jueves, 8 de junio de 2017

Pequeños detalles con importancia


En mi casa nos escurrimos cuando nos resbalamos y nos esnaframos cuando nos tropezamos. Las cuestas son pindias y tenemos sitios fijos para sentarnos a comer en la mesa de la cocina, el que está debajo de la ventana es el mejor y nos peleamos por él cuando su ocupante habitual no está. A la hora de la cena y en el desayuno somos más de jugar a las sillas musicales. En mi casa las judías pintas se comen con arroz y el pisto con huevo frito y patatas o no se comen. En mi casa no bebemos agua mineral y el agua del grifo jamás se mete en la nevera. En mi casa decimos «están locos estos romanos» y «comprad, comprad mis hermosos jabalíes». La alfombrilla del baño se cuelga siempre en su sitio y la noche de Reyes cantamos «niños buenos, niños buenos, juguetes les traerán. Niños malos, niños malos, carbones les traerán» poniendo voz grave de asustar. En mi casa los perros no entran en la casa y cuando llegamos todos metemos la mano en la abertura del buzón para intentar sacar lo que hay dentro, cuando hay algo dentro. Las patatas fritas siempre son de La Montaña y el tomate para freír Apis. Decimos archiperres y trastos y sabemos quienes son Juanito y Juanita los de "la pequeña" y Juanito el niño diabólico de la playa. En mi casa hay mantas de avión dobladas en cada brazo de los sofás y todos tenemos una manta favorita. En mi casa yo tengo fama de exagerar y mi madre de contar las cosas en tiempo real, tan real que sientes como te crece el pelo. En mi casa la mermelada siempre es casera y en la estantería de la escalera hay siempre una camiseta huérfana que no es de nadie y que nadie sabe como ha llegado hasta allí. En mi casa el pestillo del baño se atasca y hay que gritar «Ehhhhh» cuando te estás duchando y alguien se pone a fregar en la cocina. El café del desayuno se toma en tazón grande pero el te de la tarde en juego de té.  En mi casa hacemos reír a los bebes diciendo «Bobito, baboso, bobaina» con un gesto muy tonto con los labios y hasta hace muy poco, para dormir a los bebés,  cantábamos una canción muy macabra en la que Antón Carolina mataba a su mujer, la metía en un saco y la llevaba a moler, el molinero le descubría y decía «esto no es harina, esto es la mujer de Antón Carolina». En mi casa discutimos a gritos como cuando éramos adolescentes y podemos pasarnos días sin hablarnos; a veces damos miedo pero nos funciona, nada se encona tanto como para hacer crecer un bosque de resentimiento incompatible con la convivencia. Tomamos papilla de frutas y la llamamos «frutitas».En mi casa todos hemos leído Konrad el niño que salio de una lata de conservas y cuando alguien dice «ticket» contestamos «to ride». En mi casa se entra siempre por la puerta de la cocina, se cuelgan las llaves en una casita-llavero que hizo mi hermano cuando estaba en el colegio y se grita: Hola, ¿hay alguien?

domingo, 4 de junio de 2017

Hasta el último momento


«Lean... un tipo fantástico», sin razón, por impulso, pinché en el enlace y leí «Una derrota triste. Porque no era ninguna decisión, era una nueva renuncia, una prueba más de que no tienes la vida bajo control. Otro aprendizaje en la aceptación de la nueva realidad».

¿Quién había escrito esto? Pinché en el perfil, reconocí al autor y al ver que había publicado un artículo tres días antes pensé que debía estar mejor, que el tratamiento que seguía había funcionado. Al volver a twitter descubrí que acababa de morir, que había muerto ese mismo día y una extraña sensación de incongruencia empezó a invadirme. Volví a ver la charla por la que le conocí hace años, bucee en su cuenta de twitter, y la incómoda sensación fue creciendo y creciendo hasta ser una bola enorme en mi interior. 

«Vaya, parece que me han sentado mal los churros del desayuno, los tengo clavados aquí» fue lo último que dijo mi padre antes de desplomarse muerto en el acto. Esa frase me persigue desde hace veinte años ¿quién elegiría esa frase como sus últimas palabras? Mi padre no sabía que iba a morir y esas palabras son la prueba de que seguía vivo hasta el último momento. Estás y, en un instante,  dejas de estar.   

Hace veinte años no había redes sociales, ni internet, ni móviles, la muerte tenía menos resonancia. Alguien moría y podías, de hecho pensabas, creías, que cuando  se había ido apagando poco a poco, que el proceso lógico que te lleva a la muerte es un progresiva y más o menos lenta desconexión  de la vida. Inconscientemente creemos que te vas preparando, que te vas dando cuenta, que te vas muriendo poco a poco.  En la época de la tecnología, cosas como tuitear, colgar un post en Facebook, una foto en instagram o escribir un artículo están al alcance de casi cualquier enfermo hasta el último momento, convierten la muerte en algo incongruente, inoportuno, casi imposible. 

¿Cómo ha muerto hoy si ayer escribió un artículo? Porque te aferras a la vida, porque no sabes que es tu último momento, porque estás vivo hasta el último momento. 


jueves, 1 de junio de 2017

Lecturas encadenadas. Mayo

Un mes espectacular de lecturas, uno tras otro se han encadenado libros que me han enganchado. Este mes los recomiendo todos.

No tengo ni la más remota idea de como El Señor Maní, de A.B. Yehoshua ha llegado a mi estantería. Sé que fue un regalo pero no he conseguido saber de quién, he preguntado a unos y otros pero no he conseguido averiguarlo. Un libro de procedencia misteriosa con una historia desconocida y de un autor del que no había oído hablar en mi vida y que me ha encantado.

La historia de la familia Maní se organiza sobre cinco diálogos que van de delante atrás en el tiempo; el primer transcurre en los años 80 y el último en 1848. Cadaa uno sucede en una ciudad distinta y está protagonizado por personajes muy diferentes, a todos los une que a través de sus palabras rastreamos la historia de la familia Mani. Esta estructura narrativa exige al lector un esfuerzo para ir siguiendo el hilo entre un diálogo y otro,  para recordar los detalles y a la vez meterse en la piel de cada narrador y su propia historia.  Yehoshua es un grandísimo escritor que va cambiando de registro, lenguaje, tono y vocabulario en cada diálogo: una joven del siglo XX, un soldado alemán de la II Guerra Mundial, un soldado judío del ejército británico en la I Guerra Mundial, un pediatra polaco de finales del siglo XIX y un estudioso vendedor de especias en 1848. En cada diálogo, como es evidente e imprescindible, hay un interlocutor pero no oímos sus palabras. El talento de Yehoshua permite que el lector las imagine por las réplicas del único personaje que habla.

No es una lectura sencilla pero me ha gustado muchísimo. Yehoshua es un grandísimo escritor, reconociblemente judio, como Oz, pero distinto.
«-Aguarda... Antes fue aquella cena a la que nos habíamos visto obligados a participar: una cena muy  frugal consistente en pequeños platos de manzana, verdura hervida, granadas y sesos fritos; unos platitos de los que cada uno no es más que un símbolo de algo, una súplica, una barrera contra los enemigos, un deseo, una fantasía, aunque ninguno de ellos bastaba para saciar el hambre sino que no hacían más que abrirnos cada vez más el apetito».

El síndrome lector de Elena Rius  es un libro al que tengo un cariño muy especial. Hace dos veranos, su autora me envío el manuscrito en primicia. Recuerdo con especial cariño aquellos días de playa, mar, piscina y siestas disfrutando por segunda vez los textos de este libro. ¿Por segunda vez? Sí porque El síndrome lector es una recopilación, reordenación y reescritura de muchas de las anécdotas librescas que sobre libros, leer, lectores y lecturas Elena Rius (alias de la estupenda editora María Antonia de Miquel) lleva años escribiendo en su blog Notas para lectores curiosos  y que se agrupan en el libro bajo cuatro epígrafes: maneras de leer, el síndrome lector, curiosidades librescas y galería de bibliómanos.

Lo mejor que se puede decir de este libro es que desprende amor por la lectura y los libros. Al comenzar a leer te sientes en casa, o mejor dicho, o parte de un club «Hola, me llamo Moli y me encantan los libros» «Bienvenida Moli, pasa, todos te queremos aquí».

