sábado, 21 de julio de 2018

Fuerteventura: la llegada.

Suena Our last summer todo el día en mi cabeza. No puedo dejar de tararearle desde que a la seis y media suena el despertador. No me gusta madrugar ni siquiera para irme de vacaciones. Me levanto y me siento como deben de sentirse los móviles cuando les queda un cincuenta por ciento de batería, con miedo a no ser capaz de llegar al final del día. En la cola del embarque jugamos a inventarnos la vida de los demás pasajeros, a dónde van los que esperan cola en los mostradores de facturación, ¿van o vienen? Pasa una típica familia, la madre, el padre y los dos hijos. Los chavales son de él seguro. Esos tres pares de vigorosas cejas aseguran un vínculo genético más que cualquier prueba de ADN. ¿Imaginará algo la gente sobre nosotros? Seguro que aplicarán el principio de la navaja de Ockham: la explicación más sencilla es la más probable y no saben que se equivocan. Quizás sea porque hemos convertido la respuesta más sencilla, un hombre y una mujer que son amigos, en algo difícil de creer y la respuesta más compleja, ser una pareja, en la más creíble y aceptada por la sociedad. 

7B, 19E, 23B, 27E. Los golfos aparadores de Ryanair nos han sentado como si estuvieran jugando a Hundir la flota con nosotros. Durante el vuelo terminó de leer Instrumental de James Rhodes y, después, leo sobre la adicción a los cigarrillos electrónicos entre los jóvenes adolescentes americanos. Es tal el vicio que de una marca de esos cigarrillos, Jul, ha derivado un verbo "julear" para denominar el hecho de usar esos cigarrillos electrónicos que proporcionan un chute de nicotina con diferentes sabores. Julear se considera algo de jóvenes, y alguien que use esos cigarrillos con veinticinco años se ve raro a pesar de que se crearon precisamente para eso, para que los fumadores ya adultos los usaran como alternativa al tabaco. 

El piloto deja caer el avión en la pista y ya estoy en Fuerteventura. Nunca había visto un paisaje así, parece otro mundo. Miramos en internet y cien mil personas viven en esta isla. Me parece muchísima gente. Vemos dos cabras. Comemos queso majorero y hacemos la compra. Recorremos una pista de arena entre antiguas coladas de lava y cuando paramos en mitad de la nada parecemos los protagonistas de uno de esos anuncios de ¿te gusta conducir? cuando llegan al fin del mundo y están solos. 

Terminamos el día contemplando la puesta de sol desde una playa desierta en la que un tal LIAM debió pasar horas acarreando piedras negras para escribir su nombre en la arena. Les cuento a las niñas la historia del rayo verde. Me pregunto si mi yo de  doce años se habrá emocionado al darse cuenta de que recuerdo aquel volumen de Novelas ilustradas de Bruguera en el que leí por primera vez esa historia de Verne. ¿Y si escribo 500 palabras por cada día de este viaje? Puede que lo haga. O no.

viernes, 20 de julio de 2018

Alquila una familia

Un hombre de mediana edad, pasados los cincuenta, llega a casa después de trabajar todo el día. Entra en casa, las luces están encendidas, se escuchan ruidos en la cocina,  la puerta del dormitorio de su hija está cerrada pero se escucha música al otro lado. Entra, deja las llaves, se quita la chaqueta y saluda a su mujer y a su hija: ¡Ya estoy en casa!

Una mujer divorciada ve como su hija de veinte años comenta con su padre sus estudios en la universidad y los planes que tienen para el verano. 

Una gran boda, con cientos de invitados, convite. La novia está emocionada, sus padres mucho más, no pueden creer que su hija por fin se case. 

Todo esto sucede en Japón ahora. Pero ni la mujer ni la hija, ni el padre divorciado, ni los cientos de invitados, ni el cura ni el novio... son reales. Son actores. 

Estas tres historias y otras más o menos parecidas las he leído en un artículo en el New Yorker y estoy alucinada. En Japón existe toda una industria especializada en proporcionar los servicios de personas, actores que se hacen pasar por quién tú quieras: tu mujer y tu hija cuando llegas a casa, el padre ausente de tu hija, el novio, el cura y cientos de invitados para que tus padres crean que te casas o un jefe enfadado que va a otra empresa a disculparse en tu nombre porque tú la has cagado con ese cliente. 

De todas las historias del artículo la más alucinante es la de Reiko. Hace más de diez años se enamoró, se casó, se quedó embarazada y pronto su matrimonio se convirtió en un infierno y poco después de dar a luz, se divorció. Él desapareció para siempre. Reiko se dedicó entonces a criar a su hija que se convirtió en una niña triste y solitaria que, a pesar de que Reiko se lo explicara, creía que su padre se había ido por su culpa. Hace nueve años, cuando su hija tenía diez, desesperada, contacto con Family Romance, una empresa de "alquiler de seres queridos" para contratar un padre a tiempo parcial. Describió el padre que quería para su hija y explicó que fuera cual fuera la reacción de la niña, el padre falso debía mostrarse comprensivo. 

El padre alquilado llegó un día a casa, se presentó, y empezó a hablar con la niña, contándole que sentía mucho no haber estado con ella todo este tiempo. La niña al principio se mostró recelosa pero poco a poco se abrió y acabaron cenando todos juntos. La niña empezó a estar mejor, más calmada, más activa, más feliz y Reiko empezó a alquilar al padre postizo un par de veces al mes para jornadas de entre seis y ocho horas. Después empezó a alquilarlo con meses de antelación para reuniones de padres en el colegio, cumpleaños e incluso viajes a Disneyland. Para explicar porque la niña, Mana, no podía ir a pasar días con él, le explicaron que él tenía otra familia porque se había vuelto a casar. 

Mana tiene ahora veinte años y nadie le ha dicho la verdad. Cree que ese señor alquilado, ese hombre que lleva diez años viniendo a su casa y comportándose como su padre es su padre. Reiko no tiene pensado contarle la verdad. 

¿Cómo no se lo va a decir? Pero, por otro lado, ¿Qué pasará si se lo dice, si se entera? 

Llevo días dándole vueltas a todo esto. El hombre que se alquila una mujer y una hija para que finjan ser su mujer muerta y la hija que se enfadó y se marchó de casa, me parece terriblemente triste pero puedo llegar a entenderlo como que para él es un servicio. Está solo, no quiere sentirse así y llegar a casa y jugar a las familias le consuela. Bien. Vale. Me parece una cumbre de tristeza difícilmente igualable pero vale. (Por si alguien está pensando cosas raras, la mujer y la hija son actrices, cobran por hacer un papel. Las normas son estrictas en esas empresas: no hay más contacto físico que darse la mano y las actrices jamás van a casa de los hombres. En este caso sí van porque son dos). 

Puedo entender también que tus padres sean extremadamente plastas, crean que ya tienes edad de casarte y sentar la cabeza y tú te metas en una espiral de trolas que en un principio son intrascendentes pero que te acaben llevando a contratar los servicios de estas empresas para fingir una boda completa en la que solo tú y tus padres seáis "de verdad". (Creo que te saldría más rentable decirles a tus padres la verdad pero oye, las trolas a los padres cada uno las gestiona como quiere).

Entiendo por supuestísimo que estés harto de que te sienten en la mesa de solteros en las bodas o que en todos sitios te pregunten si tienes pareja y decidas alquilarte un novio o una novia de pega para que te dejen en paz. 

Y, desde luego, estoy muy a favor de alquilarte una madre complaciente y animosa para ir de compras en vez de ir con tu propia madre campeona mundial de hundirte la autoestima. 

Lo que me chirría de la historia de Reiko es que no tiene buena solución. Reiko tiene toda la pinta de, como dicen los americanos, haber desarrollado ciertos sentimientos hacia el padre falso. Se ha metido tanto en la trola que, de verdad, cree que cuando no está con ellas, está con otra familia viviendo esa vida imaginaria que finge tener con ellas. No quiere saber o no quiere pensar que el padre falso cuando no está con ellas está trabajando de amante falso, cura falso, novio falso o padre falso de otra niña. Ahí ya le veo problema. Pero ¿y Mana? Ella vive una mentira enorme, vive el show de Truman, mientras su madre y su padre falso saben la verdad. Su padre falso la quiere, la mima, habla con ella se preocupa...o eso cree ella. En realidad, el padre falso finge hacer todo eso porque es un actor pero los sentimientos que su actuación provoca en Mana son reales. Ella le quiere, se preocupa, se sincera con él de verdad. ¿Cómo le vas a contar que lo que siente desde hace diez años es mentira? ¿Dónde la deja eso? ¿Cómo de imbécil va a sentirse? 

En el artículo, el periodista pregunta al falso padre si cree que deberían contarle la verdad a Mana y cómo cree que se lo tomará. Él quiere contárselo y opina con un optimismo pelín naif a mi entender, que Mana lo entenderá porque pensará que su madre la quiere tanto que ha estado pagando a alguien para hacer de su padre durante todos estos años, que es un sacrificio que ha hecho por ella. Sinceramente no lo veo... creo que Mana se va a cabrear infinito pero creo que deberían decírselo. ¿Qué pasa si se casa, tiene nietos que también desarrollan amor hacia un falso abuelo? 

Toda esta historia tan loca y tan alucinante me llevó a pensar en lo diferentes que son los japoneses y en si este tipo de negocio tendría futuro en España. ¿Qué sentido tiene alquilarte una falsa familia? ¿Para qué vas a fingir que tienes una familia maravillosa que te quiere y a la que tú quieres? Y aquí, en este punto del hilo de pensamiento, me di cuenta de que aquí, a mi alrededor, conozco a mucha gente que finge ser una familia feliz, una familia de amor, una familia ejemplar... cuando en realidad ni se aguantan, ni se quieren, ni se respetan. Los japoneses alquilan familias falsas y nosotros, aquí, muchas veces nos obligamos a fingir que somos familias felices. 

