sábado, 8 de diciembre de 2018

Adios, Ramón

Por fin te has ido. Ninguno queríamos que fueras el primero en romper la formación, no queríamos que la inevitable  brecha comenzara por ti. Queríamos que fueras inmortal, necesitábamos que lo fueras y durante un tiempo todos lo creímos, tú también. Después la muerte hizo planes contigo y supimos, tú también, que serías nuestra primera baja. Hoy, por fin, te has ido y no sabemos, todavía no podemos ni pensar, cómo vamos a sobrevivir al hueco que dejas en nuestra familia. Ni pensamos en rellenarla, en cubrirla, en ignorarla... eres nuestra primera grieta y, como pasa en nuestra querida presa, ya nunca podremos embalsar el mismo agua, ya nunca seremos los mismos. Seremos menos, seremos peores. Estamos rotos. 

Hace un año hablé con un amigo sobre lo que supone la muerte de tus mayores. Él nunca había perdido a nadie cercano y me dijo que tenía miedo de sentirse en primera línea frente a la muerte. Fue una conversación casual, pero de esas que no se olvidan nunca, que vuelven de manera recurrente a tu cabeza buscando que te des cuenta de su importancia, intentando descubrirte algo que te gustaría no saber, que te empeñas en ignorar. Hoy ha vuelto a mi cabeza cuando lo inevitable ha ocurrido, cuando por fin te has ido, cuando la agonía ha terminado. Te has ido, nos has dejado y eso nos aproxima a todos a la primera linea, no frente a la muerte sino a la de seguir siendo lo que siempre hemos sido. 

Este año ya nadie llevará traje en nuestra cena de Nochebuena, nadie preparará juegos y nadie fumará puritos. Este año nos hemos quedado huérfanos de reyes magos y  alguien tendrá que hacer de Gaspar, gritar nuestros nombres y equivocarse con los regalos. Todos tendremos los ojos llorosos y el alma rota. Alguien tendrá que pasear a Bolu, tu perro gigante, y alguien tendrá que explicarle que ya no vas a volver. Ya nadie hará paella en el jardín de La Rosaleda, ni contará las historias de la Mano Negra.  Volveremos a juntarnos, a reunirnos y a reírnos pero ya nunca volverá a ser lo mismo porque nunca estaremos todos. Erais los seis invencibles, los seis insoportables, los seis estandartes de nuestra familia, juntos desde hace sesenta años. Dios mío, ¿quién consigue cenar sesenta años seguidos con todos sus hermanos? ¿quién consigue pasar sesenta años con sus hermanos, casi cincuenta con sus sobrinos, repitiendo año tras año las mismas rutinas, celebraciones y reuniones? Hemos tenido tanta suerte que nos creímos inmortales, hemos sido tan increíblemente afortunados que nos acostumbramos a lo excepcional. 

Ramón, hoy te has ido y no sé cómo vamos a hacerlo sin ti. No me da miedo estar frente a la muerte, me da miedo que no seamos capaces de estar a tu altura, de hacer que, dónde quiera que estés ahora, te sientas orgulloso de nosotros. Asusta estar en primera línea de la vida, ser responsable de construir las rutinas y recuerdos que arman una familia, una vida. Hoy te has ido y veo entrar el caos por tu ausencia. Siento a tus cinco hermanos y a todos nosotros, tus sobrinos, mirar la grieta sin saber como vamos a sobrevivir, como vamos a achicar este naufragio. 

No sé como vamos a hacerlo sin ti. Eso es lo que me da miedo, no estar a la altura. Te juro que lo intentaremos. 

Adios, Ramón. Descansa en paz. Te queremos infinito. 


lunes, 3 de diciembre de 2018

Lecturas encadenadas. Noviembre


Noviembre ha sido un gran mes de lecturas, me ha cundido muchísimo, tanto que no hay tiempo ni espacio ni necesidad de introducciones al tema. Al lío.

