lunes, 15 de octubre de 2018

El hijo que se escaquea


Siempre, siempre, siempre, en todas las familias hay un hijo que se escaquea. Si pensamos en nuestros hermanos, en nuestros primos, en familias que conocemos podemos fácilmente señalar cual de toda la ristra de hermanos, de hijos, es "el que se escaquea". Pensadlo, seguro que ya lo tenéis.

El hijo escaqueador lo es de nacimiento. Nacen con ese talento, con ese don y lo perfeccionan a lo largo de los años. Cuando son pequeños no saben que tienen ese superpodere y lo utilizan sin darse cuenta, sin pretenderlo. A la voz de «Niños a recoger», los hijos se ponen a ello, el progenitor entretenido como anda en recoger con ellos y en pretender enseñarles lo estupendo y maravilloso que es el orden, no se da cuenta de que hay uno que sí ha recogido pero poco, lo justo. Ha cogido dos playmobil y los ha guardado en la caja pero ha empleado en esa tarea sus buenos cinco o seis minutos mientras el resto de la familia deshacía un castillo de Lego, guardaba los billetes del Monopoly por colores, ordenaba los lápices de colores y preparaba la ropa para el día siguiente.

Esta época de inocente uso de su superpoder pasa rápido y pronto, muy pronto, el hijo que se escaquea toma conciencia y se profesionaliza. «Hay que poner la mesa» suele ir seguido de una necesidad imperiosa, poderosa e inevitable de visitar el baño. Una necesidad que termina justo en el momento en que se anuncia que la comida está en la mesa. La orden «por favor, quitad la ropa tendida» va seguida de una súbita conciencia de la necesidad de hacer ciertos deberes que habían sido olvidados hasta ese momento. Deberes que se terminan cuando la ropa está destendida y el momento del ocio comienza.

El primero que percibe al hijo que se escaquea es el hermano o hermanos. «Fulanito no hace nada» dicen a muy temprana edad. «Sí que hace, pero otras cosas» dice el progenitor ingenuo que se niega a creer que él también tenga un hijo se escaquea. Los progenitores se entregan entonces a ese falso discurso de «está muy feo comparar» que en realidad quiere decir: a) no me he dado cuenta o b) no quiero aceptar que mis dos hijos(tres, cinco o los que sean) no sean todos perfectos o c) ¿será posible que esté tan ciego como mis padres?

No hay que confundir al hijo que se escaquea con alguien muy vago o con alguien poco implicado en la vida familiar. Para nada. El hijo que se escaquea puede ser una cumbre de diligencia, organización y rapidez organizativa cuando algo le interesa y/o implica a su persona. Por ejemplo, el hijo que se escaquea puede montar la mejor fiesta sorpresa del mundo para uno de sus hermanos o es capaz de elaborar una manualidad increíble que le lleve muchas horas para regalar a su abuela. El hijo que se escaquea no es un inútil, simplemente usa sus talentos para lo que le interesa y, normalmente, el rutinario funcionamiento de la vivienda familiar, la limpieza, el orden, las tareas del hogar o encargarse de visitar a un familiar enfermo no están en su escala de intereses ni siquiera entre los puestos cien mil y cien mil uno.

¿Y qué hacen los padres con el hijo que se escaquea? Pues manejarlo mal. Muy mal. Con el hijo que se escaquea tenemos el síndrome del hijo pródigo, de hecho estoy convencida de que el verdadero interés de la parábola del hijo pródigo no se nos contó nunca. Lo más jugoso de la historia estaría después de que el padre acogiera al hijo que se escaquea y el hermano responsable se mosqueara. Ojalá saber la bronca que se montó después de lo del camello y la aguja y toda esa cháchara. Me imagino al hermano responsable «Pues cojonudo, a partir de ahora que el camello escaqueador éste te ponga de comer y recoja tu ropa que yo me voy a tocar el ukelele y no hacer ni el huevo que resulta ser la mejor manera de ser santo».

Los padres acogemos cualquier mínimo gesto de cooperación por parte del hijo pródigo con alborozo y alegría. ¡Fuegos artificiales! ¡Albricias! ¡Almácigas! «Hay que ver lo que ha limpiado hoy Menganito» Los otros hijos se indignan con razón y dicen: «Joder, normalmente no hace nada nunca nada, pero hace un día cualquier mierda y parece que ha ganado el Premio Nobel» y tienen razón, tenemos razón, toda la razón del mundo pero es que el hijo que se escaquea es un rey del marketing, sabe vender su producto.

El hijo que se escaquea no es idiota y sabe que no puede exprimir su superpoder sin que se le vuelva en contra así que planea dejar de usarlo en el momento justo, en el momento de mayor lucimiento y, además, lo anuncia con grandes neones: «Mamá, he ordenado el armario, lo he limpiado por dentro y he colocado la ropa por colores» ¿Cómo no vas a hacerle la ola? El padre, la madre, los progenitores se vienen arriba y presa de una especie de síndrome del "yo sabía que mi hijo era bueno", creen que este momento, este hito, marca el comienzo de una nueva era, que su hijo el que se escaquea ha dejado esa etapa atrás, igual que se dejan los pañales, el chupete, los cromos de invizimans y la adolescencia y que se ha convertido en alguien colaborador.

Ja. El futuro se ríe en su cara y el hijo que se escaquea también. Sabe que ha ganado tiempo de calma, tiempo para perfeccionar su técnica y tiempo para mejorar su cara de «Me estás ofendiendo muchísimo y me está doliendo» la próxima vez que le pilles escaqueándose de la limpieza conjunta tras el paso de los pintores por casa y le acuses de «te has entretenido en el portal hablando con tus amigas para no subir a ayudar a limpiar».

