lunes, 2 de septiembre de 2019

Lecturas encadenadas. Agosto

Este va a ser un post de lecturas encadenadas muy corto, puede que el más corto de la historia de los posts de lecturas encadenadas porque en agosto he leído solo dos libros y de uno ya he hablado bastante. He estado tentada de no escribirlo pero ¿para qué están las obligaciones autoimpuestas que nadie te reclama sino para cumplirlas?

El tiempo de los regalos y Entre los bosques y el agua de Patrick Leigh Fermor debería de contar como dos lecturas porque de hecho son dos libros aunque en la nueva edición de RBA, con traducción de Jordi Fibla e Inés Belaustegui, se hayan publicado en un solo tomo. Como ya conté el otro día, Patrick tenía diecinueve años en 1933 y se aburría un poco en Inglaterra. No era buen estudiante, no quería ser militar, le echaban de todos los colegios y le encantaba la juerga. Un buen día, con una resaca de esas que te hacen replantearte el sentido de la vida y que cuando tienes diecinueve años puedes permitirte tener todos los días, decidió que lo que necesitaba era irse a recorrer Europa. Sus padres, como buenos ingleses flemáticos, le dijeron que estupendo, sospecho que porque así por lo menos dejaban de verle perder el tiempo y beberse el Támesis y allá que se fue.

Patrick viaja de mochilero pero con posibles. No hay que engañarse, Patrick es lo que hoy llamaríamos un mochilero con visa. Él quiere conocer mundo, hablar con gente de toda condición social y dormir en dónde pille pero no desaprovecha jamás, y hace bien, la oportunidad de dormir en un castillo, un hotel, un piso de estudiantes o una casa maravillosa con anfitriones que le llevan a fiestas que acaban en cabarets de lujo con elefantes. A todo dice que sí y por esa razón el libro está trufado de borracheras que acaban en fundido a negro y amistades para toda la vida. ¿Cómo no vas a simpatizar con él?

Con lo que cuesta más simpatizar y que te lleva más a querer llorar amargamente es con su erudición. Todo le interesa y de todo sabe. Consuela un poco saber que estos libros los escribió casi cuarenta años después del viaje, con tiempo más que suficiente para haber estudiado todo aquello que le interesó durante sus caminatas de juventud pero, aún así, no es consuelo suficiente. Patrick habla de arte, de arquitectura, de etimología, aprende alemán según va caminando por los pueblos  de las riberas del Rhin, aprende húngaro en Praga, aprende rumano, elucubra sobre los orígenes de las ciudades, sobre las circunstancias por las que una ristra de pueblos que yo ni siquiera conocía habían terminado poblando los parajes que atraviesa. Magiares, rutenos, humos, rumanos, lacios, romanos, húngaros, vándalos, jenízaros, jaziguos, mongoles, judíos, gitanos, sajones, valones, francos, lituanos, griegos... una lista interminable de historias, de gentes y de lugares.

Personalmente me ha gustado más el recorrido por Hungría y Rumanía que la parte de Alemania y Austria. No sé si tiene que ver con que esta parte del recorrido transcurre en primavera y en un largo verano que pasa entre los bosques húngaros y rumanos alojándose en enormes casas solariegas de familias húngaras que disfrutan con indolencia y elegancia de lo que, aunque ellos no lo sepan, será uno de sus últimos veranos. Patrick deja de correr tanto y languidece con ellos en ese verano (hasta se enamora) dejando que los días pasen. Quizá el haberlo leído en verano con ese mismo ánimo relajado y tranquilo ha hecho que me identificara más con esa parte.

Ya ha pasado el tiempo de los regalos...
oh, muchachos que crecen,
oh, nieve que se funde
oh, desengaño que taparán los años..
He aquí la insulsa tierra sobre la que edificar.
Sin adornos; hemos llegado
a la Noche de Reyes o lo que queráis... lo que queráis.
                                                                                          Louis Maneice

De pasear por Europa me fui a México leyendo La memoria de los vivos de Phil Camino. Phil es la dueña de Los Editores y además escribe, es decir, es la persona que a mí me gustaría ser.

La memoria de los vivos es una crónica familiar, la historia de dos hombres, Angel Trápaga y Richard Myagh, uno español y otro irlandés que acabaron siendo familia. Los dos partieron de Europa en busca de una vida mejor, siguiendo a sus hermanos que ya estaban probando fortuna en México. Llegaron allí a trabajar y a construirse una vida y acabaron creando imperios empresariales que los hicieron inmensamente ricos y construyendo familias que se entrecruzarían combinando fortunas inimaginables y lujos extravagantes y excesivos con los que jamás hubieran soñado de niños.

El libro no es tanto una novela como una saga familiar. Apenas hay diálogo y conocemos a los personajes, que fueron personas, no por lo que hacen o dicen sino por lo que la autora nos cuenta de ellos. Richard (y esto lo sé porque fui a la presentación) escribió unos diarios que Phil leyó y tradujo y hay numerosa documentación sobre ambos. Contaba además con documentación familiar porque Angel era su tatarabuelo. ¿Cuánto hay de ficción y cuanto de realidad? Las fechas y los datos son reales, son ciertos, ocurrieron así. Lo que pensaba Ángel, lo que sentía Richard, lo que pensaron, sintieron y hablaron los hijos y los nietos es imaginario, es lo que podemos pensar qué hicieron. Leyendo esta crónica pensaba en mi familia, ¿cuanto se de mis abuelos, de mis bisabuelos, de mi tatarabuelos? ¿Podría escribir la historia de mi bisabuela cubana, Clara Laverdesque, abandonada por su marido catalán, Juan de Ribera, en Canarias? ¿Qué sé de mis bisabuelos maternos? Si me pusiera a investigar, qué tendría en común con ellos, ¿tendría algo en común?

Además de una crónica familiar es una crónica de la historia de México, de su paso de un lugar a explotar por las potencias europeas a un país peleando por el uso de sus propios recursos, de un país oprimido por potencias extranjeras a un país donde existen dos clases: los ricos y los oprimidos.  

Y es una historia de olvido, de muertes. 

«Se puede sentir una pena abismal y atroz por la muerte de un padre, incluso si tenía novena años, pero siempre será una pena que nos parece que encaja en los cánones humanos del dolor. A diferencia de la muerte de un hijo, se considera natural. Forma parte del ciclo lógico de la existencia. No se puede evitar, pero se puede y se debe sobrellevar. Lo que no se marcha nunca, y es lo que golpea con una ferocidad inesperada desde el primer instante en que se siente la ausencia de un padre o de una madre, y más cuando sido tan queridos, es el vacío. El desamparo. Es como una melancolía que reclama el tiempo que se fue. La muerte de los que nos dieron la vida nos ponte ante la situación  de tener que regresar a un lugar perdido, porque siempre la hay, un lugar que se puedo habitar gracias a él, o a ella».
Esto y un montón de New Yorkers es lo que he leído en agosto. Un mes calmo solo trastocado por la pelea que he tenido que mantener con Seat para que me proporcionara un cinturón de seguridad para mi coche pero esa es una historia tan asquerosa que no merece la pena contarla.

Y con esto y esperando que el otoño caiga de golpe sobre nuestras cabezas, hasta los encadenados de septiembre.

jueves, 29 de agosto de 2019

Nostalgia de un 91

Mi abuelo José Luis llamaba cada día a sus seis hijos.  Sentado en su mesa de despacho marcaba con sus dedos artríticos los números de todas sus casas y preguntaba qué tal el día. Cuanto tuve edad para contestar el teléfono hablaba con él y le contaba alguna cosa antes de pasárselo a mi madre. Una vez, con catorce años, contesté al teléfono estando en la cama. «¿Qué haces en casa? ¿Por qué no estás en el colegio?» «Abuelo, estoy enferma, creo que tengo un flemón enorme y me duele mucho la boca» Resultó que lo que tenía era mononucleosis, estuve tres semanas sin ir al colegio, perdí un montón de clases (desde entonces la probabilidad, la combinatoria y las permutaciones y yo no nos entendemos, pero esa es otra historia) y  aquella conversación me ha acompañado siempre. Sé donde estaba yo, tumbada en la cama de mi hermana, en la litera de abajo y sé donde estaba mi abuelo: sentado en su despacho. 

Antes de eso, cuando yo era más pequeña, un día al llegar del colegio en el teléfono rojo que había colgando de la pared en la cocina, había algo extraño pegado a la rosca. Era un candado para no poder marcar. Nosotros, mis hermanos y yo, por supuesto intentamos marcar. ¿Qué era aquel prodigio? A mí me intrigaba (y aún me intriga) pensar en la persona que inventó ese candado. El motivo de ese prodigio en nuestra cocina es que María Jesús, la chica que nos cuidaba, había hecho un uso abusivo y completamente desproporcionado de la linea telefónica hablando con su nuevo novio en Robledo de Chavela. Puede que los esfuerzos ahorradores de mis padres destrozaran una historia de amor aunque no sé muy bien qué tipo de conversación tendría María Jesús con su novio desde la cocina de nuestra casa rodeada de cuatro churumbeles a cual más plasta. 