Pobre Mana.


martes, 17 de julio de 2018

El verano suena a...


Las campanas de la iglesia tocan las siete y media. Me gustaría ser capaz de transmitir en palabras la cadencia que marca las y media que es diferente de las en punto, del toque a muerto y de la llamada a misa. Es una sabiduría adquirida hace más de treinta años que a mis hijas y a mis sobrinos les fascina: ¿cómo sabes qué dicen las campanas? No recuerdo escucharlas cuando yo tenía seis o siete años y pasábamos los veranos en casa de mis abuelos, en La Rosaleda. Quizás allí no se escuchen. Los Molinos tiene un término municipal pequeño, el más pequeño de este valle. Las malas lenguas dicen que en una mítica reunión para decidir los términos municipales de los pueblos de la zona, los representantes molineros aparecieron en un estado de intoxicación alcohólica incompatible con el correcto desempeño de su tarea como próceres municipales y Los Molinos acabó teniendo un término municipal "recogido y acogedor". Sea por esta razón o por la configuración del valle, hay sonidos muy presentes en unas zonas que son imperceptibles en otras.  

¿A qué sonaba La Rosaleda en verano? No recuerdo las campanas, no las necesitaba para marcar las horas porque tenía otra serie de sonidos que marcaban mi día. La Rosaleda sonaba a vasos duralex, al chirrido de la puerta verde de la bodega que me daba miedo abrir porque en su interior vivían (y viven) las arañas más enormes a este lado del Atlántico. Sonaba a la goma de la nevera antigua en la que guardábamos los botellines de mi abuelo para que estuvieran congelados, sonaba a ruedines de bici dando vueltas al jardín, a los goznes de la gran puerta verde del jardín y al roce de la puerta de la cocina al chocar con las baldosas del suelo. La Rosaleda y su rutina sonaba al crujir de las páginas del Ya de mi abuelo, y a las cartas sobre el tapete verde durante las partidas de canasta que mi abuela organizaba casi cada tarde. Los veranos de La Rosaleda sonaban al silencio desesperante de la hora de la siesta, el silencio que nos obligaban a mantener y que parecía ralentizar el paso del tiempo, hacer que las horas duraran ciento veinte minutos. 

Acaban de dar las ocho. Esta casa suena distinto. El verano aquí suena a cortacésped, a vecinos con cero gusto musical, a aspersores a las siete y media de la mañana y a las doce de la noche. Suena a cortinas al viento y al chirrido del columpio de echar la siesta. Esta casa suena a pinocha en el suelo y al crujido que hacen las piñas en las ramas, un par de segundos antes de desgajarse del árbol y desplomarse sobre tu cabeza si no andas atento. Suena a niños corriendo y a perros ladrando. Suena al timbre ridículo al que solo llaman los desconocidos y al balón de fútbol pateado hora tras hora. Suena también a carreras y a escalones. A chapuzones. Por las noches, en julio suena a los campamentos de verano que se celebran en la ladera de la montaña y, por las tardes, al hombre que practica con la dulzaina. Suena también a burros rebuznando y a cabras. A veces, a caballos al paso. 

Las campanas tocan las ocho y media. 

Escucho a los pájaros. No recuerdo escucharlos cuando tenía seis o siete años pero  como cada tarde, sé y siento que es exactamente igual que cuando tenía seis años. Lo llevo dentro.  Los pájaros son mi magdalena. 


viernes, 13 de julio de 2018

Feminismo, ira y risa.

«Deberíamos permitirnos la risa como respuesta a algunas de las actitudes machistas que son, sencillamente estúpidas. Lo bueno de la risa es que en un noventa y nueve por ciento de los casos  es una muestra de poder. Reírte de ellos no solo convierte su comportamiento en lo que es, risible sino que además te pone por encima e ellos» Mary Beard. 

«Sí, la risa y la furia...con algunas otras» Chimamanda Ngozi Adichie. 

Mary y Chimamanda hablan relajadamente sobre machismo, discriminación, comentan las veces que se han sentido menos por ser mujer o por ser negra en el caso de la escritora nigeriana. Lo hacen en un tono relajado, inteligente, con humor. Creen que para cambiar la situación de la mujer, para llegar a la igualdad real hay que cambiar los esquemas mentales de mucha gente, hombres y mujeres, y eso llevará tiempo y se necesitan a todos, hombres y mujeres, en ese empeño por cambiar las estructuras sociales y las ideas. A nadie le gusta cambiar sus ideas, porque todos creemos que las nuestras son las buenas, las fetén, pensar en que otras puedan ser mejores y aceptarlo, lleva tiempo. 

«Tengo ira y creo que tengo todo el derecho a sentirla pero a lo que no tengo derecho es a propagar la ira. No. Porque la ira, tanto como la risa, puede conectar a un grupo de desconocidos como nada más puede. Pero la ira, aunque se acompañe de risas, no puede liberar tensiones. Porque la ira es tensión, una tensión tóxica y contagiosa. Y no tiene otro propósito que propagar odio ciego y no quiero hacer eso porque me tomo mi libertad de expresión como una responsabilidad y el hecho de poder tomar la posición de víctima no hace que mi ira sea constructiva. Nunca es constructiva. La risa no es nuestra medicina. La cura está en las historias. La risa solo es la miel que endulza la amarga medicina» 

Este párrafo brutal es del monólogo Nanette de la cómica australiana Hannah Gadsby. Gadsby es lesbiana y creció en Tasmania dónde la homosexualidad fue delito ¡hasta1997! Sufrió discriminación, fue violada por dos hombres y con diecisiete años recibió una paliza de un tío que pensó que estaba ligando con su novia sin que nadie intercediera para pararlo. En este monólogo magistral, con un guión prodigioso. que tiene al espectador a su merced cuenta toda su historia mientras va dejando caer reflexiones que te sacuden como un buen bofetón. Da igual qué seas o quién seas, la bofetada te la vas a llevar.

La ira, la risa, las historias. Mary, Chimamanda, Hannah, tres mujeres cada una con sus circunstancias, cada una en una punta del mundo. Las tres inteligentes, las tres enfadadas y las tres pensando que la solución al machismo, al rancio pensamiento de los hombres son mejores porque «siempre ha sido así»,  no es el «todos los hombres son malos o violadores o unos cabrones». La solución a larguísimo plazo es escuchar las historias que no hemos oído., que no nos han dejado contar. Chimamanda se hizo (aún) más famosa con su charla sobre Todos deberíamos ser feministas en el que contaba que lo importante, lo vital es que se escuchen las historias de las mujeres, de los que no hemos oído. Mary Beard da conferencias sobre la manera en que la mujer ha estado siempre callada, oculta, muda. Analiza el modo en que a lo largo de la historia hemos estado silenciadas. 

Creo que estamos viviendo un momento increíble, una especie de despertar colectivo hacia lo que las mujeres hemos hecho y hacemos. Y ese despertar no es solo de los hombres, no se trata de sacudirlos por las solapas y decirles «Eh, que estamos aquí, que hacemos cosas y podemos ser acojonantemente buenas o no». Nosotras también tenemos que verlo y, a la vez, con ese subidón de reconocimiento no deberíamos pasarnos de frenada y creernos seres de luz. Como también dice Gadbsy en su monólogo «Yo no creo que las mujeres sean mejores que los hombres. Creo que las mujeres son tan corrompibles por el poder como los hombres porque ellos no tienen el monopolio de la condición humana». Creo también, como dice Mary Beard, que debemos reírnos de muchas de las estupideces machistas porque lo son, son estupideces ridículas y no podemos encabronarnos por todo porque entonces el encabronamiento deja de tener sentido. La ira, como dice Gadbsy, no es la respuesta a todo porque jamás es constructiva. Ella con más derechos que casi nadie para sentirse muy cabreada e iracunda dice «No quiero que la ira defina mi historia». No podemos dejar que la ira y el griterío de odio hacia los hombres en general defina este momento de reconocimiento de las historias de las mujeres. Escuchemos las historias, disfrutemos de este increíble momento de reconocimiento entre las mujeres y por parte de la mayor parte de los hombres, enfurezcámonos cuando hace falta y, por último, usemos la risa. Para reírnos de las estupideces y, también, por favor, un poquito de nosotras mismas... que se nos está yendo la pinza con algunas tonterías.    

No sé si he conseguido explicarme pero no importa. Atended a Mary y Chimamanda y no dejéis de ver a Hannah. Escuchad sus historias y reíd con ellas.  



martes, 10 de julio de 2018

Agencia Matrimonial Nazareth

Agencia Matrimonial Nazareth. Creo haber leído mal. No puede ser. ¿Será un cartel de atrezzo para otra serie ambientada en los sesenta? El cartel parece en buen estado, robusto, está bien anclado a la pared y tiene todas las letras. Ninguna cuelga desprendida a punto de caerse encima de un peatón.  Ni siquiera está polvoriento o deslucido. «¿Te has fijado? En la ventana hay plantas vivas. Quizás sigue funcionando y alguien cuida esas plantas»

Nazareth. El nombre ya es todo un enigma. «Quizás la dueña se llame así» Justo cuando estoy a punto de preguntar si hay alguien que se llame así, recuerdo cuando la gente se llamaba África o América o Belén. No conozco a nadie de menos de veinte años con esos nombres, quizás ahora se consideren apropiación cultural. Los tiempos cambian. O no. Una agencia matrimonial todavía en activo. 

