lunes, 11 de noviembre de 2019

Demasiado amor para una semana

La semana pasada me persiguió el amor por tierra, mar y aire, el amor me acosaba. No el amor como experiencia, no me cayeron pretendientes de los árboles ni tuve una experiencia romántica inenarrable, ni un antiguo amor apareció por sorpresa para decirme que sí, que yo tenía razón y que efectivamente se había equivocado. Me refiero a que me encontré con que todo a mi alrededor era filosofía sobre el amor, gente hablando sobre enamorarse, la pareja, el desamor, el olvido, las expectativas. Recorrí el espectro completo de sensaciones leyendo, viendo y escuchando el amor y lo he clasificado por el bien de este post y de mi cabeza. 

La historia de mierda que a todo el mundo le encanta y a mí me encabrona. 

«¿Has visto el segundo episodio de Modern Love?» «¡Es alucinante, mi favorito, vas a flipar!» «Es una historia preciosa, de muchísimo amor». Me puse a verlo y enseguida empecé a gritar a la televisión, terminando con un «vete a la mierda». La historia que tiene a todo el mundo suspirando de amor a mí me ha parecido un nuevo caso de hombre triste buscando su ratito de gloria, su manita por la espalda y que alguien le haga sentir algo por dentro porque está muerto, porque es un mierda. ¿Qué cuenta el famoso episodio? Hombre y mujer se conocen, se enamoran locamente, prometen encontrarse en un lugar concreto y él no aparece. Siguen con sus vidas, ella convencida de qué él era el hombre de su vida, que aquello que habían sentido era real y que probablemente él no sentía lo mismo. Por un azar completamente ridículo en la era de internet, él  se presenta en una firma de libros de ella en su ciudad. Sin levantar la mirada, con carita de corderito degollado, de mira qué monísimo soy. «Oh, qué sorpresa» «Oh, vaya, no esperaba verte aquí». Se encuentran, van a cenar, se cuentan sus vidas. Él  a la pregunta de si está casado contesta una variación de lo que siempre contestan los tíos casados cuando salen a buscar que les hagan casito:  «digamos que vivimos bajo el mismo techo».  (Un insulto a su mujer y a la persona con la que están hablando). Comprueban que siguen gustándose y pasan la noche de copas, paseando, contándose sus vidas. Él le cuenta que no acudió a su cita porque perdió el libro, Anna Kareninna, en el que ella le había apuntado la dirección. Aquí me salió una vena supercínica y pensé «Te está contando una trola tridimensional» pero bueno, lo pasé por alto. Ven amanecer, se despiden y cada uno se marcha a su casa. ¿Qué hace cada uno? Ella vuelve a casa y según entra por la puerta le dice a su marido que han terminado. Con calma y tranquilidad se da cuenta de que (por razones que se me escapan pero que no importan porque cada uno se enamora como quiere aunque no de quien quiere) está enamorada de otra  persona y no quiere seguir viviendo una trola. Ole por ella. ¿Qué hace el triste de él? llega a casa, ve a su mujer despidiendo a sus chavales y le dice «vamos a intentarlo» y la mujer le mira con cara de «pero si es lo que llevamos haciendo toda la vida».  

Con esta historia la gente suspira de amor y yo pienso que es una puta mierda. Él no merece ni el aire que respira de lo triste que es y ella, pobre, ¿quién no se ha enamorado de un gilipollas integral alguna vez en su vida? ¿Quién no ha idolatrado a un completo imbécil para luego darse cuenta de su error? Todos. A ella le salva que asume ese enamoramiento y decide no mentir a su actual pareja aunque sea para no estar con el idiota (ella no queda claro si se da cuenta de lo idiota que es).

Y eso sin mencionar que la historia no tiene ni pies ni cabeza en la era de internet donde tecleas el nombre de alguien y su número de pie y te saca sus últimas diez direcciones de correo. Y encima ella es una periodista famosa.  

La historia de amor que saca a relucir mi cinismo amoroso y luego me abochorna porque me reconozco. 

Por otro lado, estuve escuchando The Shadows. Un podcast canadiense de ficción que cuenta como una joven titiritera canadiense, Katlyn, vive, piensa y siente el amor. Aquí pasé en un primer momento del cinismo más asqueroso, rollo «madre mía la flipada está del amor con su rollo quiero que mis relaciones sean auténticas y no como las de todo el mundo» a agradecer estar sola en mi coche mientras lo escuchaba. Katlyn vive una historia de amor más o menos compleja, como las de todos vamos, y nos la cuenta y en el podcast la escuchamos. Parece una tontería pero no lo es. Escuchar una historia de amor narrada en primera persona es una experiencia muy extraña y que a veces resulta hasta desagradable. Los susurros de amoríos en la cama o los juegos de palabras entre una pareja son algo que todos creemos únicos y sin embargo son todos iguales. Y es curioso como da más vergüenza o incomoda más escucharlos que verlos en una película. Lo he estado pensando y creo que es porque cuando ves una relación amorosa en una pantalla, si te incomoda reconocerte puedes poner distancia pensando esa pareja no somos nosotros, esa chica rubia no soy yo y yo no vivo en Alaska,  pero el audio, ¡ay el audio!, esos susurros, esas sonrisas que se escuchan y esas risas entre sábanas podrían ser las tuyas y de hecho han sido las tuyas tantas y tantas veces. 

Así que con The Shadows pasé las dos etapas, la del cinismo de señora mayor desengañada del amor y la de avergonzarme de mí misma porque yo he sido Katlyn más veces de las que me gustaría. 

La historia de amor que explica algo que a mí me ha pasado y que no había pensado. 

«Though crushes are almost universally associated with the very start of love, in reality, they can happen just as much at love’s near-end point».

Cuando te separas de alguien lo que más cuesta es verbalizarlo, llegar a ese momento en que uno de los dos dice algo que los dos sabéis. Lo más duro es el camino hasta ahí, la angustia, el peso dentro, la negación, el ya se pasará, el será una mala racha hasta el momento final. Después de decirlo, de hablarlo, de ponerlo sobre la mesa, en mi experiencia todo es más fácil. No menos doloroso pero más fácil, menos extenuante. Dejar de fingir, rendirse a la evidencia siempre descansa. Y en este artículo Alain de Bottom explica como esa rendición,  la conciencia de que hemos renunciado a la esperanza de ser felices con esa persona nos quita de encima la presión y la exigencia y nos hace verla como es (en lo bueno) y no como nos gustaría que fuera para poder vivir con ella. Tenemos un breve momento de «¿Nos estaremos equivocando y deberíamos seguir intentándolo?» pero no, es un crush, una ilusión. Alain de Bottom lo llama un "flechazo otoñal" porque sucede cuando una relación está muriendo. 

«We are merely enjoying an artificial rush for someone because we have – in a deep part of our souls – finally given up hope of ever trying to live with, or be happy alongside, them».

La historia de amor a la que aspiras con la edad y tras haber pasado muchas historias de amor.

Un amor tranquilo, sin estridencias, sin apariciones estelares de la nada y por sorpresa, sin promesas eternas, sin grandes gestos pensados para epatar, sin expectativas y a ser posible sin susurros ridículos. 

«Habían llegado a una etapa, ocho años después de iniciar su relación, en la que habían empezado a hacerse regalos útiles que, más que expresar sus sentimientos, reafirmaban su proyecto de vida en común. [...] En una de las celebraciones de aniversario de boda, él le había entregado una tarjeta en la que ponía «Te he limpiado todos los zapatos», y en efecto lo había hecho, rociando todo el ante con impermeabilizador, frotando con una crema blanqueadora unas viejas zapatillas deportivas que ella todavía usaba, dándole a sus botas un brillo militar y tratando el resto de su calzado con betún, cepillo, trapo, trabajo duro, devoción y amor».

Siempre Barnes, siempre su retrato de la pareja como un sitio tranquilo, sin sobresaltos, como un jardín en el que descansar y al que mirar.  Este fragmento es de "El universo del jardinero" en el libro Pulso. 


Quizás haya sido demasiado amor para una semana.   


viernes, 8 de noviembre de 2019

Podcasts encadenados

Llevo semanas pensando en hacer esto y hoy dos amables  lectoras/amigas me han dado el empujón definitivo para empezarlo. Hoy, amables lectores, en esta pequeña aldea gala que es mi blog y que se resiste a desaparecer asistimos al nacimiento de una sección. A partir de hoy, los viernes, recomendaré tres episodios / podcasts para animar a todo el mundo a entrar en este mundo del que me he convertido en fanática, turrera y apóstol. 

Por supuesto y aunque esto no lo dice nadie, espero que me hagáis caso, que os gusten y que vengáis a decirme que mi criterio es fabuloso. 

1.- Cruces en el desierto de Las Raras. Las raras es un podcast chileno que cuenta historias de libertad como las llaman ellos de cualquier parte del mundo. Yo he escuchado historias de Chile, de México, de España, de Argentina. La que traigo hoy transcurre en Arizona, en el desierto de Sonora y cuenta como Álvaro, un inmigrante colombiano que llegó a Estados Unidos hace casi sesenta años, lleva seis colocando cruces en el desierto en los lugares en los que se han encontrado inmigrantes muertos. 3.200 puntos rojos en el mapa.  