Compré Una vida francesa de Jen Paul Dubois, tras la recomendación de mi prologuista, en Iberlibro por unos increíbles 3 €,  incluidos los gastos de envío. Además de su asombroso precio, esta novela tiene otro mérito: la portada más horrorosa de todo el año, una de esas que cuando rebuscas en los puestos de viejo dejas pasar casi sin rozar pensando «buff...madre mía, que espanto debe de ser esto» y te pierdes una gran novela.

Una vida francesa no engaña ni en el título, cuenta justamente eso, la vida del protagonista desde su infancia hasta su vejez. El narrador omnisciente nos va contando su vida y la de su familia insertando la vida cotidiana, las relaciones familiares, en la realidad política de Francia. El libro se estructura por los mandatos de los distintos presidentes de la V República francesa y va recorriendo todas las vicisitudes de la vida del narrador desde una infancia narrada con un costumbrismo casi cómico que recuerda a Aquellos Maravillosos Años hasta una vejez amarga y trágica. El tono narrativo va variando de manera sutil y el lector se encuentra al principio, leyendo con ligereza y sonrisas y luego, poco a poco, descubre que esas sonrisas se le van congelando en el alma, y  que el ritmo se hace más lento a medida que los años caen y la vida golpea, es una cuesta arriba. Una vida francesa es un retrato de como la ilusión de la vida, por la vida, va desinflándose poco a poco, aunque no queramos, aunque luchemos por mantenerla, porque las realidades de la vida van pinchando ese globo gigante de ilusión infantil.
«Todos sufrimos la debilidad de creer que cada historia de amor es única, excepcional. Nada más falso. Todas las efusiones de nuestro corazón son idénticas, reproducibles, previsibles. Una vez superado el flechazo inicial, vienen los largos días de la costumbre que parece al pasillo sin fin del aburrimiento».

¿Es autobiográfica? ¿Es ficción? Da igual, no importa nada Es una ficción enmarcada en el mundo real, enmarcada por hechos y acontecimientos que ocurrieron de verdad y que dotan al relato de un toque de realismo con el que a ratos estás a gusto y a ratos no, porque el marco de la realidad impide resguardarse en el cálido manto de la ficción cuando uno se enfrenta a un relato amargo. Como siempre, el estilo "francés" es inconfundible y me ha recordado muchísimo al primer relato de Tres circunvoluciones alrededor de un sol cada vez más negro de Gregoirie Bouillier. El tono, la historia familiar, la manera de escribir sobre sexo, sin vergüenza, hablan de sexo como pueden hablar de coches, de comida o de política, eso es inconfundiblemente francés. Cuando leo a un autor francés siempre tengo la sensación de que me miran desde el lugar desde el que todos los autores contemplan a sus lectores mientras leen y me dicen: «Sí, ¿qué pasa? Soy francés y me gusta» y todos llevan jersey de cuello vuelto.

«Pensé en todos los míos. En aquel instante de duda, en el momento en que tantas cosas dependían de mí, no me servían de ayuda ni de consuelo. Aquello no me sorprendía: la vida no era más que se filamento ilusorio que nos unía a los demás y nos dejaba creer que, el tiempo que duraba una existencia que considerábamos esencial, éramos algo en lugar de nada».

Eramos algo en lugar de nada... Leed Una vida francesa y más si la encontráis a tan buen precio como yo.

Mi proveedor habitual de tebeos goza de toda mi confianza y para este mes me recomendó dos. El arte de volar y El ala rota de Altarriba y Kim.  El arte de volar cuenta la vida del padre de Altarriba. Una vida de pobreza y tragedia que empieza en un pueblo aragonés y que, por supuesto, se ve alterada para siempre, marcada de manera indeleble,  por la Guerra Civil, el exilio posterior y el silencio y miedo a su vuelta a España. Una vida en la que el padre de Altarriba solo consiguió rozar la felicidad en pocos y contados momentos y aunque peleo por aferrarse a esos momentos, jamás lo consiguió. La historia es terrible y los trazos de Kim son duros, secos, ásperos,  convirtiéndose en un reflejo perfecto de lo que lo narrado quiere transmitir: la dureza de la vida, la impotencia ante muchos acontecimientos que socavan las ilusiones de felicidad que cualquiera puede tener y la imposibilidad de recobrar esas ilusiones cuando los golpes han sido tantos que solo quedan fuerzas para respirar.

