miércoles, 14 de febrero de 2018

El arte tiene que tocarte

El sábado atravesé corriendo una cortina negra y entré en una sala alargada completamente a oscuras. Me costó ver, a la luz de las tres pantallas que cubrían una de las paredes, los bancos, también negros, colocados justo en frente de ellas. Me senté sin saber qué iba a ver, qué estaba viendo. Pronto descubrí que no eran tres pantallas, era una sola dividida en tres en las que se proyectaban imágenes de trenes. Los trenes desde fuera, viéndolos pasar, las vías acercándose y alargándose, las vistas desde las ventanillas, los guardaraíles, las enormes locomotoras acercándose y sobrepasando la cámara. Mi cabeza intentaba encontrar un patrón. ¿Era la misma imagen proyectada tres veces a distinta velocidad? ¿Eran distintas? ¿Llevaban una secuencia lógica? ¿Se repetían? Pronto mi cabeza dejó de ver y empezó a escuchar. No solo mi cabeza fue la que comenzó a percibir la música, el sonido de los instrumentos de cuerda y unas voces que repetían pequeñas frases circulaba por mi cuerpo en un ritmo constante, poseyéndome y envolviéndome. 

Treinta minutos después salí de aquella sala casi tambaleándome para enterarme  de que aquel tren me había descubierto Different Trains.  Steve Reich es un compositor americano que en los años 40 viajaba en tren, acompañado de su niñera, desde Nueva York donde vivía con su padre hasta Los Ángeles, ciudad a la que se había mudado su madre tras el divorcio. Reich siempre asoció esos largos viajes en tren con una experiencia aburridamente placentera. Años después reflexionó sobre la idea de que mientras el viajaba aburrido y relajado,  entre 1939-1942, otros muchos niños cogían otros trenes (Different Trains) que los llevaban a la muerte, a los campos de exterminio nazis. Durante aquella media hora en esa sala oscura, había viajado primero con Reich, su niñera y un maquinista de la línea de tren que atravesaba el país, con sus voces mezclándose con el traqueteo. Después, las imágenes de los judíos europeos se habían sobrepuesto al sonido del traqueteo de esas vías sobre las que circulaban hacinados, como ganado, acompañado de las voces de tres supervivientes del Holocausto. La obra acaba con nuevas imágenes de los trenes americanos, viajamos por Estados Unidos en trenes elevados, en cercanías y cruzando el medio oeste porque aquellos supervivientes consiguieron llegar a América y hacerse una vida nueva sobre aquellos viajes en tren que les llevaban a la muerte. 

Durante aquella media hora no supe que estaba viendo ni que estaba escuchando pero me sentí como cuando vas en un tren. Antes de cogerlo tienes muchos planes. «Aprovecharé para leer o me echaré una siesta o veré una película o terminaré este informe que tengo a medias» Pronto descubres que el tren tiene otros planes para ti. El tren te acoge, te recoge y te envuelve en su ritmo poco a poco. Lees o a trabajas pero poco a poco la sensación de correr sobre las vías se te mete dentro. Estás parado, quieto, sentado pero corres, avanzas sin poder controlarlo. Identificas la repetición rítmica de ese movimiento y poco a poco la haces tuya. Te cuesta concentrarte porque lo que quieres es zambullirte en el traqueteo, constante y acogedor que te invita a dejarte llevar por él. Es entonces cuando miras por la ventana y te ves en el reflejo moviéndote sin moverte, atravesando el paisaje a una velocidad constante e hipnótica en la que quieres quedarte a vivir. Da igual que vayas en un Ave o en un cercanías traqueteante, cada tren tiene su ritmo y todos los trenes te envuelven en él. Postes, olivos, edificios, carreteras, coches, pinos, inmensas soledades... todo pasa mudo envuelto en el ritmo del roce sobre las vías.

En aquella sala negra me sentí así, los miembros relajados, la vista perdida en la ventanilla que era aquella pantalla en tren y la música del tren envolviéndome por completo. Cuando terminó, cuando llegué a la estación de bajada, me sentí transportada, sentí que había visto cosas que no había contemplado nunca. 

Ayer vi una entrevista a Avelina Lesper, una crítica de arte mexicana que dice cosas muy muy interesantes sobre el mundo del arte contemporáneo. En el arte buscamos que «eso toque algo de tu propio ser». Different Trains me tocó. 




PS: Steve Reich compuso la pieza musical. La videoinstalación que vi yo es de Beatriz Caravaggio y se puede disfrutar en el Museo Patio Herreriano de Valladolid.


lunes, 12 de febrero de 2018

12 de febrero. 45 años

Con 45 años Virginia Woolf publicó El Faro, que no he leído pero tengo intención de leer. Con esa edad Natalia Ginzburg publicó Las palabras de la noche otro que también me gustaría leer. Con 45 años, Bruce Springsteen ganó un Oscar por Streets of Philapdelphia. Una de las canciones que menos me gustan de él pero ¡ey! es un Oscar. Con esa edad, Steinbeck escribió La Perla una novela que odié y que casi me hace perderme uno de mis libros favoritos, Cannery Row. Con esa edad, también, viajó a la Unión Soviética con Capa en un viaje del que salió otro libro que me encantó. «Estábamos deprimidos, no tanto por las noticias, como por su manejo. Porque las noticias ya no son noticias, al menos esa parte de ellas que requiere la mayor parte de nuestra atención. Las noticias se han convertido en un asunto de pericia. (...) Lo que a menudo leemos como noticias, no son en absoluto noticias, sino la opinión de uno de entre media docena de expertos respecto de lo que significan las noticias».


David Foster Wallace murió con 46 después de haber escrito La broma infinita, una obra maestra a la que dediqué mi verano de los 43. ¿Sabía él que solo le quedaba un año de vida? Con 45 años, Leonardo da Vinci pintó La Última Cena, un fresco que había estudiado, visto y revisto durante mi carrera pero que me impresionó al verlo in situ. Con 45 años Hopper pintó Automat, un cuadro que ahora cuando lo vea me recuerda a la cafetería de Luke de las Chicas Gilmore. Y con 45 años, Picasso andaba metido en el surrealismo y pintando cabezas de mujeres. Con 45 años, Sibelius empezó a componer su Cuarta sinfonía, composición que yo no podría reconocer ni aunque mi vida dependiera de ello pero su poema sinfónico Finlandia fue la primera pieza de música clásica que me emocionó. Es la primera obra que descargué en mi lista de "música clásica" de Spotify. La segunda fue la sinfonía Patética que Tchaikovsky escribió con 53, la edad a la que murió mi padre. Cuando mi padre tenía 45, yo tenía 15, una edad muy absurda.


Idris Elba tiene 45 años y yo los cumplo hoy. Me siento un poco Idris, con esa confianza que desprende, sabiendo que puede con todo. Por fin, mi vida es de mi talla, me favorece y me siento cómoda con ella. Mi vida es como los vaqueros de estar en casa y mi sudadera mugrienta, es mía, me favorece y estoy comodísima. Ahora se trata de disfrutarla hasta que se convierta en jirones. 

Con 45 años mi mayor contribución a la humanidad es la instauración del caminito de chuches para celebrar los cumpleaños. No está mal.  

Gracias a todos. 




viernes, 9 de febrero de 2018

Personas y papeles

Dan Gluibizzi
Cuando conocemos a alguien es siempre un papel en blanco, incluso nuestros hijos son así, un folio limpio, impoluto, en el que están todas las posibilidades y ninguna. Hay gente que sin embargo se convierte rápidamente en papel de envolver, precioso a la vista pero con una utilidad limitada. No hay que menospreciar la belleza, algunas de esas personas envoltorio son tan preciosas que, a veces, te preguntas cómo sería ser como ellos. Otros, muchos, parecen bonitos pero son como el papel de los chinos, su hermosura dura poco, es impostada, de mentira y se rompe enseguida. Hay gente en la que te quedarías a vivir solo para poder contemplarla cada día, son el elegante papel pintado que recubre algunas paredes o, a veces, habitaciones enteras y que siempre te hacen preguntarte cómo de seguro hay que estar para decorar una pared con un papel lleno de mariposas, violines o palmeras. 