El episodio nos lleva a recorrer el desierto, se escuchan las llamadas desesperadas al 112 de los inmigrantes perdidos y te hace desear que haya un nivel en el infierno dedicado especialmente a la gente que va al desierto a volcar los bidones de agua que las ONG de Arizona dejan allí para que los que cruzan no mueran de sed.  

Es un episodio estremecedor que te deja destrozado y al mismo tiempo te hace ver la suerte que tienes y de la que la mayor parte del tiempo no te das cuenta. 

Podcast: Las raras.
Episodios: Cruces en el desierto.
Presenta: Catalina May
Duración:  25 minutos




2.- La sala que era un cerebro de Radio Ambulante. De este episodio no quiero contar nada porque es mejor que sea sorpresa y que descubráis la historia según os la vayan contando. Radio Ambulante es podcast que hacen de manera conjunta por un montón de periodistas y productores repartidos por todo el mundo y que se distribuye a través de NPR la radio pública estadounidense. Las historias que cuentan nos llevan a  Costa Rica, a Colombia, a México y son de todo tipo, algunas más serias, otras más divertidas, algunas frívolas, otras que te dejan del revés. Todas están maravillosamente producidas y os van a descubrir muchísimas cosas. 

El capítulo que recomiendo transcurre en Chile en los años setenta y os aseguro que no os esperáis la historia. Su web es estupenda pero no vayáis a ella hasta terminar de escucharlo. En la era de lo visual merece la pena imaginar mientras se escucha y solo después ir a ver la realidad.

Podcast: Radio Ambulante
Episodios: la sala que era un cerebro
Presenta: Daniel Alarcón
Duración: 40 minutos. 



3.- Great Bitter Lake Association de 99% Invisible. Antes de empezar a explicar esta recomendación tengo que decir que la voz de Roman Mars, presentador-creador de este podcast, es la más sexy que he escuchado nunca. Roman podría conseguir cualquier cosa de mí si me lo pidiera con la misma voz con la que al final de cada episodio dice "Produced in Beautiful Downtown Oakland California". Confieso públicamente que cuando lo escucho en la intimidad de mi coche hasta me sonrojo. Es algo increíble lo de su voz. 

99% invisible es un podcast que lleva muchísimos años y del que podría recomendar muchísimos de sus episodios pero este es de los últimos y cuenta una historia que al escucharla te imaginas protagonizada por Steve McQueen o John Wayne o Robert Redford en un precioso technicolor. Transcurre a finales de los años 60 y en ella aparecen catorce barcos, el Canal de Suez, sellos, una guerra y un grupo de hombres que cincuenta años después continúan reuniéndose. 

La web de 99% invisible es una de las mejores webs de podcast que existen y proporciona muchísima información sobre la historia que cuentan en cada episodio. No os la perdáis pero siempre después de la escucha.  

Podcast: 99% Invisible
Episodios: Great Bitter Lake Association.
Presenta: Roman Mars
Duración: 33 minutos. 

Está mal que lo diga pero son tres buenísimas recomendaciones tanto si ya escuchas podcasts como si vas a empezar. Todos podéis encontrarlos en Apple Podcasts o Google Podcasts.

Espero vuestros, espero que amables, comentarios. 

El viernes que viene más.


martes, 5 de noviembre de 2019

Lecturas encadenadas. Octubre

Octubre ha sido un mes de lecturas tristes. A veces los libros se encadenan solos, se enganchan unos a otros y aunque al elegirlos de la estantería parezcan no tener nada que ver, al mirar atrás reconoces un hilo que los encadena, que los ata. En este mes los libros que he leído viajan atrás en el tiempo desde un presente dramático, miran hacia atrás intentando recuperar el momento en que todo se rompió. Miran hacia atrás con la esperanza, la que tenemos todos, de ver a nuestro yo del pasado levantando la cabeza de sus tareas y pensando «ey, he sentido algo, como una fuerza que me dice que aproveche este momento que en algún momento lamentaré no haberlo disfrutado».

Empecé el mes con El Colgajo de Philippe Lançon. De este libro, aunque ya nadie lo recuerde, se habló muchísimo en septiembre, se habló en todas partes y me lo recomendaron varios amigos así que cuando lo vi en una librería de San Sebastián lo compré deseando poder atacarlo cuando antes. Atacar es la palabra para enfrentarse a lo que cuenta Lançon porque hay que aguantar el horror, el dolor, el miedo y la obsesión. Es un libro que agota y del que quieres escapar igual que agota cuidar a alguien enfermo.  

El colgajo es un libro en espiral concéntrica o un espejo hecho añicos. Hay un punto central que es el atentado en la redacción de Charlie Hebdo a partir del cual todo se rompe y que se convierte en el eje, en el punto central de toda su vida. Esa ruptura que destroza todo lo anterior se convierte en lo único que importa. No hay nada más allá, nada importa porque todo ha dejado de tener sentido. La vida que Lançon creía segura se ha esfumado y lo único a lo que puede aferrarse es a su dolor, a su agujero, a las operaciones, al colgajo, a los hospitales, al personal sanitario que le atiende, a las rutinas de hospital, a su cirujana, a los policías que le acompañan durante meses para protegerle, a su fisioterapeuta, a su habitación de hospital. Todo lo demás le es indiferente porque todo lo que se encuentra fuera de su dolor es peligroso. Para algunas personas puede resultar aburrido y es verdad que creo que le falta algo de edición ( A Ordesa le pasaba lo mismo y no sé si es que el trabajo de editor no se hace bien o que los autores se niegan a eliminar todo lo que ha salido de su mano) y podían haber recortado algunas páginas pero a mí me ha gustado incluso con sus repeticiones. La obsesión concéntrica me resulta sincera porque alguien que sufre siempre se reconcentra en su dolor, se vuelve adicto a él, se convierte en una obsesión, en una droga y  no lo suelta. Para los demás que lo ven desde fuera puede resultar cansino, enfermizo e incomprensible pero yo entiendo su obsesión como una manera de hacer la enormidad de su tragedia algo manejable. Lançon le da vueltas y más vueltas tratando de entenderlo, de hacer comprensible lo incomprensible para así poder doblarlo, guardarlo y seguir adelante. 

«Uno no se libra del refugio en el que está, no hay forma de destruirlo. Yo no podía eliminar la violencia que me habían infligido, ni tampoco aquella que trataba de mitigar los efectos de la primera. Lo que sí podía hacer, en cambio, era aprender a convivir con ella, a domesticarla buscando, como decía Kafka, la mayor dulzura posible». 

Dice Lançon sobre la gente que le acompañaba «Los otros, por más cercanos que fueran, vivían en un mundo en el que la rueda gira un día tras otro, una cita tras otra. En el mundo en el que el atentado había sucedido sin suceder» y por eso recomiendo este libro, para reflexionar sobre como vivimos creyendo que las cosas que no nos afectan en realidad no han sucedido.  

Malaherba de Manuel Jabois llegó a mis manos sin tener que llegar tras una serie de encuentros desencuentros, quedadas, olvidos,  resacas. mensajes y finalmente una llamada. A Manuel Jabois ni le leía en la prensa, ni le escuchaba (ni escucho) en la radio ni le conocía más que de oídas. Un buen día de enero le conocí en un bar y resultó ser un tipo encantador pero yo seguí sin leerle y sin escucharle en la radio y aparte de algún artículo esporádico no conocía su escritura y no tenía ni idea de qué iba esta novela. 

Como he dicho al principio es otra novela que mira hacia atrás, como el libro de Lançon, escudriñando todo lo que pasó antes de. Tambú, tiene diez años y mira la vida, a sus padres, a su colegio, sus amigos, a los otros niños con los que no se lleva demasiado bien intentando encontrarle el sentido. Quiere entender lo que ve, lo que siente, lo que se dice y sobre todo lo que no se dice pero que todo el mundo sabe. El mérito que tiene la novela y es un mérito descomunalmente grande es conseguir que el tono del narrador sea creíble. Es dificilisimo recrear la voz  y, sobre todo, la forma de pensar de un niño de diez años. Creemos que nos acordamos de cómo pensábamos cuando éramos niños pero no es verdad. Nos recordamos más listos, más sensibles, más enterados del mundo y eso hace difícil recrear de manera creíble a un niño de diez años. No hace falta saber, ni importa lo más mínimo, si las historias que cuenta Jabois le pasaron a él o se las contaron o las ha inventado. Da igual. Lo fundamental es que me he creído a Tambú y sus razonamientos desde el primer momento de la misma manera que me creí ( y volvería a creerme si releyera sus libros) a la Celia de Elena Fortún.  Entendiendo a Tambú recordé a Celia y su manera de ver el mundo. Como en Malaherba en los libros de Elena Fortún los adultos hacen cosas incomprensibles que lo niños tratan de entender porque necesitan un lugar seguro en el que estar, al que pertencer.  Pasar a ser adulto es descubrir que tus padres no saben lo que hacen y aprender a vivir sin seguridad.