Durante la gira de presentación de El arte de volar, tras una charla, una lectora le preguntó a Altarriba: «¿Y su madre? ¿cual es su historia?» y fue entonces cuando él se dio cuenta de que apenas sabía nada de su madre, de que era una completa desconocida para él y para todo su entorno y que la imagen que de ella había dado en El arte de volar estaba incompleta, era tendenciosa e injusta. Se dedicó entonces a investigar la vida de su madre, a preguntar a su familia, a sus amigos, a su padre y descubrió que su madre había tenido una vida aún más terrible que la de su padre, una vida plagada de tragedia desde el día de su nacimiento en el que su propio padre quiso matarla, una vida que jamás se vio recubierta del brillo de heroísmo y aventura que tuvo la de su padre pero que fue igual de dura y dramática. Se dio cuenta de lo injusto que había sido con ella y escribió El ala rota para contar su historia.

El arte de volar y El ala rota son la historia de dos vidas, de dos tragedias que hay que leer juntas para comprender. Para comprenderlos a ellos, a Aurora y a Antonio, y para ver que en toda pareja hay dos personas, dos vidas y dos circunstancias.

El siguiente del mes fue Cesar Aira y su Continuación de ideas diversas. No sé que pinta tiene Aira pero me lo imagino con chaqueta. Me lo imagino paseando y sentándose a tomar un café. Lo imagino mirando alrededor, viendo la vida pasar mientras de un bolsillo de su chaqueta saca una libreta pequeña, manejable, en la que escribe lo que se le acaba de ocurrir por si acaso esa  idea en algún momento se convierte en algo que merece la pena o se queda en una simple chorrada.  Leer Continuación de ideas diversas es robar esa libreta y espiar sus breves apuntes sobre la realidad, sobre los recuerdos, los muertos pero sobre todo sobre escribir y sobre leer y reírte  con su humor ácido que a veces puede resultar provocativo, como si lo estuviera diciendo para pincharte, para que te revolvieras, para que protestaras. Pero no lo haces porque tiene razón, casi siempre la tiene.

«Es más fácil decirlo que hacerlo. Los escritores vivimos dentro de esa frase. A la larga descubrimos que es más fácil decirla que hacerla».


«El problema central y permanente que enfrenta el escritor es el del valor, la calidad de lo que hace. Es una espada de Damocles, una condena inescapable, presente en cada momento de su trabajo, en el libro entero y en la frase, en la idea inicial tanto como en el desarrollo, en cada página y en cada coma. Es algo que puede echar a perder el gusto de escribir (es un gusto frágil), cubrirlo de un manto de obligación, y a la larga de una tristeza amarga y resignada. (Como un almacenero que debe preocuparse por la calidad de los productos que vende)».

Tendré que leer (espiar) más a Aira.

La última recomendación del mes ha sido un fiasco total, tanto que según iba leyendo pensé que era una recomendación trampa, una especie de prueba de lectura en plan "si te gusta esto es que no tienes criterio" pero no, era una recomendación seria que no me ha gustado nada. Los monstruos que ríen de Denis Johnson es una novela de espías, de traficantes, de desertores y de soldados que transcurre en África, entre Liberia, Uganda y El Congo. El protagonista tiene todos los tics de los espías a lo Misión Imposible mezclados con ese encanto crepuscular de los detectives de las pelis en blanco y negro: es listo, está amargado, es un ligón, es un borracho, es un mentiroso y apenas duerme. El problema de esta novela es que no me ha interesado ni medio segundo nada de lo que le pasa, va de un lado a otro, se entretiene, manda mails, bebe, sueña, piensa, habla y realmente no va a ninguna parte. Por otro lado no me creo el África que retrata Johnson y aunque eso no tendría porqué ser un problema, no me he podido quitar de la cabeza Ébano de Kapuscinsky con todo su realismo (real o ficticio) y la novela de Johnson me parecía más una sinopsis larga de guión para una superproducción. Eso sí, es una novela que se lee sin enterarte, cuando caes desfallecido en la cama, en la tumbona, en el metro, en el tren, en el baño. 