Hay gente que es como el brillante papel de una chocolatina, atractivo por fuera, son un poderoso reclamo por su promesa de placeres futuros al descubrir lo que habrá dentro pero al abrirlos  dentro solo se reflejan a sí mismos, porque son como un espejo. Otros son como las guirnaldas recortables, parecen divertidos pero rápidamente su ingenio se revela como algo repetitivo y sin sorpresas. Algunas personas son como post it, siempre te recuerdan algo. Otros son como la servilleta llena de dibujos, frases y monigotes. Un torrente imparable de ideas y planes que después no van a ninguna parte porque se pierden, se olvidan o quedan arrinconados en el fondo de un bolsillo. Otros son como los kleenex usados llenos de mocos y lágrimas que llevas en la manga, en lo más profundo de tus bolsillos o en ese compartimento con cremallera de los bolsos en el que solo guardas las cosas que no quieres perder y necesitas encontrar. 

A veces, por sorpresa, me asalta una frase intercambiada en una conversación y descubro que, quizás, el sentido que yo le había dado en su momento no es el correcto, que puede tener otro sentido. Desdoblo entonces esa frase y a la persona que me la dijo y descubro al doblar la esquina de su sentido que estoy en un callejón sin salida. Hay gente que es así, como un papel doblado, descubres que tienen mil dobleces y te inquieta sentir que hay algo detrás de cada pliegue que no puedes anticipar. Algunos, pocos, tras sus dobleces esconden una obra maestra de la papiroflexia, y cuando terminas de conocerlos descubres una rana, un pez o la flor más preciosa que hayas visto jamás. Son ese tipo de gente que siempre te hace descubrir realidades diferentes, gente que te enseña, que hace que te interesen cosas que ni siquiera que existían. Son el tipo de personas que te empujan a querer parecerte a ellos, quieres aprender a ser como ellos, a hacer papiroflexia, sabiendo desde el primer momento que nunca serás una rana, que como mucho lograrás ser un avión medio decente. Pero los dobleces no llevan siempre a la admiración, a veces son solo arrugas que esconden en sus pliegues lo peor de la especie humana: mugre, arena, restos de ketchup o de caca que una vez estuvieron pegados a tus dedos y de los que intentas librarte. La gente arrugada se te pega a los dedos, se esconde, se agazapa en tus bolsillos y en tu bolso para asaltarte por sorpresa. Es complicado librarse de ellos, lleva su tiempo. Aunque te olvides de ellos, aunque los laves en la lavadora, reaparecerán en forma de migas descompuestas pero que identificarás en un instante recordándotelas. 

Algunas personas son como una página de cuaderno cubierta de escritura menuda de principio a fin, en una especie de horror vacui, gente que sabe cosas, con experiencia, con criterio,  a las que recurrir para resolver un problema. Hay otros que son como papel de embalar, fuertes, rectas, resistentes, te protegen y te aislan cuando tienes miedo, cuando estás asustado o simplemente sobrepasado. Hay otros que son plástico de burbujas, te protegen y además consiguen que te rías cuando más abrumado estás, cuando lloras de tristeza absoluta o de desesperación. Y hay gente papel de sucio, te falló en su día, ya no te sirven, las superaste pero si lo piensas bien algo de lo que pasaste con ellos, su cara en blanco quizás te sirva en un futuro, quién sabe si para escribir un post sobre personas y papeles. 

miércoles, 7 de febrero de 2018

Katherine y la trenca roja

Me molesta no poder pagar con tarjeta en los parkings, me revienta. Creo que lo hacen porque se sienten poderosos, tienen el control y se aprovechan de mi impuntualidad y mis nervios. He llegado corriendo, con prisas. Necesitaba aparcar, un hueco, un espacio para tirar el coche y salir corriendo para no llegar tarde y cuando he visto de refilón el cartel de «solo pago en efectivo» lo he pasado por alto porque ¿a quién le importa no tener efectivo cuando ha quedado con un hombre fantástico? No hay dolor, ya me preocuparé de eso más tarde. 

Ahora ya es más tarde. He rebuscado en todos mis bolsillos sabiendo que no encontraría el dinero suficiente y voy hacia el cajero más próximo que nunca está "aquí al lado, a la vuelta de la esquina", sino a una distancia cuidadosamente medida por el destino para que yendo en la otra dirección lo hubiera encontrado antes. Refunfuño de vuelta al parking, arrebujada en un abrigo que no abriga porque al salir de casa he sido una cobarde y no me he atrevido a ponerme mi trenca roja de Caperucita. 

«Me gustaría volver a tener 15 años y volver a hacerlo todo pero mal. Empezando por repetir curso. Repetir curso molaba mucho» ha dicho él en uno de los muchos giros absurdos de nuestra conversación. 

«Me gustaría ser Katherine Hepburn y comer con Juan Tallón» dije yo hace unos cuantos meses. Mientras vuelvo a casa odiando mi abrigo de lánguida que no abriga pienso en las sorpresas que te da la vida y en que nunca seré como Katherine Hepburn. Ella se hubiera atrevido a ponerse la trenca roja para tomar cañas con Tallón. 

viernes, 2 de febrero de 2018

Repetir desayuno, descartar vida.

Por mi cumpleaños he pedido un reloj despertador con radio. Lo quiero bonito, discreto y que no haga que mi mesilla de noche parezca la de un señor de Cuéntame con bigote. Quiero que tenga números que brillen iluminando mi insomnio pero que no brillen tanto como para despertarme cuando soy la Bella Durmiente. MI cumpleaños no ha llegado todavía así que me despierto con la alarma del móvil. 

Pulso descartar. No tiene sentido darle a repetir. 

Me levanto, meto los pies en las zapatillas que nos trajo El Ingeniero de Rumanía y que, en palabras de Clara, son como meter los pies en nubes y me pongo la sudadera de Nueva York. Todavía no es de día, es noche cerrada en mi pasillo y amanece en mi cocina. Pongo la radio «Alerta por frío, hoy no llegaremos a los diez grados en Madrid». Mientras abro la nevera para sacar la leche, la mantequilla y el zumo pienso en que la palabra Alerta ya no es lo que era, ahora la usamos para cualquier memez. ¿Alerta diez grados en enero? Me encantaría que hiciera menos cuarenta para ver qué palabra utilizaríamos ¿Alertón? ¿Alertaza? 

Vuelvo a la noche cerrada del pasillo y la convierto en día encendiendo la luz. «Chicas, son las siete y media, levantaos ya» 

Mientras caliento el café pienso en que todavía no sé si estoy triste o enfadada. Tengo esa sensación de querer hacerme bicho bola y, a la vez, querer sacar un lanzallamas y disfrutar de un liberador día de furia. Y tengo una contractura. Saltan las tostadas y me siento a untarlas antes de que se enfríen. Escucho el ruido de otro par de nubes andando por el pasillo y salto a apagar la radio. «Mamá, no me gusta la radio por las mañanas» María aparece con su bata con capucha con orejas y se sienta frente a mí. Nos miramos. Come brownie sin gluten intentando que no se le cierren los ojos y yo leo sobre los identitarios franceses que han inspirado al movimiento Alt-right en Estados Unidos mientras mordisqueo mi tostada. A mí tampoco me gusta la radio cuando desayuno con ellas, me parecen intrusos. Otro par de nubes entran arrastrándose. Clara se sienta, vierte la leche en su taza y parpadea con fuerza intentando despegar sus pestañas. No hablamos. Ni una palabra. Me gusta que ya sean tan mayores como para que el despertar sea como flotar en el mar dejándote llevar a la orilla y no una semifinal de los 100 metros lisos. Me gusta la calma y la tranquilidad mientras desayunamos sintiéndonos desgraciadas por tener que dejar nuestras camas, salir de casa, enfrentarnos a la vida. Me encanta que valoren el silencio cuando todavía no sabes qué versión de ti misma va a ser ese día.

Ojalá poder darle a repetir desayuno y descartar vida.

miércoles, 31 de enero de 2018

Lecturas encadenadas. Enero


Se termina enero y sufro porque veo los días hacerse más largos precipitándose hacia la primavera. Siempre tengo la sensación de que el invierno se termina demasiado pronto, de que no lo aprovecho ni disfruto todo lo que debería. Es una sensación errónea porque cuando repaso el mes me doy cuenta de que lo he exprimido al máximo y he hecho un millón de cosas pero ojalá me quedaran un par de meses todavía de noches tempranas. Al lío de los libros.

Mientras esperaba que llegaran los Reyes Magos con su cargamento de libros, empecé el año con Neil Gaiman y su Humo y espejos.  No tenía ni la más remota de qué iba. De Gaiman había leído algún comic: Coraline, Violent Cases y Misterios de un asesinato y la novela El océano al final del camino. Con Gaiman me pasa una cosa curiosa y es que me gusta él, lo que dice, como lo dice, sus artículos, sus tweets, sus charlas pero sus textos de ficción me dejan siempre un poco a medias y, por eso, este libro ha estado meses en la estantería de "a ver si me llega el turno". 