Lorenzo Silva lo explica mucho mejor que yo en el maravilloso prólogo del libro:
«Puede que no sean mucho, esos lectores. Puede que con el tiempo, el deterioro de la educación y la proliferación de las distracciones secan cada vez menos. Pero son los que hacen que escribir merezca la pena. Son ellos, aquejados del síndrome, los que sabrán valorar este libro, y darle (como a todos los demás que en el mundo son, fueron y serán) vida, belleza y sentido».
El cómic del mes ha sido Oscuridades programadas. Crónicas desde Turquía, Irak y Siria, de Sarah Glidden. En el año 2010, la autora, viajó con dos amigos  periodistas y un ex marine de los Estados Unidos por Turquía, Siria e Iraq. El propósito de su viaje era tratar de conocer, comprender y posteriormente reflejar, a través de su libro y sus dibujos, el papel del periodismo en la actualidad. Han pasado siete años desde aquel viaje de dos meses y la situación en los tres países visitados ha cambiado por completo: Turquía se ha convertido en una dictadura sin libertades y con el periodismo bajo sospecha y amenaza continua, Siria está completamente destrozada por una guerra civil que ha convertido a la mayor parte de su población en refugiados o muertos, e Iraq, que en el libro parece el sitio más peligroso, se recupera aún muy poco a poco de la invasión americana, la inestabilidad política y los ataques del estado islámico.

El mayor valor de Oscuridades programadas está en su presentación del papel del periodista, un papel muy alejado de todos aquellos tópicos que lo han empañado en los últimos años. No hay periodismo triunfalista, ni periodistas erigidos en salvadores de la democracia, los valores supremos ni la humanidad, no hay periodistas aleccionando sobre la importancia de su trabajo, ni periodistas protagonistas, no hay victimismo ni industria. En Oscuridades programadas hay dudas, hay interés, hay obsesión por contar historias pero sin prometer soluciones, hay interés en ser lo más objetivo posible y empeño en encontrar el mejor enfoque para contar la historia y, también, para conseguir venderla. Se persigue ver la realidad para poder contarla y se reflexiona sobre los errores al ejercer el periodismo.

En El Buscalibros he hecho una reseña muchísimo más extensa, pero Oscuridades programadas es un cómic muy interesante para reflexionar sobre el papel del periodismo, lo que debe y no debe ser, lo que puede y no puede conseguir y sobre cómo está cambiando su ejercicio y también su percepción. Debo añadir que los dibujos de Glidden, tan limpios, delicados y delineados producen un curioso choque con lo que se está contando. Al leerlo tenía en mente el enfoque que del mismo tema tiene Joe Sacco pero sus dibujos no pueden ser más diferentes.

Retrato de un matrimonio, de Nigel Nicolson me ha encantado. Otro libro al que llegué por una recomendación «Te va a encantar» y el recomendador acertó de pleno. El matrimonio que se retrata es el de Vita Sackville-West y Harold Nicolson, padres del autor del libro en realidad coautor porque de las cinco partes que componenen el retrato, dos son transcripciones de los textos que Vita escribiendo contando su vida y su historia de amor con Violet, la única de sus aventuras que puso en peligro su relación. Vita y Harold tuvieron un matrimonio increíble, duradero y, sobre todo, feliz para ellos dos.

Me ha conmovido su honestidad brutal con el otro y su sinceridad consigo mismos, también el consciente egoísmo sin límites de Vita y la compresión inteligente de Harold y me ha sorprendido la capacidad de ambos para construirse una relación, una vida, una familia a su medido, a salvo del qué dirán y de lo políticamente correcto. Los dos eran increíblemente inteligentes  y, su amor era más intelectual y de afinidad que físico, a pesar de que tuvieron dos hijos. NO fueron padres ejemplares ni pretendieron serlo ( y menos para lo que se estila ahora) pero su hijo habla de ellos con amor absoluto y completa admiración.

Vita escribe sobre su infancia.

«Creo que tenía plena conciencia de que, si no podía ser popular, sería inteligente; y conseguí labrarme una reputación de persona inteligente, nada merecida, porque está claro que no lo soy, pero duradera como todas las reputaciones. No creo que haya desparecido aún; la gente dice «Oh, sí, escribe, ¿verdad?», como si hubiera que ser inteligente para escribir. Nadie me odiaba en el colegio, o al menos eso creo; incluso me parece que muchas me apreciaban. Pero me importaba bien poco que me quisieran o no. Fueron mis años más rebeldes. Me empeñé en el estudio y llegué a ser más pedante que nunca. Conseguí aspecto de profesional del intelecto. Dejadme que me enfrente a esa condenada verdad».
Harold le escribe a su hijo cuando éste está en la universidad:
«No tiene sentido tratar de ser original. Esto conduce a meras contradicciones... y la gente contradictoria produce la peor especie de aburrimiento. Has de pensar las cosas por ti mismo. No empieces discrepando por principio de lo que piensan los demás. Quizá tengan razón. Pero elabora lenta, cuidadosa y silenciosamente tus propias ideas acerca de todas las cosas».
Me ha encantado.

Y con esto, y un bizcocho, hasta los encadenados de junio que ha empezado genial.


martes, 30 de mayo de 2017

Mañana es fin de mes

Mañana es fin de mes, es fiesta en la ciudad en la que trabajo y me toca mudarme en la ciudad en la que vivo. Siempre me mudo a fin de mes, o a principio, según se mire. Cada mes cambio de piel. Cada mes cojo mis cosas a cuestas y me mudo. Cada mes juro que en el próximo acarrearé menos, menos ropa y más libros. Voy dejando un rastro de trastos que al principio creo echar de menos y al final olvido. Uno aprende a no llevar. Al volver reencuentro objetos que me inquietan. Me sorprende que estén y me sorprende haberlos olvidado. Me ocurre lo mismo conmigo misma; me sorprende ser tan organizada al recomenzar mi mes de madre y me fascina mi habilidad para no hacer nada cuando estoy de solterismo. Un mes de locura y otro de rutina. Un mes de tranquilidad y otro de ser una bola de pinball. Un mes de cocinar y otro de cereales y jamón de york delante de la nevera. Un mes de contar lavadoras y otro de bucear a ver qué me queda limpio. Un mes de cama de 90 y el siguiente de 180. O no, porque los fines de semana duermo en una de 135 y soy a la vez rutina y locura. 

Estoy a gusto siendo nómada. Es como empezar un cuaderno nuevo cada 30 días y tener la oportunidad de reescribirme diferente y mejor. 

Mañana toca estrenar página.  

Mañana es fin de mes.  



jueves, 25 de mayo de 2017

Perdidos por el museo

@Bernard Chevalier
Pero ¿dónde se ha metido? Claro que él debe estar pensando lo mismo, qué dónde me he metido. O, bueno, quizás no se ha dado cuenta todavía. La verdad es que no sé cuando nos hemos perdido la pista. Ahora que lo pienso, yo tampoco sé cuando nos hemos despistado, juraría que no le he visto en las últimas tres salas. Voy a volver para atrás, por si acaso. Siempre nos pasa lo mismo, veinte años yendo a exposiciones y museos y veinte años perdiéndonos el uno al otro. Al principio no era así, al principio casi parecíamos siameses. Nos faltaban días y tiempo para estar juntos y el poco que sacábamos los pasábamos pegados aunque fuera caminando en una exposición, leyéndonos el uno al otro las cartelas y susurrándonos lo que nos sugería el cuadro, la escultura, el vídeo, el dibujo, la fotografía. Cuando todo el tiempo pasó a ser nuestro seguimos caminando pegados pero, con la certeza de irnos a casa juntos, la goma que nos unía se destensó poco a poco, sigue manteniéndonos juntos pero ya no tira, más bien, ahora que lo pienso nos sirve casi como el caminito de migas a Pulgarcito. Ahora tengo que ir recorriendo y recogiendo la goma para ver donde está este hombre. Ahí está, es inconfundible. Tieso como un palo, firme, probablemente por eso nunca le duele la espalda. Siempre me espera así, llegaba a las esquinas de nuestras citas, a mi portal, a la puerta del cine y yo, que siempre llegaba tarde, le veía plantado firme oteando el horizonte para verme llegar o, quizás, para estar preparado por si llegaba algún peligro. 