El mes terminó en todo lo alto con un libro que no sé donde compré pero que tenía muchas ganas de leer: Siempre hemos vivido en el castillo, de Shirley Jackson. No sabía de qué trataba ni que iba a encontrarme pero me tumbé y no me levanté hasta terminarlo. Jackson nos lleva a una casa, el castillo, en el que viven dos hermanas casi enclaustradas cuidando de su tío. El pueblo en el que se encuentra la casa es un lugar hostil hacia ellas y la tensión entre los habitantes del pueblo y las hermanas se percibe desde las primeras frases. Según avanzas en la lectura la tensión se va haciendo insoportable, sientes como las frases se van cargando de electricidad, una carga de energía que sabes que en algún momento tendrá que estallar. Jackson es una maestra dosificando la información, creando dos personajes antagónicos y complementarios dotados de personalidades sólidas, bien plantadas, con entidad en sí mismas. Merrycat y Constance, las dos hermanas, se van construyendo a lo largo de las páginas al tiempo que  la  casa que habitan y que es tan importante en la historia como ellas. Días después de terminar la novela aún puedo ver la cocina, subir los peldaños de la escalera, sentarme a la mesa de comedor donde ocurre todo, atisbar el huerto desde la puerta de la cocina, desayunar en las tazas de porcelana y ver los colores de los tarros de conserva que se guardan en el sótano. Siempre hemos vivido en un castillo no es un libro que se lee, es una castillo en el que entras.  

«Me llamo Mary Katherine Blackwood. Tengo dieciocho años y vivo con mi hermana Constance. A menudo pienso que con un poco de suerte podría haber sido una mujer lobo, porque mis dedos medio y anular son igual de largos, pero he tenido que contentarme con lo que soy. No me gusta lavarme, ni los perros, ni el ruido. Me gusta mi hermana Constance, y Ricardo Plantagenet, y la Amanita phalloides, la oronja mortal. El resto de mi familia ha muerto».

Así empieza la novela contándolo todo. Recomendadísimo. 

Y con esto y un mes de diciembre por delante en el que tendré muchísimo tiempo para leer, hasta los últimos encadenados del año que no sé si podré escribir. 




jueves, 29 de noviembre de 2018

Muerte por interrogante

Mamá, ¿cual es la operación más larga del mundo? No lo sé, supongo que un doble trasplante o algo así ¿Qué pasa si te despiertas cuando te están operando? No lo sé ¿Te puedes despertar? Espero que no. ¿Sueñas con la anestesia? Creo que no. ¿Tú soñaste? Creo que no. Mamá, ¿me planchas estos pantalones? No. ¿Cómo se plancha? Con la tabla y la plancha. ¿Dónde están? En la cocina. En la cocina ¿Dónde? En el horno. Muy graciosa. ¿Dónde están? En la terraza de la cocina. ¿Esta tabla es para minusválidos? ¿Qué dices? Es muy bajita. La ha puesto mal. ¿Dónde enchufo la plancha? En un enchufe. ¿En cual? En cualquiera. ¿Son todos iguales? En España sí. ¿En otro sitio no son iguales? No, en Inglaterra son diferentes. Ah, eso ya lo sabía. ¿Por dónde empiezo a planchar los pantalones? Por dónde quieras. ¿Han quedado bien? Perfecto. Apaga la plancha. ¿Cómo? Desenchúfala y la guardas. ¿Dónde la guardo? Donde estaba. ¿y eso era? Hija, ¿eres Dori o quieres matarme? ¿Es pregunta trampa? Mamá, ¿la lasaña  es sin gluten? Sí. ¿Por qué la hija de Amancio Ortega no tiene nombre? Claro que tiene nombre. ¿Y por qué nadie lo usa? Siempre dicen "la hija de Amancio Ortega". Bueno, supongo que si dices Marta Ortega alguien puede decir ¿quién es esa? ¿Cuánto dinero tiene Amancio Ortega? No lo sé, muchísimo. ¿Con sesenta y siete mil setecientos veintidós millones es más o menos rico que la Reina de Inglaterra? No tengo ni idea. ¿Cuantos yates te puedes comprar con ese dinero? Muchos. ¿Para qué quieres tener muchos yates? No lo sé, lo has preguntado tú. ¿Preferirías dos yates o dos aviones? Ninguna de las dos cosas. Pero ¿si tuvieras que elegir? No sé, ¿uno de cada? Eso no vale. Mamá, en el pan con tomate y jamón, el aceite ¿dónde va? Como que ¿dónde va? En el pan. ¿Antes o después del tomate? Después. ¿Seguro? En mi pan con tomate, sí. ¿Y lo haces bien? Sí. Mamá. Dime. ¿Hay gitanos alemanes? Cariño. Qué. ¿Podemos dejar las preguntas un ratito? Vale pero ¿hay o no hay gitanos alemanes? 