El libro me enganchó desde el prólogo en el que el propio Gaiman cuenta el origen de cada uno de los relatos recogidos en el volumen. El que se titula El regalo de boda y va insertado en la introducción me entusiasmó, es una especie de reinterpretación de El relato de Dorian Grey y es que eso es algo que Gaiman hace muy bien, contar cosas que ya conoces de una manera diferente, distinta. Hay cuentos de muchos tipos: una versión de Blancanieves chulísima desde el punto de vista de la madrastra, uno sobre una enfermedad venérea que posee a un hombre que jamás ha tenido relaciones sexuales, otro sobre un hombre tan adicto a los chollos que acaba encargando su propio asesinato, otro con aroma a Un hombre lobo americano en Londres, algunos muy sexuales y otros llenos de poesía. Aparece, también, en este libro el relato en el que luego se basó el cómic Misterios de un asesinato. 

Me gusta leer a Gaiman aunque a veces no me entusiasme el resultado porque transmite la sensación de disfrutar con lo que hace, de escribir, pensar sus historias. Se deja llevar por ellas sin saber dónde llegará con curiosidad casi infantil. Me gusta eso.  

«Escribir es volar en sueños. 
Cuando te acuerdas. Cuando puedes. Cuando funciona. 
Es así de fácil» 

(Cuaderno del autor. Febrero 1992)

De un precioso relato llamado El barrendero de sueños, dejo esta cita que me encanta. 

«Cuando todos los sueños se acaban, cuando ya estás despierto y dejas el mundo de gloria y locura por la prosaica rutina diaria de la luz diurna; a través de las ruinas de tus caprichos abandonados camina el barrendero de sueños»

Los Reyes Magos llegaron con un cargamento de libros y el primero de ellos que he devorado ha sido Charlotte de David Foenkinos. Hace un mes, en mi brujuleo diario por la red, me encontré con la historia de Charlotte y sus dibujos. Charlotte  Solomon murió gaseada en Auschwitz. Tenía veintiséis años  y estaba embarazada de cinco meses. Los últimos cinco años de su vida los había dedicado a pintar su autobiografía titulada ¿Vida? ¿Teatro? y que recoge 759 acuarelas, pequeños textos y hasta indicaciones musicales. Charlotte pintó todo esto poseída por una especie de impulso maníaco en el sur de Francia, donde vivía refugiada tras haber huido de Alemania por el ascenso nazi. Su vida es una sucesión de terribles acontecimientos que la atormentaron y de los que, de alguna manera, consiguió liberarse a través de su pintura. 

Foenkinos conoció a Charlotte de manera casual, como son casi todos los encuentros que cambian la vida, en una exposición en Berlín. Se sintió atrapado por su pintura y se embarcó en una investigación que fue entremezclándose con su propia vida. Durante años tomo notas y notas pero cuando se ponía a escribir no conseguía cuadrarlo.

«Me quedaba varado en todos los puntos. 
Imposible progresar. 
Era una sensación física, una opresión. 
Sentía la necesidad de poner punto y aparte para respirar. 

Entonces caí en la cuenta de que había que escribirlo así».

Y así es como está contada, en frases cortas y puntos y aparte.  Y es un acierto absoluto porque necesitas aire para respirar, piedras para sentarte y paredes para apoyarte para avanzar con Charlotte por su vida. Terrible historia que comienza: 

«Ha llegado una heroína. 
Pero también una niñita que no para de llorar. 
Como si no aceptase haber nacido»

Y termina.  

«Hace falta una luz resplandeciente para morir» 

Una chica Dior, de Annie Goetzinger ha sido el primer cómic del año y también la primera decepción. Es un bluf total, una historia ridícula de una periodista de moda bastante parecida a la pavisosa de Anne Hataway en El Diablo viste de Prada, que acaba siendo modelo de Dior y casándose con un noble inglés. Si te gusta la moda y sabes algo sobre ella quizás tenga algún interés. A mí que no distingo un fruncido de un drapeado me ha parecido una memez. Eso sí, es bonito.  

Born to run, de Bruce Springsteen. ¡Ay, Bruce! ¡Ay! Lo empecé con muchísimas ganas pero tenía aún más ganas de terminarlo porque le iba cogiendo más y más manía según avanzaba. Dejemos claro que estas memorias son para fans pero el problema es que si eres muy fan, como es mi caso,  casi nada de lo que cuenta es nuevo. ¿Por qué? Porque ya lo has leído todo, te has empollado sus letras, sus entrevistas, sus fotografías y apenas encuentras nada que te sorprenda. Además, y esto tengo que investigarlo, tengo un recuerdo borroso de mi primer verano en Irlanda leyendo una especie de biografía o de autobiografía en la que ya se contaba gran parte de lo que aparece en estas memorias.  

Cuando llevaba doscientas páginas me di cuenta de que no nombraba a ninguna de las mujeres de su vida. Todas eran «una amiga», «mi novia», «la chica de la que estaba enamorado, con la que vívia», «mi chica», una detrás de otra. Todas anónimas. No decía nada malo de ellas, nada comprometido, ni inadecuado, nada que no fuera normal en relaciones amorosas adolescentes o de jóvenes. Todas además son identificables por su entorno. ¿Por qué no darles nombre? Lo comenté con varios hombres. Algunos me dijeron «lo hace por respeto». Eso no tiene sentido porque como he dicho todas son identificables por su entorno y, además, ponerles nombre: Mary, Marta, Cristina o lo que sea, no es faltarles al respeto. «A lo mejor ellas ahora están casadas y podría ser un follón para ellas». ¿En serio? Esas mujeres tendrán ahora sesenta años, tendrán o no tendrán relaciones estables, familias y supongo que su entorno tendrá asumido que tienen un pasado pero es que además no se dice nada de ellas inadecuado. Y rizando el rizo, si has estado con Bruce Springsteen es posible que no lo tengas como tu secreto mejor guardado, no digo que lo proclames pero, en fin, es posible que en algún momento a tu entorno le hayas dicho «Pues no os lo vais a creer pero cuando estaba en el instituto fui con Bruce Springsteen al baile de fin de curso».  «A lo mejor lo hace por respeto a Patti y darle protagonismo» ¿En serio necesitas hacer anónimas a todas las mujeres de tu vida para poder dar la importancia que se merece la mujer de tu vida que lleva contigo veinticinco años y con la que tienes tres hijos? No sé, esto me ha chirriado mogollón. Porque, además, los hombres salen todos con nombre y apellidos. 

Leyendo a Bruce me ha hecho gracia lo poco que le importa parecer egoísta, egocéntrico, divo. No le reprocho que sea así en algunos momentos, todos lo somos, pero quería terminar cuanto antes para no cogerle manía. El día que lo terminé me metí en el coche y puse su música a todo volumen y me sentí, una vez más, transportada, emocionada, feliz mientras cantaba a voz en grito conduciendo. No me importa su vida, ni si es eogista o nombra a las mujeres de su vida, me da igual que como escritor sea justito, lo único que me importa es que su música me transforma. Olvidaré sus memorias pero jamás su música. 

Y por eso, queridos niños, una cosa es la obra y otra cosa es el hombre.  

«La gente no viene a los conciertos de rock para aprender algo. Viene a que se les recuerde algo que ya saben y que sienten en lo más hondo de sus entrañas: que cuando el mundo está en su mejor momento, cuando nosotros estamos en nuestro mejor momento, cuando la vida parece colmada, es cuando uno más uno es igual a tres. Es la ecuación esencial de amor, arte, rock and roll y bandas de rock and roll. Es la razón de que el universo nunca llegue a comprenderse por entero, de que el amor siga siendo extático, desconcertante, y la prueba de que el auténtico rock and roll no morirá jamás». 

Los ignorantes de Etienne Davodeau es un tebeo chulísimo que me ha encantado. «Tienes que leerlo» me dijeron y yo, en un rapto de obediencia, lo leí. Es chulísima, es el aprendizaje cruzado del propio autor, Etienne, sobre el mundo del vino o, mejor dicho, el mundo del vino antes del vino. Él aprende de vinos con su amigo Richard que, a su vez, aprende de cómics, a leerlos y también a sus autores, las ferias, las editoriales, la impresión.  Los dos trabajan en las vides, beben vinos, fumigan, leen tebeos, viajan a conocer a otros dibujantes, a ferias de cómics, a talleres de fabricación de toneles, a otras bodegas, en un intercambio en el que encuentran puntos en común y otros en los que ambos campos no se parecen en nada. Es un tebeo muy chulo, muy interesante y que te da ganas de pasar las tardes de invierno leyendo y bebiendo vino. 



