miércoles, 10 de julio de 2019

Eternamente jóvenes

—Lo que me da miedo ahora, es morirme joven y perderme vuestra vida.
—Mamá, no te preocupes, eso ya no va a pasar. Ya no eres joven. 

Mi hija tiene la vida ( y casi todas sus ideas) perfectamente estructurada. Hasta los doce años eres niño, de trece a veinte eres adolescente, la juventud dura hasta los treinta y nueve y la adultez/madurez (no tiene claro como llamar a esta etapa) llega hasta los sesenta y nueve. A partir de ahí eres viejo y se llegas a los cien, héroe. 

Todos nos vemos más jóvenes que los otros padres del colegio, creemos que nos conservamos mejor que nuestros antiguos compañeros de clase y, al llegar a una reunión, jugamos a valorar si somos más o menos jóvenes que la mayoría. Luego, llegamos a casa, miramos a nuestros hijos y pensamos «qué mayores son, cómo han crecido» y nos arrasa la nostalgia por su infancia, por el recuerdo de nosotros como padres jóvenes, inexpertos, novatos. Lo que no hacemos, porque no queremos, porque nos da miedo, porque es lo que realmente nos enfrenta al paso del tiempo, es mirar a nuestros padres y pensar: qué mayores están, cómo han envejecido. 

Lo pensamos de pasada, de refilón, casi siempre cuando nos sacan de quicio porque una de sus manías se ha vuelto aún más omnipresente, o cuando repiten la misma batallita mil quinientas veces o cuando se olvidan de algo o se despistan. En esas ocasiones pensamos: «madre mía, mi madre qué despiste lleva» o «mi padre es pesadísimo». Es un pensamiento fugaz, repentino que dejamos pasar porque no queremos ahondar en él. Nos da vértigo. Tenemos nostalgia de nuestros hijos siendo pequeños y adorables y, a la vez, nos aferramos al recuerdo de nuestros padres siendo jóvenes y capaces. Queremos que nuestros padres sigan siendo un anclaje, alguien a quién recurrir, un faro, un apoyo. Que sean independientes, capaces de enfrentarse a la vida, a sus nimiedades e inconvenientes sin tener que contar con nosotros más que cuando a nosotros nos viene bien, nos encaja. Lo que nos envejece, lo que nos hace mayores no es que nuestros hijos tengan veinte años, es que nuestros padres tengan ochenta. No nos envejece tener hijos universitarios, nos hace mayores que nuestros padres no puedan conducir, no entiendan lo que les dice el médico o necesiten que les acompañemos a hacer cualquier gestión. 

Nuestro permanente elogio de una juventud convertida en una especie de paraíso nos ha hecho considerar la vejez como un territorio a evitar. Pensamos que la vejez es un jardín al que podemos evitar entrar si hacemos ejercicio, si completamos los sudokus, si nos mantenemos activos (odio esa expresión) si sabemos usar la tecnología... y no. La vejez no es una opción, es inevitable y tiene sus limitaciones.  Y no queremos aceptarla, ni la nuestra y por eso nos consideramos los padres más jóvenes de la clase, ni la de nuestros padres y por eso recurrimos a ellos. 

El lunes tuve un accidente de coche. Un encantador señor con unos impresionantes ojos azules y ochenta y dos años, me embistió por detrás en la entrada de una rotonda. A él no le pasó nada. A su nieta, que viajaba en el asiento de atrás, tampoco. Eran las ocho y diez de la mañana y la estaba llevando al colegio. Mi coche se lo llevó la grúa, yo tuve que rellenar los papeles, llamar al seguro y tranquilizar a su hijo por teléfono. «No, su padre está perfectamente. Su hija también. La única que tiene algo soy yo, no se preocupe». 

Estamos preparados para cuidar a nuestros hijos, para ser adultos responsables de nuestros descendientes. Lo que nos cuesta la vida es aceptar que tenemos que cuidar a nuestros padres, que nuestros padres ya no pueden hacer una serie de cosas, que ya no pueden ayudarnos. Estamos tan empeñados en querer seguir siendo jóvenes que no estamos preparados para que nuestros padres se hagan mayores, para dejar de ser hijos.


PS: acabo de darme cuenta de que hace dos semanas también escribí de este tema. Me estoy haciendo vieja y me repito.


jueves, 4 de julio de 2019

Lecturas encadenadas. Junio

«Haced una hoguera con vuestras reputaciones. Dejaos odiar, dejaos ridiculizar, podéis temer y podéis dudar, pero no dejéis que os amordacen. Haced lo que queráis, pero opinad siempre» 

Al volver de Nueva York rebusqué en el caos de mis estanterías hasta encontrar las Historias de Nueva York de Enric González para releerlas con el recuerdo de las calles, las aceras, las caminatas y su ruido. Era la tercera vez que lo leía y descubrí cosas nuevas como esta cita de John Jay Chapman que forma parte de un discurso de graduación que pronunció en 1900.  Siempre hay que leer a Enric, sus libros de viajes, sus memorias y también sus artículos pero esto lo he dicho ya un millón de veces y no voy a repetirme. Si habéis estado en Nueva York o si planeáis visitarlo, corred a comprar sus Historias.  