martes, 27 de noviembre de 2018

Ensayo sobre la colcha

Hablemos de colchas. No entiendo como no he tocado este tema durante todos estos años. Hay dos tipos de personas en el mundo: los que creen en las colchas y los que no. No son categorías estancas, son más bien etapas en la vida aunque, como en todo, hay gente que se queda estancada en la primera. Durante la infancia, las colchas son algo que o bien no percibimos en nuestro radar o cuando lo hacemos es algo que asociamos con una manía de nuestra madre, la colcha se pone encima de la cama porque ella quiere y a  nosotros nos parece superfluo e innecesario. Están en la misma categoría que los leotardos o el verdugo, vivimos felices sin saber qué existen hasta que nuestra madre nos lo calza.  Después, cuando uno sabe lo que puede hacerse en una cama aparte de dormir, es cuando capta que el propósito higiénico de la colcha, un propósito que hasta entonces le había pasado desapercibido. Esa súbita iluminación sobre la utilidad de la colcha puede que nos haga verlas como algo necesario fuera de nuestra cama e innecesario en la nuestra porque o bien nosotros somos muy pulcros o bien a nuestra mierda le tenemos cariño y no nos importa rebozarnos en ella con nuestras sábanas. 

Hay un tercer grupo de gente que son los de la secta de la colcha, los que les cogen tanto cariño que las ponen encima de los sofás, como manteles, o los que hacen combinaciones, en teoría decorativas, de varias colchas en sus camas. Con esta gente hay que tener mucho cuidado porque casi siempre son adictos a la limpieza y tienen manías rarunas como por ejemplo una manera concreta y particular de doblar las colchas que exige un máster en ingeniería de caminos. Huid de ellos. 

Las colchas importan porque dicen cosas de nosotros. Sé que creéis que no, que da igual, que la pasión, que la educación, que la conversación que te de, que las vistas al mar, que te den masajes en los pies, que sepa hacerte caldo cuando te duele la garganta, que esté a buen precio. Ja. Una colcha puede echar por tierra cualquier relación, cualquiera.  

Estás buscando una casa para alquilar o para comprar. El precio encaja, la localización, el número de dormitorios, está libre cuando tú lo necesitas, cerca del supermercado, la playa, la farmacia y lejos de los vecinos. Todo bien, tú solo te vas jaleando, incrédulo ante tu buena suerte hasta que llegas a la foto del dormitorio y un brillo deslumbrante te destroza las córneas: unas colchas de brillante falso raso verde limón con faldones con volantes hasta el suelo te saludan colocadas pulcramente sobre dos camitas. El embrujo se ha roto, el hechizo cae destrozado y sabes que ya no podrás estar en esa casa, que lo vuestro es imposible, no hay manera de arreglarlo. Si a plena luz del día alguien es capaz, con conocimiento de causa, de hacer una foto a esas colchas y enseñarlo en las redes ¿qué no tendrá guardado en los cajones, en los armarios, debajo de las camas? ¿Cuántos cuerpos hay emparedados en la casa? ¿Qué misteriosas fuerzas recorren esa casa obligando a sus habitantes a elegir esas colchas? Lo vuestro es imposible. 