Pensadlo. ¿Quién es vuestro hijo/hermano que se escaquea? Sino se os ocurre nadie a lo mejor sois vosotros. 

miércoles, 10 de octubre de 2018

Imágenes de una depresión


Estoy en un túnel que no acaba nunca y al que no sé cómo he llegado. Cuando  recobro la conciencia estoy justo en el medio, no recuerdo nada de lo que me ha llevado hasta aquí y no tengo ni idea de cómo podré alcanzar el lejano punto de luz que creo vislumbrar al fondo. Hay días en los que estoy convencida de que ese punto no existe, que son imaginaciones mías. Es un espejismo, un fuego fatuo que juega conmigo.
Estoy en una llanura inmensa en la que no hay nadie más que yo. El cielo se une con la tierra en un horizonte continuo que me rodea. Entre mí y ese horizonte  lejano no hay nada. No hay colinas, ni árboles, ni montañas, ni arbustos y sospecho que tampoco habrá ríos, ni lagos, ni mares, ni casas, ni ciudades, ni caminos ni carreteras. Ni siquiera hay nubes. Hace frío. Tengo muchísimo frío todo el tiempo. Pienso en Napoleón y en los ejércitos alemanes marchando hacia Stalingrado. El suelo es árido, pedregoso, incómodo. No puedo arrastrarme por él ni puedo echarme a descansar, a olvidarme, a esperar. Si me siento, si me tumbo, en cuanto rozo el suelo, insectos invisibles, espinas que eran imperceptibles cuando caminaba se me clavan en el cuerpo y tengo que levantarme y seguir caminando. Sin rumbo, sin destino, avanzar por avanzar. Silencio sepulcral.
Soy una pieza de porcelana fina. Azul y blanca con un dibujo de flores y casas y campos y alegres campesinos ingleses. O soy un jarrón chino con colores planos definidos por gruesas rayas negras. Estoy rota en mil pedazos que se mantienen unidos con un pegamento muy débil, que casi no pega de puro cansancio. Desde fuera nadie ve las juntas, finas como cabellos, que surcan toda mi superficie pero yo sé qué están ahí, que pueden despegarse en cualquier momento y, entonces, me convertiré en un montón de trocitos minúsculos sin forma, sin sentido, sin valor. Inútil.
Soy el parabrisas de un coche que desde lo que parecía solo un pequeño impacto se resquebraja en millones de partículas que se mantienen unidas pero que en algún momento decidirán que ya no les merece la pena seguir estándolo y se desplomarán de golpe. No será por un impacto ni por un choque ni por un golpe, será por algo tan imprevisto e inevitable como una ráfaga de viento que sople en un sentido inesperado.
Soy una figurita blanca, sin facciones, sin pelo, sin manos ni piernas. El esquema más básico de persona abrazada sobre mi misma en una celda de castigo sin puertas sin ventanas y sin techo. Todo es blanco.
Soy un ser un ser informe en posición fetal meciéndome como una loca de película en la cama.
Soy el único habitante de la Tierra después del Apocalipsis. No queda nada de mi vida anterior a lo que aferrarme.
Soy una damisela prerrafaelita con mi larga melena imaginaria desplegada a los lados de mi cabeza mientras floto en una laguna. Un manto de agua calma me cubre dejándome ver el mundo pero sin poder asirlo, ni olerlo, ni tocarlo ni participar en él. Tengo los ojos abiertos. El mundo me mira desde el otro lado de la lámina de agua y no sabe si estoy muerta o finjo estarlo.
Soy una presencia fantasmagórica caminando entre la gente sin que nadie me vea, como en una especie de universo paralelo tipo Matrix (odio esa película).
Soy una lámina fina, de papel cebolla, en la que cualquier hecho, sensación, palabra o sentimiento deja una huella. Una lámina tan fina que cualquier tensión puede rajarla.
Soy una hoja de otoño, caída del árbol de la vida y que desde el suelo mira esa rama en la que estaba anclada sabiendo que jamás podrá volver a ella. Una hoja que vuela con cualquier ráfaga de viento sin voluntad, sin posibilidad de controlar su vida. Una hoja que no tiene ni idea de cómo ha podido caerse. Mira la rama y piensa ¿qué hago aquí?
Soy un periódico que arde.
Soy un cuerpo sin piel. Una herida en carne viva.
Soy un espía, un policía de incógnito que camina cauto, vigilando, chequeando los posibles peligros, parándose antes de doblar cualquier esquina. Soy un secreta que siempre se sienta con una pared a la espalda para tener algo en lo que apoyarse. Llevo siempre gafas de sol para que nadie vea mi mirada cansada que no ve.
Soy un perro de caza con las orejas y el rabo de punta, alerta ante cualquier peligro para que no me pille desprevenida. Si intuyo un peligro, corro o me tiro al suelo y lloro, muerta de miedo, suplicando. Soy un perro al que los petardos aterrorizan.
Soy un coche que circula por la autopista a toda velocidad y sin saber muy bien cómo ha terminado en la pista de frenado para camiones descontrolados. Avanzo hasta la grava, a duras penas consigo atravesarla, pero llego a la arena y allí me quedo anclada, parada. Cualquier movimiento que haga hundirá mis ruedas más y más en esa arena fría. No puedo salir solo, necesitaré una grúa pero sigo intentándolo porque me da vergüenza llamar pidiendo ayuda. A mi lado, la vida sigue, los coches pasan a toda velocidad por la autopista pero tú te has quedado fuera. Algunos te gritan pero ¿por qué te has metido ahí? Acelera y sal.
Soy un preso en una celda blanca, yo soy blanca, las paredes, el techo, la puerta que no veo pero que sé que está ahí, el suelo en el que me acurruco, todo es blanco infinito. Vivo las veinticuatro horas del día bajo una luz blanca que borra cualquier contorno, cualquier silueta. Es una luz que hace desaparecer todos los colores, todas las sombras, en un inmenso charco blanco del que no se ve el final. La luz no me deja ver nada. Me ciega, me taladra la cabeza y, en ella, solo puedo andar tambaleándome con los ojos entrecerrados. Querría cerrar los ojos, no ver esa luz. Necesito apagarla o hacerla desaparecer. Quiero esconderme, alejarme de ella, que no me alumbre, que no me vea, quiero que me deje descansar. Pero no hay donde cobijarse. Me persigue y no puedo esconderme. Da igual que me quede parada en esa celda o que palpe las paredes intentando encontrar la puerta que sabes que sé que está ahí, al otro lado hay un pasillo igual de blanco y en el que también me espera la luz, que no se apaga.
Soy transparente para mí misma y opaca para los demás. Si me paro y miro mis manos, mis piernas, mi tripa, mis pechos, mis pies, la luz blanca me traspasa y me obliga a verme, a ser consciente cada minuto de mi angustia. Veo mi ansiedad correr por mis venas, mis arterias, mis poros. Veo a mis órganos rechinar del esfuerzo de hacerme seguir adelante.
Soy José Luis López Vázquez gritando en la cabina.
Soy Maxwell Smart caminando por un pasillo lleno de puertas que se van cerrando a mi paso. Un pasillo cada vez más pequeño, más angosto, más estrecho y con el techo más bajo. Pronto me doy cuenta de que ya no puedo caminar erguida, tengo que encogerme y luego agacharme hasta que por fin, de rodillas, llego al final. La celda 101 donde no hay nada, donde casi no quepo y de dónde sin embargo no quiero salir.
Soy el increíble hombre menguante. Cada vez me siento más pequeña, la vida me queda grande pero nadie se da cuenta. Cada día que pasa menguo más. Si el proceso no se para acabaré desapareciendo sin que nadie me eche de menos.
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 Verme, construirme en imágenes no me ayudó ni me sirvió para nada pero de alguna manera me hacía visualizar lo que me estaba pasando. Si me imaginaba, me recogía, me daba forma más allá del agujero negro en el que sentía que me había convertido. Todo muy poético, muy absurdo y muy fácilmente rompible. Así era como me sentía.
Hoy es el Día Mundial de la Enfermedad Mental y he recordado este texto que escribí durante los días iguales.