En Strand, en Nueva York, llegué a pasearme por sus pasillos con nueve libros pero al final la responsabilidad, el consumo responsable, la imposibilidad de meterlos todos en la maleta y las miradas de mis compañeros de viaje «estás completamente loca» me hicieron reducir mi botín a cuatro libros. 

The situation and the story de Vivian Gornick  está entre los que sobrevivieron a la criba. Es un ensayo, casi un libro de texto, sobre como enfrentarse a la escritura de no ficción, a unas memorias, a un texto de carácter personal. La idea principal de Gornick, con la que estoy de acuerdo, es que contar tu vida no tiene ningún valor literario, el valor se lo da encontrar tu propia voz narrativa y la posición desde la que contarlo. Gornick comienza su ensayo contando como asiste a un funeral en el que escucha las distintas intervenciones que allegados de la fallecida van haciendo y como todas ellas le resultan indiferentes, aburridas, hasta que se encuentra conmovida profundamente por uno de esos discursos. Cuando llega a casa y reflexiona sobre el impacto de las palabras de la desconocida para saber qué tuvo de distinto para conmoverla tanto: 
«That was it, I realized. It had been composed. That is what had made the difference. `[...] because the narrator knew who was speaking, she always knew why she was speaking» 
Gornick insiste en como ser un notario de tu vida y contar los hechos de la manera más objetiva posible no tiene ningún valor literario. Hay que enfrentarse a la propia vida, a los hechos, a los recuerdos, bucear en la memoria intentando encontrar en ese material que no vale nada, un sentido, un significado que no viste en su momento, que ni siquiera sabías que podía tener y convertirlo en algo que incumba al lector, algo que le interese, algo con lo que se identifique y que resuene en él.  
«The piece builds only when the narrator is involved not in a confession but in this kind of self-investigation, the kind that means to provide motion, purpose and dramatic tension. Here, is self-implication that is required» 

No voy a aburrir más con este libro que recomiendo solo para aquel que quiera escribir no ficción o aprender a leerla de una manera más académica. Gornick escribe, como siempre, maravillosamente bien y resulta amena, interesante y didáctica. Analiza y recomienda un montón de libros y ensayos breves que intentaré ir leyendo poco a poco. Eso sí, leyéndola me ha dado vergüenza mi propia escritura. 

Microgeografías de Belén Bermejo es un libro que hay que comprar, leer y dejar luego muy a mano para echarle un vistazo de vez en cuando, para recorrer sus calles-fotografías cuando fuera esté lloviendo, cuando eches de menos Madrid, cuando la eches de más como me pasa a mí, cuando tengas nostalgia de los charcos, de los edificios antiguos, de la hojarasca, de las ventanas, de los desconchones, de la vida en la calle. 

Belén ama locamente a Madrid y pasea por sus calles haciendo fotos a todo lo que le gusta, le llama la atención, le inquieta o los demás no vemos. En su instagram lleva años publicando estas fotografías diariamente y este libro, estas Microgeografías es una recopilación de algunas de esas instantáneas acompañadas de unos breves textos.  Si las fotos no fueran digitales, si esto fuera 1980, imagino perfectamente a Belén imprimiendo esas fotos, pegándolas en un cuaderno y escribiendo a mano esos textos. Estamos en 2019 y Microgeografías no es un cuaderno pero la sensación de intimidad que transmite es esa.
«Rojo
Verbena
Libélula
Témpano
Ultramar
Trébol
Piruleta
Colibrí
Melocotón
Rubor.
Pensé en mis diez palabras favoritas y me acordé de éstas. Pero tengo más. Un día me gustan más unas y otro día me gustan más otras. Como la lluvia, que unos días vaya bueno qué bien qué poética bonita llovizna qué luz y otros maldita sea otra vez está lloviendo y qué horror y qué frío y que tengo musguito y verdín entre los dedos de los pies. Musgo es palabra favorita también». 
Es un libro para el que le gusta Madrid y también para el que, como yo, lo odia. A mí me ha servido para reconciliarme un poco con mi ciudad. Además, todos los beneficios son para la unidad de investigación oncológica del Hospital de La Princesa de Madrid. 

Si hay una colección a la que hay que ser fiel es a la de Rara Avis de Alba Editorial. Todo lo que publican es estupendo y las ediciones son chulísimas. El último que he leído es El enebro de Barbara Comyns  (traducción de Miguel Ros González), vieja conocida de este blog porque aquí ya he comentado Y las cucharillas fueron de Woolworths y La hija del veterinario. Barbara Comyns es un personaje increíble por lo que escribe y por su vida. Escribió El enebro con más de setenta años y es, aunque yo no lo sabía, una reinterpretación de un cuento de los hermanos Grimm. 

