miércoles, 4 de abril de 2018

Lecturas encadenadas. Marzo

Times Square Bookstore, 1954. Marvin E.Newman
Siete libros. Cuatro escritos por hombres, tres por mujeres. Tres españoles, una argentina, un americano, un israelí y una inglesa. Todos vivos menos el americano que cría malvas desde 1962. Una novela, tres de autoficción, un ensayo, un cómic y un relato ilustrado. Treinta y un días del mes de marzo bien aprovechados.

Al lío.

El nervio óptico de María Gainza fue un regalo de cumpleaños. Es un libro breve en el que la escritora argentina va intercalando historias no sabemos hasta que punto autobiografías con otras sobre pintura y pintores. Unas y otras se sirven de excusa mutuamente, se sostienen y se hacen avanzar, y así navegamos de una anécdota familiar a descubrir a un pintor argentino para de ahí saltar a una reflexión sobre la amistad y de ahí a conocer más cosas sobre Coubert, Rosseau El Aduanero o El Greco. Esta manera fraccionaria de contar las historias, de saltar de unas a otras me ha gustado mucho y, además, he descubierto algunos pintores que no conocía. Es un libro para leer mientras se buscan en internet algunos de los cuadros que Gainza comenta.

Habla sobre arte: «Me recordó que en la distancia que va de algo que te parece lindo a algo que te cautiva se juega todo en el arte, y que las variables que modifican esa percepción pueden y suelen ser las más nimias»

«Hay batallas que extrañamente uno decide perder; por algo en mi boletín de séptimo grado decía: «Cuando quiere destaca, pero casi nunca quiere». Con los años me había convencido de que perder era más elegante»

Y, me ha descubierto una extraña sociedad clandestina que existía en París a principios del siglo XX  que se reunía en la Sociedad Física de la ciudad y que velaban por la protección de las nubes: «creemos que las nubes han sido injustamente estigmatizadas. Estamos en contra del elogio al cielo azul». Debería seguir su ejemplo y continuar con su defensa, siempre quise ser de una sociedad clandestina.

El nervio óptico es, sin duda, un libro que recomiendo a todo el mundo.

Mi siguiente lectura fue un viejo conocido, Amos Oz y su novela Judas. Volver a Oz es volver a casa, sé lo que voy a encontrarme y sé que voy a regodearme en ello. Oz no es bonito ni placentero ni divertido pero me siento a gusto con él. Nos entendemos siempre, desde nuestro primer encuentro con La caja negra que sigue estando entre mis tres libros favoritos de todos los tiempos.

En Judas todo transcurre entre tres personajes;  Shmuel, un joven estudiante, que desilusionado con la vida deja la tesis que está haciendo y se presenta voluntario para cuidar a un anciano enfermo que vive con una viuda de cuarenta y cinco años que resulta ser su nuera. En la novela no pasa nada, solo transcurre el tiempo mientras los tres conviven y sus zozobras, sus pensamientos, sus anhelos y el pasado de los dos personajes más mayores se va haciendo presente. La casa en la que viven es también un personaje y, por supuesto, lo es también Jerusalén como en todas la novelas de Oz.  Además del transcurrir de sus días Oz nos cuenta una historia apócrifa sobre Judas, la hipótesis sobre la que descansa la tesis inconclusa del joven Shmuel y que presenta a Judas no como un traidor sino como el primer verdadero cristiano de la historia. Él no traiciona a Jesucristo, cree en él tanto, está tan convencido de  su divinidad que le convence para que abandone Galilea y vaya a Jerusalén a mostrarse a los demás.  Él quiere que Jesús sea visto, admirado, temido y crucificado para que así pueda, de verdad, demostrar todo su poder divino. Él convence a los romanos de que lo apresen, pero no se vende por treinta monedas porque él era rico. Judas ve morir a Jesús en la cruz y, entonces, se da cuenta de que no era un dios, de que él es el culpable de haberlo llevado hasta la cruz y desesperado se ahorca. No sé si da para una tesis doctoral pero a mí me convence bastante.

De Judas, como de todas las novelas de Oz sales parpadeando a la luz del día, deslumbrado por la luminosidad exterior a la que no estás seguro de querer salir porque  el interior de sus novelas, sus letras son acogedoras como un sótano oscuro lleno de tesoros.

«Yo, querido, no creo en un amor de todos hacia todos. El amor es limitado. Una persona puede amar a cinco hombres y mujeres, tal vez a diez, a veces incluso a quince. Y eso, solo muy de vez en cuando. Pero si llega alguien y me dice que él ama a todo el tercer mundo, o que ama a Latinoamérica, o que ama al sexo femenino, eso no es amor, sino retórica. Palabrería. Eslóganes. No hemos nacido para amar a más de un pequeño puñado de personas. El amor es algo inmortal, extraño y lleno de contradicciones, pues muchas veces amamos a alguien por amor propio, por egoísmo, por codicia, por deseo físico, por deseo de dominar al amado y esclavizarlo, o al contrario, por el placer de ser esclavizados por el objeto de nuestro amor, y además, el amor se parece mucho al odio y está más cerca de él de lo que la mayoría de las personas imagina»

A Oz por supuesto también lo recomiendo.

Mi siguiente lectura fue un grandísimo descubrimiento. Antes de que lo cuente, salid ya a comprarlo. Ya. Ahora mismo.  El cuaderno del Prado. Dibujos, notas y apuntes de una ilustradora en el museo de Ximena Maier es un tebeo, es un cuaderno, es un texto para conocer,  por ejemplo, a Goya y a Velazquez , es una colección de instantáneas, un recorrido secreto, es un paseo con Ximena por el museo cotilleando sobre los cuadros, haciendo comentarios sobre las conversaciones que escuchas, sobre los otros visitantes, sobre los vigilantes. Un paseo privilegiado que nos lleva, incluso, a los laboratorios de restauración, a los talleres de escultura, papel o joyas. Todos los dibujos que aparecen en el libro están hechos en el museo, los cuadros en acuarela y los visitantes, los vigilantes, nosotros  estamos trazados con líneas sencillas porque al fin y al cabo en el museo somos secundarios pero no protagonistas. Es un libro maravilloso que da ganas de salir corriendo al Museo para recorrer todas las salas con las notas de Maier como guía. La edición de  Nido de ratones es preciosa.

En instagram podéis ver y escuchar mis entusiastas comentarios sobre este libro que espero estéis todos comprando ya. Si mis recomendaciones no han sido suficientes os dejo la cita de Lily Bollinger que abre el libro:

«Bebo champagne cuando estoy contenta y cuando estoy triste. A veces, cuando estoy sola. cuando estoy con amigos lo considero obligatorio. Toma una copa o dos si estoy tranquila, y lo bebo si estoy agobiada. Aparte de eso, no lo toco nunca. Solo si tengo sed».

Te me moriste de Jose Luis Peixoto, llegó a mi lista de libros pendientes por Silvia Broome, una librera a la que sigo en twitter y que siempre recomienda cosas que me apetecen. Este libro lo compré en Los editores, en la primera de mis tres incursiones en esta librería durante el mes de marzo.

Te me moriste es un grito de dolor, uno de esos que no gritas sino que vomitas con arcadas en vacío. Te duele lo que tienes dentro, te duele la arcada y también el vacío que te deja al intentar sacarlo de ti. Sientes que si lo sigues aguantando dentro, en algún momento ese dolor te reventará las costuras de la piel y estallarás y, por eso, gritas.

Peixoto escribe este libro, lanza este grito para tratar, supongo, de aliviarse el dolor. El dolor inmenso por la muerte de su padre, por la plena conciencia del nunca jamás, del para siempre ido, la conciencia de un vacío que jamás volverá a llenarse, del vacío con el que uno aprende a vivir porque aprende a rodearlo, vive para siempre a su orilla, en sus márgenes. Al principio te asomas a la negrura espesa y ésta te absorbe pero con el tiempo esa negrura se vuelve más opaca y acaba devolviéndote tu reflejo. Peixoto tiene un estilo muy personal que hace de esta elegía, de este grito de ausencia un lugar íntimo al que te asomas de puntillas porque te sientes un intruso, un invasor de ese dolor.

«Lloro. Llueve bailo albor sobre mí. Y oigo el eco de tu voz, de tu voz que nunca más podré oír. Tu voz callada para siempre. Y, como si te durmieses te veo cerrar los párpados sobre los ojos que nunca más abrirás. Tus ojos cerrados para siempre. Y, de una vez, dejas de respirar. Para siempre. Para nunca más. Padre. Todo lo que te  he sobrevivido me asalta. Padre. Nunca te olvidaré».

Peixoto vuelve a una casa familiar con patios y árboles para recordar a su padre, para rebuscar los detalles que de él quedan pegados a la casa, a las paredes, a las habitaciones. Habla del trabajo de su padre en el huerto y regando y me ha recordado un poco a La casa de Paco Roca que era otro canto a la ausencia, al «para nunca más».

Es un libro triste y doloroso y, por supuesto, también lo recomiendo.

Mujeres y poder de Mary Beard también llego por twitter a mi lista y también lo compré en Los editores. Este brevísimo tomo recoge dos conferencias de la historiadora inglesa centradas en el feminismo: La voz pública de las mujeres y Mujeres en el ejercicio del poder.  Ambas son más o menos intercambiables y su mensaje es prácticamente el mismo: las mujeres han tenido y tienen un papel mínimo en la esfera pública y han, hemos, sido acalladas desde la antigüedad por lo que para que una de nosotras consiga tener una posición de poder debe superar todo tipo de pruebas, trabas y problemas y una vez conseguido ese poder debe luchar contra los insultos, las suspicacias y la permanente necesidad de demostrar que realmente es válida. Nada nuevo bajo el sol ni nada que no se pueda leer en sus artículos online. Este volumen es el típico libro montado para aprovechar el tirón de Mary Beard pero no aporta nada nuevo.

«Se da el caso de que cuando los oyentes escuchan una voz femenina, no perciben connotación alguna de autoridad o más bien no han aprendido a oír autoridad en ella: no oyen mythos. Y no se trata solo de la voz; pueden añadirse los rostros ajados y arrugados que indican madurez y sabiduría en el caso de un hombre, mientras que en el caso de una mujer son señal de que se le ha «pasado la fecha de caducidad».