¿Qué está mirando? Las tres gracias de Regnault. A saber qué le habrá llamado la atención, apuesto a que se está fijando en el marco. Seguro que está pensando en si las esquinas perdidas del cuadro fueron la causa del marco romboidal o fue el marco romboidal el que tapó las esquinas del lienzo y, si es así, si habrá algo importante en esas esquinas. En cuanto se gire se lo pregunto, o no va a hacer falta, sonreirá y me lo contará. ¿Qué mira ahora hacia arriba? El clavel rojo de la mujer de la derecha. Rojo de clavel, amarillo de los culos y el blanco impoluto de su pelo. Siempre despeinado, siempre envidiado por nuestros amigos. «Cómo se te puso blanco con veinte años, no te has quedado calvo y pareces un genio despistado y no un viejo aburrido como nosotros» Cuando nos conocimos ya lo tenía blanco, no tan blanco y más corto. Me gusta como lo lleva ahora, me gusta meter las manos entre su pelo y alborotarlo. Sé que no le gusta pero se deja, a veces se duerme así, con las gafas en la punta de la nariz y mi mano en su pelo. En cuanto lleguemos a casa le voy a esconder esos pantalones, se le han quedado enormes, o se los compró gigantes, como el abrigo, pero eso es otro tema. Ese abrigo es su favorito y el mío. Está pasado de moda, recuerdo perfectamente el día que mi madre me explicó que esa tela se llamaba de "pata de gallo". Cincuenta años han pasado y sigo sin ver las patas de gallo por ninguna parte pero no lo he olvidado. Es su abrigo, con el que es más él aunque con él parece más grande, más ancho y con más hombros, con ese abrigo es una versión a la defensiva de sí mismo, pero él está tan cómodo que le cuesta quitárselo, en el restaurante le cuesta dejarlo en la silla, como si tuviera miedo de que alguien le robara su capa de superpoderes «¿De verdad te crees que alguien va a tener interés en robarte eso?» le digo yo. Por supuesto, se ha negado a dejarlo en consigna antes de entrar al museo, se debe de estar cociendo pero es una batalla perdida, sin su abrigo se siente menos él, las broncas que hemos tenido porque se empeña en llevarlo "por si acaso" hasta en las vacaciones de verano. 

Pues no se gira, sí que está concentrado. Voy a tener que avisarle de que tenemos que irnos, hemos quedado a comer. 

@Bernard Chevalier

La muerte de Marat de David. Este cuadro estaba en mi libro de arte de Cou, me pareció impresionante aunque de aquel libro, lo que más me impactó fue descubrir La vista de Delft de Vermeer, el motivo por el que estudié Geografía e Historia. No me creo que no escuche mis pasos, podría sentarme a esperar que se de cuenta de que me ha perdido...

—¿Qué miras girando la cabeza? 
—Ah, hola. ¿Dónde estabas?
—Buscándote. ¿Qué miras? 
—Estaba tratando de leer lo que pone en la carta de Marat. Ya sabes que no soporto no saber qué lee la gente. 
—Marat no está leyendo nada, está muerto.
—Ya me entiendes. ¿Nos vamos? 
—Sí, procuremos no perdernos. 
—¿Qué escribirías tú en una nota de suicidio?
—Pues creo que...


Más fotos de visitantes de museos en la web de Bernard Chevalier. 

martes, 23 de mayo de 2017

Hoteles sin padres

El problema de los hoteles, los restaurantes, los parques, los bares, las terrazas, los aviones, los cines o los trenes, no son los niños, son sus padres. 

Todos, padres y no padres, comprendemos que un bebé de meses llore desconsoladamente y sus padres, a pesar de hacer todos los esfuerzos posibles, no consigan calmarlo. Todos lo comprendemos, podemos sufrirlo más o menos, tener más o menos paciencia pero todos distinguimos un bebé llorando desconsoladamente de una   criatura diabólica a la que se ha hecho creer que por el simple hecho de tener pocos años puede hacer lo que le de la gana. 

Los niños no se ponen de pié en los asientos del cine, no corren escaleras abajo de la sala en medio de la película, ni hablan a gritos porque sean niños. 

Los niños no gritan en un restaurante, tiran la comida y corren entre las mesas porque sean niños.

Los niños no van en bragas y calzoncillos por un parque porque sean niños. 

Los niños no saltan en las hamacas de la piscina del hotel, ni cogen la comida con las manos del buffet, ni  tiran las toallas al agua porque sean niños. 

Los niños no gritan ni ven la televisión al máximo de volumen en la habitación del hotel porque sean niños. 

Los niños no golpean a otros bañistas en la piscina, no pegan pelotazos o berrean hasta conseguir lo que quieren porque sean niños. 

Todas esas cosas increíblemente molestas y desagradables las hacen porque nadie les ha enseñado un mínimo de educación y las reglas de cortesía que han de seguirse en los espacios públicos que se comparten con otras personas. 

Todas esas cosas las hacen los niños porque sus padres consideran que "son niños" y que, por tanto, son seres de luz que no necesitan tener límites, ni normas, ni recibir una regañina cuando no se comportan como deben. Y sí, hay deberes en el comportamiento o viviríamos en la jungla. Todas esas cosas las hacen los niños porque sus padres no saben comportarse, no quieren resignarse a que hay determinadas cosas que no pueden hacerse con niños y ellos mismos son maleducados. 

Los niños son niños y hacen cosas de niños: se cansan antes, no saben manejar su frustración, lloran y pueden agarrarse pataletas infernales, pueden caerse, tropezar, salpicar y no parar quietos. Todo eso es normal y comprensible. La línea que separa un comportamiento de niño normal de un niño maleducado todos la tenemos muy clara. Otra cosa es que ninguno quiera aceptar que su hijo es un maleducado y que la culpa es suya. 

Educar a nuestros hijos es sin duda la tarea más ardua, más lenta, más frustrante y desesperante de nuestra vida. No suele dar recompensas inmediatas, no te hace el padre más popular de tu casa y te convierte en un loro de repetición. Es cansado, interminable e infinito pero imprescindible. Si te rindes, si decides que ya vendrá el Hada de la Suerte a educarlos cuando tengan catorce, asume que nadie quiera sentarse cerca de tus hijos a esperar que el milagro ocurra.  

¿Hoteles sin niños? 

Hoteles sin maleducados, pero mientras esto sea imposible y va camino de serlo, entiendo perfectamente que haya gente que quiera un hotel en el que no tenga  que soportar a padres maleducados malcriando futuros demonios.  


lunes, 22 de mayo de 2017

La Casa Amarilla y las fiestas de Gatsby


La Casa Amarilla es la casa más especial en la que he estado nunca. Es especial porque es amarilla y porque su encanto sigue intacto a pesar de los años. Cuando de adulta, y con mis hijas, volví a entrar en ella, lo hice pensando que el recuerdo que de ella tenía se caería al suelo hecho añicos al enfrentar mis recuerdos y sensaciones de niñez a la realidad, pero no fue así. Seguía siendo igual de mágica. No, igual no, mucho más. Temí que los espacios me parecieran más pequeños, la decoración ajada o la distribución absurda e incongruente, pero nada de eso ocurrió. Es una casa majestuosa, con una escalinata casi como la de Tara y un salón inmenso. Allí seguía la mesa de ping pong delante de la chimenea, los tresillos  colocados a los lados para que imaginarios espectadores se sentaran a contemplar a los jugadores, los grandes ventanales a la terraza y, al fondo del salón, la rotonda circular con el banco corrido forrado de terciopelo oscuro, granate profundo creo recordar. Recorrí la cocina, el office, todo con su decoración original, muebles blancos, de los años cincuenta, coronados por una pesada encimera de mármol blanco. Todo estaba exactamente igual que treinta años antes cuando entrábamos corriendo hasta aquella cocina, descalzos y con el bañador mojado, a por la merienda. Lo mejor del interior de la casa era, sin embargo, algo a lo que solo nos daban acceso algunas veces, los pasadizos. La Casa Amarilla tenía (y tiene) pasadizos; a través de un armario te podías arrastrar por pasadizos para llegar a otra habitación. 