Más adelante, mi hermana y yo, tuvimos teléfono en nuestro dormitorio: blanco y feo estaba clavado a la pared entelada de flores naranjas y blancas. No era un  teléfono "para nosotras", era un teléfono colgado ahí para que es escuchara en el resto de los dormitorios y pasada la emoción inicial me fastidiaba muchísimo tener que cogerlo cada vez que sonaba porque «para eso está al lado de tu mesa». Muchas conversaciones desde ese teléfono, muchísimas, pero la que más recuerdo fue una en la que llamé a mi madre para pedirle permiso para ir al bar O´Nabo de Lugo a tomar cañas. Me dijo que sí y le contesté "Mamá, soy feliz". Tenía dieciséis años. Acabo de recordar otra en la que llamaba a mi amiga Sofía, cuyo padre había sufrido un infarto, para preguntarle qué tal estaba. Me daba tanto miedo hablar con ella que recuerdo pensar mientras sonaba el tono de llamada «que no lo cojan, que no lo cojan». No lo cogieron y aún me siento culpable de aquella cobardía. 

Cuando tenía veinticuatro al teléfono fijo de Los Molinos llamó Fede «Ana, he salido del Bernabeu y al llamar a casa me han dicho lo de tu padre, no sé qué decir, voy para allá». Me llamó desde una cabina y yo recuerdo el sitio exacto de mi casa en el que estaba al oír su voz. Desde ese mismo teléfono llamé al Ingeniero en 1999 y acabamos teniendo dos hijas.   

«Necesito un ayudante y me ha dicho tu tío que eres muy espabilada. Te espero el lunes a las nueve» Esa es la última llamada memorable que recuerdo desde aquel teléfono pegado a las flores naranjas de la pared. Una llamada de Jefe Supremo que me llevó al trabajo que tengo ahora. 

Esta semana hemos decidido quitar el teléfono fijo de nuestra casa, no lo usamos y las niñas ya son mayores. «Solo llaman nuestras madres y los de las compañías telefónicas» parecían dos razones de peso para darlo de baja. Pero he descubierto que me da pena, una pena absurda y ridícula carente de cualquier sentido. Más que pena es nostalgia, eso es. Nostalgia de las llamadas de mi infancia, de mi abuelo, de las llamadas de ligues (contadas con los dedos de una sola mano) que esperaba con muchos nervios. Nostalgia de los años que, tras una ruptura terrible, cada vez que sonaba el teléfono decía "Si es para mí, no estoy". Nostalgia de ese teléfono fijo que puedes ignorar, que puedes no coger. Nostalgia de saber que si no querías cogerlo estabas a salvo, bastaba con decir en caso de que alguien te lo reprochara: no estaba en casa.  

Nos quedamos sin teléfono fijo y me da rabia saber que no podré importunar a mis hijas cogiendo llamadas que son para ellas y decirles con media sonrisa en la cara:«te ha llamado alguien». 

Nos quedamos sin teléfono fijo y me da pena pensar que ese número, el nuestro, será para otros. 

Nostalgia de un 91, quién me lo iba a decir. 



lunes, 26 de agosto de 2019

Viajar y escribir con Patrick Leigh Fermor

Leer despacio. Leer sin prisa. Viajar despacio, viajar sin prisa. Mirar, disfrutar del paisaje, de la historia, tener curiosidad, interés y tratar de que no te apabulle ni tu desconocimiento ni la certeza de que jamás tendrás tiempo para conocer todo lo que te interesa. No desfallecer ante la certeza de que mi cabeza no es capaz de absorberlo todo, de retener todo lo que me gustaría saber.  

En 1933, Patrick Leigh Fermor tenía diecinueve años y salió de Londres con una mochila con un poco de ropa,  un par de libros, un diario, un bastón y unas botas de clavos. Todo lo perdió varios veces a lo largo del camino que le llevaría, atravesando Europa, hasta Constantinopla. Cuarenta años después escribió El tiempo de los regalos y Entre los bosques y el agua contando parte de este viaje, dejándonos para siempre sin saber cómo llego al final porque murió, con noventa y seis años en 2011 sin haber tenido tiempo de terminar de contar esta historia. 

En 2019, con cuarenta y seis años y tirada en una playa de arena negra de La Palma tras haber caminado diecisiete kilómetros viendo volcanes comencé a leer a Patrick. Él camina sin prisa porque no la tiene, porque dispone de todo el tiempo del mundo para hacer ese viaje pero yo empiezo a leerlo con ansia porque quiero saber a dónde va, qué le va a pasar, qué va a ver, con quién se va a encontrar. Entro en su viaje, agotada y oliendo a arena y a pinocha de pino canario, diciendo a Patrick: «Venga, cuéntame, vamos, avanza, esto ya lo hemos visto, venga, aquí no hay nada que ver, sigue, vamos a pasar a la siguiente etapa». Sin fuerzas y con los pies negros de arena volcánica entré corriendo en su libro pero pronto me di cuenta de que así no podía leerlo, de que no lo estaba haciendo bien. Poco a poco, durante todo el mes, según iban pasando los días acompasé mi lectura al ritmo de sus pasos sobre la nieve, por la orilla del rio, por las calles de los pueblos que atraviesa, de las ciudades a las que llega y para cuando alcanzó los bosques de Hungría y Transilvania, yo ya iba como él, mirando el paisaje, con una pajita entre mis manos queriendo pararme en cada rincón a preguntar curiosidades, a apuntar datos, a buscar en google ese monasterio en el que ha pasado esa noche o ese retablo que comenta y que recuerdo perfectamente porque lo vi en Colmar hace un par de años. Ojalá me hubiera fijado como él, ojalá lo hubiera descrito, ojalá pudiera escribir como él pero como dicen en la contraportada «es tan bueno que está más allá de la envidia». 

Mientras iba cogiéndole el ritmo y siguiendo su ruta atravesando Alemania, Austria, Hungría, Rumanía, aprendí a mirar como él, a preguntarme cosas. ¿Por qué las ventanas en La Palma son rectangulares? ¿Quién fue el primero que decidió decorarlas con rombos en su parte inferior? ¿Qué pensaron los primeros castellanos que llegaron a La Palma? ¿Por qué las plataneras son tan deprimentes? ¿Quienes eran los muchachos del Roque de los muchachos? ¿Quedan pastores que salten con pértiga? Comparo los colores de La Palma con los de Fuerteventura y Lanzarote, no recuerdo que allí todo fuera tan nítido, tanto que casi duele mirarlo. Y desde luego allí no había esas pendientes por las que temo despeñarme con el coche. 

Cuando terminaron las vacaciones y continué con el veraneo seguí acompañando a Patrick, llegamos a Viena, a Bratislava, a Praga. Él no tenía prisa, paraba en casas, en castillos, en haciendas solariegas de amigos que había ido conociendo por el camino. Yo tampoco tenía prisa ya, dejé de desear llegar al final y quise que nos quedaramos a vivir en cada etapa. «Patrick, quedémonos un poco más en esta ciudad, en este castillo, con estos pastores. ¿A qué viene tanta prisa?» En el valle de Benasque, entre bosques y ríos, pensé ¿quién llegaría aquí primero? ¿por qué Sos dejó de ser capital del valle? ¿qué significa Sositania? ¿Habrá restos romanos por aquí? 

Patrick es un aventurero. Yo no. Creo que es bueno que quedemos unos pocos irreductibles a salvo de la tentación de la aventura porque somos el refugio de los que sí lo son. Somos tanto el sitio al que acaban volviendo como el lugar que no quieren ser: somos su motor, su razón de ser.  Viajo con él mientras recorro La Palma y el valle de Benasque e imagino tener el tiempo que tuvo él, esos tres años, y casi ochenta más para reflexionar sobre ese viaje, para escribirlo, para pensarlo. Viajó para tener algo sobre lo que escribir y se pasó la vida estudiando lo que había viajado para poder contarlo, para explicarlo y explicárselo. La mayoría de las zonas que recorrió en aquellos tres años fueron arrasadas por la II Guerra Mundial y desaparecieron tanto geográfica como emocionalmente: la mezcla de nacionalidades, la vida en el campo, la vida girando en torno al ciclo de las estaciones, la naturaleza virgen, el tiempo sin prisa...¿Y si lo que yo veo desaparece? ¿Y si nadie lo cuenta?  

En el prólogo dice Jacinto Antón que Patrick es «el hombre que uno hubiera querido ser, si hubiera tenido suficiente coraje para ello». No he sido capaz de escribir sobre mis viajes de este verano porque recapitular un viaje, contarlo, es siempre un ejercicio peligroso. Escribir sobre un viaje cuando, a la vez, estás acompañando a Patrick es un suicidio, pero ¿para que tengo el blog si no es para arriesgarme? Al menos lo he intentado.    


lunes, 19 de agosto de 2019

Catorce años

Catorce años. Como escribí cuando los cumplió tu hermana, se acabó la infancia. Llevo todo el año experimentando el final de esa etapa, me aferro a que me des algún abrazo cuando te lo pido y a que sigas contestando "muchísimo" cuando te pregunto cuánto me quieres pero sé que se me está acabando. No quiero ponerme nostálgica ni renegar de la adolescencia porque tus trece años, los que se acabaron ayer, han sido tan divertidos como deseábamos que fueran hace justo un año.  

Releo lo que te escribí el año pasado, cuando cumpliste trece, y veo que hemos cumplido bastante a rajatabla lo que nos proponíamos. Han sido divertidos porque sigues siendo divertida, como siempre lo has sido, desde que eras un mico y hablabas todo con la z (gracias infinitas a mi yo de treinta y cuatro años que se puso a transcribir todas esas conversaciones) hasta ahora que no callas ni debajo del agua.  Las conversaciones contigo están sembradas de frases bombas que nos dejan a todos fuera de juego. «Mamá, ¿has cumplido tus sueños?», «Yo voy a conseguir una beca de un banco porque voy a pensar una idea buenísima, algo que todo el mundo necesite y que sea muy necesario, por ejemplo, papel higiénico» o tus infinitos ¿Y si? que me agotan pero que no quiero que terminen. Ahora que estoy viviendo los quince de tu hermana, prefiero un millón de "Y sis" al caminito de monosílabos que nos espera a la vuelta de la esquina. 