lunes, 8 de octubre de 2018

Ellas leen, ellos escriben

El viernes estuve en un club de lectura y, como siempre, las mujeres éramos mayoría: doce mujeres y un hombre. El libro para comentar era una obra breve de Mary Shelley, Un viaje de seis semanas. Mary Shelley es una  autora clásica, con una obra clave en la literatura universal, Frankestein o el moderno Prometeo, que muchos consideran el origen de la ciencia ficción como género, quiero decir que no es una autora desconocida, ni una autora que pueda ser despachada con el clásico "escribe cosas de chicas".  Hablamos de ella de su vida, de cómo era viajar en el siglo XIX, la editora explicó el motivo por el que decidió publicar este libro, la traductora comentó los problemas y los retos a los que se había enfrentado con estos apuntes de Mary Shelley, escritos cuando tenía dieciséis años y se había fugado, por primera vez, con Shelley en busca de la aventura. Al terminar nos fuimos a tomar una caña. Yo ni había leído el libro ni conocía a nadie en ese club, solo al hombre que me acompañaba, pero fue una experiencia fantástica, divertida y entretenidamente instructiva. 

El sábado por la mañana puse este tuit. 


Cuarenta y ocho horas después estoy aún más convencida de que algo no cuadra pero estoy alucinada con algunas de las respuestas que he recibido. Algunas son tan  idiotas que no merecen comentario. Algunas de ellas, como era de esperar, son  muy paternalistas, como si yo tuviera siete años y necesitara que viniera un tipo cualquiera a explicarme obviedades del tipo: «Leer no es igual a escribir». Otras me acusan de incitar al odio «Uffff con el neosexismo... me parece que esta d moda» y, por supuesto, me llaman «feminazi».

Me dan igual todos esos comentarios, ¡alehop! doble pirueta lateral y a otra cosa mariposa, me interesa mucho más saber porqué pasa esto. ¿Por qué los hombres no van a los clubs de lectura o, en general, a las actividades culturales o si lo hacen su presencia es menor pero ¡oh sorpresa! en la mayoría de esos actos el presentador o moderador es un hombre? Los hombres leen, yo conozco a muchísimos que leen habitualmente y con los que hablo de libros. Todos ellos saben lo que es un club de lectura, al contrario que muchos de los que me comentaron el tuit con perlas del tipo «los hombres compramos libros no necesitamos intercambiarlos» o «sabemos leer solos, no nos gusta leer en alto». ¡Triple pirueta! Por supuesto me parece estupendo que no vayan a los clubs de lectura, yo no voy a cursos de cocina ni a torneos de ajedrez porque ni me gusta cocinar ni me gusta jugar al ajedrez pero a ellos les gusta leer y les gusta hablar de libros. ¿Hay una percepción errónea de lo que es un club de lectura? ¿Parece algo "de chicas"? ¿Por qué? Y voy más lejos, si opinar, comentar y hablar de libros es algo de chicas, mayoritariamente femenino, si las que más hablan de libros, las que más leen,  las que más compran libros, , son mujeres ¿por qué al abrir un suplemento cultural hay mayoría de hombres? Esta pregunta es retórica, no hace falta ni decirlo. Pensando en este tema este fin de semana he recordado cuando hace un par de años escuché a Belen Carreño contar en la radio como en los consejos de administración de las principales empresas de cosmética la presencia de mujeres era muy escasa. Se supone, las estadísticas lo demuestran, que la cosmética es algo que importa más, que consumen más, las mujeres pero los que parten la pana, los que deciden, los que mandan son hombres. ¿Deberían ser todo mujeres? No, tampoco estoy diciendo eso aunque éste es el argumento que agitan los hombres cuando nosotras decimos que hay pocas mujeres periodistas deportivas «los principales consumidores de deportes son hombres así que por mis huevos toreros, los que comenten los deportes tienen que ser hombres». ¿Por qué esto no se aplica al revés en cosmética o en el mundo del libro? 