En aquella casa nos sentíamos especiales, mágicos, mayores, independientes, protagonistas de un libro de Los Cinco o de una película, de una vida que no nos pertenecía, que no era la nuestra, pero a la que nos daba acceso aquella casa. Tenía un jardín inmenso con recovecos para esconderse, arriates plagados de rosas a las que no dedicábamos ni medio segundo pero que nos servían para escondernos cuando jugábamos a polis y cacos o en los que buscábamos las pistas en las ginkanas. Había un pozo, una pista de tenis, un garaje lleno de telarañas y trastos viejos al que sólo entrábamos para sacar "La rana", un armatoste de hierro verde que pesaba un quintal y que se guardaba ahí durante todo el invierno. Había también un sinfín de escaleras para subir y bajar a la terraza que envolvía toda la fachada y al fondo del enorme jardín, en la zona en la que sólo nos adentrábamos cuando teníamos un plan en mente, había otro pozo, un precioso invernadero y unos vestuarios que nos llenaban de intriga. ¿Por qué estaban ahí? ¿Quién los había utilizado? Unos estaban decorados con unos preciosos azulejos azules y otros con azulejos rosas, la puerta de cada uno de ellos pintada en el mismo tono. ¿Para qué se necesitaban vestuarios? Nosotros llevábamos el bañador siempre puesto, nos quitábamos la camiseta y los pantalones, nos metíamos en la piscina y después nos íbamos, con el bañador mojado a casa, sin preocuparnos si quiera de vestirnos. 

La Casa Amarilla era como la casa de Gatsby. Entonces no lo sabía, no sabía quien era Gatsby, ni Scott Fitzgerald, ni sabía nada de los felices años 20 ni de amores desgraciados y amantes desagradecidos pero en La Casa Amarilla todos los veranos se daba una fiesta que nos hacía sentirnos especiales, ligeros e importantes. Vivos. En aquella fiesta a la que éramos formalmente invitados no se podía llevar el bañador puesto, iba en una bolsa, aunque no recuerdo haber utilizado los vestuarios misteriosos. Llegábamos, vestidos y peinados, a una hora en la que normalmente teníamos las uñas llenas de mugre y el pelo enredado, para disfrutar de la mejor fiesta del verano. Tras ser recibidos por los anfitriones solemnemente, entre risitas de nervios y vergüenza ridícula porque éramos los mismos que habíamos estado montando en bici por la mañana, nos cambiábamos de ropa. 

La piscina de La Casa Amarilla era como la de Gatsby, más grande que ninguna otra, recorrida por una valla metálica con puerta, de azulejo majestuoso, con rayas pintadas en el fondo y con un trampolín de tres alturas al que había que subir por una escalerilla con varios, muchos nos parecían, peldaños. Era una piscina de señores y estaba fría, muy fría. De hecho, creo recordar que sólo nos bañábamos allí por las mañanas cuando recibía algo de sol, las tardes eran sombrías porque los enormes árboles la tapaban casi por completo. 

El día de la fiesta, daba igual el frío, la piscina era lo mejor, lo más divertido, lo que nos servía para romper el hielo de la solemnidad artificial y volver a ser nosotros en pandilla. Además, no era un baño normal, había "pruebas". La madre de nuestros amigos, la mejor anfitriona de fiestas infantiles que yo he conocido jamás, organizaba carreras individuales, competición de saltos y luego, la prueba estrella, la que esperábamos todo el verano, aquella de la que no habíamos parado de hablar y que nos proporcionaría hazañas para comentar para otro año. No sé de dónde sacaba un enorme mástil de madera, pulido y resbaloso, que atravesaba a lo ancho de la enorme piscina. En parejas, cada uno desde un extremo, cruzábamos el mástil manteniendo el equilibrio pero intentando desestabilizar al otro, solo podía quedar uno. Si los dos contrincantes llegaban al centro del mástil se trataba de conseguir hacer caer al otro, pero sin tocarse. Uno tras otro, íbamos cayendo en sucesivos duelos de equilibrio, mientras los eliminados gritábamos (yo siempre era de las que gritaba en una etapa temprana de la competición) desde la valla. Tensión, nervios, gritos, emoción, acusaciones de trampa, sospechas de que uno de los lados del mástil resbalaba menos, caídas, todas las emociones infantiles se disparaban en aquella piscina. Era maravilloso. 

Con el campeón declarado, los nervios ya relajados y los bañadores desaparecidos al fondo de las bolsas, transcurría el resto de la fiesta: había música, una merienda increíble en la terraza "de los mayores", juegos, carreras, oscurecía según se ocultaba el sol tras la falda de La Peñota y cuando caía la noche del todo ninguno quería marcharse. Nos prometíamos que al día siguiente volveríamos a la piscina, volveríamos a competir en el mástil, repetiríamos paso a paso todo lo que habíamos hecho en aquella tarde; queríamos vivir eternamente en aquella fiesta. 

Nunca lo conseguimos, claro. Entonces no lo sabíamos pero los momentos tienen su instante, tienen su envoltorio, su luz y su ritmo y no se puede volver a ellos. Fuimos niños con suerte, invitados recurrentes de Gatsby, varios veranos retornamos a aquella fiesta según íbamos creciendo, pero se nos acabó. 

Muchísimos años después de aquello, el jardín se dividió. La Casa Amarilla, sus terrazas, la pista de tenis y el garaje de La rana quedaron a un lado y al otro, como huérfanos y sin sentido, la piscina, el invernadero, los parterres y los vestuarios de colores. Las herencias son así.  Pasados los años, la piscina apareció llena de tierra. "Bueno, era una piscina enorme, llenarla debía costar una pasta, total ya vienen poco", pensé. 

Hace quince días, nos colamos en el jardín, la valla de la piscina ya no estaba, el trampolín , arrancado del suelo, yacía tumbado como el esqueleto de una jirafa, pero los elegantes azulejos volvían a verse. «A lo mejor van a renovarla». Con esa idea vagabundeamos por el jardín, por los parterres que ya no tienen rosas, les contamos a los niños historietas, «Mamá, cuenta otra vez lo de las fiestas" y volvimos al invernadero, ya desvencijado y a los vestuarios de colores. Mi hermana y yo, allí con nuestros hijos, volvimos a soñar con el mástil, las fiestas, los bañadores mojados olvidados al fondo de las bolsas y las medianoches en el terraza.

Ayer pasé de nuevo y unos cimientos cubren el hueco de la piscina. Ahora ya no podré volver nunca al lugar de las fiestas de Gatsby. 



miércoles, 17 de mayo de 2017

Unas cuantas cosas sobre el rollo de ser padres


«La paternidad en sí misma no proporciona una sabiduría que merezca la pena impartir»  (El día de la independencia, de Richard Ford)

Ser padre no te hace mejor persona. Hay tantos ejemplos en la historia de la Humanidad que da vergüenza tener que decir esto.

Ser padre no te hace más humano. Te hace un humano con hijos. No eres más. Ni menos. 

Ser padre no significa que siempre sepas que es lo mejor para tus hijos. De hecho, puedes llegar a matarlos por creer erróneamente que determinado tipo de cosas son lo mejor. 

Ser padre no te convierte en profesional de la sanidad. Hay gente, muchísima de hecho, que sabe mejor que tú cómo cuidar de la salud de tu hijo. 

Ser padre no te convierte en especialista en educación. Hay otro montón de gente que sabe, mejor tú, cómo enseñar a tus hijos. 

Ser padre no debería volverte ciego. Deberías ser capaz de ver lo malo que tienen tus hijos, y sí, lo tienen. 

Ser padre no te hace especial. ¿Te sientes especial? Estupendo, eso es maravilloso pero eres tan especial como el que no tiene hijos. 

Que seas padre no obliga al resto de la sociedad a rendirte pleitesía porque estás perpetuando la especie o el sistema de pensiones. Tú no tuviste hijos para eso, no te tires el rollo benefactor de la sociedad. 

A pesar de lo que mucha gente cree, ser padre tampoco te hace más tonto. 

Lo que sí te hace ser padre es sentir más amor del que jamás habías pensado y más miedo del que crees que podrás aguantar. 

Todo lo demás son paparruchas.


viernes, 12 de mayo de 2017

Antes del algoritmo

A lo mejor soy yo. A lo mejor, por fin, mi madre estaba equivocada en algo, y resulta que no soy tan preocupona como ella decía, pero no consigo que el malvado algoritmo de las redes sociales perturbe mi vida. 

«El algoritmo elige lo que ves», «el algoritmo te muestra lo que cree que te va a gustar», «el algoritmo  te oculta cosas y reduce tus posibilidades de conocer otras cosas», «el algoritmo te lleva a vivir en una burbuja».

Ajá. 

A lo mejor, el problema no es que me preocupo poco sino que no consigo recordar esa época idílica en la que parece que todos los agoreros del futuro vivían antes de internet y sus malvadísimos algoritmos. 