Sobre este tema recomiendo este podcast de The Guardian La mirada masculina y cómo no nos tomamos  en serio las historias de y sobre mujeres.  (También hay texto por si alguno no quiere podcast)

Hace muchos años, más de treinta seguro, en casa de mi amigo Juan descubrí algo que me pareció una genialidad: una estantería en el baño pegada al vater y llena de libros. Ibas al baño en su casa y te ponías a leer Hazañas bélicas o Sin noticias de Gurb o un libro sobre Villanos forenses escrito por su abuelo. Me encantaba y me encanta ese baño en el que sigue estando la estantería con esos mismos libros y algunos más. Cuando tuve mi propia casa no me cabía una estantería pero puse, pegado al váter,  un revistero lo suficientemente resistente como para aguantar varias revistas y algún que otro libro. ¿A qué viene esta historieta? Pues porque mi siguiente lectura del mes, Mientras haya bares de Juan Tallón es un libro perfecto para ese tipo de estantería. Es una recopilación de sus artículos, posts y columnas en varios medios. Los temas son casi siempre los mismos: escribir, leer, beber, ¿qué pasa con la vida?, ¿qué hicimos cuando éramos jóvenes y no lo sabíamos?, ¿qué hacemos ahora que no somos jóvenes pero creemos que sí? Juan habla de libros, de fútbol, de historietas, de amigos, de familia, de una camisa de color salmón y un tigre enorme que le regalaron por su comunión, de películas y de Galicia. Es un libro para ir leyendo poco a poco, así todo parece nuevo, fresco, divertido. Del tirón puede resultar a ratos repetitivo, exactamente igual que si te lees cualquier blog, éste mismo, de principio a fin sin descanso.

«Cuando necesito encontrar un libro me gusta viajar por los estantes desesperadamente, hasta que se produce el descubrimiento. Cualquier clase de orden facilitaría la localización que no sería ya el fruto de un instante luminoso sino el triste y aburrido resultado de sumar dos y dos y comprobar que, en efecto, solo pueden ser cuatro».

Por esto mismo yo tengo todos mis libros (des)colocados en las estanterías, siguiendo un orden imposible que no sé cómo se construye. Poned una estantería en el baño, os lo recomiendo. Y colocad este libro de Tallón en ella.

Terminé el mes con otra adquisición en Los editores, Los crisantemos de John Steinbeck en una preciosísima edición de Nórdica con ilustraciones de Carmen Bueno. Este breve librito recoge un relato que Steinbeck publicó en 1937 en la revista Harper y cuenta la historia de un matrimonio de granjeros en California y de unos crisantemos. Es un relato incómodo que se ha analizado como una representación del sometimiento de las mujeres en la sociedad americana de los años treinta y que yo, sin embargo, veo más como una representación del engaño, del fraude, del hecho de aprovecharse del débil no mediante la fuerza sino mediante la apelación a algo que ame. No desvelo más. Las ilustraciones son sencillamente perfectas.

Ha quedado un poco largo pero quería contarlo bien. Corred a comprar El cuaderno del Prado, ya me lo agradeceréis el mes que viene.

Y con esto y esperando que el mes de abril sea igual de fructífero, hasta los encadenados de abril.

lunes, 2 de abril de 2018

Hacer un árbol con unos muebles

No soy una buena paseante, ni me gusta mucho salir a andar por andar. Camino de un lado a otro, con un propósito. Sobre todo camino para llegar a algún sitio pero no tengo ánimo de paseante. Aún así, cuando estoy en Cicely, me obligo a pasear, a salir al campo porque, en parte, he venido por eso. Decido ir de Sos a Eresué. Comienzo a andar y mi primer pensamiento es para recordar la última vez que intenté pasar por aquí, la nieve nos llegaba a las rodillas y no pudimos avanzar más de cien metros antes de tener que dar la vuelta. Ni siquiera llegamos al cruce en el que postes de madera con indicaciones en flecha señalan que a la derecha sale el camino a Ramastué  y a la izquierda el de Eresué. Enfilo mi senda pensando en la persona o personas u organismo autonómico o provincial que un buen día se dedicó a ir con los postes de madera y un par de botes de pintura blanca y amarillo recorriendo las sendas de montaña y dejando indicaciones: un poste clavado aquí, un par de rayas paralelas pintadas en una tapia, otro par en una roca, una indicación de «por aquí no».  Los caminos ya estaban hechos, éste concretamente, El Camino del Solano, lleva recorriéndose más de 7.000 años. Según voy subiendo intento hacerme a la idea de cómo sería esto hace 7.000 años. Llego a una zona en la que la senda casi parece adoquinada, cantos y piedras se ordenan en filas formado casi una calzada romana. ¿Qué han hecho por nosotros los romanos? Todo. Han hecho todo. Incluso nos dieron a los Monty Phyton. Debería ponerles a las niñas La vida de Brian o Los caballeros de la mesa cuadrada. ¿Las entenderán? Si hay que explicarlo entonces no merece la pena. ¿Por qué estoy pensando en los Monty Phtyon? ¿Cómo he llegado a ese pensamiento? Monty Phyton, romanos, calzadas…. correcto. Ya sé dónde estoy. ¿A quién tuvieron los romanos colocando estas piedras? Quizás no fueron los romanos, quizás todas las calzadas romanas ya estaban hechas de antes y los romanos lo que hicieron fue apropiárselas y vender la moto a la posteridad. Intento imaginar a alguien como yo, hace miles de años, caminando por esta senda. Hace miles de años no había nadie como yo, a mi edad todos estaban ya muertos o los estaban venerando como los ancianos de la tribu. Trastabilleo al cruzar un torrente y al levantar la cabeza reconozco este punto. Hace muchos años, no tantos como siete mil, pero sí casi veinte, caminaba por aquí con El Ingeniero y en esta poza, en este pequeño descanso del río estuvimos probando cómo sus nuevas gafas de sol polarizadas no reflejaban. Siempre me acuerdo de esas gafas, se las comió un perro de una pastelería en Siétamo. No nos dimos cuenta hasta que llegamos a Huesca. Llego a la ermita de la Virgen del Puy, a las ruinas de lo que fue la ermita. Entro y me comen las zarzas. Lo mejor de la ermita es la puerta de madera con la gran cerradura de rojo óxido. Yo pondría esta puerta en mi librería. Nada de puertas de cristal que arruinan las sorpresas  y los sustos. Mucho mejor una recia puerta de madera tras la que puedas encontrar cualquier cosa: una cueva de libros o a Frau Bluher. Y que chirríen los goznes. Intento mover la puerta y aunque mantiene cierta holgura las zarzas que crecen delante impiden cerrarla. Casi mejor, conociéndome soy capaz de quedarme encerrada en unas ruinas. Salgo y continuo trepando hacia Eresué. Eresué, Eresué, Eresué, suena bíblico, suena a nombre de discípulo de Jesús. ¿Qué día es hoy? ¿jueves santo? ¿viernes santo? Viernes. He comido jamón en el desayuno. Es curioso como las cosas que crees que siempre serán así, que no te planteas que puedan ser de otra manera, dejan de ser. Recuerdo la Semana Santa con mis abuelos, comiendo potaje un día como hoy, viendo la peli en la que Jesús tenía los ojos más azules que he visto nunca y merendando chocolate con picatostes. Creí que así iba a ser siempre y, ahora, aquí estoy: paseando sola por el Camino del Solano, mientras una de mis hijas hace deberes y la otra anda haciendo snow. Trepo y trepo y trepo sorprendida de encontrarme bien, de estar disfrutando del paseo. No tanto como para emocionarme pero lo suficiente como para no arrepentirme. Enfilo el último repecho y llego a Eresué. No hay ni un alma, por supuesto. Hubo un tiempo, mucho antes de que nosotros llegáramos a este valle, mucho antes de que yo naciera o naciera mi madre en que estos pueblos del Solano estaban llenos de vida, todo lo llenos de vida que pueden estar pueblos con doscientos habitantes.  Esas personas que no llevaban pantalones de travesía, ni zapatillas de gore tex ni cortavientos de neopreno ni sandalias adaptadas caminaban por estas sendas cada día, de un pueblo a otro. Mientras vuelvo sobre mis pasos los imagino yendo y viniendo a por huevos a un pueblo, a llevar leche a otro, o al baile de las fiestas del pueblo vecino.Para ellos estos caminos no eran senderos de montaña, eran sus aceras, sus calles.Para ellos, este camino entre árboles, por el que corre agua entre las rocas entre las que voy saltando no era un camino, como lo es para mí, para encontrar la soledad sino un camino para comunicarse, para salir de su mundo y encontrar otro en el pueblo de al lado: Sos, Sesue, Eresué, Liri, Arasán, Ramastué y Urumella. Apuesto a que Ramastué era el traidor del grupo, el Judas de la cuadrilla. 

Un momento. Esto no me suena. Por aquí no he venido. No me suena este tronco atravesando el torrente, ni este musgo en las rocas. O sí. ¿he visto esto al subir? No me suena. Mierda, me he saltado una de las señales, las rayas paralelas. ¿En qué iba pensando? En Judas, en apóstoles, en romanos, en que para hacer calzadas hay que tener tiempo libre y para tener tiempo libre tienes que tener la comida asegurada. Tengo que volver sobre mis pasos, hasta la primera curva en la que seguro que está la señal que me he pasado. No está. Subo hasta la siguiente, seguro que en ese recodo está el desvío. No. En el siguiente, en el siguiente. Quizás no me había equivocado, quizás los caminos de montaña son distintos a la ida que a la vuelta, en invierno que en verano, con nieve y en primavera. Quizás yo he cambiado al bajar. Al volver. Vuelvo sobre mis pasos, llego a la roca que no me suena, al tronco que no reconozco, al río que no recuerdo haber cruzado. Camino pensando que llegaré a alguna parte. A dónde sea. Me acuerdo de Pulgarcito, no era un cuento tan tonto. 