Además de todo esto, en el mes de enero he leído la primera de las entrevistas del libro Women at work, un volumen de The Paris Review que recoge entrevistas a importantes escritoras. Como vienen doce, he decidido leer una cada mes. La primera ha sido mi adorada Dorothy Parker entrevistada en 1956 en su apartamento de Nueva York mientras su caniche corre por toda la casa. Una maravilla que podéis escuchar en este podcast, con Stockhard Channing haciendo de Dorothy. 

«¿Cree usted que la seguridad económica es una ventaja para un escritor?

Por supuesto. Vivir en un desván no te hace ningún bien a no ser que seas Keats. Y en cuanto a mí, me gusta tener dinero y me gustaría ser una buena escritora. Estas dos cosas pueden venir a la vez y espero que sea así pero si eso es demasiado perfecto (adorable, dice ella), prefiero tener dinero. Odio a casi toda la gente rica que conozco pero creo que yo sería maravillosa con dinero» 

Y con la voz de Stockard Channing resonando en mi cabeza hasta los encadenados de febrero. 



domingo, 28 de enero de 2018

Diez años escribiendo


Tom Haugomat
«It’s a joy to do it. It’s a place to go. It definitely is a place where I am… where I feel my honest self is. I just wrote toto go home. It was like a place to be where I felt I was safe. And so I write to fix a reality». (Lucia Berlin)

Hace diez años estaba sentada en un despacho que ya no existe viendo atardecer en Toledo. Hace diez años los móviles no eran táctiles, no existía "WhatsApp" y en mi despacho había un televisor de tubo y un reproductor de VHS. Y un fax que, de vez en cuando, escupía algunos folios.  Hace diez años no sabía quién era Lucia Berlin. 

«Ese es el primer paso, mamá– digo con suavidad–. La infelicidad tiene que estar viva para que pueda suceder cualquier cosa». (Vivian Gormick).

Hace diez años me puse a escribir sin saber qué estaba haciendo, sin saber que hacia algo, sin intención, sin propósito, sin finalidad. El aburrimiento y una sombra de inquietud interior, que ahora sé que era incomodidad conmigo misma, me llevaron a escribir. Menospreciamos el aburrimiento y ensalzamos la comodidad pero sólo nos movemos cuando algo no nos gusta, cuando estar dentro de nuestro pellejo nos pica, nos escuece, nos aprieta o nos está absurdamente grande. Hace diez años no sabía quién era Vivian Gormick. 

«Bastante trabajo me daba escribir como lo hacía, esto es, regular, como para intentar ponerme a escribir como no sabía hacerlo, es decir, bien. Si en algún momento pensaba en el lector para adaptarme a él, estaría cometiendo la primera traición. En literatura debe ser el lector quien vaya en busca de la obra y si no, que se vuelva a su casa». (Juan Tallón) 

Hace diez años me lancé a escribir hablando de ir a comprar muebles. No fue, no era, no parece un comienzo muy prometedor pero es que aquello no era el comienzo ni la promesa de nada. Era, y lo sé ahora, mi mayor acto de espontaneidad creativa hasta la fecha y tenía treinta y cuatro años. No buscaba que me leyeran, en realidad quería saber si era capaz de escucharme, de leerme a mí misma. He escrito 1788 posts. No todos son buenos, ni interesantes, ni divertidos, ni aportan algo pero todos tienen un significado para mí. Cada palabra que he escrito en este blog responde a mi necesidad de escribirla, una necesidad que no sé de dónde sale, no lo sabía aquella tarde de enero de 2008 y no lo sé ahora. Tengo que hacerlo. No puedo elegir no hacerlo. No intento que nadie lo entienda porque no escribo este blog para nadie más que para mí. Hace diez años no sabía quién era Juan Tallón. 

«No puedo más, de veras - murmuró-. Estoy entumecido y cansado. Hoy han ocurrido demasiadas cosas. Me siento como si hubiera pasado cuarenta y ocho horas bajo una lluvia torrencial, sin paraguas ni impermeable. Estoy empapado hasta los huesos de emoción». (Ray Bradbury)

Llevo una semana pensando cómo podía intentar expresar las sensaciones que tengo al cumplir diez años escribiendo. Siento una infinita ternura por esa Ana de treinta y cuatro años desbordada por la sensación de que ya sabía lo que le esperaba el resto de su vida. Quiero decirle que aprenderá a escribir, que dejará de poner puntos suspensivos que representen su miedo a las palabras, sus indecisiones y dudas. Quisiera adelantarle que conocerá muchísima gente que llegará a ella leyendo esas palabras que teclea sin darles ninguna importancia; personas que se harán sus amigos y que también le cambiarán la vida. Me gustaría decirle que corra a leer a Bradbury, que Crónicas Marcianas la está esperando. 

«Cuando escribimos un texto, las líneas van una detrás de otra, con idénticos intervalos, y quienes las tienen ante la vista no se dan cuenta de que hubo momentos en que la mano que las trazaba fue deprisa por la hoja y en otros se quedó parada. En la página, e incluso en la página manuscrita, quedan abolidos los silencios; y los espacios pasados por la garlopa» (Amin Maalouf). 

Me gustaría decirle que eso que está haciendo, esas palabras que está escribiendo sin darles importancia, casi sin mirar a la pantalla y que va a publicar sin releer confiando en que nadie las lea, van a cambiarle la vida. Quiero que sepa que estas palabras, «Después de dos años viviendo en nuestra nueva casa, decidimos por fin... ir a ver muebles», son la puerta a un mundo al que diez años después sigo yendo. Quiero decirle que escribir no será algo que haga, será un lugar al que irá,  en el que estar y ser. Y que lea a Amin Maalouf. 

Hace diez años me faltaban por leer 543 libros.

Gracias a todos. 


miércoles, 24 de enero de 2018

Los hilos de twitter y los muebles de IKEA


Una enfermedad muy contagiosa llamada "hilos" está tejiendo una tela de araña cada vez más tupida dentro y alrededor de twitter. Los hilos cruzan las conversaciones, atraviesan la información capturando las historias en ridículos envoltorios de tres, cuatro o veinticuatro mini mensajes. Envoltorios dulces, fáciles de tragar, de digerir y olvidar. No importa el tema. Da igual que sea una noticia política importante, una historia trágica, un acontecimiento histórico o una anécdota humorística. Los párrafos, los textos de más de doscientos caracteres, los artículos, la estructura de presentación, nudo y desenlace, el contexto, el tono, las conclusiones, todas esas cosas, necesarias, importantes y vitales para contar algo agonizan al borde de la extinción ahogadas en una maraña de hilos que, la mayoría de las veces, no se siguen más allá del tercer tweet. 

¿Qué nos ha pasado? ¿Qué nos está pasando? De niños no  nos cansamos nunca de leer buenas historias, "sigue un poco más" le decimos a cualquiera que nos cuente un cuento, pedimos detalles, información, contexto. Lo queremos saber todo y que nos lo cuenten bien. Por supuesto que no todas las historias, ni las informaciones, ni los escritores, ni las noticias merecen la pena pero ¿por qué ya nadie se molesta en salir del bar que es twitter para irse a casa de aquel que sabe que cuenta buenas historias? ¿Porque nos conformamos con los tres titulares en la barra de twitter y no nos vamos a casa, al blog, de nadie? ¿Por qué sólo flirteamos pero nos nos enamoramos? 

Antes de ayer Hombre Revenido, uno de mis primeros amigos en internet, arrasó twitter contando la historia de Kenzaburo Oé y su hijo. Lo hizo en un hilo maravilloso, bordando a mano una historia preciosa y conmovedora, dosificando la información, la tensión y la emoción. El público en el bar de twitter se lo agradeció entusiasmado y yo me alegro infinito porque Hombre Revenido es un tipo inteligente, divertido y un fantabuloso contador de historias. Lleva más de diez años elaborando historias en su casa, en su blog, pero nadie (solo unos pocos irreductibles) se pasa por allí y me da pena y rabia porque allí está todo su talento. 

Las historias tienen unas dimensiones, un volumen, una presencia, un entorno y un ritmo. Son algo más que su superficie, siempre esconden detalles. Cada una de ellas es diferente y el trabajo del buen contador de historias, ya sea periodista, bloguero, opinador o escritor es pulirlas, desentrañarlas y ponerlas al alcance del público. En mi opinión, pulirlas no significa desintegrarlas hasta convertirlas en un esqueleto simplón moviéndose a un ritmo sincopado. La información no puede ser un mueble de Ikea desmontado.  Algunas historias, casi todas, son un cuadro de Escher y no deberían ser jamás una estantería Billy.

