viernes, 14 de septiembre de 2018

De seis a doce, un día normal


Me despierto una hora antes de que suene mi nuevo y flamante despertador. El hombro derecho me está matando y mientras valoro si volverme zurda puede ser una solución a este dolor que no me deja dormir más de cuatro horas seguidas asisto al encendido de la "luz amanecer" de mi despertador. Una pijada ridícula que, gracias a Dios, puede desactivarse. Pienso en aprovechar que estoy despierta para llegar antes al trabajo pero recupero la cordura y dedico esa hora extra a pulular por casa, desayunar tan despacio que tengo que calentar el café dos veces y darme contorno de ojos, serum y crema hidrante de cara.


Conduzco intentando usar el brazo derecho lo menos posible. He vuelto a mi trayecto habitual, piloto automático y los últimos episodios de Serial. Llego al trabajo. Contesto mails, confirmo vuelos, hoteles. Aprendo que la helicicultura es el cultivo de caracoles de tierra y que sus huevas, llamadas caviar blanco, son apreciadísimas y muy caras. Aprendo sobre mujeres en el medio rural y alucino con que haya empresas prósperas dedicas al arreglo de las máquinas recogedoras de huevos. Cuántas cosas desconozco. De comer brecol salteado y calabacines rellenos de pollo. De postre una rodaja de sandía de sabor sorprendente, unos trozos saben dulces y otros a servilleta.

Abro un excel. Abro otro. Los comparo. Empiezo un cuaderno nuevo de trabajo y apunto veinticinco cosas importantes. Estreno rotuladores. Vuelvo a mirar los excel. Sé lo que necesitamos pero no sé como hacerlo. Discutimos cual sería la mejor manera de organizar el trabajo. «Me piro que llego tarde al fisio» y salgo pitando pensando que soñaré con esa base de datos. Preparar una base de datos es como planear la decoración de tu casa, hay qué tener muy claro qué quieres y cómo lo quieres.

Mi fisio tiene veinticuatro años, lleva las pestañas pintadas y es un encanto. Está muy preocupada porque no mejoro, porque cada día estoy peor. «Ya sé que crees que esta máquina no te hace nada, pero sí te hace». Leo sobre un nuevo documental sobre McEnroe y me termino el New Yorker. Por primera vez en tres años, voy al día. No puedo creerlo.

Conduzco de vuelta. Mismo trayecto, piloto automático. Escucho otro episodio del tema Clinton-Lewinsky. Me alucina el eufemismo del locutor. «Clinton llevó a Lewinsky a uno de los baños de la Casa Blanca y ella le hizo sexo oral. Clinton rompió su propia regla y permitió que ella llevara el proceso hasta su conclusión natural.» Lo paro y le doy para atrás porque me he quedado estupefacta. «hasta su conclusión natural» Aparco en casa, subo, descargo el bolso. Me preparo una tostada con pavo y queso y me la como saliendo por la puerta mientras me pregunto si, cuando vuelva, me recibirá el olor a tostada que dejo flotando. Cojo el autobús y me bajo una parada antes. Una modelo que parece medir dos metros y de cuyos hombros cuelga una túnica blanca con brillos posa frente a la estatua de Velazquez. Subo por la carrera de San Jerónimo y recuerdo cuando trabajaba allí, hace casi veinte años. Ojalá volver a esas oficinas y poder ir a trabajar cruzando el Retiro. Llego al teatro, Mientras veo a mi amiga Lucia hacer de becaria alocada enamorada de Fele Martínez, recuerdo cuando era pequeña y la veía bañarse en la piscina, llevando el mismo bañador que su hermana gemela. No podía distinguirlas.

Tomamos cañas en un bar al lado del teatro mientras la esperamos. Somos una panda de señores mayores rodeados de actores: Javier Gutiérrez, Fele Martínez, Lola Casamayor, Ana Castillo. «Chicas, estoy en un bar con Ana Castillo, de La Llamada»« Mamáaaa...hazte fotos»

«Moli, pásame tu movil que Alsina te busca» Se me hiela la sangre con el botellín en la mano. «Paso de móvil que me regaña seguro. Dale mi mail que así si me ladra me da menos miedo»

Llego a casa a las doce. Abro el mail. Me río yo sola mientras me grabo un audio con un tweet que escribí por la mañana. Ojalá viajar en el tiempo y contarle esta historia a mi yo de nueve años, sentada en su mesa de estudio, escribiendo en su cuaderno cuadriculado el cuento de las nubes. 



Apago la luz. Me sigue doliendo el hombro. Un día normal.


lunes, 10 de septiembre de 2018

A las parejas del Retiro

No soy una buena caminante, no me gusta caminar sin tener un destino, un lugar al que llegar. Me importa un pimiento si el lugar al que voy es simplemente una excusa pero necesito llegar a algún sitio para luego volver, para tener un propósito, para tener la sensación de reto conseguido. Supongo que es otra de mis taritas. Ayer por la tarde salí a pasear sin rumbo por el Retiro. Llevaba el libro de Bolaño que me tiene atrapada pero apenas leí un par de páginas, había mucho para mirar. Empecé a contar parejas como el Conde Drácula de Barrio Sésamo, pero lo dejé al llegar a cien por miedo a no poder parar de contar, a terminar riéndome y aleteando los brazos como si llevara capa. Muchísima parejas paseando, conociéndose, con esa actitud que denota que es una primera cita, caminando cerca pero sin tocarse aunque si miras bien puedes ver las ganas que tienen de tocarse flotando entre ellos como corrientes eléctricas. Las había yendo de la mano, unos por costumbre y otros con emoción. Había muchas sentadas en los bancos. Me hubiera gustado pararme a preguntar a algunas de esas parejas, porqué había elegido esos bancos. No se lo hubiera preguntado a las que estaban en los bancos escondidos, alejados de los caminos, semiocultos entre los árboles, ya sé porque los eligieron: tenía cosas qué decirse y cosas qué hacerse. Pero me hubiera sentado al lado de la pareja de ancianos instalados en uno de los bancos más bulliciosos y con peores vistas del parque. Él comprobaba su cartera de manera meticulosa, asegurándose de llevar todos sus papeles. Ella a su lado, sujetando el bastón, lo miraba. Seguro que le había visto hacer esas comprobaciones un millón de veces y la imaginé diciéndole: «Manolo, no enseñes la cartera que cualquier día viene alguien y te la roba.» 

A las parejas que retozaban en el césped, yo les hubiera advertido de algo parecido. Me hubiera acercado a ellas para tocarles el hombro y tras su sobresalto, decirles: «perdonad que os interrumpa pero ¿veis el susto que os he dado y lo cerca que estoy? pues esto mismo os lo puede hacer un caco. ¿Qué cómo lo sé? Porque yo también tuve diecinueve años, un primer novio y muchas urgencias hormonales de amor verdadero y cuando quise respirar para no ahogarme entre tanto amor, había un tío hurgando en mi mochila y robándome la cartera» 

¿Dónde estará esa mochila? Era azul oscuro, de lona con herrajes y le había cosidos unos escudos muy chulos. Seguro que el Diógenes de mi madre la tiene guardada. 

A las parejas de las barcas les hubiera dicho tantas cosas. En primer lugar que es mala idea montar en ellas, sobre todo es muy innecesario. Les hubiera invitado a que antes de decidirse a ponerse en la cola para alquilar la barquichuela, dedicaran un rato a ver a las otras parejas que ya andan en el agua. ¿Qué sienten? Bochorno. ¿Quieren protagonizar algo así? No, seguro que no. Con remar pasa como con montar a caballo, disparar o fumar, de tanto verlo en las pelis todos creemos que llegado el momento «tan difícil no será» y que haremos un papel digno. No. Nunca. Jamás. Mientras me acodaba en la barandilla a contemplar la puesta de sol y veía a las parejas remar, agradecí que Madrid nunca vaya a sufrir una riada. Los remos rozaban el agua una de cada veinte veces y sospecho que las barcas llegan al embarcadero por instinto. Eso sí, me sorprende que no haya más casos de «hombre al agua» viendo las maniobras desequilibrantes que hacen las parejas para hacerse una fotografía frente a un fondo de otras barcas con otras parejas también en equilibro y perdiendo los remos. 