Hemos viajado.  Hemos respondido a la pregunta que me hacías cada vez que echábamos la primitiva «Mamá, si te tocara, ¿lo primero que haríamos sería ir a NY?» El viaje de tu vida: Nueva York. Verte caminar, mirar hacia arriba recorriendo las avenidas, reconocer los edificios, los lugares de tus series favoritas, descubrir contigo Central Park y el MoMA, pasear bajo la lluvia, coger el metro, escuchar ópera en el parque, contarte la historia del Concorde, enseñarte el avión de Top GUn, descubrirte America de Simon & Garfunkel mientras veíamos la Estatua de la Libertad desde un barco, plantarnos delante del Dakota y al volver a Madrid ver La semilla del diablo contigo. También has estado en Hong Kong y Taiwan porque tienes la suerte de tener una abuela genial que vive allí y que quiso celebrar su 80 cumpleaños con toda su familia. Descubrir Asia, descubrir que la extraña allí eras tú «Mamá, hoy nos han hecho fotos en un restaurante» me decías cuando me llamabas desde el otro lado del mundo. Allí descubriste la Mafia y apunté en la lista de pelis pendientes, para ver con vosotras, la trilogía del Padrino cuando me contaste que «la abuela vive cerca de la casa de un mafioso pero es un mafioso bueno porque si haces lo que él quiere no te hace nada». Está claro que necesitas unas clases de mafia siciliana. Aunque también has estado en Sicilia en una boda. Definitivamente en los trece años has viajado demasiado, tenemos que plantearnos los catorce como algo más calmado, más tranquilo.

Las pelis de miedo siguen sin asustarte pero te aterrorizaste con la escena de Chernobyl en la que los hombres suben al tejado a tirar los restos radiactivos, te hiciste bolita en el sofá porque no querías mirar. Adoras a los perros, a Shawn Mendes y la moda y puedes llegar a ser agotadora hablando de las tres cosas. 

Cuando tu hermana cumplió catorce yo tuve miedo, un miedo irracional porque no sabía lo que me esperaba. Ahora sí lo sé y tengo un miedo más real, más justificado. No tengas prisa en pasar los catorce, pasémoslos tranquilas, aburrámonos de rutina, veamos pelis, háblame de influencers, de moda y de maquillaje y sigue taladrándome con preguntas. Continua siendo curiosa, presumida e inquieta y, por favor, no empieces con los monosílabos. Todavía no. 

Feliz cumpleaños, princesa pequeña.

PS: la foto que ilustra el post ha sido elegida tras un largo proceso de negociación entre la homenajeada y la autora. 

lunes, 12 de agosto de 2019

Porqué hay que ver Así nos ven

¿Qué harías si un día llegas a casa por la noche y tu hijo adolescente no aparece? ¿Qué harías si, horas después, descubres que tu hijo no está de juerga, ni con sus amigos, ni borracho en una esquina sino detenido en comisaría? ¿Qué harías si al llegar descubres que llevan interrogándolo horas, sin abogado, sin ser acompañado por un adulto? ¿Qué harías si no entiendes nada? ¿Qué harías cuando descubres que el sistema está en tu contra? ¿Qué harías cuando el sistema te pasa por encima y destroza a tu hijo y a tu familia? 

Hace días que vi Así nos ven la  serie de Netflix que narra la historia de los cinco de Central Park y no dejo de darle vueltas. En 1989 cinco chavales,  con edades comprendidas entre catorce y dieciséis años, fueron acusados de violar y golpear a una joven corredora en Central Park. Acusados sin pruebas o con pruebas amañadas fueron condenados a entre seis y trece años de cárcel. En 2002 sus condenas fueran anuladas cuando el verdadero culpable, confesó el crimen. 

Es una serie sobre racismo, sobre injusticias, sobre esos críos y sus vidas destrozadas por el sistema, por la prensa, por la opinión pública y va también, si tienes hijos, sobre ser padres. 

Viéndola no dejaba de preguntarme qué hubiera hecho yo. Nada mejor que ellos, puede que alguna cosa peor, pero eso es lo de menos. Lo que me inquietaba viéndolo, lo que no me dejaba casi respirar mientras asistía a su desastre, era acercarme, aunque fuera muy de lejos, a lo que esos padres sentirían, sufrirían. Que tu hijo sea un criminal, reconocer que es malo, tiene que ser terrible porque todos, absolutamente todos, creemos que nuestros hijos son buenos y nos resistimos como gato panza arriba (me encanta esta expresión) a reconocer que puedan ser malos que puedan hacer algo malo,  pero vivir con la certeza de que tu hijo está sufriendo un castigo injusto y terrible sin que tú puedas hacer nada tiene que ser aún peor, es terrorífico. 

Enseñas a tus hijos a ser buenos chicos, a no meterse en líos, a evitar el peligro, a que si te portas bien estarás a salvo, les dices que las leyes nos protegen, que el sistema está para algo y de repente todo eso en lo que creías, todo aquello que sustentaba tu realidad se desmorona dejando a tus pies un vacío inmenso en el que te precipitas sintiendo que no tienes asideros para poder ayudar a tus hijos. No soy capaz de imaginar la enormidad de la angustia de esos padres sintiéndose culpables por haber engañado a sus hijos en su educación, por el descubrimiento de que la certeza de sus principios era falsa y por su impotencia para poder ayudarlos. En la serie queda muy bien retratado como cada una de las familias se enfrentó a la situación, cada uno como pudo, aguantando la respiración o boqueando buscando aire hasta asfixiarse, peleando o rindiéndose, esperanzados o desesperados, convirtiéndose en descreídos o buscando refugio en la religión. 

La vida de esas familias estalló en mil pedazos porque a la angustia por la injusta condena se sumó también la acusación popular: hubo mucha gente que creyó que eran violadores, que pidió que los condenaran a muerte (Donald Trump pagó un anuncio a todo página en el New York Times pidiendo que los condenaran a muerte) y que durante años y años marginó a esas familias, a esos padres, a los hermanos. 

Las vidas de esos chicos se perdieron entre rejas, entraron siendo críos aterrorizados y salieron siendo adultos heridos. En un especial de Oprah Winfrey en el que los entrevista son las dos cosas a la vez: críos asustados y hombres heridos. Percibes su fragilidad, su miedo. Son piezas de porcelana rotas y vueltas a pegar que temen volver a romperse en cualquier momento. 

Lo que más me impactó, sin embargo, fue ver en sus ojos, en sus gestos, en sus miradas un reproche: Papá, mamá ¿por qué no me ayudaste? Uno de ellos incluso culpa a su padre de todo lo que le ocurrió, opina que fue un cobarde, que le falló tanto que jamás podrá perdonarlo. Les entiendo, eran niños y seguirán siéndolo para siempre. Pero yo pienso en los padres, en como te sientes teniendo hijos y en como hay cosas que siempre ocurren por primera vez y para las que no estás preparado. Imagino a sus padres aterrorizados, incrédulos, asustados y, a la vez, teniendo que fingir que sabían que hacían, que de verdad creían que todo iba bien, que se solucionaría. Los veo en la serie desbordados por la situación y ellos también parecen niños. Yo lo sería, no sabría qué hacer. Y, a veces, me siento así con mis hijas. Pasan cosas nuevas, situaciones que no sabía que ocurrían y frente a las que no sé cómo actuar aunque finjo tener todo controlado. A lo mejor esto solo me pasa a mí, a lo mejor el resto de padres del mundo lo tienen todo clarísimo siempre pero yo, sinceramente, la mayor parte del tiempo improviso confiando en que todo vaya bien ,como hicieron esos padres.

Hay que ver Así nos ven aunque tengas que ir parando de vez en cuando para mirar por la ventana y pensar: «por ahora, estamos a salvo, todo va bien» antes de volver a surmergirte en «qué fácil es que todo se desmorone». 


miércoles, 7 de agosto de 2019

Lecturas encadenadas. Julio

Tengo la sensación de que julio ha sido un mal mes de lecturas, el peor en lo que va de año. He leído bastante pero nada que me haya emocionado mucho y, lo que es peor, cosas que me apetecían muchísimo, no me han gustado nada: la decepción de las expectativas. 

Los vagabundos de la cosecha de John Steinbeck, comprado en la Feria del Libro de Madrid fue la primera lectura del mes. Recoge los artículos que Steinbeck escribió en 1936 sobre los emigrantes del Medio Oeste americano que llegaban a California a trabajar como temporeros. Familias enteras que en su día habían tenido granjas, tierras y una situación estable dejaban atrás sus hogares por las sequías y las tormentas de polvo de 1934. Abandonaban sus casas, sus pueblos, sus estados y en un coche con todas sus pertenencias partían hacia California para poder sobrevivir. Al llegar allí, exhaustos y tras, quizás, haber tenido que enterrar a alguno de los miembros de la familia en el trayecto, encontraban explotación, miseria, penurias, desarraigo y hambre. Steinbeck visita los poblados donde malviven, observa cómo, poco a poco, van perdiendo la esperanza, las fuerzas y con ello la dignidad. Hay un artículo en el que clasifica a las familias en función de cómo se preocupan de la limpieza y orden de su chabola, su ropa y sus cosas que duele y que resulta, a la vez, un magnífico ejemplo de como la pobreza es algo contra lo que se lucha siempre, hasta que ya no te quedan fuerzas, hasta que todo te da igual. 

