viernes, 25 de noviembre de 2016

Di no a tus hijos

"Estoy un poquito saturada de la publicidad enfocada a querer hacerte sentir culpable a los padres que tienen vida más allá de sus hijos. Decirle a tus hijos "ahora no puedo", "ahora no me apetece", "ahora no quiero" no te convierte en mala persona. Ya está bien con la estupidez."

Cuando tienes hijos, desde el minuto uno en el que salen de ti y los tienes en brazos se produce en tu cerebro un movimiento de tectónica de placas. Todo aquello que, hasta entonces, había ocupado tu cabeza; tus pensamientos, tus ideas, todo lo que conoces, sabes, te gusta, te entretiene, lo que odias. Todo tu trabajo, tus aficiones, tus hobbys, toda tu vida y todo lo que te hace ser tú y no tu vecino del descansillo o tu compañero de curro empieza a moverse en tu cabeza. Esa masa compacta que eras se resquebraja y comienza a moverse para dejar hueco a todo lo que ese extraño, que tienes en brazos, va a necesitar y ser. 

Los primeros años de tu hijo todo tú eres ese ser. Qué necesita, qué quiere, qué le pasa, qué no le pasa, qué siente. Piensas en todo lo que puede pasarle, en lo que puede sufrir, en si le duele algo, en si come, si engorda. Piensas en si está hablando tan bien como debería, en si sufrirá en el colegio, en si será capaz de hacer amigos, en si necesita ir a piscina o a fútbol, aprender inglés o piano. Dedicas recursos neuronales, físicos y mentales a pensar en lo que hace falta en casa, en que la ropa esté limpia, en mantener una rutina, en estimularlos, en que duerman, que descansen, vacunarles, llevarles a las revisiones. te organizas para ir a todo: fiestas, funciones, reuniones, actividades. Te agobias pensando si lo estarás haciendo bien, en si tus decisiones son correctas o equivocadas. Agonizas a ratos pensando que eres un desastre. Mueres de amor por ellos y te agotas. 

Las placas tectónicas en tu cabeza y en tu interior tienen zonas de subducción por las que todo lo que eras antes de tener hijos se va hundiendo poco a poco hacia lo más profundo, queda sepultado por debajo de todo eso que en otras zonas de tu cabeza, en los bordes constructivos de tu placa no para de crecer construyendo cordilleras cada vez más altas con todo lo que tus hijos requieren de ti. Montañas cada vez más altas con lo que necesitan y lo que te aportan. 

Tras muchos terremotos todo se acomoda. Tus continentes mentales con todo lo que eras antes de tener hijos se consolidan en sus posiciones y las nuevas zonas, dedicadas a tus hijos, ocupan su espacio. Todo se tranquiliza. Tus hijos crecen, se vuelven más independientes y pueden y deben hacer cosas solos. 

La publicidad tira ahora de niños con 8, 10 o 12 años que miran a sus padres como corderos degollados exigiendo una atención que parecen no tener. Esos niños son tan mentira como las modelos retocadas con photoshop que se levantan peinadas después de una supuesta noche de sexo y los detergentes que sacan la ropa planchada de la lavadora. 

Cuando tus hijos son niños independientes que pueden hacer cosas solos, desde ir al colegio hasta calentarse la comida pasando por recoger su cuarto, ordenar sus cosas, vestirse y ser responsables de pequeñas tareas, siguen pidiendo cosas. Piden porque son niños y tú eres su padre o su madre y recurren a ti. Algunas cosas, muchas, necesitan que tú se las soluciones, que tú pases ese rato con ellos pero hay otras que no. 

Y les dices que no. 

Les dices "No, no puedo ponerme ahora a hacerte un disfraz o preparar una pancarta para el cumple de tu amiga Fulanita". 

Les dices "No, no me apetece sentarme a ver 3 capítulos de Violeta". 

Les dices "No, no quiero ir a correr esa carrera del infierno con vosotras". 