En una sección del paseo de coches había organizado un partido de hockey sobre patines. Eran equipos mixtos y la mejor con diferencia era una chica rubia, con una larguísima coleta que conseguía estar siempre donde estaba la pelota y en todas partes a la vez. No sé nada de hockey así que lo mismo el juego consiste en no tocar bola y no moverse de una posición, pero me quedé embobada mirándola. Todos eran bastante mayores, cuarentones y llevaban protecciones, guantes y espinilleras. Jugaban en silencio, sin gritarse y animarse. Ella, la chica de la coleta, no llevaba rodilleras y me quedé con ganas de decirle que se pusiera algo, que si se caía el asfalto le haría unas heridas muy feas. Definitivamente soy una señora mayor.  

Al ponerse el sol, caminé hacia mi salida. Había parejas con carro de bebé paseando con pereza, con desgana, casi por obligación. Recuerdo esa sensación. Paseaban mirando a las otras parejas, a las sin carro y recordando su pasado. A estas parejas quería acercarme y decirles que después del carro, llega el patinete y después la bici y el balón y los globos y la marioneta y las barcas del estanque y la feria del libro... y después, mucho después, pasear a solas o quizás, otra vez de la mano. 


viernes, 7 de septiembre de 2018

Podcasts encadenados. Mis recomendaciones

 Crawford County, Illinois. "Daughter of Farmer" May 1940.
Los podcasts no son radio. El otro día, en twitter, asistí a una conversación entre gurús del medio, de la radio, en la que discutían sobre las bases que la BBC ha publicado para su concurso de ideas para podcasts. La primera de ellas es, para mí, la fundamental: 

《Los podcasts no son programas de radio aunque los programas de radio se puedan consumir como podcasts》

Eso es. Si aceptamos que ver series en internet, Netflix, Movistar, o dónde sea «no es ver televisión», los podcasts no son radio y yo creo sinceramente que no lo son y, de hecho, los que más me gustan, los mejores no son para nada radio convencional. Un buen podcast no se trabaja como un programa de radio porque es algo diferente, consumido de otra manera y, sobre todo, atemporal. La radio siempre se ha caracterizado por eso tan cursi de "estar pegada a la actualidad" y el podcast es justo lo contrario. Debe ser atemporal. En mi opinión un buen podcast tiene que ser un producto tan currado como un buen reportaje de prensa, un capítulo de una serie o un buen documental. 

De estos buenos, buenos, excepcionales he descubierto unos cuantos últimamente y ante las numerosas peticiones (cuatro) he decidido contarlo por aquí, por si a alguien le interesa y porque cuando algo me gusta me vuelvo muy muy entusiasta. Son todos en inglés. 

-Revisionist History de Malcom Gladwell. A este podcast llegué por recomendación de la jefa de comunicacón de la NASA, Stephanie L. Schierholz, pero eso es otra historia que ya contaré. Malcom Gladwell es periodista, ha escrito en medios muy importantes y recientemente en una entrevista le escuché decir que él se había lanzado al podcast porque pensó «Esto no lo hace nadie así que no me podrán criticar mucho porque esto es nuevo, está todo por hacer, puedo inventarme la manera de hacerlo». En Revisionist History, que lleva ya tres temporadas, Gladwell repasa historias que en su día o ahora mismo están siendo malinterpretadas. Hay todo tipo de temas: la historia de Wilt Chamberlain, un jugador de baloncesto que era malísimo en los tiros libres a la manera tradicional pero muy bueno tirándolos a cuchara, Leonard Cohen matándose a currar para llegar a la última versión de su Aleluya, las universidades americanas y su financiación, la historia detrás de esta famosa foto y muchas historias más. El mérito de Gladwell no es o no está solo en qué historias decide contar sino en cómo las cuenta. Cuando crees que sabes por dónde va, cuando estás convencido del giro qué va a tomar, de qué es lo que quiere que saques como conclusión, la historia cambia y te quedas pensando...¡vaya! 

La tercera temporada, la he escuchado este verano, y gira en torno a cómo nuestra memoria nos engaña, a como los recuerdos nos hacen trampa. Es muy interesante aunque es más floja que las dos anteriores.   

- In the dark. En una palabra, espectacular. Un trabajo de investigación, periodismo, recopilación y saber contar que te deja con la boca abierta. La periodista Madeleine Baran es la voz que narra el podcast y es un placer escucharla aunque lo que cuenta sea escalofriante. En la primera temporada, el crimen investigado es el secuestro de un chaval de once años, Jacob Wetterling, en 1989 en un pueblo perdido de Minessota, un caso que estuvo sin resolver durante veintisiete años.  La segunda temporada trata del caso de Curtis Flowers, un hombre negro, juzgado seis veces por el mismo crimen, el asesinato de cuatro personas en un almacén de muebles en un pueblo perdido de Missisipi hace veintidós años.  

Madeleine no cuenta solo los casos, qué ocurrió y cómo ocurrió, sino que se centra en cómo se llevó la investigación, qué se hizo mal, qué se ha hecho mal, qué implicaciones más allá de las meramente policiales tienen esos casos. Habla con todo el mundo: los padres del niño, los vecinos, los policías, expertos en diversos temas, jueces, abogados, la familia de Curtis. Remueve archivos, consulta vídeos, programas de radio de la época. Es  una investigación policial, como una película de detectives pero real. Y es terrible y apasionante a la vez. 

Confieso que con éste me he quedado aparcada en la puerta de casa esperando a terminar un capítulo de lo interesante que estaba. En su web, además, puedes ir viendo fotografías, vídeos y documentación complementaria. Es apasionante. 

-The Great God of Depression. En 1998 Alice Flaherty, una neuróloga licenciada en Harvard, perdió a sus dos mellizos estando embarazada de cuatro meses. Tras salir del hospital lo único que quería era volver a su vida, estar tranquila. Los días pasaron con la pena y el dolor hasta que, una mañana, se levantó y sintió que "su mundo se había dado la vuelta". Su cerebro había cortocircuitado y Alice empezó a sufrir un trastorno mental bipolar en el que los estados maniaco y depresivo se  sucedían con tanta rapidez que su cabeza no dejaba de pensar, de funcionar. Desarrolló un trastorno llamado hipergrafia que la obligaba a escribir continuamente, todo el rato, en cualquier superficie. Acarreaba cuadernos a cualquier parte pero  escribía en los muebles, las paredes, su propio cuerpo.  Alice se curó y se empeñó en estudiar las conexiones entre las enfermedades mentales y la creatividad. Años después, a su consulta llegó William Styron, autor de "Esa visible oscuridad", el primer libro considerado el diario de una depresión y que tras su publicación en 1990 se convirtió en la guía no solo para enfermos sino también para psiquiatras y psicólogos. 

El podcast, narrado por Pagan Kennedy, cuenta la historia de Alice y de Styron y para todos los que hemos pasado una depresión es reconfortante y, a la vez terrorífico. Escuchar a Styron contar su pánico a recaer, el terror a volver a estar enfermo, me hizo llorar mientras conducía. Styron recayó y estuvo tan mal que llegó a pensar que su mano estaba muerta y por eso no podía escribir, es en ese momento cuando conoció a Alice.  

-Caliphate, podcast del New York Times. La voz de este podcast es la de Rukmini Callimachi, reportera del periódico que durante más de un año se dedicó a seguir los pasos de un supuesto integrante de ISIS, candiense, que había sido reclutado por internet, había viajado a Siria  y vuelto a Canadá dónde tras contactar con ella es investigado por la policia canadiense. Además, Rukmini viaja a Siria, a Mosul cuando es recuperada por el ejército iraquí. Es una historia apasionante que explica desde el principio y con claridad el nacimiento, desarrollo y filosofía de ISIS. Aviso, en los dos últimos episodios que tratan de niñas de la etnia yazidi, raptadas, vendidas como esclavas y violadas por los guerreros de Isis, lloré a moco tendido. 