Como los buenos cuentos, cuesta anclarlo en una época concreta, podría ser 1920, 1890 o lo que es 1980. Comyns vivió  en España más de quince años cuando se marchó de Inglaterra por la amistad de su segundo marido con Phil Kilpy el famoso espía británico y la presencia de nuestros país en este cuento es sorprendente: Tapies, camareros españoles, aupair españolas, El quijote, la comida, viajes a Madrid, a Toledo, al Escorial, El Prado. 

Es una historia redonda desde su primera página hasta la última. Todo resulta inquietante y familiar, extraño y cotidiano, real e imaginario. No tienen nada que ver pero en la creación de ese ambiente incómodo pero reconocible y en la descripción de personajes me ha recordado a Shirley Jackson y su Siempre hemos vivido en el castillo. 
«Pero lo perfecto eran las noches; o casi perfecto: Bernard tenía ciertas reservas hasta en la cama, y siempre fue así en nuestra relación. Yo nunca debía ser quien diese el primer paso; podía responder a su pasión, pero nunca tomar la iniciativa. Ero era lo que él quería, y para mí todo lo que él quisiera era perfecto. El mero hecho de estar con él representaba la felicidad pura. Cuando salimos de nuestra habitación de hotel por última vez, le dije:  
-Bernard, cuánto me odiaría el Movimiento de Liberación Femenina si supieran lo que siento por ti». 

El cómic del mes ha sido Los enciclopedistas, de José A. Pérez Ledo y Alex Orbe. Este tebeo me lo trajeron los Reyes y estaba en la pila de "libros para leer este verano". Como su propio nombre indica trata sobre los enciclopedistas, particularmente Diderot, y su lucha contra la sociedad del momento que veía el avance de un pensamiento ilustrado y basado en la ciencia y las ideas, en contraposición a la voluntad del rey y la fe, como un peligro para la estabilidad social. No es un tebeo sobre la gestación de la enciclopedia, dicha gestación sirve a la vez de marco y de excusa para resolver unos crímenes y reflexionar ligeramente sobre el conflicto entre fe y razón. Ni fú ni fa.  

De Reyes también tenía pendiente Medio sol amarillo de Chimamanda Ngozi Adichie. (traducción de Laura Rins)  Chimamanda me cae bien, me gustan sus ensayos sobre feminismo y educación, me gustan sus charlas y sus coloquios y cuando leo alguna entrevista o artículo siempre la encuentro centrada, equilibrada y acertada en sus opiniones. Puedo no estar de acuerdo algunas veces pero me parece alguien a quien seguir atentamente.  Sobre sus novelas, el año pasado leí Americanahh y me entretuvo sin entusiasmarme, no conseguí que su protagonista me importara algo y salvo algunas partes todo me parecía impostado, escrito con un propósito tan claro desde el principio que en parte me aburrió. Medio sol amarillo, anterior a Americanahh me ha gustado bastante más. En este caso, toda la historia transcurre en África, en Nigeria concretamente y narra la guerra civil que se desarrollo entre 1967 y 1970 cuando la región sudoriental del país, proclamo la independencia como república de Biafra. Reconozco que desconocía por completo esta historia. Chimamanda reconstruye los años anteriores al conflicto y la guerra basándose en los recuerdos de algunos de sus familiares que la sufrieron y consiguieron sobrevivir a pesar de ser de la etnia igbo perseguida y masacrada por los yorubas. Lo más impactante de la historia es, como siempre, comprobar como algo que creemos imposible de ocurrir acaba sucediendo transformando toda nuestra vida y poniendo a prueba toda nuestra capacidad de aguante. Los protagonistas de la novela son intelectuales, profesores universitarios, empresarios que disfrutan de una vida tranquila y apacible que creen indestructible. El estallido de la guerra los va dejando sin soporte, tanto material como mental: ¿Cómo está pasando esto? ¡Cómo es posible?  ¿Cómo fui tan necio de no apreciar lo que tenía, de darlo por hecho? hasta descender a una miseria absoluta en la que  lo único que importa es sobrevivir un día más haciendo lo que sea necesario. La guerra, la miseria, la desesperación nos iguala a todos. Es fácil mantener la dignidad cuando sabes qué vas a comer y más fácil aún perderla y que no te importe cuando tus hijos se mueren de hambre. 
«I have learned that you can not teach people how to write (...) but you can teach people how to read, how to develop judgment about a piece of wrting: their own as well as that of others» Vivian Gornick.  

Y con esta reflexión y el enlace a este artículo de Kathyrn Schulz del que he cogido la ilustración  hasta los encadenados de julio que espero que sean muchos y buenos.  


martes, 2 de julio de 2019

Mi isla misteriosa

La primera vez que fui a Benidorm tenía cinco meses y, por supuesto, no recuerdo nada. Desde aquel mes de julio de 1974 he vuelto casi todos los veranos allí, creo que he fallado dos o tres. En mis veintipocos años la posibilidad de quedarme sola en Los Molinos enfrascada en actividades poco edificantes pero muy divertidas me resultaba más atractiva que ir a la playa. En total puede que de mis cuarenta y seis años de vida, cuarenta y dos haya estado en algún momento del verano en Benidorm, en la playa, mirando la isla. 