Y en las parejas es igual. Ligas, una cita, otra cita, un hotel, otro, tu casa... la suya y ¡tachán! una colcha espantosa de fondo azul con lunares como un balón de baloncesto de colorinchis chillones. La pasión se te cae a las uñas de los pies y según ruedas entre (falsos) jadeos sobre esa colcha empiezas a dudar de la sinceridad de ese amor, de la conveniencia de esa pasión, al mismo tiempo que preguntas muy desconcertantes llenan tu cabeza  ¿Cuánto le importo si antes de invitarme no ha quitado esta colcha y le ha prendido fuego? ¿No creerá en serio que me gusta tanto como para pasar por alto esta cosa sobre la que estoy tumbada? ¿Se dará cuenta si, con disimulo, la quito y nos metemos entre las sábanas? ¿Cómo serán las sábanas? y ¿Habrá lavado esta colcha alguna vez desde sus pajas de los dieciséis años? Lo vuestro es imposible. 

Quizá haya alguien leyendo estas reflexiones totalmente innecesarias y frívolas y pensando: yo sí creo en la necesidad de una colcha y tengo una y es blanca, sencilla, elegante, discreta... estoy a salvo. Pues no, es verdad que siempre es mejor esa opción que cualquier originalidad comprada o cualquier cursilería heredada de una madre...pero las colchas blancas son como tener dos ojos, dos orejas  o dos manos, demasiado común. Y no lo digo yo, lo dice la señora de la tintorería de mi calle: «Ay, menos mal que tu colcha no es blanca, porque ahora son todas iguales, blanquitas, todas clónicas». 

Las colchas son conscientes de que su vida corre peligro, de que su mediática exposición en redes está acechando su modo de vida y los últimos ejemplares de ultrahorterez han corrido a ocultarse en las afueras: en casas de pueblo de los abuelos de donde ahora saben que nunca debieron salir porque la ciudad no es para ellas y, sobre todo, en los apartamentos de playa. Los coquetos pisos playeros surgidos durante el boom de los setenta son la reserva nacional de colchas del horror. Colchas con flores, con rasos, con lazos, colchas resbalosas incompatibles con estar tumbado en ellas, colchas con esquinas, con rebordes, con estampados de animales exóticos, imitando paisajes campestres, puestas de sol, cielos estrellados, con lunas llenas, arco iris, nubes, jardines con flores, caminos en otoño, cuadros impresionistas con colores saturados, la imagen de los Bonny M y todo el horror estilístico imaginable conviven en una alegre orgía de desenfreno esperando a que llegue una extinción que percibien cercana.  Las colchas blancas de IG ya caminan hacia la costa... y pronto arrasarán con los colorinchis.  Es el ciclo de la colcha. 

Y no, no pienso contar de qué color es mi colcha.


viernes, 23 de noviembre de 2018

Los amigos y las rachas

Isabel Miramontes, Gust of Wind 16
«Hay dos tipos de amistades, aquellas en las que las personas se animan mutuamente y aquellos en las que las personas deben ser animadas para estar juntas. En la primera categoría, uno hace un hueco para verse, en la segunda busca un hueco en la agenda». (La mujer singular y la ciudad, Vivian Gornick)

La vida es una cuestión de rachas. De buena suerte, de mala suerte, de afán deportivo, de afición por el ganchillo, las coles de bruselas, la Fórmula 1, o el té de riobos, pero también lo es porque nosotros mismos somos rachas en la vida de otros y el que seamos o no conscientes de ellos nos define un poco como personas. 

Hay gente que, en principio, es para toda la vida: tu familia y tus amigos más queridos. Después están las rachas. Llegan a nuestras vidas por cualquier circunstancia: compañeros de trabajo, padres de compañeros de colegio de tus hijos, el gimnasio, el club de ciclismo, internet en sus mil y una variantes. Por alguna extraña razón, llámalo afinidad personal o alineación de los planetas, se establece un vínculo bastante fuerte, lo suficientemente robusto como para mantener un contacto muy frecuente, ya sea diario o semanal. Uno sabe de la vida de la otra persona y viceversa. Por un momento, valoramos si esa persona es un nuevo amigo, uno de esos que, según mi teoría de la amistad, necesita que le hagas un hueco en tu grupo de amigos, lo que te obligaría a, previamente, echar a alguien de ese recinto porque mi personal teoría también sostiene que el número de amigos de verdad que uno puede tener es limitado. Yo también caí en esa sensación, varias veces, casi incontables, porque cuando estás sumido en esa racha, en ese contacto habitual es fácil confundirlo con amistad. No estoy diciendo que las rachas no puedan ser relaciones estupendas que te proporcionen risas, conocimiento y consuelo si hace falta pero creo que hay que aprender a saber que se acaban. Las rachas llegan por sorpresa, son furiosas e intensas y se acaban de manera más o menos abrupta. 