-Slow Burn. El caso de Monica Lewinsky es el que ando escuchando ahora. ¿Qué sabía del caso Lewinsky? Algo de sexo oral en la Casa Blanca, algo de una mancha en un vestido y algo de Bill Clinton diciendo que el sexo oral no es sexo. Poco más. Este podcast de Leon Neyfakh cuenta toda la historia del affair y de todas las circunstancias alrededor del asunto que incluyen el suicidio de un amigo de Clinton, el FBI deteniendo a Lewinsky en medio de un centro comercial en Washington, un caso de corrupción urbanística. Es interesante también como los periodistas que en su día cubrieron la historia ahora, veinte años después, se dan cuenta de que el enfoque quizá no fue el correcto y lo reconocen. 

Espero que alguno se anime a escucharlos y que, si lo hace, venga a contarme qué le han parecido. A mí me han salvado la vida este verano, haciendo que mis interminables trayectos conduciendo pasaran volando.  

Larga vida a los podcasts. A los buenos. 



lunes, 3 de septiembre de 2018

Lecturas encadenadas. Agosto

A Library by the Tyrrhenian Sea, 2018 by Ilya Milstein
Agosto ha durado mil días, seis semanas, dos décadas, cinco lustros. Agosto ha sido eterno. Pienso en el día 1 y me parece otra vida, casi como si yo fuera otra persona. En este mes que ha durado siglos he leído bastante, me he puesto al día con el New Yorker y he descubierto tres podcasts que me han hecho compañía en horas y horas de conducción. 

En la prehistoria del mes de agosto que nunca terminaba estuve de vacaciones, lo escribo y en mi cabeza suena como el comienzo de Memorias de África «yo tuve una granja en África», es casi otra vida. En esas vacaciones en Portugal, descubriendo al vecino desconocido, empecé  La princesa prometida, de Willam Goldman. «¿No habías leído La princesa prometida con lo fan que eres de la película?» me preguntaron. No, no lo había leído, no lo he leído todo. Este invierno, alguien al que le caigo muy bien, me lo regaló y lo guardé para las vacaciones, en parte porque creía que sería una buena lectura para el verano y, en parte porque, me daba miedo que me defraudara. Ay, los prejuicios lectores. 

La princesa prometida es La princesa prometida y muchísimo más. Hay partes que fueron traspasadas a las páginas del guión de la película de manera literal, diálogos completos que he podido recitar de memoria mientras leía. Hay otras partes que no aparecen en la película, algunas son graciosas y aportan a la historia y otras, como la parte final, resultan innecesarias. 

Lo mejor, sin embargo, es la parte más metaliteraria, la historia que Goldman se inventa sobre el libro, el autor, un país y cómo él solo es un compendiador. Lo mejor, también, es su realidad sobre escribir de Hollywood con una mujer y un hijo, y unas anécdotas vitales que suenan un poco a los relatos de Cheever y otro poco a Mad Men. 

En resumen, una maravilla de lectura que recomiendo infinito. Nunca los paréntesis y los incisos se utilizaron mejor y con tal sentido del humor. 
«La madre de Buttercup vaciló, y luego dejó la cuchara del guisado. (Esto fue después de que se inventara la cuchara de guisar, aunque todo se inventó después del guisado. Cuando el primer hombre salió arrastrándose del fango y construyó su primera casa en tierra firme, esa noche, lo primero que cenó fue un guisado).»

Y está lleno de sabiduría de la que duele. Cuenta Goldman que, de niño, la madre de un amigo suyo le dijo un día «Bill, la vida no es justa. Les decimos a nuestros hijos que sí lo es, pero eso es una barbaridad. No solo es una mentira, sino que es una mentira cruel. La vida no es justa, nunca lo ha sido y nunca lo será» y me ha recordado a este texto de Natalia Ginzburg en Las pequeñas virtudes.

Tras este baño de alegría, aventura y humor me sumergí en el horror existencial, físico y moral de Goethe en Dachau, de Nico Rost. Lo compré en Los editores siguiendo otra recomendación de Silvia Broome y de Tamara Crespo, ambas libreras de cuyo criterio me fío bastante. 

Nico Rost, intelectual holandés, estuvo preso en Dachau entre junio de 1944 y mayo de 1945 cuando el campo fue liberado por los americanos. Antes había estado en otros campos. Era comunista y defendió a los intelectuales, escritores y artistas alemanes que huyeron del nazismo. Goethe en Dachau recoge las notas, a modo de diario, que escribió mientras estuvo en el campo y que consiguió escribir y guardar porque se las ingenió para permanecer siempre en los barracones pertenecientes a la enfermería. 

Rost decide leer, escribir, pensar, reflexionar, aprender y hacer planes de futuro para cuando el horror en el que está viviendo termine. «Me niego» escribe en marzo de 1945. La esencia del libro la resumen muy bien la editora, Marta Martínez Carro en la introducción: «Se niega a morir pero también, y de manera más rotunda, se niega a vivir dejando de ser él.» Rost no podía evitar los piojos, el tifus, el hambre, la injusticia, el frío, la crueldad, la injusticia. Ni siquiera podía evitar ser asesinado cualquier día pero sí podía, y es lo que hace con estas notas, evitar vivir solo para ese horror. Se concentra en poner por escrito sus ideas sobre arte, literatura, política, incluso religión. Se entrega con una disciplina asombrosa a poner por escrito todo lo que consigue leer, las ideas que esas lecturas le provocan, las relaciones que establece entre autores, las reflexiones para libros futuros. Su actividad intelectual es tan intensa que, a ratos, el lector olvida que está en un campo de concentración, en Dachau, y que escribe rodeado de muerte, entre cadáveres. Poco a poco, según avanza el final de la guerra y llega el tifus, aunque Rost no quiera, la muerte se va colando en sus páginas: cifras de muertos, amigos que mueren y a los que no tiene tiempo de llorar porque otros mueren, más miedo, más hambre, más preocupación pensando que quizás la liberación no llegue a tiempo. 

El epílogo es, sin embargo, lo más devastador. En octubre de 1955, diez años después de la liberación, Rost vuelve y escribe «Yo volví a Dachau». Una tristeza inmensa, una pena densa y escalofriante lo envuelve cuando al llegar allí se da cuenta de que todas las muertes, todos los sufrimientos, todo el horror está siendo olvidado. En los barracones donde sus amigos sufrieron horrores impensables y murieron sin  que nadie pudiera velarlos, viven ahora familias, hay tiendas, espectáculos musicales. La tristeza de su relato es desgarrador, se le nota desfondado, sin fuerzas. Toda la energía empleada en seguir siendo él mientras vivía en el infierno le abandona en esas páginas, diez años después; «no sirvió de nada» parece pensar. 
«Sufrir –es algo que pasa–; haber sufrido es algo que no se pasa»
Haber sufrido no se pasa nunca pero para el que no lo ha sufrido, no ha pasado nunca. Eso es lo que parece pensar Rost en el epílogo, todo el sufrimiento y el horror han sido olvidados, aplastados por la vida, ignorados, como si no hubieran ocurrido. 

Goethe en Dachau no es un libro para todo el mundo, es una lectura durísima de la que uno sale devastado, desfondado y mirando el mundo con un velo de pesimismo. 
«Por ello, me he propuesto que en el futuro defenderé todas las cosas que reconozca como fundamentales con todas mis fuerzas frente a las cosas secundarias, sin importancia, nocivas, y espero poder lograrlo en la práctica. Esa también será una lucha, quizá una de las luchas más complejas que todavía ha de librarse» 
El tiempo es un canalla, de Jennifer Egan, fue mi última lectura de vacaciones y la tendré para siempre asociada a nuestro apartamento, a una cama grande y a un callejón con vistas al mar. Este libro también lo compré en Los editores después de leer sobre él en el blog de Divagando. Cuando ya estaba en mis manos y a punto de empezarlo leí, sin querer, algunas opiniones bastante malas sobre él pero ya estaba lanzada. 