Pienso en las plantas de la ventana. Pienso en la dueña, Nazareth, y la imagino en parte como Ofelia, la secretaria de la T.I.A. y en parte como Christina Hendricks en Mad Men. Alguien con quien al encontrarte, tras llamar al timbre después de haber cerrado las puertas del estrecho ascensor, te sientas a gusto. Alguien que transmita la sensación de conocer el negocio y al mismo tiempo de no necesitar utilizarlo. Alguien que no te juzgue, al que no des pena, que no te mire como un bicho raro o como carnaza para psicópatas. Alguien que consigue que las plantas en el alfeizar de una ventana polvorienta en pleno centro de Madrid luzcan verdes y lustrosas. 

Cuando era pequeña una agencia matrimonial me parecía algo muy misterioso, muy extraño. ¿Quién acudiría a ellas? ¿Por qué? ¿Acaso no era mejor conocer gente "en persona"? Si acudías a una agencia o bien tú tenías algún problema o aquellos con los que la agencia te iba a emparejar tenían un problema, seguro que no eran de fiar. Exactamente lo mismo que opina mucha gente de las aplicaciones, portales y páginas para ligar, para encontrar pareja. «¿Por qué alguien como tú busca pareja en internet?» «¿Qué es alguien como yo? Eso es una estupidez. A todo el mundo puede apetecerle buscar pareja» «Bueno, vale, pero es que en esas páginas no hay más que psicópatas y chalados. ¿Cómo vas a fiarte?» Si estás  en una página de citas tiene que ser porque te pasa algo raro o solo vas a encontrar chalados. Sin contar el famoso argumento de ¿Cómo te has dejado poseer por el falso mito del amor romántico cuando lo importante es la realización personal y el saber estar solo? Ajá. Pues porque a lo mejor las pantallas de la realización personal y el saber estar solo ya te las has pasado hace tiempo y lo que te apetece ahora es encontrar a alguien para hacer cucharita, ver pelis, irte de viaje, reírte y follar.  Lo del amor romántico va por gustos, hay quien quiere creer en él hasta el infinito y más allá y hay quien lo ha desmenuzado, deconstruído y se ha hecho una versión a su medida con la que está a gusto. 

Vuelvo a pensar en la Agencia y pienso en sus clientes. Quizás son personas que no se fían de internet, ni de los algoritmos ni de las aplicaciones. No quieren que los espíen los rusos ni sus familias. No quieren que nadie les juzgue, ni que les cotilleen los mensajes. O, a lo mejor, son desencantados de las redes, de Tinder, Meetic y demás. Quieren que una persona, que Nazareth, les abrace, les acoja, les diga que todo saldrá bien y que cree que tiene la persona perfecta para él o ella. Y, probablemente, cómo me dijeron ayer, sea verdad. Dos personas que acuden a una Agencia Matrimonial ya tienen mucho en común, seguro que cualquer algoritmo les daría un 100 % de compatibilidad. 

Han vuelto el vinilo, las gafas cuadradas que no favorecen a nadie y los estampados en marrón y amarillo. ¿Por qué no iban a volver las Agencias Matrimoniales? 


viernes, 6 de julio de 2018

Bailar con los recuerdos

Juanito tenía el pelo blanco, las manos redondas, con dedos gordos y se movía por su tienda con un caminar extraño, bamboleante. Tenía una perra, pastor alemán, que creo recordar que se llamaba Laika o Lassie porque hubo un tiempo que todas las perras se llamaban Laika o Lassie y los hombres mayores se llamaban Juanito. Yo tenía siete, ocho años y me abuela me mandaba a comprar huevos, un par de pollos o jamón de york. A mí me parecía que Juanito tenía mil años pero debía tener cuarenta porque su mujer, Juanita, sigue viva. Jessica era una niña de mi curso, del A. En séptimo curso le diagnosticaron leucemia, recuerdo verla un día, el último, llevando una peluca como de las Virtudes, al pie de las escaleras de bajar al patio. Teresa y Eleuterio eran mis bisabuelos, recuerdo el día en que mi madre me dijo que él había muerto. No recuerdo nada del día que murió ella, solo que me daba mucho miedo, un miedo que me sigue dando cada vez que veo su foto de bodas en la galería de mi casa. Un amigo de mi abuelo, cuyo nombre no recuerdo, capaz de meterse en la piscina y tumbarse en el fondo y caminar por el suelo de la piscina durante, lo que a mí que debía tener siete años, me parecía un periodo de tiempo sin incompatible con la vida.  El padre de Juan se llamaba Juan y no se bañaba nunca en verano. Le encantaba que todos los niños estuviéramos en su casa, que correteáramos, que discutiéramos con él, nos echaba broncas, nos contaba historias. Recuerdo el día que entre varios conseguimos tirarle a la piscina vestido y lo enfadadísimo que salió con todo el pelo y la barba chorreando porque le habíamos mojado la cartera. Agapito era un conductor en mi empresa, tenía un tupé de pelo blanco del que estaba orgullosísimo, unos ojos azules casi transparentes y no se callaba ni debajo del agua. Estaba desayunando el día que escuché en la radio que había muerto James Gandolfini y todavía me sorprende tener ese recuerdo tan fijo, tan cristalino.  He olvidado el nombre del dueño de La favorita pero recuerdo su aspecto y como se movía a la velocidad del rayo abriendo y cerrando cajones y manejando un pincho con "manitas" con el que cogía las maravillas que guardaba en lo alto de su tienda que era como una cueva de los tesoros. Mariano, el portero de casa de mi madre que era clavado a Vicente del Bosque. Carmen y Pepe Perla, ella sonriendo siempre y oliendo a cosas ricas de comer, él con su chaqueta de punto completamente abotonada y siempre muy enfadado detrás de la barra del bar al que íbamos a pedirle un vaso de agua y un Kojack, «el agua en tu casa que allí también sale del grifo». 

Todos están muertos. 
No los he olvidado. 

En la película Coco (que si no habéis visto estáis tardando) los muertos mueren de verdad cuando nadie los recuerda, pero también hay investigaciones que dicen que la memoria nos engaña, nos hace creer que recordamos cosas cuando, en realidad, las hemos inventado. Yo no me he inventado a Juanito, a Mariano, a Jessica, a Carmen y Pepe, a Galdonfini, todos existieron pero quizás mis recuerdos no sean fiables, sean ficticios. ¿Importa eso? Ellos probablemente no pensaron jamás que yo los recordaría... pero hoy, con mis recuerdos verdaderos o falsos, les ha tocado salir a la realidad cuando menos se lo esperaban.  Quizás, cuando yo muera, un desconocido me recuerde por alguna tontería y sea yo, la que salga a bailar con el recuerdo de un extraño.  




miércoles, 4 de julio de 2018

La Ley Adolescente de la Perfecta Incompletitud (LAPI)

¿Cómo hace las cosas un adolescente? No las hace ni bien ni mal, ni rápido ni despacio, ni con interés ni con desinterés, ni triste ni entusiasmado. Los adolescentes hacen las cosas buscando la perfecta incompletitud y con el mínimo posible de iniciativa propia siguiendo la Ley Adolescente de la Perfecta Incompletitud (LAPI) cuyo principio fundamental es: hacer las cosas un poco. 

Pasemos a ilustrar esta ley con unos cuantos ejemplos clarificadores. 

«Recoged la ropa tendida» 

Los tiernos adolescentes proceden, entonces, a arrancar la colada de las cuerdas del tendedero sometiendo a las pinzas a un peligroso juego de vida o muerte en el que las más afortunadas consiguen aferrarse a la vida y permanecer cogidas de la cuerda y las más débiles se precipitan al vacío y mueren. Recoger las pinzas a la vez que la ropa es algo que ni se les ocurre. «¿Para qué? Así ya están ahí la próxima vez que tienda». Ni que decir tiene que esa próxima vez ocurrirá tras varios gritos autoritario o por una amenaza velada o por un astuto uso del chantaje emocional o apelación a su supuesta (y falsa) madurez y, en ella, se volverá a repetir todo el proceso. 

La ropa por tanto se destiende pero no se hace nada más. Si quieres que la doblen y la guarden, es necesario especificar con todo lujo de detalles esa información. «Quitad la ropa tendida, dobladla y guardadla» 

La higiene personal es el territorio perfecto para que la LAPI se muestre en todo su esplendor. Se lavan los dientes pero la pasta de dientes nunca se cierra, se peinan pero jamás se limpian los pelos del lavabo, se duchan pero los botes de champú/gel y demás jamás se cierran y, además, se acumulan los vacíos y los llenos en los bordes de la bañera y ducha hasta que te planteas si están intentando organizar partidas de bolos allí. Se secan pero las toallas jamás vuelven a su lugar de procedencia y la alfombrilla de baño se convierte en un felpudo. Una orgía de LAPI.

«Cerrad la puerta del baño y bajad la tapa del vater»

La LAPI impide que estos dos hechos ocurran en el mismo espacio tiempo. Hay que rendirse a las leyes de la física adolescente. 

«Se ha terminado el papel higiénico» 

El adolescente irá a  buscar un nuevo rollo de papel higiénico al lugar en el que sus progenitores lo guarden y que a él o ella, por las razones que sean, le parece inadecuado. Lo cogerá y lo llevará al baño. Jamás, jamás, jamás lo colocará en su sitio. No se ha avistado, por ahora, a ningún adolescente colocando el rollo. Se sospecha que colocarlo en su soporte te hace avanzar veinte casillas en el tablero de la madurez y te conviertes en adulto de golpe. 