Cuando tenía nueve años empecé a leer el periódico. Leía, en voz alta a mi abuelo, las esquelas del Abc para ver si conocía a alguien. Más tarde, descubrí la sección de sucesos, un mundo de truculencias sin fin con asesinos, ladrones, robos y asesinatos. Poco a poco fui ampliando mi lectura del periódico y yo, sinceramente, creía que lo que allí me contaban era la verdad. Leía el Abc porque era lo que había en mi casa, lo que me daban a leer. Mi abuelo, mi familia, mi colegio, mis amigos, eran mi algoritmo. Mi entorno elegía lo que yo veía, leía, escuchaba, elegía lo que me gustaba. Y me gustaba lo que mi algoritmo me daba. Y eso, más o menos, nos pasaba a todos. 

Cuando crecí y fui a la universidad, y empecé a trabajar y conocí gente nueva, dejé de leer el Abc y sobre todo dejé de creer que en los periódicos estaba la verdad, ¿por qué dejé de creerlo? Porque leía todos los periódicos, escuchaba varias radios y conocí a gente muy diferente, con vidas distintas de las mía. Y mi mundo se amplió. No soy ninguna heroína revolucionaria ni rebelde y no pasé de un extremo a otro de la noche a la mañana, porque mi algoritmo de aquel entonces era poderoso (me río yo de Google), fue una búsqueda inconsciente, hecha a partir de cosas que leía, nexos que iba encontrando y curiosidad. Mi entorno seguía sugiriéndome las mismas cosas pero yo empecé a rechazarlas o a mirarlas de otra manera.  Más tarde llegó internet y descubrí que tenía a mi alcance todos los periódicos del mundo, libros que ni sabía que existían, radios de otros países y gente que vive a miles de kilómetros. Y mi mundo se amplió tanto que no lo abarco.  Por supuesto en ese mundo inabarcable hay mil chorradas, tonterías, cosas que no me gustan y que no sé como han llegado hasta mi puerta. Las aparto a patadas, salto por encima y voy a buscar las que me interesan, descubrir otras. 

¿A dónde quiero llegar con todo esto? A que, antes del algoritmo, no vivíamos en un jardín del Edén  en el que todas las cosas interesantes del mundo estaban colgadas de árboles del paraíso para que nosotros las recogiéramos paseando tranquilamente. No éramos alegres pastorcillos virginales y abiertos a todo, ni mucho menos. Antes del malvado algoritmo de la red, todo los que nos llegaba, todo lo que teníamos a nuestro alcance venía determinado por nuestra familia, nuestros amigos y nuestro entorno. A veces las aceptábamos con agrado, otras nos las comíamos sin rechistar y otras, algunos, las rechazábamos para buscar otras. 

No soy tan ingenua como para creer que internet es un campo de libertades y oportunidades sin trampas, vallas y minas antipersona pero no creo, aunque puedo estar equivocada, que sea mucho peor que el mundo en el que vivíamos hace 20 años. Hace veinte años esas cosas que según muchos nos "escoge" el algoritmo sencillamente no sabíamos ni que existían o nos venían "escogidas" de otra manera. 

Internet tiene un millón de cosas malas y me parece estupendo que haya gente que no quiera tocarlo ni con un palo y abomine de las redes sociales. No entiendo mucho que se abomine de algo que no se ha probado pero oye, yo no como riñoncitos, ni manitas de cerdo, ni callos, porque me dan asco sin haberlos probado jamás. Cada uno se limita como quiere. 

En mi opinión, no te limita un algoritmo, te limitas tú solo. Hay gente en internet que sigue en el Abc y tiene cero interés en conocer en nada nuevo, quieren eso para siempre. Y hay gente que sale y explora, desecha lo que no le mola y sigue buscando. 

Además, tengo buenas noticias, podéis no comprar el libro que os sugiere Amazon, podéis incluso ni mirarlo. 


miércoles, 10 de mayo de 2017

El anillo

Siempre se fija en las manos de las personas que conoce, que le presentan, que le llaman la atención. En un bar, en una reunión de trabajo, en cualquier sitio, mira sus manos, las uñas y los dedos buscando el anillo. Sabe que ya no tiene un significado real ni inequívoco, y que muchos de los que deberían llevarlo o podrían llevarlo no lo hacen, pero no puede evitar fijarse. Se ha dado cuenta de que ellas sí lo llevan, casi siempre. Intenta desentrañar algo de la personalidad del que lo lleva por el material, el grosor, la posición o por el hecho de que le esté grande, le apriete o no pueda dejar de tocarlo mientras charla o escucha, como un tic. ¿Es esa persona de los que eligió, de los que se dejó llevar o de los que no quiso discutir? ¿Lo lleva por qué quiere o porque la opción de no llevarlo le acarrearía problemas? ¿Llevará algo inscrito? ¿Su nombre? ¿Una fecha? ¿Una promesa? ¿Otro nombre? No sabe porque ha empezado a fijarse, pero es inevitable, lo hace hasta con los personajes de la televisión, las fotos de los periódicos, como si estuviera haciendo una clasificación. 

«¿Por qué lo llevas ahí?» le preguntó a su padre el día que se dio cuenta de que él lo llevaba al cuello, colgado de una cadena. «Porque no me acostumbraba a llevarlo en su sitio, se enganchaba, me lo quitaba, lo perdía y a tu madre se le ocurrió esta solución». Cuando murió, su madre lo sacó de la cadena y lo unió con el suyo en uno único, como Sauron, para llevarlos entrelazados, para seguir unidos. Aquello le pareció insoportablemente bonito. 

Nunca se acostumbró. Recuerda la extrañeza que le provocaba ver su propia mano sobre el volante con la alianza en uno de sus dedos, el sobresalto por el sonido metálico al coger o tocar algo. Era tan raro que, durante una temporada, se lo quitó y lo llevó en su cadena del cuello, como su padre, pero también era raro. Lo sentía, lo notaba y le parecía que estaba haciendo trampas. Volvió a colocarlo en su sitio y acabó acostumbrándose. No, acostumbrándose no es la palabra, era raro, era como si su mano fuera menos su mano y su dedo estuviera disfrazado. Siguió siendo raro siempre. Igual que ahora, casi cuatro años después de quitárselo, es extraño que se sorprenda, a veces, buscando con su pulgar tocar un anillo, que ya no lleva, para asegurarse que está en su sitio y sentir por unos segundos el vértigo de la pérdida.  

«No lo he perdido, es que ya no lo llevo» piensa mientras repite, ya de manera consciente, el gesto con sus dedos. 


lunes, 8 de mayo de 2017

Compras adolescentes

Agata Wierzbicka
¿Cuándo dejan de crecer los niños? Mis pre adolescentes, o proto adolescentes, o lo que sean que son esas mujeres que viven conmigo, han crecido tanto que nada de su ropa de verano del año pasado les sirve. O no les sirve como les gustaría. 

—Yo lo veo bien. 
—Mamáaaaaaa. 

Y me miran levantando las cejas, sacando la cadera y suspirando en plan «puff, madre mía lo que tengo que enseñar todavía a esta madre que me ha tocado en suerte». Por supuesto yo contrataco con la mejor versión de madre insoportable y finjo que el estado de su armario comparable en asilvestramiento a una selva amazonica es algo que me quita la vida. 

—Pero, ¿vosotros os creéis que os voy a comprar ropa teniendo como tenéis el armario?- contesto con las manos en jarras.  

Sinceramente, a mí me da igual el armario. Si no lo veo, no lo padezco pero encuentro un malsano placer en, de vez en cuando, recrear escenas de mi niñez en las que mi madre, ahora sé que fingiendo también, se ponía hecha una furia con mi desorden. Muy digna, vacío el armario sacando todo lo que no les vale o no les queda como les gusta. 

—Mamá, ¡no tenemos ropa! ¡está vacío! 
—Yo lo veo bien, como un armario de Ikea. 
—Los armarios de Ikea están ordenados porque están vacíos. ¡Necesitamos ir de compras!
—Ni de coña os llevo de compras. Tú te lo quieres comprar todo y tu hermana no se quiere comprar nada. Si vamos de compras tú me firmarás un papel que diga "Solo voy a comprar lo que necesito" y tu hermana uno que ponga "Prometo solemnemente que me pondré lo que me compre"
—No te vas a atrever a hacer eso.
—¿Qué no?
—Clara, no provoques a mamá, sabes que es capaz de eso y cosas peores. 