Egan ganó el Pulitzer con esta novela en 2011 y no sé si da para tanto pero es un libro curioso y me ha gustado bastante. Leyéndolo, a veces, se me olvidaba que era una novela y lo sentía casi como si el New Yorker hubiera planteado un reto literario publicando relatos que tuvieran que ver unos con otros, que tuvieran alguna relación entre ellos pero sin que esa relación fuera obvia. De hecho, encontrar la relación, seguir el hilo, exige del lector un trabajo casi detectivesco recordando nombres, anécdotas, situaciones que, a veces, solo se han mencionado de manera muy tangencial. Leyéndolo imaginaba la construcción de esta novela como la reconstrucción de los círculos concéntricos que se forman al tirar una piedra en el agua, si tiras muchas piedras lo suficientemente cerca los círculos que se forman se tocaran y tendrán algo en común pero ninguno será más importante que otro, sin embargo, en esas conexiones está la gracia de la vida, en los momentos en que nuestras historias se tocan con las de los demás, en el espacio o en el tiempo.  

No quiero destriparlo mucho porque es un libro para descubrir y si doy demasiadas pistas arruinaré el juego detectivesco a posibles lectores. 
«Lo raya que separa pensar en alguien y pensar en no pensar en alguien es muy fina, pero yo tengo la paciencia y el autocontrol necesarios para caminar por esa raya durante horas, días si hace falta» 
En el agosto que duró un milenio también fui a ver a James Rhodes en El Escorial y aprovechando que había una feria del libro compré El mismo mar, de Amos Oz.  Lo leí en menos de veinticuatro horas porque Oz es casa, es como un bálsamo, me calma, me arropa, me calienta y, al mismo tiempo, es la mano fresca en mi frente cuando siento que me estalla la cabeza. 

El mismo mar al abrirlo me echó para atrás al ver que estaba escrito en verso. Prejuicios. No debería haber dudado de Oz. Es una novela en verso y en prosa, la historia de Albert y de su hijo y de la novia de éste y otros tantos personajes entre los que aparece, por sorpresa, el propio Oz. Los personajes se acompañan en sus soledades, pero está vez no con amargura y violencia contenida como en otros libros de Oz, aquí el cariño y la dulzura lo impregnan todo. Sus soledades se acoplan, unas con otras,  en un vaivén como las olas del mar que ven desde sus casas en Telaviv.  Oz escribe bonito, hay ternura en todas las páginas y por eso es un libro tranquilizador aunque sea triste, porque la tristeza no tienen porqué doler y ser angustiosa siempre, también puede ser dulce y tierna y llenar los ojos de lágrimas pero sin causar angustia.

Los capítulos son breves, algunos solo tienen una estrofa en medio de la página. Una estrofa que lo dice todo. 
A través de nosotros. 
Antes de perdón, está libre la silla,
antes de el color de tus ojos, antes de qué quieres tomar,
antes de soy Rico y me llamo Dita, antes del roce
de una mano en tu hombro,
eso pasó a través de nosotros
como una puerta entreabierta durante el sueño

No hay mayúsculas, ni puntuación, ni comillas. Oz juega. 

Calle Este-Oeste de Philippe Sands ha sido el último libro del mes que no se acababa nunca. Llegué a él por Guillermo Altares, periodista del País, que lo recomendó en La Cultureta. Lo compré durante el invierno pero su turno llegó  en las tardes de agosto.  La primera sorpresa al empezarlo fue darme cuenta de que ya conocía a Sands porque hace un año y medio, más o menos, vi en Netflix su documental What our father´s did: a nazi legacy en el que acompañaba a los hijos de dos importantes nazis, responsables de masacres atroces en Polonia, a los lugares de las matanzas. Uno de ellos, Nicklas Frank, hijo de Hans Frank que fue Gobernador General de Polonia y responsable de la matanza de judíos en esos territorios, rechazaba por completo a su padre y todo lo que hizo, le consideraba un criminal. El otro, Hors von Wätcher, hijo de otro nazi asesino, se negaba a reconocerlo, se asía a la excusa de que su padre era bueno y solo seguía órdenes. 

Aunque Nicklas y Hora salen en el libro la historia no va de ellos. Sands viaja a Lviv, una ciudad que ahora es ucraniana pero que hace cien años formaba parte de la región de Galitzia en el Imperio Austrohúngaro, luego fue Polonia, luego Alemania, luego Rusia y posteriormente Ucrania. En Lviv nació León, el abuelo de Sands y allí estudiaron Raphael Limkin y Hers Lauterpach, dos abogados judíos con un papel fundamental en el derecho internacional y en los juicios de Nuremberg. Limkin creo el concepto genocidio y Lauterpacht el término crímenes contra la humanidad. 

Sands reconstruye la historia de estos tres hombres a partir de fotografías, notas, cartas, recortes y mil entrevistas que realiza viajando por todo el mundo, realiza una labor de detective. Las vidas de estos tres hombres están marcadas por las dos guerras mundiales y por el antisemitismo, por la necesidad de huir, por la pérdida de todos sus orígenes, por la desaparición de sus familias en el holocausto  y por haber compartido, en algún momento de su juventud, la vida en una ciudad que parecía segura, estable, que parecía su casa, Lviv, y de la que tuvieron que huir antes de que fuera demasiado tarde. 

Es un ensayo estupendo que recomiendo muchísimo para todo el mundo. Y se aprende la diferencia entre genocidio y crímenes contra la humanidad que es una cuestión para nada menor. 
«Yo simpatizaba instintivamente con la visión de Lauterpacht, que venía motivada por un deseo de reforzar la protección de cada individuo independientemente de a qué grupo resultaba pertenecer, de limitar la poderosa fuerza del tribalismo, no de potenciarla. Al centrarse en el individuo, y no en el grupo, Lauterpacht quería reducir la fuerza del conflicto intergrupal. Era esta una visión racional, ilustrada, y también idealista.
El principal valedor del argumento contrario era Lemkin. Este no se oponía a los derechos individuales, pero creía que concentrarse excesivamente en los individuos era ingenuo, que equivalía a ignorar la realidad del conflicto y la violencia: se atacaba a los individuos por ser miembros de un determinado grupo, no debido a su calidad como individuos. Para Lemkin, el derecho debía reflejar el verdadero motivo y la intención real, las fuerzas que explicaban por qué se mataba a determinados individuos de determinados grupos objetivos. Para él, centrarse en el grupo era el planteamiento práctico». 
Y con esto y enfrentándome al reto de leer por primera vez a Bolaño, hasta los encadenados de septiembre. 





jueves, 30 de agosto de 2018

Ser educado no compensa

Ser educado, a veces, no compensa. Nos han metido en la cabeza y así se lo contamos a nuestros hijos que jamás hay que ponerse al nivel de los maleducados, que  estamos por encima de ellos, que ante todo educación, que somos mejores si actuamos así. Paparruchas. Ojalá fuera así. La realidad es que muchas veces, ser educado, morderse la lengua, agarrarse a la silla en la sala de reuniones para no soltar un exabrupto y contestar a un maleducado faltón, no compensa. De hecho, es una estupidez y es contraproducente. Acaba tu reunión y sales de allí encabronado, desilusionado y decepcionado contigo mismo. Ni un solo segundo te sientes mejor que ellos. 

¿Así funciona el mundo, los maleducados faltones pueden hacer lo que les de la gana? Pues sí, y la culpa es nuestra, es tuya porque no has defendido tu territorio, el espacio de trabajo, las normas de convivencia y trato. Ser maleducado no consiste en no conocer las normas de urbanidad, convivencia y trato. El maleducado las conoce y se las pasa por el forro, como su propio nombre indica, las mal usa. No es lo mismo no tener educación que ser un maleducado. 

Los maleducados faltones avasallan  y lo hacen porque les dejamos. Les permitimos interrumpir a otro cuando está hablando, levantar el tono, despreciar el trabajo de los demás, murmurar por lo bajo comentarios despreciativos y faltones cuando los demás hablan... y se lo permitimos porque somos educados, porque no queremos hacer lo mismo que ellos, no queremos ser como ellos, porque nosotros sí sabemos que todo eso está mal. Ellos también lo saben pero les da igual, nadie nunca se les ha enfrentado y creen que las normas no son para ellos, que están por encima. Avasallan, invaden, envenenan, encabronan. Y les dejamos porque somos buenos, porque somos mejores. 