«Hay que barrer»

El verbo barrer en adolescente significa que se pasa el cepillo con bastante desanimo por toda superficie que esté libre de obstáculos y cuando digo libre me refiero a que nunca se barre por debajo de nada, sea ese nada una mesa o un calcetín. Los objetos y muebles se rodean con el cepillo pero jamás se barre debajo de ellos. 

«Guardad la comida que ha sobrado»

La comida se guarda en las fuentes, por supuesto. La posibilidad de pasarla a un táper o recipiente adecuado ni se plantea. Las fuerzas de la LAPI impiden siquiera, plantear esa posibilidad. En caso de que la comida ya estuviera en un táper, nunca se cambia a uno más pequeño. Y, en el caso de que la comida se haya terminado en ese táper, si queda una sombra, una migaja, un leve rastro que permita afirmar que «todavía queda», el táper irá a la nevera con tal de no tener que fregarlo. (Acción ésta que, por supuesto, exigiría una formulación de la orden más elaborada: «Guardad la comida que ha sobrado y si no ha sobrado fregad el táper BIEN».

«Hay que quitar la mesa» 

Platos, vasos, cubiertos, alguna servilleta (nunca todas) y la jarra del agua desaparecerán. El mantel permanece siempre. Por alguna extraña razón, en la mente adolescente el mantel no forma parte del conjunto "mesa" y, por tanto siguiendo los principios de la LAPI, jamás se recoge. 

«Quitad la mesa y, por favor, recoged el mantel»

Al haber incluido el mantel en la frase, éste desaparecerá de la mesa pero será posible seguir su rastro hasta el cajón por el reguero de migas que habrán dejado al recogerlo. Eso sí, doblado no va a estar. 

—Quitad la mesa y, por favor, recoged el mantel sin tirar las migas al suelo y dobladlo.
—No sabemos doblar manteles.

La LAPI es infinita, no merece la pena ponerla a prueba. 

¡Ah! Y sí, es la culpa de que la botella de agua fría de la nevera siempre esté casi vacía es de la LAPI.    


lunes, 2 de julio de 2018

Lecturas encadenadas. Junio.


«Soy una persona anticuada que cree que leer libros es el pasatiempo más hermoso que la humanidad ha creado» (Wislawa Szymborska)


Se termina junio y al hacer el recuento de mis lecturas encadenadas descubro que los cuatro libros que he leído este mes están escritos por mujeres. Ni lo pensé mientras los escogía, ni mientras los leía y me ha hecho gracia darme cuenta ahora. Sinceramente, creo que así es como hay que leer eligiendo lo que te apetece, independientemente de quién lo haya escrito.

Con La mujer singular y la ciudad de Vivian Gornick, traducción de Raquel Vicedo y publicado por Sexto Piso,  empecé el mes. El pasado mes de mayo, asistí a una charla que Gornick dio en La Casa Encendida en Madrid. Yo estaba en primera fila y me fascinó ella, su presencia, su forma de hablar, su saber estar, su sentido del humor y su inteligencia. Con ochenta y tres años y después de todo un día de entrevistas y promoción, allí estaba, a las diez y media de la noche hablándonos de su infancia, sus sueños de juventud, sus pensamientos sobre el feminismo, sobre su trabajo. Hace justo un año, cayó en mis manos Apegos feroces, el libro que publicó hace más de treinta años  en el que narraba conversaciones con su madre y a la vez rememoraba su infancia, su juventud, sus relaciones. En la charla de La Casa Encendida contó que estaba sorprendidísima del éxito de su libro, treinta años después, en España y que lo había tenido que releer para recordarlo. «Es definitivamente, lo mejor que he escrito».

En La mujer singular y la ciudad, Gornick encadena recuerdos, anécdotas, encuentros con amigos o con completos desconocidos en Nueva York, en su ciudad, en su lugar en el mundo. Tal y como me ocurrió el año pasado, me he sentido muy identificada con muchas de las cosas que cuenta. Gornick habla, por ejemplo, de la amistad y de cómo cree ella que debe ser.

«La mejor versión de si mismo. Durante siglos, éste fue el concepto clave detrás de cualquier definición esencial de amistad: que un amigo es un ser virtuoso que le habla a la virtud que albergamos en nuestro interior. ¡Qué ajeno les resulta ese concepto a los hijos de la cultura terapéutica! Hoy no miramos para ver, y mucho menos, para coronar, la mejor versión de nosotros mismos en los demás. Al contrario, la franqueza con la que administras nuestras incapacidades emocionales– el miedo, la ira, la humillación– es lo que nos lleva a crear vínculos de amistad hoy en día. No hay nada que nos acerque más a los otros que el grado en que afrontamos abiertamente nuestra vergüenza más profunda, cuando estamos con ellos. Colleridge y Wordsworth temían exponerse de esa forma, nosotros lo adoramos. Lo que queremos es sentirnos conocidos, con nuestras virtudes y nuestros defectos; cuanto más defectos, mejor. La gran ilusión de nuestra cultura es que somos lo que confesamos ser».

Así es, ya no queremos ser con nuestros amigos lo mejor que podamos ser. Fingimos mostrarnos tal y como somos para que nos quieran así, pero en el fondo escondemos mucho más de lo que mostramos. Eso también se hacía antes, no hemos inventado la hipocresía, pero se daba por sabido, todo el mundo lo sabía. Ahora, jugamos a mostrarnos, a ser sinceros, enarbolamos la bandera de la franqueza para no tener que esforzarnos ni en ser nuestra mejor versión ni en ocultar. Por supuesto, existen amistades verdaderas, sinceras, amigos con los que nos abrimos en canal y que nos hacen mejores. 
«Hay dos tipos de amistades, aquellas en las que las personas se animan mutuamente y aquellos en las que las personas deben ser animadas para estar juntas. En la primera categoría, uno hace un hueco para verse, en la segunda busca un hueco en la agenda». 
Gornick pasea por la ciudad, va a restaurantes, sube a autobuses (en Madrid, pidió por favor, pasar un rato subiendo y bajando de autobuses urbanos para ver la ciudad) y mira, se fija y escucha conversaciones. Cuenta las anécdotas y, a partir, de esos encuentros con desconocidos va hilando distintos recuerdos y reflexiones. Me gusta mucho que cuando analiza sus relaciones con los hombres, sus amoríos, siempre lo hace de manera crítica pensando en qué salió mal, qué es lo que no funcionó y qué fue lo que hizo ella. No lo despacha con el manido «él era imbécil y yo estupenda» 
«La buena conversación no es una cuestión de compartir intereses, ideales o determinadas preocupaciones por la lucha de clases, sino una cuestión de temperamento: es lo que hace que alguien responda instintivamente con un apreciativo «Sé exactamente a que te refieres» en lugar de un combativo: «¿Qué quieres decir con eso?» Cuando se comparte el mismo temperamento, la conversación nunca pierde espontaneidad y frescura; cuando no, uno siempre tiene que andarse con pies de plomo»

El año pasado recomendé Apegos feroces y este año recomiendo este libro. Leed a Gornick. (Y lo tengo dedicado gracias a Bárbara Ayuso) 

Temporada de huracanes de Fernanda Melchor, publicado por Random House,  fue una de las recomendaciones de los Tipos Infames en la Feria del Libro de Madrid y ha sido una gratísima sorpresa. Es un libro violento, árido, a la manera de Cormac McCarthy o de Erskine Caldwell. México desolado, polvoriento, pobre, seco, sin aire,  un espacio casi imaginario del que es imposible escapar, lleno de personajes que son violentos unos con otros y con ellos mismos. 

El estilo de Melchor es un torrente de párrafos sin pausa, sin puntos y aparte pero con un ritmo que atrapa, no puedes hacer otra cosa que seguir adelante, avanzar.  Línea tras línea, una sensación claustrofóbica te rodea. La historia está construida a través de los distintos personajes que van contando los mismos acontecimientos pero sin repetirse, unos y otros se complementan. Me he imaginado su estructura como un círculo vacío en el que cada personaje rellena su porción como si fuera el "quesito"  del Trivial, hasta que está completo. 

Como ya he dicho, el libro es extremadamente violento, está lleno de relaciones agresivas, tanto personales, de amistad como sexuales.  Mientras leía pensaba en cómo, quizás, si su autor fuera un hombre sería considerado por la censura moralizante que nos está invadiendo como «machista». Para ese batallón de gente que no distingue la ficción de la realidad, un hombre que escribiera este texto sería tachado de machista, odiados de mujeres y, probablemente, y no puedo creer que esté escribiendo esto, se animaría a boicotear su lectura. Me pregunto qué dirá el batallón censor sobre  la Fernanda Melchor. En cualquier caso es una novela fabulosa, sorprendente y que recomiendo muchísimo. No se parece a nada. 

El único momento bonito del libro es éste:
«Y Norma se acordaba bien; apenas habían pasado tres semanas desde aquel día en que Luismi se la llevó a su casa: tres semanas desde aquella primera noche que pasaron juntos, así en vela, contándose historias y toda clase de mentiras porque aún no se conocían bien y no sabían lo que era cierto de ellos y lo que no lo era...». 
Las confesiones del señor Harrison de Elizabeth Gaskell, traducido por Catalina Martínez Muñoz y publicado por Alba ha sido otra de las sorpresas del mes. Hace muchos años, más de los que llevo escribiendo este blog, leí un par de libros de Gaskell: Hijas y esposas y Cranford. No los recuerdo bien pero tras el placer que ha sido Las confesiones del señor Harrison los voy a colocar en la estantería de lecturas pendientes. Esta breve novela fue publicada por entregas, en un periódico, en 1851 y en el tomito de Alba se añade un ensayo también publicado en el periódico titulado La Inglaterra de la última generación en el que la autora disecciona con ingenio y sentido del humor las costumbres de una pequeña ciudad de provincias. 