Steinbeck visita los poblados organizados, conoce a Tom Collins un hombre que se convirtió en una especie de defensor de todos ellos, analiza los problemas sindicales, la historia de la mano de obra inmigrante en California y en un último artículo propone soluciones que pasan porque el estado intervenga. El tono de los artículos es periodístico tratando, por tanto, de ser objetivo. Es evidente sin embargo que Steinbeck se vio muy afectado por todo lo que vio, escuchó y conoció y que de estos artículos y esas experiencias salió Las uvas de la ira. 

Otra vez la idea de que la miseria, la lucha por la supervivencia está a la vuelta de la esquina y no tan lejos como creemos. En un abrir y cerrar de ojos podemos pasar de no tener nada de lo que preocuparnos a no tener nada. 
«Por tanto, consideramos la destrucción de la dignidad una de las consecuencias más lamentables de la vida del emigrante, pues limita su responsabilidad  y lo convierte en un triste paria que la emprenderá contra el Gobierno como mejor se le ocurra». 
Los textos de Steinbeck vienen acompañados de las fotografías que Dorothea Lange hizo de esas caravanas y se cuenta la historia de esta fotografía que todos conocemos. 

Este es uno de los pocos libros de este mes que recomiendo para todo el mundo y más si te gusta Steinbeck y has leído Las uvas de la ira. 

Las vacaciones parecían un momento perfecto para enfrentarme a la relectura de Cumbres borrascosas de Emily Bronte en la edición de tapa dura de Alba Editorial con traducción de Carmen Martín Gaite. Había leído esta novela en mi adolescencia y en mi cabeza todo era en blanco y negro como las imágenes de la mítica versión de 1939. La tenía asociada a amores trágicos y complicados en medio de una campiña inglesa agreste y batida por los vientos. En mi cabeza había drama, amor trágico, campo y viento. 

Nada resultó ser cómo mi imaginación había planeado. La novela de Emily Bronte es un prodigio de escritura, de construcción de narradores y puntos de vista pero un tostón impresionante. Exceptuando a los dos narradores externos, Nelly y Mr. Lockwood, todos los demás son inaguantables: lánguidos, misteriosos y estúpidos.  El único amor o pasión o apasionamiento que puedes creerte es el del final, entre Hareton y Catherine los demás son como Crepúsculo. ¿Heatcliff y Catherine? Inexplicable. Podría llegar a creerme que Heatcliff resulte atractivo y una especie de reto o de posesión para Catherine pero ¿ella? Pocas heroínas más idiotas en la historia de la literatura. Mientras iba leyendo pensaba que no entendía ese odio de Heatcliff hacia toda la humanidad, esa fijación con hacer daño pero, ahora repasando mis notas, encuentro explicación en ese odio; quizás ser consciente de la estupidez que cometió enamorándose de la inaguantable Catherine le provocó tal vergüenza que la convirtió en odio para poder vivir con ella. Se puede vivir encabronado pero no avergonzado. 

La estructura de la novela es complejísima, la variedad de puntos de vista en la narración es impresionante y el ambiente opresivo, frío, desapacible se te mete en el cuerpo pero cuanto más leía más crecía mi encabronamiento hacia todos los personajes y más ganas tenía de terminarlo. 
«No lo puedo explicar, pero seguro que tú, como cualquiera, intuyes que hay o debería haber una existencia de los seres queridos que va más allá de la tuya. ¿De qué serviría que yo haya sido creada si estuviera contenida nada más que en esto que ves? Mis mayores desdichas en este mundo han sido las de Heatcliff y cada una e ellas la he visto venir desde el primer momento y la he padecido: és en mi principal razón de existir. Si perecieran todas las demás cosas pero quedara él; podría seguir viviendo. Si, en cambio, todo lo demás permaneciera y él fuera aniquilado, el mundo se me volvería totalmente extraño y no me parecería formar parte de él. Mi amor por Linton es como el follaje de un bosque,  y estoy completamente segura de que cambiara con el tiempo, de la misma manera que el invierno transforma los árboles. Pero mi amor por Heatcliff se parece al cimiento eterno y subterráneo de las rocas: una fuente de alegría bien poco apreciable, pero no se puede pasar sin ella». 
A lo mejor me he hecho mayor o más cínica o son otros tiempos pero no puedo con estas exaltaciones amorosas. Y me repatean en personajes que luego se cogen un catarro y se pasan tres semanas en la cama languideciendo.  

Me equivoqué de clásico en mis vacaciones.

En la Feria del Libro también compré Animales Célebres de Michel Pastoreau, traducción de Laura Salas Rodríguez siguiendo la recomendación de Guillermo Altares. El año pasado leí Los colores de nuestros recuerdos que me gustó muchísimo y que espero que todos (los que leéis estos posts) ya hayáis leído. 

Como su título nos adelanta, en este libro, el medievalista francés repasa la historia de varios animales famosos de nuestra historia, animales tanto reales como imaginarios empezando por la serpiente de Adán y Eva y terminando con la oveja Dolly pasando por el caballo de Troya, los elefantes de Anibal o el monstruo del Lago Ness. Para mi gusto las mejores historias son las que transcurren en la época medieval y moderna de la historia de Europa porque se nota que Pastoreau está más cómodo con ellas y disfruta más narrándolas. La cerda de Falaise juzgada por el asesinato de un bebé, el rinoceronte de Durero que Durero jamás vio, la jirafa de Carlos X  son de las que más me han gustado aunque también disfruté con la historia del Teddy Bear o de Milú. ¡Y sale Obelix!

En los episodios que transcurren durante la Edad Media hace un par de reflexiones muy interesantes sobre la función de la historia. 
«No podemos, no debemos –sobre todos si somos historiadores– proyectar nuestros conocimientos, nuestros conceptos, nuestras sensibilidades de hoy, tal cual, al pasado. No son las mismas que ayer y sin duda no serán las mismas que mañana. Nuestros saberes actuales no constituyen verdades absolutas y definitivas, sino solo etapas en la historia móvil de los saberes. Si no es capaz de aceptarlo, el investigador pecará de cientifiismo reductor y de un positivismo incompatible con la investigación histórica»
Y esta muy aplicable al revisionismo que sufrimos ahora mismo: 
«El pasado, sobre todo el pasado lejano, no puede ser comprendido (y menos aún juzgado) a la luz de los acontecimientos, de las sensibilidades y de los valores presentes. En el ámbito de la historia intelectual y cultural, lo científicamente correcto no es solo odioso desde el punto de vista ideológico, sino también metodológicamente hablando, fuente de múltiples confusiones, errores o absurdos».

Es un libro curioso, ameno que mejora según vas avanzando y Pastoreau se encuentra más en su salsa. 

El camino que va a la ciudad y otros relatos de Natalia Ginzburg con traducción de Andrés Barba Muñiz fue mi siguiente lectura. Con Ginzburg me pasa como con Steinbeck, lo leo todo. Se recogen en este breve volumen cuatro relatos, el primero de ellos, que le da título, es como explica la autora en el prólogo, su primer intento de escribir una novela aunque luego se quedó en relato largo. Es evidente, sin embargo, que ese primer relato y el último "Mi marido" le sirvieron de inspiración para la que sí sería su primera novela larga: Nuestros ayeres. 

La protagonista de la historia, Delia, es una joven de diecisiete años alocada, ignorante y perezosa que se destroza la vida por malas decisiones. El mérito de Ginzburg está en haber logrado crear en este breve relato doce personajes (ella misma se sorprende de ello) con peso, personalidad y volumen. Dalia, su hermano, Azalea a la que acabará pareciéndose, su prima Santa, Giulio y el desgraciado Nini son los más importantes y todos ellos ocupan espacio, tienen una vida, un sentido. Dalia es odiosa y el lector la desprecia desde el principio pero queda atrapado en la espiral de estupidez y pereza esperando que algo la salve, que algo la espabile, la haga salir de ahí. 

El segundo relato, Una ausencia, parece el reverso del primero, con un protagonista masculino perezoso, estúpido y rico que reflexiona sobre su vida mientras su mujer está fuera. El tercero, Una casa en la playa, es extrañísimo por lo que cuenta y porque Ginzburg lo cuenta desde el punto de vista de un hombre que es algo que no hace nunca. 

El cuarto relato, Mi marido, está estrechamente relacionado con la segunda parte de Nuestros ayeres y vuelve a un personaje principal muy similar al del primer relato pero desde otro punto de vista. Aquí el centro no está en la joven desgraciada que toma malas decisiones sino en la  joven esposa del doctor que ve cómo éste se enamora y deja embarazada a esa joven. Ginzburg tuvo dos buenos matrimonios pero siempre escribe sobre relaciones terribles, trágicas.

Este librito de Ginzburg es solo para muy fanáticos como yo, no lo recomiendo para empezar con ella. 

Y me quedo con esta reflexión del prólogo que ya puse en otro post: 
«Y entonces pensé que en eso consistía no escribir por casualidad. Escribir por casualidad es dejarse llevar por el simple juego de la observación y de la invención, por todo aquello que ocurre al margen de nosotros, escogiendo al azar entre seres, lugares y cosas que nos resultan indiferentes. No escribir por casualidad es hablar solamente de aquello de lo que amamos. La memoria es una forma de amor, pero jamás es casual. Hunde sus raíces en nuestra propia vida, y por eso sus elecciones jamás son casuales, sino siempre imperiosas y apasionadas». 