Pues no, somos gilipollas. Es una estupidez callarse, es una rendición, es dejarles emponzoñar el ambiente, el trato, la convivencia. Es como si Indiana Jones, en la famosa escena del mercado, cuando el malo hace su exhibición de chulería para demostrar que tiene el poder y está a punto de matarle, en vez de pegarle un tiro y ponerle en su sitio, se quedara callado esperando a que el otro lo matara o le dijera: «creo que esto hay que hablarlo con calma.»

A los maleducados no se les para con buenas maneras, ni callándonos. A los maleducados faltones se les para, debemos pararles con firmeza: ¡PERDONA PERO ESTOY HABLANDO YO Y TE AGRADECERÍA QUE TE CALLARAS E INTENTARAS COMPORTARTE COMO UNA PERSONA RESPETUOSA! Mira a ver si eres capaz y sino es así, sal ahora mismo para irte a entrenar y vuelve cuando seas capaz. 

Y luego, ya si eso, murmuras entre dientes: idiotadeloscojones.    

Con suerte, agachará las orejas y abrirá los ojos como platos, sorprendido. Los maleducados no están acostumbrados a que juguemos sucio. Es posible que balbucee algo. No nos engañemos, no va a ver la luz y se va a volver educado, eso no pasa nunca, y además, no es tu tarea enseñarle educación, pero no volverá a interrumpirte y tú no saldrás de la reunión sintiéndote imbécil y descubriendo que te han salido más canas porque por algún lado tiene que salir la frustración. 

Idiotadeloscojones. 


lunes, 27 de agosto de 2018

Al teléfono con el adolescentismo

Hay dos tipos de personas con las que la comunicación por teléfono móvil es una tortura: mi madre y mis hijas. Del uso que mi madre hace del móvil: incomprensible, errático, desesperante ya hablaré otro día. Hoy me voy a centrar en los tipos de comunicación por móvil con el mundo adolescente. 

Primer supuesto. 

No tienen móvil entre semana así que para hablar con ellas llamo al teléfono fijo. Somos unos antiguos y tenemos teléfono fijo pero no tan antiguos como para tener un solo aparato anclado a la pared. Tenemos tres teléfonos inalámbricos que ¡sorpresón! jamás están en sus bases cuando los buscas. Si yo no los encuentro la incapacidad de mis adolescentes,a pesar de haber sido ellas las que los han movido de sitio, para ubicarlos cuando suenan es espectacular. 

El teléfono suena y suena y suena. Cuando estoy terminando de murmurar toda la ristra de insultos, juramentos y blasfemias que conozco, alguien descuelga. Respiro aliviada. Ilusa de mí. 

«María, siempre cojo yo el teléfono y ya estoy harta»«Mentirosa, siempre lo cojo yo porque tú sabes que es mamá y pasas de  hablar con ella»«Halaaa, qué falsa, tía»

Acabo colgando y pensando que por lo menos sé que están en casa que era el propósito de mi llamada. 

Segundo supuesto

Tienen móvil. Se supone que un teléfono móvil sirve para contactar a la otra persona en cualquier momento y más si esa otra persona es un adolescente con el móvil en la mano todo el tiempo que permanece consciente y fuera de la ducha. 

Llamo a cualquiera de mis dos hijas para hablar con ellas algo sobre lo que no me da la gana escribir un whasap. 

Suena el tono de llamada. Suena. Suena. Suena. Suena. Salto el mensaje de que el móvil al que llamo no está disponible. Una vez más recito toda la ristra de insultos, blasfemias y juramentos que me sé. Tiro mi móvil en cualquier sitio y me alejo de la escena refunfuñando, cuando, pasado un rato largo, recojo el móvil tengo un mensaje.

«Jeje, siento no haberlo cogido. Justo estaba leyendo. Llama cuando quieras»

Son muy cabronas pero además me conocen y saben que esa excusa me ablandará. Además, quiero creerme esa excusa. Me relajo. Vuelvo a llamar. Suena el tono de llamada. Suena. Suena. Suena. Suena. Salto el mensaje de que el móvil al que llamo no está disponible.

«A tomar por culo con el móvil. En cuanto vuelvan se lo quito» pienso mientras busco el teléfono de mi abogado para ver cómo puedo desheredarlas. Entra otro mensaje. 

«Ups. Justo ahora no tenía el móvil»

Vaya, resulta que he ido a llamarla en el único rato en todo el mes de agosto que ha debido soltar el móvil. Ya es casualidad. Vuelvo a llamar. Ya no sé para qué quería hablar con ellas, ya sólo quiero echarles la bronca y bramar con furia en sus pequeñas orejitas. Suena. Suena. Suena. Me cuelgan. 

«Jejeje. María ha cogido mi teléfono y sin querer te ha colgado» 

Desisto por completo de hablar con ellas con la inútil esperanza de que les entre el remordimiento o, por lo menos, un mínimo de curiosidad por saber qué quería con mis llamadas y me llamen ellas. Ni remordimiento ni curiosidad. 

Tercer supuesto. 

Llamo y ¡oh sorpresa! lo cogen al segundo tono. 

—¡Hombre, qué bien que os pillo!
—Ah, hola. 
—Por favor, qué entusiasmo. Lo mismo me emociono. 
—¿Eso es sarcasmo?
—¿Qué tal todo?
—Bien.
—¿Qué habéis hecho?
—Nada. 
—¿Hace bueno?
—Sí, bueno, normal. 
—¿Cómo qué normal? ¿Qué significa eso?
—Sí, bueno. 
—Y¿qué vais a hacer hoy?
—No sé. 
—¿Qué queréis hacer?
—No sé. Da igual. 
—¿Da igual? ¿Picar piedra? ¿Planchar? 
—Ay mamá. Que sí, que vale. Que estamos bien. 
—Hasta luego.

El mismo nivel de diálogo que una pareja sueca en una peli de divorcios. Del monosílabo y la no comunicación hacemos un arte. 

Cuarto supuesto.

Me mandan un audio de wasap. Lo borro y contesto: «No escucho audios de wasap, si queréis algo llamadme» 

No suelen llamar así que deduzco que o bien era una memez o se han enfadado. 

Quinto y último supuesto. 

Suena mi móvil. Es alguna de las dos. Sonrío. Descuelgo.

—Hola princesa, ¿Qué tal?
—Bien, bien. ¿Qué tal tú?
—Pues nada aquí echándoos de menos. 
—Yo también te echo de menos

(Empiezo a sospechar)

—Verás mamá, es que no sé si te acuerdas que mi amiga Zutanita, la que vive en la casa esa que nunca te acuerdas que está detrás del hotel, pues esa amiga que es superamiga mía y además le gusta mucho todo lo que me gusta a mí, va a hacer una fiesta el jueves por la tarde y, entonces, verás, hemos pensado que estaría muy bien que el miércoles vinieran catorce amigos a nuestra casa porque a ti, total, te da igual y todos mis amigos dicen que eres supermaja, a preparar la fiesta porque Zutanita no sabe que vamos a ir disfrazada de Mamma Mía. Entonces, además, necesito que en internet (te mando pantallazos) compres.. blablablablablabla. 

Habla y habla y habla. No sé quién es Zutanita y el resto me da igual... la dejo hablar hasta que se le seca la lengua. 

—... y entonces les he dicho que fenomenal, que en casa además tenemos de todo para hacer pancartas, las haremos en la cocina no te preocupes con que manchemos. ¿Vale?
—Bueno, ya hablaremos cuando llegue a casa.
—Pero ¡si te he llamado a contártelo! 
—Ya, pero esto es algo para hablar en persona. 
—No sé para que tienes móvil, mamá. Luego hay que hablarlo todo en persona. 



jueves, 23 de agosto de 2018

No soy yo, es el madrugón.