Llego a las ruinas, enfilo la bajada, veo mi casa. «Un escritor tiene que ser capaz de hacer un árbol con unos muebles» ¿Dónde he leído eso? Quizás de estos pasos consiga hacer un post. 

martes, 27 de marzo de 2018

A misa y al fisio

Yo iba a misa por obligación y sin fe. Iba porque no había escapatoria. Iba por obligación y a sufrir: era una pérdida de tiempo, un aburrimiento y, en algunas ocasiones (cuando aquello, a mi juicio,  se alargaba innecesariamente o hacía mucho frío o era a una hora terriblemente temprana), iba a sufrir. El mayor beneficio que saqué jamás de mi asistencia religiosa fue el alivio al salir de allí. 

Al fisio voy más o menos igual: con obligación y sin fe. Voy cuando ya no tengo escapatoria. Voy cuando las drogas ya no me funcionan o me funcionan tan bien que estoy a punto de consagrar a ellas toda mi existencia. Voy cuando  he fundido la manta eléctrica y el saco de semillas. Voy cuando ya he probado todas las aplicaciones de estiramientos de la tienda Android y cuando ya no resisto el dolor. Voy cuando ya no tengo riego sanguíneo en las puntas de los dedos de los manos, cuando mi cuello tiene menos movilidad que el de Chucky o tengo una cojera como la de Igor. Voy como última opción y sin fe. Y allí sufro, sufro muchísimo. A veces lloro y me muerdo la mano y me retuerzo y digo: «para, para, para». Voy y, mientras estoy allí, desnuda, vulnerable y dolorida, pienso: «¿Qué sentido tiene esto?», que es lo mismo que pensaba mientras me arrodillaba durante la consagración. «¿Esto sirve para algo?» 

Hoy he ido al fisio. Me duele el brazo como si no fuera mi brazo. Con esto quiero decir que el dolor es tan agudo, tan persistente, tan perseverante que me hace sentir que el brazo desde el hombro hasta la punta de los dedos y toda la parte superior derecha de mi espalda fueran de otra persona. Tengo la mano fría, casi helada y con cualquier movimiento que hago siento que la costura de piel que une mi lado derecho con mi lado izquierdo (y que mentalmente sitúo justo en mi columna vertebral) se está abriendo. Eso es: mi brazo derecho, su hombro y esa zona de mi espalda se están descosiendo de mi cuerpo. Como su conexión con el resto de mí es cada vez más debil, más endeble, no tengo fuerza en ese brazo. Tampoco puedo hacer gestos bruscos. No hablo de lanzar una bofetada con la mano abierta y todo el impulso de giro de mi cuerpo:  hablo de abrocharme el sujetador. Echar el brazo para atrás en un gesto inconsciente que llevo haciendo treinta años es, estos días, una hazaña que acometo entrecerrando los ojos y diciendo «ayy». Ni me planteo ser capaz de hacerlo lentamente, deslizando el tirante y con aspecto sexy. No se puede ser atractivo cuando tu cuerpo está desgajándose. 

Temo que se me estén abriendo las costuras. Me preocupa la inconsciencia que percibo en la parte izquierda de mi cuerpo. Ese lado izquierdo, de hecho, parece vivir completamente ajeno a lo que sea que me está atacando por la derecha. Sigue como siempre, ligero, juguetón, continúa con su vida sin percibir que a unos escasos centímetros de distancia algo se está desmoronando, que algo terrible ocurre. Casi puedo oír a mis músculos, a las fibras musculares y los pequeños nervios del lado derecho gritando «Ehhh, estamos aquí, colgando en el abismo, haced algo, tiradnos una cuerda, un cable, buscad ayuda», mientras mi lado izquierdo está tomando vinos sin darse cuenta del desastre que se la avecina. En la espalda no hay compuertas, ni cámaras estancas; todo está conectado por puentes, túneles y pasarelas... ¿y si esta sensación de que mi lado izquierdo se está descosiendo se traslada al otro lado y me siento partida en dos? 

Llevaba días buscándome el punto de máximo dolor para intentar curarme. Quería arrancar la flecha, sacar la bala, abrir la herida y que, tras alcanzar la cumbre de dolor, esa en la que en las pelis del oeste se desmayan mordiendo un palo,  el suplicio empezara a remitir y, sobre todo, cesara el hormigueo y la sensación de que mi cuerpo era de otro. Ese punto estaba en algún sitio recóndito en el que el brazo se une con la espalda, parecía encapsulado en una de esas cámaras estancas. Era tan poderoso que aun encerrado ahí, en un sitio que no tiene ni nombre, que no es ni brazo, ni hombro, ni axila, ni espalda conseguía con su sola presencia tener a todo mi  cuerpo en alerta. 

Hoy he ido al fisio por obligación, sin fe y buscando el milagro de su magia. He ido a sufrir y ojalá hubiera tenido un palo para morder. He ido como los normandos iban a ver a Asterix: «hazme dolor».

Al salir de misa solo sentía alivio y, si había ido sin desayunar, un hambre atroz. 

Del fisio he salido dolorida, impresionada con su magia, con riego sangüíneo en los dedos y el sabio consejo de abrocharme el sujetador por delante. Sin duda, prefiero esta magia.


jueves, 22 de marzo de 2018

Estar en casa

Cuando tienes hijos y no tienes ni idea del follón en el que te estás metiendo estás lleno de ideas completamente idiotas a veces increíblemente optimistas y otras veces absurdamente pesimistas sobre lo que supondrá la llegada de esos seres a tu vida. Algunas de las ingenuamente optimistas y de más arraigo mental en el imaginario social son: la hora del baño del bebé o niño pequeño como una cumbre de felicidad hogareña y doméstica; la tarde en el parque rodeada de pajaritos viendo a tus hijos mientras supuras amor hacia ellos, el momentazo de recogerlos en el colegio, etc. Todas esos momentos tan falsos, tan de cartón piedra, tan de desfile de película Disney los tenemos grabados a fuego en la mente y nos hacen creer a todos que cuando nuestros hijos son pequeños es el momento en el que hay que llegar pronto a casa. 

«Pero si tus hijas ya son mayores» me dicen, «pueden estar solas». Sí, mis hijas pueden estar solas pero en un nuevo y sorprendente  giro argumental de la vida maternal, he descubierto que, ahora, con doce y catorce años, necesitan más que nunca que o El Ingeniero o yo estemos en casa con ellas. 

«Estar con ellas» no es «Cuidarlas». No llego pronto a casa porque tenga que recogerlas del colegio, ni darles la merienda, ni cuidarlas, ni preocuparme de qué se bañen ni darles la cena. Ellas se cuidan solas, no necesitan que las cuidemos, necesitan que estemos con ellas.  A veces, solo que estemos. 

Cuando eran pequeñas llegaba corriendo a casa porque tenía que recogerlas del colegio y jugar con ellas y bañarlas y darles la cena. Llegaba corriendo porque "tenía" que hacer todas esas cosas con ellas porque parecía que si no las hacía yo ( o El Ingeniero) estábamos haciéndolo mal, en algo estábamos fallando.  Con el tiempo he descubierto que es, ahora, cuando tienen los años que tienen, cuando de verdad tenemos que ser nosotros los que estemos con ellas. Es ahora cuando se dan cuenta de que estás llegando más tarde o de que cuando les dices "en veinte minutos estoy" estás mintiendo y vas a tardar una hora. Es ahora cuando te esperan. Me esperan. 

No quiero dar la impresión de que es una espera idílica. No llego a casa y mis brujas adolescentes salen a recibirme con abrazos y besos, para nada. Llego a casa y la entrada y el salón está a oscuras. «¿Hola?» grito desde la puerta. «Holaaaaa» me contesta alguna desde su cuarto. Avanzo por el pasillo a oscuras y, al fondo, la luz de sus lámparas de estudio ilumina la lámina de Sonia Delaunay que tenemos al fondo del pasillo. Camino hasta la puerta y me asomo mientras me quito el abrigo, el bolso «¿Qué pasa? ¿Qué tal el día?» Toda su indiferencia se esfuma y las dos  se levantan de sus mesas para empezar a contarme un millón de tonterías mientras me cambio de ropa. Se atropellan, se interrumpen, discuten y yo, la mayor parte de las veces, me pierdo en los mil detalles de lo que me están contando. «Venga, volved a terminar los deberes y luego seguimos» 

No las baño, ni las persigo, ni les ordeno el cuarto, ni les plancho la ropa. No juego con ellas ni tengo que acompañarlas a los cumpleaños. No necesitan nada de eso, no necesitan que las cuide en cosas prácticas pero necesitan que yo esté en casa por las tardes. Podrían estar solas y, de hecho, algunas tardes están solas y no pasa nada... pero que su padre o yo estemos en casa les crea seguridad, un lugar seguro, un sitio dónde ser ellas. 

Cuando eran canijas cualquiera podía bañarlas o prepararles la cena. No sabían si llegábamos pronto o tarde o si esa tarde nos estábamos retrasando. Cualquiera podía leerles un cuento o jugar con ellas a los cliks. No estoy diciendo que el vínculo no sea importante pero, no hay que engañarse, puede que haya alguien que les haga mejor la cena o sea más divertido en el parque.  

Ahora que no necesitan nada de eso porque todo lo pueden hacer solas, lo que necesitan es ser hijas y eso sólo lo pueden ser  conmigo o con su padre. Solo conmigo o con su padre pueden tener determinadas conversaciones. Y no hablo de charlar sobre el sentido de la vida o problemas existenciales, hablo de charlar sobre nimiedades absurdas, sobre detalles minúsculos. Hablo de intercalar bromas familiares que solo tienen sentido para nosotras y que sé que durarán para siempre. Hablo del momento en el que desde el baño gritan que no tienen papel higiénico o que no encuentran su bañador del colegio. Hablo de mediar entre ellas porque están discutiendo por cualquier bobada. Hablo de estar en casa, de ser casa para ellas. Hablo de que ellas sientan que nos preocupamos por sus cosas, lo sienten y lo saben. Todas esas cosas que son las que dan la seguridad de tener un sitio en el que te quieren y quieres. Que estemos con ellas las hace ser hijas y, creo,  les da seguridad.  
  