La calidad, el oficio de un comunicador, de un periodista, de un contador de historias debería medirse por su capacidad para sacarte del bar de twitter y llevarte de la mano por el laberinto de Escher sin que te pierdas. De una buena historia hay que salir revolcado, agitando la cabeza y diciendo "vaya, no tenía ni idea de esto, me ha hecho pensar".  Una estantería Billy se olvida nada más verla, cualquiera puede montarla. 

Ojalá volvamos a pasear por los laberintos. Ojalá siga quedando gente que nos cuente historias despacio, con calma, detalle y melodía y no nos quedemos solo con el ritmo sincopado y simplón de  los montadores de estanterías Billy. 


lunes, 22 de enero de 2018

Prisa

Ray Oranges
Prisa porque acaba el día. Prisa porque sea mañana. Y pasado mañana y la semana que viene y el mes siguiente. Prisa para ponerme a leer. Por irme a dormir. Prisa por llegar. Prisa al marcharme. Y al despedirme, hagámoslo corto. Prisa porque llegues. Prisa porque sea viernes, prisa porque llegue el lunes. Prisa porque sea día uno y después treinta y uno. Prisa por acabar la línea, terminar el párrafo. Prisa por pasar página. Prisa por saber cómo termina un libro y prisa para empezar un nuevo. Prisa por acabar un artículo del New Yorker. Prisa porque crezcan y se vayan. Prisa porque vuelvan. Prisa porque hierva el agua, se haga el café, salte la tostada. Y para untar la mantequilla antes de que se enfríe el pan. Prisa por tener todo recogido y por terminar de recoger. Prisa por saber qué hay de comer y qué cenaré. Prisa para hacer la maleta y para deshacerla. Prisa por reservar, sabiendo que puedo cancelar. Prisa porque me contesten, porque me llegue un correo. Prisa por responder. Prisa por llegar a la solución de un problema. Prisa para resolver, para dejar atrás. Prisa por olvidar, por echármelo a la espalda. Prisa por empezar y también por terminar. Prisa porque el agua de la ducha  salga caliente cuanto antes. Prisa por vestirme, por echarme la crema. Prisa al peinarme y al lavarme los dientes. Prisa por tener tiempo. Prisa en la peluquería, en el supermercado y en la gasolinera. Prisa porque termines de contarme  para que no te detengas en los detalles. Prisa porque se marchen y para que te vayas. Prisa para que termine la canción, el informativo o el capítulo. Prisa para llegar al final de la piscina, al último largo. Prisa al escribir a mano, acelerando poco a poco desde que poso la pluma en el papel y mis pensamientos, como los caballos al abrir el cajón, corren cogiendo velocidad, acelerando sin parar mientras mi mano intenta seguir el ritmo para no olvidar nada, para no dejar escapar ningún hilo. Prisa por encadenarlo todo, por construir la idea, por terminar el párrafo, por acabar el post. Prisa por comprender y prisa por terminar la partida. Prisa para apurar la copa de vino, las patatas de la bolsa y la tinta de la pluma. Prisa porque termine la lavadora y prisa porque suene el horno. Prisa por entender y porque me de igual. Prisa porque cambie el semáforo, porque llegue el día, 

cualquiera, 

el día en el que me paro

y digo

¿Dónde vas?

Para. 

Estás bien. 

Puedes parar. Dejar de correr. Estás a salvo. No tienes que escapar. 

Descansa. 


viernes, 19 de enero de 2018

Ensayo sobre la almohada


Hablemos de almohadas. 

La búsqueda de la almohada perfecta es como la del Santo Grial, algo que solo te importa cuando eres mayor, cuando te conviertes en Sean Connery. De niño puedes dormir con el cuello totalmente tronchado y conseguir horas de sueño reparador de las que te levantas sin que tus cervicales hayan decidido convertirte en una cariátide. De niño, el dolor de cuello solo se concibe si viene alguien y te decapita. Uno de los amigos imaginarios de mi hermano pequeño, el famoso Gortel bueno, solo podía girar el cuello en un mínimo ángulo porque Gortel malo se lo había cortado con un cuchillo y al volvérselo a colocar la amplitud rotatoria se había visto muy afectada. A lo que iba, de niño te da igual dormir en una almohada de los Picapiedra. Todo su interés se reduce a lo que puedes esconder debajo, a lo que puedes encontrar debajo (Hola Ratón Pérez) y a poder luchar con ellas.  

De adolescente se estila más dormir boca abajo y si es posible con los brazos descolgados. Sospecho que este nuevo contorsionismo para dormir responde a la súbita pesadez de las extremidades que hace que los adolescentes se muevan a una velocidad incompatible casi con el concepto movimiento y que no se sienten, se desplomen. La almohada pasa de ser algo que no te importa un pimiento a ser algo que molesta, que sobra. (Yo jamás he dormido boca abajo porque la adolescencia, además de dotarme de pesadez de miembros me trajo de bonus track un par de pechos incompatibles con el concepto "boca abajo"). La única utilidad de la almohada en la adolescencia está en poder hacer algo con ellas como en las películas: fiestas pijamas o guerra de almohadas que terminen en otras cosas. 

Más adelante llega el momento en el que todos nos convertimos en princesas del guisante. Todo pasa a ser fundamental para dormir: el colchón, las sábanas, optar por manta o por edredón y en el top de las exigencias está la almohada. Todavía recuerdo cuando en mis tempranos veintitantos en un hotel, en Sevilla, descubrí un menú de almohadas. Pensé "qué chorrada más grande". Mi reino por un menú de almohadas ahora. En realidad mi sueño sería un buffet libre de almohadas.  

He llegado a la conclusión de que la almohada perfecta no existe. O, mejor dicho, existe pero esa cualidad de perfección no permanece inmutable en el espacio y en el tiempo. La que es perfecta hoy es muy probable que no lo sea dentro de dos días, cuatro semanas o seis meses. Por eso cada vez tenemos más almohadas en la cama, no es por moda o porque queramos "hacer de tu casa el perfecto refugio de invierno". Tenemos superpoblación de almohadas porque las coleccionamos igual que el viejo cruzado de Indiana Jones coleccionaba griales, por si suena la flauta.  Tienes cuatro almohadas en tu cama y con suerte, con mucha suerte, cada noche una de ellas es la perfecta. Un día la necesitas casi imperceptible, otro día mullida para que te acoja, otro quieres la cervical (que llegó a tu casa de una manera que no quieres recordar) porque en algún sitio has leído que para la contractura en el cuello que te está matando es mejor una almohada que te mantenga el cuello recto, otro la quieres tan blanda que al hundir la cabeza en ella los lados esponjosos te ahoguen, otro las quieres todas en una composición conjunta que te mantenga erguido para no ahogarte en tus mocos y un día la quieres caliente y otro te encuentras en mitad de la noche reptando como un marine frotando la cabeza contra todas tus almohadas intentando encontrar una que permanezca fresca a ver si así consigues que los pensamientos que se te están haciendo bola se aireen.  

Ahora mismo ando a la caza de la almohada perfecta para mi nueva cama. En esta nueva cama, en mi nuevo cuarto de adolescente he decidido dormir en medio del colchón. Ya no soy de un lado ni del otro, toda la cama es mía y eso me ha llevado a replantearme el mundo almohadas. Mi cuerpecillo curtido en años de compartir cama y en la querencia de preferir un sitio tiende a escabullirse hacia uno de los lados (el izquierdo mirando desde los pies) y, por eso, necesito más de una almohada perfecta, un par por lo menos.  Una para apoyar la cabeza y otra para corregir mi 
postura, que me impida deslizarme hacia mi antiguo lado, que se deje abrazar, patear o que se esté quieta haciéndose la muerta ocupando cama y manteniendo la temperatura. Que sí, que eso también lo hace una pareja pero es que no quiero dormir con alguien todas las noches. Necesito una almohada bulto que no se ponga celosa cuando sí duermo con alguien. 

Cuando consiga esto, me lanzaré a la siguiente etapa, encontrar una almohada que se adapte mágicamente, encogiéndose o creciendo, a los distintos tamaños de fundas que tengo. 

Por soñar que no quede. 


miércoles, 17 de enero de 2018

Me gustaría...