Y lo soy, pero lo que me sobrepasa es ir de compras con ellas. Odio ir de compras en general, es aburrido, cansado, frustrante, agotador y una manera muy estúpida de perder tiempo y dinero. Ir con ellas me deja al borde del llanto o anhelando beberme una botella de vino hasta caer redonda. 

Para empezar, es impresionante la regresión espacio temporal que sufren los adolescentes. Se cansan  enseguida, tan rápido como un niño pequeño pero ahora no llevas carro para que descansen. Sales con ellas de compras y en la segunda tienda descubres que las has perdido de vista, empiezas a dar vueltas mascullando todo tipo de blasfemias y reproches hacia tu yo de hace 15 años, y descubres que están sentadas en un  escalón entre faldas y monos. 

—¿Qué hacéis aquí?
—Estamos cansadas. 
—Pero si llevamos quince minutos. 
—Es que tú no has ido al colegio ocho horas, vuelto a casa, hecho deberes... 
—...
—Vale, vale, ya me callo, como te pones. No me mires así. 

Siguiendo con esa linea de regresión al infantilismo más incipiente, tras el cansancio llega el hambre. 

—Cómprame algo de comer.
—No. 
—Me estoy mareando.
—No me lo creo.
—Te lo juro, me estoy mareando, necesito comer. 
—Ahí hay una frutería, te compro plátanos o unas manzanas.
—Eso no me quita el mareo. 
—Ajá. Cuando te caigas redonda del desmayo, te doy un plátano y vemos si es ese tipo de mareo o no. 
—Cuando te pones sarcástica no te aguanto.
—¿Ves? Ya estás menos mareada. 

¿Por qué no compro merienda? Porque no me da la gana. A las compras hemos venido a sufrir, y vamos a sufrir para terminar cuanto antes con la tortura. 

Ya metidas en faena, he descubierto que lo mejor que puedo hacer es camuflarme, mimetizarme con el entorno e interferir lo mínimo en las compras de mis hijas. Si sugiero que algo puede quedarles bien, huyen despavoridas en dirección contraria o hacen gala de una ironía malvada que no sé de dónde han sacado. 

—¿Eso? Pero eso para ti, ¿no? Para una señora mayor como tú. 

Si me asomo ligeramente al probador en el que se han escondido como princesas de cuento huyendo del dragón descubro que mi presencia no es bien recibida y, por tanto, mi opinión es alegremente despreciada, ignorada. 

—¡Mamá! Déjanos, que nosotras sabemos. 

Si en mi retirada salgo del probador alegremente sin tener cuidado de no abrir la puerta más de 20 cm o dejando la cortina ligeramente entreabierta descubro que mis hijas tienen un sentido del pudor completamente ridículo.

—Mamá, ¡qué nos van a ver!
—¿Quién?
—La gente.
—¿Qué gente? Aquí no hay nadie, estáis en el último probador y todavía se están expandiendo mis pulmones del esfuerzo que he tenido que hacer para caber por la rendija de la puerta que me habéis dejado. 

Mis dos especímenes de adolescente, además, tienen diferentes rutinas para las compras. Una es del tipo explorador exhaustivo, hay que recorrer todos los pasillos, mirar todos los percheros, acariciar todos los tejidos y, si la dejo, husmear todos los perfumes. Es, además, incansable a la hora de probarse y se comporta en el probador como si yo fuera su doncella de corte.

—Otra talla. Más grande. Más pequeña. De otro color. ¿Te acuerdas el perchero que había según entras a la derecha, justo al lado de los vestidos para ti, de señora vieja? Pues ahí había unas camisetas que ponía Girls, esas no, las que estaban al lado...y blablablabla. 

La otra es más del tipo lechuza ojeadora. Pone un pié en el umbral de la tienda, otea y sentencia: no hay nada que me guste. Si tentándola con comprarle algo de comer echa un vistazo dentro de la tienda y consigo que mire algo, su actitud suele ser la de drama queen ofendida con unos toques de falso maltrato maternal. 

—¿Has visto algo que te guste?
—Sí, unas camisetas pero no me las vas a comprar. 
—¿Por qué? 
—Porque no, porque no te van a gustar.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque lo sé, no te van a gustar. 
—¿A ti te gustan? 
—Sí
—¿Te las vas a poner?
—Sí, pero a ti no te van a gustar.
—Pero ¿por qué dices eso?
—Porque nunca te gusta nada de lo que me gusta a mí.
—Por favor, deja el drama. ¿Cuánto cuestan?
—Seis euros.
—Te compro diez.
—Dime que no has traído el papel para firmar o me muero de vergüenza. 

Lo llevaba pero me dieron pena y no lo saqué.


jueves, 4 de mayo de 2017

Lecturas encadenadas. Abril

En abril han caído cuatro libros: tres novelas y un cómic. Tres hombres y una mujer. Sólo uno escrito originalmente en castellano. Al lío.

Entrevistas breves con hombres repulsivos de David Foster Wallace era el siguiente libro para mi taller literario del mes. Es una colección de relatos que me costó dos semanas terminar, primero por falta de tiempo y, segundo, porque a DFW hay que leerlo despacio o te lo pierdes. Los mejores relatos son, sin duda, las entrevistas a hombres repulsivos. Una genialidad de DFW en que la presenta a hombres despreciables, mentirosos, manipuladores, narcisistas y, alguna veces malvados. Lo más increíble ha sido que mientras leía a esos hombres me encontraba muchas veces empatizando con ellos o, incluso, admitiendo sus ideas y argumentaciones como acertadas.

David Foster Wallace lo piensa todo de todas las formas posibles, desde todos los ángulos y todos los puntos de vista. Lo argumenta de una manera y luego le da vuelta, retuerce los pensamientos para que no se le escape nada intentando captar toda la amplitud y todas las derivaciones de cada idea, de cada reflexión. Expone un argumento con toda una batería de poderosas razones y en el párrafo siguiente lo desmonta con igual contundencia. Deslumbra esa increíble capacidad de pensamiento y esa lucidez. 

Tiene muchísimos extractos muy brillantes pero me quedo con su reflexión, presente en varios de los relatos, sobre el papel de víctima, en cómo transformamos el dolor y el sufrimiento en una cualidad que nos eleva por encima de los demás. Ser una víctima, considerarnos así, sufrir, nos hace más, más sabios, más experimentados, lo sentimos así. Es un pensamiento horrible en frío pero consolador en el momento del sufrimiento, sufres por algo, para algo. 
«Estoy diciendo que tenemos una perspectiva tan visceral y condescendiente sobre los derechos y la justicia perfecta y proteger a la gente que no nos paramos a considerar que nadie es solamente una víctima y que nada es solamente negativo y solamente injusto: casi nada es así».
Fuera de las entrevistas breves, me ha gustado muchísimo el relato "En lo alto para siempre", es como estar en un cuadro de piscinas de Hockney. Un delirio de detalles que te trasladan a esa piscina que, para mí, simboliza el momento en el que te haces mayor, en el que eres consciente de que ya no eres un niño. El chico sube al trampolín como se trepa por los años creyendo que lo que se desea, que la finalidad de la vida, es ser adulto, uno quiere llegar a ese sitio inalcanzable que es "ser mayor" representado por el trampolín y el salto a la vida que es la piscina. Una vez arriba, todo se ve diferente, desaparece la magia y uno querría volver abajo, al momento anterior a empezar a trepar por la vida, por la escalera, uno quiere volver al sitio seguro que es la infancia, pero es consciente de que es imposible, no hay vuelta atrás.
«Has decidido que el miedo lo causa básicamente el hecho de pensar»

David Golder de Irene Némirovsky.  Este libro me lo trajeron los Reyes y llevaba años en mi lista porque, desde que cayó en mis manos Suite francesa, leo todo de esta autora. Unas cosas me gustan más y otras menos pero Némirovsky consigue trasladarme a ese ambiente de los años 20, justo antes de que todo se desmoronara, con mucho realismo y mucha crudeza. No hay idealización ni fantasía, probablemente porque era su tiempo, su época, su vida y lo que hace es retratarlo tal cual lo vivía, sentía y sufría.

