecer ridícula. Al final de ese paseo están los del taichí. Ahora en invierno han desaparecido y los echo de menos. Supongo que con la actividad lenta y pausada de sus ejercicios no se consigue entrar en calor en las frías (ojalá) mañanas madrileñas. Son un grupo variopinto, parecen extras de After life, la serie de Gervais. El maestro, un señor mayor chino, pone un cartelito en el que dice algo de un saludo al sol y allí, a su lado, se van colocando distintas personas que cierran los ojos y siguen sus indicaciones. ¿Cómo las siguen si todos tienen los ojos cerrados? No lo sé, es otro de esos misterios de mis paseos en la lista de "un día me pararé y resolveré este misterio". 

Cuando salgo a la Puerta de Alcalá, miro el reloj que queda justo a mi espalda. ¿Para qué? Para saber cuanto he tardado en atravesar El Retiro de esquina a esquina. ¿Cuánto tardo? No lo sé, todavía no he conseguido nunca recordar a la salida, la hora que ponía en el de entrada. Además, ¿qué más da? No pienso correr. 

A este lado del Retiro ya está todo lleno de gente que va a trabajar. Hay algún turista despistado y está la señora de los dos perros: uno negro precioso, enorme y con cara de tristeza, como ella, y otro pequeño de esos que siempre están enfadados. Son un trío raro. En este barrio de mega ricos es difícil saber si ella es la dueña o solo la encargada y eso dificulta saber ¿por qué se tiene un perro enorme y uno canijo? Elucubro que quizá haya una historia truculenta de divorcios o herencias, o mejor aún, una historia como la de El amigo de Sigrid Nunez. En cualquier caso, los pasea con tristeza. No lo hace por obligación porque entonces tendría prisa, tiraría de ellos, iría mirando el móvil. No es así. Ella va despacio, cabizbaja, absorta, deja que ellos dos marquen el ritmo. Va tan abstraída que creo que si los perros se evaporaran, ella seguiría arrastrando las correas sin darse cuenta. 

En Cibeles cambia completamente el ritmo de las calles y de la ciudad. Empiezan las prisas, no las mías, pero a mi alrededor todo el mundo corre. Corre para cruzar el Paseo de Recoletos, corre para llegar al metro, corre para atender a los primeros clientes en las terrazas, corre para entrar en una oficina, corre por acabar el cigarro fumado en el portal antes de subir otra vez a trabajar. Todo el mundo corre. Yo sigo a mi ritmo. ¿Qué prisa hay?

Subir por Gran Vía es ya el circo: gente elegantísima, sobre todo ellas. Trajes pantalón, abrigos largos, tacones infinitos. Muchos colores, ¡ha vuelto el morado! Me acuerdo de mi amiga Cecilia, que cuando teníamos dieciséis años decía: Ana, jamás mezcles morado y naranja. Muchos días me dan ganas de hacer una foto a alguna de esas mujeres estilosas con las que me cruzo y mandarle una foto: "Ceci, visionaria". Luego pienso en cuanta ropa tendrá esa mujer y que hará con ella cuando el morado y el naranja ya no peguen. 

Me cruzo con el hombre de la trenca. Este va a trabajar. Se encamina hacia Cibeles y, ahora en invierno, lleva una trenca verde a la que le debe de tener mucho cariño porque no se la quita a pesar de que le hace bracitos de velocirraptor. Lleva las manos en los bolsillos del pecho y gracias a que le vi en otoño con traje, sé que tiene los brazos de un largo normal. Es moreno, con barba y tiene esa edad en la que todavía cree que tiene la vida encarrilada. 

Dependiendo de la hora, de una horquilla de quince o veinte minutos, me encuentro la cola de entrada al Primark o no. No es una cola propiamente dicha, es más bien una congregación de fieles. En un amplio semicírculo se congregan alrededor de las puertas mirando con arrobo a los guardas de seguridad que, en cuanto den las nueve y media, les permitirán entrar en el templo del consumismo, el neón y el mareo psicodélico. 

Antes de girar la esquina y llegar a mi destino, echo un último vistazo, quiero ver si por alguna parte llegarán nubes. No. 

A veces esquivo a Mario Vaquerizo. 