Les dices que no puedes porque estás haciendo la cena o tendiendo la lavadora o porque tienes que pelearte con tu compañía de teléfono para que te solucione la avería del Adsl. O a lo mejor tienes que llamar a un amigo que lo está pasando fatal porque ha roto con su pareja o le han echado del curro. O no quieres porque estás leyendo, porque por fin has encontrado media hora para ti. O sencillamente no quieres hacer algo de lo que te proponen porque no te gusta y no quieres. 

Ellos, tus hijos, son niños y puede que te miren con cara de "Joooooo" pero desde luego lo entienden y si no lo entienden tienes que explicárselo porque, tus hijos, tienen que saber que tú eres una persona, que tú eres tú además de su madre o su padre. Deben ser conscientes de que tienes obligaciones y también aficiones. Incluso que te gusta, que necesitas tiempo para ti sin nada que hacer. 

No pasa nada por decir no a tus hijos. Es más, creo sinceramente que es una manera de enseñarles que cada persona es un mundo que necesita su espacio, incluidos sus padres.

No dejemos que la publicidad utilice la educación de nuestros hijos y nuestro propio crecimiento personal como argumento publicitario para intentar hacernos sentir culpables por no vivir en un mundo que no existe. Y en el que, desde luego, yo no quiero vivir. 



miércoles, 23 de noviembre de 2016

Dormir como un lirón careto

Me despierto a las 6:58, 2 minutos antes de que suene la alarma. No sé porqué me empeño en ponerla, jamás estoy dormida cuando suena. Abro los ojos y hago recuento como todas las mañanas. ¿Cómo he dormido? Sé que apagué la luz a las 12 porque me dormía leyendo "No digas noche" de Amos Oz, sé que me desperté a la 1:30 y otra vez a las 4:23 porque había un par de tipos gritando en la calle. Una vez más, abrí los ojos a las 5:17. Vuelvo a hacer recuento, en total, 6 y 58 minutos de sueño. He dormido como un lirón, pienso. ¿Un lirón careto? ¿De qué extraño compartimento mental ha salido ese pensamiento? No sé cómo es un lirón careto. ¿Todos son caretos? A lo mejor no existen. 

He dormido bien, del tirón. Es posible que alguien piense "madre mía, ¿eso es dormir del tirón?, para mí eso sería una mala noche". 

Para mí es una buenísima noche. Dormir así, sabiendo que si me despierto volveré a dormirme me parece un tesoro. Los escasos días en los que las siete horas son sin ninguna interrupción, me despierto como una loca de los anuncios de la tele. Abro los ojos, parpadeo, me estiro con una sonrisa en la boca y solo un ejercicio supremo de contención me impide ponerme a saltar en la cama y hacer  mortales.  

Estuve tanto tiempo sin dormir, tantos meses sin conseguir cerrar los ojos más de dos horas que el agradecimiento, que siento ahora, a los dioses del sueño, a la mosca Tse-tse o a los duendes de los sueños, al tener siete horas de descanso, es tal que construiría un altar con flores de plástico en la esquina de mi dormitorio y les haría ofrendas con tal de saber que jamás volveré a no dormir.  

"Ángel de la guarda, 
dulce compañía
pide lo que quieras
yo te lo daré"

Durante meses la ansiedad me comía al despertarme por la noche. Me quedaba paralizada, sin moverme, esperando que el insomnio pasara de largo si no respiraba, si no me movía. Lo imaginaba como una especie de Nazgûl que sobrevolaba mi cama y al que podría despistar si permanecía muy quieta. Nunca funcionó, siempre me encontraba. Noches y noches de no dormir, de saber que cuando abriera los ojos ya no habría vuelta atrás. Durante aquellas horas interminables fantaseaba con un pasado idílico en el que me dormía nada más apagar la luz y me despertaba a la mañana siguiente. Me parecía algo tan imposible, tan fuera de mi alcance que incluso dudaba de haber dormido jamás así. Eso no podía haberme pasado a mí. 

Creí que nunca más volvería a dormir, que jamás volvería a tener sueños completos, con historias increíbles de las que despertar sorprendida, asustada, feliz, excitada o confusa. Creí que el resto de mi vida sería una sucesión de noches de insomnio de las que me levantaría permanentemente agotada. Creí que, para siempre, mis horas de sueño serían horas inducidas químicamente en las que lo que haces es sumergirte en una nada gris que no aterroriza como la ansiedad del insomnio pero que tampoco se parece al verdadero sueño. No es dormir, es no estar. 