«Los hombres tiene miedo de que las mujeres se rían de ellos» dice Margaret Atwood en un pasaje de su libro La maldición de Eva (la cita continúa «y las mujeres de que ellos las maten» pero este no es el tema ahora) y he pensado también que quizás a ellos ese miedo al ridículo les impide ir a clubs de lectura a opinar. Ajá. Pero es curioso que ese miedo a opinar por temor al ridículo nos les impida escribir una reseña, una opinión o una crítica en un medio pagado. ¿Por qué? Bueno porque ahí no hay terror escénico, no hay peligro de ridículo, de respuesta, ellos cuentan con el (supuesto) argumento de autoridad que les da el que a ellos los han elegido para que escriban, les pagan por ello ergo son mejores, saben más, ni se te ocurra chistarles. 

¿Hay hombres muy buenos haciendo crítica literaria, comentando libros? Sí, claro. Por supuesto. Unos me gustan y otros no. Unos son un coñazo y otros no. A veces estoy de acuerdo y a veces no. Y hay mujeres, algunas me gustan más y otras menos. Mi pregunta es ¿por qué no hay más mujeres escribiendo de libros si leemos más, si nos gusta más? «Las mujeres, en general, les gusta menos la confrontacion q los hombres. A los hombres no nos gusta, pero hay algo por encima de nuestra comodidad q nos hace expresarnos y a las mujeres la comodidad les puede.»

Es que me troncho. ¡Triple mortal planchado!  Me voy a leer y a escribir desde mi comodidad de mujer a la que no le gusta la confrontación. 


miércoles, 3 de octubre de 2018

Lecturas encadenadas de septiembre.... el despelleje.

Yuko Shimizu
De Los detectives salvajes salí pensando «No vuelvo a escribir en mi vida. No debería ni tocar las palabras después de ver lo que Bolaño hace con ellas» pero la vida no tenía esos planes para mí y me trajo a las manos una bazofia con ínfulas de la que he salido con los brazos en alto pensando «yo escribo mejor, no doy tanta vergüenza ajena»(creo) 

A Conversaciones entre amigos de Sally Rooney le voy a deber el dudoso honor de haber traído de vuelta la aclamada, pero hace largo tiempo olvidada, sección: ¡Despellejes literarios! 

¿Por dónde empezar a echar espuma por la boca contra este horror literario? Empecemos por la faja. «MARAVILLOSA» (Nunca te lo perdonaré, The New Yorker) «LITERATURA en mayúsculas» (Madre mía El País). Mentira todo. Mentira podrida. 

Conversaciones entre amigos va de gente idiota haciendo el idiota. Va, como Los detectives salvajes, de amistadas, de amigos que hablan pero ni son amigos, ni hablan, solo dicen frases grandilocuentes y vacías llenas de palabras sin sentido y cargadas de «soy un alma sensible e incomprendida». 

Al despelleje. 

La protagonista es Frances que es a mí me parece imbécil. En artículos por ahí he leído, guiñando muchos los ojos y mirando de refilón de la vergüenza ajena que me daba, que es un personaje frágil, autodestructivo y blablablabla. No, no es nada de eso. Es un personaje ridículo, cargado de clichés de supuesta modernez que resulta sonrojante. Tiene veintiún años y a Bobbi, su amiga, que es la lista de la relación y de la que Frances, sorpresón, tiene envidia por lo desenvuelta que es, lo inteligente, lo bien que habla, lo segura de sí misma que está, bla bla bla. Como esto no es la tetralogía de la Ferrante pero la idea es la misma, aquí las dos amigas han sido pareja amorosa durante un tiempo. Para cuando el lector, yo, tiene la desgracia de conocerlas ya no son pareja pero se llevan fenomenal y hacen lecturas públicas de poemas porque son de la "bohemia artística irlandesa" (Carcajadas. Si yo fuera de la bohemia artística irlandesa le ponía una bomba a Sally por esta apropiación indebida del término). Una noche, tras una de sus lecturas y por arte de birlibiloque conocen a Melissa que es, por lo visto, una fotógrafa de cierto renombre y que es mayor (treinta y cinco). Melissa las invita a su casa a cenar y a dormir. ¿Por qué? ¿Por qué te llevas a dos desconocidas a tu casa a cenar y a dormir? ¿Melissa no tiene amigos? ¿Quiere asesinarlas? ¿Montar una orgía? El lector, ósea yo, se hace estas preguntas porque estás en la página tres del libro. Según avanzas en la lectura te das cuenta de que nada tiene sentido ni motivo, todo es un ir y venir de lugares comunes. Sigamos. 