El Señor Harrison cuenta en esta novela sus confesiones, lo que le ocurrió cuando se instaló en un pequeño pueblo como médico ayudante. Gaskell tiene un finísimo sentido del humor y manejando la ironía con una maestría increíble retrata la vida en esa pequeño pueblo, en el que todo son chismes y todas las relaciones están meticulosamente medidas por unas absurdas normas de educación que llevan, a veces, a situaciones ridículas. Gaskell consigue un equilibro perfecto entre el retrato y la comedia. Es más, leyendo este libro, sonriendo y soltando alguna que otra carcajada he pensado que es una novela perfecta para adaptar al cine teniendo a, por ejemplo, Colin Firth como uno de los protagonistas. 

«Tenía los ojos siempre abiertos para ver a Sophie. He acumulado un arsenal de guantes que compré por aquel entonces, con el pretexto de entrar en las tiendas donde la veía con su vestido negro. Compré kilos y kilos de arruruz, hasta que me harté de los eternos flanes que me preparaba la señora Rose. Le pregunté si no podría utilizarlo para hacer pan, pero creo que le parecía demasiado caro, así que empecé a comprar jabón, pensando que era un producto más prudente. Creo que el jabón mejora con el tiempo».

Recomendadísimo también. 

Para terminar el mes, una poetisa de nombre impronunciable, Wislawa Szymborska, escribiendo reseñas sobre libros en su Lecturas no obligatorias. Prosas (traducción de Manuel Bellmunt y publicado por Alfabia). Lo compré en Los editores en marzo. Este libro es una recopilación de de textos aparecidos en diversas publicaciones polacas entre 1968 y 2001. En cada uno de ellos, todos breves, Szymborska comenta un libro de reciente publicación y digo comenta porque ni los critica ni los reseña. Los libros, que casi podrían no existir, ser imaginarios, son una excusa para escribir sobre cualquier cosa. Szymborska tiene un grandísimo sentido del humor, es inteligente y maneja la ironía como Iñigo Mendoza la espada, con virtuosismo y dejando el mejor golpe para el final. Los libros comentados son de todo tipo: novelas, ensayos de historia, de antropología, de zoología, libros de autoayuda, de consejos para decorar una casa, para tener hábitos de belleza correctos, para aprender a no correr riesgos en la vida cotidiana. A todos se enfrenta de la misma manera, como meras excusas para reflexionar sobre cualquier cosa. Esto, el hecho de casi no hablar de los libros, no sé como sentaría a los editores de dichas obras o a los directores de las revistas que publicaban los artículos, pero para el lector de 2018 es una alegría porque, como ya he dicho, los libros podría no existir y daría lo mismo. Lo importante, lo valioso son los textos de Syzmborska y su libertad al escribir. Ella misma deja claro en su nota a la edición, sus intenciones. 
«Pronto me di cuenta de que no era capaz de escribir reseñas y que ni siquiera tenía ganas de hacerlo. Que en realidad soy y quiero continuar siendo una lectora amateur sobre la cual no recaiga el apremiante peso de la constante evaluación». 
Este párrafo sobre el amor a los libros tengo que copiarlo:
«El homo ludens con un Libro es libre. Al menos, tan libre como él mismo sea capaz de serlo. Él fija las reglas del juego, subordinado únicamente a su propia curiosidad. Puede permitirse no solo leer libros inteligentes de los que aprenderá cosas, sino también libros estúpidos de los que algo sacará. Es libre de no leer un libro hasta la última página, y de empezar otro por el final e ir retrocediendo. Puede echarse a reír en un punto no destinado a ello o, de repente, detenerse ante unas palabras que recordará durante el resto de su vida. Y, finalmente, es libre –y ningún otro pasatiempo puede ofrecerlo esto– de escuchar de qué habla Montaigne o de zambullirse en el Mesozoico por un instante».

Uno de los libros que comenta es El alfabeto chino y de él, me quedo con esta reflexión llena de humor pero en la que Szymborska dispara a matar. Se publicó en 1969. 
«Es evidente que hay un signo que representa a la esposa, y otro, a la amante. «Esposa» es una mujer y una escoba; «amante», una mujer y una flauta. Desconozco la existencia de un signo que represente el ideal al que nos conducen todas las revistas europeas para mujeres: la fusión de la escoba y la flauta». 

Leed a Szymborska, no os arrepentiréis. Leedlas a todas, no os arrepentiréis. Os deslumbrarán. 

Y con esto, y sintiéndolo mucho por vuestros bolsillos, hasta los encandenados de julio. 




  

viernes, 29 de junio de 2018

A ti, lector.

http://bioluminess.tumblr.com/post/137134408269/i-like-the-in-betweens-i-like-the-time-it-takesEy, tú, lector que busca mi última actualización y al no encontrarla murmura «ya no escribe tanto como antes». Tú, lectora, que me regañas un poco en las presentaciones, al conocerme, porque echas de menos cuando escribía casi todos los días. Tú, lector, que al leer en Twitter la historia de mi compañero de Ave que gritaba por el móvil «¿Sabes lo que es la época azul de Picasso? Vale. Pues consigue un Picasso de la época azul que tengo un inversor que nos dará cincuenta millones de euros» te has quedado como yo, queriendo saber más. ¿Quién era ese hombre? ¿Había una cámara oculta en mi vagón? ¿Cómo se puede no saber lo que es la época azul? Quizás, como yo, hayas llegado a la terrible conclusión de que ese hombre vociferante e indiscreto ni siquiera sabía quién era Picasso. A ti, lector, que llevas días y días dejando comentarios y preguntándote qué pasaba con ellos, si es que yo, la bloguera, había decidido suprimirlos, te debo una explicación. Blogger había estado secuestrando todos los comentarios y yo, inmersa en la vorágine de correr de un lado a otro, y sometida a la idea de que la gente ya no lee blogs, solo ve vídeos en Instagram y lee hilos en Twitter, creía que había vuelto a los inicios del blog, a cuándo escribía solo para mí. Ayer, gracias a P, me di cuenta del secuestro y a las doce de la noche, en pijama en la penumbra de mi salón ,liberé todos los comentarios retenidos y comprobé que somos como la irreductible aldea gala, yo sigo escribiendo y vosotros, lectores, seguís aquí, leéis y decís cosas. Tú, lector anónimo, que me escribes para decirme que ya no es lo mismo, que ya no te gusta lo que escribo y que te vas, adiós. Tú, lectora, al que me gustaría poder contarle cómo eran los dos hombres, chicos jóvenes, que ayer en el Ave de vuelta a Madrid pasaron todo el trayecto hablando de filosofía del derecho y de los valores morales sobre los que debe asentarse la democracia para poder llamarse así. Me gustaría poder contarte que en un primer momento pensé que había una cámara oculta y, después, que nunca en mi vida había estado tan cerca de ver a dos filósofos charlar y debatir ideas. 

A ti, lector, descerebrado, fiel u ocasional, antiguo o recién llegado, aburrido o extasiado, entusiasmado por el Mundial o repudiador del fútbol, tengo que decirte que pensé en escribir en el tren, me llevé el cuaderno, la pluma, un lápiz. Tenía mesita, ventana, tiempo... y no fui capaz. Leí, dormí y pensé, mientras miraba por la ventana, que quiero vivir en una de esas casas que sólo se ven desde un tren. 

Quiero decirte, además, que escribo todo lo que puedo, sobre todo lo que se me ocurre y que trato de hacerlo lo mejor que me puedo. Que cuanto más leo más consciente soy de mis carencias y que me enfado por no saber hacerlo mejor. Quiero decirte también que no siempre va a gustarte lo que escribo ni cumplirá tus expectativas. Quizás no te haga reír cuando querrías reírte y te haga llorar cuando jamás lo pretendo. Quizás te interese un pimiento lo que cuento o quizás querrías saber más...No lo sé. 

Yo escribo y tú lees. Gracias.   


lunes, 25 de junio de 2018

Yo me bordé mi ajuar

Leo la última entrega del "Querido diario" de Tallón sobre el mundial y su peripecia en una boutique "del botón" en la que en su escaparate se anuncian «Los 430 colores más bellos para bordar» y me acuerdo de la caja de hilos de bordar de mi madre. Era una caja azul de lata (que seguro que está por casa aún, recordemos que mi madre es inmune a Mary Kondo) con un paisaje inglés pintado en la tapa. No recuerdo que nunca tuviera galletas ni dulces así que quizás la heredamos de alguien. Mi madre la tenía llena de hilos de bordar de colores. Los ovillos de hilo de bordar son tan bonitos y dan tantas ganas de coser como las cajas perfectas de lápices de colores. Las ves en los escaparates y no puedes contener las ganas de tener una hoja en blanco y empezar a pintar porque con esos lápices seguro que consigues dibujar algo precioso. La realidad te pone en tu sitio enseguida y, poco a poco, decides resignarte a mirar los lápices en el escaparate. Con los hilos pasa lo mismo, durante años los admiras en su caja como si fueran un tesoro, sus colores brillantes, ordenados por tonalidades y ves a tu madre cosiendo y bordando servilletas, manteles, sábanas, toallas. Parece fácil, ella lo hace sin mirar, mientras ve la tele, mientras charla contigo, mientras te echa broncas sin pincharse... y piensas «no puede ser tan difícil». Y así, con el enésimo «no puede ser tan difícil» de tu vida te encuentras un buen día bordando tu ajuar. Sí, yo me bordé mi ajuar. Dos juegos de sábanas, dos manteles, dos juegos de toallas y no sé si se me olvida algo. Y aún hay más, tengo un baúl del ajuar que, ahora, utilizamos de mesilla de noche y en el que guardo la ropa de verano en invierno y la de invierno en verano. 