Creí todas esas cosas y por eso, ahora, cuando me despierto por la mañana y compruebo que he dormido seis o siete horas sin sentir pánico, pienso que todo va bien. 


martes, 22 de noviembre de 2016

El escritor minúsculo

Escritor. El escritor - no lo llamaremos para no hacer  crecer su ego aún más - es escritor desde hace tiempo. Desde que alguien, un día, supongo que por quitárselo de encima por cansino, le dijo "hala, pues no lo haces mal" y se lo creyó. Al principio, sus novelitas parecían tener gracia o por lo menos no molestar, como las pipas. Sus artículos funcionaban, escribía historietas desde su chaleco de corresponsal contando lo que veía a través de sus gafitas de chico aplicado. La cosa (le) funcionó y el escritor se creció y se creció y se creció y con él su pequeño ego adquirió un tamaño completamente desmesurado, estratosférico.  

El escritor lejos de pensar que ese ego no era saludable para nadie más que para él lo agarró, con fuerza, decidido a no soltarlo, se hizo adicto a sí mismo y armado con su armadura de ego y con una completa y absurda confianza en que su opinión le importaba a alguien se lanzó a internet a predicar. Consiguió un corrillo de palmeros, de seguidores, a los que sus opiniones zafias, machistas, ridículas, pendencieras, altisonantes, prepotentes, displicentes, paternalistas, carentes del más mínimo ingenio y en muchos casos insultantes, les hacían mucha gracia.  

Desde entonces predica sobre todo siempre. Sabe de todo: sabe sobre madres, sobre padres, sobre mujeres, sobre política internacional, sobre lo que piensan las mujeres de 40 y los niños de 13, sobre lo que los hombres sufren, sobre moda, sobre política nacional, sobre el mercado laboral, sobre acoso, sobre literatura, sanidad, educación o incluso, alimentación infantil. ¿Sabe más que nadie? No, pero se lo cree. ¿Se informa antes de emitir vociferando sus opiniones? No. ¿Para qué? Él sabe de todo.  

El escritor tiene mala imagen entre mucha gente. Yo soy parte de esa gente que no solo tiene una mala imagen de él sino una opinión completamente formada y hostil sobre él. Él cree que se debe a que es muy gracioso, muy agudo, muy ingenioso, muy sarcástico y muy inteligente. Más que la media. Y no, yo tengo una mala imagen de él porque es despreciable. Más que la media. Cada día se empeña en airearlo con una dedicación que parece indicar que aparte de un ego desmesurado no tiene mucho más en su vida. 

La peor fama del escritor en el mundo de la gente normal e inteligente viene de la cosa machista y retrógada. No hay una sola frase que salga de sus dedos y de su boquita de buzón que no sea un alegato talibán en favor de lo que él considera las "buenas costumbres" que se han perdido o se están perdiendo o un ataque a las mujeres en general, así a cascoporro. 

Así que, debido a la mala fama que está cosechando y que a él le encanta porque tiene esa idea adolescente y boba de "si se meten conmigo es que les molo" ... el escritor se ha lanzado a escribir con un código que cree que le protege de los ataques y que es solo para iniciados. 

Ese código que cree que maneja con maestría es la ironía. Lo que no sabe, porque su ego no le deja verlo , es que su manejo de la misma está muy por debajo del que desarrollaría un chimpancé adulto durante un viaje con LSD.  

Lo que tampoco sabe es que lejos de verle como lo que él cree que es, un galán maduro, inteligente y atractivo, las mujeres le vemos como lo que es: un macarra patético. Un hombre minúsculo, despreciable y rancio. 

Le despreciamos mientras construimos una vida lo más alejada posible de tipos como él, mientras tenemos relaciones adultas, sensatas y normales con nuestras exparejas,  mientras nos preocupamos de nuestros hijos y su educación y rogamos para que ellos, nuestros hijos jamás se parezcan a un tipo como él y ellas, nuestras hijas jamás tengan que tratar con minúsculos como él.