Me gustaría que los días no hubieran empezado ya a alargarse y no sentir que he desaprovechado las noches eternas del invierno. Me gustaría sacudir la cabeza como hago para secarme el pelo y librarme de las gotas de nostalgia que últimamente parecen estar cubriéndome. Nostalgia de antes, de hace años, de mi infancia, de antes de ayer, del último de verano y del invierno que no aprovecho. Me gustaría dejar de imaginarme en medio de un camino mirando hacia atrás  y pensando «pues no estuvo tan mal» y mirando hacia delante y temiendo no llegar a lo que hay más allá. Me gustaría verme soñar desde fuera, sentarme en el borde mi cama y ver mis sueños crearse en un enorme bocadillo de dibujos animados por encima de mi cabeza. Me gustaría disfrutar de ellos ahora que no me torturan y que, de verdad, existiera un barrendero de sueños. Un hombre vestido como los tenderos franceses de los años 30, con gabán y gorra y azules, que barre los sueños cuando nos levantamos y nos vamos de nuestras cabezas. Me gustaría que esa idea del barrendero de sueños se me hubiera ocurrido a mí.  Me gustaría saber exactamente qué ponerme cada día y no dejar ropa "para otro día más especial" como si tuviera fiestas, cocktailes o mil citas importantes en mi vida.  Me gustaría saber ponerme un pañuelo de seda rojo que alguien me regaló y que ese alguien me explicara en qué estaba pensando al regalármelo. Me gustaría explicar a los creativos de las cuñas de radio que «desde 995 €» no es ninguna ganga y que no soy capaz de imaginarme un «Mercedes con cuatro años de garantía». De hecho, no sé porqué alguien podría ilusionarse imaginando eso. Me gustaría que me interesaran los coches un poco, o por lo menos ser capaz de distinguir el mío entre varios coches azules. Me gustaría saber porqué, a veces cuando escribo a mano, el trazo de una s o de una e me recuerda a mi padre. Y me gustaría que mi letra se pareciera a la suya. Me gustaría ser capaz de recordar el nombre de los vinos que me gustan y olvidar el del vino que bebí la vez que fui gilipollas. Me gustaría atreverme a llevar las uñas pintadas y sentirme un poco mujer fatal. Y me gustaría acordarme, la próxima vez que necesite calcetines, de comprarme también unas medias de rejilla. Me gustaría no sentir miedo al pensar en la publicación de mi libro y me gustaría también no pensar que sentir miedo es lo correcto. Me gustaría que Madrid fuera un pueblo y poder vivir en otro sitio. Y me gustaría tener uno de esos pisos señoriales de la calle Alcalá que tienen El Retiro a sus pies. Me gustaría que los hombres no contestaran «pues tampoco es para tanto, es bajito» cuando les hablo de la belleza de otros hombres. Me gustaría conocer a Neil Gaiman y a Guillermo Altares. Me gustaría decirle a Carlos Alsina que puede hacerlo mejor y que no se cabreara. Me gustaría que mi yo natatorio tomara el control de los mandos de mi cabeza nada más despertarme y no me dejara a merced de mi yo perezoso que intenta convencerme, cada día, de que no necesito ir a nadar. Me gustaría sobresaltarme, cada mañana,  por la alarma del despertador y no esperar su sonido desvelada. Me gustaría ser capaz de recrear en mi cabeza el sonido de los  pájaros en septiembre en Los Molinos y que la camisa de mi abuelo de "Centro de Moda Guijarro. Bilbao" guardara el olor de su colonia. Me gustaría conocer a alguien que fume Rex y no olvidar el nombre del suavizante que estamos usando ahora y que deja un olor en la ropa que me hace sentir que el suavizante sirve para algo. Me gustaría no tener nada en las paredes de mi casa o, mejor, que fueran como pizarras que pudiera borrar pasando la mano. Llenar mis paredes de cuadros, portadas del New Yorker, fotografías, citas manuscritas y cuando me cansara pasar la mano y que todo desapareciera para  volver a empezar. Me gustaría que la expresión «Borrón y cuenta nueva» fuera el nombre de ese superpoder.  


lunes, 15 de enero de 2018

Dorothy Parker y el metro de Madrid

—What, then, would you say is the source of most of your work?

—Need of money, dear. 

                                                                         Entrevista a Dorothy Parker. 1957 


Desde 1919, año de creación del Metro de Madrid, hasta 1984 solo las mujeres solteras podían ser taquilleras en el Metro de Madrid. Si se casaban tenían que dejar de trabajar, las echaban y sólo podían recuperar el trabajo si enviudaban. 1984 es antes de ayer. 

No sé en qué momento de mi vida decidí que iba a trabajar. Ahora puede parecer una obviedad pero cuando yo era pequeña, adolescente, la mayoría de las mujeres que conocía no trabajaban fuera de casa. Eran amas de casa, criaban a los niños, cuidaban la casa. Mi madre, licenciada en Geológicas y  profesora antes de casarse, no volvió a trabajar hasta los años noventa. Yo siempre pensé en trabajar, ese era el plan, estudiar algo que me gustara o interesara y luego buscar trabajo. Recuerdo terminar la carrera y empezar a agobiarme buscando un trabajo, el que fuera. De una carambola en otra terminé trabajando en lo que trabajo ahora y nunca jamás he pensado en dejarlo. Bueno, miento. Ahora mismo fantaseo cada semana con que me toque el euromillones, dejar de trabajar y dedicarme a tener una pequeña librería y viajar. 

Nunca pensé en casarme y que mi pareja me mantuviera o para que no suene tan mal, él diera el soporte económico a nuestra familia. Nunca lo pensé y una vez casada jamás lo consideré. ¿No lo hice porque no estuviera convencida de la solidez de mi relación? No. No lo hice porque me daba pánico la falta de independencia. Trabajar, ganar tu propio dinero, te hace independiente. Depender de otro te hace vulnerable y dependiente, aunque sea amor verdadero. 

Yo, como Dorothy Parker, trabajo por dinero y creo que las mujeres tenemos que trabajar por dinero, no por realizarnos, empoderarnos (una palabra espantosamente cursi) o conocer mundo, tenemos que trabajar porque la independencia económica, el ser capaz de cubrir tus necesidades vitales es lo que te permitirá, a lo mejor, realizarte, empoderarte, conocer mundo y quién sabe si ganar un Premio Nobel, escribir una obra maestra de la literatura o dedicarte a hacer pasteles de manzana sin lactosa. 

Pienso en esas taquilleras del metro de Madrid. Tenían un trabajo en los años veinte, treinta, cuarenta, un trabajo porque el que ganaban un sueldo por la actividad que desempeñaban y al casarse lo perdían. Pasaban de ser alguien a ser de alguien, de ser indpendientes a ser dependientes. ¿Por qué? Porque sí, por casarse. Ahora, en muchas ocasiones, ese cambio no es automático pero ¿cuántas mujeres dejan de trabajar cuando tienen hijos? Lo dejan o las invitan muy fuerte a dejarlo. Las invitan las empresas, los jefes, unos horarios absurdos, la falta de guarderías, el machismo que considera que una mujer trabaja para entretenerse hasta que tiene una familia a la que dedicarse...y también sus parejas, su entorno y esa mierda de mística maternal que pulula por ahí y que dice que si tienes que elegir, elige siempre la maternidad a tiempo completo porque no hay nada como la familia. Y que una mujer es más si tiene hijos. 

A mis hijas les digo que no se casen y que trabajen siempre. «¿Y si nos toca la lotería y somos millonarias? Entonces podéis dejar de trabajar pero, si no tenéis suerte con el azar, recordadlo siempre no dejéis de trabajar nunca» También les digo que no salgan jamás con un hombre que lleve gorra de visera plana porque nunca se ha visto nada inteligente debajo de esas gorras pero espero que si tienen que elegir un consejo para no seguir, sea el de la gorra y no el del trabajo.  


jueves, 11 de enero de 2018

La Nada adolescente

«Paso a paso, irresistible y silenciosa, la Nada iba penetrando por todas partes, a través de los altos muros negros que rodeaban la ciudad». (La historia interminable, de Michel Ende)

Cuando mis hijas eran pequeñas, sus cenas eran una auténtica tortura para mí, una prueba de supervivencia cada noche. Perdí años de vida y me salieron canas batallando con ellas para que comieran algo. Cuando ya no podía más, a la desesperada, se me ocurrió leerles mientras cenaban y, contra todo pronóstico, funcionó. Les leía historias, libros gordos de más de cuatrocientas páginas y me miraban ensimismadas engullendo la cena tranquilamente. El primero que les leí fue La Historia Interminable. Les encantó y de una noche para otra recordaban perfectamente cada escena, cada personaje, toda la trama. Era magia. 