Dormir. Dormir. Dormir. Estar durmiendo. Descansar. No puedo pensar en otra cosa.Levantarme a las seis de la mañana me quita las ganas de vivir, me arruina el ánimo y hace que mi estado de ánimo bascule entre el odio intenso hacia toda la humanidad y el llanto descontrolado y ansioso. Levantarme a las seis de la mañana ralentiza el tiempo, las horas pasan despacio y el momento de dormir no llega nunca porque me levanto a las seis pero no me acuesto a las nueve. Madrugar de manera insana convierte todas las canciones de mi lista Drive en nostálgicas historias de gente abandonada con la que empatizo hasta las lágrimas. Lloro con las canciones, con los podcasts y hasta con las cuñas de radio "Para resolver un marrón, conecta con Manolón". Ni las hormonas de la regla me hunden tantísimo. Miro a la gente que trabaja conmigo, a los demás conductores, a la recepcionista de la clínica de rehabilitación, a mi fisioterapeuta, al gasolinero intentando adivinar por sus caras, por su ánimo si han dormido más que yo, si son gente con suerte que madruga lo justo o desgraciados como yo que viven sus días lamentando dormir poco.  Madrugar me convierte en una máquina de autodestrucción: no duermo, tomo manzanas a media mañana, como ensalada, hago treinta y cinco minutos de bici estática, emprendo una tarea de bricolaje, lo intento con las sentadillas. Otros lo llaman vida saludable pero yo sé que estoy tratando de acabar con mi vida, para no sufrir más, para poder dormir. «Si madrugas aprovechas el día». A las seis de la tarde, aparcada en la puerta de mi fisio y llorando de autocompasión no entiendo porque a estas ganas de matar lo llaman aprovechar el día.  Yo era alguien de provecho, alguien divertido, animoso, de colores y estos madrugones me convierten en una babosa reptante. Sueño despierta con una cama, con una siesta, con derrumbarme en brazos de alguien escurriéndome de sueño. Madrugar me provoca una tristeza tan intensa que a las nueve de la mañana creo que no podré con el día. Por culpa de estos madrugones cancelo planes, anulo reservas, invento excusas para no quedar, para no hacer, me desconecto en las conversaciones y encuentro toda la comida insípida. Madrugar  eleva a niveles estratosféricos mi autocompasión, me rebozo en ella. Me paso el día compadeciéndome, añorando la paz en el mundo, la justicia social, mis doce años, mis zapatillas camping amarillas y su olor a letrina de legionarios al final del verano. Madrugar me ha hecho arreglar mi bici y salir a pasear. Madrugar me da agujetas y me provoca nostalgia de la infancia de mis hijas, miro fotos de hace siete años y pienso que entonces ellas eran más monas, más ricas, más simpáticas, iban mejor vestidas, yo era mejor madre, yo dormía. Lloro de nostalgia y agotamiento y las llamo: 

—Chicas ¿qué tal por allí?
—Fenomenal, lo estamos pasando de coña. ¿Qué te pasa?
—Que os echo mucho de menos porque sois monísimas.
—Mamá, ¿has vuelto a levantarte a las seis? Te hemos dicho mil veces que madrugar te sienta fatal. 

Madrugar me embota, me paraliza, me quita fuerzas, anula mi curiosidad, levantarme a las seis de la mañana hace que me repita y por eso éste es el cuarto o quinto post que escribo sobre el tema. No me lo tengáis en cuenta que lloro.  



domingo, 19 de agosto de 2018

Los trece, la estación sin parada.

–El domingo cumples trece años. Este año no estás dando nada la brasa con tu cumple.
–Ya, ya lo sé. 
–Los trece son un número raro ¿verdad? 
–Sí, catorce molarían más pero claro hay que pasar por los trece antes, pero los trece no me apetecen. 

Los trece son ni fu ni fá. Si además llegas a ellos en segunda posición, detrás de tu hermana, ni siquiera tienen la novedad ni para ti ni para nosotros de intentar descubrir cómo serán. Ya tienes claro que los trece son como la antigua estación de cercanías de Pitis, en Madrid, una estación sin parada. 

Los trece son segundo de la ESO que es otro curso insulso, sin gracia. No tiene la emoción de lo nuevo, del estreno, ni el aura de ser ya "de los mayores". Los trece están a medio camino entre ir al Burger a merendar y sentarte en el parque,  en el respaldo de un banco a ver pasar las horas mientras cuchicheas sobre chicos y ligues. 

Los trece son subirte al tren de "ser mayor" pero con acompañante. Son sentarte a pensar qué más adelante hay vida por vivir, que quieres hacer algo con todos esos años que te esperan aunque no tengas claro qué quieres. Los trece son, todavía, seguros. Cualquier decisión es revocable, ante cualquier miedo puedes refugiarte en casa, en mis brazos, en los de tu padre. Los trece son aburridos pero estables, seguros.  Los trece son casa. 

Vamos a vivir tus trece años sin sorpresas e intentaremos que sean divertidos. Vamos a viajar, a reírnos, a discutir por nuestros diferentes conceptos de la palabra "ordenado", vamos a charlar sobre mis elecciones de menú para la cena. Vas a seguir sacándome de quicio con tu irritante manía de hablar muy deprisa poniendo voz de absurda protagonista de sitcom americana cuando quieres pedir permiso para hacer algo que sabes qué no me va a gustar. Y, sobre todo, sé que vas a seguir taladrándonos con la absoluta necesidad que tienes de tener una habitación para ti sola. 

Hoy cumples trece años y estás impaciente por cumplir catorce, quince, «los dieciséis sí que molan».  No tengas prisa, vamos a disfrutar los trece pero, por favor, mientras tanto, cierra la puerta del baño, no te cuesta nada. 

Feliz cumpleaños, pequeña bruja. 

jueves, 16 de agosto de 2018

Me gustaría...

Me gustaría saber qué se siente siendo «personal autorizado» cuando cruzas una de esas puertas por las que solo puede pasar «personal autorizado». Me gustaría saber quién era el hombre grabado en los pendientes de una de las señoras viejísimas que alquilaban casetas en la playa de Nazaré. Me gustaría saber porqué, en la era de internet, en la época de «escudriña hasta el último rincón del cajón de los cubiertos del apartamento que vas a alquilar», Portugal está lleno de mujeres viejísimas sentadas a la puerta de sus casas con carteles de "se alquilan habitaciones". Me gustaría saber si alguien para y les pregunta y si, cuando les llevan a sus casas, les hacen bacalao para cenar y les dan toallas bordadas.  Me gustaría llegar a ser una mujer viejísima pareciendo una mujer viejísima, que se me vieran todos los años que espero vivir. Me gustaría que a Cher se le vieran los años que ha vivido y que en Mamma Mía 2 no pareciera un paso de Semana Santa. Me gustaría tener días suficientes en el verano para poder ponerme toda la ropa de verano que tengo o, si lo de los días es imposible, superar el impulso que me empuja a ponerme, todos los días, la misma camiseta roñosa y los mismos pantalones cortos  cuando llego de trabajar. Me gustaría que mis perros, cuando me tumbo a leer,  además de darme lametones me dijeran «deja de preocuparte». Me gustaría no seguir siendo aquella niña de ocho años que se quejaba tanto de dolor de cabeza, todas las tardes, que hasta mi madre me llevó al médico por si me pasaba algo. No me pasaba nada, solo me preocupaba el colegio al día siguiente. Me gustaría no acojonarme cuando me despierto con ansiedad y trato de convencerme de que me estoy agobiando con antelación. Me gustaría que mi tintero con tinta verde hiedra no se hubiera abierto en mi estuche o que, por lo menos, se hubiera derramado entero y el estuche fuera ahora completamente verde hiedra. 

Me gustaría no haberme dado cuenta, anoche mientras me lavaba los dientes, de que ya nunca en la vida podré ser "staff writer" en el New Yorker. Me gustaría que ese pensamiento no me hubiera llevado a hacer una lista de todas las cosas que hice en su día y ya no puedo volver a hacer:  dar vueltas en bici alrededor de la pérgola de la casa de mis abuelos. Ir vestida igual que mis hermanos. Vestir a mis hijas iguales. Amamantar. Parir. Follar por primera vez. Sentirme al volante indefensa y en peligro y, a la vez, independiente y poderosa. Volver a probar el hígado. Llamar a alguien abuelo, abuela, papá. 