La foto es de este tuitero. 

jueves, 17 de noviembre de 2016

Amsterdam, la ciudad transparente


Visitar una nueva ciudad es como conocer a un nuevo amante. Crees que te gustará, quieres que te guste, vas dispuesto a encontrarle el encanto pero, en realidad, nunca sabes qué pasará. Hay ciudades para visitar, ciudades para ver y ciudades en las que te imaginas viviendo... Amsterdam, para mí, ha sido de éstas últimas. 

Amsterdam es transparente, es todo ventanas, todo puertas. Sus calles, sus casas, sus tiendas, todo dice "ven y entra", "ven y mira", "ven y descubre". Esa vida que atisbas, no, no la atisbas, la ves al otro lado de los enormes ventanales exacerba el gen cotilla que llevas dentro. Pasear por sus calles de noche y poder asomarte a todas las casas te hace imaginar una vida en esos salones, en esas cocinas. En Amsterdam todo el mundo vive en una casa del catálogo de Ikea. Los españoles, que somos ridículos hasta extremos increíbles, pensamos "qué horror, qué poca intimidad, yo no podría", sin recordar que en nuestros bares es posible enterarse de la vida del que está tres mesas más allá charlando con su novia y en un vagón de tren cuando llegas a destino has conocido a todos tus compañeros de viaje y a todos sus interlocutores telefónicos, pero ¡eh!, sin cortinas no podemos vivir. Somos ridículos. Yo sí podría vivir sin cortinas.

Amsterdam es plana. Siempre que viajo a una ciudad completamente llana me visualizo a mí misma como Obelix en "Asterix en Helvecia", haciendo el gesto de mover el brazo para explicar que no hay ni una sola cuesta. 

En Amsterdam todo el mundo va en bici pero no hay mística en su manera de montar en bici, en el uso que le dan. Son bicicletas normales y corrientes, sin alardes, sin motor, sin tres millones de marchas ni ningún extra absurdo. Van en bici pero no son ciclistas. Pedalean tranquilos en sus enormes bicicletas, unas bicicletas que a mí me saben a mi infancia, a paseo y tranquilidad. Nadie lleva casco. 

La catedral de Amsterdam no tiene culto religioso. En el edificio montan bodas reales y coronaciones pero también exposiciones. Ahora mismo hay una que se titula "90 Years Mrs Monroe" y las puertas al templo están cubiertas con enormes fotografías de Marilyn. Es un contraste curioso entrar en una catedral con tu ánimo de curtido visitante de templos y encontrarte una fotografía gigante de Marilyn cubriendo la pared del crucero. Resulta cuando menos chocante pasear admirando 250 objetos que fueron de su propiedad con la audioguía pegada la oreja mientras la escuchas cantar Diamonds are girl´s best friend o el Happy birthday más caliente de la historia y tus pasos resuenan sobre las tumbas de antiguos canónigos catedralicios. Es raro pero mola todo. En Amsterdam he descubierto que laz princezaz no sabían quién era Marilyn, hecho este que me he propuesto solucionar enseguida, en el próximo cineclub de princezaz. 

Amsterdam es Van Gogh y su museo. Es salas abarrotadas pero silenciosas y en las que descubrí una escultura de una adolescente bañándose, obra de Edgar Degas, frente a la que me pasé un buen rato completamente abstraída. Los museos también son como los amantes, nunca sabes qué será lo mejor de ellos, lo que más te gustará.

Amsterdam ha sido Banksy por sorpresa. Una exposición maravillosa que nos encontramos y que ha dejado a laz princezaz con ganas de más. 

A Amsterdam el otoño con olor a invierno le sienta de muerte. Hace un frío intenso. Frío de gorro, frío de "mami, pareces un elfo",  de guantes, botas y bufanda. Frío de agradecer entrar en un bar y tomar algo caliente. Frío de invierno, de mi infancia. Frío de respirar flojito.   