«Ser padre consiste básicamente en mentir, desde el primer momento hasta el último se pasan la vida mintiendo».

Jabois ha conseguido con su libro que haya visto el mundo desde abajo, mirando hacia arriba como un niño de diez años, como cuando leía a Celia. Ha conseguido también que me ría porque la historia de Tambú está llena de risa, frescura e inocencia sin ser en ningún momento cursi. Evitar la cursilería es otro gran mérito del libro. Y además Malaherba huele  a sudor y a carteras y a mandarinas a la vuelta del recreo en las escenas del colegio y tiene aroma a niño dormido y tacto de esquijama con dibujos de esquiadores cuando estamos en el dormitorio de Elvis. 

«Querer a la gente es mirarla mucho hasta no saber si es guapa o fe, y que no te importe lo más mínimo». 

Leed Malaherba. Volved a tener diez años.  

En mayo, en la feria del Libro Antiguo compré Retahílas de Carmen Martín Gaite y le llegó el turno ahora intentando leer algo que fuera distinto a Jabois y Lançon. Y Retahílas "suena" distinto porque lo que cuenta lo veo como una peli española de los años 70 aunque de lo que trate sea sobre lo que nos sigue preocupando a todos: el desarraigo, la imposibilidad de conectar con tu familia, el miedo al amor, la inseguridad, el luto. La novela se organiza en largos monólogos (me pregunto si nunca se ha hecho obra de teatro)  de dos personajes, tía y sobrino,reunidos en una casona familiar en la que hace años que ninguno de los dos ponía los pies. A través de esos monólogos conocemos su historia y la de toda la familia. A ratos, sobre todo al principio y en las historias de la tía, se me hizo un poco pesado porque no conseguía conectar con ella como personaje y no sabía que quería contarme. Después fui entrando en la historia poco a poco y al final me quedé con ganas de más, con que la historia no terminara.  

Martín Gaite es una escritora inmensa, increíble de lo buena que es.   

«Se dice: «me empeñé en olvida a Fulano y lo conseguí», mentira, el olvido rige sus propios laberintos y nunca nos enseña el secreto de unas reglas que ni él mismo conoce, es dios autoritario y caprichoso y nunca lo sabremos de antemano si va a concedernos sus favores ni la ración de espera y de paciencia que aún nos destina para consumir; «conseguí olvidar», sí, a veces se dice, se apunta uno ese tanto incluso con cierta convicción, ¡qué jactancia adornarse con plumas de un dios tan arbitrario!, mientras él no aba puertas a nuestro cautiverio porque le de la gana y cuando se la de, no pasan de ser muecas los amagos de escape que exhibamos; descenderá el hastío cuando lo tenga a bien ese jefe supremo e invisible, y puede no querer, te lo digo Germán, no querer nunca; si no quiere es inútil» 

Y con esto y un trancazo monumental que me hace sospechar que lo mismo nada de lo que he escrito tiene sentido, hasta los encadenados de noviembre.  




viernes, 1 de noviembre de 2019

Mi padre. De primeras y últimas veces

«Papá cantó, fue la primera vez en mi vida que lo oí cantar. Ahora a veces me pregunto cuándo fueron las primeras cosas de todo. El primer recuerdo que tengo de mamá y de papá, por ejemplo, no lo tengo. Podría pensar: es que era muy pequeño. Pero crecí: fui niño después de bebé, y tuve capacidad para recordar la primera vez que les vi la cara y la retuve. Yo recuerdo perfectamente la primera vez que vi a Elvis o a Claudia, ¿por qué no a mamá o a papá, o a Rebe? Quizá porque estuvieron siempre, y de los que estuvieron siempre no hay primera vez, solo una vez continua, o ese consuelo tenía yo».  (Malaherba, Manuel Jabois) 

Esta es nuestra primera vez juntos. Yo, como el protagonista de Jabois, no me acuerdo de cuándo vi a mis padres por primera vez. Nunca había pensado sobre esto, me sorprendió al leerlo el otro día y recordé que tenía guardadas estas fotos. Y he vuelto a mirarlas para descubrir a mi padre en el momento en que se convirtió en padre. Yo no recuerdo conocerle, verle por primera vez, pero supongo que él siempre recordaba este momento, el día en que me conoció y se dio cuenta del lío en el que se había metido. La corbata, la camisa amarillo pálido, la chaqueta de lana abrochada hasta arriba, la cama de barrotes, yo envuelta en toquillas y jersey tejidos a mano. 

Me gusta su sonrisa a cámara mientras yo, en brazos de mi madre, berreo a gritos.  Es la sonrisa que ponía siempre en todas las fotos. Sonrisa de pícaro, de «yo he venido aquí a disfrutar de la vida», de  «soy encantador». Pero me gusta aún más su mirada de angustia cuando creía que no le estaban mirando. La cara de «eso es mío y a ver qué hago yo ahora». Es una mirada en la que se mezcla el miedo, el agobio, la ternura y el vértigo por el futuro. 

«De los que estuvieron siempre no hay primera vez, solo una vez continua» escribe Jabois. Le doy vueltas y me doy cuenta de que es un pensamiento de hijo, no recuerdo la primera vez que vi a mi padre pero sí recuerdo la primera vez de mirar a mis hijas y sentirme como él en estas fotos. Creo que él, veinticuatro años después de esta foto, cuando murió, no pensaba en la última vez que me vería a mi o a mis hermanos o a mi madre o la luz del sol. Y en eso nos diferenciamos porque el hecho de que él se fuera tan pronto y tan de repente me hizo, y me hace cada día, ser terriblemente consciente de que puedo desaparecer mañana mismo, esta tarde, dentro de un rato. Y dejar de ver a mis hijas. 

Él supo que era  la primera vez que me veía. Yo no.
Él no supo que era la última vez que me veía. Yo sí lo sé. 

Jamás había pensado esto. Veintidós años después sigo descubriendo cosas.

*Mi madre, esa adorable jovencita de las fotos, cumple hoy 75 años.y estamos de celebración. El 1 de noviembre es un día rarísimo.


jueves, 31 de octubre de 2019

Si no te gusta el deporte no te sientas culpable, únete a mí.

A finales de mayo cerraron la piscina a la que voy a nadar e influida por todas esas campañas de muévete, haz ejercicio, no querrás morir de obstrucción arterial, decidí que tenía que hacer algo. Barajé varias posibilidades, entre ellas la de morir de obstrucción arterial pero feliz pero ,al final, me decanté por descargarme una aplicación de esas de hacer una tabla de ejercicios. 

Junio, julio, agosto y septiembre repitiendo la tabla del demonio intercalada con ejercicios solo de "abdominales avanzados" casi todos los días. En octubre tres días de piscina y el resto  la maldita tabla. Yo creo que en cinco meses de tortura casi diaria ya debería estar notando todas las bondades que supuestamente el ejercicio físico procura. Y NO LAS NOTO. Sí, tengo las piernas más duras, los abdominales más fuertes y no me cuelga nada de los brazos pero ¿me siento eufórica tras el ejercicio? ¿Pienso en mi tabla como un momento espiritual de comunión con mi cuerpo? ¿Deseo con todas mis fuerzas hacer mis ejercicios? No, no y no. 

Quiero que me toque la lotería para dejar de trabajar y me encantaría que hubiera alguna clase de sorteo o píldora o sortilegio mágico al que pudieras jugar y el premio fuera estar en forma sin tener que hacer deporte. «Pero te gusta  nadar». Sí, pero también me gusta mi trabajo y si me tocara la lotería ni siquiera llamaría a decir que no pienso volver. Si existiera ese premio de estar en forma sin mover un músculo no creo que volviera a ponerme un gorro de natación en mi vida. 

Entiendo que haya gente a que le guste hacer deporte, también hay gente a la que le encanta su trabajo y gente que no sueña con jubilarse pero yo no estoy en ninguno de esos grupos. Odio el deporte, me resulta desagradable, cansado y, sobre todo, creo que está mal planteado. Si se trata de enganchar a la gente a hacerlo, la premisa no debería de ser «ten paciencia que con el tiempo te gustará» que en mi caso se ha demostrado una premisa completamente falsa. La premisa debería ser que según empezaras con el deporte, el primer día, te diera un subidón como un chute de droga que hiciera que te engancharas sin remedio a ello, que te convirtiera en una yonki de tu tabla de ejercicios o del gimnasio. Pero no funciona así ni de coña. Cuando dejé de correr, cuando recuperé la cordura y en medio del Retiro me paré y dije «¿Qué estoy haciendo con mi vida?» supe que jamás volvería a correr y así ha sido. Esto de la tabla de ejercicios y la natación no voy a dejarlo porque en el fondo no me quiero morir por obstrucción arterial pero tiro la toalla, voy a dejar de perseguir el santo grial y la zanahoria de "sigue que al final te gustará» No me va a gustar nunca, jamás. El deporte para mí es como el aceite de ricino de las novelas infantiles de mi infancia, un castigo, una tortura, una obligación.