Mis hijas son mayores y pueden estar solas, pero yo quiero llegar pronto a casa para estar con ellas, no para cuidarlas. Por eso, la conciliación va más allá del bebé y el niño pequeño porque ,más pronto que tarde, descubres que cuando más importa que estés con tus hijos es cuando ya no necesitan que los cuides. 

domingo, 18 de marzo de 2018

Pasear para escapar

Jean Louis Corby
Salgo de casa, como siempre, más tarde de lo previsto. Esta vez he tardado en salir porque me he cambiado tres veces de camiseta, todas me parecían demasiado elegantes, demasiado buenas, demasiado especiales un día como hoy. Cuando, por fin, he dado con la más cutre he pensando que nunca seré elegante, ni sofisticada. Ayer por la noche vi una antigua película de Billy Wilder y Marlene Dietrich era puro magnetismo, pura elegancia, rezumaba clase en cada gesto. Nunca seré Marlene Dietrich pero tampoco pretendo serlo, ni tampoco ir elegante, voy a caminar hasta el cine. No quiero que nadie me vea ni me mire y si fantaseo con «imagina que alguien se fija en ti», sé que mi mejor baza jamás es la ropa que llevo, la manera cómo camino o cómo me peino. 

Cierro la puerta y bajo andando los cuatro pisos con las bolsas de la basura en la mano. Estoy orgullosa de haberme acordado de sacarlas y aún más de haber recordado coger la llave del cuarto de basuras. Salgo a la calle y me miro en el cristal de una sucursal bancaria. En un intento de ahuyentar esta tristeza, que me acompaña desde que me he despertado, me he puesto la chupa verde que compré en Normandía este verano. Es un verde de ocasiones alegres, de buenos momentos, quizás así consiga que la tristeza que me acompaña no me invada, que solo me asedie. Sé de dónde viene o creo saberlo. Es la primavera. Ayer llovió y casi nevó,  puede que vuelva a hacerlo esta semana pero yo sé que mi tiempo se ha terminado,  que el frío que venga, la lluvia que caiga... serán ya testimoniales, serán flecos. Esos días un poco fríos y nublados que quedan por venir serán como beberte una copa a las siete de la mañana justo antes de salir del garito... puedes engañarte creyendo que queda mucha noche pero la realidad es que ya es de día. Eso me pasa a mí, puedo intentar creerme que el invierno dura aún, que quedan días de abrigarme y llevar guantes... pero no, no es verdad. Estamos a diez días del cambio de hora y entonces la fiesta habrá terminado. 

Intento no pensar en la primavera, en lo mal que me sienta y contengo las ganas de volver a casa. ¿Por qué he salido? En realidad no quería salir, lo he hecho por... no sé porqué. Quizás me siente bien, quizás esa majadería de que te de el aire y moverte me funcione esta vez. Para animarme me compro una bolsa de alpiste de personas y una botella de agua. Ser adulto es esto, comerte una bolsa de guarradas mientras paseas por El Retiro sin que nadie te regañe ni te diga que no puedes hacerlo. Voy concentrada en mis pensamientos y apenas miro a nadie. Ayer por la tarde también paseé por aquí, pero había llovido y estaba casi desierto. Solo había turistas extranjeros consultando mapas imposibles intentando encontrar el estanque y el Palacio de Cristal. Hoy camino deprisa casi sin fijarme aunque detecto una mayor presencia de familias y de jóvenes parejas con hijos de edades parecidas paseando lentamente. Hay títeres en el paseo del estanque... y por un leve momento siento una punzada de nostalgia. Recuerdo cuando nosotros éramos una joven pareja y veníamos con las niñas a ver a los titiriteros. Camino más deprisa porque no quiero entristecerme más, no necesito nostalgia edulcorada. 

«Me gustaría que la tristeza oliera, como las lentejas quemadas o el rastro de una vela apagada. Me gustaría ser capaz de olerlo y poder airear la casa, abrir las ventanas y librarme de esa sensación, que no me pillara por sorpresa». Pienso en esto que escribí hace unos meses mientras salgo del Retiro por la Puerta de Alcalá. Más y más turistas. Como no me gusta Madrid, como me sienta tan mal, durante muchísimo tiempo no entendía qué veían los turistas en ella más allá de los museos. Sigo sin entenderlo pero ya no me sorprende. Sé que el problema es mío. Los veo en El Retiro, en la Puerta del Sol, en Cibeles, me los cruzo por Malasaña. No sé qué ven pero les envidio. Envidio su capacidad para disfrutar Madrid. Intento "pensar en guiri" como me enseñó mi amiga Rosa. «Cuando no te gusta Madrid lo que tienes que hacer es pensar que eres de Wyoming, creerte que eres de allí, de una granja en mitad de la nada y entonces llegas aquí y esto te alucina. Piensa en guiri». No me funciona porque no puedo distraerme pensando que soy de Wyoming o de las Landas, tengo que ocuparme solo de que no me aplaste la ciudad, de no volver corriendo a casa a esconderme. 

Intento abstraerme de la tristeza fijándome en la ciudad. En Mejía Lequerica veo el peor escaparate de peluquería que he visto jamás en mi vida, en Sagasta me cruzo con un chaval que va hablando por el móvil mientras da ridículo saltitos como si fuera Gene Kelly o se lo creyera, sé por su cara que habla con alguien que le gusta, con alguien nuevo en su vida y que está emocionado. Me cruzo con una sofisticada con pamela y pantalones de leopardo que camina oculta detrás de unas gafas de sol y veo unos jarrones espeluznantes en el escaparate de una tienda de antigüedades. Unos chavales en chanclas... si necesitaba más señales sobre el fin del invierno, aquí las tengo. 

Llego al cine, compro la entrada y me siento. El hilo invisible. No quiero que me guste, quiero detestarla sin razón, porque sí... pero descubro que me está encantando, que me está haciendo sentir muy incómoda pero es una película buenísima. Daniel day Lewis me recuerda a mi abuelo, no debe de tener más de sesenta pero parece mayor, huele a hombre viejo, a arrugas y piernas flacas envueltas en elegancia, a piel seca. En un momento de la película mientras me revuelvo en la butaca porque la claustrofobia de la película no me deja parar quieta dice algo como «siento una inquietud que no sé de dónde viene».

Eso me pasa a mí. 


miércoles, 14 de marzo de 2018

Todas las primeras veces

Malika Favre
Me he pintado las uñas de las manos de rojo oscuro. No puedo dejar de mirarlas. De tocarlas. Las rozo con la yema de los dedos y las percibo distintas, más suaves, brillantes, casi perfectas. Huelen diferente, bueno huelen sin más, hasta ahora no había percibido jamás su olor. De vez en cuando se me olvidan pero luego, de repente, mis manos aparecen para agarrar algo, sujetando el volante, abriendo la nevera, lavándome los dientes y me sobresalto. Me siento como si  hubiera alguien más conmigo, como si mi mano no fuera mía, como si le hubiera robado la mano, los dedos a otra mujer, a una más elegante, más sofisticada, más segura que yo. 

Está siendo una primera vez bastante catártica, como la primera vez que me corté el pelo muy corto,  la primera vez que me atreví a llevar algo con tirantes finos, la primera vez que me decidí a llevar sandalias de tiras y que se me vieran los pies o la primera vez que me pinté los labios. 

A todas estas primeras veces, y a muchas más que ahora no recuerdo, llegué siguiendo el mismo proceso: 

- Yo ni de coña haré eso, no me gusta, es horrible. 

- Puede que no sea tan horrible, a lo mejor si lo miro entrecerrando los ojos y dejando de lado todos mis estúpidos prejuicios es posible que le vea algo interesante o le coja el gusto.  

- Me gusta pero no es para mí. Tengo demasiadas tetas, o los brazos gordos o los pies feos o los dedos muy cortos o no soy lo suficientemente "lo que sea" para eso. 

- Ojalá me atreviera pero no. Igual que no puedo ir a la Luna ni ser Halle Berry tampoco puedo hacer eso.   

- Un soplo de aliento en mi nuca: «Venga, prueba» que conseguía que empezara a planteármelo. 

- El empuje: venga coño, atrévete. ¿Qué vas a perder? ¿Vas a ser así de floja? El que no arriesga no gana y, además, qué más te da lo que piense la gente. Prueba y si te gusta adelante. 

- El recular: pero qué necesidad tengo yo de esto. Si estoy bien así, no lo necesito, no es algo importante, da igual. 

- El autoengaño: no es que no me atreva es que ahora no me apetece. 

- El impulso: venga, ya, ahora, hoy. Me lo corto, me lo pongo, me las pinto. 

- El cervatillo descubriendo que puede caminar. La sorpresa al verme reflejada en cualquier sitio, o al ver mis manos, como ahora, en el volante, sujetando la pluma o tecleando este post. ¿Soy yo realmente? No me lo puedo creer. 

- Intento actuar normal siendo una cumbre de naturalidad intentando que  nadie se de cuenta de que he hecho algo que considero completamente rompedor.  

- No actúo normal. Me miro en los cristales, en el retrovisor, me miro los pies, las manos, en el reflejo de las gafas de la gente y me sobresalto.

- A pesar de mi comportamiento de agente secreto de pacotilla compruebo que nadie me presta la más mínima atención.  

- Elucubraciones filosóficas: descubro que ese mínimo gesto que he hecho por primera vez me hace sentirme distinta. ¿Estaré a la altura de esta nueva versión de mí misma? ¿Es una versión nueva o soy yo disfrazada? ¿Soy un cisne o el mismo perrito con distinto collar? 

- Me confío. Me relajo. Respiro. 

El ciclo de la primera vez termina cuando olvido por completo el proceso y, cuando menos me lo espero, alguien que sí me presta atención me dice: «Eh, llevas algo distinto. Me gusta. Te favorece». 

Quizás me acostumbre a las uñas de mujer fatal. 


viernes, 9 de marzo de 2018

Ayer: la emoción que transforma


—Cariño, siempre podrás decir que a tu primera manifestación ¡chispas! fuiste con tu madre y tu abuela-
—¿Qué es chispas? 