¿Quién está en la maravillosa casa de Melissa? Su maravilloso marido, Nick, treinta y tres años, que es también idiota pero espectacularmente guapo. Esto no lo digo yo, lo dicen en el libro unas mil veces, de hecho cada vez que le nombran: «A Nick le gustaba ir a nadar y luego salir del agua con la piel resplandecientemente húmeda, como en un anuncio de colonia», «Nick tenía un torso imponente, parecía una escultura», «Lo imaginé sonriendo para sí al teléfono, lo ofensivamente guapo que debía parecer». Me encantaría poder describiros a este Adonis pero a la autora se le ha pasado contarnos si es alto, bajo, rubio, moreno, pelirrojo, calvo, con gafas. Debe ser que es «guapo» como absoluto, como concepto abstracto... esto debe ser la LITERATURA para ella. 

Bueno, en un giro completamente inesperado de la trama, tan inesperado como que el sol salga por Antequera, Nick y Frances se lían. Después de que se líen todo es un de un sopor y un aburrimiento inenarrables. Páginas y más páginas de «Mire a Nick, tan guapo..., yo me sentí mal. ¿me querría? Quería sentirme poderosa, controlarle pero mis ovarios me dolían y quería morirme pero ¡ay qué guapo es!» 

A lo mejor alguien se pregunta qué pasa con Melissa y Bobbi que en teoría deberían pintar algo en la historia. Bueno pues son las comparsas. Por un momento pensé que Melissa era una mala muy viciosa y lo que pretendía con la amistad con las chicas era montarse una orgía pero no.  Cuando le dejan un casoplón de vacaciones en Francia e invita a las dos chicas a pasar una temporadita allí, la actividad principal que despliega es la limpieza y la cocina. Frances por supuesto tiene dudas sobre la conveniencia de irse de vacaciones con su amante y su mujer pero las resuelve en unos treinta segundos. Las resuelve tan bien que por las noches se chusca a Nick. Melissa y Nick no comparten habitación, ¿por qué? No sé, qué más da.  Las escenas de sexo con diálogos del tipo «No recuerdo si al principio pensé en todo esto. En que lo nuestro estaba condenado a acabar mal» dice ella, «Yo sí lo hice. Pero también pensé que valdría la pena», son cumbres de vergüenza ajena porque, como lector, uno siente que los personajes están follando pensando ¿estoy guapo? ¿doy bien en cámara? ¿mi frase tiene suficiente profundidad moral? 

El lector, al contrario que los personajes, no solo sabe que acabara mal sino que desea que, como poco, irrumpan unos terroristas los secuestren, los despellejen, les hagan tragar treinta kilos de polvorones y les pasen a cámara lenta sus diálogos para que aprendan lo que es sufrir... pero sigamos. 

Las vacaciones en Francia terminan y todos vuelven a Dublin. Bla bla bla  se vuelven a encontrar, chuscan, Nick lleva un abrigo precioso «Me levanté de la cama y metí los brazos desnudos en las mangas, sintiendo la fresca caricia de la seda sobre mi piel. (...) Nick deslizó una mano por dentro del abrigo y me acarició los senos» (otra cumbre). Como he dicho antes, todo es un ir y venir sin decir nada, sin avanzar, sin interés. Frances tiene problemas de dinero porque su padre, un borrachín del que sabemos poco y es, sin embargo, el personaje con más interés del libro, le ha dejado de pasar la asignación y claro ser pobre también le preocupa a la pobre Frances pero no tanto como para pensar en trabajar. «Nunca he pensado en trabajar». Pues estupendo, Frances. 

Pasan cosas poco interesantes, aún menos interesantes que la trama principal y por algo que ya he olvidado Melissa se entera del affair amoroso y le manda un mail a Frances en plan «soy moderna porque el mundo me ha hecho así y aunque me jode un poco que te chusques a mi marido, él ahora está más contento así que todo ok» Mis risas se escucharon en Sebastopol. Se montan entonces una relación abierta («El amor tradicional es cuestionable» pone en la faja) en la que Nick chusca con las dos y todo parece ir sobre ruedas. La anormal de Frances dice que es su novio y va por la vida tan feliz pisando flores de la mano de Nick, que lleva su «maravilloso abrigo», hasta que Nick, un buen día, le deja caer que «Ey churri que también me chusco a Melissa» y entonces Frances cae del guindo y claro, THE GREAT DRAMA. Y tú dices pero, alma de cántaro, ¿qué te creías?

Bueno pues luego viene el dramita: llora, se auto lesiona, no come, sufre muchísimo, muchísimo, muchísimo y se desmaya en una iglesia. Llega a casa, escribe a Bobbi que se había enfadado por algo que ya no recuerdo y que no importa nada. Bobbi se planta en su casa, se dicen que se quieren y vuelven a vivir juntas. Hablan muchísimo. «¿Acaso me hago llamar tu novia? No. Llamarme tu novia sería imponernos una dinámica cultural prefabricada sobre la que no tenemos ningún control. ¿Entiendes?» Y esta es la lista del libro. (Otra cumbre de vergüencita ajena)

Y ¿cómo termina esto? Pues un buen día Nick va al super a comprar pimientos amarillos y no hay. Así que llama a Melissa para preguntarle si valen los pimientos rojos y  ¡tachán! se equivoca de número y llama a Frances. (Juro solemnemente que no me invento nada) Hablan, ella le pide consejo sobre como tratar su endiometriosis (sigo sin inventarme nada) y se dicen cosas que ni siquiera un guionista de tv movie alemana se atrevería a escribir como «No puedes imaginar  lo difícil que me ha resultado no llamarte» «Creí que me habías olvidado por completo» «Me horroriza la idea de olvidar aunque sea el más mínimo detalle sobre ti». 