Bordarme el ajuar se me dio bastante mejor que pintar cualquier cosa. Bordé mi nombre con un precioso hilo azul marino en unas toallas blancas que todavía utilizo. Bordé unas preciosas hojas, en distintas tonalidades de ocre, en una tira que luego cosí a un juego de sábanas, bordé mil adornos multicolores en un mantel rojo intenso que responde con precisión al adjetivo "navideño" y sé, que en alguna bolsa, en algún armario, en una bolsa amarilla de Antoñita Jimenez, me  está esperando un precioso mantel blanco con un millón de flores de colores. No lo terminé, me casé antes de terminarlo y, después, no encontré el momento ni el tiempo para retomarlo. 

Ayer pensé que quizás sea el momento de retomarlo. ¿Por qué? Por llevar la contraria. Asisto con incredulidad, sorpresa y con bastantes ganas de repartir collejas como Amparo Baró en aquella serie mítica de televisión, a una reinterpretación de cada pensamiento, acción, reacción u omisión de la vida diaria, de la vida diaria de las mujeres, de mi vida diaria como mujer, madre, divorciada, trabajadora... en función del supuesto machismo que domina mi vida sin que, por lo visto, yo me entere. Y entonces, mientras asisto atónita a esta ola de «vengo a explicarte como es el mundo porque los hombres son todos malos y tú no te enteras» pienso en cómo se interpretaría el hecho de que yo me bordara mi ajuar. Supongo que, completas desconocidas poseedoras de la verdad absoluta por el mero hecho de ser mujeres, me dirían que el hecho de que me bordara mis toallas, mis manteles y mis sábanas y los guardara en un baúl constituye un ejemplo de cómo el patriarcado y la idea de que mi futuro era casarme me oprimió para hacer eso. 

Y la verdad, la realidad, es que  bordé mi ajuar porque me encantaban los hilos de colores de la caja de lata azul. 


miércoles, 20 de junio de 2018

Me gustaría...

Me gustaría que no se notara tanto que realmente no sé mucho de nada. O saber mucho de algo. Ojalá supiera de qué. Me gustaría saber si los demás también creen que no saben mucho de nada y todos fingimos que no nos damos cuenta. Me gustaría que dejara de dolerme el brazo y que en el comedor de mi curro hubiera más fruta que naranjas. Me gustaría acordarme de las pelis que quiero ver cuando decido que quiero ver una película. Me gustaría ser capaz de medir el tiempo; no anticiparme a las preocupaciones y llegar pronto a las citas. Me gustaría que los fabricantes de patatas fritas no hubieran descubierto el secreto para que cuando te compras una bolsa de patatas fritas tengas, obligatoriamente, que terminártela a pesar de haberla comprado con el pensamiento de solo zamparte la mitad y guardar el resto para otro día. Me gustaría no descubrirme haciendo cosas que hacia mi madre y que a mí me sacaban de quicio. Me gustaría que la mantequilla fuera más fácil de untar y que los panes de molde en vez de venir clasificados por con corteza o sin corteza, con semillas o sin semillas, tuvieran un indicativo que dijera «soy bueno, resisto que me untes con mantequilla sin desintegrarme». Me gustaría recordar cada mañana que las ganas de hacerme bicho bola se me pasarán y que el día pasará como tiene que pasar hasta que llegue la noche. Me gustaría no sorprenderme pensando «qué mayor soy» al verme en fotos  de hace unos años y «qué monas eran» al ver a mis hijas en esas mismas fotos. Me gustaría que cuando firmo un correo con «un cordial saludo» cargado de bilis y odio profesional, el destinatario sintiera al leerlo un ligero malestar, un mareo, una breve náusea aterradora y escalofriante de origen desconocido que le sumiera en una zozobra angustiosa durante unos breves minutos, digamos veinte. O treinta. Me gustaría que me gustara hablar por teléfono. Me gustaría ser capaz de mantenerme firme en mi propósito de acompañar a mi hija María en su afición futbolera y no descubrirme pensando en cambiar los libros de sitio y renovar las fotos de los marcos mientras ella me dice «Mamá, así no me acompañas».  Me gustaría poder pedirme un mes sin sueldo y enfrentarme así a un largo verano de tedio, de aburrimiento, de horas sin nada que hacer, llenas de rutinas intrascendentes e inconscientes que ralentizaran el paso del tiempo, como cuando era pequeña y cada día hacia lo mismo y parecía que todos mis días serían siempre así, vividos sin pensarlos. 



lunes, 18 de junio de 2018

Agua con gas, ese invento del demonio


Cuando tienes mucha sed, cuando te duele la cabeza, cuando te estás mareando, cuando tienes los pies hinchados, cuando estás asqueroso de mugre o apestando a sudor, cuando no puedes más de sueño, cuando vas a parir en una película, cuando te da por tener plantas en casa porque dan alegría de vivir, cuando tienes el pelo mugriento, cuando tienes fiebre, cuando quieres escupir en el dentista, cuando quieres limpiar, cuando tu bebé ha desbordado la capacidad del pañal más eficaz del mercado, cuando quieres refrescarte después de...,  cuando quieres darte un festín de macarrones, cuando quieres ponerte una copa que te reconcilie con el día de mierda que has tenido... ¿qué necesitas? Agua. Sin sabor, sin olor, sin gas. Agua. 

Nada de todo eso se puede hacer con agua con gas. Nada. ¿Por qué? Porque el agua con gas es medicina. 

¿Quién bebe agua con gas? Y ¿por qué la bebe? La mejor y más adicta bebedora de agua con gas que conozco es mi ex suegra, una señora maravillosa a la que cuando propones cualquier plan su respuesta es siempre: «si hay vino blanco y cerveza fría, me apunto». Tiene casi ochenta años y jamás bebe agua, como mucho cuando se siente «pesada», bebe agua con gas. ¿Por qué? Ella misma lo dice «porque no es agua» 

El agua con gas es un invento del demonio creado por alguien que se creyó Dios, que quiso mejorar la perfección, cuadrar el círculo, volar a tocar el Sol pero que no quiso ser gaseosa porque le pareció vulgar. Lo alucinante es que encontró nicho de mercado y se vende. Aún hay más, conozco gente que sabe distinguir una de otra y que encuentra maravillosa un agua con gas francesa, exquisita una alemana y «francamente asquerosa» una de marca italiana. El agua con gas es una creída pero la gente que la bebe, o por lo menos la que yo conozco, es gente bastante divertida. Se saben raros, peculiares, absurdos y no lo ocultan. Parecen señoras inglesas con casas llenas de barbies con la cara de Lady Di: «ya sé que esto es una estupidez pero me encanta». Los del agua con gas son así, excéntricos divertidos con una adicción muy tonta a una medicina. 

—Tengo sed. Quiero agua.
—¿Con gas o sin gas?
—¿Cuánto tiempo llevamos juntos? Lo haces para hacerme rabiar, ¿no? 
—Ja. Por supuesto. 

El agua con gas no es agua, es medicina. Es gaseosa con ínfulas. 



miércoles, 13 de junio de 2018

Yo me ofendo, tú te ofendes, él se ofende, todos somos gilipollas.

Los veganos se ofenden porque en el emoji de la ensalada hay un huevo duro. Los ecologistas de pantalla se cabrean porque hay un emoji de un vaso de plástico. Los futboleros se ofenden porque Lopetegui anuncia que se va al Madrid. Otros futboleros se ofenden porque lo cesan dos días antes del mundial. Los de «voy a pasar el rasero de la inclusión por absolutamente toda la ficción que se hace y que se ha hecho desde los tiempos de los faraones» se ofenden porque en una película de dibujos animados un dragón chica es reconociblemente chica. Los adalides de lo políticamente correcto hasta en el ciclo del crecimiento de las uñas, claman al cielo porque un autor o una autora es idiota en sus opiniones personales y, por tanto, eso echa por tierra todo el valor de su trabajo profesional. Esos mismos adalides se cabrean y te amenazan con algo tan terrorífico como "dejar de seguirte" cuando anuncias que tú vas a seguir viendo pelis de tal director de cine o leyendo libros de aquel otro. Las madres y padres se ofenden si a sus churumbeles no los invitan a un cumpleaños, si en el colegio se ofrecen caramelos en vez de fruta recién caída del árbol y cortada en el mismo momento, si se anuncian dulces en televisión o si se crean videojuegos. Se ofenden si un profesor fuma por la calle o quizás, quién sabe, lo mismo hasta bebe cañas. 

Ofendidos por acoger inmigrantes, por un ministro presentador. Ofendidos por las procesiones de Semana Santa, por las manifestaciones del Orgullo. Ofendidos por un Consejo de Ministras. Porque la RAE dice que el plural masculino es el correcto. Ofendidos porque a otros les gusta el fútbol. Ofendidos porque se metan con el fútbol. Ofendidos porque se premia la excelencia. Ofendidos porque se ayuda a los que lo necesitan y no a los mejores. Ofendidos por las que dicen que todo es machismo. Ofendidas por los que dicen que el feminismo matará la vida en la tierra. Ofendidas porque según ellas se folla sin empatía. Ofendidas porque te dicen que lo de follar con empatía es una gilipollez. Se ofenden por el amarillo. Se ofenden por el rojo. Ofendidos con los millenial. Ofendidos con sus padres porque no les prepararon para "lo que iba a ocurrir". Ofendidos por las opiniones diferentes a las nuestras. Ofendidos por las tonterías de los demás. Ofendidos cuando otros opinan que somos nosotros los que decimos tonterías. Ofendidos cuando nos hablan. Ofendidos si nos ignoran. Ofendidos si nos tocan. Ofendidos si no nos abrazan. Ofendidos porque he ilustrado este post con la imagen de un niño. Ofendido porque los demás no son tan perfectos como yo creo que soy. 