Vengo, como Loreta, a reivindicar que el deporte puede no gustarte y que no pasa nada. Basta ya de elevar el deporte a los altares. Acabemos ya con la hagiografía deportiva. Hasta que no inventen un sorteo en el que te toque vida sana sin moverte hay que seguir haciendo deporte por obligación pero no tiene que gustarnos. Hacer deporte no te hace mejor persona ni te conecta con el planeta más que leer, cocinar o pasear escuchando podcasts. 

Si no te gusta el deporte no te sientas culpable, únete a mí. 


viernes, 25 de octubre de 2019

Tardes de domingo

Vincent Mahé
El domingo por la noche pensé que quería escribir sobre las tardes de domingo de otoño, cuando se hace de noche y estoy en casa escribiendo, haciendo mis deberes de inglés y cocinando. Cuando en mi casa huele a plancha y ducha. Quería escribir sobre como toda la semana intento organizarme para tener la tarde de los domingos libre de escritura, de deberes y de cocinillas y nunca lo consigo. Quería escribir sobre las tardes de domingo que nunca son como a mí me gustarían pero que aún así me gustan más que las tardes de sábado, por ejemplo. Las tardes de sábado son siempre sorpresa, hay cosas que hacer, sitios a los que ir, películas que ver, sobremesas a las que sobrevivir, siestas de las que es imposible recuperarse hasta el día siguiente o viajes que disfrutar. Las tardes de domingo son casa, a mí me gusta que sean casa y quería escribir sobre eso, sobre la sensación de seguridad que me dan, de calma, de paz pero no me dio tiempo. Tenía sueño, estaba cansada, quería leer. Empecé la semana echando de menos el domingo y  quería escribir sobre eso pero me ha atropellado la semana: he saltado de un día a otro, corriendo entre Madrid y Toledo, entre mi cocina y mil reuniones, entre mi casa y grabaciones, en coche, en metro, andando. Escribí sobre mi odio al recuérdamelo después de asomarme al cuarto de mis hijas por enésima vez a preguntarles con ese tono de voz dulce y aterrador que uso de vez en cuando por qué no se les había ocurrido poner el lavaplatos cuando lo habían llenado hasta arriba: «No no los has recordado» . Escribí sobre eso cuando lo que quería era hablar de mi casa a media luz, un domingo por la tarde, oliendo a caldo y sin rumor de tráfico. Pero no me dio tiempo porque últimamente me encuentro, por primera vez en mi vida, diciendo eso tan adulto de «no tengo tiempo para nada». No me había pasado nunca, esta sensación de ir corriendo siempre, de querer hacer cosas y llegar al final del día y tenerlas que poner mentalmente en la cuenta del día siguiente. Me meto en la cama, leo un buen rato, apago la luz y pienso en esas cosas y me duermo pensando que lo que echo de menos es la calma. Y recuerdo a mi amigo Fran, que no lee este blog (como el 90% de mis amigos) y que una vez, cuando éramos universitarios, me dijo que él para ponerse a estudiar necesitaba saber que tenía por delante por lo menos cuatro o cinco horas disponibles, que contar con ese tiempo le garantizaba que sacaría dos horas como mucho de estudio efectivo y que lo demás eran minutos y horas necesarias para calentar. Me pareció una idea brillante (que él probablemente no recuerde) y que refleja muy bien lo que me pasa. Llevo días queriendo  escribir sobre lo que me gustan las tardes de domingo, porque son un refugio seguro en el que siempre espero encontrar esas cuatro o cinco horas de calor y tranquilidad. Y escribo ahora sobre ello, tarde y mal, porque estoy llena de nostalgia anticipada por la tarde de domingo que esta semana no será porque me toca trabajar. 

Las tardes de domingo me amansan y por eso viviría eternamente en ellas, en un limbo de calma que no acabara nunca. 



martes, 22 de octubre de 2019

Recuérdamelo

Oigo esa palabra y me sale un sarpullido. No lo soporto. Me saca de mis casillas. «El día tal es la cena de Pepito» o «El martes hay que ir al médico» o «El día 15 hay que presentar un informe» y me contestan: 

Recuérdamelo. 

No, no te lo recuerdo. No soy tu secretaria, ni Siri, ni Google Calendar ni un puto post it amarillo que tiene que pegarse a tu frente para que te acuerdes. 

«Recuérdamelo» es la frase que dice alguien a quién no le importa una mierda lo que le estás contando, diciendo o pidiendo bien porque no le interesas, porque te considera una piltrafilla poco digna de ocupar sus GB de memoria con tus cositas, bien porque considera que su masa gris es demasiado valiosa para gastarla memorizando lo que le cuentas o bien porque a lo que le estás pidiendo te va a decir que no pero no tiene las narices de decírtelo a la cara. Si son tus hijos los que te dicen «recuérdamelo» su estrategia es distinta, esperan que así te des cuenta de que no existe ni las más remota posibilidad de que hagan aquello que les has pedido pero tampoco tienen narices de decírtelo. 

«Recuérdamelo» es «no me importa una mierda lo que me estás contando». Es «mi tiempo vale oro pero el tuyo no vale una mierda así que piérdelo en decirme las cosas veinte veces». Es «no voy a recordarlo porque tengo clara la idea de que lo hagas tú, no pienso encargarme de eso». Es «soy un impresentable y no te respeto una mierda». 

El que dice "recuérdamelo" jamás tiene intención de acordarse. Yo antes era de las que "recordaba" a los demás, pobres, para que no olvidaran. Ahora lo digo una vez y  si me contestan "recuérdamelo" siempre contesto lo mismo: tururú. 

Todos podemos olvidar cosas, yo olvido cada vez más. Pero olvidar es involuntario (ojalá fuera algo voluntario, eso sería maravilloso), se olvida sin querer, sin darte cuenta. Tenías intención de acordarte de lo que fuera: de la cita, del compromiso, de la tarea, del cumpleaños y por lo que sea lo has olvidado. Y cuando lo olvidas, pides perdón. Los de "Recuérdamelo" cuando olvidan algo dicen: «la culpa es tuya por no recordármelo» o sonríen y dicen «es que soy como Dori». No, Dori quiere recordar, tú no has hecho ni el intento. 

«Recuérdamelo» es la pelota de goma que te dispara alguien a quién no merece la pena decirle nada. 

miércoles, 16 de octubre de 2019

El me llevo / no me llevo del adolescentismo


Este es un nuevo post sobre adolescentismo y sus cositas. Lo advierto antes de empezar, como hacen los podcasts americanos con las palabrotas y el sexo, por si alguien quiere dejar de leer y no sentirse ofendido porque no escribo lo que le gusta. 

—En este post hay muchas tonterías y nada muy interesante así que maneje con cuidado sus expectativas—. 

Mis adolescentes tienen muchos amigos o pocos, no sé cual es la media de amigos en general pero ellas parecen tener, en cualquier caso, suficientes como para estar entretenidas y tener planes con una asiduidad que a veces me parece excesiva. Tienen amigos en el colegio, en el equipo de fútbol, amigos de campamentos, amigos de amigos y amigos que son hijos de amigos nuestros, de sus padres. Tras meses de observación y charlas interminables y muy muy confusas he aprendido como esos amigos (que ya veremos que no todos se pueden llamar así) se clasifican. 

Para empezar he aprendido que la gente, se clasifica no por si te cae bien o mal, sino por "me llevo o no me llevo". 

—¿Conoces a Pepita? 
—Sí pero no me llevo. 
—Bueno, pero ¿qué tal te cae? 
—No lo sé, no me llevo. 

Es una expresión curiosa porque parece dejar fuera los juicios de valor a priori. En mi época éramos más de «no la conozco pero me cae mal». Ahora nadie te cae mal o bien, simplemente te llevas o no te llevas. 

Si no te llevas, no hay más que hablar. No te llevas parece un estado absoluto de no amistad ni contacto. 

Si te llevas la cosa se complica muchísimo. Para aclararme he decidido imaginármelo como una escalera en la que vas subiendo escalones según cuánto te lleves que no como. Veamos: 

Si te llevas un poco, digamos eres compañero de clase o de curso o incluso de colegio, te saludas solo en entornos muy restringidos y circunstancias muy concretas. Te puedes llevar lo suficiente para hablar durante el año en el que compartes clase pero que ese suficiente no lo sea para saludarte por el pasillo al año siguiente cuando has dejado de estar en la misma clase. Ahí desciendes a no llevarte. (Se me ha olvidado aclarar que la escalera del "llevarse" se sube y se baja con facilidad)

Un caso más complejo de llevarte. Tú estás en 3º ESO y te llevas con uno de 4º de la ESO, te llevas lo suficiente para charlar por los pasillos pero si el de 4º de la ESO está con uno de cuarto con el que no te llevas, eso anula tu "me llevo" y entonces no te saludas. Si tu vas con dos amigas que también se llevan con el de 4º, sois tres "se llevan" contra un "no me llevo" así que también le saludas.  Lo sé, lo sé, es complejísimo pero ellos lo manejan con soltura. 