«Nos vemos», «Quedamos», «Hablamos la semana que viene», esas frases u otras parecidas, son las que suelen decirse al final de una racha. Puede que no sepas que se acaba, puede que las digas con total honestidad, creyéndolas... pero sin saber muy bien cómo los días, las semanas, los meses pasan sin darte cuenta y un buen día eres consciente de que no te has acordado ni un solo minuto de esa persona, de que no has echado de menos para nada esa comunicación, de que no sientes ninguna curiosidad por su vida. No le deseas ningún mal, ni ha dejado de importarte pero la racha se terminó, se apagó. Y entonces te das cuenta de que no sois amigos, es otra cosa, una racha. Sopló con fuerza un tiempo y luego amainó. Puede no volver  a soplar nunca  o puede reactivarse otra temporada pero nunca será algo continuado, estable, profundo. Y no pasa nada. 

Es importante saber reconocer una racha pero más importante aún es saber cuando uno mismo es una racha en la vida de alguien. 


martes, 20 de noviembre de 2018

De rutinas y de manías


Dan Gluibizzi, 
El lado de la cama. ¿Despertador o alarma en el móvil? Musiquita infernal o telepredicador mañanero. Café o té. Tostada o cereales. En casa o en el bar. La ducha primero o el café directamente. La taza que escoges. Los cereales que compras. La fruta que comes en ayunas. El aceite con el qué rocías tus tostadas o la mantequilla que untas con esmero. ¿Fresa o melocotón? Primero los calcetines o antes los calzoncillos. ¿Las bragas o el sujetador? El sentido de las perchas en el armario. Cepillo de dientes eléctrico o de los de toda la vida, aunque sea de bambú. Rasurado diario o barba de San Jerónimo. Acondicionador o champú sólido. La emisora de radio que pinchas en el coche, el podcast que aparece primero en tu lista de reproducción. El periódico que lees en el bus de camino al curro. ¿Ventanilla o pasillo? La gasolinera en la que prefieres parar a llenar el depósito. El sitio en el que aparcas en el curro. Con bolígrafo o con lápiz. Un saludo o un abrazo. Buenos días o Estimado. Revisar el correo o los datos. Marcar como "para mañana" o tratar de terminar todo. Azúcar o sacarina. Botella de plástico o de cristal. Twitter o Tweetdeck. Facebook o instagram. El ebook o el papel. Cascos con cablecito o antenitas disparadas desde las orejas. Audios de whasap o escribir aunque se la Biblia. Abrigo o cazadora. Zapatillas o zapatos. Artengo o colorinchis. La hora a la que comes. La mesa en la cantina, sentarse mirando a la puerta o de espaldas al mundo. ¿Yogur o fruta? Hacer listas o afrontar el día solucionando lo que salga. Leer varios libros a la vez o ser fiel a uno hasta el final de sus páginas. Radio fórmula o Radio 3. La peli que escoges. La serie que ves. La que no verías ni de coña. El cine al que vas. Sentarte delante o al final de la sala. Palomitas o chuches. Vino o cerveza. Botellín o caña. Dos besos o la mano. El bolso en el suelo del coche o en el asiento del copiloto. La cartera en el bolsillo de delante o en el del culo. Vaqueros siempre o vaqueros nunca. Lunares o flores. Antes muerta que con rayas. Antes muerto que con camisa. Ahorra más o Lidl. Primitiva o Euromillones. El metro o el bus. Ventanilla o pasillo. ¿Dejar la lavadora puesta al salir de casa o ser de los que ve pasar su vida esperando a que la lavadora termine? ¿Tender dentro o fuera? Planchar o la arruga ya se irá con el uso. Salir del curro de noche o de día. Leer en el metro o mirar al infinito. El primer vagón o el último. Llegar a una cama hecha o a un batiburrillo de sábanas, edredón y almohadas. Diazepan o infusión. Lo termino todo o mañana será otro día. Pijama o piel. 