Esta novela se parece muchísimo a El baile. Me gusta Némirovsky porque no finge que el ser humano es bueno, ni que tiene siempre un trasfondo de bondad y que son las circunstancias y el entorno el que lo hace malvado. Sus personajes malos lo son hasta el fondo de su alma, gente rastrera y despreciable, que el lector odia pero que, como ocurre muchas veces en la vida, se salen con la suya.

Retrata una época  casi impensable o quizá no tanto, quizás exista ahora mismo también, quizás nunca haya dejado de existir, en la que la sociedad vive solo para el dinero, el dinero lo es todo: tenerlo y ostentarlo. Da igual como se haya ganado, el trabajo que haya requerido, los esfuerzos realizados, lo que importa es tenerlo, poseerlo y gastarlo. En este caso el padre, David, un viejo judío acaudalado representa la ética y la épica del trabajo, con sus miserias y traiciones pero con cierto fondo honorable. Su mujer y su hija son despreciables, avaras, egoístas, miserables, irresponsables, malvadas, manipuladoras. No hay ni una concesión hacia ellas, ni un atisbo de algo que no provoque rechazo en el lector, un rechazo profundo y visceral.

Es una novela terrible y muy cruel que contrasta en su fondo con el espacio en el que transcurre gran parte de ella, el feliz Biarritz de los años 20 con todo su lujo, frivolidad y superficialidad.


Detrás del hielo de Marcos Ordóñez. A Marcos Ordónez le tengo un cariño especial, y como son los cariños verdaderos, es desinteresado, sincero y, a prueba de desilusiones. Tras leer esta novela sigo queriendo a Marcos Ordóñez a pesar de que esta novela me ha parecido un pestiño, algo obvia y sobre todo un inncesario batiburrillo de muchas cosas. En defensa de Ordóñez y por el cariño que le tengo, he de decir que es una novela de 2006, reeditado once años después y que durante esos años ha escrito cosas muchísimo mejores. ¿Era necesario reeditarla? Creo que no, pero yo que sé, no soy editora.

¿Qué cuenta Detrás del hielo? Cuenta la historia del despertar a la vida de Klara con K, junto con Oscar y Jan. ¿Algo nuevo? No, pero el problema no es ese. Lo bueno de la literatura, de las novelas es que pueden contarte lo mismo un millón de veces y que todas sean distintas. El problema es cuando la manera que eligen para contártelo se parece a todas las que has leído antes, no aporta nada y sobre todo, sobre todo, flota en la nada. Ordóñez coloca esta historia en un país imaginario, Moira, con un gobierno de izquierdas, comprometido y correcto que se ve arrasado por un populismo de derechas que conquista el poder. ¿En qué tiempo ocurre todo? No lo sé, no sé si es 1948 o 1970 y, ese es el mayor problema de la novela que flota en la nada, le falta anclaje, le falta realidad, le falta cimiento. Leyendo me sentía como si Ordóñez quisiera contarme un conflicto real, unas vidas reales en un país mágico. ¿Por qué ha tomado esta decisión narrativa? ¿Por qué no situarlo en un entorno y una época que él conociera? ¿Por pereza documental? ¿Por tener máxima libertad narrativa al poder inventártelo todo? Quizás, no lo sé. El problema es que esa falta de realidad en el "decorado" resta credibilidad al resto de la historia,  a los personajes, a los conflictos. No sé si me explico, pero en vez de ver cine, estás viendo una tv movie.

En defensa de Ordóñez diré que es una novela que se lee sin más, sin problemas, sin aburrirte (casi) pero sin dejarte huella, como una tv movie.
«Oskar sonreía como si me viera por primera vez. Esa es la sonrisa que prefiero en un hombre. La sonrisa de la curiosidad alegre, de la eterna primera vez». 
El cómic del mes ha sido Yo, Réne Tardi. Prisionero de guerra en Stalag IIB de Tardi. Trata, obviamente sobre la II Guerra Mundial, sobre los campos de prisioneros de guerra en Alemania. El padre de Tardi, a petición de éste, rellenó, al final de su vida, unos cuantos cuadernos con su historia  y sus recuerdos de la guerra y sus cinco años en un campo de prisioneros en Pomerania, al norte de Prusia. El propio Tardi se introduce como personaje en el cómic y aparece en las viñetas interpelando a su padre, haciéndole preguntas y lamentándose por no haberle preguntado en vida determinados detalles que han quedado sin aclarar. Más que contar la historia de su padre lo que hace es ilustrar la historia de esos cuadernos. Leyéndolo tenía, a veces, la sensación de estar viendo La gran evasión por la cotideaneidad que el padre de Tardi da a los detalles: el hambre que pasaban, el frío, la manera de dormir, de cagar (me fascina como este tema tan escatológico tiene una importancia crucial en condiciones de supervivencia extrema), lo que fumaban, cómo se entretenían, en qué pensaban. Es cómo si centrarse en los pequeños detalles les alejara de la consciencia de lo terrible de su situación o, quizás, es que esos pequeños detalles a los que no damos importancia en el día a día se revelan como lo verdaderamente importante de la vida cuando estamos privados de todo lo demás: qué comer, cuando y como cagar, cómo abrigarnos, conseguir dormir.  Es un comic interesante pero sólo si te gusta la II Guerra Mundial.  

Termino este post de lecturas encadenadas con algo que me da mucha vergüenza. Es un libro que no he leído aún pero que he escrito en parte: Vástagos de la editorial Next Door.  Para todo hay una primera vez y, en este libro, que recoge diez relatos sobre la maternidad está mi primer relato de ficción (que es sobre la paternidad), se titula «El jardinero desubicado» y empieza así: 
«¿Has empezado a sospechar que en tu casa se habla un idioma que no entiendes, un lenguaje cifrado al que no tienes acceso?
¿Encuentras prendas en el cesto de la ropa sucia que te hacen ruborizarte al poner la lavadora? ¿Te avergüenzas por ruborizarte?
¿Te has comprado un pijama en los últimos seis meses?
No estás solo. No eres el único. Somos muchos. Conéctate a nuestra web y participa en nuestras reuniones on-line semanales, un espacio para exponer tus dudas y preguntas y sentirte comprendido».
Por si os apetece echarle un vistazo a mi relato y a todos los demás escritos por otras nueve mujeres e ilustrados por Mónica Lalanda.

Y con esto,  un bizcocho y una tonelada de astenia primaveral hasta los encadenados de mayo.



martes, 2 de mayo de 2017

Despelleje Gala MET: la parada de los despropósitos

Si lleva plumas y peluca es la MALA. 
Se ha celebrado la gala anual del MET que es básicamente una fiesta de disfraces con un tema aleatorio decidido por alguien MUY MALVADO  y que a los invitados les vale para justificar cualquier mamarrachada.

La gala del MET en diecinueve sencillos despropósitos:

1. Cuando se te va la mano subiéndote los leotardos pero aún así se te siguen cayendo.

2. Si brilla como un pavo, posa como un pavo y tiene plumas. Es un pavo.

3. Si posa como un pollo, es de color pollo y tiene plumas. Es Piolín.

4. Cuando te agarra una crisis de imagen brutal y lo único que te apetece ponerte de tu armario es un plumas y unos zapatos sin sacarlos del envase de poliespán. 
6. Mi abuela tiene un sofá como tu vestido. Y mi tía unas cortinas. 

7. Me he puesto a recortar y he descubierto que la papiroflexia es mi pasión.

8. Todos somos revolucionarios pero solo yo soy necesaria que para eso soy francesa. El Ché.


10. Tus propias rastas como complemento. Me faltan piedras para empezar a lapidarle. ¿lleva un collar con los dientes del Ratón Pérez? 


12. ¡Pobres almas en desgracia! Siempre quise ser Úrsula, la bruja del mar. 

13. A mí me dijeron que iba a llover. A cántaros

14. Si parecen cadáveres y van vestidas de cadáveres, están muertas.

15. Cuando llegue a diez, harás lo que yo quiera. Mírame fijamente. 

16. The Ring o cuando soy la diseñadora y se me han quitado todas las ganas de diseñar algo y voy del cine de las sábanas blancas.  

17. Naomi Campbell con un señor que parece un extra de "El príncipe de Zamunda". 

18. Arsa. La flamenca de whasap. 

19. Deconstrucción de cortinas de piso a la venta en idealista. 


viernes, 28 de abril de 2017

Detéctame esto, Securitas Direct

Querido Jefe Supremo de Securitas Direct, 

Le escribo esta carta desde la honda preocupación que siento por su negocio porque sospecho que, usted, es ajeno a lo que está ocurriendo. Me cuesta imaginar como es posible que no sea consciente del desaguisado que se está cociendo en su propia casa y sólo alguna desgracia, del tipo auditivo como la que aquejaba a Beethoven o del tipo solitario como la de Robinson Crusoe, en cuyo caso tendré que meter este mensaje en una botella, podrían explicar el hecho de que usted permita su actual campaña publicitaria. 