Volvimos a casa cruzando El Retiro de noche, bordeando el estanque,  El Palacio de Cristal vacio, solitario y precioso y pasando entre las mesas de los chiringuitos cerrados. Íbamos eufóricas.

«María, cariño estás con el mismo subidón que tenías cuando te recogía en el parque de bolas en los cumpleaños». Saltaba, corría, agitaba el paraguas y se reía con esa risa suya que le desborda y que no se puede fingir. Es una risa cantarina que le sale muy de dentro y que me cambia la vida. Y ayer le cambió la vida a ella, a mi hija María, a mi madre y a mí. 

Sesenta años hay entre mi madre y mi hija, yo soy el paso intermedio entre ellas, el hilo que las une. Ayer fuimos las tres a Atocha, caminando y nos sumergimos en una marea de gente de todas las edades; miles y miles de personas: chicas jóvenes, niñas, niños, bebés, familias, señoras mayores, señoras tan mayores como mi madre y más, hombres, parejas... era increíble.  No se podía caminar, ni dar un paso. Tardamos tres horas en llegar a Cibeles. Aquello fue una fiesta para mi hija y para mi madre, iban leyendo todas las pancartas y decidiendo con cuales estaban de acuerdo y con cuales no y si coincidían en sus preferencias. Mi madre le explicó a María lo que fue la II República y María nos enseñó a hacer un boomerang para instagram con un paraguas en el que se podía leer «Juntas 8M. Paramos». Ni María ni mi madre trabajan. Yo sí pero no hice huelga. Hoy he escuchado en la radio a unos cuantos rancios que el día de ayer no fue un éxito porque no se paró el país ni se van a cambiar las leyes y las cuotas blablabla. Gente sin alma. 

No se paró el país ni falta que hizo.  No estuvimos allí contra nadie sino por algo, por nosotras. No se parecía a nada que pudieras leer en un periódico, escuchar en una radio o ver en la televisión. La emoción transmitida nunca es como la emoción vivida y por eso no transforma. ni se puede entender por completo. Se mira con escepticismo, como si fuera fingida, impostada, forzada.  La sonrisa eufórica de María cuando la dejé en casa, la cara de agotamiento feliz de mi madre esta mañana, mi insomnio brutal de esta noche son cosas que solo podían salir de un momento como el de ayer. La emoción que vivimos nos cambió la vida a mí, a mi madre y a mi hija. Y a otros miles de personas que estaban allí con nosotras. 

Para el que se niegue a verlo, se empeñe en ningunearlo o en cubrirlo de cualquier tipo de capa ideológica, solo tengo una respuesta: tú te lo pierdes y ojalá yo supiera contarlo mejor. 

¡Chispas!  

miércoles, 7 de marzo de 2018

La teoría del sábado que ya nunca escribiré

—Niñas, no pienso dejaros comer en pijama.
—Y ¿desnudas?
—No digáis tonterías.
—Mamá, ¿alguna vez has comido desnuda?
—No queréis saberlo. 

Tenía pensado escribir sobre cómo, el pasado sábado, esta conversación me obligó a levantarme del sofá, dejar el libro que estaba leyendo, preparar la comida en pijama y justo después de meter las patatas con bechamel a gratinar en el horno encaminarme a vestirme para comer. Tenía pensado escribir sobre como justo en ese momento,  el momento en el que abría la mampara de la ducha pensé que era sábado y que qué demonios podía pasar sin ducharme. Tenía pensado escribir sobre cómo decidí repetir los calcetines del día anterior y ponerme debajo del jersey una camiseta negra de propaganda de un servicio de alojamiento hosting (ni siquiera sé si se dice así) porque total, era sábado. 

Tenía pensando escribir sobre cómo al terminar de comer y recoger la cocina, le dije a las niñas, «no podemos sentarnos en el sofá porque si nos sentamos quedaremos atrapadas en el vórtice absorbente de la tv movie alemana de sobremesa y no seremos capaces de llegar al cine». Tenía pensando escribir sobre cómo en ese momento empecé a elucubrar una teoría sobre el sábado, sobre ese día que discurre y se me escurre. 

Tenía pensando escribir sobre las tiendas vacías a las cuatro de la tarde, sobre el amarillo que brilla en los escaparates porque por lo visto estará de moda en los próximos meses, sobre las taquilleras de cine que me dicen « ¿Eres María? ¿te importa esperar 5 minutos que acabo de salir a fumarme un cigarrito?» y sobre cómo no me importó nada esperar a pesar de no ser María.  

Tenía pensando escribir sobre cómo me gusta ser capaz de estirar los sábados para que me cundan al máximo no llenándolos de cosas sino intentando conseguir que el tiempo pase más despacio. Tenía pensando escribir sobre cómo al despertarme pronto, como buena señora mayor que soy, estiré el brazo, cogi el libro, me arrebujé en las sábanas y me quedé leyendohasta terminarlo. Quería escribir sobre disfrutar de la cama. Tenía pensado escribir sobre los desayunos de los sábados en los que "se vale" repetir de todo: de zumo, de café, de tostadas... y de café otra vez para seguir en pijama todo el tiempo posible... justo hasta que te das cuenta de que has dado una orden contradictoria a tus hijas y vas a tener que vestirte. 

Tenía pensado escribir sobre lo poco que pensamos en el sábado cuando estamos en él, sobre disfrutarlo y regodearnos en él,  pero hoy he tenido una reunión de tres horas que me ha robado las ganas de vivir. 

Tenía pensando escribir una teoría sobre el sábado que ya nunca escribiré porque me la ha robado un miércoles.  




lunes, 5 de marzo de 2018

Despelleje Oscars 2018

Ayer fueron los Oscars. Las buenas noticias son que no han ido todas de negro. Las malas que tampoco han ido en vaqueros y camiseta. Hemos vuelto a lo de siempre, las reivindicaciones han pasado a la historia y no me parece ni bien ni mal. Los Oscars son los que son, un escaparate para lucirse, sonreír y si ganas algo llorar mucho de emoción falsa o verdadera.

En un intenso trabajo de documentación, que jamás me agradeceréis lo suficiente,  he repasado doscientas veinte fotos y os traigo tres conclusiones: brillis, tirante fino y pelo lamido. Let´s go.

Nada como llegar a una fiesta y que te reciban con entusiasmo, alegría y en equilibro sobre unos zapatos imposibles.  Ves a Saoirse Ronan y piensas «su madre la ha obligado a ir. Le ha dicho: ve que tienes que salir de casa y hacer amigos» y claramente Saoirse (que, por otro lado, está pensando en como decirle a su madre que se quiere cambiar el nombre) se lo está pasando pirata en la fiesta.

A Betty Gabriel también la ha mandado su madre a la fiesta pero la ha tenido dos semanas practicando como entrar con naturalidad y seguridad en la alfombra roja. Le han faltado otras dos semanas de práctica  porque a mí me parece una grulla intentando llamar la atención entre una bandada de pinguinos. «mira como molo y doy zancadas largas»

Tiffany Haddish va de apropiación cultural, de mezcla de civilizaciones. Lleva una túnica parecidísima a la que lleva Meryl Streep en The Post con unos añadidos a los Black Panther. El conjunto es como de fiesta de disfraces, «¿de qué vas?» «De egipcio antiguo». 

En hombres que saben llevar traje, y contra todo pronóstico, tenemos a Kobe Bryant. 

Fijaos bien en los tirantes finos porque la mayoría de las veces son superfluos, es decir, no sujetan nada, son adorno. ¿Por qué han vuelto los tirantes finos? ¿Hemos terminado con el reinado del escote "sureño palabra de honor"? Tenemos a Jennifer Lawrence  va de brillis, tirante fino y pelo frito, con un rollo «yo aquí he venido por la barra libre». Gal Gadot también de tirante fino y pelo frito pero con cara de «yo no bebo y no me enrollo con nadie hasta la tercera cita» o «hasta que me case» o «hasta que me case y haya decorado el cuarto de los niños que se llamarán Andrea y Billy» 

Timothée y Daniel van hechos unos espantapájaros pero estoy muy a favor de que sepan llevar lo que llevan y, sobre todo, que parezcan cómodos. Eso sí, he descubierto que los botines de Timothée me encantan. El pobre Luca, sin embargo, no sabe donde meterse. Quizás sería buena idea emparejarlo con Saoirse... harían buena pareja, en una esquina, sin molestar. «Hola, ¿tú quién eres? y ¿Por qué llevas esa araña tan extraña? A mí me ha obligado mi madre a venir»

Nicole es la versión tres mil de la buena de Saoirse. ¿Os acordáis cuando iba con Tom a los saraos, le corría sangre por las venas y no era una estatua? Pues ahora ya va sola, es una cariátide paseando por la alfombra roja y elige siempre vestidos inexplicables. ¿Ese lazo por qué, Nicole?  De azul va también Jennifer Garner y me gusta todo porque tiene pinta de tener la edad que tiene.

Emma Stone lleva el look más parecido a "algo cómodo" que se ha visto nunca en los Oscars. Me desconcierta el lazo fucsia (por eso no trabajo en una revista de moda) y no entiendo lo de no llevar camisa debajo y tener que estar preocupándote de que no se te descontrole una teta pero en fin, lleva bolsillos.

Ni una fiesta sin su limpiaflautas y Mira Sorvino no puede con la vida, uno no sabe lo que pesa un visillo sucio hasta que lo descuelga.

Con Emily Blunt tenemos que hacer algo. Organicemos una "intervención" y hablemos con ella muy seriamente. No podemos consentir que la actriz que va a mancillar a Mary Poppins en una nueva versión totalmente innecesaria de la mejor película de la historia nos lleve estas pintas del demonio. EMILY ¿Qué llevas puesto? ¿Qué es eso? ¿No tienes espejos en casa? ¿Un ventanal en tu cocina open concept en el que te hayas visto reflejada aunque sea fugazmente? Te estas drogando ¿verdad? ¿Tienen a tus hijos secuestrados y te han exigido ponerte eso para devolvértelos? ¿Te estás quedando ciega? ¿Tu hermana se cree diseñadora? Emily, por dios, dame una explicación.  