La isla de Benidorm era en mi infancia un sitio muy misterioso. Según llegábamos por la carretera, embutidos en el coche, con mi madre haciendo malabarismos mentales y físicos para mantenernos a los cuatro controlados y más o menos tranquilos después de seis horas de viaje, la isla era la señal de que por fin llegábamos. Nada más verla en el horizonte (mucho antes de lo que se ve ahora porque el bosque de edificios no existía) suplicábamos a mi madre que nos contara el cuento del pisotón de Ramón. «¿Veis esa montaña? ¿La que tiene el cuadrado perfecto?» «Sí, sí, la vemos, está ahí». «Pues es cuadrado perfecto es el agujero que dejó en la montaña el pisotón de un gigante y el trozo que salió volando es la isla» «Ohhhhhh» Era una historia maravillosa. El gigante se llamaba Ramón por uno de mis tíos y a nosotros nos parecía perfectamente razonable. 

Cuando fuimos un poco más mayores empezó a inquietarnos otra cosa. «Mamá, el agujero en la montaña es cuadrado y la isla es triangular». «La isla no es triangular, es lo que vosotros veis pero tiene una parte hundida y si la vierais entera comprobaríais
que encaja» Si tu madre es geóloga y tú tienes siete años, te lo crees.  

Cuando dejamos de creerlo, empezamos a querer ir a la isla. Estaba ahí, la veíamos todos los días. «¿Se puede ir nadando? ¿Y si eres mayor y nada fenomenal puedes ir? ¿Cuánto tardarías? ¿Vive alguien ahí? ¿Hay casas? ¿Hay tiburones? ¿Y si vas y se hace de noche y te quedas a dormir hay lobos? ¿Y si vas y no te quieres ir? ¿y si te quieres quedar a vivir? ¿y no tiene dueño?» La isla era una fuente inagotable de cuestiones interesantes, no se acababa nunca porque la veías todos los días: desde la playa, desde el paseo, desde una punta del paseo, desde la otra, desde la carretera al llegar, al irte. Misterio. 

«¿Y si vamos un día?» Llegó el día en que supimos que se podía ir a la isla. Mi madre, con buen criterio,  nos había hurtado este dato pero de alguna manera, alguien nos lo contó. ¡Se podía ir a la isla! ¡En un barco! Un plan maravilloso, alucinante, toda una aventura. «No, este año ya no nos da tiempo» «No, este año vuestro hermano es todavía muy pequeño» «No, este año no puede ser porque es muy caro» Y así, de excusa en excusa y de «ya veremos» en «ya veremos» pasaron los años y llegamos a la adolescencia. La isla dejó de ser tan misteriosa y muchísimo menos apetecible cuando descubrimos que para visitarla había que madrugar, ir al pueblo, coger el barco temprano. Llegó el momento de nuestras vidas en que madrugar arruina cualquier plan. (Para mí, considerar que cualquier plan es peor si hay que madrugar es un signo de inteligencia pero sé que hay gente que considera que madrugar para aprovechar es maravilloso. Es el tipo de gente que habla en el desayuno).  

Poco a poco la isla dejó de ser misteriosa y pasó a ser decorado. Ha estado ahí, flotando en el mar, unos días a tiro de nado y otros días alejándose hacia el horizonte, hasta que tuve hijas y la isla recuperó de golpe su misterio. «¿Se puede ir nadando? ¿Y si eres mayor y nada fenomenal puedes ir? ¿Cuánto tardarías? ¿Vive alguien ahí? ¿Hay casas? ¿Hay tiburones? ¿Y si vas y se hace de noche y te quedas a dormir hay lobos? ¿Y si vas y no te quieres ir? ¿y si te quieres quedar a vivir? ¿y no tiene dueño?».

Y he dado premios a la primera que viera la isla y he contado la historia del pisotón de Ramón y he contestado durante años «ya veremos» esperando el día en que madrugar me salvara. 

El sábado mientras anochecía en la playa y miraba la isla pensé que no iré nunca, que no quiero ir. No quiero verla, ni nadar entre las rocas, ni coger el barquito en el puerto. Quiero mantenerme siempre en el ciclo del descubrimiento, el misterio, la curiosidad y la indiferencia.  

lunes, 24 de junio de 2019

Veranear


Cuando mis hijas acaban el colegio mantengo la rutina  que tenían mis padres cuando era yo la que terminaba mis clases: dejamos Madrid y nos mudamos a Los Molinos. Yo no cierro la casa, ni limpio la plata antes de guardarla envuelta en ese papel tan fino que no sé como se llama, ni enrollo las alfombras, ni pongo barreños con agua para atrapar el polvo, pero la sensación de traslado es la misma. Dejamos Madrid, nos marchamos, empezamos a veranear.