Esta cumbre de supuesta LITERATURA con mayúsculas acaba cuando ella le dice «ven a buscarme». 

Y el lector, ósea yo, le implora al guapo por antonomasia: Sí,  Nick,  ve a buscarla y acaba, por favor, con este sufrimiento, con este lodazal de lugares comunes y aburrimiento. 

Los personajes de El Cuarteto de Alejandría de Lawrence Durrell deben estar carcajeándose. Eso sí eran amigos que conversaban sobre amores no tradicionales.  


lunes, 1 de octubre de 2018

Lecturas encadenadas. Septiembre. La gloria...

 Invasion of readers  de Yuko Shimizu
En septiembre he tocado el cielo de la lectura y me he hundido en el infierno del que creo que va a ser, sin duda, el peor libro del año. La gloria y el barro. 

Empecemos por la gloria. Un año y nueve meses llevaban Los detectives salvajes de Roberto Bolaño esperando en mi estantería. Es un libro que me trajeron los Reyes de mi hermano G en enero de 2017. Confieso que me daba miedo y pereza, a pesar de no haberme metido nunca a leer ninguno de los artículos que le dedican percibía en los titulares, en los comentarios en tuiter, en frases leídas en diagonal un tufillo entre sus admiradores a secta, a malditismo, a ese rollo tan «no es para todo el mundo pero si consigues entrar en su mundo, alucinarás» ¿Qué pasaba si me ponía con ello y me parecía un bodrio? ¿o no lo entendía? ¿o Bolaño no me dejaba entrar en su mundo y me convertía en una paria para esa secta?  

En la segunda página de Los detectives salvajes el miedo se había esfumado y Bolaño me recibió en su mundo con alfombra roja. Leía y pensaba ¿dónde está la dificultad?  Hay un millón de artículos sesudos sobre este libro que yo no voy ni a intentar remedar. Los detectives salvajes para mí es una historia de una de esas amistades que marcan un momento de tu vida como un fogonazo, se apagan y sin embargo su olor impregna toda tu vida. Arturo Belano y Ulises Lima son dos jovenzuelos intensos, en búsqueda de algo que no saben muy bien qué es hasta que se topan con la historia de una poeta fantasma y se lanzan en su búsqueda. La poeta fantasma es lo que Hitchcock llamaba el Macguffin, planea sobre el argumento pero, en realidad, no importa nada. Para mí, el verdadero tema de Los detectives salvajes es la historia de la amistad juvenil, de esas relaciones que se establecen con veinte años basadas en el miedo a la vida, en la incomprensión de lo que ser adulto significa, en la propia desconfianza hacia uno mismo. Los vínculos que se crean cuando no sabes quién eres, ni a dónde vas, ni qué quieres, cuando no encuentras tu sitio y ni siquiera sabes si tienes uno. Los detectives salvajes buscan algo que ni siquiera saben quien es y su historia es la de los rastros que esa búsqueda dejan en sus vidas y en las de todos los que les rozan. ¿Cómo se siente Los detectives salvajes? Como una colmena. Pasas de una celda a otra, y en cada una de ellas su habitante te cuenta su porción de la historia, los instantes que compartieron con uno de ellos y con los dos. Tras esa historia, abres otra puerta y pasas a otra celda en la que otro nuevo personaje te cuenta otra porción de la historia. A veces, vuelves a una celda y la historia de ese personaje continua. Todas están intercomunicadas porque a través de sus finas paredes el influjo de Belano y Lima se expande y sus habitantes que creen, cada uno desde su perspectiva, que ellos fueron los que de verdad los conocieron, los que vieron su verdadera cara. 

Los detectives salvajes es también un libro de viajes, de viajes en el tiempo y en el espacio. Avanzas y retrocedes, saltas de un país a otro, de una trabajo a otro, de una ciudad a otra, de la ciudad al desierto, del mar a la montaña, de una novia a otra, de un encuentro a otro. Y en el ultimo momento Bolaño, después de haberse estado deteniendo en los detalles de cada celda de la colmena (antes de que el lector supiera que es un celda) hace zoom, toma distancia... y te deja ver la colmena y es entonces cuando todo encaja. 

Bolaño consigue, además, lo que todos los grandes, hacer fácil lo imposible. Construye mil celdas, con mil puntos de vista, creando mil personajes, todos distintos, todos con una vida completa, una vida a la que llegas a la mitad pero cuyo valor en lo que ese personaje es, entiendes perfectamente. Para cada uno, Bolaño tiene una voz. Ninguna suena impostada, inventada, ficticia, todas son reales.

«Era bastante sincero pero de esa sinceridad que tú no sabes si sentirte ofendida o halagada.»

Mi prologuista, Juan Tallón, al que odiaré eternamente por haberme dicho: «No tienes pinta de que te guste Bolaño, eres demasiado mayor», tiene un artículo muy interesante que leí al terminar Los detectives salvajes y en el que me enteré de que Arturo Belano es Bolaño. Esto explica muchas cosas, entre ellas, la sensación que había experimentado al leer la novela, la extraña fascinación que todos los personajes sienten hacia Belano, un personaje inquietante, misterioso a su manera (odio el misterio) que parece atraer sin proponérselo a todo el mundo y dejar para siempre su huella en todo aquel que le conoce. Bolaño se saca favorecido en Belano, supongo.  