Me gustaría haber escrito algo divertido y frívolo. Algo tonto y sin mucho sentido. Algo atolondrado. Algo para reírse y pensar «es verano, todo es de colores y la vida mola muchísimo» pero no se me ocurre nada.   


lunes, 13 de agosto de 2018

Portugal, el vecino desconocido

Uno cree que conoce a su vecino porque se cruza con él algunos días, amodorrado, a primera hora de la mañana cuando sale de casa para ir a trabajar. Intercambia tres palabras en el ascensor o en el portal y se instala en uno la sensación de conocer. Una sensación absolutamente falsa porque si te paras a pensarlo al sentarte en el coche o al coger el metro eres incapaz de recordar cómo se llama, en qué piso vive o qué ropa llevaba puesta. 

Uno cree que tiene algo en común con su vecino porque en las cuerdas del tendal, al otro lado del patio, ve ropa interior, sábanas, toallas, ropa interior y, de vez en cuando, como en sus cuerdas, un mantel y servilletas. Si tiene mantel y servilletas en algo se parece a ti, piensas, no es uno de esos salvajes que come sobre la mesa o, peor, directamente en la encimera o con bandejita. 

Uno cree que sabe cómo es la casa del vecino porque sabe cómo son sus ventanas, qué ve desde su salón o cómo entra el sol en su cocina por las mañanas, con timidez en invierno y de manera implacable en verano. Uno cree que sabe si su vecino, a la hora de la siesta, se tapa con manta o duerme en camiseta porque comparten medianera y escucha su televisión al otro lado de la pared. 

Uno piensa que sabe en qué trabaja su vecino, lo que come, o lo que lee porque cogen la misma línea del metro, compran en el mismo supermercado y es la misma biblioteca la que tienen cerca. 

Uno cree que su vecino es un triste porque una vez, sin tener el vecino ninguna culpa, se puso a llorar con él y esa pena se quedó pegada a ese vecino.

Y cuando uno está lleno de certezas y cree que conoce a su vecino, que nada va a sorprenderle y que ese vecino es más o menos como él, con sus cosas pero parecido... un buen día, va a Portugal y no sale de su asombro. 

Descubres que no conoces a tu vecino. Que todo lo que habías pensado o creído o, mejor dicho, todo lo que ni siquiera habías pensado o creído sobre él es erróneo o simplemente imaginario. Caes en la cuenta de que habías confundido la cercanía, la vecindad con el conocimiento. Entras en casa de tu vecino y nada es cómo habías (no) imaginado. Tiene horarios distintos,  los muebles al revés, el sol no ilumina exactamente igual que en tu casa, tiene un lenguaje parecido al tuyo pero con su propio ritmo y hasta su relación con la temperatura ambiente es muy diferente a la tuya. Los colores que tú hubieras jurado que iban a ser exactamente iguales que en tu casa parecen distintos. Y los olores, nada huele igual. No es mejor ni peor, lo que te sorprende es que sea tan distinto, tan diferente, tan él y no tan tú.

Te sorprende tu vecino y te sorprendes al pensar que por alguna razón idiota creías que conocías Portugal y no tenías ni la más remota idea.  

He estado en Portugal y he sido ese vecino idiota que creía conocer a la persona al otro lado del descansillo. He estado en Portugal y he sonreído. He estado en Portugal y me ha gustado todo, hasta el ciervo surfero de Playa do Norte, porque sí, porque todos tenemos errores en casa. 


miércoles, 1 de agosto de 2018

Lecturas encadenadas. Julio


Cliffhanger. Karin Jurick
«Querida Verónica:

Si
no
pensamos
en
el
principio
nunca
habrá
final.

                                       A».


Tengo que recoger a dos niñas que llegan en tren, ir a rehabilitación para tratar de no quedarme
manca, preparar una lasaña (sin gluten) para comer y sacar tiempo para darme un baño en la piscina así que vamos al lío de los encadenados sin detenernos en reflexiones sesudas.

Empecé julio con un novelón.  Posesión de A.S Byatt , llegó a mis manos vía Iberlibro tras tres recomendaciones de gente de la que me fió muchísimo: mi amiga Di, la librera Silvia Broome y Elena Rius.

Posesión es todo un novelón. Novelón es un concepto que, para mí, significa muchas páginas, una gran historia y algo de amor. Si además transcurre en Inglaterra, toman té y hay niebla y lluvia la combinación es perfecta. Si, además, todos son educadísimos, muy cultos, intercambian conversaciones inteligentes y hay personajes que recuerdan a la mejor tradición inglesa como el malvado americano trepa, la pobrecilla secretaria a la que nadie hace caso, el conde empobrecido pero muy malhumorado y ancianas con gatos, no se puede pedir más.

En Posesión, Byatt, escribe dos historias. Una casi detectivesca, con buenos y malos, que buscan la verdad pasada y desconocida sobre un par de escritores decimonónicos y, otra , sobre esos dos escritores. Las dos historias corren paralelas, intercalándose una con otra. Por un lado encuentras las intrigas universitarias, el ansia de ser el primero en saber, en conocer, en poseer la verdad para ser la máxima autoridad, los recelos investigadores, la prisa por publicar y por otro lado encuentras el ritmo pausado y calmo de las relaciones que se establecían por carta, cuando entre una pregunta y su respuesta podían pasar días. La historia de amor por carta que se descubre muchos años después y la trepidante necesidad de conocer esa relación, se intercalan. Además, es una novela sobre escribir, sobre buscar la inspiración, encontrarla y desesperarte, una vez hallada, intentando plasmarla tal y como suena en tu cabeza. Y habla también del amor a los libros, a tenerlos, leerlos y descubrirlos.  Es una novela estupenda que, advierto, intercala larguísimos poemas épicos que los dos escritores decimonónicos escriben y que se pueden saltar sin perderse nada de la trama.

«De vez en cuando hay lecturas que ponen de punta los pelos del cuello, la pelleja inexistente, y los hacen temblar, cuando cada palabra arde y reluce dura y dura, infinita y exacta, como piedras de fuego, como puntos de estrellas en la oscuridad: lecturas en las que el conocimiento de que vamos a conocer lo escrito de otra manera, o mejor, o satisfactoriamente, se adelanta a toda capacidad de decir qué conocemos ni cómo. En esas lecturas, la sensación de que el texto ha aparecido para ser enteramente nuevo, única antes de ser visto, va seguida, casi de inmediato, por la sensación de que estuvo ahí siembre, de que nosotros los lectores sabíamos que estaba ahí, y que siempre hemos sabido que era como era, aunque reconozcamos por primera vez, tomemos plena conciencia de, nuestro conocimiento».

Instrumental. Memorias de música, medicina y locura, de James Rhodes  no me ha gustado. Sé que es una opinión poco popular pero no me ha gustado. James Rhodes me cae bien, me parece admirable que haya sobrevivido a cinco años de abusos sexuales por parte de un profesor, a una adolescencia terrible y a una juventud de autodestrucción y depresión. Aplaudo con entusiasmo su capacidad para transformar toda la ira, la furia y la rabia en ganas de vivir, en entusiasmo, en optimismo, en una actitud de "voy a disfrutar de la vida" en vez de convertirse en un amargado, cosa a la que por otro lado tendría todo el derecho del mundo. Con todo, el libro es flojísimo. Lo mejor, para mí, es lo que cuenta al principio de cada capítulo sobre una pieza musical y que es lo mismo que cuenta en sus varias listas de Spotify que os recomiendo encarecidamente si, como yo, no sabéis nada de música clásica.

Sé que, a lo mejor, no soy la persona indicada para criticar este libro porque yo también he escrito un libro, de escasa valor literario,  contando una experiencia personal que probablemente a mucha gente le parezca peor que el de Rhodes pero, como lectora, mi opinión es que el libro es flojo. Valiente pero flojo. Aún así hay algunos pasajes que sí me han gustado, con reflexiones interesantes, como éste:

«Se trata de una adicción que resulta más destructiva y peligrosa que cualquier droga, que casi nunca se reconoce, de la que se habla aún menos. Algo insidioso, generalizado, que ha alcanzado niveles de epidemia. Es la principal causa de esa actitud de creerse con derecho a todo, de la pereza y la depresión en la que estamos inmersos. Es todo un arte, una identidad, un estilo que te brinda una infinita e inagotable capacidad de sufrimiento.