Danai y Lupita. Lupita va muy a lo Donna Summer en los 80, brillis de bola de disco a todo tren pero con el pelo lamido y Danai va calcadita a Saoirse solo que ella tiene pinta de tener el culo pelado de ir a fiestas y nos mira con cara de «yo sé dónde se cuece lo bueno y, además, todavía me creo que estoy en la peli y como me calientes te doy dos leches ». 

En una sola foto: el hombre al que se la bufa como le quede el traje, el hombre que sabe llevar traje y el traje embutido en un hombre. Aquí tenemos a Tom Holland que está en otra categoria, la de hombre al que le han elegido el traje, el más feo de la tienda. 

William Dafoe, no le estamos haciendo el caso que se merece. Y está mejorando con la edad. En vez de envejecer hacia señora mayor, como tantos otros, está envejeciendo hacia Viggo Mortensen y eso es siempre bien.

Los botines de Timothée me siguen flipando y también lo contento que está. Armie, sin embargo, está descubriendo que efectivamente el terciopelo granate no era una buena idea. NI tampoco en pajarita, Matthew.  De hecho el único uso del terciopelo granate que tiene sentido es.... no se me ocurre ninguno.

Sandra de brillis y lamidos. He observado que las actrices de Hollywood evolucionan hacia máscaras sin expresión como Sandra o Ashley ¿Os acordáis cuando parecía natural? o hacia diosas con cara de «me la sopla todo y estoy divina de la muerte» como Laura Dern que además de llevar un vestido precioso, sencillo y apto con el movimiento del cuerpo tiene las arrugas de expresión que hay que tener cuando has vivido. Jane se ha operado todo y más pero es una DIOSA y con sus 80 palos es la única que he visto que llevaba un pin político. 

No sé porqué han obligado a Sally Hawkins a ir a la fiesta. Es obvio que ella quería quedarse en casa en bata y pantuflas. Podía haber invitado a su sofá a Margot que tampoco tenía muchas ganas de ir.

Drapéame otra vez, drapéame otra vez, que en tus manos yo sea una cosa envuelta en tela marrón, drapéame otra vez.

Abullóname otra vez, abullóname otra vez, que en tus manos yo sea una bola envuelta en rosa y azul.   Mira Andra, si vas a ir de flores y dando el cante... aprende de Whoopi.  

Lin-Manuel Miranda salió la noche antes "a dar una vuelta" y se le fue de las manos. A lo mejor salió con Caleb

Gary Oldman y su mujer de Chin-Chin Afflilou. 

St. Vincent de siseñor con las patas de alambre y un canta mañanas con los zapatos sucios.

Salma, Salma, Salma. Yo te agradezco el homenaje a las diosas minoicas pero creo que en Hollywood no han pillado la referencia cultureta. No sé si Rita Hayek es tu hermana pero su referencia cultureta al expresionismo abstracto tampoco le ha salido bien.

Elizabeth Moss con pin político pero equivocándose en el modelo como siempre. Empiezo a sospechar que lo hace a propósito.

Helen Mirren otra diosa, yo quiero dejarme el pelo como ella. Y Rita Moreno, por favor, todos en pie.

Vamos con las diosas de rojo:  Christine Lahti , Allison Janney que además del vestidazo lleva bolso. 

El Puma sin calcetines.

Acabo de darme cuenta de que todas las mujeres que me han parecido más elegantes y estilosas eran mayores y llevan bolso.

¿Qué le pasa a Gael? ¿Le ha crecido la cabeza? ¿Se le están descolgando los brazos? ¿Le dolía un empaste? ¿Le ha prestado la camisa Kobe Bryant?

Uy, Paz perdonándonos la vida. 

¿Os sabéis el chiste de «Cariño, ¿llevo mucho escote? ¿Tienes pelos en el pecho? No. Pues entonces, sí»? Pues Blanca Blanco tampoco. 

Pobre Mirai. Llego Adam para acompañarla al baile y se encontró con que venía directamente de la sesión de sadomaso.

¡Qué no y qué no! El terciopelo solo para... para.... sigue sin ocurrírseme nada.

Yo tuve una vez un vestido de terciopelo negro con un remate rojo brillante. Llevando ese vestido me rompieron el corazón pero esa es otra historia... para ser contada en otra ocasión.  Y con esta confesión terminamos esta nueva edición absolutamente innecesaria de los despellejes de los Oscars.

Escena extra tras los créditos... la pinta del corresponsal de Antena 3. ¡Qué campeón! 

sábado, 3 de marzo de 2018

Lecturas encadenadas. Febrero

Thomas Allen
He leído poco, no sé que hago con los días, con las noches. No tengo tiempos muertos para leer y se me pasan los días sin avanzar en mis lecturas.  Mi pila de libros por leer, de libros que quiero leer no para de crecer y siento que los desatiendo, que me esperan con ansiedad.

Al lío. 

Empecé el mes con Una librería en Berlín de Françoise Frenkel. Lo primero que hay que decir es que el título en castellano es un engaño. El título original que  Patrick Mondiano menciona en el prólogo es Ningún sitio donde descansar la cabeza y refleja muchísimo mejor lo que esta novela nos cuenta. Françoise Frenkel era judía polaca y tras casarse montó con su marido (que no aparece en la novela ni siquiera mencionado) una librería especializada en literatura francesa en el Berlin de finales de los años 20. El título en castellano da a entender que vas a leer una historia sobre libros, librerías y literatura y lo que nos encontramos es, en realidad, la huida de Frenkel desde que en 1939 sale de Berlín con destino primero a París, luego a la Francia no ocupada y más tarde a Suiza donde en 1945 publicó la novela por primera vez. 

Frenkel nos relata su huida. Correr, escapar, alejarse del peligro, en una carrera sin fin ni descanso físico o mental porque junto a la necesidad de estar permanente alerta para no ser detenida se suma el hecho de no poder pensar en otra cosa más que en la guerra, en el peligro que corre, en la muerte, en la suerte que sus seres queridos habrán sufrido.  

El problema de este libro es que al haber leído el mes anterior Charlotte de David Foenkinos a ratos sentía que lo que estaba leyendo ya lo había leído, que ya lo conocía. No es una crítica, miles de personas huyeron o intentaron huir de los nazis y muchas escribieron su historia, todas se parecen y todas son únicas y probablemente si las casualidades lectoras no hubiera unido esos dos libros en mis lecturas la historia de Frenkel no me hubiera resultado tan anodina. Los mejores pasajes son el canto a su amor a los libros, la literatura y las librerías que están en las veinte primeras páginas:

«No sé muy bien a qué edad se remonta mi vocación de librera, en realidad ya desde muy niña me podía pasar las horas muertas hojeando un libro con imágenes o un gran volumen ilustrado» 

Mi madre dice que eso hacia yo pasar las páginas de cualquier revista como si supiera leer. 

El país donde florece el limonero de Helen Atlee. Compré este libro en Tipos Infames porque lo habían recomendado Guillermo Altares en La Cultureta y Elena Rius en su blog, dos personas con un criterio en el que confío plenamente. 

El país donde florece el limonero es una frase que Goethe utilizó en su libro Viaje por Italia en el que relataba su viaje por ese país en 1787. Yo no lo sabía pero Italia estaba plagada de plantaciones de cítricos en esa época, era la meca de la producción de cítricos en Europa. Atlee es una investigadora  especialista en jardines y paisajismo, que nos lleva de viaje por Italia, por su geografía y su historia descubriéndonos ( o por lo menos descubriéndomelo a mí que no sabía nada del tema) todo tipo de datos tanto económicos como históricos sociales o botánicos sobre los cítricos y todo lo que les rodea. Limones, naranjas sanguinas, mandarinas, bergamotas, cidras y un sin fin de variedades aparecen en sus páginas. A ratos me ha recordado un poco a Bryson porque Atlee es también inglesa y tiene esa misma visión del mundo que mezcla la sorpresa y la ingenuidad con unas leves gotas de «están locos estos romanos».

Es un libro más que recomendable, entretenido, divertido, interesante y que al cerrar te deja con unas irresistibles ganas de planificar un viaje a Italia y comer naranjas a bocados (sin cáscara). 

«Cuando se habla de cidras o de cidros, la gente no sabe muy bien a qué te refieres o bien los confunden con limones. Pero no es un Citrus limon, sino un Citrus medica, algo mucho más antiguo y primitivo que un limón. La cidra recuerda la idea incipiente de un fruto, un prototipo tosco hecho en las primeras etapas del proceso de diseño, una cosa basta e indefinida, un dinosaurio que se salvó de la extinción, un Neandental arbóreo».

—¿Por qué me regalas este libro?
—Pues porque leí la historia del autor y pensé que te gustaría.
—¿Cual es la historia?
—Pues salía con una mujer y había quedado con ella para verse en Singapur o un sitio así. Antes de la cita, un día antes o el mismo día él le envío un correo diciendo que la dejaba y que terminaba con un  «Cuídese mucho». Ella hizo que un montón de mujeres leyeran el mail y lo grabó para una vídeo instalación de arte. El autor de este libro es el que le mandó el mail. 
—Ajá. No voy a seguir preguntando. No quiero saber porqué pensaste que una historia así me pegaba. 

Tres circunvoluciones alrededor de un sol cada vez más negro, de Gregorio Bouillier era el libro que llego a mis manos después de esta curiosa conversación. Lo primero que tengo que decir es que la edición de Hurtado & Ortega ediciones es preciosa. El otro día pensaba que cuando empecé a leer, cuando era joven e inexperta en la lectura y en casi todo, la edición era algo en lo que ni pensaba. Era impermeable a la edición, el tacto del papel, el tamaño de la letra, la tipografía, los acabados, la traducción, todo eso me daba igual, ni siquiera lo veía. Poco a poco he tomado conciencia de cada uno de esos detalles editoriales y ahora me recreo en cada uno de ellos cuando están cuidados y mimados. Esta edición es espectacular, preciosa de ver,  un placer al tacto y una sorprendente lectura. 