Las partículas elementales de Michael Houllebecq con traducción de Encarna Gómez Castejón,  llevaba esperando en mi estantería desde marzo cuando lo compré en la Cuesta Moyano. De Houllebecq ya había leído El mapa y el territorio que me encantó y Plataforma que me gustó pero menos. Éste se queda entre los dos. 

Houllebecq nos cuenta la historia de dos hermanos que lo son por tener la misma madre y por su empeño personal porque no tienen nada en común, ni recuerdos, ni vivencias, ni siquiera recuerdos de su  madre que abandona a ambos cuando son prácticamente bebés. Es una historia de dos hombres en la que las mujeres son lo más importante. Todas las mujeres que los quieren, que los cuidan, tienen destinos trágicos: la madre hippie ausente, las dos abuelas convertidas en madres y que para ambos hermanos constituyen el único amor verdadero y confiable que conocen en sus vidas, las novias a las que son capaces de amar con entrega y sinceridad. 

Es una novela de vidas francesas y Houllebecq juega a provocar, a escandalizar y en mi caso, no lo consigue porque lo que hacen sus personajes nunca me provoca rechazo sino tristeza, ternura nostálgica. Me los creo tanto que pienso «qué lástima me das, qué vida más triste llevas y  lo peor es que no sabes salir de ahí». En este caso imaginaba a los dos hermanos intentando encontrar algo que los emocione, que los rompa en dos y les permita librarse del peso, de la incapacidad para relacionarse que arrastran y que cada vez les pesa más. No lo consiguen, solo llegan a resquebrajar la caja de cristal en la que se han encerrado a través de sus obsesiones: Bruno el sexo y Michael el pensamiento. 

Es un libro triste y doloroso porque te enfrenta a verdades dolorosas que Houllebecq te escupe sin contemplaciones a la cara: 
«Para el occidental contemporáneo, incluso cuando se encuentra bien, la idea de la muerte constituye una especie de ruido de fondo que invade el cerebro cuando se desdibujan los proyectos y los deseos. Con la edad, la presencia del ruido aumenta:  puede compararse a un zumbido sordo, a veces acompañado de un chirrido. En otras épocas el ruido de fondo lo constituía la espera del reino del Señor: hoy lo constituye la espera de la muerte. Así son las cosas» 

Y esto que me ha llegado al alma:  
«–Durante muchos años, mi hijo me ha estado pidiendo amor: yo estaba deprimido, descontento con mi vida, y lo rechacé pensando que un día me encontraría mejor. No sabía que esos años iba a ser tan cortos. Entre los siete y los doce años el niño es un ser maravilloso, amable, razonable y abierto. Vive lleno de alegría y tiene un juicio perfecto. Está lleno de amor, y se conforma con el amor que quieran darle.  Y después todo se echa a perder. Irremediablemente, todo se echa a perder». 

O esto sobre depresiones: 
«La tradicional lucidez de las depresivos destaca a menudo como un desinterés radical por los preocupaciones humanas, se manifiesta ante todo como una falta de implicación en los asuntos que realmente le son poco interesantes. De hecho, es posible imaginar a un depresivo enamorado, pero un depresivo patriota resulta inconcebible». 

A Houllebecq hay que leerle. 

La última lectura del mes ha sido el mayor fiasco. Le tenía muchísimas ganas y ha sido un completo desastre, una lectura de esas que te encabrona según vas leyendo. Lo he terminado por cabezonería. ¿Cual era? Telefónica de Ilse Barea con traducción de Pilar Mantilla Martínez. 

En su día leí la trilogía de Arturo Barea, La forja de un rebelde, y recordaba su narración de la época de la Guerra Civil en Madrid. Barea trabajaba en el edificio de Telefónica y fue allí donde se conocieron mientras ella era censora de los corresponsales extranjeros. Me apetecía este libro para leer su versión pero ha sido un chasco absoluto. Donde Barea, sin ficcionar nada, conseguía recrear el ambiente en la ciudad, el miedo, la esperanza, la incredulidad ante la enormidad de la situación y la indiferencia de Europa, Ilse Barea nos presenta un folletín, una sucesión de personajes que parecen propios de una mala telenovela. Telefónica es una novela perfecta para tomarla como referencia para un guión de serie de mediodía: el galán (Arturo Barea), la fea pero inteligente (Ilse) y que conste que esa definición se la da ella misma unas diez veces en todo el texto, la mujer cruel y despiadada que hace infeliz al galán (la mujer de Barea) y la superficial y frívola Paquita (amante de Barea). Ahí si le veo futuro, como guión de serie.  

Ilse ficciona toda su historia y  donde en Barea encontrabas calidez, textura y emoción:

«En la mañana, la parte más extraordinaria de mi experiencia fue su naturalidad. No tenía el sentimiento de haber conocido por primera vez a u na mujer, sino de haberla conocido de siempre. De siempre  no en el curso de mi vida, sino en el sentido absoluto, antes y fuera de esta vida mía. Era una sensación semejante a la que sentimos algunas veces cuando paseamos las calles de una vieja ciudad: llegamos a una placita silenciosa y de golpe sabemos: sabemos que hemos vivido allí, que lo hemos conocido siempre, que lo único que ha pasado es que ha vuelto a nuestra vida real y nos sentimos tan familiarizados con las baldosas llenas de musgo como ellas lo están con nosotros. Sabía lo que ella iba a hacer y cómo sería su cara, igual que conocemos algo que es parte de nuestra propia vida, algo que hemos viso sin necesidad de mirarlo». 


Encuentras aquí cartón piedra, estereotipos, disfraces de poliester y vergüenza ajena.

«-Siempre he querido desempeñar un papel. Eso ahora se está desmoronando. Soy una extraña para todos vosotros, sobre todo para Georg. Simplemente ya no soy su mujer. Lo he sabido hoy y ayer cada que he sido consciente de que podía morir. Nuestro matrimonio ya no existe, o sea que debía de ser frágil. Se lo voy a tener que decir le tengo demasiado cariño como para engañarlo. Pero Stephen, si antes de eso muero aquí, no le digas nada, solo le haría daño inutilmente, y ya he hecho bastante. [...] ¿Te refieres a si quiero arrojarme de lleno a historias amorosas? En absolito. Me tomo a mí y a los otros demasiado en serio para eso. Por otro lado, todo lo demás es más importante en este momento. Me gustaría formar parte de alguien, pero amar es algo raro y valioso. Si quiero hacer algo de verdad y con sinceridad, lo haré, pero no me lo propongo.».
Me ha costado terminarlo pero lo he hecho por cabezonería. Esta novela no se publicó nunca y quizás hubiera sido mejor idea seguir sin publicarla. 

Haciendo este repaso me he dado cuenta de que este mes de lecturas, no ha sido tan malo como pensaba pero tampoco ha sido tan bueno como debería de haber sido. Leed a Steinbeck, Ginzburg, Pastoreau y Houllebecq y pasad de Emily e Ilse.

Y con esto y planeando leer únicamente dos libros este mes, hasta los encadenados de agosto.


lunes, 5 de agosto de 2019

Trabajar en agosto


Volver a trabajar el cinco de agosto es sentirme la más lista de la clase y, al mismo tiempo, la niña que siempre teme que, esta vez, sus padres se olviden de recogerla. Trabajar en agosto, ir sola por la carretera, llegar al edificio, darme cuenta de que me sobran dedos de las manos para contar los coches que hay en el parking, saludar a un solo guarda de seguridad, ver la recepción desierta, escuchar el eco de mis pasos por la escalera y llegar a mi sala y ver solo dos cogotes concentrados en sus teclados, me hace sentirme como el alumno que vuelve al internado demasiado pronto, antes de tiempo. 

Trabajar en agosto cuando no tienes el buzón saturado de correos, cuando el teléfono no suena, cuando no hay reuniones porque no hay con quien reunirse es ser, a la vez, astronauta y exploradora. El edificio casi vacío parece otro planeta, un lugar completamente diferente al que por, durante el año, me muevo en plan comando: corriendo por los pasillos intentando llegar a la esquina antes de cruzarme con nadie porque yo no sirvo para el «Hola, ¿qué tal?» «Bien ¿y tú?»  Ahora sabiendo que los pasillos, la máquina de café y la cafetería son seguros, casi me apetece pasearme y quizás, recorrer algún rincón al que hace tiempo que no me acerco. 

Trabajar en agosto es creerte el rey del castillo, del edificio, de la fotocopiadora y de la máquina de café. Es sentirte okupa de un piso piloto, con todo el espacio a tu disposición sabiendo que nadie vendrá a molestarte mientras te lavas los dientes en el baño o rellenas tu botella en la fuente. 

Trabajar en agosto es vivir antes de tiempo, imaginarte que has viajado al futuro, pensar que has llegado el primero, mirar hacia atrás y sentir que puedes disfrutar de la calma y el espacio antes de que llegue la turbamulta. Te fuiste antes y ahora estás ahí antes que ellos, eres el primero, el mejor, el más listo. El rey del mundo.  

Trabajar en agosto también es sentirte, un poco,  el niño al que no invitan al cumpleaños, el pringado al que no dejan entrar en la discoteca, aquel al que siempre le toca el regalo más cutre del Amigo Invisible. Te consuelas pensando que tú ya has estado de vacaciones, que en agosto está todo más tranquilo, que hay menos trabajo o que el que tengas podrás hacerlo a tu ritmo, como a ti te gusta, sin prisas y bien hecho, pero en el fondo escuchas una vocecita que te dice «a lo mejor te equivocaste pidiendo las vacaciones, el año que viene hay que organizarse para no volver tan pronto»

Trabajar en agosto es pensar la primera media hora «¿Qué coño hago aquí?» y el resto del día sorprenderte sintiendo «Oye, pues no se está tan mal, lo mismo lo malo del trabajo es la gente». 