Amsterdam parece estar, por ahora, a salvo del síndrome del parque temático. Hay barcos por los canales pero no he visto el trenecito ese del demonio que marca el comienzo del fin de cualquier ciudad que se precie. Y es una ciudad con vida, con gente por la calle que entra y sale de las tiendas y de las casas y de los bares. Gente que lleva a los niños al colegio, o al parque o que queda en un bar a tomar algo y fumar al calor de una de esas estufas de exterior. Amsterdam es bullicio pero no ruido. 

Amsterdam es quesos maravillosos, panes de llorar de ricos y olor a marihuana en sus calles. Amsterdam ha sido también el sitio en el que explicar a laz princezaz como funciona la prostitución y qué hacían esas mujeres en esos ventanales por los que no quieres mirar.  

Y Amsterdam es sus hombres.  Un festival de hombres guapos, atractivos y estilosos. Madre mía. Pensé que estaba enferma, que mis gafas me nublaban la vista. El porcentaje de hombres guapos, altos, estilosos, atractivos y sexys que hay en Amsterdam es sencillamente asombroso. En cualquier tienda, museo, bar, restaurante, andando por la calle, esperando el tranvía, en el tren al aeropuerto... las vistas siempre son buenas. Jóvenes, maduros, viejos... da igual. Espectacular. 

-Juan, estoy alucinando con los hombres de Amsterdam.
-Lo sé pero no te emociones, creo que no son muy juguetones.

Pues eso, quiero un holandés. Con su cuello vuelto, su gorro, su bici para ir a comprar el pan para el desayuno y su dosis justa de norueguismo.  



martes, 15 de noviembre de 2016

Olvidar lo que escribimos


"Hay cosas que uno no desea publicar, pero que no hace desaparecer. Algo tan candoroso como sentir pena lo impide"

Así comienza el artículo. Levanto la vista del ordenador, dejo de leer y pienso que yo publico casi todo lo que escribo. ¿Casi? ¿Tengo algo escrito que no haya publicado en el blog? No. Tengo alguna cosa sin terminar, algún pensamiento solo abocetado, mil millones de ideas pensadas y un par de ellas completamente decididas en mi cabeza pero que no consigo enfocar de manera que me convenzan o, a lo mejor, me da pereza intentarlo. 

A lo mejor se refiere a cosas escritas ANTES. ¿Qué tiempo es antes? Para Tallón debe ser antes de ser famoso, antes de ser "escritor". Para mí, antes es antes de Cosas que (me) pasan. ¿Tengo algo escrito antes de saber que me gustaba escribir? Sí, tengo un cuaderno mugriento, con tapas negras ya arrancadas, lleno de letra menuda y borrosa que empecé a escribir en noviembre de 1997. Páginas y páginas de letras apretujadas, subiéndose unas encima de las otras, corriendo por llegar a la página por quedarse ahí antes de que se me escaparan de la cabeza. Escritura de la pena y de la borrachera. Entre las páginas hay tickets de metro y recortes y cartas lamentables. Hay un poema a máquina que dice algo de "tus pechos enharinados" y que yo no escribí, sólo recibí perpleja. Ese cuaderno se cerró en junio de 1999 y no volví a escribir absolutamente nada hasta que empecé Cosas que (me) pasan. 
"Escribir es fácil. Escribir bien es muy difícil. Destruir lo que un día escribiste, aunque sea malo, es dificilísimo."
Sigo leyendo y dejo de pensar en escritos y pienso en amantes, en antiguos amores. "Enamorarse es fácil, enamorarse bien es muy difícil. Destruir (aquello) de lo que un día te enamoraste, aunque sea malo, es dificilísimo" leo en mi cabeza. 