Si te llevas bastante charlas con el otro, haces bromas, te conoces pero solo en ese entorno concreto: 

—Hoy me he encontrado con David.
—Ah, ¿el novio de tu amiga Carmen?
—Sí.
—¿Qué te ha dicho?
—¡Nada! ¡No he hablado con él!
—¿Por qué?
—Porque no me llevo.
—¿Cómo que no te llevas si es el novio de Carmen y estáis en el mismo curso?
—A ver, me llevo de hablar en el cole y tal pero por la calle, no.  

Más confusión. 

Si te llevas muy bien en clase, pero vamos fenomenal podríamos pensar que eso da paso a abrir la relación al exterior pero no. Solo os comentaré que este año, en la playa, llegamos nadando a una de esas plataformas llenas de trampolines y demás y al encontrarnos allí con un "nos llevamos mucho" de una de mis hijas asistí a una coreografia de "no nos hemos visto, ni sabemos quienes somos" por parte de los dos que me dejó ojiplática. Él acabó tirándose al agua y alejándose nadando hacia la orilla dejando a sus amigos con derecho a saludo en la plataforma.  

Si te llevas muchísimo hablas por wasap, te saludas por la calle si cruzáis miradas y puede que si las circunstancias se mantienen estables des el salto final que te lleva directamente a la categoría: amigos. 

Alcanzar la categoría de amigo es alcanzar la tranquilidad: te puedes saludar en cualquier entorno, puedes hablar de todo, conocer a los padres, a los hermanos, visitar la casa del otro. Ser amigo es sobre todo cómodo. Por fin puedes relajarte. Todo lo demás es muy confuso y, para mi gusto, agotador. Pero no os confiéis, recientemente he descubierto que se puede (aunque es raro) pasar de estar en la categoría «amigo que come yogur en la cocina de mi casa» a «ya no nos llevamos».   

Mi consejo, no os encariñéis con los amigos hasta que hayan pasado años.  

Nota final: el subir o bajar en el me llevo no tiene nada que ver con caerte bien o no. Alguien te puede caer fenomenal pero permanecer para siempre en el "me llevo de no saludarte por la calle". 


jueves, 10 de octubre de 2019

El No absoluto

No quiero compartir coche. No quiero tener que trabajar contigo más que lo estrictamente necesario. No, no me caes bien. No, no creo que seas una buena persona en tu casa. No, no voy a ir. No me apetece. No. No.   

«Es más bien el repentino destello interior cuando uno ve algo o se da cuenta de algo: un destello repentino o lo que sea que marque una epifanía o un descubrimiento. No es simplemente que suceda demasiado deprisa como para que uno pueda descomponer el proceso y ordenarlo en forma de idioma inglés, sino que sucede a una escala en la ni siquiera hay tiempo para ser consciente de ninguna clase de tiempo en absoluto en el que esté teniendo lugar el destello: lo único que uno sabe es que hay un antes y un después, y que después uno es diferente». (Extinción, David Foster Wallace) 

Hay dos cosas importantes que da la edad: tener cristalino lo que no quieres y manejar el No absoluto. Saber lo que no quieres es una sensación nueva. Nos pasamos la vida pensando en qué queremos: qué quieres estudiar, qué quieres trabajar, qué vida te gustaría llevar, si quieres tener pareja o no, qué tipo de pareja, qué tipo de vida, qué tipo de persona quieres ser. Un agotador torrente de decisiones encaminadas a dejar claro lo que quieres, tus deseos, tus aspiraciones, tus metas. Y, de repente, un buen día descubres que en realidad no sabes qué quieres pero, sin embargo, eres muy consciente de lo que no quieres. Con ese nuevo conocimiento te enfrentas a la vida con otro punto de vista y descubres que el NO es poderoso. 

«A él la dureza no le da miedo, lo que lo asfixia es este agobio de hacer todo aquello en lo que no crees, y no hacer nada de lo que quisieras hacer, de lo que sabes que, si hicieras, acabarías siendo lo que tú eres, dando de ti lo que estás convencido de que, con el viento a favor, puedes dar». (Crematorio Rafael Chirbes).

Decir No sin explicaciones, sin coletillas requiere entrenamiento. Las primeras veces da miedo, da pudor, está mal visto decir que no, se puede decir un «a lo mejor», un «puede», un "me encantaría pero" que no son más que No disfrazados de hipocresía pero el No contundente provoca rechazo, o mejor dicho, sorpresa. ¿No?

No.  

El No absoluto es tu aliado, aprendes a usarlo sin vergüenza, sin disimulo. Lo blandes como una espada por encima de tu cabeza y con él asestas golpes a diestro y siniestro con la precisión del Pirata Roberts. La alegría y precisión con la que manejas el No te salva de intercambios agotadores porque aprendes que ante un No disfrazado la gente no se rinde. «Pero, ¿por qué?», «pero ¿le darás una vuelta?», «pero ¿a lo mejor sí, no?». Un No rotundo lanzado en la conversación o escrito en un mail paraliza, aplasta, congela. ¿No vas a dar explicaciones? 

No. 

lunes, 7 de octubre de 2019

Cosas que (me) sacan de quicio de los restaurantes modernos

Llamadme vieja, llamadme retrógrada, llamadme absurda pero no soporto los restaurantes modernos y cuquis, esos restaurantes con grandes ventanales, espacios amplios y decoración blanca que sirve igual para venderte una limpieza dental, un gintonic de diseño, ropa de algodón 100% ecológico o una experiencia gastronómica. Esos restaurantes en lo que todo es ridículo. 

1.- Conseguir mesa. No se te ocurra pasar por la puerta y asomarte a pedir mesa. Te miraran como si fueras una piltrafa humana que no merece ni comer en el felpudo de la puerta. «¿Tiene reserva?» te escupen como si te estuvieran preguntando: «¿se ha duchado esta mañana?» Podrían decirte directamente: «No, no hay mesa» pero no, prefieren dejarte claro que en ese restaurante no hay espacio para la espontaneidad, todo está medido y tú sobras. 

Si has decidido reservar, los pasos a seguir y la información a proporcionar es más o menos la misma que para sacarte un billete de avión a Estados Unidos.Después tienes que re confirmar veinte cinco veces que sí, que quieres la mesa. Los que más me sacan de quicio son los que el día de la reserva te mandan un sms, un whasap y un correo para asegurarse de que sí, que vas a ir. Además te amenazan poco menos que con la siete plagas del Apocalipsis si osas a no aparecer. Ahora mismo, en Madrid, creo que es menos peligroso dejar de pagar una letra de la hipoteca que saltarse una reserva en un restaurante moderno.  

2- La entrada. Llegar a un restaurante moderno y cuqui es como viajar en el tiempo al Antiguo Régimen y no me refiero a 1950, hablo de la Edad Media. En un restaurante moderno hay una pirámide de poder con distintos estamentos. En la cumbre de la pirámide está el dueño al que casi nunca se le ve pero que siempre sale en los suplementos culturales y en los periódicos diciendo gilipolleces como «en nuestros restaurantes somos una gran familia» que se parece muchísimo a «todo con el pueblo pero sin el pueblo». Por debajo están el o los encargados de sala. Se les reconoce porque llevan pinganillo. ¿Para qué? Para nada, para hacerse los interesantes y para que quede claro que ellos no son eso tan antiguo como un maitre. Ellos no están allí para darte un servicio, para que tú estés a gusto, ellos están allí para controlarte, para vigilarte a ti y a los camareros que sois la plebe. Los jefes de sala con sus americanas ceñiditas y sus pantalones strech son los aristócratas. ¿Qué hacen? Nadie lo sabe pero ahí están. Después está la chusma, los camareros que van y vienen cargando con los platos, tomando las comandas en modernísimos cacharros electrónicos que seguro que controlan los tiempos y los pasos que dan. Es fundamental que el camarero de a pie no pare de moverse de un lado a otro. Fijaos bien. Yo creo que si se paran un momento los eliminan. Hay un estamento aún más bajo que son los trabajadores de la cocina. Nadie los ve pero están ahí, estos sí llevan uniforme: los visten de negro para que parezcan modernos y a veces los ves si bordeas el restaurante fuera de los horarios de comidas porque los dejan salir a fumar a la acera.  

3.- El guardián de la puerta. Puede ser un el o puede ser un ella. Su función es hacerte de dudar de la vida. Te mira con tanta suspicacia que a pesar de haber reservado, confirmado y reconfirmado, cuando dices «Tenía una reserva a mi nombre» estás convencido de que va a mirar el ordenador, va a sonreírte mientras te dice «lo siento» y apretará un botón que abrirá el suelo y te tragará. 

Cuando finalmente dice «Bienvenidos» estás tan aliviado por haber salvado la vida que la comida ya te da igual. 