Buenos días le digo al de seguridad. 


jueves, 3 de febrero de 2022

Lecturas encadenadas. Enero

2022 me está atropellando. Me siento como en esos dibujos animados en los que el protagonista corre y corre tratando de alejarse del coche que le persigue, o el toro, o el gato y nunca consigue poner la distancia suficiente como para sentirse relajado, a salvo, y pensar. He conseguido leer bastante pero a duras penas he logrado escribir en mi cuaderno sobre mis lecturas, pero aquí estoy, fiel a mi deber como bloguera. 

Al lío que hay tela que cortar. 

Mientras languidecía por el covid, Nuria Perez, ¡gracias, amiga! me envió La canción de NOF4 de Raúl Quinto. En varias ocasiones me había hablado con entusiasmo de este libro y me pareció una buena opción para empezar el año lector. Raúl Quinto cuenta una historia de no ficción fascinante, la de Fernando Oreste Nameti, un hombre con esquizofrenía que paso la mitad de su vida en un manicomio (ya sé que ahora no se llaman así pero dónde estuvo Oreste era un manicomio) en Volterra. Allí se dedicó durante años y años a escribir con la hebilla del cinturón de su uniforme en las paredes del patio al que les sacaban a pasear. Allí escribió páginas completas, hizo recuadros que rellenaba con letras, historias y dibujos. Una sucesión de frases, palabras, historias del espacio, de bombas, de búsquedas, algún recuerdo de cuando fue feliz, de los pocos momentos en su vida en que rozó levemente la felicidad. Oreste escuchaba voces que le dictaban lo que escribía y escribía porque era lo único que tenía. Nunca le visitó nadie, nadie le escribió, nadie preguntó por él. Su muro y su escritura era lo que era. Nada más. Ese muro, su canción, como la llama Quinto, fue salvado y nos ha llegado gracias a la amistad con uno de los celadores que le cuidaba. Un hombre, interesante también, que vio en la desesperación escritora de Oreste algo que merecía la pena preservar. Partiendo de esta historia alucinante, Quinto reflexions sobre el valor de la escritura, sobre la necesidad de poner nombre a las cosas, de dejarlas grabadas, y sobre otros locos que también sintieron esa urgencia. 

Es un libro interesantísimo pero no es una juerga. Se te encoge el corazón pensando en la desesperación interior de Oreste aunque, quizás, él nunca la sintió. Esa sensación de desconocer por completo al otro también está muy presente en el libro.  

«Se escribe para decir sin estar. Para decir sin hablar. Para enumerar las posibilidades del mundo y dejar memoria. Para comunicarse con los dioses y con los espíritus de las bestias. Contra la marea del tiempo y el viento que todo lo arrastra. Contra el miedo y la angustia. Escribir es decir: aquí estuvo alguien y te está mirando a los ojos ahora. Se escribe para ser fuera del cuerpo y continuar ahí después de haberse ido. Para hablar con los muertos y con el futuro. Para hablar con los muertos del futuro. Para poder entender lo que no se puede entender y poder callar para siempre. De esa necesidad pudo venir la escritura. Tal vez. Sí. Para poder estar callado y hablar sin parar en la gran conversación sin nombre».

Obra maestra de Juan Tallón ¡redoble de tambores! fue la segunda lectura del año. Advierto que como Juan y yo somos amigos a lo mejor mi crítica no os resulta convincente pero ese es un problema que tenéis vosotros, no yo. La nueva novela de Tallón acaba de salir, está en todas partes y os vais a hartar de verla. A muchos os encantó Rewind (los que no la hayáis leído, ya sabéis) y creo que os gustará Obra Maestra. No se parecen en nada ni tienen nada que ver. 