Somos un saco de rutinas y manías.  


jueves, 15 de noviembre de 2018

De abuelos y nietos

No sé cómo empezó aquella rutina ni cuanto tiempo la mantuve, creo que solo un año, hasta que él murió. Tenía dieciséis años, no sabía peinarme y llevaba unas hombreras que me dejaban sin cuello, como un quaterback o como Quasimodo. Además llevaba diadema o cinta y, en general, tenía aspecto de poca cosa, de miedo con patas, de saco de inseguridad con pulso. Con esa pinta y esa falta de confianza no me explico cómo conseguí que Nikitas accediera a llevarme en su Vespino hasta Colón. Nikita era uno de los cinco niños que las monjas de mi colegio habían conseguido reclutar para poder poner que 3º de BUP era "mixto". Aquellos cinco pobres, reclutados entre los más repetidores de los repetidores de los colegios de la zona, llegaron a nuestro colegio y se vieron sobrepasados en número, hormonas y absurdez por todas nosotras. Como en las buenas pelis americanas de sobremesa, cada uno de ellos adoptó un papel: el huraño, el galán popular, el guapo inaccesible, el gay escandaloso y el normal. Nikitas era el normal. Era un completo desastre académico y un misterio en su vida fuera del colegio pero era normal, significando normal que podías hablar con él sin que eso implicara ningún tipo de interacción del tipo "nos tenemos que gustar". Y era divertido. 

Los viernes,al terminar las clases, me subía en su Vespino y abrazada a su cintura para no caerme, atravesábamos Padre Damián, Paseo de la Habana antes de adentrarnos en el terrorífico túnel de Azca para salir a la Castellana. Acabo de darme cuenta de que después de aquellos viajes en la moto de Nikita, nunca más he ido en moto por Madrid. Me dejaba en Colón y desde ahí caminaba hasta la casa de mis abuelos para comer con ellos. Todos los viernes de 3º BUP repetí esta rutina. A veces, la comida me encantaba y otras veces mi abuela hacia pato a la naranja. Nos sentábamos en la mesa del comedor, cada uno en su sitio y supongo, no lo recuerdo, que yo les contaba cosas del colegio, me quejaba de mis hermanos y escuchaba sus historias. Tras la siesta de mi abuelo, le ponía la merienda y le ayudaba en su despacho. Él tenía artritis o artrosis (nunca sé cual es) y tenía las manos agarrotadas, casi como garras, pero seguía escribiendo y anotando cosas en sus cuartillas y escribiendo a máquina utilizando solo los índices. «Ana, dame aquel tomo de allí», «Guarda estos documentos ahí, en ese armario, en el carpesaro azul». Su despacho olía a él, a años, a libros, a dignidad. A mí me parecía muy mayor pero tenía setenta y dos años. Me gustaban muchísimo aquellas tardes de viernes, comer con mis abuelos, pasar el rato con ellos, charlar, sentirme nieta. Al año siguiente él murió y mi abuela se murió de pena veinticuatro días después, Nikitas dejó el colegio y aquellas comidas terminaron. 

Mi madre y mis hijas comen juntas los martes. El año pasado eran los jueves y yo pretendía mantener ese día pero se unieron las tres, sincronizaron sus agendas y lo cambiaron a los martes. Si algo he aprendido es que  las tres unidas, mis hijas y mi madre, son indestructibles. No merece la pena enfrentarme a ellas o discutir, es mejor ser agua o bambú o directamente que me resbale lo que hacen. Si yo digo blanco, ellas dicen negro. Si yo digo Sí, ellas dicen No y si si yo escribo un blog, ellas dicen "hay que ver las tonterías que escribes" pero me gusta que coman las tres juntas, me recuerda a mis abuelos. 

Y me gusta aún más que no vayan en Vespino. Espero que lo sigan haciendo muchos años más.