El umbral de la ofensa pintado con tiza en el suelo.  

Bienvenidos a la era del «Pues no respiro porque la vida no es como yo quiero».  



lunes, 11 de junio de 2018

El olor de los recuerdos

El camino de baldosas amarillas que lleva al portal. No sé porqué son de ese color y si alguien, alguna vez, en los sesenta años que llevan ahí alguna vez ha intentando cambiarlas pero el caso es que resisten y yo, que ya tengo una edad para saber que las cosas cambian aunque nos parezcan perfectas, cada vez que voy temo no encontrármelas. La puerta azul del portal que hay que empujar siempre con el hombro. La foto inmensa, en blanco y negro, de esa playa antes de ser esa playa, antes de que hubiera nadie ni nada. Mar, arena, roca y palmeras. Me gusta pensar que el color amarillento que la va cubriendo cada año es la pátina que nuestros recuerdos van dejando sobre ella y no restos microscópicos de cremas bronceadoras y aftersun que se han ido pegando ella tras más de cincuenta años viendo pasar veraneantes. El ascensor y su espejo en el que siempre te ves moreno, guapo, atractivo, feliz. Es un ascensor en el que no puedes ser infeliz y en el que yo, ahora, valoraría quedarme a vivir o por lo menos robar el espejo. La puerta con relieve, la llave FAC que giras sintiendo que estás jugando a las casitas. El cuadro de la plaza mayor en el siglo XVIII con espectáculo taurino, el mueble bar con platitos de aluminio de colores para los frutos secos y la botella de Pipermint que lleva ahí cincuenta años. Los espejos con forma de sol que han completado ya una vuelta completa al ciclo de la moda; fueron super tendencia, fueron horribles, fueron horteras y ahora vuelven a ser lo más de lo más. Los muebles castellanos con aspecto renovado tras un proceso intenso de barnizado, decapado y repintado pero que en el fondo siguen siendo los mismos.  Los sofás con más de cincuenta años que nos negamos a cambiar, a pesar de que piden a gritos su eutanasia, porque sabemos que no encontraremos otros mejores. Serán más nuevos, más cómodos, más fáciles de mover y de limpiar pero no serían nuestros, no tendrían vida, ni historias que contar, ni roces que nos recordaran todas las veces que nos hemos sentado, las siestas que nos hemos echado, las noches que hemos pasado en ellos. Quizás los estamos haciendo sufrir pero no somos capaces de matarlos, los honraremos cuando llegue su momento. El papel de flores amarillas y marrones desapareció  y nadie lo echa de menos pero el panel de madera continúa, va camino de completar el mismo ciclo que los espejos de sol. Los sillones de paja con forma de huevera en los que al sentarte, te hundes hasta tener casi los ojos a la altura de las rodillas. Las tazas de desayuno de duralex transparente en las que el café sabe distinto, sabe mejor que en el más fino juego de porcelana del mundo. El mapamundi de perspectiva imposible en el que se enfrentan las costas de Italia y África nombradas como Europa y Barbaria. La tetera de aluminio con tapa granate. La mesa de tapa de piedra de la terraza. Las sábanas con el nombre del edificio y el piso bordado en el borde. Ya no las usamos porque son imposibles de planchar pero tienen que estar y las guardamos en los armarios perfectamente ordenadas, mucho más ordenadas que cuando las usábamos. El cenicero de pie y el ventilador de aspas rojas que cómo el ventilador que todos dibujaríamos si tuviéramos que hacerlo; es el prototipo de ventilador. El tétrico cuadro de un bosque invernal, con árboles desnudos, casi secos y un fondo de nubes violeta pintado por la mítica Tía Leni, familiar legendario que mi generación y que para las posteriores es alguien que pintaba y relacionado de alguna manera con nuestra familia. 

Todas esas cosas están pero hay otras que han ido desapareciendo. Los buzones que tapizaban una de las paredes del portal y en las que yo, antes de saber que para recibir cartas alguien tiene que escribírtelas, metía los dedos cada vez que pasaba, esperando encontrar las palabras de algún desconocido que quería conocerme. El mostrador del portero con su teléfono de monedas para llamar y que te llamaran. El edificio en obras justo al lado en el que una vez dejé escondida una carta de amor para el primer chico que me gustó y que inauguró la extendida tendencia a ignorarme por parte del género masculino. El minigolf misterioso con árboles, parterres, muros de arbustos y rosaleda que es para mí el mejor parque en el he estado nunca. En esta última visita ha desaparecido «Villa Moni» y la próxima vez habrán desaparecido las pistas del tenis del Hotel Delfín, nunca había nada jugando y en ese desuso radicaba todo su encanto. Ya nunca podré soñar con aprender a jugar al tenis en ellas. 

Cada vez que vuelvo temo que algo más haya desaparecido, que se haya esfumado para siempre, que otro trocito de mis recuerdos haya dejado de tener anclaje físico y pase a ser solo una sensación, una imagen, que se vaya borrando con el paso de los años. Pero, lo que más temo es que desaparezca el olor, porque allí huele a recuerdos, a los míos y a los de toda mi familia. Un olor compuesto por las historias que llevamos más de cincuenta años construyendo alrededor de todos esos objetos que para los demás, para los que llevamos allí por primera vez,  pueden ser trastos feos, absurdos o rídiculos pero que, para nosotros, La Familia, son preciosos porque acumulan capas y capas de nuestras vidas. 

Bueno, temo que desaparezca el olor y la botella de Pippermint. 


miércoles, 6 de junio de 2018

Lecturas encadenadas. Mayo

Paco Roca 
En este mayo «marzeado»  he leído cinco libros. En realidad, y para ser exacta, debería decir que hasta el 29 de mayo habían caído tres libros y pensé que éste iba a ser la entrega más breve de los encadenados. Pero, desde que el día 29 dejé de dormir por un fenomenal dolor de garganta, que me llevó primero a ser Lee Marvin, luego a ser el Perro Pulgoso y después a ser una espantosa compañera de cama, la falta de sueño y la desesperación consiguieron que sacara tiempo para leer otro par de libros.

Al lío.

Ahora que lo pienso los dos primeros libros de este mes los leí concentrados en un solo día, el primero del mes, el día del trabajo. El 1 de mayo lo pasé en un sofá devorando un par de cómics. El primero de ellos fue Lulu, mujer desnuda de Étienne Davodeau.  En enero, leí Los ignorantes del mismo autor y me encantó así que me apetecía seguir con este autor. Lulú es una mujer normal, podría ser yo, o mi hermana o mi vecina de descansillo o la mujer que atiende en la tintorería de mi barrio, podríamos ser cualquiera. Lo que hace diferente a Lulú o por lo menos, la hace distinta durante unos momentos de su vida, es que un buen día decide seguir el impulso que todos tenemos alguna vez de marcharnos de nuestra vida. Casi nadie lo sigue, pero creo que todos, en algún momento, pensamos en cómo sería nuestra vida si nos fuéramos, si dejáramos todo atrás. No lo sentimos o lo pensamos porque seamos infelices (o no tremendamente infelices) sino porque sí, porque fantaseamos con asomarnos a lo que hay más allá de nuestra vida. Lulú, al contrario que casi todos, decide seguir ese impulso. No lo hace con maldad, ni por venganza. Es más, llama a su familia y les dice «No os preocupéis, estoy bien, pero necesito un tiempo para mí, necesito descansar, necesito pensar y ser». Sé que hubo un tiempo en mi vida en que yo pensé que ese tipo de impulsos, de necesidades, eran egoístas e infantiles pero ahora sé que no lo son.

Lulú escapa, pasea, conoce gente, se siente bien. Por primera vez habla por si misma siendo ella, no la madre ni la mujer de nadie. Lulú es normal, sus hijos son como como los de todos y su marido, tras el cabreo inicial, entiende que algo debe cambiar. Sus amigos no la crucifican ni la juzgan, se reúnen para intentar saber qué ha ocurrido y como ayudar. Lulú, una mujer al desnudo es un cómic que deja un poso de tristeza, de amargura aunque acabe bien. No sé si esto es así porque el lector desea que Lulú no vuelva, porque queremos creer que siempre se está a tiempo de empezar una nueva vida.


Tras esta historia cotidiana, lenta y pausada me sumergí en Haarman. El Carnicero de Hannover de Peer Meter e Isabel Kreitz. De golpe pasé de los paisajes franceses y las reuniones de amigos a las callejuelas del centro de Hannover en los años veinte. Este tebeo cuenta la historia del mayor asesino en serie de la historia de Alemania, Fritz Haarman que fue condenado a muerte por el asesinato y descuartizamiento de veintitrés jóvenes pero que probablemente mató a más de cien. Haarman era confidente de la policía y se le consideraba un tipo raro pero sin problemas. Captaba a sus víctimas en las estaciones y con la promesa de una comida y de compañía los llevaba a su casa dónde tras intentar mantener relaciones sexuales con ellos (era homosexual y siempre eran hombres jóvenes) los asesinaba, descuartizaba y se cree que luego vendía su carne en el vecindario. La historia fue un escándalo en su época, por los asesinatos y también porque Haarman había estado actuando en las narices de la policía y contando, en cierta manera, con su apoyo al ser considerado un confidente.