4.- El atrezzo.  ¿Sillas cada una de su padre y de su madre porque somos modernos? Bien pero que sean cómodas. Potros de tortura fuera por muy pinterest que sean. ¿Qué les pasa a los restaurante modernos con los manteles? ¿Por qué se niegan a usarlos? Es una auténtica marranada no usar mantel. Sí, cuando llegas los cubiertos están sobre la servilleta pero ¿qué hago con ellos cuando me pongo la servilleta en el regazo? ¿Dejarlos encima de la mesa? Encima de esa mesa que seguro que ha limpiado una bayeta que ha pasado por otras mesas limpiando restos de otra gente. No soy escrupulosa pero los manteles tienen su sentido. ¿Los queréis modernos? Bien, tejerlos con restos de plásticos para salvar tortugas o con las colchas de vuestras abuelas, pero ¡poned manteles! ¿Y las fuentes? Sinceramente dedican más tiempo a sorprender con las fuentes que a pensar en la comida. Me imagino las tormentas de ideas:

-¿Qué ponemos de postre? 
-Da igual pero sirvámoslos en sartencitas pequeñas.
-Pero si son fríos. 
-Da igual, son cuquis y sorprendentes. 
-Vale, ¿y los tacos?
-En un tronco cortado con los tacos encajados en los cortes. 
-¿Estás de coña?
-Para nada, soy moderno y sorprendo.  
-¿Y la cuenta?
-¡Oh! ¿la llevamos en un bote de chuches que parezca antiguo aunque lo hemos encargado en China en el que haya que desenroscar la tapa y abrir la cuenta como si fuera un mapa del tesoro? *
-Hecho. 

Y así con todo. Un festival de recipientes ridículos a los que tú te empeñas en buscar un sentido hasta que te das cuenta que tienen el mismo sentido que las pelucas empolvadas del siglo XVIII.   

5.- «¿Lo tenéis claro, chicos?» « ¿Ya sabéis lo que queréis?» Perdona, ¿te conozco? ¿Somos amigos? ¿Nos hemos visto antes? El colegueo me incomoda, no puedo evitarlo. 

6- Los baños. Los hay de dos tipos, aquellos en los que han invertido todo lo que se han ahorrado en manteles y los que quieren recuperar la estética de los urinarios del salvaje oeste. En ambos casos la luz está demás. Todo lo que fuera son "espacios luminosos que invitan a relajarse disfrutando de nuestra carta y nuestros tés de selección" se convierte, en los baños, en "adivina si esa sombra que ves en el espejo es tu cara y encuentra el soporte del papel al tacto". 


Por último pero no menos importante, no están pensados para gente que come, que va a un restaurante a comer y no a posar. «Eso va a ser mucha comida» me dijeron ayer en un restaurante muy cuqui de Madrid. Y adivina qué, no lo fue porque las raciones son de jugar a las cocinitas. Para compensar tanta tontería cené judías pintas con arroz en un plato sopero de los de toda la vida sobre un mantel de cuadros en una silla comodísima.  


 *Esto de la cuenta no lo he visto pero dadles tiempo. El resto está basado en hechos reales. 

viernes, 4 de octubre de 2019

Las ganas y las ideas

Before the silence
No me gusta Pablo Motos, me saca de mis casillas, me produce rechazo físico y muchísima grima. No me gusta llegar a casa y darme cuenta de que mis hijas se han pasado parte de la tarde tumbadas en mi cama. No me gusta darme cuenta por lo arrugada que está la colcha, no me gusta porque en eso me parezco a mi madre y porque me indigna que ni siquiera se molesten en estirarla para tratar de engañarme. ¿Engañaba yo a mi madre cuando estiraba su colcha? Claro que yo no usaba su cama porque el wifi llegara a su cuarto mejor que al mío. No me gusta este hilo de recuerdos. No me gustan las judias blancas, las alcachofas ni el melón. No me gusta la Fanta y la versión Zero me parece una guarrada inmunda. No me gusta llevar bolso ni las faldas sin bolsillos. No me gusta el metro ni la gente corriendo ni las camisetas fosforito. No me gusta  No me gusta el cura de la parroquia que hay en los sótanos de mi edificio ni la palabra óptica. No me gusta reconocer que el año pasado al hacerme las gafas nuevas tenía que haber escogido el otro modelo. No me gusta la moqueta de mi curro ni el olor a pienso por las mañanas. No me gusta que sea 4 de octubre y siga sin hacer frío. No me gusta mi tabla de ejercicios ni el cargo de conciencia ridículo que me entra cuando no la hago. El otro día alguien me dijo que para escribir hay que tener ganas y es verdad. Hay que tener ganas e ideas, como para follar: hay que tener ganas y alguien con quien hacerlo. A mí hoy me sobran las ganas y me falta el con quien, las ideas. Y no me gusta.  


martes, 1 de octubre de 2019

Lecturas encadenadas. Septiembre


Ya tengo asumido que para mí el mes de septiembre ya no es un mes de volver a la rutina y la tranquilidad, es un mes de desenfreno, locura y maletas. Este año he batido todas mis  marcas personales. En un mes solo he dormido tres noches seguidas en la misma cama y fue cuando estuve en Carloforte. El resto del mes he ido saltando de cama en cama (sin virguerías sexuales) y moviéndome de casa en casa, de ciudad en ciudad, de país en país acarreando una maleta. La vida de caracol/saltamontes es incompatible con la lectura y a pesar de que en esa maleta llevo siempre dos libros, este mes no me ha cundido mucho.

Al lío.

A principios de mes devoré Cuentos escogidos de Shirley Jackson, con traducción de Paula Kuffer. Este libro lo había comprado en la Feria porque después de  leer Siempre hemos vivido en un castillo y de ver con mi hija la serie de Netflix basada (muy libremente) en The haunting of House Hill quería más de esta autora.

Antes de seguir leyendo, salid a comprar este libro ahora mismo. Ya. Hacedme caso. Me ha gustado muchísimo. Los cuentos son excepcionales por lo distintos y por lo perturbadores y desasosegantes que son. Completan el volumen tres conferencias interesantísimas, inteligentes, agudas e ingeniosas. Las reflexiones sobre las ideas y sobre escribir son alucinantes, de una claridad envidiable y nada pretenciosas. En una época en la que todo el mundo quiere "brillar" y apabullar con su ingenio y sus ideas rompedoras, Jackson deslumbra porque sencillamente es así de inteligente y sabe contarlo.  A sus pies.

En los cuentos Jackson es despiadada y cruel. En El amante demoníaco es imposible no sentirse identificado y avergonzarse con el comportamiento del amante que no quiere darse cuenta de que su historia ha terminado. ¿Quién no ha buscado alguna vez mil y una excusas para justificar lo injustificable por parte de su pareja? ¿Por qué nos empeñamos en engañarnos en vez de aceptar que ya no nos quieren que, a lo mejor, jamás nos han querido? Odiamos reconocer que fuimos presa fácil, que lo somos.  Otro de los cuentos, Despúes de usted mi querido Alphonse es una crítica feroz al racismo y al clasismo, y en Charles, vemos reflejados a esos padres (que somos todos) que siempre pensamos que nuestros hijos son los buenos y que son los otros los que son malos.

En este volumen aparece también su cuento más famoso La lotería. No quiero destriparlo   pero lo mejor, para mí, no es el cuento sino lo que sobre él explica Jackson en una de las conferencias. Se le ocurrió el cuento una mañana que volvía a casa empujando el carrito de uno de sus hijos, llegó a casa, se sentó a escribirlo del tirón y lo mandó al New Yorker. El editor le contestó que no le gustaba especialmente pero que creía que era un buen cuento. Jackson recibió su cheque y se olvidó del tema. Cuando se publicó, la repercusión fue increíble. Cientos de cartas llegaban a la revista y a su casa. Lectores indignados, lectores que la acusaban de todos los males del mundo y lectores que le exigían explicaciones. Esta historia es un buen ejemplo de cómo siempre ha habido y siempre habrá gente que no entienda la ficción y sus reglas.

De la conferencia Experiencia y ficción me quedo con este comienzo:
«Ser escritor de ficción es de lo más agradable por varias razones: una de las más destacadas, por supuesto, es que puedes persuadir a la gente de que se trata de un trabajo de verdad, si tienes un aspecto lo bastante demacrado».
Y como a estas alturas del post espero que ya lo hayáis comprado: leed por lo que más queráis el texto titulado El cuento de la noche en que todos tuvimos gripe que es espectacular. Una maravilla que voy a releer un millón de veces.

Volviendo de Carloforte empecé Al pie de la escalera de Lorrie Moore con traducción de Francisco Domínguez Montero. Lo había comprado en en la Cuesta Moyano porque en novimebre había descubierto a Moore en su libro de relatos Pájaros de América que me había encantado. Los veinticuatro días que me ha llevado terminarlo lo dicen todo. Al pie de la escalera es una malo novela, no es terrible, no ofende pero es un no rotundo. Leyéndola me daba la misma sensación que cuando vas paseando y ves una casa nueva, la miras e intuyes que su dueño, a la hora de construir, ha tenido las mejores intenciones, lo ha pensado todo minuciosamente, ha planeado cada detalle pero el resultado final es una casa fea e incómoda. Así es como te sientes leyendo esta novela, nada fluye, todo tropieza, es incómodo, son pegotes que se atascan.