Obra Maestra es una novela que parece, y que me temo que es algo que Juan se va a hartar a desmentir , una obra de no ficción. El talento de Juan está en a partir de un hecho real, la desaparición de una escultura de Richard Serra de más de treinta toneladas de peso y la reacción de incredulidad que esto provoca, construir un relato con más de ochenta voces reconstruyendo el pasado, la desaparición y el presente de la obra que no existe. Por las páginas de la novela aparecen funcionarios, policías, Richard Serra, ministros, directores de museos, empleados alemanes de fundiciones, poetas, jueces, pintores chiflados, escritoras intensas, editoras, críticos de arte, galeristas... todos con una voz diferente, un tono y una vida real que roza en algún momento a la escultura o su desaparición. Obra Maestra es a veces una crónica de sucesos, otras un relato policiaco, una biografía, un sainete costumbrista, una serie de policías, una clase de arte. Lees pasando las páginas con prisa, con rapidez, como buscando al asesino, la solución y al mismo tiempo disfrutando el hecho de ir saltando de personaje en personaje sin mirar atrás. ¿Quién es este? ¿Qué le pasa? ¿Qué tiene que ver con la escultura? ¿Será este el que dará la pista definitiva? ¿Este es el ladrón? ¿Pero como fueron tan tontos? Madre mía, este es idiota.  Como no quiero que mi amistad con Juan y mi admiración por este increíble trabajo de creación de voces obnubile mi criterio, confesaré que algún capítulo, alguna voz me ha aburrido y alegremente la hubiera saltado si no fuera porque pensaba ¿y si aquí está la pista?  Mi recomendación, por supuesto, es que corráis a leer Obra Maestra. Si pensáis encontrar algo como Rewind os llevareis un chasco pero si lo enfrentáis con la actitud de «a ver que ha hecho ahora Tallón» os gustará seguro. 

La edad del desconsuelo de Jane Smiley. Me ha gustado muchísimo, me ha parecido maravillo y lo devoré. Dave y Dana tienen 35 años, tres hijas y una clínica dental donde trabajan los dos. Tienen la vida encarrilada con trabajo, casa, hijas y una relación cómoda en la que navegan la vida. Smiley retrata a la perfección ese momento, que yo pasé, en el que no sabes bien que te pasa pero sientes un desconsuelo, una tristeza, una especie de angustia vital y te encuentras pensando ¿qué estoy haciendo? Yo siempre cuento que cuando tenía dos hijas, una de dos meses y otra de veinte, una casa maravillosa a la que nos acabábamos de mudar y un buen trabajo, un buen día empecé a llorar en el salón de mi casa. Allí me encontró el Ingeniero. «¿Qué te pasa?»«Pues a ver, tengo 32 años, dos hijas, una casa, un trabajo, nosotros, ¿y ahora qué?» El me miró muy serio y me dijo: «una plaza de garaje».  No lo hizo con mala intención, simplemente él no había llegado aún a la edad del desconsuelo. 

Es una novela que se lee del tirón, la empiezas y no puedes dejarla. Y es una novela que, probablemente, si tienes veinticinco no te guste o te deje indiferente. Para mí es también muy interesante que Smiley haya decidido contarlo desde el punto de vista de un hombre y como explica algo obvio que no está de modo decir: en una pareja hay cosas que no se dicen aunque se sepan porque no se quieren decir, porque en el momento en que se verbalicen empezarán a vivir entre las paredes de esa casa, de esa relación y será más difícil vivir con ellas que simplemente aceptarlas como fantasmas. 

«Tengo treinta y cinco años y creo que he alcanzado la edad del desconsuelo. Otros llegan antes. Casi nadie llega mucho después. No creo que sea por los años en sí, ni por la desintegración del cuerpo. La mayoría de nuestros cuerpos están mejor ciudado y más atractivos que nunca. Es por lo que sabemos, ahora que -a nuestro pesar- hemos dejado de pensar en ello. No es solo que sepamos que el amor se acaba, que nos roban a los hijos, que nuestros padre mueren sintiendo que sus vidas no ha valido la pena. No es solo eso, a estas alturas tenemos muchos amigos o conocidos que han muerto, todos, en cualquier caso tendremos que enfrentarnos a ello, antes o después».

Me llamo Lucy Barton de Elizabeth Strout El día que lloré en la calle, antes de sentarme en el banco, me compré este libro en la Cuesta Moyano. Tengo otro de la misma autora, en inglés, sin leer en mi estantería pero daba igual, lo vi y lo compré. Podía haber corrido la misma suerte que su compañero pero llegó en el momento perfecto y con el peso perfecto para ser libro de maleta a Berlín. Me llamo Lucy Barton es una novela torrente con rápidos y lugares de calma. Estos últimos transcurren mientras la narradora, Lucy Barton, está ingresada durante nueve semanas un hospital en Nueva York. Su madre, sin nombre, (es la madre de todos)  se presenta en el hospital.  Hace años que no se ven, y entre ellas se entabla una conversación llena de silencios, de cosas que no se dicen pero también de tardía compresión mutua. Soy de la opinión de que el mito ese de que las madres son las que mejor nos conocen es, en muchos casos, mentira y que de producirse ese conocimiento no se da cuando los hijos tienen 3, 4, 16 o 20... es algo que llega después, casi al mismo tiempo en el que tú empiezas a intuir que tu madre es un ser completo, lleno de matices, experiencias e ideas que no tienen nada que ver contigo.  