«Hay una literatura para cuando estás aburrido. Abunda. Hay una literatura par cuando estás calmado. Esta es la mejor literatura, creo yo. También hay una literatura para cuando estás triste. Y hay una literatura para cuando estás ávido de conocimiento. Y hay una literatura para cuando estás desesperado.»

Recomiendo infinito leer a Bolaño. No tengáis miedo, no es para listos ni para iniciados ni para intensos. Es una experiencia increíble. Me dais envidia los que no lo habéis leído. 

Me niego a mezclar a Bolaño así que para el despelleje... stay tuned.


miércoles, 26 de septiembre de 2018

Al teléfono con las madres o intentándolo

Lo prometido es deuda y como bloguera vuestra que soy un post os debo y ese post os lo voy a dar. Hablemos de mi madre y su uso del móvil.  Ya adelanté que ella utiliza el móvil de manera incomprensible, errática y desesperante. A veces creo que lo usa para torturarme a distancia. 

Para empezar mi madre y su móvil tienen una relación a distancia, fría. Su frase más utilizada para referirse a él es: «llamadme que no sé dónde lo tengo». Llamas y las posibilidades son infinitas:

«El móvil al que llama está apagado o sin cobertura» 
Lo tiene en silencio porque «mira, de verdad, yo no sé que le pasa a esto porque yo no lo he puesto así».
Da señal, suena un tono de llamada y ella dice muy seria «ese no es el mío, no es mi tono» «Sí es, mamá, es la Cabalgata de las Valquirias, lo elegiste tú» «¿Eso que suena es la Cabalgata de las Valquirias? tengo que ponerlo más alto» Por supuesto a estas alturas el sonido ha cesado y, entretenidas en la discusión, no hemos localizado el móvil. «Llámame otra vez» «El móvil al que llama está apagado o fuera de cobertura» 
«Uy, ya está, lo estoy notando vibrar en el bolsillo».

Dada la naturaleza distante de la relación entre ambos, mi madre y su móvil, llevan vidas separadas que hacen imposible localizarla cuando la llamas. Las posibilidades son, también, infinitas: 

El clásico «El móvil al que llama está apagado o fuera de cobertura». Imagino el móvil, tranquilamente tumbado en una mesa con vistas al jardín, escuchando los pajaritos o viendo llover diciendo «esto es vida, no doy ni golpe».
Escuchas dos mil trescientos tonos de llamada porque «a mí quitadme lo del buzón porque luego no sé escuchar los mensajes» mientras imaginas como la Cabalgata de las Valquirias suena en el vacío. 
Un desconocido coge el teléfono. «Hola Ana, tu madre no está... se ha dejado el móvil aquí» siendo «aquí» cualquier sitio. 

Si, por casualidad, mi madre y su móvil están pasando un ratito juntos, la respuesta más común es «Luego te llamo que me están llamando al fijo». Obviamente hay alguien más espabilado que yo o ese alguien se me ha adelantado agotando previamente la vía de llamar al móvil. 

Con todo, lo peor de mi madre y su uso del móvil es cuando ella llama. Si se le ocurre decirte algo, si un pensamiento, el que sea, cruza su mente y su mente y ella deciden que es el momento de comunicártelo da igual todo lo demás. Mi madre y su móvil se funden en una misión común y atacan. 

Me suena el móvil en un momento en el que no puedo cogerlo. (Puedo estar en cualquier sitio: en el dentista, el médico, el fisio, en medio de una reunión, conduciendo, haciendo pis....) Cuelgo. Vuelve a llamar. Cuelgo. Vuelve a llamar. Cuelgo. Vuelve a llamar, hasta que por enésima vez vuelvo a caer en la trampa de pensar que «pasará algo»

Dime.
¿Dónde estás? 
Son las doce de la mañana un martes,  en Acapulco tomando un mojito. 
Muy graciosa. ¿Dónde estás?
Trabajando, mamá. Trabajando y bastante ocupada por eso te he colgado. ¿Es urgente?
Sí.
Dime, ¿qué pasa?
Tú tienes Amazon Prime, ¿no?
Sí.- nunca lo veo venir suficientemente deprisa. 
Pues es que estoy aquí sentada en el salón y el sofá que usan tus sobrinos está muy gastado (el sofá tiene sesenta años, pero ese es otro tema) y he mirado en Amazon y hay unas fundas ideales. Quiero que me pidas una beige, no blanca ni marfil, beige. 
Te cuelgo. 
Bueno hija... no te pongas así. No pasa nada, tampoco te lleva tanto rato. 


Este esquema de llamada se repite cada dos o tres días y contiene siempre los mismos elementos «¿Dónde estás?» porque por lo visto mi madre cree que mi trabajo es una tapadera y en realidad me paso el día en sitios terriblemente emocionantes y «No te pongas así» siendo «así» cualquier respuesta por mi parte que no sea «Sí señora». 

Entre todos los momentos de comunicación imposible con mi madre está el momento en el que salta la alarma de su casa y yo recibo la llamada. Aclaro que ella me ha puesto de persona de contacto SIN COMUNICÁRMELO.

Suena mi teléfono. Lo cojo. 
¿Sí?
¿Es usted Ana?
Si.
Le llamo porque ha saltado la alarma de la vivienda tal y es usted la persona de contacto. 
¿Perdón?
¿Me dice la palabra clave?
¿Qué palabra clave? ¡Qué alarma?
¿Conoce a Dña. Fulanita de tal? 
Vagamente...  
Pues es que ha saltado su alarma, usted es el contacto y 
Pero ¿le ha pasado algo?
Eso no se lo puedo decir. 

Me acojono. 