Me gusta la palabra veraneo aunque no me guste nada el verano. Me gusta la palabra porque ya nadie la usa. Veraneo es Los Molinos, claro. Es escuchar los pájaros al despertarme y reconocer, por el sonido de los pasos en la escalera y la manera de abrir y cerrar la puerta de la cocina, quien se ha levantado antes. Veraneo es compartir baño entre siete, como los Cazalet, y organizar turnos de ducha por la mañana en intervalos de diez minutos para que ninguno lleguemos tarde a trabajar y todos podamos aprovechar algunos minutos en la cama. Veranear es luchar por un hueco en la estantería del baño para dejar tus cosas y que siempre haya gazpacho casero en la nevera y melocotones para desayunar. Veraneo es dormir veinte minutos menos y conducir cien kilómetros más para ir a trabajar y que al llegar a casa me compense. Veraneo es salir por las mañanas  con el jersey puesto rezando para que en el minuto que atravieso el jardín no salte el riego y me meta en el coche siendo miss camiseta mojada. Veraneo es esquivar gente que me habla en el desayuno y encontrarme tres hombres vestidos de ciclistas en la cocina cuando bajo en pijama y despeinada. Veraneo es escuchar por la noche, desde la cama, la animación de los fuegos de campamento en la falda de La Peñota y, en agosto, imaginar maneras de acabar con el hombre que ensaya con su dulzaina cada tarde cuando me estoy desperezando de la siesta. Veraneo son chanclas y darme cuenta de que, en mi armario, hay ropa de verano que lleva más tiempo conmigo que mis hijas. Es saber que no me dará tiempo a ponerme toda esa ropa porque al final siempre elijo los mismo vaqueros cortos y las mismas tres camisetas. En mi veraneo no hay fiestas, ni saraos ni compromisos sociales que impliquen arreglarse. Veraneo es que casi siempre te toque vaciar el lavaplatos y que casi nunca encuentres hueco en él para meter tu taza de desayuno. Veraneo es respetar las tazas favoritas de cada uno y los sitios fijos en la mesa para comer. Veraneo es desayunar descalza al aire libre y darle pan a los perros para que me dejen en paz. Es comer por la tarde y cenar casi al día siguiente. Veraneo son toneladas de patatas La Montaña y murciélagos en el porche. Es encontrarte pares de zapatos por toda la casa e intentar adivinar de quien son. 

Veraneo es bomba de humo a la hora de la siesta y carreras por ver quién coge el columpio para dormir hasta que te despierta un lametón de perro. Veraneo es la coreografía de diez personas conviviendo en una misma casa charlando, riendo, discutiendo, odiándose, comprendiéndose, haciendo bandos que cambian cada día o casi cada hora y que se echan de menos cuando unos o otros se marchan de vacaciones abriendo un hueco en el veraneo. 

A mí el verano no me gusta pero el veraneo no lo cambio por nada, ni siquiera por las vacaciones. Cuando me jubile solo veranearé.


martes, 18 de junio de 2019

Hacerse viejo

Les saludo cuando llego a mi butaca. «Buenas noches» y sonrío, ellos me devuelven la sonrisa y el saludo. Mientras me acomodo pienso que ser poco sociable y estar en contra de hacer pandilla no está reñido con ser educado y que yo siempre saludo a mi vecino de butaca en el cine, en el teatro, en un tren o en un avión. 

«Aging is not a normal condition for the aging person... Actually, it is quite definitely a sickness, indeed a form of sufferinf from which there is no hope of recovery. Aging is a incurable sickness, and because it is a form of suffering it is subjetc to the same phenomenal laws as any other acute hardship that afflicts us at some particular stage of live» (Jean Amèry) 

Me quito la chaqueta, me la vuelvo a poner porque en el teatro hace frío polar y al hacer estos gestos mi mirada se cruza con la de ella y me sonríe otra vez. No decimos nada porque, por educación, no se habla con extraños si no hay nada interesante que decir. Me pregunto porqué están sentados en la segunda fila. Me pregunto si ellos también estarán pensando qué hago yo en esa butaca. ¿Son los padres de alguien? Seguramente lo son y también son abuelos de alguien y puede que bisabuelos porque son muy mayores, muchísimo. Es curioso como mi escala para medir la edad de alguien va variando según mi madre va cumpliendo años. Definitivamente ellos son mayores que mi madre, mucho más, lo que les convierte en ancianos. Elegantes, interesantes y educados ancianos. 

Avanza el acto y los miro de reojo. ¿Qué o quién los ha llevado a salir de casa un sábado por la noche? Yo estoy aquí por obligación, si pudiera estaría en casa leyendo o cenando por ahí. ¿Por qué están aquí? Algo muy importante o alguien a quien quieren mucho tiene que ser la razón. Ellos se quieren mucho, tienen las manos entrelazadas. La mano derecha de él, blanca casi transparente, con la piel tirante sobre las falanges como si hubiera empezado a quedarse corta para cubrir todo el esqueleto, descansa entre las de ella que la sujetan con ternura, dándole calor.  No es un contacto casual ni obligado por la rutina, ni dado por sentado. Tampoco es, en tiempos de primeras citas, una primera cita. Es un gesto engendrado en años de relación. En muchos años. 