A veces de forma lineal, a veces en espiral o a saltos, la narradora nos lleva por su vida saltando de evento en evento, mostrándonos su vida pero como si la viéramos a través de un cristal empañado: vemos lo que pasa pero sin nitidez. Lucy Barton nos cuenta qué pasó pero el porque se queda siempre ahí. 

Es un libro triste, amargo, lleno de cosas que no quieres saber. Y sí, lo recomiendo. 

«Pero cuando veo a los demás andando con seguridad por la calle, como si estuvieran completamente libres del terror, me doy cuenta de que no sé como son los demás. Hay mucho en la vida que parece una especulación».

En Berlín conocí a Mara Mahía. Quedamos en la esquina de una plaza cerca de nuestro alojamiento. No sabía como iba a ir la cosa, pero allí estaba con una gran sonrisa, un gorro de lana y regalos. Entre los regalos estaba Calcetines de perlé, su último libro. Durante la comida me dijo: no te va a gustar, es una completa...(Ahí, me asusté porque pensé que me iba a decir cursilada)... gamberrada. Respiré tranquila. Siempre mejor una gamberrada que cualquier cosa cursi. 

Esta brevísima novelita, la leí en un ratín en el vuelo de vuelta, cuenta la historia en primera persona de Enriqueta, una niña que celebra su duodécimo cumpleaños en la primera página del libro. Ahora que lo escribo, Enriqueta y sus dos amigas, Juanita y Pepita, están también en una edad de desconsuelo, en la que llega primero, en ese momento en que no eres ni adulto, ni niña ya y en que no sabes quién eres ni que quieres hacer ni comprendes lo que hacen los adultos. Cada amiga tiene una historia familiar diferente, tan diferente que tú sabes que cuando crezcan es posible que esas historias las separen pero, a la vez, esa misma diferencia es la que las mantiene unidas porque las empuja a que lo más importande de sus vidas en ese momento es su amistad. Con doce, trece años, no hay nada mejor que tus amigas, nada que te haga sentir más segura y comprendida o eso quieres creer. 

La novela está ambientada en noviembre de 1976, cuando en España todavía todo era oscuro y áspero pero empezaba a intuirse algo de luz. Mara retrata bien la época, el ambiente, reconoces el colegio de monjas, la vida con los vecinos, los curas siempre presente, el machismo común y rutinario como caldo de cultivo, hasta la emoción de la televisión. Consigue además y esto es un mérito increíble que resulte creíble la voz de una niña de doce años sin que resulte ni cursi, ni almibarada, ni redicha ni pedante ni ridícula. Esa niña de doce años podría haber sido yo. En esto me recordó al protagonista de Malaherba de Jabois. 

«Durante semanas, cada vez que escuchábamos un tumulto, Juanita se ponía a temblar. Por eso dije que no tuviera miedo, que no se preocupara, que no va a haber gatuperio, n ni bofetones, porque yo nunca cuento nada. Puede que solo sea una niña, pero sé que hay momentos que dan tanto frío que no vale la pena recordarlos. Instantes que no se escriben, ni se comentan con la almohada». 

Leed Calcetines de perlé y leed Secretos.  Mara es una autora maravillosa que os encantará descubrir. 

Tengo otro libro que también empecé en enero y que creo que abandonaré mañana pero esto ha quedado largo así que lo dejo para los encadenados de febrero. 