En aquella historia aparecía un enemigo invisible, algo cuyo peligro no era ser algo sino precisamente lo contrario, no ser nada. Era la Nada. Ellas y yo imaginábamos la Nada como una sustancia gris, una nube, un charco de lodo, una sombra que tapaba la realidad, que cubría poco a poco el reino de Fantasía. Llevo días pensando que la Nada es, en realidad, la adolescencia y sus embates son olas que llegan a la orilla de mi casa, a mi puerta barriendo con su fuerza cualquier entusiasmo, interés o curiosidad que mis hijas tuvieran de niñas. No sé que ha pasado, no sé como luchar contra ello. 

—¿Queréis hacer algo?
—No, nada.
—¿Qué tal en el colegio?
—Bien, nada especial.
—¿Queréis que hablemos de algo?
—No, de nada. 
—¿Alguna novedad?
—Nada. 
—¿Te apetece leer algo?
—Puff, qué rollo.
—¿Ver una peli?
—Qué aburrimiento. 

¿Qué ha pasado con todas sus inquietudes? Todo les aburre, todo les da igual, todo les es indiferente. Languidecer horas y horas parece su mejor plan vital. Una ola les quita las ganas de viajar, otra ola les quita las ganas de leer, la siguiente hace que dejen de tener interés por actividades extra escolares que ellas mismas eligieron.  Por supuesto de vez en cuando algo parece encender una pequeña chispa de alegría, de curiosidad, de interés. Me aferro a esos momentos aunque sean cosas que no entiendo, que no me gustan, que me interesan cero. Trato de avivarlos, como una maníaca me pongo a soplar esa mínima ascua de color, de alegría, de "algo" para que prenda, para que se convierta en una llamarada pero, la mayoría de las veces, se consume rápidamente y volvemos a la gélida nada adolescente, a esa languidez fría y resbalosa que me exaspera y me entristece. Me entristece porque me doy ternurita a mí misma, me acuerdo de mi yo de hace cuatro, cinco, ocho años, llena de vitalidad y energía que llevaba a sus hijas a museos, teatros, representaciones, bibliotecas, talleres, a ese yo que les leía cuentos, les descubría pelis y las llevaba de turismo contándoles historias. Mi yo de aquel entonces pensaba que todo aquello dejaba un poso, construía un sedimento que serviría para que siempre fueran curiosas, tuvieran interés, fueran inquietas mentalmente, quisieran aprender. Ja. Qué mona era y qué inocente. Todas esas horas han sido barridas por la tempestad de la Nada que asola mi casa. Quiero pensar que debajo de todo el agua, de las olas, esos cimientos están aguantando y que resistirán, y en algún momento en el futuro, cuando la Nada adolescente pase, resurgirán erosionados, quizá quebrados pero que aguantarán. 
«—No- dijo con voz profunda y retumbante.- Quiere decir que debes hacer tu Verdadera Voluntad. Y no hay nada más difícil.
—¿Mi verdadera voluntad?- repitió Bastian impresionado ¿Qué es eso?
— Es tu secreto más profundo, que no conoces.
— ¿Cómo puedo descubrirlo entonces?
—Siguiendo el camino de los deseos, de uno a otro, hasta llegar al último. Ese camino te conducirá a tu Verdadera Voluntad.
—No me parece muy difícil- opinó Bastian.
—Es el más peligroso de todos los caminos- dijo el león.
—¿Por qué? - preguntó Bastián.- Yo no tengo miedo.
—No se trata de eso -retumbó Graógraman- Ese camino exige la mayor autenticidad y atención, porque en ningún otro es tan fácil perderse para siempre»  (La historia interminable, de Michel Ende)

Y así paso los días, esperando a que mis hijas sepan qué quieren, qué les gusta, qué les interesa. Esperando a que no les de miedo interesarse por algo por el qué dirán o que lo que quieren no dependa de la moda o de lo que le dicen sus amigos. Esperando que se atrevan a mirar más allá de su adolescencia. En el fondo sé que es cuestión de tiempo, a todos nos voltearon las olas de la Nada adolescente, todos fuimos lánguidos e hicimos de la apatía un leiv motiv y casi todos conseguimos salir y llegar a la playa. Lo que me preocupa es el casi, ¿y si ellas no lo consiguen? ¿y si se convierten en unas adultas insípidas y aburridas? ¿Y si crecen y no me gustan? 

Ten hijos, te dicen.

«Así, pues, lo peor de ser padre es mi sino: ser adulto. No hablo el lenguaje adecuado; no me enfrento a los mismos temores y contingencias y oportunidades perdidas; mi sino es saber demasiadas cosas y sin embargo tener que estar parado, como un farol con la luz encendida, esperando que mi hijo vea el resplandor y se decida a acercarse al calor y la luz que le ofrece calladamente». El día de la independencia de R. Ford.


lunes, 8 de enero de 2018

Despelleje en negro: los Globos de oro

Voy a ser sincera, a mí que todas las actrices decidieran vestir de negro en la gala de los Globos de Oro me parece regular. Más que regular completamente intrascendente, superfluo y, sobre todo, fácil. ¿Es reivindicativo ir con un vestido de alta costura negro en vez de llevarlo azul apolo (como mi coche) o verde madrina de boda? Pues no lo sé, yo no lo veo. Puestos a ser reivindicativos, lo que de verdad hubiera sido rompedor hubiera sido ir vestidas de un color que diera fatal en pantalla, algo que chirriara, que llamara muchísimo la atención. Si alguien no sabe de qué va la historia del Time´s up y el  #metoo, se pone a ver la gala y es muy posible que ni se de cuenta de que todas van de negro. 

Así como tengo dudas sobre el supuesto valor reinvindicativo del negro, no tengo ninguna sobre el plus de elegancia que el total black ha dado a la gala. Jamás podré agradecer bastante al comité reinvindicador que me haya librado, por primera vez en la historia de este blog, de ver trajes color carne y color visillo sucio de piso en alquiler en idealista. God bless you total black.  El descanso de mis ojos, sin embargo, trae como consecuencia un empobrecimiento en el nivel de despelleje porque, al fin y al cabo, todo es negro. ¿O no?

Tenemos el negro profundo a lo bruja del mar y el negro adornado. El negro recatado con su camisita y su canesú y el negro porque yo lo valgo.  El ojalá fuera negro y no este traje rojo absurdamente construído. El negro las sandalias de fiesta son dos números más grandes y el negro cuatro por cuatro, dieciséis.  


Tenemos también el negro ¡Aleluya, por fin Emma Stone ha conseguido vestirse de un color que no sea el de su piel!  y el negro "ayssss, no". El negro cariátide y el negro perifollo. El negro bañador de lycra mala del Decathlon AKA "si te mojas con eso y palmeas pareces una foca monje" y el negro "Asley Jud, hija mía, qué te has hecho". 

Por supuesto no podía falta el negro "todo MAL"  pero REQUETEMAL y el negro "te has echado quince años encima o vas disfrazada de Joane Crawford". El negro "dame una A, dame una N, dame una G...ANGELINA y muevo mis pompones"  y el negro disfraz de esqueleto. 

El negro "lo quiero todo, el retal entero, los metros que sean, todos" y el negro "soy Susan Sarandon, what else?  El negro ¿cómo es posible que vayamos las dos hechas unos trapos si se suponía que esto era fácil? dame la mano a ver si así se nos ve menos.  Y el negro diosa. 

El negro premio jaboneras y el negro "Soy Michell Pfeiffer y ya está". El negro "NO, no y no, esmoquin con brocados NO" y el negro "Dios mío que resaca tengo, si esto es una alfombra roja a lo mejor soy Jude Law o no, o ¡yo qué se!" 


El negro me has dejado sin palabras y el negro "hacerse un Pedroche". El negro Giuliana, cómo es posible que después de diez años siga sin saber quién eres y lo que es más increíble como sigues viva cuando es obvio que no has comido nada en estos diez años. Envidio tu metabolismo. No podía faltar el negro sosaina ni el negro de institutriz de película del oeste.

El negro casi sí pero no y el negro me recuerdas a unas cosas que mi abuela colgaba en los pomos de las puertas de sus armarios y que nunca entendí qué sentido tenían, como tu vestido.  