Decía Jean Améry que envejecer se experimenta de distintas maneras. Para empezar, cuando somos jóvenes vivimos en el espacio y en el tiempo pero, a medida que envejecemos, el espacio va desapareciendo y el tiempo ocupa su lugar. Dedicamos más y más tiempo a pensar en el tiempo, en su paso, en el que ha pasado y en el que nos queda (o creemos que nos queda) por consumir). Además, nos volvemos extraños a nosotros mismos. Nos miramos en el espejo y nos sorprende lo que vemos, vernos. Es un shock que experimentamos cada día, quizás el gesto de cogerse las manos les sirva para reconocerse. O no. No lo sé. Améry también habla de que al envejecer la naturaleza se convierte en algo ajeno: una montaña que ya no podemos subir, un río que no podemos cruzar a nado, una caminata que ya no podemos hacer. Quizás salir una noche de sábado sea  una batalla contra eso, contra el "ya no podemos". Quizá yo me planteo que me gustaría estar en casa porque creo que tengo toda una vida, si quisiera, para poder salir por la noche.  

Lo peor para Améry es el envejecimiento cultural. Poco a poco vamos sintiendo que el mundo que nos rodea no tiene nada que ver con nosotros. Las novedades en arte, en moda, en política, en la vida en general nos sorprenden, nos cabrean, nos asustan o nos hacen sentir incómodos. El mundo ya no es para nosotros. Me pregunto si estos señores, si esta pareja echa la vista atrás y piensa que esta ciudad de provincias en la que llevan toda la vida ya no es la suya o sí es la suya pero lo es en menor medida que aquella en la que se criaron o a la que llegaron para formar una familia. 

El acto no se termina nunca. Cae una hora, cae otra hora, a cada rato pienso que no puede quedar mucho, que en diez minutos estaremos fuera pero pasan esos diez minutos y otros diez y otros diez y no acaba. Me desespero. Les miro de reojo y ahí siguen, con las manos entrelazadas. Me doy cuenta de que yo siempre tengo prisa, siempre quiero terminar aquello en lo que estoy para pasar a otra cosa. Esa es otra de las características de envejecer, se acaba la prisa, las ganas de pasar a otra cosa, que crees que quizás será mejor, y te centras en lo que tienes ahora porque a lo mejor después ya no hay nada. 

Al día siguiente con los pies doloridos y muchísimo sueño pienso en ellos otra vez. Creo que no me despedí, que me pudo la prisa pero atisbé a ver como alguien se acercaba a abrazarles con cariño.  

«Hay tres categorías: señor mayor, anciano y viejo. Un señor mayor es una persona de edad, como soy yo. Un anciano es una persona mayor que ya tiene achaques y una vieja es una anciana que se aprovecha de serlo. Esa es mi clasificación» (Javier Cansado. Todopoderosos Disney)

Últimamente pienso en mí como una señora mayor, mis hijas me dicen que soy vieja pero no "viejorris", pero cada vez más pienso en que quiero llegar a ser anciana y tener aspecto de serlo. Llegar a viejo, que no es lo mismo que ser viejo, es un logro y quiero que, si lo consigo, se me note en el pelo blanco, en las arrugas, en la piel transparente, en la forma de hablar y en dejar de tener prisa. 


PS: He descubierto a Améry leyendo The situation and the story de Vivian Gornick un libro que analiza las distintas maneras de escribir no ficción, de escribir memorias. 


miércoles, 12 de junio de 2019

Recuerdos de mi propio adolescentismo

Ayer fui al colegio de mis hijas a dar una charla. Todo empezó por un malentendido: «Hola, soy la orientadora del colegio de tus hijas y me han dicho que eres escritora». Intenté corregir el error. Lo corregí. «Ah, no. No soy escritora. He escrito dos libros pero trabajo en otra cosa, en la televisión». Esta corrección, sin embargo, no funcionó: «Me interesa tu experiencia, ¿vendrías a dar una charla a los de tercero de la ESO?» Y dije que sí. Supongo que la culpa fue de la sorpresa, del jetlag o de mi ya legendaria capacidad para decir que sí a cosas de las que luego me voy a arrepentir. 

Lo que no contaba era con arrepentirme tan rápido. 

Mamá, no puedes dar esa charla. ¿Tanto nos odias? No nos des la paga del mes de junio pero, por favor, no lo hagas. Llama y di que no. Se coherente, años despotricando del colegio, años de no estar en ningún grupo de wasap y ¿lo vas a tirar por la borda? 
Ya me he comprometido. 
Da igual. ¿Te pagan?
No, claro que no. 
Llama y di que no vas o me tiro por la ventana. 


Me encantó poder cerrar esta escena dramática devolviéndoles una de sus frases, una que me saca de quicio: 

No seáis dramas.  

La charla fue bastante bien. O por lo menos no tal mal como mis hijas habían pronosticado la noche anterior: «Va a ser un desastre», «vas a hacer el ridículo», «se van a reír de ti porque los de tercero son lo peor». Sus consejos fueron de todo menos reconfortantes:  «no te hagas la graciosa», «termina rápido». También me dijeron que no comentara que era su madre pero por supuesto no les hice ni caso, de hecho fue lo primero que dije: «mis hijas están en este colegio». 