Esta novela es un buen ejemplo de que se puede ser muy bueno escribiendo relatos y malísimo escribiendo novelas o artículos o al revés. Es bueno saberlo para mí y creo que muchos que creen que pueden hacer todo lo asumieran.

Aún así y a pesar de lo horrorosa que es la casa ,Moore tiene detalles bonitos y buenos, como si tropezaras con un mueble heredado y que en su caso se deben a su sentido del humor extremadamente negro. Moore es cruel y no le da vergüenza serlo.

«La capacidad de mi madre para ser feliz era como un minúsculo hueso viejo en una enorme olla de caldo».

O esta definición de ese tipo de gente que todos conocemos:

«Temía que Sarah fuese una de esas mujeres que en vez de reírse decían «qué gracia», que en vez de sonreír decían «es curioso», o que en vez de decir «eres tonta del culo» decían «bueno, creo que es un poco más complicado que eso». Nunca sabía que hacer frente a ese tipo de personas, sobre todo si además eran de las que, después de que uno hablara, tendían a decir, de forma algo enigmática: ya veo. Este comentario por lo general me hace enmudecer».

No leáis Al pié de la escalera. Acabo de darme cuenta de que no he contado de qué va pero es que no merece la pena. Si os gusta el queso quedaos con esto que nos representa tanto:

«Era tan difícil no comer queso. Incluso los quesos frescos y los de untar, que podían usarse has para enmasillar los cristales de las ventanas y las baldosas, tenían algo de reconfortante».

El comic del mes es Gente honrada de Gibrat y Durieux. He leído solo la primera parte así que no sé si tengo la visión completa para opinar. Diré solamente que cuenta la historia de Philippe y su cambio de vida cuando con cincuenta y tres años se queda sin trabajo. Es un comic dulce a pesar de lo duro de la historia, es un poco qué jodida es la vida pero cómo puede molar. Algo así. Más cuando lea el resto. 

Y con esto, y la perspectiva de treinta noches durmiendo en la misma cama, hasta los encadenados de octubre que espero sean más fructíferos. 

Y leed a Jackson. 




viernes, 27 de septiembre de 2019

Predicadora de podcasts

Es un tópico manido, manoseado, aburrido y cansino pero la vida siempre te lleva a sitios que ni te imaginas. Te empeñas en pensar a largo plazo, en hacer planes, en imaginarte dentro de dos años, de tres, de diez y crees, con toda tu ingenuidad, que vas en línea recta hacia ese futuro que va a ser como tú lo has pensado. Luego llega la vida y te da sustos, empellones, giros inesperados, arabescos laterales y muchas sorpresas que jamás en tu vida hubieras podido imaginar. 

Hace cinco años empecé a escuchar podcasts para intentar no morir del aburrimiento al volante (y para no plantarme con un lanzallamas en una emisora y prender fuego a los tertulianos). Empecé para probar, para ver de qué iba aquello. Poco a poco se convirtió en un vicio, es casi una adicción. Cuando no puedo disfrutar de mis dos horas (a veces tres) de soledad al volante acompañada de todas esas voces a las que me he ido enganchando, siento algo parecido al síndrome de abstinencia. Confieso que, a veces, no ofrezco mi coche para poder viajar sola con mis podcasts. «Me llamo Ana y soy adicta a los podcasts, ¿qué pasa?» 

El podcast es un vicio solitario. Se escucha en silencio, concentrado en lo que te están contando porque te lo están contando a ti. No se puede escuchar como la radio, en medio del barullo de una conversación o en torno a una mesa camilla. Es algo que haces solo pero claro, te gusta tanto que quieres contarlo a los cuatro vientos, quieres que más gente descubra lo que tú estás disfrutando, las historias increíbles que te hacen gritar al volante «No puede ser». En estos cuatro años he dado la brasa a diestro y siniestro con los podcasts. A mis hijas las entretengo en la cena contándole la última historia de true crime que he escuchado, o el escándalo de una timadora profesional o cómo el diseño industrial no piensa jamás en las mujeres. Si veo la más mínima brecha en una conversación intento meter mi cuña sobre podcasts. En redes no paro de recomendarlos. Lo confieso, soy una apostol de los podcasts. 

Y ahora, por sorpresa, se unen las sorpresas de la vida, internet y los podcasts y gracias a Podium Podcast voy a ser  predicadora en las ondas. A partir de hoy vais a poder escucharme en Podium Inside un nuevo podcast que habla precisamente de eso, de podcasts. Aquí, en cada programa, hablaré de los podcasts que me gustan, de porqué me gustan, de lo que no me gusta, de lo que me emociona, me divierte, me horroriza, me encanta, me engancha.... Va a ser divertidisimo y me encanta hacerlo. Esta semana hablo con María Jesús Espinosa de los Monteros, Directora de Podium, sobre dos de mis podcasts favoritos y que además son dos que recomiendo para empezar en este mundo. 

Mi yo de hace cinco años jamás hubiera creído que eso que empezó a hacer para no morir de aburrimiento al volante iba a terminar llevándome a participar en un podcast. 

Llamadme predicadora. 


miércoles, 25 de septiembre de 2019

Hablemos de hombres franceses y de conspiraciones y de expectativas.

Que la gente fume, a veces, tiene cosas buenas. Por ejemplo, cuando volvemos al hotel después de cenar en San Juan de Luz, son las doce de la noche y, de repente, te das cuenta de que la tarjetita con la combinación que hay que marcar para entrar en el hotel, está encima de la cama. «¿Era seis cuatro cuatro y algo, no?» «Sí, eso me parece». No era, claro. Tecleamos como maníacos todo lo que se nos ocurre y cuando estamos valorando dormir en el coche, una voz nos grita desde arriba «¿Necesitáis el código?» Alabados sean los fumadores franceses trasnochadores. Que el señor esté con ellos. Con ellos y con los franceses. Me sigue maravillando como cruzamos la frontera sin enterarnos y, sin embargo, todo es diferente tras ese paso invisible. Mi principal fijación estos días, en el País Vasco francés, es la cantidad de gente mayor que hay allí.  En serio, no hay que fijarse mucho para ver que allí, los mayores, los de más de sesenta están tomando el poder. Como mi adorable profesora de inglés me había puesto como tema, para mi ensayo semanal, escribir sobre una conspiración, cogí el tema de los mayores en Francia y sus famosas villas floridas para elaborar toda una teoría al respecto. Los pueblos en Francia son más floridos, consiguen más florecitas si tienen más viejos. A más viejos, más florecitas. He investigado y hay una categoría de honor, La flor de oro, sospecho que en esos pueblos a los jóvenes los han liquidado. Pienso seguir investigando porque pienso seguir viajando a Francia pero no volveré a Biarritz. ¡Qué decepción! Parezco nueva y llevaba las expectativas nivel «este es el hombre de mi vida» como cuando tenía dieciocho años y me iban a presentar a un amigo de un amigo. Aquel no era nunca el hombre de mi vida y con el tiempo aprendí a rebajar mis expectativas a «seguro que es un brasas» lo que no hizo que ninguno de ellos fuera el hombre de mi vida por sorpresa pero convirtió todos los encuentros con hombres nuevos en algo susceptible de ser mejor de lo que yo me esperaba. A Biarritz llegué pensando «me va a enloquecer» y después de quince minutos allí, caminando por sus calles, ya sabía que esa ciudad y yo no teníamos nada en común. La playa es espectacular y la luz maravillosa pero lo demás, ay lo demás, me pareció todo un despropósito que solo mejoró cuando trepamos los doscientos cuarenta y ocho escalones del faro y lo vimos desde arriba. Miento, también mejoro cuando decidí dejar de mirar las maravillosas mansiones encajonadas entre bloques de apartamentos de lujo y fijarme más en los hombres franceses. Iba de uno a otro haciendo "check", "check", "check". Hablemos de los hombres franceses y lo elegantes que son. Y lo guapos. Y lo bien que saben envejecer y lo bien que saben llevar la ropa y como no dicen esa tontería que dicen muchos aquí: «a mi es que solo me gusta llevar camisetas». Y te lo dicen como si tuvieras que ponerles una medalla o arroparlos porque necesitan mimos. A los franceses no les pasa eso: un señor de cuarenta años, o de cincuenta o de sesenta no va disfrazado de nostalgia de sus veinte años, está a gusto con su pelo blanco y sus gafas locas de montura verde. Tengo un amigo escritor al que le he pedido por favor que envejezca hacia señor francés interesante. Está bastante por la labor y por lo menos en las fotos ya no se pone camiseta. Aprendamos todos a envejecer como los franceses. Como ellos y como ellas. El sábado, en un concierto muy loco de una banda muy asimétrica formada por gente de sesenta y gente de diecinueve, los sesentones copaban la pista bailando sin ningún tipo de pudor ni cortapisa. Alegría y alboroto al ritmo de September o de Aretha Franklin. A mí me gustaron los vientos: un calvo con ojos azules de pirata y camisa blanca que tocaba la trompeta y un empotrador al que despedir tras el desayuno que tocaba el trombón de varas. Aspiremos todos a ser señores mayores franceses que compran pan por las mañanas y cenan queso con vino por las noches. Aspiremos a dejarnos las canas sin problema y a llevar gafas loquísimas. Aspiremos a ser elegantes. Aspiremos a ser novios de la mano. Dejemos de pretender que tenemos veinticinco años, los veinticinco son un coñazo. 