Trabajar en agosto es pasarte dos horas siendo Marie Kondo ordenando el correo atrasado de todo el año y rompiendo papeles que ni recuerdas que tenías y otras dos haciendo planes para, a partir de este momento, ser metódica, organizada y cumplir un planning. Y empezar el planning por colocar sobre la mesa todo lo que piensas leer y analizar durante este mes que ahora, mágicamente, se ha convertido en un mes lleno de posibilidades, un mes que te permitirá ponerte al día con todas los asuntos que realmente te interesan de tu trabajo pero para los que nunca tienes tiempo.  

Trabajar en agosto es poder permitirte sentirte  a ratos un poquito superior y a ratos una pobre huerfanita digna de muchísima compasión. 

Así estoy hoy, que no sé si soy el próximo Steve Jobs o la protagonista de La princesita ( novela que si no habéis leído es que no habéis tenido infancia)de Frances Hodgson Burnett. A ver en que me he convertido a final de mes. 


sábado, 20 de julio de 2019

Un post de suplemento de verano

Malika Favre.
Me despierto por el ruido del camión que vacía los contenedores, por el movimiento de las cortinas de rayas de colores empujadas por el viento y con la luz que entra porque duermo con las persianas subidas hasta arriba. Mis hijas duermen. Escucho, siento y veo y me quedo en la cama. Una vez conocí a un hombre que tenía que dormir completamente a oscuras, encerrado. En los hoteles que compartíamos cerraba las cortinas con una precisión casi enfermiza y al apagar la luz y darme las buenas noches se ponía tapones. No ver, no sentir, no oír. Encerrarse. Esconderse. Tenía que haberme dado cuenta de que eso era algo propio de un hombre pequeño antes de enamorarme de él aunque claro, para cuando detecté esas manías ya era un poco tarde para desenamorarse. Heathcliff no es un hombre pequeño o, mejor dicho, no estaba hecho para serlo pero una mujer pequeña, minúscula y absurda lo convierte en una piltrafa, en un miserable. También hay mujeres pequeñas pero me preocupan menos porque no corro peligro de enamorarme de ellas. Sufro leyendo Cumbres borrascosas porque no entiendo nada, porque no comparto esa necesidad de sufrir como confirmación de un éxtasis amoroso o sentimental. Sufrir está sobrevalorado. Emily Brönte exponía el sufrimiento como un éxtasis de amor y, ahora, en 2019, los deportistas motivados lo usan como arma de superioridad moral. Me desprecio a mí misma cada día que hago mi tabla de ejercicios. ¡Qué asco me doy! ¿Me siento mejor? Sí, pero eso no quita que mientras hago las series de abdominales y sentadillas esté pensando en crear una aplicación deportiva para gente como yo. Una aplicación que te diga: «No nos apetece una mierda, el deporte es asqueroso y la satisfacción moral que da es ínfima comparada con el sufrimiento pero lo vamos a hacer por cojones» y que al terminar en vez de decirte:«¡Enhorabuena!» te dijera «Hala, ya hemos terminado, a la mierda el deporte por hoy». Además, el deporte está mal pensando. «Si persistes al final verás los resultados» te dicen. Pues vaya mierda, lo que molaría es que vieras los resultados el primer día, eso sí sería motivador y no la zanahoria esa de «sufre que al final compensa» Mientras pienso todo esto mis hijas duermen. Y siguen durmiendo mientras desayuno en la terraza leyendo sobre la moda de la abstinencia alcohólica entre los grandes chefs canadienses. Me encuentro con la palabra busser que no sé que significa, la busco online y acabo recurriendo a mi adorable profesora de inglés que me contesta enseguida: «It's the person who clears and sets the tables etc. It's lower in hierarchy than being a waiter». Es la mejor y, además, hace poco descubrí su  pasado como chef profesional. Mis hijas duermen. En la playa, haga lo que haga, acabo siempre detrás de una pareja de franceses que ya conozco de otros años. Son de ese tipo de parejas que llevan tanto tiempo juntos que ya parecen hermanos. El mismo tipo, el mismo tono de piel, el mismo ritmo vital. Ella se tumba, él se sienta mirando al mar. Leen, hablan, se bañan. Son altos y rubios y mayores, quizás sean belgas. Indefectiblemente también, caigo siempre en el radio de acción de dos niños rusos que tienen malísima puntería cuando juegan a tirarse arena pero son grandísimos actores cuando me miran sonriendo en plan: «pío, pío que yo no he sido» después de haberme alcanzando con sus lanzamientos. Mis hijas duermen. 

Leo, escucho podcasts, desayuno tostadas y bebo tinto de verano. Tomo helados, paseo en chanclas, y miro los recuerdos que Google me manda al móvil, fotos de hace tres años cuando mis hijas nadaban, hacían castillos en la arena y no estaban en hibernación. Ellas duermen con la puerta abierta, desmadejadas, como si necesitaran descansar de una batalla, de una larga marcha. Las miro aprovechando que no pueden decirme «Ay, mamá, qué pesada» y pienso que no sé si se están preparando para crecer diez centímetros este verano o acumulando sueño para cuando sean universitarias.

Creo que no se me ocurre nada para escribir, que todo lo que me viene a la mente es un post de verano, lleno de tópicos y lugares comunes sobre lo que se hace durante las vacaciones. Un post como una columna de un suplemento de verano con portada azul y amarilla y entonces leo a Natalia Ginzburg:

«Y entonces pensé que en eso consistía no escribir por casualidad. Escribir por casualidad es dejarse llevar por el simple juego de la observación y de la invención, por todo aquello que ocurre al margen de nosotros, escogiendo al azar entre seres, lugares y cosas que nos resultan indiferentes. No escribir por casualidad es hablar solamente de aquello de lo que amamos. La memoria es una forma de amor, pero jamás es casual. Hunde sus raíces en nuestra propia vida, y por eso sus elecciones jamás son casuales, sino siempre imperiosas y apasionadas». 

Yo no escribo por casualidad mientras mis hijas duermen.  

miércoles, 10 de julio de 2019

Eternamente jóvenes

—Lo que me da miedo ahora, es morirme joven y perderme vuestra vida.
—Mamá, no te preocupes, eso ya no va a pasar. Ya no eres joven. 

Mi hija tiene la vida ( y casi todas sus ideas) perfectamente estructurada. Hasta los doce años eres niño, de trece a veinte eres adolescente, la juventud dura hasta los treinta y nueve y la adultez/madurez (no tiene claro como llamar a esta etapa) llega hasta los sesenta y nueve. A partir de ahí eres viejo y se llegas a los cien, héroe. 

Todos nos vemos más jóvenes que los otros padres del colegio, creemos que nos conservamos mejor que nuestros antiguos compañeros de clase y, al llegar a una reunión, jugamos a valorar si somos más o menos jóvenes que la mayoría. Luego, llegamos a casa, miramos a nuestros hijos y pensamos «qué mayores son, cómo han crecido» y nos arrasa la nostalgia por su infancia, por el recuerdo de nosotros como padres jóvenes, inexpertos, novatos. Lo que no hacemos, porque no queremos, porque nos da miedo, porque es lo que realmente nos enfrenta al paso del tiempo, es mirar a nuestros padres y pensar: qué mayores están, cómo han envejecido. 

Lo pensamos de pasada, de refilón, casi siempre cuando nos sacan de quicio porque una de sus manías se ha vuelto aún más omnipresente, o cuando repiten la misma batallita mil quinientas veces o cuando se olvidan de algo o se despistan. En esas ocasiones pensamos: «madre mía, mi madre qué despiste lleva» o «mi padre es pesadísimo». Es un pensamiento fugaz, repentino que dejamos pasar porque no queremos ahondar en él. Nos da vértigo. Tenemos nostalgia de nuestros hijos siendo pequeños y adorables y, a la vez, nos aferramos al recuerdo de nuestros padres siendo jóvenes y capaces. Queremos que nuestros padres sigan siendo un anclaje, alguien a quién recurrir, un faro, un apoyo. Que sean independientes, capaces de enfrentarse a la vida, a sus nimiedades e inconvenientes sin tener que contar con nosotros más que cuando a nosotros nos viene bien, nos encaja. Lo que nos envejece, lo que nos hace mayores no es que nuestros hijos tengan veinte años, es que nuestros padres tengan ochenta. No nos envejece tener hijos universitarios, nos hace mayores que nuestros padres no puedan conducir, no entiendan lo que les dice el médico o necesiten que les acompañemos a hacer cualquier gestión. 

Nuestro permanente elogio de una juventud convertida en una especie de paraíso nos ha hecho considerar la vejez como un territorio a evitar. Pensamos que la vejez es un jardín al que podemos evitar entrar si hacemos ejercicio, si completamos los sudokus, si nos mantenemos activos (odio esa expresión) si sabemos usar la tecnología... y no. La vejez no es una opción, es inevitable y tiene sus limitaciones.  Y no queremos aceptarla, ni la nuestra y por eso nos consideramos los padres más jóvenes de la clase, ni la de nuestros padres y por eso recurrimos a ellos. 

El lunes tuve un accidente de coche. Un encantador señor con unos impresionantes ojos azules y ochenta y dos años, me embistió por detrás en la entrada de una rotonda. A él no le pasó nada. A su nieta, que viajaba en el asiento de atrás, tampoco. Eran las ocho y diez de la mañana y la estaba llevando al colegio. Mi coche se lo llevó la grúa, yo tuve que rellenar los papeles, llamar al seguro y tranquilizar a su hijo por teléfono. «No, su padre está perfectamente. Su hija también. La única que tiene algo soy yo, no se preocupe». 