Hurtado & Ortega han recogido en este volumen dos relatos ya publicados por Brouillere, su primera novela Informe sobre mi persona y El invitado secreto y otro que no se había traducido al castellano, Cabo Cañaveral. 

Informe sobre mi persona me ha recordado mucho a Paul Auster y su Diario de invierno. (Sophie Calle fue en cierto modo musa de Auster, que la retrató como el personaje de María en Leviathan). Esta mini novela fue la que hizo a Brouillere famoso con cuarenta y dos años y lo entiendo. Es una operación a corazón abierto a su vida y a la de su familia. Se abre en canal y de manera muy meticulosa sin ahorrar ni una gota de sangre o crueldad va sacando cada uno de sus órganos, de sus miserias. Es un libro escrito para mayores de dieciocho años, pertenece a ese género que lo  los franceses cultivan tan bien y cuya característica principal es hacerte sentir de manera permanente que lo que buscan es escandalizarte. Como no creo que ningún autor francés piense en mi al escribir, he llegado a la conclusión de que es una competición que mantienen entre ellos, los autores franceses y que imagino que terminará con unos devorándose a otros y los que queden lo retratarán con todo lujo de detalles.

Brouillere consigue desde luego atraparte en lo que cuenta y en como lo cuenta. El comienzo te deja sin posibilidad de escapar, de dejar de leer:

«TUVE UNA INFANCIA FELIZ

Un domingo por la tarde, mi madre aparece en nuestro cuarto, donde mi hermano y yo jugamos cada uno en su rincón: «Niños, ¿creéis que os quiero?» Su voz es intensa, su nariz se abre desmesurada. Mi hermano responde sin medias tintas...Yo dudo en lanzarme desde las alturas de mis siete años. Soy consciente de la situación, pero también asustan las posibles consecuencias. Acabo por murmuras: « Quizás nos quieres un poco demasiado». Mi madre me mira con espanto. Se queda desconcertada un momento, luego se dirige a la ventana, la abre con violencia y parece querer arrojarse desde nuestro quinto piso. Alertado por el ruido, mi padre la sujeta cuando ya está en el balcón con una pierna colgando en el vacío. Mi madre grita y se resiste».

El segundo relato del volumen El invitado secreto relata la fiesta de cumpleaños de Sophie Calle a la que él fue invitado por una expareja que le rompió el corazón al abandonarle y que le invita como eso, como un invitado secreto para la anfitriona. Aquí Brouillere me recordaba muchísimo a algunas de las mujeres protagonistas de los relatos de Dorothy Parker. Ellas y él se sientan a diseccionar cada frase, cada palabra, cada circunstancia mínima de lo que el objeto de su amor o su desamor les ha dicho o dejado de decir. Sobre ese análisis pormenorizado se construyen un castillo de palillos de dientes en el que viven una ilusión que con el mínimo soplo de realidad se desmorona dejándolos desamparados y contemplando su propia estupidez. Brouillere despliega aquí bastante sentido del humor y se burla de sí mismo con ingenio e inteligencia.  Tú le acompañas en ese recorrido porque todos hemos sido así de patéticos alguna vez en la vida y, posiblemente, volveremos a serlo en cuanto tengamos la más mínima oportunidad. 

«Siempre había detestado los jerséis finos de cuello alto y a los hombres que llevan jerséis finos de cuello alto, en mi opinión el tipo de hombre más abominable que existe de atractivo más fraudulento y, como suele decirse, el mismo perro con distinto collar.» 

Cuando la exnovia le dejó sin una palabra empezó a llevar esos jerséis... y de hecho en el relato de la fiesta lleva uno de ellos. 

El último relato Cabo Cañaveral cuenta un ligue casual del autor que acaba de una manera totalmente inesperada y que a él y al lector le dejan con los ojos como platos. 

Brouillere no es para todos los públicos pero si queréis leer algo que no se parezca a nada y que os deje pensando «esto no puede ser, ¿me está tomando el pelo» y que además esté bien escrito con grandes hallazgos como   «grandes edificios de alquiler social donde la gente se aburre hasta el disturbio durante kilómetros» o cosas que solo los franceses pueden decir como «y a pesar de sus tetas y su piel finísima , su sintaxis me resultaba insufrible» haceos con este librito en esta edición tan chula. 

Podéis incluso regalarlo.

Y con esto, un bizcocho y esperando tener mucho más tiempo para leer el próximo mes, hasta los encadenados de marzo. 








miércoles, 28 de febrero de 2018

Hablar paseando, pasear hablando

Cada vez que tropiezo con algo sobre Gay Talese en la web no puedo evitar entrar a leer. Me puede la curiosidad con este hombre. Es excéntrico, culto, inteligente, tiene sentido del humor y muy probablemente es un grandísimo manipulador.  Julio Valdeón habla con él en un bar de Nueva York: 

«Internet te permite escribir sin salir de tu casa, pero no hace falta que hablemos de internet. Piense por ejemplo en las grabadoras. Como esta suya. Las grabadoras llegaron en los años sesenta. Obligan a que las entrevistas sean una sucesión de preguntas y respuestas. La gente, en la vida real, no habla así. No dialogamos así. Todo que recibes con este formato son respuestas muy cuidadas. Ensayadas. No digamos ya si concedes varias entrevistas sobre el mismo asunto. Las perfeccionas. Aparte, la grabadora te obliga a estar en un lugar cerrado, por culpa del ruido, y yo prefiero entrevistar paseando, en la calle, con un papel y un bolígrafo en el bolsillo, y apuntar solo las cosas que me parezcan más importantes».

Esa misma tarde leo otra entrevista a Isak Dinesen, la autora danesa que en mi cabeza siempre tendrá el rostro de Meryl Streep. Roma, a comienzos del verano de 1956 y el entrevistador se encuentra con ella y con la secretaria que la acompaña en la terraza de un restaurante en la Plaza Navona.  

«¿Una entrevista? Oh, querido. Bien, supongo que sí, pero qué no sea una lista de preguntas o un tercer grado. Espero que no sea eso, hace poco me hicieron una entrevista así y fue horroroso. ¿No podríamos sencillamente caminar por la ciudad charlando y usted apunta lo que le parezca interesante o le guste?» 

Leo la entrevista completa sintiendo que les acompaño en un paseo lánguido, tranquilo, con largas caminatas interrumpidas por paradas intermitentes para comentar lo que ven: esculturas etruscas, la decoración del restaurante donde comen, la luz del atardecer.  Es, de verdad, un diálogo. «¿Ha escrito usted poesía?» «Sí, cuando era joven» «¿Cual es su fruta favorita? Las fresas» «¿Le gustan los monos?»  «Sí, me encantan en el arte: en cuadros, historias, en la porcelana pero en la vida real me provocan tristeza. Me ponen nerviosa. Me gustan los leones y las gacelas»

Así son las buenas conversaciones, como decía Auster en El Palacio de la Luna una conversación «es como tener un peloteo con alguien. Un buen compañero te tira la pelota directamente al guante de modo que es casi imposible que se te escape: cuando es él quien recibe, coge todo lo que lanzas, incluso los tiros más erráticos e incompetentes» y así creo yo que deben ser las buenas entrevistas. Un peloteo que mantenga al lector girando la cabeza de un lado de otro, atento a lo que se pregunta, a lo que se responde, sorprendido por un golpe, por un dato que no esperaba, por una pregunta salida de la nada que da pie a una reflexión inusitada que a su vez genera una nueva pregunta que lleva a un camino que nadie pensó en transitar. «¿Le gustan los monos?» 

Últimamente cuando pesco alguna entrevista porque me interesa el entrevistado, la mayoría de las veces acabo abandonando la lectura porque aquello no es un peloteo. Es un interrogatorio o un tercer grado. Es una competición.  Un enfrentamiento a cara de perro. Ambos juegan al frontón y encuentras siempre las mismas preguntas y respuestas o  es como un combate de esos de pega de la tele, parece que se pegan, que se zurran, que son enemigos, que se están buscando para hacerse daño pero es todo trola, todo está pactado y apesta a fraude, a componenda. Se palpa el aburrimiento de ambos que, en realidad, no quieren jugar aquello. La mayor parte de las veces ambos quieren parecer más listo que el otro, más ocurrente, más ingenioso o tener más mala leche. Nunca hay peloteo, juegan a aces. Nada discurre, todo se escupe.   

Sé que, ahora, las entrevistas siempre responden a un afán promocional, tienen un componente mercantilista, comercial. «Hablo para vender» y «Te pregunto porque estás de moda y me darás clics» Se habla para soltar ganchos no para dialogar. Nadie quiere mostrar sus cartas, todo es farol. Mido mis palabras. Mido mis preguntas. El entrevistado tiene miedo de ser tergirversado, de ser víctima de un titular torticero que retuerza cualquiera de sus palabras para generar clicks y el entrevistador va a la carrera, quiere ser ingenioso sin ser pesado, conseguir una respuesta diferente de las que otros que han pasado antes que él  han conseguido en las ruedas de hamsters en que se han convertido las entrevistas. 

Talese tiene ochenta y seis años. Dinesen tenía sesenta y uno aquel verano en Roma aunque ella se sentía anciana «Tengo tres mil años y cené con Sócrates». A lo mejor, ser mayor, estar de vuelta de todo y no tener necesidad de vender, convencer, impresionar y epatar es una cualidad imprescindible para saber pelotear, para saber conversar.    Cuanto mayor eres más despacio caminas, menos prisa tienes, mejor te conoces o te desconoces y menos te importa lo que opinen los demás. Las mejores conversaciones no son las que se miden, las que corren encauzadas; las mejores son las que fluyen como un torrente, a distinta velocidad según sea la pendiente y con tiempo para estancarse si llega el momento. 

Las mejores conversaciones son las que no se planean, las que se enroscan solas, las que se llenan de saltos, de giros y de sorpresas. Las que al terminar no son un punto final sino un manojo de interrogantes. Así me gustan las entrevistas. 




viernes, 23 de febrero de 2018

Bergamota es nombre de...