Y hablemos de San Sebastián que nunca defrauda. Hablemos de una ciudad que huele a algo que se está acabando pero todavía no lo sabe. Me gustaría parar el tiempo y dejarla como está o rebobinar diez años y dejarla ahí, parada, como el último caramelo del bote heredado de tu abuela, o el vestido maravilloso que llevaste el día que has estado más guapa de toda tu vida y que nunca volverás a ponerte. San Sebastián en una bola de cristal en la que llueva al moverla. 

Y hablemos del Chillida Leku. Y de una falda de rayas de colores y un impermeable verde y unas zapatillas azules. Y de un partido de remonte y un corredor de apuestas de Zarautz que nos miraba cómo si fuéramos alienigenas en aquel frontón de Hernani. Y de bonito y chuletón y albóndigas de chuletón. Y de La Concha y Gethary. Y del cuarteto de música de cámara que sonaba en el parking de Biarritz. Y de una alcantarilla. Hablemos de todos estos recuerdos que me he traído de este viaje. 

Y del 6644, la combinación de la puerta del hotel La Caravelle. 

Y hablemos de repetirlo el año que viene.


jueves, 12 de septiembre de 2019

10 cosas que me dan miedo

David Shrigley
Número uno. Los gatos. No es que no me gusten es que me dan miedo. Mi mayor temor es que me toquen, que me rocen. Hace años, en casa de una compañera de trabajo, me pasé toda la sobremesa abstraída de la conversación porque no podía apartar la mirada de su gato que se paseaba por encima de los sofás, de los muebles, entre nuestras piernas. Cuando llegó a mis piernas, caminando con todo su orgullo y con la cola hacia arriba, tuve que agarrarme a la silla para no darle una patada voladora. Me dan miedo y los odio a partes iguales. 

Número dos. Morirme joven y perderme la vida de mis hijas. Clara dice que eso ya no va a pasar porque ya no soy joven pero yo considero que morirme antes de los 90 va a ser morirme joven. Cuanto más me acerco a la edad de mi padre cuando murió más miedo me da.  Sé que es una estupidez pero si consigo cruzar los cincuenta y dos sin que me de un infarto creo que conseguiré una extensión de vida hasta los noventa. 

Número tres. Los cuadros de Max Ernst. No puedo verlos, si llego a un museo y sus obras están colgadas en la paredes, las distingo de un vistazo y me alejo de ellas con un escalofrío. Me da miedo lo que pinta, lo que cuenta y no sé si entiendo y sobre todo, y esto es lo más raro, la textura.

Número cuatro. Volver a tener una depresión. Creo que se me está olvidando y me da miedo volver a pasar por ello y que sea tan malo o incluso peor. Que la próxima vez no se termine. 

Número cinco. Tener con mis hijas la relación que tengo con mi madre. A este miedo solo me asomo de vez en cuando, poco a poco, me asomo y retrocedo porque si indago mucho puedo caer en una espiral de culpabilidad, baja autoestima y reconocimiento de errores que me da pánico. Este miedo es como la luz que se enciende en el pasillo en las películas de miedo, solo que yo soy más lista o más cobarde que los protagonistas y no me levanto de la cama a ver qué pasa. Prefiero quedarme en la cama tapada hasta las orejas. 

Número seis. Saber con certeza que se siente cuando se pierde a un ser querido y saber qué esas sensaciones van a repetirse pronto. Saber que lo pasaré fatal y no poder hacer nada para evitarlo. Saber que cuando mayor me hago más veces me enfrentaré a ello. Saber con antelación lo duro que será. 

Número siete. Hablar demasiado. Siempre se habla demasiado. Todos (o casi todos) hablamos demasiado, palabras y palabras y palabras. He perdido la cuenta de las noches que en mi insomnio me prometo a mí misma que mañana mismo dejaré de hablar tanto. Me centraré en no hablar, en decir lo mínimo. No lo consigo. Me da miedo no conseguirlo nunca. A la vez me da miedo hablar de menos pero esto lo tengo más controlado. 

Número ocho. Caerle mal a alguien que me cae bien y no darme cuenta. No tengo ningún problema con caer mal, es más me preocuparía caerle bien a todo el mundo pero me desasosiega no darme cuenta de que alguien que a mí me cae bien, no me traga. Pensándolo bien la culpa es del otro: si te caigo mal, haz señales. No seas tan educado que pueda malinterpretarte. 

Número nueve. Enamorarme de un imbécil. Bucear.  

Número diez. Vivir para siempre en Madrid. Es curioso como siento que he empezado una especie de cuenta atrás para marcharme de esta ciudad. No sé cómo, ni cuando pero presiento que el tiempo corre y me da miedo que llegue a cero y seguir atrapada en Madrid. 

¿Qué más me da miedo?
Morir flotando en el espacio sintiendo que tu cuerpo se va consumiendo o parando mientras flotas en una inmensidad en la que no se escucha nada y nadie te oye.


lunes, 9 de septiembre de 2019

En Carloforte

A Carloforte se llega en un ferry gigante en el que se puede distinguir a los autóctonos de los (pocos) turistas porque se quedan durmiendo en sus coches los cuarenta minutos del trayecto. Los (pocos) turistas suben a cubierta para ver Cerdeña alejarse y la isola de San Pietro acercarse. Carloforte es pequeño, pequeño de verdad. Tiene principio y final. Se abarca de un vistazo. Empieza en el mar y termina en los pinares que rodean las casas que trepan por la colina y en la gran salina llena de flamencos. En Carloforte las casas son de colores con ventanas verticales y contraventanas blancas. Hay buganvillas y ficus gigantes con bancos circulares que rodean sus troncos y en los que se sientan los lugareños a charlar de nada. En torno a esos mismos bancos, los domingos, organizan un mercadillo de los de verdad, con puestos en los que venden trastos. En Carloforte hay calles empinadas compatibles con respirar mientras se camina y escalinatas tendidas que subes sin enterarte. Y hay tendederos, cientos de ellos, en cada balcón, casi en cada ventana, hay cuerdas llenas de ropa tendida. Los tendederos se asoman a los balcones, como los vecinos a las ventanas y parecen, como estos, comentar  qué hacen esos dos paseando por sus calles, qué se nos ha perdido por ahí.  Hay carteles de vendesi y me preguntó dónde llevará el acento. ¿Es esdrújula o llana? Los españoles cuando fingimos hablar italiano hacemos todas las palabras esdrújulas y las llenamos de ies. En algunas de las casas de los carteles se abren puertas que dan a pasillos estrechos con azulejos hasta la mitad que llevan a las profundidades de las casas de colores, a las habitaciones desde las que se tiende la ropa y escuchamos gritos avisando de que la colazione está preparada.  En Carloforte hay atún y focaccia. Y arena y sal. Y olas. Y gintonics preparados como si fueran trucos de magia. En Carloforte hay mar y salinas y mirto negro y lentisco rojo. Aprendo a diferenciarlos por el color de sus frutos, unas bolitas con las que mi yo de ocho años jugaría a las cocinitas. Hay motos y bicis y vecinos que se saludan soltando el manillar con una desenvoltura que podría pasar por imprudencia sino fuera porque en Carloforte parece no pasar nada. Hay cerveza con la bandera de Cerdeña, con cuatro moros y una cruz roja. Una cerveza que me gusta. Hay una escuela roja con puertas de madera: Scuole Feminili, Refettorio, Scuole Elementari. Justo enfrente hay otro edificio rojo, casi granate, en la fachada con grandes letras amarillas leemos Trattoria José Carioca. ¡Rotuladores! gritamos, porque tenemos más de cuarenta y cinco años y Carioca nos lleva a esa caja de rotuladores que cada vez que conseguías te prometías a ti mismo que esta vez sería distinto, que esta vez los cuidarías, los dejarías siempre tapados y no dejarías que se secaran.

Cuando te divorcias, aunque te divorcies muy bien, todas las fuerzas de tu vida,  las velocidades de tu rutina y los pasos de baile de tus relaciones saltan por los aires. Unas se paran, otras desaparecen y algunas empiezan a girar tan deprisa que te lanzan despedida fuera de grupos en los que hasta entonces siempre habías estado.  Carloforte me ha centrifugado de nuevo al centro de uno de esos grupos y paseando por sus calles he pensado que, como con los Carioca, está vez no voy a dejar que esas amistades vuelvan a secarse. 

En Carloforte parece no pasar nada. Carloforte te dice «ven, no hagas nada, mira el mar, tiende la ropa, come atún y verás como si miras bien, aquí pasa todo».



Santos y Pietro, gracias por centrifugarme.