Estamos preparados para cuidar a nuestros hijos, para ser adultos responsables de nuestros descendientes. Lo que nos cuesta la vida es aceptar que tenemos que cuidar a nuestros padres, que nuestros padres ya no pueden hacer una serie de cosas, que ya no pueden ayudarnos. Estamos tan empeñados en querer seguir siendo jóvenes que no estamos preparados para que nuestros padres se hagan mayores, para dejar de ser hijos.


PS: acabo de darme cuenta de que hace dos semanas también escribí de este tema. Me estoy haciendo vieja y me repito.


jueves, 4 de julio de 2019

Lecturas encadenadas. Junio

«Haced una hoguera con vuestras reputaciones. Dejaos odiar, dejaos ridiculizar, podéis temer y podéis dudar, pero no dejéis que os amordacen. Haced lo que queráis, pero opinad siempre» 

Al volver de Nueva York rebusqué en el caos de mis estanterías hasta encontrar las Historias de Nueva York de Enric González para releerlas con el recuerdo de las calles, las aceras, las caminatas y su ruido. Era la tercera vez que lo leía y descubrí cosas nuevas como esta cita de John Jay Chapman que forma parte de un discurso de graduación que pronunció en 1900.  Siempre hay que leer a Enric, sus libros de viajes, sus memorias y también sus artículos pero esto lo he dicho ya un millón de veces y no voy a repetirme. Si habéis estado en Nueva York o si planeáis visitarlo, corred a comprar sus Historias.  

En Strand, en Nueva York, llegué a pasearme por sus pasillos con nueve libros pero al final la responsabilidad, el consumo responsable, la imposibilidad de meterlos todos en la maleta y las miradas de mis compañeros de viaje «estás completamente loca» me hicieron reducir mi botín a cuatro libros. 

The situation and the story de Vivian Gornick  está entre los que sobrevivieron a la criba. Es un ensayo, casi un libro de texto, sobre como enfrentarse a la escritura de no ficción, a unas memorias, a un texto de carácter personal. La idea principal de Gornick, con la que estoy de acuerdo, es que contar tu vida no tiene ningún valor literario, el valor se lo da encontrar tu propia voz narrativa y la posición desde la que contarlo. Gornick comienza su ensayo contando como asiste a un funeral en el que escucha las distintas intervenciones que allegados de la fallecida van haciendo y como todas ellas le resultan indiferentes, aburridas, hasta que se encuentra conmovida profundamente por uno de esos discursos. Cuando llega a casa y reflexiona sobre el impacto de las palabras de la desconocida para saber qué tuvo de distinto para conmoverla tanto: 
«That was it, I realized. It had been composed. That is what had made the difference. `[...] because the narrator knew who was speaking, she always knew why she was speaking» 
Gornick insiste en como ser un notario de tu vida y contar los hechos de la manera más objetiva posible no tiene ningún valor literario. Hay que enfrentarse a la propia vida, a los hechos, a los recuerdos, bucear en la memoria intentando encontrar en ese material que no vale nada, un sentido, un significado que no viste en su momento, que ni siquiera sabías que podía tener y convertirlo en algo que incumba al lector, algo que le interese, algo con lo que se identifique y que resuene en él.  
«The piece builds only when the narrator is involved not in a confession but in this kind of self-investigation, the kind that means to provide motion, purpose and dramatic tension. Here, is self-implication that is required» 

No voy a aburrir más con este libro que recomiendo solo para aquel que quiera escribir no ficción o aprender a leerla de una manera más académica. Gornick escribe, como siempre, maravillosamente bien y resulta amena, interesante y didáctica. Analiza y recomienda un montón de libros y ensayos breves que intentaré ir leyendo poco a poco. Eso sí, leyéndola me ha dado vergüenza mi propia escritura. 

Microgeografías de Belén Bermejo es un libro que hay que comprar, leer y dejar luego muy a mano para echarle un vistazo de vez en cuando, para recorrer sus calles-fotografías cuando fuera esté lloviendo, cuando eches de menos Madrid, cuando la eches de más como me pasa a mí, cuando tengas nostalgia de los charcos, de los edificios antiguos, de la hojarasca, de las ventanas, de los desconchones, de la vida en la calle. 

Belén ama locamente a Madrid y pasea por sus calles haciendo fotos a todo lo que le gusta, le llama la atención, le inquieta o los demás no vemos. En su instagram lleva años publicando estas fotografías diariamente y este libro, estas Microgeografías es una recopilación de algunas de esas instantáneas acompañadas de unos breves textos.  Si las fotos no fueran digitales, si esto fuera 1980, imagino perfectamente a Belén imprimiendo esas fotos, pegándolas en un cuaderno y escribiendo a mano esos textos. Estamos en 2019 y Microgeografías no es un cuaderno pero la sensación de intimidad que transmite es esa.
«Rojo
Verbena
Libélula
Témpano
Ultramar
Trébol
Piruleta
Colibrí
Melocotón
Rubor.
Pensé en mis diez palabras favoritas y me acordé de éstas. Pero tengo más. Un día me gustan más unas y otro día me gustan más otras. Como la lluvia, que unos días vaya bueno qué bien qué poética bonita llovizna qué luz y otros maldita sea otra vez está lloviendo y qué horror y qué frío y que tengo musguito y verdín entre los dedos de los pies. Musgo es palabra favorita también». 
Es un libro para el que le gusta Madrid y también para el que, como yo, lo odia. A mí me ha servido para reconciliarme un poco con mi ciudad. Además, todos los beneficios son para la unidad de investigación oncológica del Hospital de La Princesa de Madrid. 

Si hay una colección a la que hay que ser fiel es a la de Rara Avis de Alba Editorial. Todo lo que publican es estupendo y las ediciones son chulísimas. El último que he leído es El enebro de Barbara Comyns  (traducción de Miguel Ros González), vieja conocida de este blog porque aquí ya he comentado Y las cucharillas fueron de Woolworths y La hija del veterinario. Barbara Comyns es un personaje increíble por lo que escribe y por su vida. Escribió El enebro con más de setenta años y es, aunque yo no lo sabía, una reinterpretación de un cuento de los hermanos Grimm. 

Como los buenos cuentos, cuesta anclarlo en una época concreta, podría ser 1920, 1890 o lo que es 1980. Comyns vivió  en España más de quince años cuando se marchó de Inglaterra por la amistad de su segundo marido con Phil Kilpy el famoso espía británico y la presencia de nuestros país en este cuento es sorprendente: Tapies, camareros españoles, aupair españolas, El quijote, la comida, viajes a Madrid, a Toledo, al Escorial, El Prado. 

Es una historia redonda desde su primera página hasta la última. Todo resulta inquietante y familiar, extraño y cotidiano, real e imaginario. No tienen nada que ver pero en la creación de ese ambiente incómodo pero reconocible y en la descripción de personajes me ha recordado a Shirley Jackson y su Siempre hemos vivido en el castillo. 
«Pero lo perfecto eran las noches; o casi perfecto: Bernard tenía ciertas reservas hasta en la cama, y siempre fue así en nuestra relación. Yo nunca debía ser quien diese el primer paso; podía responder a su pasión, pero nunca tomar la iniciativa. Ero era lo que él quería, y para mí todo lo que él quisiera era perfecto. El mero hecho de estar con él representaba la felicidad pura. Cuando salimos de nuestra habitación de hotel por última vez, le dije:  
-Bernard, cuánto me odiaría el Movimiento de Liberación Femenina si supieran lo que siento por ti». 

El cómic del mes ha sido Los enciclopedistas, de José A. Pérez Ledo y Alex Orbe. Este tebeo me lo trajeron los Reyes y estaba en la pila de "libros para leer este verano". Como su propio nombre indica trata sobre los enciclopedistas, particularmente Diderot, y su lucha contra la sociedad del momento que veía el avance de un pensamiento ilustrado y basado en la ciencia y las ideas, en contraposición a la voluntad del rey y la fe, como un peligro para la estabilidad social. No es un tebeo sobre la gestación de la enciclopedia, dicha gestación sirve a la vez de marco y de excusa para resolver unos crímenes y reflexionar ligeramente sobre el conflicto entre fe y razón. Ni fú ni fa.  