¿Recuerdas el nombre de todos los hombres que has besado? Alguien me preguntó el otro día. Contesté que sí... pero es que no. ¿Cuándo los he olvidado? o ¿Cuándo he empezado a olvidarlos? Porque sé quiénes eran y dónde estábamos pero sus nombres han desaparecido de mi cabeza. 
 "Cómo pude escribir esto", se pregunta, y se le escapa una risa floja. Si alguien lo leyese, alguien a quien tuviese en consideración por su criterio, se moriría de vergüenza. "Era poco matarme", se dice."
Mi mente abandona mis cuadernos y piensa en cartas, en mails escritos hace tiempo a destinatarios que han desaparecido de mi vida. Cartas y mails que guardo en un rincón de mi bandeja de entrada cogiendo polvo y sin mirarlos. A veces, por descuido, los veo ahí. No releo porque no me hace falta. Soy Funes el memorioso y sé qué escribí, porqué y cuándo. Sé también cuanto me avergonzaría leerlo ahora. Quizás vergüenza no sea la palabra. Cuando pienso en releer esas cosas sé que lo que voy a tener ganas de hacer es coger una máquina del tiempo, viajar al pasado y darle collejas a mi yo de ese tiempo. 
"A veces la obra escondida ni siquiera es mala. Atesora méritos, vaticina un futuro, compone un puzzle. Pero, oh: el escritor igualmente la repudia. No se identifica con ella. Pasado el tiempo, cree que no muestra al autor que es ahora. No consentiría su publicación ni que dios, o alguien por el estilo, se lo pidiese. Naturalmente, eso no significa nada. Basta que el autor muera, y que el manuscrito caiga en manos desaprensivas que ignoren sus deseos, y el libro inexistente saldrá a la luz."
Pienso en la muerte y en hacer testamento. No tengo dinero, no tengo propiedades, no tengo joyas. Lo único valioso que poseo son mis cuadernos y se los dejaré a mis hijas para que los lean y se avergüencen cuando yo ya no esté, para que sepan quién fui además de su madre y qué pensé que jamás les dije. Pero los mails y las cartas no se los dejaré. Eso morirá conmigo o se perderá en el agujero negro de la red cuando ya no haya quien entre en mis cuentas. 

O quizás no. Quizás algún día, un día de estos, cualquiera, hoy, mañana o dentro de una semana decida eliminarlo todo.   
"Escritor, destrúyelo todo. No mires atrás. ¿Te da pena? Destrúyela también a ella."
¿Es pena lo que me hace no destruirlo todo? No, no es pena. Destruirlo físicamente no serviría de nada si lo hago antes de tiempo. Tengo que esperar y asistir al proceso, al viaje, en el que esos escritos se vuelvan inofensivos, ver como poco a poco deja de importarme lo que dicen y lo que fueron... hasta llegar a un punto en el que darle a eliminar no signifique absolutamente nada.



viernes, 11 de noviembre de 2016

Los jóvenes amantes

I kissed you on the lips once more
And we said goodbye just adoring the nighttime
Yeah, that´s the right time
To feel the way that young lovers do

Los dos son menudos. Ella lleva el pelo largo, castaño claro, anudado sin mucho miramiento un peinado que ya no se lleva y la melena cayendo sin orden, a los lados de su cara. Es un peinado que se llevaba cuando yo era niña, me recuerda a mi uniforme, a mi colegio. Él es moreno, con el pelo muy rizado pero sin efecto Jackson Five. Será calvo con 35 pero aún no lo sabe y, ahora mismo, no le importa. Ahora mismo solo le importa controlar los nervios que se le salen por la boca, por los ojos y por los dedos mientras el metro traquetea y hablan. 

Han entrado delante de mí en el vagón y no puedo dejar de mirarlos. De hecho, no dejo de mirarlos en todo el trayecto y ellos, ni por un segundo, son conscientes de mi mirada. No creo que ni siquiera sepan dónde están o a dónde van. 

Intento adivinar su historia. Ella lleva una camiseta blanca y un jersey gris brillante con un gran lazo a la espalda que sólo intuyo una de las pocas veces que despega la espalda de la puerta del metro. Minifalda, medias negras y zapatillas de lona. En una mano sostiene un plumas y en la otra el móvil. Me fijo que entre la funda y el móvil ha guardado el bonometro. Una chica organizada. Es de piel clara, de dedos largos, uñas cortas y mirada dulce. Los ojos azules. Habla con nerviosismo. No calla. Le cuenta a él una historia ridícula y carente de todo interés sobre  una aplicación que le ha instalado a su madre para contar los pasos que hace en el día. Repite las cosas, las frases y, de pronto, como si se hubiera escuchado a si misma siendo otra persona, se queda callada. Sé lo que está pensando porque yo he sido ella, "¡qué tonterías estoy diciendo, va a pensar que soy boba!"