La historia de Haarman es terrible pero lo más alucinante de este tebeo son los dibujos de Isabel Kreitz. Dibujados con lápices de carboncillo recrean perfectamente el ambiente social, las calles, las texturas de la Alemania de principios del siglo XX. Son dibujos elegantes, minuciosos, parecen casi grabados pero consiguen transmitir toda la sordidez y el horror de la historia.

Ada o el ardor de Nabokov fue la siguiente parada. Lo compré en Urueña, en la Librería Primera Página, en el mes de febrero y le llegó su momento en este mes de mayo. Quería leer algo más de Nabokov porque, en su día, Lolita me encantó y porque ¿qué mejor momento para volver a él que cuando se ha levantado toda esa polémica absurda sobre la ficción moralizante?

Lo primero que tengo que decir es que desde la primera página el libro me impactó porque, de repente, no sabía si lo que estaba leyendo era Nabokov o David Foster Wallace. Ada o el ardor se publicó en 1968, casi treinta años antes de la publicación de La Broma Infinita que claramente bebe de esta obra tanto en el planteamiento como en la manera de escribir y en la presentación de personajes. En ninguna reseña de La Broma Infinita de las mil que he leído he visto referencia a esta clara inspiración y es espectacular porque hay párrafos que podrían estar en La Broma infinita sin desentonar nada.

Nabokov se inventa un mundo, Antiterra, plagado de referencias reales pero puestas del revés, o entremezcladas con fantasía, con magia, con saltos temporales, con disfraces y locuras. Cuando leí La Broma Infinita escribí que el Estados Unidos que DFW presentaba era como estar en una habitación que conoces perfectamente pero con todos los muebles puestos al revés. Aquí ocurre lo mismo, todo te suena, todo es reconocible y al mismo tiempo es extraño, incómodo. Nabokov nos cuenta la historia de amor entre Van y Ada, dos primos hermanos que resultan ser hermanos.  Nabokov es aquí muy explícito en el sexo, en el deseo sexual entre dos niños de catorce y doce años, en la pulsión sexual de los hombres, en el gusto por las jóvenes y las niñas, en la fantasía de uno de los personajes secundarios por crear los burdeles perfectos, todo está contando sin tapujos y sin melindres.  Su romance es un excusa para jugar con el lenguaje, cruzar referencias, recrear de manera irónica pasajes de novelas decimonónicas y supongo que, en su día, escandalizar. Ahora mismo también escandalizaría, mucho más que Lolita pero no hay peligro de que eso pase porque dudo mucho que toda esa gente que habla de Lolita, probablemente sin haberla leído, se plantee leer estas seiscientas páginas.

Para mí, esta novela es una historia con la que Nabokov simplemente quiso divertirse, jugar, escribiendo lo que que le salía sin preocuparse de resultar complicado, sórdido o de no ser entendido. Para mí, la historia es perfecta en su delirio hasta la página trescientos, luego comienza a decaer y a hacerse más ardua aunque manteniendo algunos pasajes fabulosos hasta despeñarse para llegar al final. No la recomiendo pero me ha gustado leer algo más de Nabokov y comprobar que era un magnífico escritor.

«¿Qué son los sueños? Una azarosa sucesión de escenas triviales o trágicas, estáticas o itinerantes, fantásticas o familiares, que nos muestras acontecimientos más o menos verosímiles, remendados con detalles grotescos y que resucitan a los muertos para instalarlos en nuevos escenarios».

Y así llegamos a la noche del 29 de mayo, la noche en la que me convertí en un hombre de voz grave y tos de beber carajillos a las siete de la mañana en un bar. Mi insomnio de esa noche lo acompañé con la lectura de la nueva novela de Verity Bargate, Con la misma moneda, publicada por Alba Editorial. Hace justo un año leí, de la misma autora, No, mamá, no que me impresionó muchísimo y por eso me apetecía seguir con ella. (La portada, además, es preciosa)

Verity Bargate tiene un estilo de escritura que, como dije hace un año, recuerda a Lucia Berlin pero además, da escalofríos. Lo cuenta todo muy bien, tan bien que tienes miedo, vas leyendo y estás alerta porque sus palabras cortan, las situaciones acojonan y contienes el aliento para que todo salga bien, para el mundo sea bonito y nadie salga muy dañado pero sabes que vas directo a la tragedia.

Con la misma moneda es la historia de Sadie Thompson, una joven inglesa que pasa toda su infancia y juventud interna en colegios para comenzar una nueva vida cuando su madre muere y ella hereda un piso, dinero y una vida. Descubre quién era su madre e intenta saber quién es ella, construirse una vida. Sadie no sabe quién es y no sabe qué quiere hacer con su vida, quiere ser querida, sentirse amada y, a la vez, no se atreve a querer a nadie. Es como un cachorrillo maltratado, que no confía en nadie. Verity consigue que el lector conecte con ella desde el principio, primero con compasión, luego con afecto, con esperanza, alegrándose por su nueva vida y luego, poco a poco con terror y asco. Verity Bargate construye casi una historia de miedo, cargada de ese miedo cotidiano que es el más terrible porque está en lo que nos rodea, en los demás, en nosotros mismos. Con la misma moneda fue la tercera y última novela de Verity Bargate que murió de cáncer, con cuarenta años, en 1981. Os la recomiendo muchísimo. No os va a dejar indiferente y, además, necesito comentarla con alguien.

«Está bien tener integridad. Para mí la integridad solo es molesta cuando se confunde con el esnobismo o con la superioridad moral, o cuando se ve como lo contrario de la codicia. La integridad es una cosa muy rara. A todo el mundo se le puede comprar» 

Y esto sobre la enfermedad.

«–Escucha. Creo que lo estás llevando muy bien, pero no tienes por qué hacer este esfuerzo ahora. Es mejor que te lo ahorres para cuando vuelvas a casa, para cuando no te quede más remedio. En cierta medida, los hospitales son el peor lugar del mundo para aceptar una cosa como la que te ha pasado: aquí estás completamente protegida y resguardada, y todo parece irreal. Además, os esforzáis siempre un montón por ser valientes. A veces pienso que las cosas tendrían que ser al revés: las operaciones os las tendrían que hacer en casa y os tendrían que traer aquí después, cuando pudierais veros las cicatrices y todo empezara a ser real. Entonces es cuando de verdad necesitáis comprensión y cariño y a gente que os cuide y os ayude. Ahora no, porque ahora os parece que la única razón por la que habéis venido aquí es el dolor físico».

Algunas veces, muy pocas, lees un libro en el momento justo, exacto para leerlo. A mí me había pasado con algunos libros en relación a mi vida, a mis circunstancias personales. Esta vez ha sido con las circunstancias políticas y sociales del país y Salvaje Oeste, de Juan Tallón.

Salvaje Oeste es una novela de corrupción. Corrupción política, económica, periodística, cultural y de todo tipo. Es España y no lo es, somos nosotros y no lo somos. Juan dice que se ha inventado un país pero yo creo que lo que ha hecho ha sido dibujar lo que no vemos pero todos intuímos, se ha imaginado en el backstage de la corrupción y nos lo cuenta sin tapujos. Y sí, es mucho peor de lo que todos pensamos. No hay nadie bueno, ni íntegro, ni leal, ni con principios. Todo lo que nos pasa y nos ha pasado está ahí, contado como en un buen best seller, atrapándote con su ritmo cada vez más frenético en el que no hay descanso. Al terminar, al llegar a la última página en la que nada acaba porque la corrupción es imparable, al cerrar sus páginas, todo lo que venía a mi cabeza eran imágenes de trenes. La corrupción, la política rastrera y torticera, los entresijos asquerosos del poder funcionan como una máquina de tren imparable. Pensaba en los Hermanos Marx gritando «¡Es la guerra! Más madera, más madera» porque es así, la corrupción no se para, no se acaba nunca, los que dirigen la máquina solo quieren más combustible para continuar dónde están, haciendo lo que hacen y, además,
creen que es una guerra en la que ellos son los buenos y todo vale: más madera. Y vamos directos al abismo.  Tallón dice que su historia pasa en un país imaginario, lástima que se parezca tanto al nuestro y que el lector no encuentre nada que no le recuerde a algo que esa misma mañana ha leído en twitter, en un periódico o ha escuchado en la radio. Leer Salvaje Oeste es descorazonador porque uno no puede quitarse de encima la idea de que los que nos gobiernan, los que nos informan, los que nos controlan son malos sin interés, la corrupción no es un asunto de malos con clase, de malos con estilo, es la manera de actuar de lo peor.

«Después de peregrinar de habitación en habitación en busca de una camisa limpia, volvió a ser consciente de que llevaba veinte años usando camisas que no le gustaban. Así como un pantalón o unos zapatos sí, una camisa nunca lo había hecho feliz. Las usaba, sin más, pues servían para vestirse según cierto estilo. Una de sus parejas de la facultad lo persuadió, con una estadística seguramente inventada, de que los hombres con camisa estarían siempre un escalón por encima, en clase, de los que usaban camisetas o jerséis. Saber llevar camisa, según ella, exigía años, y no tenía menos mérito que obtener un título, saber negociar un aumento de sueldo o peinarse de memoria, sin espejo.»

Y con esta acertada reflexión sobre los hombres que saben llevar camisa y un bizcocho, hasta los encadenados de junio.