A un lado padres y madres, como yo, todos contando su experiencia laboral: abogados, fotógrafos, empresarios, ejecutivos, cantantes, profesores, encargados de residencias de tercera edad. Al otro adolescentes de quince años en pantalón corto y camiseta mirándonos con escaso interés y un nivel de educación variable entre mucho y escaso. En ningún caso fueron tan terribles como mis hijas habían pronosticado. Estaban aburridos, poco interesados, con cara de desear estar en cualquier otra parte pero, de vez en cuando, una frase, una explicación y en cada cambio de presentación atendían como esperando que les contáramos algo importante, algo que fuera real para ellos, algún secreto de la vida de adultos. 

«Para vivir veo pelis» les dije yo. 

Mientras seguía con mi discurso pensé en que cuando yo tenía su edad, con quince años, en mi colegio se empeñaron en que hiciéramos balonmano. Trajeron una profesora nueva que quiero pensar que hizo lo que pudo con nosotros: intentó explicarnos las bases del juego, las técnicas y engancharnos en ese deporte. Por supuesto, a mí me interesó cero, me desagradó profundamente y cuando con toda su buena intención nos pasó un cuestionario para dar nuestra opinión sobre la actividad. Fui desagradable, irrespetuosa y muy imbécil. Para llevar aún más allá mi idiotez le enseñé el cuestionario a mi madre como si fuera una cumbre de madurez ser tan sinceramente maleducada. Treinta años después volví a acordarme de aquella bronca, deseé que esos niños fueran mejores que yo. 

«Mamá, imagina que tus padres hubieran ido a dar una charla a tu colegio. Te hubieras muerto de vergüenza». Creo que no. Creo que me hubiera hecho muchísima ilusión, sobre todo porque mis padres llevaban mi política de "evitar cualquier contacto con el colegio" a la categoría de obra maestra: ni reuniones, ni entrevistas con los profesores, ni interacciones con otros padres, ni mensajes. Nada. En la era anterior a los móviles, anterior incluso a las agendas escolares, mi padre, harto de tener que dar explicaciones en el colegio, me hizo un salvoconducto: «esta tarjeta vale para todo lo que diga mi hija Ana durante todo el curso». Me sentí orgullosísima de él aunque no tanto como la vez que descubrí que «el señor más guapo» que había visto en su vida una de mis compañeras era él.  

«Por encima de mi cadáver me dijo mi padre cuando decidí estudiar historia. Estudiad lo que os guste, aprended inglés y aprended a escribir como si tuvierais algo importante que decir» con esta frase acabé mi charla. 

¿En serio les has dicho eso? Ni se te ocurra volver el año que viene. 

Creo que no volveré,  demasiados recuerdos.  


lunes, 10 de junio de 2019

Los gañanes y el fútbol femenino

A mí no me gusta el fútbol, me aburre. No consigo entender su belleza ni su interés por mucho que lo intente y lo he intentado con fuerza porque mi hija mayor, María, lo ha amado desde que era muy pequeña. 

Diez años acompañándola en esta afición y sigue sin gustarme. Intento concentrarme en el partido cuando voy a ver alguno (los menos posibles, lo confieso) y pronto me encuentro mirando a otros espectadores, contando las ventanas de las casas que se ven al otro lado del campo,  atenta a la jugadora a la que se le caen los calcetines todo el tiempo o cronometrando el tic de otra  que se aprieta la  coleta cada treinta segundos, en lo que sea menos en el partido. 

Pero lo intento, leo todo lo que cae en mis manos sobre fútbol femenino y cuanto más leo y cuanto más conozco más me interesa la historia del fútbol femenino y más me encabrono.  
«Se trata de un experimento social. ¿Podrá la maquinaria propagandística del sistema hacernos creer que el fútbol masculino y femenino están al mismo nivel? Muy interesante».
Lo primero que he descubierto es que los hombres se sienten amenazados, ridículamente amenazados y que, además, hablan sin saber. Su argumento suele ser «el fútbol femenino es un invento del feminismo feminazi que lo único que quiere es hacernos creer que a las mujeres les interesa el fútbol». Lo que viene siendo no tener ni puta idea y ponerte a hablar por hablar porque el fútbol es tuyo y de tus amigotes y cómo osa alguien venir a hacer pis en tu rinconcito de testosterona. 

Te pones a leer y resulta que las mujeres llevan jugando al fútbol más de cien años, ¡Cien años! En 1894 Nettie Honeyball fundó el primer equipo de fútbol femenino y en 1895 se jugó el primer partido entre dos equipos de mujeres. ¡Vaya! Parece que las feministas de ahora tenemos muchas ganas de incordiar, las mismas que tenían las de hace ciento veinte años cuando se pusieron a jugar al fútbol al poco tiempo de que empezaran ellos a darle al balón. 