De Reyes también tenía pendiente Medio sol amarillo de Chimamanda Ngozi Adichie. (traducción de Laura Rins)  Chimamanda me cae bien, me gustan sus ensayos sobre feminismo y educación, me gustan sus charlas y sus coloquios y cuando leo alguna entrevista o artículo siempre la encuentro centrada, equilibrada y acertada en sus opiniones. Puedo no estar de acuerdo algunas veces pero me parece alguien a quien seguir atentamente.  Sobre sus novelas, el año pasado leí Americanahh y me entretuvo sin entusiasmarme, no conseguí que su protagonista me importara algo y salvo algunas partes todo me parecía impostado, escrito con un propósito tan claro desde el principio que en parte me aburrió. Medio sol amarillo, anterior a Americanahh me ha gustado bastante más. En este caso, toda la historia transcurre en África, en Nigeria concretamente y narra la guerra civil que se desarrollo entre 1967 y 1970 cuando la región sudoriental del país, proclamo la independencia como república de Biafra. Reconozco que desconocía por completo esta historia. Chimamanda reconstruye los años anteriores al conflicto y la guerra basándose en los recuerdos de algunos de sus familiares que la sufrieron y consiguieron sobrevivir a pesar de ser de la etnia igbo perseguida y masacrada por los yorubas. Lo más impactante de la historia es, como siempre, comprobar como algo que creemos imposible de ocurrir acaba sucediendo transformando toda nuestra vida y poniendo a prueba toda nuestra capacidad de aguante. Los protagonistas de la novela son intelectuales, profesores universitarios, empresarios que disfrutan de una vida tranquila y apacible que creen indestructible. El estallido de la guerra los va dejando sin soporte, tanto material como mental: ¿Cómo está pasando esto? ¡Cómo es posible?  ¿Cómo fui tan necio de no apreciar lo que tenía, de darlo por hecho? hasta descender a una miseria absoluta en la que  lo único que importa es sobrevivir un día más haciendo lo que sea necesario. La guerra, la miseria, la desesperación nos iguala a todos. Es fácil mantener la dignidad cuando sabes qué vas a comer y más fácil aún perderla y que no te importe cuando tus hijos se mueren de hambre. 
«I have learned that you can not teach people how to write (...) but you can teach people how to read, how to develop judgment about a piece of wrting: their own as well as that of others» Vivian Gornick.  

Y con esta reflexión y el enlace a este artículo de Kathyrn Schulz del que he cogido la ilustración  hasta los encadenados de julio que espero que sean muchos y buenos.  


martes, 2 de julio de 2019

Mi isla misteriosa

La primera vez que fui a Benidorm tenía cinco meses y, por supuesto, no recuerdo nada. Desde aquel mes de julio de 1974 he vuelto casi todos los veranos allí, creo que he fallado dos o tres. En mis veintipocos años la posibilidad de quedarme sola en Los Molinos enfrascada en actividades poco edificantes pero muy divertidas me resultaba más atractiva que ir a la playa. En total puede que de mis cuarenta y seis años de vida, cuarenta y dos haya estado en algún momento del verano en Benidorm, en la playa, mirando la isla. 

La isla de Benidorm era en mi infancia un sitio muy misterioso. Según llegábamos por la carretera, embutidos en el coche, con mi madre haciendo malabarismos mentales y físicos para mantenernos a los cuatro controlados y más o menos tranquilos después de seis horas de viaje, la isla era la señal de que por fin llegábamos. Nada más verla en el horizonte (mucho antes de lo que se ve ahora porque el bosque de edificios no existía) suplicábamos a mi madre que nos contara el cuento del pisotón de Ramón. «¿Veis esa montaña? ¿La que tiene el cuadrado perfecto?» «Sí, sí, la vemos, está ahí». «Pues es cuadrado perfecto es el agujero que dejó en la montaña el pisotón de un gigante y el trozo que salió volando es la isla» «Ohhhhhh» Era una historia maravillosa. El gigante se llamaba Ramón por uno de mis tíos y a nosotros nos parecía perfectamente razonable. 

Cuando fuimos un poco más mayores empezó a inquietarnos otra cosa. «Mamá, el agujero en la montaña es cuadrado y la isla es triangular». «La isla no es triangular, es lo que vosotros veis pero tiene una parte hundida y si la vierais entera comprobaríais
que encaja» Si tu madre es geóloga y tú tienes siete años, te lo crees.  

Cuando dejamos de creerlo, empezamos a querer ir a la isla. Estaba ahí, la veíamos todos los días. «¿Se puede ir nadando? ¿Y si eres mayor y nada fenomenal puedes ir? ¿Cuánto tardarías? ¿Vive alguien ahí? ¿Hay casas? ¿Hay tiburones? ¿Y si vas y se hace de noche y te quedas a dormir hay lobos? ¿Y si vas y no te quieres ir? ¿y si te quieres quedar a vivir? ¿y no tiene dueño?» La isla era una fuente inagotable de cuestiones interesantes, no se acababa nunca porque la veías todos los días: desde la playa, desde el paseo, desde una punta del paseo, desde la otra, desde la carretera al llegar, al irte. Misterio. 

«¿Y si vamos un día?» Llegó el día en que supimos que se podía ir a la isla. Mi madre, con buen criterio,  nos había hurtado este dato pero de alguna manera, alguien nos lo contó. ¡Se podía ir a la isla! ¡En un barco! Un plan maravilloso, alucinante, toda una aventura. «No, este año ya no nos da tiempo» «No, este año vuestro hermano es todavía muy pequeño» «No, este año no puede ser porque es muy caro» Y así, de excusa en excusa y de «ya veremos» en «ya veremos» pasaron los años y llegamos a la adolescencia. La isla dejó de ser tan misteriosa y muchísimo menos apetecible cuando descubrimos que para visitarla había que madrugar, ir al pueblo, coger el barco temprano. Llegó el momento de nuestras vidas en que madrugar arruina cualquier plan. (Para mí, considerar que cualquier plan es peor si hay que madrugar es un signo de inteligencia pero sé que hay gente que considera que madrugar para aprovechar es maravilloso. Es el tipo de gente que habla en el desayuno).  

Poco a poco la isla dejó de ser misteriosa y pasó a ser decorado. Ha estado ahí, flotando en el mar, unos días a tiro de nado y otros días alejándose hacia el horizonte, hasta que tuve hijas y la isla recuperó de golpe su misterio. «¿Se puede ir nadando? ¿Y si eres mayor y nada fenomenal puedes ir? ¿Cuánto tardarías? ¿Vive alguien ahí? ¿Hay casas? ¿Hay tiburones? ¿Y si vas y se hace de noche y te quedas a dormir hay lobos? ¿Y si vas y no te quieres ir? ¿y si te quieres quedar a vivir? ¿y no tiene dueño?».

Y he dado premios a la primera que viera la isla y he contado la historia del pisotón de Ramón y he contestado durante años «ya veremos» esperando el día en que madrugar me salvara. 

El sábado mientras anochecía en la playa y miraba la isla pensé que no iré nunca, que no quiero ir. No quiero verla, ni nadar entre las rocas, ni coger el barquito en el puerto. Quiero mantenerme siempre en el ciclo del descubrimiento, el misterio, la curiosidad y la indiferencia.  

lunes, 24 de junio de 2019

Veranear


Cuando mis hijas acaban el colegio mantengo la rutina  que tenían mis padres cuando era yo la que terminaba mis clases: dejamos Madrid y nos mudamos a Los Molinos. Yo no cierro la casa, ni limpio la plata antes de guardarla envuelta en ese papel tan fino que no sé como se llama, ni enrollo las alfombras, ni pongo barreños con agua para atrapar el polvo, pero la sensación de traslado es la misma. Dejamos Madrid, nos marchamos, empezamos a veranear.


Me gusta la palabra veraneo aunque no me guste nada el verano. Me gusta la palabra porque ya nadie la usa. Veraneo es Los Molinos, claro. Es escuchar los pájaros al despertarme y reconocer, por el sonido de los pasos en la escalera y la manera de abrir y cerrar la puerta de la cocina, quien se ha levantado antes. Veraneo es compartir baño entre siete, como los Cazalet, y organizar turnos de ducha por la mañana en intervalos de diez minutos para que ninguno lleguemos tarde a trabajar y todos podamos aprovechar algunos minutos en la cama. Veranear es luchar por un hueco en la estantería del baño para dejar tus cosas y que siempre haya gazpacho casero en la nevera y melocotones para desayunar. Veraneo es dormir veinte minutos menos y conducir cien kilómetros más para ir a trabajar y que al llegar a casa me compense. Veraneo es salir por las mañanas  con el jersey puesto rezando para que en el minuto que atravieso el jardín no salte el riego y me meta en el coche siendo miss camiseta mojada. Veraneo es esquivar gente que me habla en el desayuno y encontrarme tres hombres vestidos de ciclistas en la cocina cuando bajo en pijama y despeinada. Veraneo es escuchar por la noche, desde la cama, la animación de los fuegos de campamento en la falda de La Peñota y, en agosto, imaginar maneras de acabar con el hombre que ensaya con su dulzaina cada tarde cuando me estoy desperezando de la siesta. Veraneo son chanclas y darme cuenta de que, en mi armario, hay ropa de verano que lleva más tiempo conmigo que mis hijas. Es saber que no me dará tiempo a ponerme toda esa ropa porque al final siempre elijo los mismo vaqueros cortos y las mismas tres camisetas. En mi veraneo no hay fiestas, ni saraos ni compromisos sociales que impliquen arreglarse. Veraneo es que casi siempre te toque vaciar el lavaplatos y que casi nunca encuentres hueco en él para meter tu taza de desayuno. Veraneo es respetar las tazas favoritas de cada uno y los sitios fijos en la mesa para comer. Veraneo es desayunar descalza al aire libre y darle pan a los perros para que me dejen en paz. Es comer por la tarde y cenar casi al día siguiente. Veraneo son toneladas de patatas La Montaña y murciélagos en el porche. Es encontrarte pares de zapatos por toda la casa e intentar adivinar de quien son. 

Veraneo es bomba de humo a la hora de la siesta y carreras por ver quién coge el columpio para dormir hasta que te despierta un lametón de perro. Veraneo es la coreografía de diez personas conviviendo en una misma casa charlando, riendo, discutiendo, odiándose, comprendiéndose, haciendo bandos que cambian cada día o casi cada hora y que se echan de menos cuando unos o otros se marchan de vacaciones abriendo un hueco en el veraneo. 

A mí el verano no me gusta pero el veraneo no lo cambio por nada, ni siquiera por las vacaciones. Cuando me jubile solo veranearé.