Mire, no sé como decirle esto pero se lo voy a decir: Sus cuñas de radio constituyen, sin duda alguna, una de las más, si no la más espantosa, equivocada, innecesaria y sobre todo contraproducente campaña de marketing que he sufrido nunca. Se estará preguntando usted, ahora mismo, si soy soy experta en la materia. Para nada, no sé nada de marketing ni de publicidad pero Sr. Jefe Supremo, yo soy su público objetivo y odio con toda la fuerza de mi ser a su empresa.

Soy perfectamente consciente de que sus alarmas están pensadas para gente que, como yo, vive en una casa con cosas dentro a las que tiene cierto cariño aunque no valgan un pimiento y me inquieta pensar que las atroces cuñas de radio con la que está bombardeándome, a mí y a los que son como yo, que son miles, no sólo no consiguen convencerme  de comprar sus alarmas sino que me provocan un rechazo brutal, una hostilidad sin límites y deseos irrefrenables y muy firmes de correr a comprar la competencia. Hay días, incluso, que tengo ganas de coger todas mis cosas, amontonarlas y prenderles fuego con gasolina mientras grito «Toma esta, Securitas Direct, TOMA, TOMA, ya no necesito tus malditas alarmas»

Se estará usted preguntando ¿tan horribles son? No, no son tan horribles, son lo peor que se ha hecho nunca en forma, fondo y sobre todo cantidad. ¿Sabe usted la cantidad de dinero que está tirando en cuñas de radio solo para que la gente les odie? ¿Por qué esa manía de ofender a sus potenciales clientes creyendo que no tienen memoria a corto plazo y necesitan que ustedes les acojonen cada 20 minutos con sus cuñas? 

Primero fueron a por los que eran unos despreocupados de la vida con la cuña en la que la madre llama por teléfono a regalarles una alarma. Bien jugado pensé, seguro que hay gente pensando «con tal de que mi suegra no se meta en mi vida, compro yo solo la alarma». 

Después fueron a por los que tienen un negocio con la terrorífica cuña sobre robos en tiendas que acaban en destrozos, cierre temporal de negocio, pérdida de stock y los protagonistas viviendo debajo de un puente por las deudas. Si tus habichuelas dependen de tu negocio, entiendo que te aterraras y compraras la alarma. 

Agotadas estas dos vías sus secuaces, Sr. Jefe Supremo ,idearon más maldades, acudiendo a los instintos más básicos del ser humano. Para la envidia idearon la cuña de «Marisa, vamos a cambiar la alarma porque todos los de la calle tienen securitas direct y no vamos a ser nosotros los únicos que no» «Dale Paco, que se note que somos como los demás». Ahí, apelando a la envidia vecinal de adosado que, como todo el mundo sabe, saca a relucir lo peor de cada casa.

Para el miedo a perder el trabajo idearon la cuña del acojone. «¿Y Merche?» «Se ha cogido unos días porque le entraron a robar en casa y tiene mucho miedo y está regular». Inmediatamente, el oyente no piensa en Merche, ¿a quién le importa Merche?, piensa en qué significa "cogerse unos días". ¿Merche se ha cogido vacaciones del susto? ¿se ha ido de baja? ¿eso no tendrá consecuencias en su trabajo? ¿qué le pasaría al oyente si hace eso? Mejor se pone la alarma, a ver si va a entrar un ladrón a robarle su mesa de ping pong y su llavero de Batman y se queda sin trabajo del susto. 

No contentos con esto, acudieron a un tercer instinto básico y fundamental de la humanidad: las ganas de coger vacaciones. «Me vuelvo a casa, Mari Carmen, me ha llamado mi madre y me han robado». «Pero si tienes todo pagado» El oyente, que acaba de pagar su apartamento en Torrevieja, entra en pánico. Además de la talegada por el cuchitril resulta que va a tener que volverse a casa a toda prisa porque le han robado la lima de uñas y el pimentero de recuerdo de Praga. 

¿Ya? No. Las mentes diabólicas siguieron ampliando el espectro de público objetivo. Primero fueron los que no querían que su suegra se metiera, luego los que tenían negocio, luego los que se habían comprado chalet, luego los que tenían un curro, luego los que ahorraban unas perrillas para irse de vacaciones. ¿Qué quedaba después? Los que tienen familias felices. 

«Los ladrones saben que vas a salir a cenar en Nochebuena con tu familia, a celebrar las fiestas y aprovecharan esos momentos en los que no hay nadie para entrar a robar» 

Vamos a ver, ¿se puede ser más ruin? ¿Sabe usted las peleas familiares por organizar las cenas que ha ocasionado esta cuña? «Manolo, dile a tus hermanos que este año cenamos en casa» «Tarde, ya ha dicho mi cuñada Elvira que en su casa»

¿Y después de arruinar las familias felices? ¿qué quedaba? La gente que no va de vacaciones, que no tiene dinero, que solo sale con el mantel y la tortilla los sábados por la noche al merendero. 

«Con la llegada del buen tiempo hacemos planes al aire libre y los ladrones aprovechan para robar» 

No se vaya todavía, aún hay más. ¿Qué era lo que quedaba? ¿Qué reducto de población se resistía a su asedio? ¿Quienes eran los últimos irreductibles? La gente sin trabajo, sin vacaciones, sin familia, sin amigos, los ermitaños. 

«Los robos más peligrosos son los que se producen cuando estamos en casa, compra nuestras alarmas con detección anticipada de ladrones»

Estimado Sr. Jefe Supremo, tenga cuidado. Usted está a dos cuñas de radio de vender alarmas para los propios ladrones. Una sofisticada tecnología que detecte los pensamientos delictivos del ladrón mientras recién levantado se mira al espejo, se rasca el culo y piensa en robar en casa de Mercedes, «Paco, Paco, deja de pensar en eso que es delito y te mando a la policía», y acabar así con su propio negocio. 

Y yo, yo estoy a dos cuñas de radio de comprarme un pañuelo y un antifaz y hacerme bandolera, sólo por fastidiar.  

Atentamente, 

miércoles, 26 de abril de 2017

A veces, voy a fiestas


A veces, voy a sus fiestas. 

A veces, a esas fiestas quiero ir y no quiero ir. Me entusiasmo y al mismo tiempo busco excusas. A veces, para ir a esas fiestas me cambio de ropa veinte veces, aunque sé que da igual, que lo que había decidido ponerme al principio es lo que acabaré llevando. A veces, casi siempre, llego tarde a esas fiestas aunque no me lo proponga. Casi siempre, también, justo antes de entrar me pongo muy nerviosa y pienso que haré el ridículo y que no pinto nada. Sé que no es verdad pero lo pienso. También, justo antes de llamar a la puerta, me digo a mí misma «un solo vino y después no dejaré que ningún camarero me rellene la copa». Siempre sé que no será verdad.

A veces, en esas fiestas, cuando ese único vino ya ha alcanzado un número que prefiero olvidar, hablo con gente que no conocía hasta ese mismo momento y me sorprendo porque parecen encontrar lo que cuento bastante interesante, divertido incluso. Nunca sé si es cierto, me lo imagino, o sólo están disimulando; pero sé que cuando lo recuerde, al día siguiente, optaré por creer que sólo fingían. 

A veces, en esas fiestas, me aparto un poco para verme. Miro las flores, los vestidos que cuelgan de las paredes, a los camareros guapísimos que me sonríen al acercarse con la botella de vino, y a mis amigos que charlan y se ríen. «He hecho bien en venir». 

—Me voy ya.
—No te puedes ir tan pronto. Te relleno la copa. 
—Tengo que irme. 
—Un rato más, venga. 

Ni es pronto, ni será solo un rato. ¿Cuánto tiempo es un rato? ¿Hay una medida de tiempo más indefinida que el rato? En mi caso el rato dura siempre hasta que es demasiado tarde, pero eso no lo sé nunca hasta que estoy en mi cama. 

A veces, voy a fiestas y, en las fotos, sonrío para dentro para que no se me escapen.