Pero él no está pensando eso. Para nada. La ha estado escuchando, embobado, dando pequeños pasos para acercarse. Percibe el silencio incómodo que está creciendo, ¡es incómodo hasta para mí! mira el móvil buscando algo que decir, casi veo su cerebro como en Inside Out diciendo "vamos, vamos, vamos... tenemos que decir algo" y contraataca.

–Me han llamado del centro porque mañana hay actividad y quieren que yo me encargue de cobrar la cuota a los que faltan. 

Noto el alivio de ella y su agradecimiento. Se agarra al tema de conversación y comienza a preguntarle: ¿y por qué tú? bueno es que eres muy directo. ¿A qué hora tienes que ir? ¿Te gusta?

Me pregunto si se conocerán del trabajo. No soy capaz de adivinar qué edad tienen. Hace un momento hubiera jurado que no habían salido del colegio pero él le está contando ahora dónde ha dejado el coche aparcado antes de coger el metro para ir a buscarla. 

No hacía falta que vinieras. Podíamos haber quedado en cualquier otro sitio.
–Lo he hecho encantado.

Son tan monos que resultan magnéticos. Él empieza a contarle historias de su familia. Tiene un acento curioso, que yo había interpretado como un suave deje de algún país de Sudamérica, pero no. 

–Mi primo viene de Israel este fin de semana y se queda un par de meses. 
–¿Se queda en tu casa?

¿Israel? ¿Judio? Es un chico guapo, guapo como de la franja de Gaza, quizás sí es judío. A pesar de ser chiquitito es elegante, descuidadamente estiloso, atractivo. Desnudo también debe serlo, mucho. Tiene un cuerpo tenso.  

Mi tío tiene aquí unas librerías

¿Un tío librero? La elucubración sobre ese tío misterioso que desde Israel manda a su hijo cada dos meses a trabajar a Madrid en sus tiendas de libros casi me abstrae de lo que está pasando ante mis ojos. Siguen sin darse cuenta de que les miro. 

Las manos de los dos han dejado de revolotear a su alrededor y están entre ellos. Él roza sus dedos largos mientras le dice:

Mi primo se llama Abraham...

Ella ya no levanta la vista de las manos de ambos. Sus dedos le devuelven la caricia. Primero un dedo se atreve a rozar los de él, tan levemente que, por un momento, temo que no haya sido suficiente y él no lo haya notado y se eche atrás. Pero no, sus nervios están alerta y han percibido esa tímida caricia. Ella se atreve entonces a enredar dos dedos en los de él y después la mano entera. Se aprietan y él da un paso para acercarse más. Ella sigue concentrada en las manos sin levantar la vista. 

¡Vamos! ¡Mírale ya! Dale ese beso que te estás aguantando.

El tren llega a mi estación, tengo que dejar de mirarles, tengo que bajarme. Llego tarde a una cita. Mientras salgo del metro voy pensando que ojalá, mi cita,  sea como la de esos chicos. 




miércoles, 9 de noviembre de 2016

El tablero de mis ideas

"Pensar es pensar cosas distintas, para empezar. La gente que dice “Yo pienso lo mismo que a los dieciséis años” no ha pensado nunca nada. Es imposible que estés leyendo libros, viendo películas, conociendo gente, viajando, y todo para pensar exactamente igual que antes de salir de casa el primer día. Pensar es cambiar." (Fernando Savater)

Desde que, la semana pasada, leí la conversación entre Jonás Trueba y Fernando Savater en Letras libres  no me he quitado estas palabras de la cabeza. (Dejad de leer mis reflexiones y leed esa conversación)

¿Pienso lo mismo que cuando tenía dieciséis años? ¿y lo mismo que cuando tenía venticinco? ¿o treinta y cinco? Mi cambio de ideas, de pensamiento ¿ha sido a mejor? ¿Por qué supongo que pienso ahora mejor que hace, pongamos 8 años? Mejor ¿significa más claramente? ¿Con más criterio? O, sencillamente, ¿es todo esto un pensamiento de autojustificación porque, de manera inconsciente, siempre pensamos que al avanzar en la vida, en la edad, en lo que sea... mejoramos? 