También entonces los energúmenos de la época se parecían mucho a los de ahora e iban a los partidos a insultar, a gritar e incluso a agredir a las mujeres. Los energúmenos de entonces mandaban más que los de ahora así que según iba creciendo la afición por el fútbol femenino más nerviosos se iban poniendo y así fue como en 1921 se prohibió a la mujeres jugar al fútbol en Gran Bretaña, en 1930 en Francia, en 1941 en Brasil y en 1950 en Alemania. Las excusas para prohibir el juego fueron cosas como que ponían en duda la sexualidad de la mujer o que podían comprometer su capacidad reproductiva. Es curioso como trabajar dieciséis horas al día encargándose de los hombres jamás se ha cuestionado como un posible problema para la capacidad reproductiva o simplemente para vivir sin deslomarse.  

Durante cien años ellos han vivido tranquilos gozando de sus partiditos, sus pachangas, sus fanatismos y todo iba sobre ruedas hasta que ¡alehop! tenemos fútbol femenino en los medios de comunicación y claro se han sentido heridos en su estúpido orgullo de macho. 
«El último mundial femenino no le interesaba a nadie, pero ahora la mejor jugadora del mundo no va a la selección porque no cobran como los hombres. Si la gente disfruta y quiere pagar por ver fútbol femenino me parece muy bien, pero nos lo están forzando de manera antinatural. No esta surgiendo un interés sino que se está promocionando algo para lo que no hay demanda».
El gañanaco que se cree que él ve lo que quiere en la tele porque él decide, por que él tiene capacidad de discernimiento suficiente para no verse influenciado por nada ni nadie. ¿Se ve más fútbol masculino en la televisión? Eso es porque él quiere, porque los hombres juegan mejor y no porque haya montado todo un negocio de venta de derechos entre televisiones, clubes y empresas que gestionan esos derechos. Podría explicarle que si esas empresas y esas televisiones quisieran él decidiría "libremente" ver petanca polaca en su televisión pero no serviría de nada porque el verdadero gañán del fútbol masculino jamás sale de su cuevita de confort en la que un hombre es mejor, vale más y cobra más porque sí, porque Dios lo quiso así. 
«Pues ya ves, hemos pasado de que las mujeres deben tener los mismos derechos que los hombres, a que el fútbol que hacen las mujeres por narices nos tiene que gustar lo mismo que el de los hombres».
Dejando de lado su claro posicionamiento en contra de que las mujeres tengamos los mismos derechos que los hombres me fascina su argumento de niño de tres años «pues a mí no me va a gustar el brócoli porque mi madre me diga que me tiene que gustar». A ver, chaval, el fútbol femenino no tiene que gustarte, ni siquiera tienes que verlo, ni conocer su existencia, lo único que tienes que hacer es dejar que exista y no dejar de respirar de indignación absurda. ¿No te gusta el fútbol femenino? Pues muy bien. A mí no me gustas tú (ni tampoco el fútbol femenino) y no voy a tu casa a decírtelo. Abstente de dejar ese comentario en cada crónica periodística sobre los partidos de la selección. 
«Yo juro que lo he intentado, pero ni en mis peores pesadillas me imaginé que jugaran al fútbol tan mal. ¿Y quieren ser profesionales, vivir de jugar al fútbol? Mi equipo de categoría regional de hace 20 años les ganábamos a estas chicas. Y jugando con cuidado, procurando no meterles el pie un poco fuerte ni chocar con ellas, para no hacerles daño».

Por supuesto. Tú y tus colegas jugáis mejor al fútbol, claro que sí. Y sois Premios Nobel. Y califa en lugar del califa porque tenéis cojones y ya está. Y por eso estás en el sofá, rascándote los huevos y mandando foto tetas por wasap mientras esas chicas a las que insultas juegan un campeonato del mundo.  
«Ha sido un tostón soporífero. Y porque son chicas. Si fueran chicos, les caía la del pulpo en los diarios deportivos» 
Y aquí volvemos a lo mismo. Si las mujeres hacemos algo supuestamente de hombres tenemos que hacerlo perfecto porque si no es así ¿para qué osamos perturbar la paz de los hombres inmiscuyéndonos en cositas que solo son suyas? Si queremos ser jefas pues tenemos que ser las mejores, si queremos ser políticas tenemos que ser fabulosas, si queremos ser jugadoras de fútbol todos los partidos tienen que ser memorables porque todos sabemos que ellos, en todo lo que hacen, alcanzan la perfección absoluta.  

En Nueva York está empapelada con cartelones gigantescos de la selección americana de fútbol femenino. Nike patrocina a la selección y tiene toda la primera planta de su tienda en la Quinta Avenida dedicada al mundial. Nike no es una ONG, va a donde está la pasta y me temo, gañanes españoles de medio pelo, que la pasta va a estar en el fútbol femenino. 

Lo siento por vosotros que vais a sentiros amenazadísimos diciendo memeces como que el dinero de los hombres se lo están dando a las chicas... como si en algún momento de vuestra existencia hubierais estado cerca de disfrutar, si quiera mínimamente, del dineral que ganan esos hombres a los que idolatráis. 

A mí no me gusta el fútbol pero vosotros sois patéticos.  

PS: todos los entrecomillados están sacados de los comentarios a la crónica del primer partido de la selección en el mundial  de los partidos en El País.