Y con esto y esperando que en algún momento nos devuelvan el invierno que nos han robado, hasta febrero.  


domingo, 23 de enero de 2022

Ayer lloré en la calle

Ayer lloré en la calle. Me senté en un banco de piedra, se me quedó el culo frío y tapada con mi preciosa bufanda de colorines y mis gafas de sol, me apoyé en el hombro de Antonio y me puse a llorar. Lloré de agotamiento, de dolor de cuerpo. Lloré porque no podía mover el brazo izquierdo para meterme la mano en el bolsillo del abrigo para guardar el móvil. El abrigo es azul, enorme, de mi madre. «¿Cómo tienes tantos abrigos?» Porque no son míos, porque en mi vida de caracol, pasando de casa en casa, me pongo mis abrigos, los míos, los de mis hijas, los que hay en los armarios. Este es azulón, del mismo color que uno que lleva Sergio Ramos en una foto en la que parece que va disfrazado de Mario Bros. Ayer también lloré un poco al pensar que quizás alguien pensara que iba de Mario Bros, o peor, de Sergio Ramos, pero luego se me pasó porque, en realidad, nadie tiene esa idea cuando ve a una señora de pelo blanco llorar en la calle. En realidad no me vio nadie. El banco era de granito. Ahora que lo pienso no era un banco, era un poyete que rodeaba unas plantas o algún tipo de conducción. Justo en la esquina opuesta a donde yo lloraba, un sintecho tenía hecha su casa y alguien le había dejado dos barras de pan en una bolsa plástico transparente, supongo que para que le duren más tiempo blandas. No sé si el sintecho de las barras de pan lloraba, yo sí. Ayer hacía un día radiante, de esos que le gustan a la gente, El Retiro estaba lleno de patinadores, de familias, de parejas, de perros, carritos y gente tumbada al sol sin preocuparse por estar tumbada al sol en enero. No hacía frío, en realidad me sobraba la bufanda pero me la pongo con la ilusión de poder, con ella, invocar el espíritu del invierno pasado, de los inviernos de mi infancia, de los inviernos grises. 

Ayer lloré en la calle como una niña porque estaba agotada, porque me encontraba fatal, porque no era capaz de disfrutar de la experiencia de recorrer las casetas de la Cuesta Moyano y porque todo, a mi alrededor, me daba muchísima pena.

Ayer lloré en la calle porque quería que me abrazaran, me llevaran a casa, me metieran en la cama y me taparan.  

Ayer hacía sol y yo lloré en la calle. 

Maldita tercera dosis.  

jueves, 20 de enero de 2022

Que el negro se trague al rojo.


Black, red, black. 1968. Rothko
“There is only one thing I fear in life, my friend,” Rothko once wrote.  “That one day the black will swallow the red.”

Equivocarme al sacar unos billetes de avión. Que me la peguen con las fotos de un alojamiento que reservo por internet. Enviar un mensaje de wasap a quien no corresponde, sobre todo mandarle a mis hijas algo que no es para ellas, porque son capaces de sacara punta a cualquier cosa y de sacar oro de cualquiera de mis errores. Salir del baño con la falda metida por las bragas aunque esto es bastante menos probable ahora que cuando iba al colegio. Las llamadas de teléfono a horas intempestivas. Las preguntas que empiezan con ¿No me dijiste que...? Agotarme. Por supuesto, que mis hijas se pongan enfermas. Saber que en algún momento alguno de mis amigos morirá, saber que a lo mejor ese amigo de la pandilla que va a ser el primero en morir, puedo ser yo. Los captadores de ONG por la calle. Que la gente, ahora, me reconozca y yo no sepa quienes son ni de que me conocen. Perder la memoria. Coger el metro en sentido contrario.

Rothko temía que el color negro devorara al color rojo. Es una bonita manera de nombrar el miedo que nos acecha a (casi) todos cuando nos hacemos mayores, cuando llegamos a, más o menos y con mucha suerte, la mitad. Que el negro devore el rojo es para muchos que se acabe la vida, que se apague la luz, que todo se vuelva oscuro, se olvide, desaparezca y se vuelva insignificante. Nosotros somos insignificantes pero no empiezas a saberlo hasta que pasas los, digamos, cuarenta y cinco. Saberse insignificante tiene sus cosas buenas, te tomas todo con bastante más tranquilidad (señora mayor con hippy vibes) y valoras cosas que jamás te habían importado como los cachivaches de tu casa, los recuerdos familiares o dejar tu propio rastro. Que el negro se trague el rojo, el miedo de Rothko, me lleva a otra vez a un momento hace muchísimos años, más de treinta y cinco, en el que iba caminando con mi hermano Borja por Majalastablas, una calle de Los Molinos. En un punto, pasada la verja de la casa amarilla, no recuerdo de qué íbamos charlando, tuve que pararme porque de repente fui consciente de que Borja y yo en algún momento moriríamos y desapareceríamos de Los Molinos, de nuestras vidas, del mundo, del espacio. Puff. Dejaríamos de existir para siempre y ya no habría nada más. Fin y fundido a negro. Me agaché y me apoyé en mis rodillas porque no podía asimilar ese vértigo, esa súbita conciencia de nuestra insignificancia. 