Después me puse a pensar en si esto que a mí me parece tan obvio, el hecho de que no puedes tener las mismas ideas con dieciséis o veinte que con cuarenta es así para todo el mundo. Pensé en gente que conozco desde mi adolescencia y que mantiene exactamente las mismas ideas, las mismas creencias, e idénticas estructurales mentales que cuando íbamos al colegio. Gente que se enfrenta al mundo de la misma manera desde hace 30 años. 

Pensé, después, recurriendo a mi absurda necesidad de ponerle imágenes a todo, que de niños nuestra cabeza es un corcho vacío. Lo que vamos colgando ahí viene dado por lo que nos dicen nuestros padres, lo que nos enseñan en el colegio, lo que nos dicen nuestros amigos. Vamos clavando post-it con pensamientos que realmente no son nuestros, no los hemos generado nosotros. No vienen dados y tal cual nos los entregan los clavamos en nuestra cabeza. Poco a poco nuestro corcho se llena de ideas con las que encaramos la vida. 

Esa gente de la que hablo le coge cariño a esos post-it. Los coloca, los ordena y ahí los deja para siempre. Llega un momento en que tampoco clava nuevos post-it porque ya tiene el corcho lleno, le gusta lo que tiene y no se plantea que quizás podría cambiarlos. Ni siquiera los reordena. Rechaza cualquier otra idea, cualquier otro post-it de otro color. Ya tiene sus ideas y está cómoda con ellas ¿para qué más? 

Otros, creo, llega un momento en que arrancan todo lo que habían clavado. Hacen tabla rasa y cambian por completo de ideas. Detestan todas aquellas que tuvieron de niños, de adolescentes y empiezan de cero. Post it nuevos y relucientes con los que construyen un pensamiento, un sistema nuevo con el que enfrentarse al mundo. 

Creo, sin embargo, que la mayoría de la gente que yo conozco lo que ha hecho con su corcho mental es abarrotarlo de cosas. O eso hago yo si pienso en el mío. Yo no he arrancado las ideas que me vinieron impuestas cuando era niña por la familia que tengo, la época, mi colegio, mis amistades, mis inseguridades, lo que creía que tenía que pensar, lo que pensaba que era correcto. Lo veo todo ahí, muy muy pegado al corcho, tanto que se funde con el propio material. Muchas de esas ideas están ya desdibujadas, casi ilegibles y prácticamente olvidadas, sepultadas por capas y capas de ideas nuevas. Muchas veces me sorprendo recordando, por ejemplo, ¿de verdad yo creía en Dios? Apenas las recuerdo pero sé que están ahí, y sobre esos post-it mugrientos y viejos, que me han acompañado siempre, he ido clavando ideas nuevas, pensamientos, asociaciones. Ahí he pegado lo que sé, lo que he aprendido, lo que he leído, ideas de gente nueva que llegó a mi vida y que se quedó o se marchó, pensamientos adquiridos por mí misma, destilaciones variadas de razonamientos en arabesco lateral que me costaron sangre, sudor y lágrimas. Y, a veces, alcohol. 

Sé que en algún momento, si no muero joven, cogeré mi corcho y lo enmarcaré. Le pondré un cristal y me dedicaré a contemplarlo y como mucho quitarle el polvo que se le vaya acumulando. Creeré tener la razón absoluta sobre todo y cualquier idea nueva me parecerá una agresión que intentará romper ese cristal y mis ideas. 

Mientras tanto mi corcho pesa cada vez más y cada día es más caótico y complejo, pero igual que soy consciente de que voy cambiando de ideas soy consciente de que lo que soy y pienso ahora tiene sus raíces en lo que pensé y fui hace 30, 20 u 8 años. 

Y creo que es importante no olvidarlo, aunque a veces me avergüence.