La llamo al fijo. Nada.
La llamo al móvil: tres mil quinientos tonos de llamada. Imagino la cabalgata sonando en el vacío. 
Llamo a una de sus amigas. «Hola Ana, sí tu madre está aquí, no, el móvil se lo ha dejado en una tienda. Luego vamos a buscarlo. Dice que qué pasa».  

Casi olvido mencionar las trescientas veinticinco mil llamadas que mi madre me hace «sin querer» tras haber hablado conmigo porque «hija, mi móvil está tonto y rellama sin que yo haga nada». Que a lo mejor estoy siendo injusta y mi madre tiene criterio y el que va por libre es su móvil... A lo mejor.  


domingo, 23 de septiembre de 2018

Ryan Gosling y demasiadas cosas

Look through any window, Ralph Fleck
Está mal que yo lo diga pero elegí muy bien el nombre del blog.  Esto se podía haber llamado de mil maneras distintas: El caballo negro, como mi primer diario, o Cuaderno de notas porque, total, ¡qué más daba si nadie iba a leerme! Pero no, en un raro rapto de inspiración se me ocurrió Cosas que (me) pasan, y aparte de ser bastante resultón, me ha salvado la vida muchas veces. Cuando no sé qué escribir, cuando no se me ocurre nada, siempre pienso ¿qué cosas (me) pasan? Y ya está.  

Estoy tan bloqueada de inspiración que hoy, domingo por la tarde, me he puesto a trabajar, a adelantar tareas de mi curro. ¿Son urgentes? Bueno, más o menos. ¿Alguien me presiona para adelantarlas? No. ¿Por qué lo hago? Porque si estoy trabajando no estoy pensando en qué no sé me ocurre nada. He mandado veinte mails concertando citas para el martes en San Sebastián porque mañana me voy, otra vez, para allá. La semana pasada en el aeropuerto me crucé con Danny de Vito y ruego a Dios, al karma o a quién sea que a quién me encuentre mañana o pasado sea a Ryan Gosling que acaba de llegar allí (llevando, por cierto, una cazadora roja de cuero bastante sexy). Eso sí que sería una COSA para contar. «Pues mirad, chavales, ayer estaba cenando en un restaurante en Donosti y, de repente, en la mesa de al lado estaba Ryan que resultó ser encantador y que, además, se quiso hacer esta foto conmigo en la que los dos salimos estupendos» Por favor, esto podría contarlo en la residencia de ancianos en la que mis hijas me visitarán el primer domingo de cada mes y ser la «loca de Gosling» o en los cruceros de solteros de Royal Caribbean y dejar a mi público con intriga sobre mi intimidad con Ryan. Creo que incluso me haría youtuber para poder contarlo BIEN, moviendo las manos y todo eso.  

Me pasa que no se me ocurre nada para escribir porque ando como pollo sin cabeza. Duermo dos días en una cama, la noche siguiente en un hotel, las dos siguientes en mi guarida, otra en Madrid, dos de hotel. Estoy rozando el nomadismo. Vivo pegada a una maleta y eso implica estar recontando mentalmente la ropa interior que tengo limpia y su adecuación a la ropa que pienso llevar y la gente que voy a ver. Además tengo más trabajo, trabajo de ese de tres mierdecitas aquí, cuatro cosas allí, tres mil quinientas veintitrés reuniones y ciento veinte mil correos electrónicos con tantas variables que al final me siento como si fuera uno de esos chinos con palos que sujetan platos. Con lo fácil que sería decir «dejad que me encargue yo, obedeced mis órdenes y todo será más sencillo». Pero no se dejan. Lástima.  He terminado de leer Los detectives salvajes de Roberto Bolaño y cuando lees algo tan bueno, tan estupendo y te dedicas a escribir en tus ratos libres piensas «Y yo, ¿por qué no lo dejo? No debería ni tocar esas palabras con mis sucias manos». 

Ed Sheeran también ocupa mi cabeza y esto sí que me revienta. Me perturba mucho este tío porque es la prueba más palpable de que mis hijas y yo somos de dos generaciones tan lejanas como dos galaxias. ¿Cómo puede gustarles este tío? ¿Qué le ven? Yo, Springsteen. Ellas, Sheeran. Un abismo intergeneracional nos separa. Y lo peor es que este tipo con el mismo atractivo que una toalla de playa descolorida ocupa mi mente porque tengo que conseguir entradas para su concierto. Como no se me ocurre nada, me consuelo pensando en que si consigo entradas y acabo sentada en una grada viendo a mis hijas en plan fans de los Beatles gritando como locas, tendré otra cosa interesante sobre la que escribir. No sería ni de lejos tan interesante como la cosa con Ryan pero seguro que sería capaz de escribir algo divertido. 

San Sebastian, la ciudad más bonita del mundo. Hacer la maleta. Ha llegado el otoño. Ir al fisio. Meter el diazepan en el neceser. Los tacones, que no se me olviden los tacones. Apuntar las citas en el cuaderno. Coger el libro. Sacar fotocopias del DNI de las niñas. Ver el último capítulo de Better call Saul. Pedir cita en el traumatólogo. Pedir cita en el osteópata. Conseguir cazón. Hablar con el pintor. Escribir una charla. Mirar el tiempo en Cracovia en diciembre. Dejar de escribir este post para sacar la tarjeta de embarque del vuelo de mañana, descubrir que no tengo el localizador, saber que me voy a pasar la noche dando vueltas pensando en que no podré coger el avión. 

Me consuelo pensando que, a lo mejor, no se me ocurre nada porque (me) pasan demasiadas cosas.