Me he pasado todos estos años bordeando ese pensamiento, ignorando su existencia, tratando de no verlo porque cuando alguna vez lo he rozado he vuelto a tener once años y a faltarme el aire en esa calle de Los Molinos. Rothko no soportó ese miedo y acabó suicidándose en febrero de 1970, tres años antes de que yo naciera. Nunca supo que el negro no se lo tragó, que su rojo sigue vivo. 

“That one day the black will swallow the red.” Ese es el miedo mayor. 

Bueno y que veinte años después de muerta alguien me escriba una carta como la de Marina Castaño a Cela. Prefiero caer en el olvido para siempre, que el negro me trague. 

martes, 11 de enero de 2022

Cada mañana la misma batalla

Estamos cansados. Hemos dormido poco. Hemos dormido mal. No hace falta que lo hagamos. Es más, ¿para qué lo hacemos? ¿Acaso nos encontramos mejor luego? No, claro que no. Estamos aliviadas pero no estamos mejor. Porque cuando estamos mejor es ahora, arrebujadas bajo el edredón, mirando por la ventana, dejando pasar los minutos y elucubrando, como todo el mundo, sobre la injusticia de la existencia que no nos concede un Euromillones para no tener que levantarnos. Además, yo creo que nos duele un poco el brazo, un poco más que ayer. Hay que hacer caso a los que dicen que escuches a tu cuerpo y que si te lesionas, eso es un aviso y debes dejar que descanse. Soy un poco tu cuerpo y te lo digo: descansemos por hoy. Además, hoy tenemos una reunión pronto y tenemos que desayunar y ducharnos y vestirnos y recoger todo y yo creo que ya se nos ha hecho tarde y para hacerlo mal, no lo hacemos. ¿Qué tal si hoy nos lo saltamos y mañana le dedicamos el doble de tiempo? Además, llevamos una racha de cuatro días seguidos, yo creo que podemos descansar hoy, nos lo merecemos. Uy, y mañana, ahora que lo pienso, porque mañana tenemos una reunión aún más temprano y claro madrugar aún más para esto, nos convertiría en esa gente que despreciamos profundamente. Además de todo, ¿que resultados estamos viendo? Ninguno. Bueno, a lo mejor alguno, pequeño, casi insignificante y ni de coña a la altura del esfuerzo que realizamos cada día. Con el esfuerzo que realizamos (casi) cada día desde hace más de un año la recompensa debería ser mucho mayor, debería ser enorme, gigantesca, espectacular. Y nada. ¿Qué hora es? Las 6:58, yo creo que ya nada, estamos apurando la ventana de oportunidad. Total, para no hacerlo bien, lo dejamos. No pasa nada. Da exactamente igual. Y si no lo vamos a hacer, pues podemos vaguear en la cama hasta las 7:15  y nos lo merecemos porque ayer fue un día agotador, nos acostamos tardísimo y hemos dormido regular, no lo olvidemos. Si no descansamos estaremos irritables todo el día y será peor. El cuerpo es sabio, yo soy sabio y te digo que lo dejemos por hoy, que no pasa nada, que da igual. 

«Ya verás como una vez que cojas el hábito de levantarte por la mañana a hacer ejercicio temprano, no te cuesta nada. Lo harás con ganas»

JaJaJa

Cada mañana, todas y cada una de ellas, la misma batalla mental, el mismo proceso agotador para autoconvencerme de las maravillas del ejercicio. Alguien tiene, por ahí, las endorfinas que me corresponden. 

Al final me levanto, odiando el mundo y el deporte y con el único objetivo vital de terminar con la tortura y llegar a las tostadas. Odio el deporte.