Hay que reconocer que todo esto con telas de lunares o de color amarillo limón hubiera sido muchísimo más divertido. A ver si para los Oscars se les ocurre.


domingo, 7 de enero de 2018

Romance de invierno

Soho. Joseph Holmes
«El romanticismo del invierno es posible solo cuando tenemos un interior cálido y seguro en el que refugiarnos, y el invierno se convierte en una época tanto para mirar como para vivir». (Adam Gopnick)


Cuando yo era una niña y mis padres eran treintañeros los inviernos eran fríos y en Los Molinos vivíamos con mis abuelos. La Rosaleda era un caserón de principios de siglo con grandes muros de piedra que lo mantenían siempre fresco en verano y que en invierno lo mantenía a una temperatura que lo hacía perfectamente apto como base de entrenamiento para una expedición polar. Ropa abrigada, jerseys gordos de los que picaban, pantalones de pana, encender radiadores más por fe que por efectividad, las sábanas heladas, los calientacamas, el vaho sobre la mesa de la cocina cenando al llegar los viernes. Ir a Los Molinos en invierno requería mucha logística y, sobre todo, curtía. A la sierra se iba a respirar aire puro, a huir de Madrid y a pasar frío. 

Cuando yo seguía siendo pequeña pero mis padres ya eran cuarentones compraron nuestra casa, La Creu. Una casa con paredes de ladrillo blanco, tejados de pizarra y grandes ventanales para aprovechar la luz y el calor del sol. A pesar de todo eso, a Los Molinos seguíamos yendo a curtirnos. Aterrizábamos allí los viernes, encendíamos los radiadores eléctricos que tenían el maravilloso superpoder de quemar sin calentar y nos apiñábamos en los sofás esperando que el cariño fraternal (y los pedos) nos hicieran entrar en calor. Camisetas thermolactil de las que hacían pelotillas, botas forradas, plumíferos de dos colores, seguíamos teniendo que disfrazarnos para aguantar el crudo invierno. La única mejora con respecto a La Rosaleda consistía en un sistema de ventilador que se instaló en la chimenea y que en teoría llevaba el calor del fuego al piso de arriba. Yo creo que era más fe que otra cosa pero para cuando el domingo tocaba volver a Madrid nos parecía que habíamos empezado a sentir de nuevo los dedos de los pies. 

Cuando yo ya era mayor y mis padres frisaban los cincuenta, a nuestras vidas llegó "la reforma". Entramos en ella como curtidos pobladores del invierno y salimos de ella sintiendo que el frío, las narices rojas y los pies congelados era algo que les pasaba a otros, en otra época, en otros lugares, en otro tiempo. Una caldera maravillosa, un programador, radiadores que desprendían calor con generosidad y abundancia, ventanas que cerraban herméticamente, doble cristal. Por la puerta principal y con grandes fanfarrias el confort entró en nuestras vidas y por las ventanas salieron las camisetas térmicas, las sábanas de franela, las dos mantas en cada cama, el pijama manta con pies, los jerseys gordos. Se nos olvidó el frío, olvidamos que estábamos en la sierra, a mil metros de altura y nos creímos a salvo, protegidos. ¡Qué digo protegidos! Hasta nos pavoneábamos y hacíamos alardes: dormir desnudos, caminar descalzos, camisetas de manga corta, finos edredones sintéticos, duchas tan calientes que salías de ella esperando que alguien te preguntara ¿has estado alguna vez en un baño turco? Dejamos de curtirnos, nos volvimos flojos, débiles, comodones. Olvidamos el invierno. 

"Si no recordáramos el invierno en primavera, no sería tan hermoso ... faltaría la mitad de la gracia de la vida. Estaríamos viviendo sin altos ni bajos, como si tocáramos  un piano sin teclas negras". (Adam Gopnick)

El año pasado hubo que cambiar la caldera. Le rendimos los honores correspondientes y tras un cónclave en el que la protección medioambiental, el ahorro y las nuevas tecnologías tuvieron mucha presencia, los sabios decidieron instalar una caldera de pellets: ecológica, funcional, económica y supercalifragilisticuespialidosa. La nueva caldera ha llegado a nuestras vidas para espabilarnos, para hacernos reaccionar, para dejarnos claro que la vida no es para los flojos y para hacer que nuestras narices vuelvan a gotear. Es nuestro Sargento de Hierro, calienta pero sin alardes, nos obliga a estar alerta, a percatarnos del frío, a hacer algo para calentarnos, no nos da tregua. 

De los altillos, de los rincones de los armarios, de las cajas más remotas han salido las camisetas interiores, los pijamas mantas de unicornio, de la patrulla canina, las batas forradas como si fuéramos princesas de reinas helados, las camisas de franela, el doble calcetín, los jerseys gordos, los gorros de lana, las mantas en el sofá. Las noches se iluminan ahora con las chispas de electricidad estática que las recuperadas sábanas de franela producen al chocar con nuestros pies enfundados en calcetines gordos. Apilar leña, atizar el fuego, limpiar la caldera y acabar como Bert, el deshollinador de Mary Poppins. Hasta hemos recuperado el sistema del ventilador de la chimenea que hace que toda mi ropa huela a leña y a fuego cuando vuelvo a Madrid. 

Nos habíamos acomodado y eso casi acaba con el romance invernal. Con la nueva caldera hemos recuperado el invierno y la sensación de frío. Volvemos a valorar el calor, lo que cuesta conseguirlo y mantenerlo. Hemos vuelto a vivir el invierno como si no lo conociéramos, como si fuera desconocido, lo estamos redescubriéndo y volviendo a enamorarnos de él. También hemos vuelto a ducharnos en días alternos o incluso cada tres días pero el amor es así y no ducharse curte mucho.

«En las profundidades del invierno finalmente aprendí que en mi interior habitaba un verano invencible». (Albert Camus)


miércoles, 3 de enero de 2018

Una cabalgata de camiones de basura

Los niños aplauden hasta al camión de los barrenderos que cierra las cabalgatas».

Yo adoraba el camión de la basura. Cuando era pequeña me despertaba todas y cada una de las noches para ver pasar el camión por debajo de mi ventana. Me acostaba, me dormía y con el runrun del camión me despertaba, me acodaba en el cabecero de mi litera, movía las cortinas y llegaba a tiempo de ver el giro del camión, el salto de los basureros al suelo y el lanzamiento de las bolsas a esa boca traga todo que las engullía. Por aquel entonces el reciclaje era ciencia ficción, ¡qué digo yo! hasta los contenedores con ruedas eran algo del futuro. Los cubos de basura eran redondos, negros, con tapa que se ajustaba con unos enganches y con el número del portal escrito con pintura blanca. La calle llena de cubos alineados delante de cada portal. El nuestro era el diecisete. Intento recordar si había más de uno por portal y creo que no. Quizás el reciclaje abulta o quizás tirábamos menos cosas. 

Asistía perpleja cada noche a la coreografía de los basureros, siempre la misma. Saltar, abrir, acarrear bolsas y otro salto para encaramarse al camión. ¿Hay algo más maravilloso que pasar la noche paseando por la ciudad en un camión agarrado a un asa y disfrutando del aire en la cara? Probablemente hay un millón de cosas más maravillosas pero en mi infancia no se me ocurría ninguna más mágica y al mismo tiempo más accesible. Y aquello pasaba todas las noches bajo mi ventana. 

Tras el diecisiete, llegaba el diecinueve y aguantaba hasta el veintiuno que ya solo vislumbraba por la esquina de la ventana de mi cuarto. Después, dejaba caer la cortina, me arrebujaba en la cama y escuchaba el camión alejarse. En aquella época tampoco pitaba al girar, era como un rumor sordo que se iba alejando tal y como había llegado. Se despedía al girar la calle.  Me dormía pensando cómo sería ir en ese camión aunque fuera solo una vez ver la ciudad de noche y descubrir que era lo que la gente no quería. Repetía aquella rutina, noche tras noche, aunque estuviera profundamente dormida me despertaba para mirar el camión pasar. Me encantaba. 

En algún momento abandoné aquella rutina y ahora ya no me asomo a la ventana, entre otras cosas porque da a un patio de vecinos por el que  no pasa el camión de la basura, pero si una noche cualquiera, al volver a casa en coche, al girar una esquina me encuentro con el camión de la basura no me encabrono como el noventa por ciento de la gente ni empiezo a pensar en como escapar.  No me importa, me gusta verlo, me vuelvo a sentir como cuando me acodaba en mi litera. Paro el coche, me relajo y observo a los basureros y su coreografía. Los basureros ya no abren cubos, arrastran los contenedores y los enganchan a la boda devoradora. Ya no acarrean las bolsas ni las lanzan con estilo pero siguen saltando del camión al suelo y del suelo al camión como los apaches en las películas del oeste. Y, en el fondo, me sigue pareciendo maravilloso. Y mágico. 

Ojalá todos nos quedáramos hasta el final de la cabalgata cuando llega ese camión con sus apaches y su boca devoradora.