Es el Victimismo».

Además, Rhodes me ha descubierto la primera pieza de música clásica a la que me he hecho adicta.

El orden en que los libros aparecen en tus manos, en que encuentran su momento, a veces, juega en su contra y eso le ha pasado también a Rhodes. Nada más acabar sus memorias, me enfrasqué en El club de los mentirosos, de Mary Karr, un libro que me recomendó Lara Hermoso. Karr, como Rhodes, cuenta su vida, su historia, su infancia, la vida de sus padres. Cuenta, también, varias historias de abusos, una de ellas terrorífica, que implica a un adulto que la cuidaba cuando tenía ocho años. Sus padres, además, a los que ella adoraba eran alcohólicos y su madre sufría graves brotes de cosas "de los nervios" que escondían una historia que Mary Karr no descubrió hasta muchos años después.

Karr escribe tan bien que se te quitan las ganas de intentar escribir nada. «Mary maneja el lenguaje con la soltura de una poeta, precisamente porque lo es: suelta palabras que tradicionalmente no deberían aparecer y crea para ellas usos novedosísimos» dice Lena Dunham en el epílogo. Maneja el ritmo de la historia y también los tiempos, hace digresiones sin perderse, sin resultar superficial, ni repetitiva y sin dar lecciones morales. El tono me ha recordado muchísimo al de El bar de las grandes esperanzas, obviamente su autor le debe mucho a este libro. Leyendo estas memorias también he pensado que sobre una base real, Karr ficción porque es imposible que una niña de cinco, seis, siete años recuerde los hechos con esa capacidad de detalle. Los hechos, sin duda, son ciertos pero la manera de contarlos es ficción porque no podría ser de otra manera, porque así trabaja nuestra memoria, reescribiendo nuestros recuerdos.

Karr tiene otros dos volúmenes de memorias que aún no se han publicado en castellano y a los que seguiré la pista. Lo recomiendo muchísimo.


«He llegado a creer que el silencio puede engrandecer a una persona. Y el dolor, también. La emanación de un silencio pesado y triste puede investir a alguien de una dignidad absoluta».

Conjunto vacío de Verónica Gerber Bicacci fue una de las recomendaciones de los Tipos Infames en la Feria del Libro junto con Temporada de huracanes de Fernanda Melchor que ya recomendé el mes pasado. Me ha gustado mucho pero no es un libro para todo el mundo. Verónica cuenta su vida o la de alguien que se parece mucho a ella, en primera persona, a base de diagramas de Venn. Mi vida en diagramas de Venn la definiría bien. Es la historia de la protagonista (Yo) y la de la ausencia de su madre, y la de Alonso, y la de su hermano, y la de su abuela y de los diagramas de Venn que cada uno de sus personajes genera y que a veces interceptan, "conjunto intersección" y otras no. Empieza así: «Mi expediente amoroso es una colección de principios» y, pensándolo tras haber llegado al final, la novela es mejor al principio que al final, pero la apuesta arriesgada de Verónica merece muchísimo la pena. Es una novela de desamor que se monta y se desmonta como un puzzle, está escrita y dibujada, las cosas que pasan se representan para ordenarlas, para aclararlas, para darles sentido o tratar de dárselo. Es original. Agria y tierna y visualmente sorprendente.

«Empezar muchas veces el mismo texto es, al menos, una insistencia por contar y entender la misma historia.

De otra forma uno fracasa una y otra vez empezando relatos distintos que siempre terminan igual.

De otra forma uno fracasa una y otra vez intentando desordenar el tiempo».


Y con esto y diez días más de vacaciones por delante en los que espero leer muchísimo, hasta los encadenados de agosto.


PS: acabo este post siete horas después de haberlo empezado, con las niñas recogidas, la rehabilitación hecha y una lasaña condecorada como una de las tres mejores que he preparado en mi vida. Me falta el baño.



lunes, 30 de julio de 2018

Fuerteventura. Volveré.

Escribo mentalmente el último post de este diario mientras preparo la maleta, sigo escribiendo mientras desayunamos, y continúo añadiendo cosas en lo que terminamos de recoger la casa y nos metemos en el coche. Para cuando llegamos al aeropuerto, facturamos, pasamos el control de seguridad y yo pruebo otros cuatro perfumes del duty free, el post está entero en mi cabeza listo para ser escrito. «En cuanto despeguemos, saco el ordenador y lo dejo preparado». En cuanto despegamos y me propongo seguir con el plan establecido el portátil está sin batería. El post, las líneas perfectas que yo había dibujado se esfuman al contemplar el icono de la batería en rojo, latiendo sin ganas, a punto de morir. 

Como soy una chica de recursos y un bolso como Mary Poppins, saco el cuaderno rojo que empecé con el año y mi pluma de tinta verde, dispuesta a terminar este cuaderno escribiendo a mano las notas que pululan por mi cabeza y que todavía esté a tiempo de cazar para escribir el post que he perdido o algo que se le parezca mucho. Antes de ponerme a cazar retazos de ese post mítico y perdido, descubro que la presión del vuelo, o algo así, hace que la tinta verde se comporte de manera extraña, descontrolada. Al final de cada renglón (uso siempre esta palabra desde que leí a Xosé Castro lamentarse del uso ubicuo de la palabra línea con lo bonito que es un renglón) la tinta estalla en una burbuja verde que deja un bonito rastro, como de pisadas, en las últimas páginas de este cuaderno. 

Se termina Fuerteventura y lo hemos exprimido al máximo. Ayer, nuestro último día en la isla, volvimos a la playa de las dunas en Corralejo. Esta vez sin viento. Agua turquesa, arena fina, olas divertidas y cuatro gatos. El día respondió por completo a esos anuncios gigantes que te encuentras en los aeropuertos de centro Europa animando a sus ateridos habitantes a venir a España y encontrar un paraíso. Esos anuncios que cuando tú los ves piensas: «madre mía, el photoshop que le han metido a la foto». Lo mejor, sin embargo, no es el agua, ni las olas, ni la arena ni que apenas haya gente. Para mí lo mejor de estas vacaciones es la compañía. Ir de viaje es una actividad de riesgo que la mayoría de la gente emprende a tontas y a locas, sin preparación, sin pensarlo y sin preocuparse. Y hay pocas cosas más terribles que un mal viaje. Juan y mis hijas son una grandísima compañía. Él me saca de mis casillas con sus mil y una manías, ellas me desesperan con su adolescentismo y yo, supongo, les parezco muy pesada a veces con mis órdenes y peticiones pero nos compenetramos con precisión.  Tumbados ayer en la arena, bueno Juan estaba sentado en su sillón hinchable marca TRONO que ha sido la comidilla en todas las playas a las que hemos ido, imaginaba hilos que nos conectan entre nosotros, a veces intersectan, a veces corren paralelos pero nunca cortocircuitan. Nos acoplamos de manera perfecta para hacer cosas juntas mientras mantenemos cada uno nuestra forma de ser y nuestra manera de pensar. 

Al bajar el sol, se acabó nuestro tiempo y mientras atravesábamos las dunas para volver al coche  me quedé atrás. Los vi alejarse a los tres, charlando sobre cualquier nimiedad. Pensé en si volveríamos el año que viene a pasar las vacaciones juntos. Eché un último vistazo a mi alrededor y seguí caminando. Había flores a mis pies, pequeñas flores azules entre hojas verdes creciendo en medio de las dunas. En Fuerteventura he aprendido que igual que todas las nubes no son iguales, las arideces tampoco lo son. Y yo, la chica que adora la lluvia, me he enamorado de esta aridez. En el último vistazo me prometí a mí misma (algo que no hay que hacer nunca) que volveré a esta aridez a escribir sin prisa.