Esta semana he aprendido que si alguna vez visito Limone, un pequeño pueblo en la ladera oeste del lago Garda, podré ver unas grandes construcciones, que me recordarán a las salas hipóstilas de los templos egipcios. Son invernaderos diseñados para cultivar limones. Hasta la II Guerra Mundial, los habitantes de Limone, colocaban entre sus bosques de columnas de piedra los grandes maceteros con limoneros y sobre las columnas, en invierno, ajustaban tejados y paredes de madera, para protegerlos de las bajas temperaturas. Sus cultivadores colocaban en los alféizares de sus ventanas un cuenco con agua y si observaban que empezaba a formarse hielo, corrían a encender hogueras en sus invernaderos para calentar el aire y evitar que las heladas acabaran con los limones.  He aprendido, también, que Estonia tiene un millón trecientos mil habitantes y que la red social de más éxito en China se llama Meipai. Con horror he aprendido que esa aplicación tiene un filtro que se llama Euro American Wave que automáticamente añade a los retratados chinos el doble pliegue en los párpados que tenemos los occidentales. Ni siquiera sabía que teníamos un doble pliegue. Creo que nunca había pensando en mis párpados. 

Esta semana me he dado cuenta de que ya no decimos nunca predilecto, elegimos siempre las palabras favorito o preferido y me he preguntado dónde están las expresiones de mi infancia que ya no están: ametralladora, saltarse el disco y los siseñores con patas de alambre. O los canguingos. Esta semana he conocido a Jim Simmons, un prodigioso matemático con una fortuna como la del Tio Gilito que ha montado un gran centro computacional en Nueva York para ayudar a la ciencia básica a gestionar la enorme cantidad de datos que generan los experimentos. Simmons es un personaje increíble pero sé que lo que siempre recordaré será que con setenta y seis años y siendo americano fuma y lo hace dentro de los edificios. Es un super jefe. 

Estos últimos días, también, he intentado aprender a hacer buen café en mi nueva cafetera italiana y he intentado entender cuales son los itinerarios curriculares en bachillerato y cómo se calcula la nota para acceder a la Universidad. Con el café he tenido bastante éxito, con lo de las notas he decidido dejarlo para más adelante. Esta semana también he aprendido que un padre articulista que escribe sobre lo mucho que quiere a sus hijos es molón pero si lo hace una mujer es cursi o quiere vender la moto de la maternidad. He aprendido también a no volver a pinchar jamás en algo que empieza por «Qué tienes que hacer para que tu hijo sea o no sea».

Ya sé lo que cobra un oficial de bombero en Madrid, el coste de pintar una casa y que cuesta tres ciclos de lavado y un uso indecente del quitamanchas conseguir que los pantalones blancos de una adolescente vuelvan a ser más o menos blancos. He aprendido que el cultivo de cítricos en Sicilia es el origen de la mafia y que la bergamota es un cítrico. Hasta antes de ayer podría haber dicho que era el nombre de una parte del velamen de un barco o incluso una baya silvestre. Soy ignorante pero tengo recursos. 

Carbono, Silicio, Germano, Estaño y Plomo. He aprendido que la regla mnemotécnica para no olvidar los tres últimos elementos de esta columna es ¿Qué extraño pomo tiene esa puerta alemana? He aprendido a estirar los hombros y que los parisinos, en el siglo XIX, se volvieron locos con la novela Los robinsones suizos y se dedicaron a edificar bares y cabarets siguiendo esa idea. He aprendido que la última de esas maravillosas construcciones se cerró en 1976 y toda la historia me ha hecho volver a soñar con tener una casa así. 

He aprendido que la expresión «dentro mío" es correcta y que los superricos de Nueva York están intentando que sus hijos no se crean superricos, super especiales y por encima de los demás y les está saliendo regular.  No sé porqué  pero esto no me ha sorprendido ni la mitad que lo de la bergamota.  


miércoles, 21 de febrero de 2018

Te quiero por si me muero

«Te quiero por si me muero» me dice María cuando entro en su cuarto a darle el beso de buenas noches. «Te quiero por si me muero» grita desde la puerta cuando sale corriendo hacia el colegio. «Te quiero por si me muero» cuando, cada día, colgamos el teléfono a mediodía tras haberle dado las instrucciones para la comida. 

Las dos partes de esta frase me dan escalofríos. Me encanta que con catorce años vuelva a decirme que me quiere y, por supuesto, me aterra que se muera. Hay un tercer sentimiento que no consigo definir, la súbita consciencia de que María ya sepa, piense, que la muerte no es algo que pasa a otros o dentro de mucho tiempo me enorgullece y me entristece a la vez. «Te quiero por si me muero» le contesto yo cada vez porque quiero que sepa, que sienta, que no se le olvide que la quiero infinito aunque estemos atravesando una época en la que el amor de madre (y de padre) es incompatible, cuando no directamente opuesto, con las expectativas que una adolescente tiene de como ese amor debe ser y manifestarse. 

«Te quiero por si me muero» no se le ha ocurrido a ella pero empezar a utilizarla todos los días sí. Desde hace unos cuantos meses, por las noches, en pijama y tiradas en el sofá estamos viendo How I met your mother, una buena serie que estamos disfrutando y que nos da para hablar de muchos temas. (Sé que hay gente que dice que si los valores que transmite, que si es machista, sexista y blablablabla... pero afortunadamente mis brujas ya distinguen la ficción de la realidad). En uno de los capítulos que vimos la semana pasada, Marshall, uno de los protagonistas, perdía a su padre de un infarto fulminante. «Como te pasó a ti, mamá». Y él y todos sus amigos se dedican a pensar en cuales han sido las últimas palabras que han intercambiado con sus padres. Al terminar, se quedaron muy pensativas y les pregunté qué era lo último que le he habían dicho al Ingeniero. 

—Creo que ha sido Hasta luego, cara huevo.- dijo María.

Recogimos, nos lavamos los dientes, las mandé a la cama veinte veces y les grité otra media docena que cerraran la puerta del baño. 

—Mamá, ¿vienes a darnos el beso?
—Voy
—Te quiero por si me muero. 
—Jajaja, ¿De dónde has sacado eso?
—De una serie muy tonta pero la protagonista decía esa frase y he decidido que a partir de ahora voy a usarla por si acaso. 

«Estáis tontísimas con esa frasecita» opina Clara. 

Te quiero por si me muero. 

Todo lo importante de la vida en seis palabras.



lunes, 19 de febrero de 2018

A medias.

Les fils du temp @Gilbert Garcin

«Si pudiera elegir un superpoder sería la indiferencia hacia las tareas pendientes. Ser capaz de desentendeme totalmente de las cosas que tengo que hacer sin que eso enturbiara mi vagueo».

A medias, a la mitad, sin terminar. Ojalá supiera dejar las cosas a medias pero no puedo. Es superior a mis fuerzas. Dejar algo a la mitad me provoca desasosiego, inquietud y, lo que es peor, arruina cualquier posible placer posterior. Si empiezo algo lo termino, aunque sea mal, aunque sea una chapuza, aunque sepa que si lo dejo en un determinado momento quizá en el futuro pueda retomarlo y hacerlo mejor. 

Creo que podemos dividir a las personas entre las que están cómodas en la mitad y las que no. 
Entre las que consideran que hacer la mitad es un avance, un logro del que estar orgulloso y satisfecho y las que consideran que empezar y dejar sin terminar es un fracaso. 
Entre las que consideran la mitad un lugar tan bueno como el final y las que, en el medio de las cosas, estamos perdidos. 

Ser capaz de dejar las cosas a medias puede ser bueno, las posibilidades son infinitas. No importa el tiempo del que dispongas, los materiales con los que cuentes, la motivación que te haya llevado a embarcarte en esa actividad o que tus reservas de ánimo sean escasas. Vas a empezar y ya verás hasta donde llegas. Encuentras placer en el comienzo, en intentar, en probar, en ver hasta donde llegas. No hay logro al que llegar, ni meta que cruzar, ni reto que conseguir. Hagas lo que hagas, llegues hasta donde llegues, algo habrás conseguido y no te sentirás decepcionado ni intranquilo al dejar lo que sea a medias, orillado en una esquina de tu vida esperando que vuelvas a retomarlo. O no, a lo mejor llegar a la mitad era su destino. 

Yo no sé hacer eso. No puedo dejar las cosas a medias. Cuando me propongo hacer algo necesito saber qué seré capaz de terminarlo, que contaré con el tiempo, el espacio, los materiales y las ganas para llevar esa tarea hasta el final. El ánimo es siempre lo que suele fallarme, la motivación se me va desgastando y es entonces cuando sueño con ser una persona "a medias" y decir: lo dejo y ya lo retomaré cuando sea. Pero hacer eso me sale fatal. Lo que sea que he dejado a medias me persigue como una maldición, revolotea a mi alrededor, me pica, me arde, me encabrona. 

Envidio muchísimo a la gente que es capaz de dejar las cosas a medias: los proyectos, los textos, la cama sin hacer, la cocina media recogida, el cambio de armario, la limpieza de primavera, una relación, un informe u organizar las fotos en el ordenador. Me encantaría ser un medianista, alguien con la capacidad para comenzar a realizar un millón de tareas sabiendo que sólo terminará algunas. Alguien a quien la mitad le parezca siempre un logro, una conquista. Alguien a quien estar rodeado de mitades no le parezca un campo de batalla sino un desván mágico con todas las posibilidades del mundo.  

Hace muchísimos años, un amigo que estudiaba Caminos me dijo «Si sé que solo tengo un rato para estudiar ni siquiera me pongo porque sé que para que me cunda, para sentir que he estudiado algo, necesito por lo menos tres horas así que solo me pongo a estudiar si sé que dispongo de ese tiempo». 

Él acabó Caminos y yo siempre me acuerdo de esas tres horas cuando voy a empezar algo. ¿Puedo llegar al final o ni lo intento? Ser completista es un lastre, es un engorro y es agotador.  Tienes la casa más ordenada pero vives siempre limitado por esas tres horas, por lo que crees que es la medida de tus posibilidades.